MOLINOS DE PAPEL: MEMORIA INDUSTRIAL, LINAJES FAMILIARES Y EL PANTEÓN DE UNA HISTORIA COMPARTIDA

 En las afueras de Cuenca, abrazado por los pliegues verdes de la hoz del río Huécar, se encuentra el pequeño enclave de Molinos de Papel, un lugar donde el paisaje, la industria y la historia humana se entrelazaron durante siglos. Su nombre procede de los antiguos molinos papeleros que, desde el siglo XVIII, aprovecharon la pureza del agua y la fuerza constante del río para producir un papel célebre en todo el ámbito castellano. Pero Molinos de Papel no es solo un vestigio industrial: es también el escenario vital de familias que marcaron su devenir —como los Clemente de Aróstegui o los Cuba y Clemente— y el lugar donde un espacio aparentemente modesto, el Panteón familiar, se transformó en un sorprendente refugio artístico gracias a la mano de un pintor académico de renombre.

La geografía de este enclave explica su propia existencia. El caudal firme del Huécar, la pendiente adecuada para mover las ruedas hidráulicas y la abundancia de bosques y trapos procedentes de la actividad textil generaron un ecosistema perfecto para la fabricación de papel durante los siglos XVOO y XVIII. Eran edificios robustos, mezcla de vivienda y fábrica, donde el proceso de fabricación del papel seguía el método tradicional: selección de trapos, fermentación, batido en pila holandesa, formación manual de las hojas sobre moldes enrejados y secado en salas ventiladas.

El origen del enclave conocido hoy como Molinos de Papel se remonta a la expansión del artesanado papelero en la cuenca del río Huécar, cuya corriente constante y limpia, especialmente aquí, cerca de su nacimiento, ofrecía condiciones óptimas para la fabricación artesanal. Ya en la Edad Media aparecen referencias a pequeños molinos harineros y batanes, pero fue en el siglo XVII cuando la zona adquirió una identidad propia, al instalarse en ella los primeros molinos destinados a la producción de papel. Estas instalaciones, construidas con piedra local, y diseñadas para aprovechar al máximo la fuerza del agua, transformaron el valle en un espacio de trabajo altamente especializado, donde el sonido de las ruedas y de los mazos se convirtió en el pulso cotidiano del lugar.

Entre los nombres asociados a esta etapa temprana destacan los Otonel, una familia de emprendedores de origen italiano, que supo ver en el valle un recurso económico de largo recorrido. Procedentes de linajes artesanos asentados en el entorno de Cuenca, los Otonel impulsaron la modernización de las instalaciones, introduciendo mejoras en los pilones, en los sistemas de decantación, y en los procesos de secado. Su intervención convirtió Molinos de Papel en un pequeño núcleo industrial, capaz de abastecer tanto a talleres locales como a mercaderes, que distribuían el producto por todo el reino de Castilla. Así, la pericia técnica del linaje, transmitida de padres a hijos, dio reputación al papel salido de estas aguas.

A lo largo del siglo XVIII se incorporó al paisaje familiar del valle otro apellido fundamental: los Clemente de Aróstegui. De origen hidalgo procedente de Villanueva de la Jara, y vinculados a actividades administrativas y eclesiásticas en Cuenca, los Clemente de Aróstegui, conocieron la industria textil a partir del matrimonio de uno de los miembros de la familia, José Clemente de Aróstegui, hermano de Pedro Clemente de Aróstegui, futuro obispo de Osma, con Quiteria Antonia Salonarde, quien pertenecía a una de las familias más ricas de Buenache de Alarcón, poseedora de una rica cabaña ganadera, y de diferentes propiedades relacionadas con la explotación ganadera, entre ellas, una importante casa de esquileo en Molinos de Papel (ver “De José Clemente de Aróstegui a Gregoria de la Cuba y Clemente: varias generaciones entre Cuenca y Molinos de Papel”,  30 de noviembre de 2018).

