En estos momentos tan convulsos en
los que nos ha tocado vivir, el tiempo pasa tan deprisa, inexorable, que las
horas se convierten en minutos, y los meses en días. Hace apenas mes y medio
que yo me asomaba a esta tribuna para compartir con los lectores mi
preocupación por el hecho de que otra vez estaban sonando tambores de guerra en
la Europa oriental, y ahora resulta que el sonido de esos tambores ya se ha
transformado en el doloroso atruendo de la guerra. Otra vez resulta que ha
ganado Napoleón en sus extraños gustos musicales.
Antonio
Burgos se quejaba en una de sus columnas, hace unos días, de la gran cantidad
de “ucranólogos” de última hora que están saliendo a la luz a partir de la
invasión de Ucrania. Antes de nada he de decir que yo no soy un experto en la
geopolítica del siglo XXI, ni en relaciones internacionales. Sólo siento la
necesidad de volver a escribir sobre el conflicto de Ucrania, como la única
forma de intentar apartar mis propios fantasmas. En una de las conexiones a que
las diferentes cadenas de televisión nos han acostumbrado durante estos días,
una mujer ucraniana que se encontraba sola al otro lado de las cámaras, en
alguna de las ciudades del país invadido que están siendo bombardeadas, pues su
marido se había alistado para combatir al enemigo, comentaba a las televisiones
que ella no había querido salir del país porque allí cada uno tenía una misión
que cumplir, que si a unos les estaba encomendado tomar las armas para
enfrentarse a los rusos, a ella le estaba reservado el papel de la
comunicación, de contar a todo aquél que quisiera oírlo, todo lo que allí
estaba sucediendo, más allá de las mentiras desarrolladas por la propaganda
rusa. Por eso, porque el papel de los periodistas y de los intelectuales, y de
los que jugamos a serlo desde un modesto, pero serio, medio de comunicación, es
éste, y sobre todo porque no tenemos otra forma de hacer fluir nuestro dolor y
nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano, es por lo que tenemos la necesidad
de escribir sobre el conflicto.
La
verdad, en efecto, se asomaba a los ojos humedecidos por las lágrimas de
aquella mujer ucraniana, de cuyo nombre, a mi pesar, no puedo acordarme. Una
verdad que es ajena a las mentiras de Putin, que ha enviado a sus tropas
haciéndoles creer que iban a participar en un simple ejercicio de maniobras
militares. ¿Qué puede estar pasando ahora por la mente de todos esos jóvenes
rusos, a quienes sus oficiales les obligan a disparar contra civiles
desarmados? ¿Qué piensan ellos ahora de la inhumanidad de sus líderes? Una
verdad que identifica a los rusos del siglo XXI con aquellos tártaros, que hace
ya diez siglos asolaron el antiguo reino de Kiev, o Kyiv, como prefieren decir
los propios ucranianos, y quizá sea éste el momento de hacerlo aunque sólo sea
como una simple medida de solidaridad con ellos. En efecto, fue a mediados del
siglo XI, cuando los tártaros, llegados desde las praderas de Mongolia,
destruyeron la civilización de la vieja Rus, que había sido civilizada
doscientos años antes desde Bizancio por los monjes Cirilo y Metodio. Después
de otras muchas invasiones llegaría la nueva, la que volvió a florecer a partir
del ducado de Moscú, y Rusia y Ucrania caminaron juntas en la historia, una
siempre al lado de la otra, en una infinita cascada de acercamientos y de
alejamientos que marcaron toda la historia de Europa oriental.
Mentiras
del Kremlin, que ha prohibido a los medios de comunicación pronunciar la
palabra guerra, porque, dice, la invasión es sólo una operación militar de
carácter especial. Mentiras del Kremlin, que tiene convencidos a la mayor parte
de los rusos de que el genocidio que sus tropas están provocando en el país
vecino no existe. Mentiras del Kremlin, que incluso no dudan en detener a todos
aquellos que, cada vez en mayor número, se atreven a acercarse hasta la Plaza
Roja para protestar por el desarrollo de la guerra, independientemente de la
edad de esos manifestantes. Cuando escribo estas líneas, son ya más de cinco
mil las personas que en Rusia han sido detenidas por este motivo, y entre ellos,
incluso, una anciana de más de noventa años, superviviente de aquel otro
genocidio que se llevó a cabo en la Segunda Guerra Mundial. Mentiras del
Kremlin, que ha dicho que el gobierno del presidente Volodimir Zelenski es un
régimen filonazi, y que la operación militar iniciada sobre Ucrania es, sólo,
una operación de autodefensa.
