viernes, 26 de julio de 2019

AELIO HERMEROTO, UN BEN-HUR DE ORIGEN CONQUENSE


Una de las imágenes más reconocibles de la cinematografía de los tiempos gloriosos de Hollywood es la espectacular escena de la carrera de cuadrigas en la arena del circo romano, protagonizada por dos antiguos amigos de la infancia, el judío Ben-Hur (Charlton Heston) y el romano Mesala (Stephen Boyd), alejados entre sí a lo largo de sus vidas por una serie de factores, en gran parte ajenos a ellos mismos, hasta convertirse en enemigos irreconciliables. La película, rodada en 1959 por William Wyller sobre la base de una estupenda novela del escritor norteamericano Lewis Wallace (Brookville, Indiana, 1827 – Crawfordsville, Indiana, 1905), ganó ese año once de los prestigiosos premios Oscar, de las doce nominaciones que había tenido, entre ellas los correspondientes a la mejor película, mejor dirección, mejor actor principal (Charlton Heston), y mejor actor de reparto (Hugh Griffith, por su papel del jeque Ilderim, dueño de las cuadrigas). También consiguió algunos de los considerados premios técnicos, como el de la mejor banda sonora (Miklos Rozsa), mejor sonido (Franklin E. Milton), mejor fotografía en color (Robert Surtees), mejor diseño de vestuario para una película en color (Elizabeth Haffenden, al frente de un equipo de cien costureras), y mejores efectos especiales (A. Gallespie, R. MacDonald y M. Lory). Es, desde luego, una de las obras cumbres de la cinematografía mundial, y a ello contribuyó, desde luego, la ya comentada escena de la carrera de cuadrigas.
              Viene a relación la película para comentar que también la provincia de Cuenca contó, en los tiempos del imperio romano, con su Ben-Hur particular, un brillante y popular héroe, como eran considerados en aquel momento los aurigas que participaban en las carreras del circo. Podría decirse que se trata del primer gran deportista triunfador en la historia del deporte conquense, si no fuera porque entonces no existía en realidad ese concepto de deporte, tal y como hoy se entiende el término, y si no fuera, sobre todo, porque en aquel momento no se podía hablar aún de Cuenca como tgal, ni como ciudad ni, menos aún, como provincia. Pero la gloria de los vencedores, la corona de laurel, que en ese momento era lo que hoy en día representan las medallas de oro en las nuevas olimpiadas, ciñeron sin duda sus sienes, antes de que la muerte viniera a sorprenderle en plena juventud, probablemente durante la celebración de su última y definitiva carrera de carros, corriendo de esta forma la misma suerte, o mala suerte, de otros deportistas actuales, que se han convertido de esta forma en inmortales: la muerte en el estadio o en el circuito de carreras.
              Y es que hace ya bastante tiempo, en los años románticos en los que la arqueología era todavía una vida al estilo de figuras como las de Heinrich Schliemann y Arthur Evans, apareció entre las ruinas de la todavía poco conocida Valeria, una lápida sepulcral, o acaso monumental, que enseguida fue publicada por los cronistas conquenses (Mateo López, Trifón Muñoz y Soliva) y también por los especialistas extranjeros (Emil Hübner); una lápida pétrea que, afortunadamente, corrió mejor suerte que otros restos epigráficos descubiertos también por esas mismas fechas, pues todavía se conserva, aunque en bastante mal estado, en las dependencias del Museo de Cuenca. Las medidas de la pieza son las siguientes: ochenta centímetros de altura, cincuenta y dos centímetros de anchura, veinticuatro centímetros de profundidad, y una altura de las letras incisas de entre tres y cinco centímetros. Una lápida que, en lo que ha podido leerse, cuenta con la inscripción siguiente:
DMS / AEL HE ME / ROT AVRIGE / DEFUNCTO / …CI AN XXXIII RA IA S / COMP / BILI / …REQVENS VIATOR /  SAE … QV RAN… / NA…PROTE SV.
              Los especialistas han podido recuperar el sentido, casi completo, del mensaje grabado en la piedra, a partir de la interpretación más lógica de las iniciales conservadas en ella según las costumbres romanas, que son bien conocidas por los epigrafistas modernos, y también de las partes que, por su deficiente conservación, son difíciles de leer. Y a partir de esa interpretación, se ha conseguido recuperar una parte de la vida de este hijo de Valeria, una de las tres grandes ciudades romanas que estaban situadas en el territorio de la actual provincia de Cuenca durante el pleno imperio romano; tan importantes las tres, que algún tiempo después, cuando el cristianismo se asentó definitivamente en estas tierras de la meseta, llegaron a convertirse en sedes episcopales de cierta 0importancia, sufragáneas de la cercana diócesis de Toledo. De esta manera ha sido traducido por los especialistas dicha inscripción: A LOS DIOSES MANES LO SAGRADO. A AELIO HERMEROTO, AURIGA MUERTO EN ILICI, DE 33 AÑOS DE EDAD, POR PROPIA GRACIA LA REPÚBLICA VALERIENSE A ESTE VARÓN INCOMPARABLE. QUE LA TIERRA TE SEA LEVE. FRECUENTE CAMINANTE QUE PASAS A MENUDO, LEE: HE NACIDO PRIMERAMENTE.