Los Clemente de Aróstegui no solo se interesaron por la explotación de los molinos, sino que asumieron también un papel de patronazgo y organización social en la comunidad de la pequeña localidad, que ya empezaba a recibir ese nombre. Su presencia consolidó la prosperidad del enclave, dotándolo de una estructura más estable, y de inversiones que permitieron la continuidad del oficio en tiempos de crisis. Bajo su protección se repararon edificaciones, se mantuvo la población trabajadora y se reforzó la identidad del pequeño núcleo como una comunidad dedicada, casi en exclusividad, a la industria del papel. La calidad del papel conquense llegó a ser notable, y Molinos de Papel, participó de una red industrial que abastecía a imprentas, escribanías y oficinas repartidas por toda Castilla. Estas manufacturas dieron vida y trabajo a un pequeño pero estable núcleo de habitantes, muchos de ellos ligados, generación tras generación, a los molinos, tanto como operarios como arrendatarios o propietarios.  El latido de fibras, la formación manual de hojas, y el lento secado en salas ventiladas, marcaron el ritmo de vida de la pedanía, abasteciendo imprentas y escribanías por todo el territorio castellano. Ese mundo de oficios y silencios moldeó la identidad local: un universo donde la vida familiar y la labor fabril se entrelazaban, y donde cada casa estaba vinculada de un modo u otro a las aguas que movían el molino.

Entre los nombres asociados a esta familia destaca el de Gregoria de la Cuba y Clemente, figura que la memoria local ha conservado como símbolo de una época y de un modo de vida. Su apellido materno, Clemente, la vincula directamente con la familia antes mencionada -era hija de María Rita Clemente de Aróstegui Neulant y del comerciante conquense Félix de la Cuba Aguirre-, mientras que el apellido paterno, de la Cuba, aporta un matiz distintivo, que subraya una diversidad cultural que, aunque discreta, siempre existió en estas pequeñas comunidades.

Gregoria pertenece a ese grupo de mujeres cuya vida cotidiana no trascendió a los grandes manuales de historia, pero que conformaron el tejido real y profundo de los pueblos y las aldeas. Mujeres que administraban hogares, cuidaban de haciendas, participaban activamente en las redes de sociabilidad vecinal, y mantenían una profunda relación con la tierra y las tradiciones religiosas. De ella apenas han quedado rastro en los registros parroquiales y, en el caso de Gregoria, en la fundación que ella creó, para la educación de niños sin recursos, y, sobre todo, en el Panteón de Molinos de Papel, donde descansa, y donde se conserva la memoria de su linaje.

Su presencia destaca porque, al igual que ocurre con muchas mujeres del siglo XIX y principios del XX, su nombre aparece asociado a propiedades, testamentos, donaciones o vínculos familiares, que permiten reconstruir, aunque sea parcialmente, su papel en la comunidad. Gregoria representa a esas mujeres fuertes, ancladas en una economía doméstica que sostenía la vida cotidiana y que, en muchos sentidos, vertebraba más eficazmente al pueblo que los cargos oficiales o los propietarios ausentes. Y sobre todo, por el panteón familiar, que mandó edificar en el pueblo de Molinos de Papel, y que sobresale del resto de construcciones por su sobriedad y su armonía constructiva.

Con el paso de los años, la fundación se convirtió en referencia para Molinos de Papel. La iglesia-panteón no solo ofrecía un lugar para el culto, sino también un recordatorio tangible del vínculo entre la comunidad y quienes habían contribuido a su bienestar. Incluso hoy, cuando el visitante se aproxima al templo, percibe que allí late aún la voluntad de Gregoria: un espacio donde la fe, la memoria y la identidad local se conservan como un pequeño tesoro, silencioso pero vivo.

El Panteón de Molinos de Papel es un pequeño recinto encalado y sereno. Pero su verdadera singularidad reside en lo que guarda en su interior. En 1903, Gregoria encargó su decoración al pintor Manuel Domínguez Sánchez (1840–1906), uno de los académicos más reconocidos de su generación. Discípulo de Federico de Madrazo, pensionado en Roma, ganador del Premio Nacional de 1871 con el cuadro titulado “La muerte de Séneca”, que actualmente se puede contemplar en el Museo del Prado, y autor de otras obras que se encuentran en espacios emblemáticos como el Palacio de Linares o la basílica de San Francisco el Grande en Madrid, Domínguez Sánchez gozaba, a caballo entre los siglos XIX y XX, de un prestigio muy consolidado, aunque en sus últimos años de su vida, la enfermedad y el retiro lo habían alejado de los círculos artísticos madrileños.