Mentiras
del Kremlin, que acusó al gobierno de Ucrania haber derribado en 2014 un vuelo
comercial de pasajeros, cargado con turistas holandeses que se dirigían de
vacaciones a Kuala Lumpur, cuando en realidad los verdaderos culpables del
derribo fueron los propios separatistas prorrusos del Donbás, creyendo que se
trataba de un avión militar ucraniano. Mentiras del Kremlin, que acusa a
Ucrania de haber roto los acuerdos del Protocolo de Minsk, que fueron aprobados
en la capital biolorrusa en septiembre de 2014 entre las dos partes de un
conflicto que ya lleva durando demasiados años y que mantiene en vilo la parte
oriental de Ucrania, y cuya principal manifestación había sido ya, antes de la
firma del protocolo, la anexión de la península de Crimea, en el mar Negro, por
parte de Rusia. Es cierto que aquellos acuerdos no alcanzaron nunca la
pacificación deseada, que los enfrentamientos en las provincias de Donestk y Luhansk
han sido continuos entre ucranianos y rusos, pero también es cierto que si una
de las partes ha roto el acuerdo, ésta ha sido Rusia, decidiendo
unilateralmente reconocer la independencia de ambos territorios.
Monseñor
Andrés Carrascosa, conquense que es nuncio apostólico del papa Francisco en
Ecuador, dijo en el encuentro que mantuvo hace unos días en nuestra ciudad con
un grupo de colaboradores y lectores de este medio, que deberíamos
acostumbrarnos a no usar la palabra guerra cuando habláramos de lo que está pasando
en Ucrania, pero sus palabras no tienen nada que ver con los motivos que el
dictador tiene para no definirla de esta manera. Dijo, y tiene razón, que una
guerra es un enfrentamiento armado entre dos contendientes en unas condiciones
similares, y que lo que está sucediendo en estos días en un rincón de Europa es
algo diferente: una invasión unilateral de un estado imperialista -el
imperialismo está en el ADN de los rusos, una de las potencias mundiales más
importantes, desde los tiempos de los zares-, contra un país soberano, mucho
más débil que el otro, que tiene derecho a elegir su propio destino. Invasión o
guerra, se llame como se llame, lo cierto es que se trata de una guerra total o
indiscriminada, que no se detiene ante la población civil, y en la que incluso,
según se ha denunciado desde Ucrania, se han utilizado bombas termobáricas, o
de vacío, capaces de provocar una destrucción masiva, sin ningún tipo de
diferenciación entre las víctimas, incluso entre personas que se hallan en el
interior de los búnkeres, allí donde pueden refugiarse los civiles indefensos,
quienes terminan muriendo por asfixia.
Es
probable que cuando el lector lea esto, Putin haya logrado vencer en esta
guerra cruenta, o en todo caso, que termine por vencerla en no mucho tiempo; la
capacidad de defensa de los ucranianos tiene un límite. Pero no cabe duda de
que esa victoria será una victoria pírrica. En el siglo III a.C., en el curso
de las guerras entre los griegos y los romanos, Piro, el rey de Epiro,
consiguió derrotar a los romanos en los campos de Lucania, en el sur de Italia,
pero el número de bajas en su ejército fue tan alto, que desde entonces se
utiliza la expresión como sinónimo de una victoria que se obtiene a un precio
tan alto que es casi igual que una derrota. Y en efecto, pese a todo lo que se
pueda pensar en este momento, la guerra ha sido un enorme error de cálculo del
propio Putin, que habrá ganado, o ganará, la guerra de las bombas, es cierto,
pero ya ha perdido la guerra de la historia, y la de la comunicación ante la
opinión pública de todo el mundo. ¿Qué es lo que el nuevo zar ruso ha
pretendido con la invasión de Ucrania? No pretendo hacer de aprendiz de brujo,
pero el futuro de Ucrania pasa por la instalación en el país de un gobierno
títere, como el de Lukashenko en Bielorrusia, o el que hubo en la propia
Ucrania, antes de la revolución del Maidán, en manos de Viktor Yanukovych.