              No cabe duda de que el personaje fue importante en su época, como tampoco de su relación con la ciudad de Valeria. Sin embargo, algunos aspectos de la inscripción quedan todavía sumergidas entre la neblina de la duda. Por un lado, la verdadera filiación del protagonista, que no se trataría, según algunas interpretaciones, de “Aelio Hermeroto”, sino de “Aelio, hijo de Hermeroto”, como reconocen también en uno de sus trabajos sobre las ruinas de Valeria el anterior director del Museo de Cuenca, Manuel Osuna, y sus colaboradores[1]. Por otra parte, el lugar del fallecimiento del personaje, que podría tratarse, como hemos mencionado, de la antigua ciudad de Ilici, en Elche (Alicante), pero también de Acci, otra importante ciudad de la Bética (Iulia Gemella Acci), que se corresponde con la actual Guadix, en la provincia de Granada.
              Para entender mejor lo que significó en su época esta figura de nuestra historia más remota, hay que tener en cuenta lo que significaba para los romanos, también para los que vivían en las provincias más alejadas de la capital, la profesión de auriga. Porque las carreras en el circo romano (lugar reservado precisamente para este tipo de actividades, aunque el imaginario ajeno a la historia ha trasladado a éste los antiguos combates entre gladiadores o con fieras, que en realidad se llevaban a cabo en los anfiteatros), sean éstas simplemente de caballos, de bigas, o de cuadrigas (las había también de tres caballos, llamados trigas, de seis, de ocho, y hasta de diez caballos), contaban en el imperio romano con una miríada de seguidores enfervorizados, fácilmente comparable, salvando las distancias, a lo que hoy significan los partidos de fútbol de las grandes competiciones televisadas. El público seguía a los diferentes equipos que participaban en ellas, cada uno identificado con un color diferente, y animaban enfervorizadamente al auriga correspondiente, e incluso apostaba por él grandes cantidades de dinero. Desde luego, el pueblo de Valeria debió sentir por su auriga una pasión cercana a la que hoy se puede sentir por un deportista destacado, y su fallecimiento debió afligir a gran parte de sus habitantes, cuando le tributaron, “por propia gracia de la república valeriense” según la propia inscripción encontrada, un homenaje como ese.
              Poco más es lo que se sabe de este remoto héroe conquense, más allá de esa información que proporciona la citada pieza del Museo de Cuenca. Incluso la posibilidad de que el protagonista hubiera fallecido en la misma arena del circo, en plena carrera y en lo que hoy consideramos como algo parecido a un “acto de servicio”, de la que tanto se ha especulado, no es segura, más allá de la temprana edad en la que se produjo su fallecimiento, lo que combina muy bien con su posible muerte dentro de la pista. Por otra parte, se ha destacado que la profesión del auriga esa una de las actividades que hoy llamamos peligrosas, un deporte de alto riesgo en la terminología moderna, y que fueron muchos los que perdieron la vida en el propio circo. Parece ser que pudo vivir en los años intermedios de la segunda centuria, durante la dinastía de los emperadores Antoninos, a la cual pertenecían, como es sabido, los dos emperadores hispanos, Trajano y Adriano, aunque esto tampoco es seguro. Y la aparición más reciente de una interesante trozo de escultura, de bronce, en la que se pueden ver unas manos musculosas de varón sujetando con fuerza algo que parecen ser las riendas de un caballo, pone en relación esta pieza con la existencia del auriga famoso, y abre la posibilidad de que la inscripción pudiera haber pertenecido a una especie de monumento erigido a la memoria del protagonista. La pieza de bronce, como la epigráfica, se conserva también entre los fondos del Museo de Cuenca, como también otra pequeña pieza del mismo metal, un pasarriendas completo, aunque en este caso, por el corte estratigráfico en el que la pieza fue hallada, y también por el modelo, parece corresponderse ya con el siglo IV.
              ¿Cómo pudo llegar este auriga conquense a formar parte del difícil mundo de las carreras en el circo? ¿En qué lugar podía realizar sus entrenamientos y sus primeras carreras? ¿Cuánto tiempo permaneció viviendo en Valeria, si es que de verdad alguna vez este personaje vivió en la ciudad que había fundado el cónsul Valerio Flaco a principios del siglo I a.C., sobre los cimientos de un antiguo poblado celtíbero? Desde luego, y debido a su topografía, la ciudad de Valeria no podía contar con una infraestructura de este tipo, que requería de un espacio amplio y llano en el que poder extender el anillo. Si lo tuvo, sin embargo, la cercana Segóbriga, tal y como se vislumbraba ya en los años setenta del siglo pasado, a partir de las fotografías aéreas del yacimiento, y como han podido demostrar, más recientemente, las últimas prospecciones arqueológicas, que han sacado a la luz dicho circo, pudiendo así añadirlo al resto de infraestructuras que el visitante del yacimiento puede contemplar en la actualidad. Por otra parte, se da la circunstancia de que, normalmente, los aurigas eran esclavos, que pasaban a convertirse en libertos gracias a sus victorias en la arena.
              La figura de Aelio Hermeroto nos remite a otro auriga reconocido que también era originario de la provincia romana de Hispania. Se trata de cierto Cayo Apuleyo Diocles, quien había nacido en Emerita Augusta, la actual Mérida, en el año 104, y cuya vida nos es conocida también por ciertos monumentos epigráficos. Sus victorias, en el seno de la llamada facción o equipo rojo,  después de haber corrido sucesivamente para las facciones blanca y verde, le llevaron a competir en el llamado Circo de Nerón, en la misma ciudad de Roma. Compitió en más de cuatro mil carreras, de las que ganó poco menos de mil quinientas, lo que le produjo una fortuna personal muy próxima a los treinta y seis millones de sestercios, una cantidad desorbitante para la época. Al contrario de lo que solía ocurrir con estos héroes de masas, Diocles pudo llegar a retirarse, cuando tenía cuarenta y dos años de edad. Se fue entonces a vivir a la ciudad de Preneste, la actual Palestrina, en la misma legión del Lacio y no lejos de la capital romana, donde falleció poco tiempo después, en el año 146. En el momento de su retirada se le erigió en el lugar de sus triunfos un importante monumento que, gracias a las copias de esa larga inscripción que han sido conservadas, nos permiten conocer muchos detalles de su vida.
              Recientemente, el escritor y cineasta conquense Juanra Fernández, con la colaboración de Mateo Guerrero en el dibujo y de Javi Montes en la coloración de dichos dibujos, ha realizado una serie de comics sobre la figura de este auriga conquense, que ha llegado a tener cuatro entregas, y que ha sido publicada también en Francia, un país con una larga tradición en ese tipo de publicaciones.




