viernes, 18 de enero de 2019

LA DIÓCESIS DE CUENCA ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVI. PODER ECONÓMICO Y RENOVACIÓN ARTÍSTICA (III)


El doctor Eustaquio Muñoz y su capilla




              Sí Gómez Carrillo fue uno de los eclesiásticos más poderosos de la Cuenca de principios del siglo XVI, por razón en parte de su nacimiento, aunque ilegítimo, en el seno de uno de los linajes más importantes de la ciudad, y también por su propia personalidad, algo parecido habría que decir del doctor Eustaquio Muñoz, aunque en este caso el origen familiar debió pesar menos, por más que perteneciera también a una importante familia de origen aragonés, pero asentada en la provincia conquense desde varios siglos antes, la de los barones de Escriche. Ambos religiosos compartían amistad y peripecias biográficas, y eligieron para pasar a la posteridad un mismo espacio sagrado, una misma zona cultual dentro de los muros de la catedral de Cuenca. De esta manera describe Anselmo Sanz Serrano la forma en la que el doctor Muñoz se decidió a construir su capilla, justo al lado de la que por aquel entonces acababa de renovar el propio Gómez Carrillo:
              “Fue compañero de cabildo y tuvo buena amistad con don Gómez Carrillo protonotario, tesorero y canónigo, reformador de la Capilla de los Caballeros, y viendo que esté prebendado atendía a restaurar la capilla de sus familiares, el deán don Eustaquio se decidió entonces a fundar también una capilla próxima al lugar de la de los Carrillo y Albornoz. Dieron comienzo las obras en el año 1537, y en virtud de una bula del Papa Pablo III, anexionó a esta capilla don Eustaquio Muñoz el curato de Alcantud y una prestamera en Valdecabras, que le pertenecían por ser familiar de los barones de Escriche.”

              Tal y como hemos dicho, Eustaquio Muñoz había nacido en el seno de un importante linaje aragonés, los Sánchez Muñoz, barones de Escriche, cuyo origen hay que remontarlo al año 1171, durante la conquista de Teruel, la Tirwal de los musulmanes, por las tropas del rey Alfonso II el Casto. En aquella acción de guerra participaron también algunos caballeros castellanos, y entre ellos Munio Sancho, señor de La Hinojosa, en la sierra soriana, a quien el monarca le compensó con la antigua villa de Escriche, dándole además este título, que en Castilla sería comparable con el señorío. Al menos dos de sus hijos, Pascual y Martín Sánchez Muñoz, volverían de nuevo a Castilla, incorporados a las tropas enviadas por los sucesivos reyes aragoneses, Alfonso II y Pedro II, para luchar al lado de su primo, Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo y consejero del rey Alfonso VIII, teniendo un peso importante en la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212.

              A partir de este momento, los miembros de la familia Sánchez Muñoz se fueron extendiendo por toda la provincia de Teruel, pasando también a las provincias limítrofes de Valencia y Cuenca. En concreto, fue en la segunda mitad del siglo XIII cuando los hermanos Pascual y Martín Sánchez Muñoz, hijos del segundo barón de Escriche, Pascual Sánchez Muñoz, el anónimo caballero que había estado en la batalla de Las Navas, y hermanos del siguiente barón de Escriche, Gil Sánchez Muñoz, abandonaron la provincia de Teruel para instalarse definitivamente en la cercana serranía de Cuenca. Martín Sánchez Muñoz se afincó entonces el pueblo conquense de Valdemeca. Casado con una hermana del primer señor de Cañete, Juan Hurtado de Mendoza, sus descendientes, los Muñoz y los Muñoz Cejudo, se fueron extendiendo por otros pueblos cercanos (Tragacete, Uña, Buenache de la Sierra, …), gracias a las posibilidades que la sierra les ofrecía para el desarrollo de la ganadería, de modo que con el tiempo llegarían a convertirse también en uno de los linajes conquenses más importantes de la provincia.  


              Eustaquio Muñoz había nacido en 1469 en el pueblo de Buenache de la Sierra (Cuenca), y en los años iniciales del siglo XVI era uno de los miembros más destacados del cabildo diocesano conquense. En este sentido, y aunque Anselmo Sanz Serrano, basándose en otros cronistas anteriores, afirma que fue deán del cabildo, Jesús Bermejo, basándose a su vez en las actas capitulares, niega este hecho. Sí fue, sin embargo, inquisidor ordinario del tribunal conquense. Hombre de letras, tal y como se desprende de su testamento, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, parece ser que escribió una historia de la ciudad y una biografía de San Julian, obras ambas que actualmente se consideran desaparecidas. En 1521, durante el conflicto de las Comunidades, su casa fue quemada por los revolucionarios. Falleció en 1546, y a su muerte donó toda su biblioteca, compuesta por numerosos libros que se hallaban profusamente anotados, con múltiples referencias remarcando los márgenes, al colegio mayor de San Bartolomé de la Universidad de Salamanca, en donde había estudiado. De sus títulos se desprende que también era aficionado a temáticas de carácter científico, como la astronomía y la cosmografía. Jesús Bermejo, en su monografía sobre la catedral de Cuenca, destaca su fuerte personalidad, en el seno de un cabildo diocesano que en aquella época estaba formada por hombres realmente doctos e influyentes:
              “Uno de los hombres de más acusada personalidad entre los capitulares, realmente importantes, que formaron el Cabildo de Cuenca, durante toda la primera mitad del citado siglo. De la intensidad desarrollada por él dentro del ámbito de la vida capitular, tenemos un elocuente y continuado testimonio en las actas capitulares de su tiempo, que nos lo muestran interviniendo en casi todos los actos, decisiones y comisiones importantes del Cabildo. Era de agudo ingenio y tenía una profunda formación humanística. “

