jueves, 29 de diciembre de 2022

Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca

 

Si la investigación histórica es, sobre todo, acudir a los documentos de archivo, y si después se trata de interpretar esos documentos en base a unos conocimientos propios, adquiridos por el historiador a partir de su propia experiencia personal como estudioso de una materia concreta, uno de los más destacados historiadores conquenses es, sin duda alguna, Pedro Miguel Ibáñez, por más que su campo de estudio sea la historia del arte. Gran especialista en el arte conquense del Renacimiento, especialmente de la pintura, a la que dedicó su tesis doctoral, que publicó más tarde en tres gruesos volúmenes con la ayuda de la Diputación Provincial de Cuenca, y a la que dedicó también varios libros posteriores, que fueron editados por la misma Diputación y por la Universidad de Castilla-La Mancha. En los últimos años, su campo de investigación principal, sin dejar de lado otros temas relacionados con el arte, es el urbanismo de la capital conquense, tanto desde el punto de vista puramente histórico y artístico, como en lo que se refiere a su plasmación y reflejo en el urbanismo actual de la ciudad. Desde ese punto de vista son especialmente interesantes los textos que en su momento dedicó a las dos vistas que Anton van den Wyngaerde realizó de nuestra ciudad.

En los últimos años, una de sus principales líneas de investigación se refiere a la puesta en valor del estilo barroco como estilo propio y caracterizador del casco antiguo de Cuenca. En esta línea se enmarcan los libros que, bajo el título colectivo de “Cuenca ciudad barroca”, cuentan con la coedición del Consorcio Ciudad de Cuenca y de la Universidad de Castilla-La Mancha. Con un importante aparato fotográfico y documental, ya han llegado a las librerías conquenses los dos primeros volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico” y “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”. La serie, por otra parte, y según el plan general de la obra, contará con dos volúmenes más, cuya aparición se producirá en los próximos años.

En ambos libros, el autor ha revisado una gran cantidad de documentación, procedente de los distintos archivos conquenses, y a la vista de la ciudad actual, de lo que de la ciudad barroca ha llegado hasta el urbanismo más reciente, ha interpretado esos documentos de una manera diferente, resolviendo dudas y haciendo desaparecer innumerables mitos sobre el pasado de nuestra ciudad, mitos que, en este campo de la historia como en otros, se han venido sucediendo de generación en generación, hasta el punto de que ahora resulta casi imposible eliminar.

Ya desde el título, el primero de los volúmenes de la serie resulta bastante clarificador sobre cuáles son sus intenciones. El entorno de nuestra Plaza Mayor es, nadie lo duda, un espacio eminentemente barroco, en el que destacan los dos edificios más representativos del poder eclesiástico y del poder civil. Tanto la catedral, especialmente en su torre, hundida en 1902 y ya nunca recuperada, como en su fachada, que al contrario de lo que aún piensan muchas personas nunca se hundió, sino que fue desmontada piedra a piedra para llevar a cabo el sueño neogótico de un arquitecto iluminado, como el propio ayuntamiento, en el lado opuesto de la plaza, son edificios barrocos. El segundo, plenamente barroco, desde luego, proyectado desde sus cimientos en el siglo XVIII para sustituir a unas casas consistoriales anteriores, renacentistas, en parte muy parecidas al de San Clemente, que todavía se conserva. El primero, en realidad, como una pantalla barroca colocada entre los siglos XVII y XVIII para hacer olvidar que la nuestra es la primera de todas las catedrales góticas levantadas en la península Ibérica.

No son estos, sin embargo, los únicos edificios barrocos que se conservan en el entorno de la catedral. A un lado, haciendo esquina con la propia catedral, se encuentra el convento de las madres justinianas, conocidas en nuestra ciudad como las Petras, porque la iglesia está puesta bajo la advocación del primero de los apóstoles, del primero de los papas. Y a otro lado, ya en la calle Pilares, la única de las calles que conserva el rasante original de aquellas calles que un día conformaron ese espacio cerrado, oprimente, que rodeaba a la catedral, aquel espacio que un día se abrió para dar más prominencia urbana al entorno catedralicio, las llamadas casas del Chantre, o del conde de Priego.