[1] Osuna Ruiz, M. y otros, Valeria romana I, Cuenca, Caja Provincial de Ahorros de Cuenca, 1977.

sábado, 20 de julio de 2019

JORGE BESSIERES, UN AVENTURERO FRANCÉS EN LA PROVINCIA DE CUENCA DURANTE EL REINADO DE FERNANDO VII


En 1814, una vez que los invasores franceses fueran expulsados del país, Fernando VII regresó a España para tomar posesión del trono de sus antepasados, y antes incluso de llegar a Madrid, aconsejado por el grupo de diputados conservadores, decidió poner fin a todo el edificio liberal que las Cortes de Cádiz habían construido durante la estancia del monarca en el país vecino. A corto plazo, la decisión significó el inicio de una terrible represión contra el grupo de diputados liberales, que se vieron perseguidos por la política conservadora que fue desarrollada a partir de este momento por el gobierno, muchos liberales fueron detenidos, y otros muchos fueron obligados a exiliarse en algún país extranjero con el fin de evitar la prisión. Y a largo plazo, significaría además un largo y penoso enfrentamiento, primero entre conservadores y liberales, y después, incluso, entre las diversas facciones de ambos partido;, aunque, en puridad, no cabía hablar aún de verdaderos partidos políticos, en el sentido actual de la palabra- Un enfrentamiento, por otra parte, que duraría prácticamente toda la centuria.
              El conjunto del reinado fernandino abarcó tres etapas históricas, muy diferentes entre sí, que marcaron en su conjunto todo ese devenir de enfrentamientos políticos. Primero, entre 1814 y 1820, un sexenio dominado por los absolutistas, y caracterizado por una dura represión tanto contra los liberales como contra todos aquellos que, durante la Guerra de la Independencia, se habían declarado partidarios del gobierno josefino. A partir de 1810, la revuelta capitaneada por Rafael de Riego, al frente de sus tropas en Las Cabezas de San Juan  (Sevilla), fue el inicio de un gobierno liberal que, sin embargo, apenas duró tres años, acosado exteriormente por las presiones de los absolutistas y por un ejército invasor, los Cien Mil Hijos de San Luis, quienes habían sido enviados desde Francia con el fin de paralizar la revolución. Y también interiormente, por los propios enfrentamientos entre las dos facciones liberales: moderados o doceañistas, y progresistas o veinteañistas.
              La victoria absolutista en 1823 marcó una nueva década conservadora en el gobierno de España. No obstante, la experiencia del Trienio Liberal había convencido al monarca y al gobierno de los beneficios de la moderación. Pero esa moderación provocó, al mismo tiempo, entre los propios conservadores, una especie de guerra civil, hasta el punto de que durante toda la década, ambos, monarca y gobierno, se vieron sometidos a diversas presiones e intentos de golpe de estado, tanto desde el liberalismo como desde el ultraconservadurismo. Finalmente, la muerte del rey en 1833 sin haber podido tener descendencia masculina de ninguno de los cuatro matrimonios (sólo llegó a tener dos hijas de su último matrimonio, con María Cristina de Borbón, la princesa Isabel y la infanta Luisa Fernanda, ambas niñas todavía en el momento del fallecimiento del monarca), y los vaivenes de su política hereditaria, significaron un enconamiento de las pasiones políticas, que alcanzó su culmen con el estallido de la Primera Guerra Carlista; la primera de una larga serie de guerras civiles que asolaron el conjunto del país durante todo un siglo de conflicto.       
              Cuenca, como una parte de España que era, se va a ver reflejada también en esa serie de conflictos políticos durante todo el reinado, llegando a convertirse, una vez más, en escenario bélico de todas esas luchas entre liberales y conservadores, entre absolutistas y liberales, entre liberales moderados y liberales progresistas,…, entre militares profesionales y los miembros de las diferentes partidas de voluntarios que, un día sí y otro también, se echaban al monte para defender a un bando u otro. Y en este continuo devenir a lo largo y a lo ancho de una provincia de cierto valor estratégico, cercana a uno de los territorios más profundamente conservadores como era el Maestrazgo y el Levante interior, tuvo un papel estelar un aventurero de origen francés, Jorge de Bessieres, quien personificaría, hasta su muerte en 1825, todos esos bandazos políticos e ideológicos que caracterizaron a este primer tercio del siglo XIX.

