miércoles, 29 de enero de 2020

Viena, una ciudad para la historia


Hay ciudades en las que, más que poseer en su perímetro un número limitado de monumentos que atraigan la atención de los turistas y de los viajeros (no es lo mismo, por más que en este mundo demasiado globalizado nos lo pueda parecer), son en sí mismas todo un conjunto monumental, en el que cada calle, cada plaza, cada rincón, mantiene el dulce aroma de la historia. Éste es el caso de Viena, la vieja capital de los Habsburgo, la capital de un imperio en declive, casi moribundo, cuyo triste destino estuvo indisolublemente ligado al de la Primera Guerra Mundial. Cada calle, cada plaza, cada señorial fachada de la ciudad blanca, nos recuerda a un mundo, no tan remoto, de viejos archiduques, de príncipes del imperio, y el viento del invierno nos acerca desde el viejo Danubio, más gris que azul en realidad, el sonido de los valses de palacio.

            Aparentemente, Viena es todavía una ciudad del siglo XIX. El viejo imperio de María Teresa (1740-1780), en el siglo XIX se había convertido ya en un gigante con los pies de barro. Por eso, el imperio austriaco se quedó fuera de la liga germánica, ese invento de Bismarck para sustituir a la vieja confederación germánica, cual, por otra parte, había nacido en 1815, precisamente durante el Congreso de Viena; por eso, y porque el canciller prusiano no estaba dispuesto otra vez a aceptar de nuevo una liga bicéfala, dirigida al mismo tiempo por esos dos gigantes centroeuropeos, Austria y Prusia, tal y como había sucedido antes en la propia confederación, y que había terminado precisamente con la guerra austro-prusiana de 1866. Pero mientras Prusia era un imperio todavía joven, que terminaría en 1871 por dirigir, a partir de la liga, al nuevo estado alemán nacido con la unificación, el imperio austriaco era ya, durante el reinado de Francisco José, un imperio en decadencia. En 1889 se suicidaría el príncipe Rodolfo, el único hijo varón del emperador, según la versión oficial, por más que el misterio aún campe alrededor de este hecho. En 1914, además, el nuevo heredero, el príncipe Francisco Fernando, sobrino de Francisco José, era asesinado junto a su esposa en Sarajevo, desencadenando una guerra contra Serbia que terminaría por convertirse a los pocos días en la Primera Guerra Mundial. Dos años después se produciría también el fallecimiento del propio Francisco José, que fue sustituido al frente del imperio por otro de sus sobrinos, el nuevo emperador Carlos I. Sin embargo, el imperio estaba dando ya sus últimos estertores: en 1918, dos años después de su ascenso al trono, terminaba la guerra con la derrota de Austria y del resto de las potencias centrales. Carlos era derrocado y condenado al exilio, mientras que en Austria se daba paso a una nueva etapa histórica, la república, presidida poco después, por primera vez, por un partido socialdemócrata.


Sí. En cada rincón de Viena pervive todavía ese aroma rancio y hermoso del viejo imperio de los Habsburgo. Pero es sobre todo en los grandes palacios, en el Hofburg y en Schönbrum, donde ese aroma es más persistente. Y es allí, sobre todo en el museo homónimo abierto en una de las alas del Hofburg, donde pervive el aroma personal de una mujer distinta, diferente, una mujer ignorada en una época que no le correspondía, que se había visto obligada a convertirse en emperatriz sin ella realmente desearlo, y desconocida todavía para el gran público, convertida hoy en una vida rosa de telenovela por culpa de un director de cine y una actriz que tampoco supieron entenderla de verdad. Porque la emperatriz Isabel de Baviera, Isabel Wittelsbach, la esposa del emperador Francisco José, tiene en realidad muy poco que ver con el personaje que en una trilogía muy poco afortunada encarnó la actriz franco-austriaca Romy Schneider; sólo, eso sí, su aversión a la corte de Viena (ella siempre echó de menos sus valles bávaros, donde había crecido en una completa libertad, de la que no podía disfrutar en la corte austriaca) y sus continuos enfrentamientos con la archiduquesa Sofía, tía suya y suegra al mismo tiempo.