              Tal cómo hemos dicho, la capilla del doctor Eustaquio Muñoz comparte espacio en el plano de la catedral con la capilla de Caballeros, conformando entre las dos un ángulo privilegiado al comienzo de la girola, en la nave del evangelio. Aunque las obras comenzaron algunos años  más tarde que las de la capilla familiar de los Carrillo de Albornoz, su portada es todavía claramente goticista en sus elementos centrales, con un arco polilobulado de factura isabelina, rematado en un espacio adintelado, que sirve de marco a su vez a un universo plateresco de entalladuras, en el que cobran vida multitud de elementos vegetales y animales fabulosos. No sería extraño pensar, pues, tal y como afirma Jesús Bermejo, que esta parte de la capilla hubiera comenzado a trazarse todavía en los primeros años del siglo XVI. Pero no toda la portada de resume a estos elementos de clara tradición gótica, pues se enmarcan a su vez en otro tipo de elementos mucho más renovadores, propios ya del renacimiento. Así lo ha descrito, una vez más, del propio Jesús Bermejo:
              “Destacan, en primer lugar, las tres monumentales columnas estriadas, que son parte fundamental de la composición y división de esta portada. Se aprecia en ellas la singularidad de presentársenos como dos columnas superpuestas, sin mengua de su unidad. En su mitad inferior, las tres son estriadas, y las tres se adornan en su parte superior con un gran mascarón central y otros dos, más pequeños, laterales, que llevan una suave moldura cilíndrica por debajo; y como arrancando de ellos, un gigantesco rosario, tallado en la piedra, que desciende en distintas direcciones, por el centro y laterales de cada columna, en torno a la cual se ven, tallados en bajo relieve, dos brazos de guerrero, que parecen pertenecer a la imaginativa figura del mascarón superior, y se abrazan fuertemente de su columna respectiva.”

              Junto a esta fachada principal hay también una segunda fachada, o un segundo cuerpo, que se corresponde con la reja del comulgatorio, que se presenta a modo de gigantesco retablo en piedra. En el centro del retablo, sobre el comulgatorio, aparece un nicho con una elegante imagen de la Virgen con el Niño en brazos, y coronando el entablamiento, dos ángeles. A un lado y otro de este nicho central aparecen sendas esculturas de San Jerónimo y San Juan Bautista. Mientras tanto, en el cuerpo inferior de este retablo pétreo, rodeando el comulgatorio, y enmarcados en cariátides, otros dos nichos, en los que figuran Tobías, con traje de peregrino y con un perro a su izquierda, y San Rafael, con túnica, capa y báculo. Todo ello se enmarca en un cuerpo superior, que abarca toda la fachada, con un friso de crestería qué ocupa la totalidad de la cornisa. Sí la primera parte de la fachada se relaciona todavía, como hemos visto, con el arte goticista y plateresco, esta segunda parte es ya puramente renacentista. 
             Por su parte, el interior es también claramente clasicista, aunque algunos de sus elementos nos siguen recordando todavía el plateresco de la fachada. Este dominio renacentista se puede apreciar sobre todo en la profusa ornamentación de las ménsulas que soportan la bóveda, formada por más de cincuenta casetones, y en las cuatro figuras que, talladas de cuerpo entero, aparecen grabadas en las enjutas del arco central.
              Toda la decoración de la capilla se debe al escultor Diego de Tiedra, que por aquellas fechas acababa de llegar a Cuenca, para renovar la aletargada escuela conquense de escultura, dominada en ese momento por Antonio Flórez y su hijo, Diego. Es muy probable que fuera llamado por el propio Muñoz para ello, pues se trata ésta de la primera obra conocida que este tallista realizó en la ciudad del Júcar. Fue además entallador y arquitecto, e incluso tallador de la casa de la moneda, y es también el autor del altar mayor de la capilla, también de estilo plateresco. En el nicho central figura una representación en bulto redondo de la Virgen con el niño en brazos, rodeadas ambas figuras por los dos Santos Juanes, también niños. En el coronamiento figura del Padre Eterno, en altorrelieve, y en el banco, en bajorrelieve, Cristo yacente. Y rodeando la figura central hay también sendas calles laterales, separadas de aquéllas y remarcadas por columnas abalaustradas, en las que destacan sobre los diferentes adornos de mascarones y cabezas de cabra, diversos relieves en los que se representan figuras relacionadas con la vida de la Virgen (Santa Ana, San Joaquín, Santa Isabel y Zacarías), tres de los apóstoles (San Pedro, San Pablo y Santiago) y San Cristóbal, como elemento discordante, pues no pertenece a ninguna de las dos tradiciones iconográficas.