              Es momento ahora de retomar el devenir biográfico de Jorge Bessieres, y sobre todo, de su relación con la provincia de Cuenca. Aventurero de origen francés, como se ha dicho, que había entrado en nuestro país en 1808, junto a las tropas napoleónicas, tardó poco tiempo en traicionar a sus antiguos compañeros, convirtiéndose en un nacionalista español, en cuyo ejército alcanzó, antes de que finalizara la guerra, el empleo de teniente coronel. Ramón Garrido, en un texto que se puede localizar fácilmente en internet, explica de qué manera se produjo la desafección del aventurero francés del ejército imperial, y su paso al bando nacional:
La historia de Bessieres era curiosa. En 1809, el guerrillero catalán don José Marco supo que las tropas francesas de Barcelona forrajeaban en las cercanías de Hospitalet, con una escolta de 30 o 40 caballos e igual número de infantes. Manso, al frente de su partida, se colocó en sitio estratégico, cortó la retirada a los franceses, hizo 34 prisioneros y se apoderó de 36 caballos. Cogió además un furgón con sus mulas y dos caballos del general Duhesme. El furgón iba guiado por un cochero llamado Jorge Bessieres. Bessieres, prisionero de los españoles, se ofreció a asesinar al gobernador francés de Barcelona, Mauricio Mattieu. Había sido ordenanza de un ayudante del gobernador y pensaba valerse de su condición para acercarse al general Mattieu. Bessieres intentó el asesinato, pero no lo pudo realizar. No se sabe si a consecuencia de estos atentados o si por alguna otra hazaña del guerrillero, Lacy lo hizo capitán. Después de la Guerra de la Independencia, se estableció en Barcelona, se casó con una mujer llamada Juana Portas, y ensayó varias industrias, entre ellas una tintorería[1].
              Según algunas fuentes, después de la derrota de los franceses, intentó primero regresar a su país de origen, siendo detenido en Palma de Mallorca en ese mismo año, 1814, motivo por el cual fue dado de baja en el ejército español. Sin embargo, su fuerte personalidad le llevó a encabezar diferentes partidas armadas durante todo el reinado de Fernando VII, partidas que abarcaron casi todo el espectro ideológico de la época. Así, en 1817, participó en el pronunciamiento de Luis Lacy en Cataluña, a favor del liberalismo, que terminó con el fusilamiento del propio general en el castillo de Bellver, en Palma de Mallorca, y después, en 1820, participó también en la proclamación de la Constitución en la ciudad condal.
              Más escorado después en su pensamiento ideológico, en 1821, nada más haberse inaugurado el régimen liberal, fue detenido de nuevo en Barcelona por el general Pedro Villacampa, capitán general de Cataluña, acusado de estar implicado en una conspiración de carácter republicana. Fue encerrado en la Ciudadela de Barcelona. Condenado a muerte en un primer momento, fue perdonado de nuevo, quizá, según algunos historiadores, por la influencia de los comuneros, a los que perseguiría tres años más tarde, después de haber tomado la capital conquense, y encerrado en el castillo de Figueras (Gerona). Sin embargo, logró escapar del presidio y exiliarse en Francia, país donde se relacionó con la Regencia de Urgel, lo que le movió a oscilar ideológicamente ahora hacia el bando realista.
Regresó a España y organizó una partida absolutista, a cuyo frente recorrió las tierras de Zaragoza y Guadalajara, llegando en diversas ocasiones a territorio conquense. En aquellas tierras alcarreñas, entre Guadalajara y Cuenca, fue derrotado por El Empecinado hasta en dos ocasiones. En el mes de diciembre de 1822 logró amenazar por primera vez la ciudad de Cuenca, después de haber recorrido un camino victorioso que le había llevado hasta Huete. Y a pesar de haber sufrido en el mes de marzo del año siguiente una importante derrota en Albalate de las Nogueras, por las tropas que estaban al mando por el propio O’Donnell, poco tiempo después, el 29 de abril, estuvo a punto de conquistar la ciudad. La heroica defensa de la ciudad fue premiada por el Gobierno constitucional, que creó una condecoración nueva, a la que se puso por nombre la Cruz de Cuenca.
            Antonio Rodríguez ha podido encontrar entre los fondos del Archivo Municipal de Cuenca un resumen de los hechos. Se trata de un escrito del comandante militar de la provincia, quién, como tal, era la persona destinada a dirigir la defensa de la ciudad contra el aventurero francés[2]. El escrito estaba dirigido al capitán general de Castilla la Nueva, Andrés Burriel de Casamayor, y de su lectura se deduce que las tropas de Bessieres habían llegado a la calle Carretería, fuera del recinto amurallado, aquella mañana del 29 de abril de 1823, y que el ataque fue inmediatamente contestado por los voluntarios liberales: “A la aproximación de Bessieres volaron a las puertas y parapetos en número de cuatrocientos, inclusos treinta hombres procedentes de los destacamentos del Infante don Antonio y Calatrava, ciento cincuenta quintos, base del batallón naciente de cazadores de Cuenca, y una acción de voluntarios nacionales, por hallarse los demás filiados en el expresado batallón”.