Si la literatura suele acercarse generalmente más a la historia verdadera que el cine (hay honrosas excepciones, desde luego), para conocer mejor a la verdadera Sissi, la emperatriz Isabel, es recomendable acudir a la novela, ya un poco antigua, de Ángeles Caso. O eso, o adoptar la mejor opción de todas, acercarse hasta Viena y acudir, en una de las alas del palacio de Hofburg, al museo dedicado a la emperatriz. Allí, en unas cuantas salas, se concentran, junto al propio museo personal de Sissi, el conjunto de los apartamentos imperiales, compartidos a veces, sólo a veces,  por el matrimonio imperial (hay que tener en cuenta que la emperatriz se mantuvo en numerosas ocasiones alejada de la corte, por la que sentía, como se ha dicho, una profunda aversión), y la colección de la plata imperial, formada por miles de piezas de oro, plata, cristal y porcelana de lujo, que conformaban la numerosa vajilla de éste y de otros palacios de los Habsburgo. En efecto, visitar el museo de Sissi es poder conocer mejor a una mujer excepcional, diferente, adelantada a su tiempo, una emperatriz que en los últimos años de su vida estuvo más cerca de los húngaros, a los que logró que su esposo les otorgara una especie de constitución que les ponía en una situación política similar a los austriacos. Tal y como puede apreciarse también, para el que no pueda acercarse a Viena, leyendo el falso diario de la emperatriz que en realidad fue escrito en 1995 por la novelista asturiana Ángeles Caso[1].



Pero la historia de Viena no es sólo la historia de Sissi y de los viejos emperadores Habsburgo; ni siquiera es tampoco la vieja Viena Biedermeier. Viena es también la historia de un movimiento artístico, cultural, vital, que nació a finales del siglo XIX como contraposición a esa otra Viena, ya moribunda, que estaba representada por el viejo imperio austro-húngaro: la Secesión, un movimiento creado por el pintor Gustav Klimt, a partir del llamado Jugendstil, el ”estilo de la juventud”, que había nacido en Múnich poco tiempo antes, y que terminó por convertirse en la versión local del Art Nouveau francés, del Modern Style inglés y del Stille Liberty italiano. Un movimiento que aglutinó a pintores (Egon Schiele, el propio Gustav Klimt), arquitectos (Otto Wagner; Adolf Loos), decoradores (Josef Hoffman), en torno a una estética diferente, cuya catedral más importante es el llamado Secessiongebaude, el Pabellón de la Secesión, un curioso edificio blanco y dorado que se encuentra muy cerca de la magnífica iglesia barroca de San Carlos.

Y Viena es también la ciudad casi desconocida de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra. En 1938, un año antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos de Austria y de la Alemania nazi firmaron el Anschluss, el acta de unión entre los dos países, y desde ese momento, el futuro del país estuvo indisolublemente unido al nazismo. A partir de ese momento, muchos de los doscientos mil judíos que entonces vivían en la ciudad del Danubio se vieron obligados a abandonarla, y muchos de los que no lo hicieron fueron trasladados en los meses siguientes a Mauthausen, un campo de concentración nazi que se encontraba a poco más de ciento cincuenta kilómetros de Viena, en las proximidades de la ciudad de Linz.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Viena, como la propia Berlín, fue dividida en cuatro zonas administrativas, gobernada cada una de ellas, como también la propia Berlín, por cada una de las potencias que habían ganado la guerra (Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Rusia). Por su parte, el centro de la ciudad, el Innere Stadt, era una especie de zona neutral, en la que cada mes una de esas potencias se iba turnando en su administración, apoyadas en curiosas patrullas de vigilancia que estaban formadas por cuatro militares, uno por cada uno de esos cuatro países. Esa es la Viena que se describe en “El tercer hombre”, la fantástica película, ésta sí, de Carol Reed, basada en la novela homónima de Graham Greene; aunque, en realidad, según las palabras del propio autor, el texto original del escritor británico no fue concebido nunca como una novela, sino como un relato previo para la elaboración posterior del guion de la película, un guion que sería firmado por el propio Greene y por Peter Smolka[2].

