jueves, 28 de octubre de 2021

Un documento del siglo XVIII sobre la catedral de Cuenca encontrado en Ebay

 Para el que no lo conozca, Ebay es un portal de subastas en el que el usuario puede adquirir, por venta directa o por subasta, cualquier cosa que desee, desde ropa deportiva hasta artículos de colección, en todas sus variantes y posibilidades, desde productos de electrónica como teléfonos u ordenadores, hasta objetos de higiene personal; cualquier cosa que uno pueda imaginar, es susceptible de poder ser encontrado en este gran bazar de internet. Y entre esa infinidad de artículos, también pueden encontrarse libros o documentos antiguos, en algunas ocasiones procedentes de archivos históricos, los cuales, sin llegar nunca a poder saber los motivos por los que se encuentran allí, han llegado en algún momento a las manos de los anticuarios o de los coleccionistas. Nunca, por supuesto, el hecho es debido a los profesionales de dichos archivos, con guardan celosamente y con gran profesionalidad, a menudo con medios muy escasos, toda la documentación que se les ha encomendado, sino de usuarios poco interesados en todo lo que, en realidad, esa documentación representa. Éste es el caso del documento que voy a comentar en esta estrada, y que, a la letra, dice lo siguiente:

“Antonio Abarca, escribano del Rey Nuestro Señor, del número de esta ciudad de Cuenca y su tierra, certifico y doy fe que en los actos de testamentaría ejecutivos y de tercería seguidos y que penden en este tribunal real, y por el oficio de mi cargo, de los bienes relictos por el fallecimiento de don Ramón Saiz, teniente de obrero que fue de la Santa Iglesia Catedral de esta dicha ciudad, en que son partes los herederos del mismo don Ramón y de doña Jacoba Cruceta, su mujer, de la una, y de la otra el beneficiado deán y cabildo de la propia Santa Iglesia, sobre pago del alcance que en cuentas finales de la administración de ella y demás que aparece de dichos autos, relativo contra el referido don Ramón y a favor de la fábrica de la expresada Santa Iglesia, aparece de la primera pieza de la testamentaría, desde el folio trescientos cuarenta y cinco hasta el trescientos cuarenta y siete, de la que se le hizo pago a la citada fábrica de esta catedral, de la cantidad de veinticuatro mil ochocientos ochenta reales y veinte maravedíes de vellón, en varias partidas de dinero y deudas agregadas para dicho pago, de consentimiento del mismo cabildo; y así mismo, al folio cuatrocientos cuarenta y dos de la propia pieza de testamentaría, resulta otro pago hecho al cabildo por dicha doña Jacoba Cruceta, de doce mil cuatrocientos cuarenta reales de vellón, que a nombre de aquél recibió don José Pérez de Rueda, teniente de obrero que fue de su fábrica, y en virtud de libramiento despachado por el señor corregidor contra don Lorenzo Asensio Castejón, depositario que se hallaba de dicha cantidad; que a consecuencia de dichos pagos se mandó hacer entrega de sus bienes a la expresada doña Jacoba, que tuvo efecto en el día diecinueve de febrero de mil setecientos ochenta y nueve, como aparece de la pieza de tercería, desde el folio setecientos siete vuelto hasta el setecientos diez, y después por auto proveido [sic] por dicho señor corregidor en dicha pieza de tercería, en veinte y dos de junio del año próximo anterior de setecientos noventa, que obra desde el folio setecientos treinta y tres vuelto hasta el setecientos treinta y cuatro, se mandó, quedando afectos y obligados los bienes de los menores a las resultas de este juicio, y no en otra forma, se levantaba la fianza que se dio, y se solicitaba por parte de estos, quedando libre el Juan Terán, que la otorgó.