            La situación se mantuvo durante bastantes horas, hasta bien llegado el 1 de mayo, momento en el que los atacantes reavivaron la carga, atacando por diferentes puntos estratégicos de la ciudad, y especialmente por la puerta del Postigo, sobre la Calle del Agua. Acuciado por la situación, el propio comandante militar se dirigió hacia allí, reforzando los efectivos que estaban encargados de la defensa de esa parte de la ciudad. Los disparos se mantuvieron hasta la noche siguiente, 3 de mayo. Mientras tanto, según siempre dicho informe una parte de las tropas de Bessieres se afanaba en Carretería en la fabricación de un cañón de madera, “destinado para destruir una de las puertas de la muralla, y abrir de esta forma de camino para traspasarla e irrumpir en el recinto amurallado”.
            Todo parecía indicar que la mañana del día siguiente, los invasores iban a desencadenar el ataque definitivo contra la ciudad. Sin embargo, sorprendentemente, el fuego cesó, consecuencia quizá del cansancio y de la heroica defensa de la capital por parte de sus habitantes, o más seguramente, de que Bessieres había recibido la noticia de que, en ese momento, el teniente coronel Víctor Serra se aproximaba Cuenca, al mando del escuadrón de caballería Alcántara, y de una compañía de infantería que se había organizado en Madrid con aquel motivo. Bessieres huyo atropelladamente de Cuenca antes de que las tropas que venían a liberar la ciudad, hubieran llegado hasta sus murallas, dejando atrás a un oficial malherido, que falleció algunos días más tarde en el Hospital de Santiago, el hospital militar de la ciudad, a consecuencia de las heridas sufridas en el ataque. El peligro, de momento, había pasado. Por parte de los liberales, el combate se saldó, únicamente, con la muerte de un soldado, miembro del destacamento de Calatrava, y de dos mujeres heridas por sendas balas perdidas, “cuando se encontraban en las ventanas de sus respectivas viviendas”.
            Poco tiempo después, Bessieres intentó infructuosamente conquistar la propia capital madrileña, el 20 de mayo de ese año, llegando a apoderarse incluso del Retiro y de la Puerta de Valencia. Sin embargo, expulsado de la capital por el general José Pascual de Zayas, quien estaba al mando del regimiento de Guadalajara, no tuvo más remedio que regresar a las tierras alcarreñas, que él tan bien conocía. A este respecto, el ya citado Román Garrido defiende que la actuación de Bessieres sobre la capital se hizo, en todo momento, en estrecha colaboración con el ejército francés de Angulema, los Cien Mil Hijos de San Luis, y para ello se basa en diversas cartas dirigidas por Bessieres a varios militares que estaban integrados en dicho ejército, entre ellos al propio Arman Charles Gilleminot, jefe del Estado Mayor del duque de Angulema. También, en un texto escrito por el propio protagonista, el Manifiesto que hace a la Nación Española el Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos D. Jorge Bessieres, en junio de 1823. En dicho documento, publicado el 6 de junio, según las palabras de Garrido, Bessieres “se defiende de las acusaciones que sobre su postura política y sus acciones respecto a la defensa de participar expresamente en las filas realistas para su propio beneficio, o de indecibles vicios y carencia de virtudes que pudiera tener”.
La regencia, instalada ya en la capital madrileña después de la liberación de la ciudad por las tropas de Angulema, le entregó toda una división, encomendándole el mando de sus tropas en el centro del país. Y después de diversos enfrentamientos con las tropas liberales del regimiento de Calatrava, en Cañizares, Huete y otra vez en Albalate de las Nogueras, Bessieres tomó por fin Cuenca al principio del verano, cuando los Cien Mil Hijos de San Luis avanzaban ya por el centro de la meseta, acuciando al gobierno, que había iniciado su particular huida hacia Andalucía. Bessieres tomó la ciudad al frente de tres mil hombres. Después de haber ordenado destruir la placa dedicada a la Constitución que se hallaba en la Plaza Mayor, el aventurero francés mandó instalar una horca en el Campo de San Francisco, con el fin de ejecutar en ella a todos los liberales que sus tropas habían hecho prisioneros durante la toma de la ciudad; horca que, sin embargo, fue inmediatamente desmantelada por las presiones ejercidas en este sentido por el propio obispo de la diócesis, Ramón Falcón y Salcedo. Haciéndose eco de Muñoz y Soliva, comenta lo siguiente el ya citado Antonio Rodríguez:
“El canónigo Trifón Muñoz y Soliva cuenta, y es más creíble que en otros episodios porque los vivió […], que Jorge Bessieres fue huésped del obispo, y gracias a su mediación se quitó la horca que había ordenado colocar en el Campo de San Francisco, arrabal de Cuenca dónde está la Iglesia de San Esteban […]. La Inquisición (hoy Archivo Histórico Provincial) y convento de carmelitas (actualmente Fundación Antonio Pérez) fueron convertidos en cárceles que estaban llenas de liberales. Solamente se reseña tres muertes de facciosos: dos fusilados por Bessieres por delitos de violación en el campo de San Francisco, y un calatravo.”
           