Y es que ésta es también la Viena que puede encontrarse uno cuando visita la ciudad del Danubio, la Viena oscura, invernal, de la posguerra, en la que hasta los grandes colosos que adornan sus palacios, y que habían logrado sobrevivir en los años anteriores a los morteros de los aliados, parecen convertirse en monstruos amenazadores que acechan desde las sombras. Durante la Segunda Guerra Mundial, un tercio de sus edificios habían sido destruidos, y aunque durante los años siguientes la ciudad sería reconstruida, adoptando de nuevo la misma fisonomía propia del imperio que puede apreciarse en la actualidad, esa Viena de posguerra, la Viena de Greene, de Reed, de Orson Welles, todavía puede contemplarse en algunas zonas de Wieden, ese barrio que aún se mantiene a la sombra del Wien, el pequeño afluente que da nombre a la ciudad y que desemboca en el canal del Danubio, perdido durante buena parte de su recorrido por la ciudad bajo la extensa calle Mariahilfer; ese mismo río Wien, subterráneo, a cuyas aguas viene a desembocar todo el alcantarillado de Viena, y que es el escenario perfecto de las últimas escenas de la película, la mejor película de habla inglesa de todos los tiempos, según ha sido declarada oficialmente por muchos expertos en cinematografía.


Los vieneses, tan enamorados de su ciudad, han creado también para los turistas un tour que permite visitar la Viena subterránea de “El tercer hombre”, algo que ni siquiera el propio Orson Welles pudo hacer mientras rodaba la película, porque no soportaba los olores que emanaban de ese oscuro y húmedo escenario. Por ello, el actor norteamericano tuvo que ser sustituido, a la hora de rodar esas últimas escenas, por un actor austriaco, hoy desconocido por casi todos los amantes de la película.

Sí, todo eso, y mucho más (Riesenrad, la gigantesca noria del Prater; la Ópera y el Musikverein; UNO-City, la tercera sede de la Organización de las Naciones Unidas,…) es Viena, una de las ciudades más hermosas de Europa y de todo el mundo.           





[1] Ángeles Caso, Elisabeth, emperatriz de Austria-Hungría, Editorial Planeta, Barcelona, 1995.
[2] Greene, Graham, El tercer hombre, Libros Tauro, xxx.LibrosTauro.com.ar.

sábado, 4 de enero de 2020

Cuenca durante la Guerra de la Sucesión


Hay etapas en la historia de Cuenca, de la ciudad y de la provincia, que requieren todavía de una investigación histórica profunda; y una de esas etapas es, desde luego, el primer cuarto del siglo XVIII, es decir, la etapa correspondiente a la Guerra de Sucesión, y sus consecuencias en una ciudad que, durante casi todo el conflicto. Estuvo del lado de la nueva monarquía borbónica, pero que, sin embargo, tampoco se vería en los años siguientes especialmente favorecida por haberse mantenido en el lado de los vencedores, lo que le llevó a tener que sufrir, durante los años que duró el conflicto, el cerco y la conquista de un ejército sitiador hasta en dos ocasiones. En ello, en poder llegar a alcanzar un mejor conocimiento histórico de un periodo histórico tan importante en la historia de nuestra ciudad, se ha empeñado recientemente una tesis doctoral que fue leída en el año 2016 en la Facultad de Humanidades de Albacete, de la Universidad de Castilla-La Mancha. La tesis, realizada por el profesor Víctor Alberto García Heras, lleva el título siguiente: “La Guerra de Sucesión en el interior de Castilla: ciudad, élites de poder y movilidad social (Cuenca, 1690-1720)”. Abogamos por una deseada publicación de la misma en formato libro, un formato que pueda permitir su acceso a cualquier lector que pueda estar interesado en este periodo de la historia de Cuenca, aunque de momento, al menos, puede ser consultada en internet, pues es accesible en el programa RUIDERA (Repositorio Universitario Institucional de Recursos Abiertos) de la propia universidad castellanomanchega[1].
             