            Todo lo cual así resulta de los expresados autos más largamente, que por ahora quedan en el oficio de mi cargo, a que me remito. Y para que conste donde convenga, a virtud de lo mandado por el señor corregidor en auto proveído [sic] en el día de ayer, veinte y tres de este mes, al pedimento presentado por don José Gómez, procurador a nombre de los herederos de los relacionados don Ramón Saiz y doña Jacoba Cruceta, y habiendo precedido citación de Francisco de Amaya, que lo es del venerable deán y cabildo de la mencionada Santa Iglesia, en este día de la fecha, habiendo sido señalado por la parte de dicho procurador Gómez todo lo relacionado, doy el presente, que lo signo u firmo en Cuenca a veinte y cuatro de marzo de mil setecientos y noventa y uno.”

En testimonio de verdad, Antonio Abarca Auñón y Torres, [rúbrica].”

El documento se explica por sí mismo. Se trata de un texto de carácter notarial, rubricado y expedido por el escribano Antonio Abarca Auñón, quien estuvo activo en Cuenca, por lo menos, y según se puede ver a partir de la documentación conservada en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, el archivo a cuya custodia está encomendada la custodia de todos los protocolos notariales antiguos, entre los años 1770 y 1799. El texto se refiere a ciertas demandas testamentarias relativas al fallecimiento de Ramón Saiz, quien había sido teniente de obrero de la fábrica catedralicia [la persona, seglar normalmente, que ayudaba al canónigo obrero en las tareas relacionadas con su cargo], y que de algún modo afectaban a las propias rentas del principal templo de la diócesis. El motivo había sido un préstamo que esta institución, la fábrica de la catedral, había realizado con anterioridad al propio teniente de obrero, por una cantidad cercana a los veinticinco mil reales de vellón, y que al momento de redactar el documento aún no había sido devuelto en su totalidad; en efecto, y tal y como se describe en el mismo, hasta el momento sólo había sido devuelto aproximadamente la mitad de esa cantidad, poco menos que doce mil quinientos reales, por la esposa del titular del testamento, Jacoba Cruceta, según había testificado el nuevo teniente de obrero, José Pérez de Rueda. De todo ello se deduce el interés de los interesados en que se dejara por escrito la existencia de esa deuda, a la que debían acudir en el futuro los herederos del matrimonio.

Pero en realidad, lo que me gustaría ahora es hablar, no ya del documento en sí mismo, sino del hecho de haber podido encontrar un documento de estas características en un portal de internet. El escribano que debía certificar la existencia de esa deuda, Antonio Abarca, ya se ha dicho, estuvo documentado en Cuenca durante el último tercio del siglo XVIII. Así lo indica la documentación conservada en el Archivo Histórico Provincial, una documentación que abarca un único protocolo, signado como P-1512, que abarca, en su conjunto, la totalidad de los años en los que éste se encontraba oficialmente en la ciudad del Júcar, entre los años 1770 y 1799. El legajo en cuestión está formado por una serie de cuadernillos o expedientes, correspondientes cada uno de ellos, en principio, a un año de actividad, aunque existen algunas excepciones al respecto. Así, el primer protocolo está fechado el 24 de julio de 1770, día en el que, muy probablemente, se iniciaba la actividad de este notario en la ciudad del Júcar, un expediente que comprende la primera hoja del primer cuadernillo, por ambas caras. Este protocolo, por otra parte, resulta también de interés para entender mejor la realidad de uno de los personajes mencionados en el documento de Ebay, y en concreto, el propio redactor del testamento en él aludido, el ya citado Ramón Saiz. Se trata de un poder que éste otorgaba en favor del procurador Matías Lázaro, pero no lo hacía a título propio, sino como administrador del vínculo que había fundado en nuestra ciudad, algún tiempo antes, María Isabel de Monterroso, esposa que había sido del licenciado Melchor Castellanos, abogado de los Reales Consejos. Por su parte, el último de los protocolos del legajo está fechado el 17 de julio de 1799.