En efecto, una vez reestablecida la paz en la ciudad, el propio Bessieres pudo descubrir, escondidos en la sacristía de la capilla de Caballeros, en el edificio catedralicio, la documentación de la sociedad secreta de los comuneros, documentación que demostraba hasta qué punto el liberalismo más progresista había enraízado en la ciudad, incluso entre algunos miembros de la jerarquía eclesiástica. Se inició entonces un proceso conta los liberales conquenses, los que pertenecían a dicha sociedad secreta y los que sólo estaban acusados de defender esa ideología, sin mayor relación con dicha sociedad secreta. Entre los miembros de la comunería figuraban tres religiosos, además de los cerca de veinte que fueron acusados solamente de liberales. Muchos de ellos pasaron algunos meses encerrados en estos presidios circunstanciales, hasta ser juzgados por el tribunal de la diócesis[3].
Instaurado por fin en España el régimen absolutista, tras un largo proceso bien conocido por los historiadores, que había llevado al propio monarca, rehén ahora de los liberales, hasta tierras andaluzas, no por ello Jorge Bessieres dejó de conspirar nuevamente contra el Gobierno. Ya desde principios de 1823 se le había visto recorrer también algunos pueblos de la Mancha, en donde se enfrentó a las tropas del Regimiento
Provincial de Cuenca, mandadas por el comandante José Albornoz y el teniente Luis Piñango. Y al año siguiente, firmó en Tarancón un pacto con otros guerrilleros absolutistas, con el fin de presionar a Fernando VII hacia un ultraconservadurismo exaltado.
Nuevamente en la Alcarria, región que tan bien conocía, intentó el 15 de agosto de 1825 la conquista de Guadalajara para los ultraconservadores, levantando a su paso partidarios realistas, con la noticia falsa de que el rey había caído nuevamente en manos de los liberales. Fracasó entonces en el intento de ocupar la ciudad de Sigüenza, por lo que se vio obligado a esconderse de nuevo en la serranía de Cuenca. Allí, en el pueblo de Zafrilla, fue hecho prisionero por una patrulla que estaba al mando de Saturnino Albuin, más conocido como “el Manco”, que estaba integrado en el ejército que, al mando del Conde de España, había sido enviado por el monarca para capturarle. Fue entonces conducido hasta Molina de Aragón, lugar en el que el conde decretó su fusilamiento, sin juicio previo y sin esperar a que llegaran las órdenes oportunas desde Madrid. Así mismo, ordenó que fueran quemados los papeles privados del francés, que habían sido encontrados en su equipaje.
Algunos autores afirman la implicación del propio monarca en el plan, quien, por otra parte, deseaba una insurrección que justificara ante Francia la represión que a pesar de todo seguía ejerciéndose desde el gobierno. Garrido afirma que había sido la sociedad secreta El ángel exterminador”, de ideología ultraconservadora, la que había puesto en relación a Bessieres con personajes de la extrema derecha, como el padre Cirilo y el propio Calomarde. “Estos y Fernando VII -sigue diciendo Garrido- aconsejaron al revoltoso francés que se sublevara contra el predominio de los masones en el Gobierno. La sublevación no tuvo éxito. Fernando VII, al saber su fracaso, envió como a un perro de presa al conde de España contra Bressieres. Un francés contra otro francés”.
 Carlos de Cominges, conde de España, había nacido en el país vecino en 1775, en el seno de una familia aristocrática y pocos años más tarde huyó del terror revolucionario, instalándose en 1793 en Palma de Mallorca, poco después de haber ingresado en el ejército español. Durante la Guerra de la Independencia combatió contra sus compatriotas, en el bando nacional, destacando en las batallas de Bailén y Arapiles. Una vez terminada la guerra, Fernando VII recompensó sus servicios con los títulos de conde de España y vizconde de Couserans, y le nombró capitán general de Cataluña. Durante la Primera Guerra Carlista se puso al servicio del pretendiente, Carlos María Isidro, pasando a combatir en el banco carlista. Fue asesinado por su propia escolta en 1839, en Orgaña.
Y volviendo a Bessieres, su figura ha sido considerada como un advenedizo, pero también como un héroe del absolutismo, “un aventurero sin escrúpulos” para los liberales y “una leyenda” para los absolutistas. Fue caballero de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, y condecorado varias veces por acciones de guerra, llegando a alcanzar en los ejércitos realistas el empleo de mariscal de campo. De su matrimonio con la ya citada Juana Portas tuvo un hijo, Luis Bessieres y Portas, que también siguió la carrera militar, llegando a mandar a lo largo de su vida varios regimientos de caballería y fue gobernador militar de Málaga, Lérida y Jaén, y diputado por la ciudad andaluza de Guadix. 