No se trata en realidad este trabajo del estudio de la Guerra de Sucesión en la capital conquense, sino de estudiar en toda su extensión un territorio, el de Cuenca, durante un periodo histórico concreto, el del enfrentamiento entre borbónicos y austracistas por el trono de España. Así, se estudia el desarrollo del conflicto, desde luego, pero en el marco de la situación general en la que en ese momento se encontraba la ciudad y su territorio. De ahí el título, y de ahí, también, el arco histórico que abarca el estudio, que no está relacionado sólo con los años exactos del conflicto, sino también con los años inmediatamente anteriores y posteriores a éste. Se abarco, por lo tanto, todos los aspectos relacionados con una situación económica y social, caracterizada por una crisis previa, que afectó a toda la centuria anterior, una crisis de la que, sin embargo, la ciudad estaba empezando a escapar a finales del siglo, gracias a un mínimo desarrollo que fue cortado de raíz por el propio conflicto bélico (recuperación truncada, tal y como se define en el texto). Por ello, la primera parte del trabajo está dedicada a la ciudad como sujeto colectivo, y en ella se analiza todo el entramado social de la misma, desde el número de vecinos que la habitaban hasta la personalidad de quiénes formabas sus élites de poder en el omento del estallido de la guerra. Y también, por supuesto, a la economía, dando una especial relevancia a tres aspectos fundamentales: los abastos, los impuestos, y los bienes propios con los que contaba la ciudad en ese momento.
              La segunda parte de la tesis es la que estudia propiamente el conflicto bélico. Un conflicto en el que, ya lo hemos dicho, la ciudad y sus élites se pusieron mayoritariamente del lado de la nueva dinastía borbónica, lo que provocó que la ciudad fuera tomada en dos ocasiones por las tropas aliadas austracistas. Estas dos conquistas, sobre todo la primera, la protagonizada por el teniente general Hugo de Wyndham, provocó la muerte y la desolación en la ciudad del Júcar, una desolación que, ya se ha dicho también, no sería recompensada por el nuevo monarca Felipe V; sólo la nueva reinstalación de su fábrica de moneda, que apenas se mantuvo en activo unos pocos años, y el perdón real a algunos de los impuestos que tenía que pagar la ciudad, fueron los escasos beneficios alcanzados por haberse mantenido fiel aún en periodos de extrema dificultad, y es paradigmático en este sentido, incluso, que no sea cierto, tal y como el autor demuestra en una parte del texto, que el nuevo monarca hubiera recompensado a la ciudad del cáliz y la estrella con el título de Fidelísima, tal y como se ha venido repitiendo, sin un ápice de crítica por diferentes autores durante estos dos últimos siglos.
              Finalmente, la última parte del libro está dedicada a estudiar de qué manera pudo afectar la guerra a sus élites de poder: que familias se vieron beneficiadas por el conflicto, al haberse puesto del lado de los vencedores, y qué otras pudieron caer en el ostracismo por haberse decantado por los austracistas derrotados. Y no sólo las élites de poder, sino también a la participación en el conflicto de algunos militares conquenses, como el coronel Juan de Cereceda o el capitán Martín López. El primero, natural de Villares del Saz, empezó batallado por la provincia conquense, aprovechando su conocimiento del terreno, y destacando en algunas acciones de importancia, como la captura, al mando de un pequeño cuerpo de caballería formado por cincuenta dragones, de todo el equipaje de Charles Mordaunt, conde de Petersborough, comandante eje jefe del ejército inglés en la península, que estaba protegido por ciento cincuenta infantes y cuarenta jinetes, en las cercanías de la ciudad de Huete. El segundo, natural de Navalón, muy cerca de la capital, obtuvo de la ciudad, en 1712, una carta de recomendación para entrar a servir junto a Isidoro de la Cueva y Benavides, marqués de Bedmar, que había sido sucesivamente gobernador interino de los Países Bajos, entre 1701 y 1705, y virrey de Sicilia, entre 1705 y 1709, y que en ese momento era ministro de Guerra en la corte de Felipe V.