Y es que el entorno de la Plaza Mayor, es, probablemente, el que más ha ido cambiando a través de los siglos. Primero, durante la Edad Media, tal y como se ha dicho, un conjunto de calles estrechas y mal ventiladas, que fueron abiertas a partir del siglo XVI, con el fin de dar un mayor realce tanto a la catedral como al nuevo ayuntamiento, que entones se estaba construyendo. Un ayuntamiento, por cierto, que entonces no tenía la misma distribución que tiene ahora, sino que se encontraba en uno de los lados alargados de la plaza. Hay que tener en cuenta que en aquella época, la actual Anteplaza no existía, sino que estaba unida sin solución de continuidad con la propia Plaza Mayor, y que no fue hasta el siglo XVIII, con el nuevo proyecto de las casas consistoriales, cerrando uno de los lados completamente a través de tres arcos que permiten el paso de personas y de carros -actualmente también del tráfico rodado- por debajo del conjunto arquitectónico, cuando fue dividido el espacio entre dos pequeños espacios urbanísticos diferenciados.



En el segundo tomo de la serie, “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”, el autor nos da un paseo urbanístico y arquitectónico por la parte alta de la ciudad, empezando, tan y como se afirma desde el título, en el convento de carmelitas, y acabando, ya en la ciudad media, en la recién restaurada y rehabilitada Casa del Corregidor. Así, en el primer capítulo nos hace un recorrido por las diferentes fases constructivas del edificio que un día albergó al convento, y que hoy alberga a la Fundación Antonio Pérez, después de haber servido también temporalmente como sede del vicerrectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha y de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Y es que la construcción del edificio contó con diferentes fases sucesivas, desde la donación a las monjas de un primer solar, por parte del canónigo Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso “Tesoro de la Lengua”, hecho que permitió la instalación definitiva de una comunidad que había llegado desde Huete a la capital poco tiempo antes. Aboga el autor porque la llamada “casa de la demandadera” sea rebautizada como la “casa de Covarrubias”, en homenaje al religioso que hizo posible la instalación de las monjas en un lugar tan emblemático, y da un nombre como posible autor de las trazas del convento, si no de la propia construcción del mismo: fray Alberto de la Madre de Dios, el mismo que realizaría poco tiempo después el convento de mercedarios, edificio al que está destinado otro de los capítulos del libro.

La iglesia de San Pedro, con su hermosa capilla de San Marcos y el cercano palacio de Toreno, con el que tanto tiene que ver tanto la capilla como la propia iglesia en su conjunto, y la casi anexa al palacio capilla de la hermandad de la Epifanía, conforman el segundo capítulo del libro. Es de resaltar aquí la enorme originalidad de la iglesia, una de las más hermosas de Cuenca, con su planta circular enmarcada en un hexágono. En base a los documentos conservados, el autor duda de la autoría que otros autores han dado por segura, la de José Martín de Aldehuela, a quien, por otra parte, ha sido habitual en los últimos años atribuir la restauración de todas y cada una de las iglesias que fueron rehabilitadas a lo largo del siglo XVIII, y que habían sufrido, en mayor o en menor medida, graves desperfectos durante la Guerra de Sucesión. También den este caso el autor de la obra, Fray Vicente Sevila, en base al escudo que se halla en la portada de la iglesia, un escudo que corresponde al obispo Flórez Osorio, de quien el religioso era el arquitecto de cámara.

Descendiendo de la acrópolis de la ciudad llegamos a la iglesia y colegio de religiosos jesuitas, que se habían instalado también en la ciudad en el siglo XVI, pero que realizaron algunas obras de importancia en las dos centurias siguientes. Más allá de algunos muros y de sendas portadas muy deterioradas, casi nada es lo que queda ya en pie del antiguo edificio, transformado ya hace algunos años en simple depósito de agua, y en otros más recientes en aparcamiento de vehículos. Quizá nos pueda parecer un tanto extraño el espacio que Pedro Miguel Ibáñez le dedica a este edificio, cuando todos habíamos pensado que se trata de un edificio renacentista. Sin embargo, afirma el autor lo siguiente: “El desaparecido templo de los jesuitas de Cuenca le debe casi tanto al Barroco como al Renacimiento. Avanzando el segundo cuarto del siglo XVIII constan intervenciones importantes en la iglesia, tanto en el continente como en el contenido. A más importante de que tenemos noticia es el alargamiento de la capilla mayor, datado en la segunda mitad de los años cuarenta”.