[1] Ramón Garrido Yerobi, La leyenda negra del primer carlista: el general carlista Jorge Bessieres y el 20 de mayo de 1823. https://www.rutasconhistoria.es/articulos/la-leyenda-negra-del-primer-carlista. Consultado el 22 de diciembre den 2018.
[2] http://cuencaenelrecuerdo.es/algrito.php. Cuenca en el recuerdo. Blog personal de Antonio Rodríguez Saiz. Junio de 2018 consultado el 21 de diciembre de 2018.
[3] A este respecto, quien desee tener información puede consular mi artículo “La catedral de Cuenca, el liberalismo, y la sociedad patriótica de los comuneros”, publicado en el número 3 de este misma revista, correspondiente al año 2017, y las páginas correspondientes a los delitos ideológicos en mi libro: La actuación del tribunal diocesano de Cuenca en la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Cuenca, Universidad de Castilla-Las Mancha, 2011.pp. 149-200.

jueves, 11 de julio de 2019

DESDE EL CARIBE HASTA CUENCA, PASANDO POR EL RESTO DEL MUNDO


“Soñé la noche verde es el último poemario de la escritora cubana, pero afincada en Cuenca desde hace ya muchos años, tanto que parece ya una conquense más a pesar de ese acento melifluo y caribeño que saca a relucir cada vez que recita alguno de sus poemas; estoy hablando de Grisel Parera. Una Grisel que se apasiona en todo lo que hace, y sobre todo, que se apasiona en su amor a Cuenca, un amor que parece incluso superior al amor que podemos sentir nosotros, los que sí hemos nacido en esta ciudad hermosa de las dos hoces. Recordamos las palabras que en este sentido ha escrito sobre ella Miguel Romero en el epílogo del libro, resumiendo una parte de sus versos: “Así es Grisel Parera, la musa de escultores, la diosa del relámpago, la cubana que enristró el alba cuando la noche oscura llenaba las hoces de una Cuenca fugitiva; ahora, como Viajera del Tiempo inventado, nos inunda de versos limpios, recordando su Habana, Estocolmo, París y el halo profético de esa Cuenca que tanto ama. La Noche de Hiádes, ese aire de los ciegos, ha traído esta Tierra a tu halda, como delfín inmortal, cuando ese sonido verde arrulla tu sueño y vuelves fuera del útero planetario para cantar la Cuenca de todos.”+   Esta nueva colección de poemas cuenta con tres partes claramente diferenciadas. En la primera, titulada “Continentes y ciudades”, la autora hace un repaso geográfico, pero sobre todo personal y espiritual, por todos esos lugares que han significado algo, o mucho, a lo largo de su vida. No se olvida en esta parte Grisel de la ciudad que le vio crecer, la ciudad de la que se tuvo que marchar por culpa de los designios políticos, por culpa de una política que, en demasiadas ocasiones, puede convertir el paraíso en un auténtico infierno. No se olvida de esa Habana colonial y caribeña:

¡Oh, mi Habana!. Abre tus brazos

cuando mi lágrima viva

en tu mar muere deshecha

y acuno en mi pecho tu azul.

La brisa ligera que a tabaco huele

sobre los Orishas derrama ron,

y con conchas de nácar, trenzan mi pelo

para que una tarde cualquiera

en el mítico Malecón

pueda escuchar la agridulce voz del cantor.

              Y después de viajar por otras ciudades inolvidables, como Estocolmo, donde se reencontró con su hermano Juan, tan apasionado en sus proyectos como ella misma, o como París, a donde llegó en una cigüeña negra para asomarse en el Sena y en las cúpulas góticas de Notre Dame, en esas mismas cúpulas hoy trágicamente hundidas, desaparecidas bajo las llamas de un incendio en el que se quemó una parte de la historia de Europa. Pero es Cuenca, la ciudad de las dos hoces, la que dio a la poetisa una nueva vida, la que pervive a través de sus poemas, que conforman una parte importante de esta nueva colección de versos. A ella, a su ciudad de adopción, le dedica la autora hasta seis, de los once que forman esta parte del libro:

Cuenca,

caprichoso nombre de mujer

donde tu reloj sin tiempo

funde pasado y futuro

en presente.

Como pez soluble me disuelvo

para llegar a tus raíces,

y luego, abrazando tu altura,

poseerte.

              La autora desnuda su alma por completo en la segunda parte del libro, titulada “De los sentimientos y la vida”. Una segunda parte en la que Grisel ofrece a sus lectores esos temas que siempre le han interesado: el Eros y el Tánatos, como dice su prologuista, Juan Clemente Gómez. Un escritor emigrante, como ella misma, pero que hizo el camino de la vida en sentido contrario al de la autora del libro, un camino que le llevó desde Cuenca hasta el mar, un mar muy diferente a ese Caribe de Grisel, pero que a la vez es el mismo mar, el Mediterráneo. Y es que la poesía de Grisel, de alguna forma, sigue siendo la poesía de una emigrante, condenada siempre a buscarse a través de sí misma, tal y como se refleja en uno de los poemas más breves de la colección, el titulado “¿A dónde van mis pasos?”:

El camino se levanta como ola,

para caer a la sima;

angosto, cierra luz y eternidad.