Y con
respecto a la pretensión de Putin de cara al conjunto de Europa, si alguna vez
pretendió, como así lo parece, el enfrentamiento entre todos los países de la
OTAN, o los de la Comunidad Económica Europea, la imagen que se pudo ver hace
unos días, con la totalidad de los delegados del Consejo de Derechos Humanos de
la ONU abandonando la cámara en el momento n el que, por videoconferencia, iba
a intervenir el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, es
también elocuente; ese mismo día, Zelenski había recibido una larga ovación,
con todos los diputados europeos puestos en pie, cuando, también por
videoconferencia, se dirigió al parlamento europeo para solicitar su ayuda en
el conflicto. Ambas cosas significan que Europa, y también el resto del mundo,
están más unidos que nunca al lado de Ucrania. La OTAN, por primera vez en su
historia, ha aprobado el envío de armas a un país tercero. Alemania ha roto su
espíritu pacifista, señal de identidad del país en los últimos setenta años,
acosado por el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, y ha aumentado su gasto
en defensa hasta límites nunca alcanzados. Hasta Suiza se ha pensado abandonar
su neutralidad, y sobre todo su estatus de paraíso económico, para perseguir a
los oligarcas rusos que tienen importantes fortunas, obtenidas muchas veces con
negocios inconfesables, en los principales bancos del país. Y hasta ha conseguido
unir en Ucrania a los filorrusos y a los rusófobos, salvo a los más exaltados.
En la propia Rusia, ya lo hemos dicho, ya son miles las personas que han sido
detenidas por sus protestas contra la guerra.
Ante
esta ostentación del enorme poderío bélico de los rusos, la actuación del mundo
desarrollado, si bien demasiado tibia en un principio, ha sido acorde con lo
que se pretendía, tomando una serie de medidas, militares, económicas y
psicológicas, que han puesto a Putin ante su propio espejo. Las medidas militares,
teniendo en cuenta que la OTAN no es, pese a lo que algunos sectores de la
sociedad afirman, una organización militar de carácter ofensivo, sino sólo
defensivo, y que, además, la posibilidad de una guerra nuclear, no puede actuar
directamente, con sus propios militares, en defensa de Ucrania, que, no lo
olvidemos, no es todavía miembro de la organización, pasan por el envío al
ejército ucraniano de material militar, incluso de carácter ofensivo, de
primera generación, tal y como se ha hecho, tanto desde la propia OTAN como de
casi todos los estados miembros. Y España, aunque tarde, y después de algún
aviso público, y según algunas fuentes también privado, del propio Josep
Borrell, vicepresidente de la Comisión Europea, también lo ha hecho.
Los
otros dos tipos de medidas adoptadas van dirigidas contra el país, y también
contra el conjunto del pueblo ruso, con el fin de que éste pueda conocer de
primera mano, las consecuencias que las decisiones de su tirano puede llevar a
su propio pueblo. Las medidas económicas se realizan con el fin de estrangular
la economía rusa, y no tendrían ningún sentido si no fueran acompañadas con
otras medidas directas e individuales contra los propios oligarcas rusos,
propietarios de grandes fortunas que se encuentran fuera del país, con el
propio Putin a la cabeza; oligarcas que ahora están siendo atacados en esas
mismas fortunas, como se demuestra por el hecho de que algunos de ellos ya se
han desmarcado de la guerra y de Putin, cuando hace muy poco tiempo se afanaban
con declaraciones en favor del dictador, en cuya compañía se dejaban
fotografiar en actitud de franca camaradería. En muy pocos días, por otra
parte, el valor del rublo cayó hasta un cuarenta por ciento, y la caída ha
seguido imparable en los días siguientes. Y la caída de la bolsa ha sido tan
brutal, que el gobierno tuvo que ordenar su cierre para evitar nuevos descensos,
al mismo tiempo que en las oficinas bancarias ya se empezaron a ver largas
colas de usuarios, en una especie de pequeño corralito cuyas consecuencias
finales todavía nos son desconocidas.