              Pero hay que destacar, sobre todo, la movilidad social provocada por el conflicto bélico, que originó, como se ha dicho, el surgimiento de nuevas élites de poder y la defenestración de algunas élites antiguas. Entre las primeras destaca, por encima de todos los demás, la figura del segundo marqués de Valdeguerrero, Gabriel Ortega y Guerrero, que no dudó en ponerse del lado del ejército borbónico, participando en la toma definitiva de Barcelona, por lo que sería recompensado por Felipe V con el nombramiento de gobernador de Aranjuez, lo que le situó muy cerca de la familia real en los años posteriores a la guerra. También, una familia completa, los Cerdán de Landa, una familia conquense, con reconocidos intereses ganaderos, que vieron reconocida su apuesta borbónica con importantes donaciones, y una situación de privilegio en la ciudad, y también fuera de ella, que benefició a diferentes miembros de la misma; incluso, también, a algunos miembros de la familia política. Es paradigmático en este sentido el caso de un oscuro sacerdote de Villanueva de la Jara, Juan Francisco Valero y Losa, cuya hermana estaba casada con Juan Cerdán de Landa, y que poco tiempo después de acabada la guerra fue beneficiado, primero, con el obispado de Badajoz, y más tarde, incluso, con el propio arzobispado de Toledo, convirtiéndose, por lo tanto, en primado de España.
              Y en el lado contrario, aquellas familias conquenses que cayeron en el ostracismo por haberse puesto del lado equivocado en el conflicto. Uno de ellos fue Antonio del Castillo Chirino, el último descendiente de una importante familia de la nobleza local, los Chirino, quien fue coronel del ejército austracista después de que se le hubiera negado ese mismo rango militar en el ejército borbónico, lo que le llevó a cambiarse de bando, y que participó al mando del regimiento de Santa Eulalia hasta el último instante en la defensa de Barcelona, de cuyo Consejo de Guerra llegó a formar parte. Una vez liberada la capital catalana por las tropas felipistas, en septiembre de 1714, el militar conquense correría la misma suerte que el resto de sus compañeros de armas,  como el propio Antonio de Villarroel, en la prisión del castillo de Alicante, de donde sería trasladado después al castillo de San Antón, en La Coruña, de donde fue liberado el 21 de octubre de 172, en virtud de uno de los artículos del Tratado de Viena, que resolvía algunos asuntos pendientes de la Guerra de Sucesión.
              También participaron del bando austracista otros nobles conquenses, como Beltrán Manuel Vélez de Guevara, marqués consorte de Cañete, por su matrimonio con la verdadera poseedora del título, Nicolasa Manrique de Mendoza, o el conde de Siruela, Antonio Velasco y de la Cueva, hijo de la tercera condesa de Valverde, Luisa de Alarcón. Éste último, en realidad, no tenía otro aliciente para formar parte del bando de los Habsburgo, que sus relaciones familiares con Fernando de Silva y Meneses, conde de Cifuentes, su yerno, un destacado militar austracista, alférez mayor de Castilla, que había formado parte del consejo del pretendiente, Carlos III, y que terminaría sus días exiliado fuera de España por su participación en la Guerra de Sucesión. Los otros dos nobles relacionados anteriormente, sin embargo, serían perdonados después por la administración borbónica y repuestos en sus títulos. Y también en la ciudad de Huete, finalmente, serían represaliados algunos de los miembros de la familia Parada, especialmente Juan José de Parada y Mendoza y Francisco de Parada Flórez, que habían sido premiados por la administración Habsburgo, respectivamente, con el marquesado de Peraleja y el condado de Garcinarro, títulos estos que desaparecerían en los años siguientes, tras la victoria de la nueva dinastía, si bien ambos sería finalmente rehabilitados, aunque muy tardíamente, en 1898 y en 1951.



[1] https://ruidera.uclm.es/xmlui/handle/10578/8963. Consultado el 4 de enero de 2020