Precipicios lo cortan

y el declive, al valle llama.

¿A dónde van mis pasos?

¡Es el principio y el fin cada huella,

para no quemar la distancia

por el tedio del ayer

o la angustia del mañana!

              Y en la última parte regresa la autora al continente americano, a ese mismo continente que tanto ama y añora desde su adorado exilio conquense. Es un viaje hasta la Guaya francesa, entre la Amazonía y el propio Caribe, que tan bien conoce porque es el lugar en el que reside su hija desde hace algún tiempo. Una tierra de selva verde y de azul océano, “donde el tucán detiene el tiempo, y los versos germinan entre laberintos de hojas y golpes de tambores”, como ha escrito tan acertadamente el ya citado Juan Clemente: Así lo ha escrito Grisel en su poema homónimo:

Ensueño de salitre, sol y selva.

Canto misterioso de la lluvia

Y eco en el horizonte

Del mítico Dorado, verde.

viernes, 5 de julio de 2019

DE ÁNGELES Y DE ARTE


De esto es de lo que habla este nuevo libro de José María Rodríguez González; de ángeles, esos seres espirituales, presentes en todas las religiones de una manera o de otra, y de arte, del arte en el que son representados esos seres en un edificio concreto de la ciudad de Cuenca, en nuestro más importante monumento: la catedral de Santa María. No es éste, sin embargo, el primer acercamiento al mundo angelical de este escritor conquense, pues ya publicó una importante monografía sobre los ángeles del triforio. Sin embargo, en este nuevo libro, que fue presentado en la pasada feria del libro, y que él mismo publica con el apoyo de la Diputación Provincial y de la propia catedral, además de la colaboración de la asociación Cuenca Abstracta y el Instituto de Estudios Conquenses para las Humanidades y el Patrimonio, el autor realiza un breve viaje cronológico por todas las representaciones angelicales que el espectador puede contemplar en las naves del templo catedralicio.
              Y es que no cabe duda de que el tema de los ángeles ha sido siempre uno de los temas más recurrentes a lo largo de la Historia del Arte, ya desde el mismo siglo XII, cuando se llevó a cabo ese primer ángel de nuestra catedral, ese pequeño ser álado, sin cuerpo en este caso,  que en un primer momento adornaba, desde el exterior, uno de los ábsides de la primitiva cabecera, y que en la actualidad, después de haber sido embebido en el interior del templo por la construcción, a finales del siglo XV, de la hermosa girola, pasa completamente desapercibido para el visitante, escondido detrás de los adornos renacentistas de la portada de la capilla del Arcipreste Barba. El mismo siglo XII, o muy poco tiempo después, en el que se llevó a cabo también ese ángel gótico que soporta, a modo de basamento, el Calvario de Alfonso VIII.
              Sin embargo, el culto a los ángeles ha venido sufriendo a través de los tiempos numerosos altibajos, de manera que en la actualidad, los nombres de muchos de esos ángeles resultan demasiado exóticos y desconocidos para nuestros conocimientos actuales. Sin embargo, durante toda la Edad Media muchos de esos ángeles, hoy anónimos, tenían nombre, de manera que el autor ha sabido reconocer y poner nombre, a través de la iconografía y de los elementos que los acompañan, a cada uno de los ángeles que conforman el triforio, ese bello triforio del siglo XIII que es una de las maravillas que atesora en su interior nuestra primera iglesia. Así, Uriel, Zadkiel, Egudiel, Jophiel, Azrael, Sealtiel y Chamuel, además del propio Ángel de la Guarda, ese ángel que cada uno de nosotros llevamos dentro, y que nos protege a lo largo de nuestras vidas, acompañan a los tres arcángeles canónicos -Miguel, Gabriel y Rafael-, desde sus arcosolios, y desde sus arcos geminados y desde sus óculos superiores, nos observan cada vez que nos adentramos bajo sus naves sugerentes.
              El libro se complementa, como una especie de apéndice literario, con un puñado de poemas, en los que el autor intenta demostrar al lector lo que en realidad supone para él todo ese mundo angelical, legendario, que tanto ha significado para el cristiano de ayer, pero que el espíritu cientifista de hoy en día, exageradamente cientifista diría yo, ha dejado de lado en los últimos tiempos. Un sentido que puede resumirse ya desde las primeras líneas de presentación del libro de José María:
              “Todas las culturas se han visto fascinadas y atraídas por los seres alados. Culturas anteriores a la nuestra han dado señales de su existencia siendo representados y esculpidos en piedra, pintados en lienzos y paredes, llegando hasta nosotros esos vestigios de sus creencias. Es por ello que he elegido el título de esta obra: αγγελος, “aggelos”, sustantivo masculino en griego de: ángel, mensajero o enviado. A pesar de las representaciones angelicales que se han venido realizando a través de los siglos y de las diferentes culturas, incluso anteriores al cristianismo, no se sabe a ciencia cierta si existen o son meras realidades históricas de leyendas ancestrales. Es difícil para la comprensión humana, llegar a entender la existencia de otros mundos que no sea el físico en el que nos movemos, pero sería muy pobre quedarse con la realidad que perciben nuestros sentidos, donde la muerte fuera el final del camino.”