Alejandro creó, hace ya más de dos mil quinientos años, el primer gran imperio de la historia universal. Nacido en Pela, una humilde ciudad griega que era la capital del reino de Macedonia, un oscuro reino que se hallaba en los confines de la civilización helénica, cercano ya a la frontera septentrional con los bárbaros de la región de los Balcanes, el príncipe Alejandro, el hijo de Filipo y de la reina Olimpia, el nieto del monarca Neoptolemo I de Epiro, otro de los reinos cercanos a Tracia. Pero Alejandro, a pesar de haberse criado en una corte tan alejada del epicentro griego, no era en absoluto un bárbaro, pues su padre, cuando él todavía era un niño, había hecho llamar a la corte al propio Aristóteles, el gran maestro de la filosofía griega, el alumno aventajado de Platón, para que educara al joven príncipe en todos los conocimientos griegos que se conocían ya desde Atenas a la Magna Grecia, la patria de nacimiento de sabios tan afamados como Arquímedes de Siracusa.
Cuando Alejandro fue convertido en rey, a la muerte del gran Filipo, no le bastó su pequeño reino en los confines de Grecia, y se decidió a aumentar, tanto por el sur como por el norte, las fronteras de su reino, logrando ocupar primero toda la península balcánica, desde los propios Balcanes hasta el cabo Sounion, y después, también, la Grecia insular y la que ocupaba entonces la costa jónica de la península anatólica. Y después, no contento tampoco con haber ocupado lo que hasta entonces era el mundo griego, se decidió a crear un gran imperio que abarcara, si fuera posible, todo el mundo conocido en aquel momento. Así, en el año 334 a.C., se lanzó a la conquista de Persia, la que había sido la gran enemiga de los griegos durante varios siglos, y después de haber derrotado al ejército de Darío III, el rey de los persas, atacó también Babilonia, logrando así mismo, en muy poco tiempo, la derrota de estos. Tampoco se detuvo en la frontera natural de los ríos Tigris y Éufrates. En muy pocos años, su imperio se extendía desde los Balcanes hasta Egipto, y desde Egipto hasta el valle del Indo, en el extremo sur del continente asiático. Era el momento álgido de este rey conquistador, que llegó a creer que era la reencarnación del dios Heracles, y así, vestido como Heracles, ordenó acuñar monedas de plata que lo representaban a él en el anverso. De esta manera se convirtió en uno de los primeros reyes en ser inmortalizado en estos pequeños discos de metal.
Sin embargo, el imperio de Alejandro era en realidad un gigante con los pies de barro. Fue un imperio que creció demasiado rápido y su ejército, aunque inmenso y poderoso, no lo era tanto, no podía serlo, como para poner bajo su yugo una extensión de terreno tan inabarcable. Obligado por el ejército a abandonar su intención de continuar sus conquistas hacia oriente, falleció durante una nueva campaña en Babilonia, sin haber podido completar sus planes de conquistar la península arábiga. Fallecido sin hijos que pudieran heredar su gran imperio, éste fue troceado y repartido entre sus más importantes generales, quienes mantuvieron en cada uno de los territorios que les habían correspondido las llamas de la civilización helénica. De esta forma, tendrían que pasar alrededor de mil años más para que un nuevo imperio, que había nacido también en esa misma península desértica que Alejandro nunca llegó a dominar del todo, el imperio musulmán, ese otro imperio que también llegó a extenderse desde los confines occidentales del Mediterráneo, desde la península ibérica hasta los extremos de Asia, pudiera sustituir a la antigua cultura griega en gran parte de esos territorios que habían sido suyos; que habían sido del único rey, Alejandro, que había logrado desatar, si bien de manera un tanto peculiar, el mítico nudo gordiano, que anunciaba, en las puertas de Frigia, en el centro de Anatolia, a aquél que habría de conquistar las tierras de oriente.
Cuando Alejandro fue convertido en rey, a la muerte del gran Filipo, no le bastó su pequeño reino en los confines de Grecia, y se decidió a aumentar, tanto por el sur como por el norte, las fronteras de su reino, logrando ocupar primero toda la península balcánica, desde los propios Balcanes hasta el cabo Sounion, y después, también, la Grecia insular y la que ocupaba entonces la costa jónica de la península anatólica. Y después, no contento tampoco con haber ocupado lo que hasta entonces era el mundo griego, se decidió a crear un gran imperio que abarcara, si fuera posible, todo el mundo conocido en aquel momento. Así, en el año 334 a.C., se lanzó a la conquista de Persia, la que había sido la gran enemiga de los griegos durante varios siglos, y después de haber derrotado al ejército de Darío III, el rey de los persas, atacó también Babilonia, logrando así mismo, en muy poco tiempo, la derrota de estos. Tampoco se detuvo en la frontera natural de los ríos Tigris y Éufrates. En muy pocos años, su imperio se extendía desde los Balcanes hasta Egipto, y desde Egipto hasta el valle del Indo, en el extremo sur del continente asiático. Era el momento álgido de este rey conquistador, que llegó a creer que era la reencarnación del dios Heracles, y así, vestido como Heracles, ordenó acuñar monedas de plata que lo representaban a él en el anverso. De esta manera se convirtió en uno de los primeros reyes en ser inmortalizado en estos pequeños discos de metal.
Sin embargo, el imperio de Alejandro era en realidad un gigante con los pies de barro. Fue un imperio que creció demasiado rápido y su ejército, aunque inmenso y poderoso, no lo era tanto, no podía serlo, como para poner bajo su yugo una extensión de terreno tan inabarcable. Obligado por el ejército a abandonar su intención de continuar sus conquistas hacia oriente, falleció durante una nueva campaña en Babilonia, sin haber podido completar sus planes de conquistar la península arábiga. Fallecido sin hijos que pudieran heredar su gran imperio, éste fue troceado y repartido entre sus más importantes generales, quienes mantuvieron en cada uno de los territorios que les habían correspondido las llamas de la civilización helénica. De esta forma, tendrían que pasar alrededor de mil años más para que un nuevo imperio, que había nacido también en esa misma península desértica que Alejandro nunca llegó a dominar del todo, el imperio musulmán, ese otro imperio que también llegó a extenderse desde los confines occidentales del Mediterráneo, desde la península ibérica hasta los extremos de Asia, pudiera sustituir a la antigua cultura griega en gran parte de esos territorios que habían sido suyos; que habían sido del único rey, Alejandro, que había logrado desatar, si bien de manera un tanto peculiar, el mítico nudo gordiano, que anunciaba, en las puertas de Frigia, en el centro de Anatolia, a aquél que habría de conquistar las tierras de oriente.