El pintor mantenía, sin embargo, vínculos personales en Cuenca, y fue precisamente a la capital conquense, a donde llegó en 1906 con el fin de visitar a su amigo José Cobo, buscando descanso en su grata compañía. Durante esa estancia breve le sorprendió la muerte aquel año. Fue enterrado en el cementerio municipal de Cuenca, donde su tumba recibió un homenaje excepcional: un relieve de bronce que fue realizado por otro de sus amigos, el escultor Mariano Benlliure, que reproducía su obra más célebre, la citada “La muerte de Séneca”; sin embargo, esta pieza, de gran valor artístico y simbólico, fue tristemente robada de su tumba hace ya algunos años. Su fallecimiento en la ciudad del Júcar marcó un desenlace inesperado para una vida dedicada al arte.

Antes de morir, y bajo el amparo de la amistad y el afecto de Gregoria de la Cuba y Clemente, Domínguez realizó para el panteón varia sobras de enorme interés, sobre todo una magnífica pintura mural titulada “La muerte de San Julián”, en la que se representa las últimas horas del patrón de Cuenca. La obra se caracteriza por un academicismo íntimo y equilibrado, y un retrato de cuerpo entero de la propia Gregoria, solemne y elegante, concebido como homenaje y como testimonio del papel de la mujer que había protegido al artista en su declive. Gracias a estas obras, el pequeño recinto funerario se convirtió en un espacio profundamente singular, donde la humildad arquitectónica convive con un legado artístico excepcional.

Domínguez Sánchez murió en Cuenca en 1906, lejos del bullicio artístico que acompañó sus triunfos de juventud, en la casa de su amigo, el prócer conquense José Cobo, a quien retrató. Sus cuadros, en lugar de viajar a museos, quedaron allí, en silencio, custodiados por las montañas y por la devoción discreta de Gregoria. Hoy, quien se acerca al Panteón de Molinos de Papel no encuentra un monumento grandioso, sino una pequeña iglesia-panteón, y con ello, algo más puro: un testimonio de lealtad, de memoria y de belleza íntima. Un recordatorio de que, a veces, la historia mayor se escribe en lugares minúsculos, allí donde el arte y la vida coinciden como si fuesen la misma cosa. Y en el cementerio de Cuenca se encuentra también la tumba del pintor. En ella colocaron un relieve en bronce, obra del gran escultor Marano Benlliure, quien también fuera gran amigo del pintor, en la que se representa su cuadro más conocido, “La muerte de Séneca”, relieve que fue robado de la tumba hace ya varios años.

Así, el panteón no es solo un cementerio familiar: es un santuario íntimo donde convergen la tradición rural de Molinos de Papel, el mecenazgo de Gregoria de la Cuba y Clemente, y el último destello creativo de un pintor académico. En sus muros, el arte y la historia se entrelazan, recordando que incluso los lugares más pequeños pueden conservar historias mayores de lo que su tamaño haría suponer. Su historia es, en realidad, la historia de muchas familias que, sin protagonizar grandes acontecimientos nacionales, sostuvieron el entramado económico y social de su tiempo. Ellos dieron continuidad a los oficios, mantuvieron vivas las casas, y heredaron y transmitieron la memoria local, contribuyendo al carácter del pequeño enclave de Molinos de Papel.

En la actualidad, el pequeño lugar de Molinos de Papel se ha transformado. La industria del papel desapareció hace décadas, y los molinos, hoy reconvertidos o en ruinas, forman parte del paisaje patrimonial que caracterizó la comarca. Sin embargo, sigue siendo un lugar habitado, vivo, donde el silencio y la naturaleza conviven con las huellas de un pasado laborioso. La memoria de familias como los Clemente de Aróstegui, y de figuras como Gregoria de la Cuba y Clemente, contribuye a mantener viva la identidad del enclave, recordando que detrás de las piedras, las fábricas y los caminos, hubo personas concretas, historias familiares de esfuerzo, de pérdidas y de continuidad. El Panteón, por su parte, prolonga ese lazo entre generaciones, convirtiéndose en un espacio de recogimiento, pero también de lectura histórica.


Escultura de Gregoria de la Cuba y Clemente, de Luis Marco Pérez, en el parque de San Julián




El podcast de Clio: EL SECRETO DE MOLINOS DE PAPEL

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