              Y también son renacentistas las dos rejas, la de la entrada y la del comulgatorio, que también han sido atribuidas por Jesús Bermejo, como las del contigua capilla de Caballeros, al rejero francés Esteban Lemosín.  
              Pero ni Gómez Carrillo de Albornoz ni el doctor Eustaquio Muñoz, son excepciones en el conjunto del cabildo diocesano de Cuenca. Las crónicas y las actas capitulares nos muestran que también otros eclesiásticos rivalizaron con ellos en sabiduría y personalidad, colocando a la institución conquense en una situación privilegiada dentro de las diócesis españolas. Se podrían citar a otros religiosos que vivieron también por esas mismas fechas: el chantre García de Villarreal, quien había sido comisionado para debatir en Worms con el propio Lutero algunas de las doctrinas del reformador alemán, quien fundó también en la catedral conquense, otra de sus grandes capillas, la de los Apóstoles, construida también en los años veinte de la misma centuria; Miguel de Carrascosa, que fue arcediano de Moya, gran canonista y gobernador del obispado de Cuenca durante los años en los que éste estuvo al frente de Alessandro Cesarini (1538-1542), familiar del Papa y por ello eterno ausente de su cátedra; Rodrigo de Anaya, teniente de deán, quien también probablemente realizaría sus estudios superiores en el mismo colegio de San Bartolomé; el propio Juan del Pozo, fundador del convento de San Pablo,…

              Esta situación privilegiada de este grupo de eclesiásticos, por origen nobiliario, por cultura y por propia personalidad, muchos de ellos fundadores de espacios sagrados dentro y fuera de los límites catedralicios, tal y como se ha visto, tuvieron una vital importancia sobre el arte que en ese momento se estaba realizando en la capital de la diócesis, siendo, como comitentes y mecenas de pintores y escultores, de arquitectos, orfebres y rejeros, los grandes renovadores del estilo; y la catedral, como principal templo de la diócesis, el gran marco en el que se producía toda esa renovación. Las obras patrocinadas por ellos sirvieron como polos de atracción de los artistas, llegados en algunas ocasiones desde otras partes de España, o directamente desde más allá de los Pirineos, artistas que traían consigo el nuevo estilo renacentista, influyendo de esta manera, en los estudios de los pintores y escultores locales. Pocos años después, el goticismo será definitivamente abandonado también por los autores autóctonos.
              De esta forma, el renacimiento como forma de belleza, se iría asentando poco a poco en el obispado de Cuenca, al principio de manera tímida, rivalizando con el gótico, tal y como se ha podido ver en la capilla Muñoz, en cuya portada se superponen los elementos góticos, platerescos y puramente renacentistas. Sin embargo, poco tiempos después, en los años intermedios del siglo XVI, serían ya las formas puramente clasicistas las que terminarían por triunfar definitivamente. El llamado Arco de Jamete, situado en el brazo izquierdo del crucero, contiguo a las capillas de Eustaquio Muñoz y de Gómez Carrillo de Albornoz, es una clara muestra ya del triunfo del renacimiento, ahora claramente consolidado. Concebido como entrada principal al claustro, fue mandado hacer por el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal a partir del año 1545, aunque la obra continuó también durante el obispado de su sucesor, el prelado Miguel Muñoz (1547-1553). Su autor, el escultor Esteban Jamete, fue uno de los artistas de más fuerte personalidad que trabajaron por aquellas fechas en la ciudad de Cuenca, lo que le llevó a ser procesado varias veces por el tribunal de la Inquisición. Francés de origen, oriundo de Orleans, había trabajado antes en Toledo con Diego de Siloé y Alonso de Covarrubias, y con Andrés de Vandelvira en Úbeda (Jaén), así como también en el pueblo natal de este último, Alcaraz (Albacete).

              Y también renacentista, pero de un renacimiento ya mucho más avanzado, será la capilla del Espíritu Santo, fundada por los Hurtado de Mendoza en el claustro y reformada a partir de 1561 por Francisco de Mendoza, arcediano de Toledo y de Moya, así como también el propio claustro catedralicio. De carácter puramente herreriano ambos espacios, y relacionados en un principio con el arquitecto albaceteño Andrés de Vandelvira, uno y otro, capilla y claustro, serían realizadas en realidad por el italiano Juan Andrea Rodi,

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