A partir de ahí el autor, y nosotros, lectores, con él, da un amplio salto sobre la plaza mayor, a la que, como hemos visto, ya había dedicado íntegramente el primer volumen de la obra, para acercarnos a la plaza de la Merced, llamada entonces, por lo que se verá, la plaza del Marqués, en las que se encuentran, a pesar de sus pequeñas dimensiones, dos de los edificios barrocos más importantes de la ciudad: el convento de religiosos mercedarios y el seminario de San Julián. Al primero dedica el autor el siguiente capítulo. Los mercedarios se habían instalado varios siglos antes extramuros de la ciudad, al lado del camino real de Madrid, y en un lugar conocido, entonces y ahora, como La Fuensanta. No gustaba, sin embargo, demasiado el lugar a sus habitantes, que en repetidas ocasiones habían solicitado un lugar dentro de la ciudad al que poder trasladarse. Un lugar que obtuvieron a finales del siglo XVII, cuando doña Nicolasa Manrique de Mendoza Acuña y Manuel, marquesa de Cañete en ese momento, cedió a los monjes lo que hasta entonces constituían los “palacios nuevos” del marqués, entre la plaza y la hoz del Júcar, para que construyeran allí su nuevo edificio conventual. Poco o nada necesitaba ya la marquesa el edificio, pues hacía ya mucho tiempo que la familia, como otras muchas familias nobiliarias de Cuenca, se habían trasladado a Madrid, donde estaba instalada la corte y por lo tanto tenían más posibilidades de promoción, y donde habían edificado ya un nuevo palacio, en la misma calle Mayor, muy cerca, por lo tanto, del alcázar de los Austrias. Pero el autor le sirve el capítulo, además, tal y como hace en otros libros suyos, para adentrar al lector en un entramado urbanístico y palaciego, casi una ciudad dentro de la propia ciudad, que era particular y propio de una familia, la de los Hurtado de Mendoza, que además de marqueses de Cañete habían obtenido también el título de guardas mayores de la ciudad, y que ostentaban de forma hereditaria, en oposición, algunas veces, con los propios regidores de la ciudad, y hasta con el propio obispo de la diócesis.

Y junto al convento de la Merced, el seminario de San Julián, construido en el siglo XVIII a instancias del obispo José Flórez Osorio, para sustituir a los dos edificios que anteriormente habían servido para tales fines: el colegio de Santa Catalina, junto a la iglesia de Santa Cruz, y unas casas, hoy desaparecidas, que se encontraban a espaldas de la iglesia de San Pedro, junto al citado convento de carmelitas. Un edificio bastante conocido, construido a lo largo de tres fases sucesivas, a cuyo conocimiento el autor aporta algunos datos nuevos procedentes de archivo.

Finalmente, el último capítulo de esta segunda entrega lo dedica el autor a una obra de carácter civil, la Casa del Corregidor, aunque para comprender mejor algunos aspectos de su construcción, no deja de lado la construcción que se encuentra junto a él, el mal llamado palacio de los Clemente de Aróstegui. Y es que, tal y como demuestra el doctor Ibáñez, la construcción de este palacio no se debe a esta importancia fami9lia, procedente del pueblo de Villanueva de la Jara y llegada a la ciudad ya en el siglo XVIII, sino a doña Quiteria Salonarde, con cuyos descendientes emparentaron más tarde los Aróstegui, y que era poseedora de una de las cabañas ganaderas más importantes de la ciudad. También en este caso, el autor aporta documentación suficiente para eliminar la tradicional atribución que en la historiografía se ha realizado en favor de Martín de aldehuela, proporcionando además un nombre diferente a su autoría: Luis de Artiaga. Y también aporta documentación suficiente para demostrar que, además de las habitaciones privadas del representante del monarca en la ciudad y de las cárceles reales, el edificio tuvo temporalmente un tercer uso, hasta ahora desconocido: las carnicerías de la ciudad.

Hasta aquí, los dos tomos publicados ya sobre el Barroco en Cuenca. En los próximos años llegarán nuevas entregas sobre el tema. Recordamos aquí las palabras con las que el propio Pedro Miguel iniciaba, a modo de introducción, el primer volumen de la magna obra: “Cuenca recibe en 1996 la distinción de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Tal vez por eso resulte más llamativa la peculiar relación que en esta ciudad ha existido y existe sobre el patrimonio histórico artístico y el público del arte. En pocos casos similares se desvela como el establecimiento de una cierta mirada llega a determinar la conservación y el disfrute de todo un legado cultural. De tal manera, el engendramiento de una abundante literatura, de signo poético por lo general, no ha sido acompañado por una reflexión equivalente sobre su esencia monumental y artística. Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto. El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta en valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propios.”





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