Las
medidas psicológicas, finalmente, como la decisión de suprimir el stand ruso
del Mobile Word Congress, que también tiene mucho de medida económica, o sacar
a Rusia del próximo festival de Eurovisión, pueden ser las menos drásticas de
todas, pero en un mundo como el actual, en la que todo, o casi todo, se mide a
través de la imagen, el mero hecho de poder quitar a un país la posibilidad de
enseñar a todo el mundo su propia imagen puede resultar desmoralizador para una
parte de sus habitantes. Y el fútbol, que es la cosa más importante de todas
las cosas menos importantes, según se le ha definido en algunas ocasiones,
puede llegar a modificar las conductas y los sentimientos de los aficionados,
hasta el punto de que Roman Abramovich, ruso y propietario del Chelsea, club de
fútbol inglés, íntimo amigo de Putin al menos hasta el estallido de la guerra,
con el fin de evitar que el club sea embargado por el gobierno inglés, ha
decidido venderlo, y promete dedicar todo el dinero de la venta en beneficio de
los damnificados de la guerra. En principio, no hay motivos para dudar de las
palabras de Abramovich, y sería bueno que así lo hiciera para el propio fútbol,
tan criticado en algunos foros por lo desmedido del mercantilismo que le rodea.
Sería bueno, también, que siguiera sus pasos Rinat Ajmatov, presidente del
Shakhtar Dónetsk, ucraniano pero filorruso, propietario de un conglomerado
económico enorme en la región del Donbás, quien fue con su fortuna, en los años
que precedieron a la revolución del Maidán, el gran mantenedor en el poder del
presidente Yanukovich.
Por
todo ello, es muy importante también, lo que el mundo del fútbol, y del deporte
en general, puede decir con respecto al conflicto. En este sentido, cobra
especial relevancia la coincidencia de muchas federaciones deportivas, y del
propio COI, en el sentido de expulsar a los deportistas rusos de las
competiciones deportivas. Es cierto que ellos, en sí, no tienen la culpa, y que
incluso algunos han hecho declaraciones públicas muy contrarias a Putin y al
propio Kremlin, pero también es cierto que muchos europeos van a sufrir en sus
propias carnes la estrangulación de la economía rusa -al menos, nosotros no
tenemos que enfrentarnos directamente a la guerra-; la decisión de tomar unas
medidas de este tipo llevan consigo daños colaterales que todos debemos asumir.
Esa expulsión debería ser total, y sin duda será total, al menos en lo que
respecta a los deportes de equipo y de selecciones, en los que los deportistas,
por definición, representan a su país. La autodefensa del comité olímpico de la
propia Rusia, alegando que esa expulsión es contraria al propio espíritu
olímpico del deporte, que aboga por valores propios de la competición
deportiva, como la solidaridad y la comunidad en el sacrificio mutuo, parecería
una broma macabra, si no fuera porque no están los tiempos como para hacer
bromas con este asunto,. En la trágica situación a la que se nos ha conducido a
todos, a cada uno en su medida, ¿cómo se puede hablar, desde el punto de vista
del propio ofensor, de ese espíritu deportivo?
Como
reflexión final, quiero hacerme eco de las palabras de muchos columnistas y
periodistas de opinión, independientemente del medio para el que trabajan. En
un conflicto de estas dimensiones no se puede ser equidistante; no se puede
decir al mismo tiempo “no a la guerra” y “OTAN fuera”, como si la OTAN fuera el
agresor, y olvidando que ha sido la propia Rusia, y no la OTAN, quien ha
promovido la guerra, tal y como está haciendo una parte de la extrema
izquierda. ¿Qué especie de fantasma interior hace saltar a esa parte de la
izquierda cuando se recuerdan las relaciones que ésta sigue teniendo, como en
los tiempos de la Unión Soviética, con la parte agresora del conflicto? Es
cierto que el imperialismo panruso es más antiguo que la propia Unión
Soviética, que arranca de la zarina Catalina I, e incluso de los primeros zares
de Moscú. Es cierto, también, que el partido de Putin, Rusia Unida, se declara
de centroderecha e imperialista, pero es sencillo poder rastrear los vínculos
que une al propio Putin con la vieja Unión Soviética, en la que fue jefe del
KGB, sus temidos servicios secretos. Como también es sencillo seguir el rastro
de cuáles son los escasos aliados fieles que a Rusia le quedan en el mundo,
después del alejamiento que la invasión de Ucrania ha generado en la extrema
derecha, hermanos suyos en lo que respecta a ese espíritu nacionalista:
Bielorrusia, por supuesto, y más allá de ella, sólo China -que a pesar de todo,
y debido a su eterno pragmatismo, ya está empezando a ponerse de perfil-, Corea
del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, …, y en España, una parte de la extrema
izquierda. Es decir, los mismos que ya lo eran cuando todavía era la Unión
Soviética, y el país aún no se había incorporado al mundo moderno gracias a la
Perestroika de Mijail Gorbachov.