Sin embargo, y con respecto a la estructura interna del legajo, hay algo más que debemos decir: del examen del mismo, se aprecia la falta de algunos documentos, varios cuadernillos completos, que se corresponden con algunos de los años intermedios, y en concreto, los periodos comprendidos entre 1774 y 1775 y entre 1788 y 1791, además de los de los años 1793 y 1795. Aunque en algunos casos, esa falta de documentación pueda deberse a algún motivo personal que pudiera afectar al propio escribano, una enfermedad de larga duración o un alejamiento temporal de la capital conquense, poco probables en realidad, está claro que, al menos en lo que afecta al año 1791, en del que está fechado el documento estudiado, esa falta de documentación no puede ser aducible a ninguna de estas dos causas. Entonces, ¿a qué puede deberse esa falta de documentación en el archivo? Quizá la respuesta la podamos encontrar en las distintas vicisitudes por las que hace algún tiempo tuvo que pasar el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, hasta su actual instalación en el antiguo castillo de la Inquisición, vicisitudes que hacían más difícil y compleja la adecuada conservación de los documentos. Y por otra parte, una característica más del documento estudiado es la existencia de antiguos restos de cosidos en uno de los extremos, así como la propia paginación de los folios, que no empieza en el número. Ambas cosas, unidas, me hacen pensar que el documento haya sido extraído, en algún momento, de algún cuadernillo similar a los otros que forman parte del legajo correspondiente a este escribano.

De todo ello se desprende lo necesario que resulta, siempre, la conservación adecuada de los documentos, y las condiciones y normas de uso que rigen en estas instituciones, condiciones que no siempre son bien acogidas entre los usuarios, más entre los visitantes circunstanciales que sólo buscan expedientes personales y particulares, que entre los historiadores e investigadores. En este caso, y gracias a una casualidad, el documento ha podido retornar a su antigua casa, el Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Pero nunca debemos dejar de lado el daño que a menudo provoca la extracción o la pérdida de cualquier documento que tenga carácter histórico, un daño que, siempre, es mayor que el beneficio económico que pueda obtener aquellas personas que pudieran haber provocado dicho extravío. En todo caso, cualquier falta de documentación siempre lleva consigo la pérdida de una parte de nuestro pasado.



viernes, 22 de octubre de 2021

“La Fortuna”. Entre la ficción de la nuevas series de televisión y la realidad de un gran descubrimiento arqueológico

 Hace unos días, la plataforma de televisión Movistar+ estrenó, bajo un gran despliegue publicitario, la serie de Alejandro Amenábar “La Fortuna”. El argumento de la serie es sencillo: Atlantis, una gran compañía norteamericana que se dedica a la búsqueda y el rescate de antiguos barcos sumergidos en el fondo del mar, acaba de encontrar en el estrecho de Gibraltar los restos de un barco que contenía en sus bodegas, antes de hundirse, un gran tesoro en monedas de oro y plata, y otros objetos de gran valor. El dueño de la compañía, Frank Wild (Stanley Tucci) decide anunciar a bombo y platillo el descubrimiento, iniciando de esa forma un proceso judicial en el cual, si en el plazo de siete días nadie reclama la propiedad de todo lo descubierto, el tesoro será adjudicado definitivamente a su descubridor, que podrá hacer con él todo lo que quiera. Enterado de ello el Gobierno español, y ante la sospecha de que el pecio pueda corresponder a un antiguo barco de la Armada española, “La Fortuna”, hundida en 1804 por los disparos de un buque inglés sin previo aviso, en una situación en la que ambos países todavía no estaban en guerra, decide personarse en del proceso, reclamando así todo lo que los norteamericanos han podido sacer del fondo del mar. Para ello cuentan con la ayuda de dos funcionarios españoles, un inexperto diplomático que acaba de llegar al ministerio de Cultura, Alex Ventura (Álvaro Mel), y Lucía (Ana Polvorosa), una progresista recalcitrante que trabaja en la sección de Protección del Patrimonio, además de un importante abogado norteamericano, Jonas Pierce (Clarke Peters), especializado en hacerle siempre la guerra a su antiguo amigo Wild, obligándole a entregar a los museos sus descubrimientos más importantes.

            La serie ha tenido muchas buenas críticas, y también algunas negativas, como la de Álvaro Onieva, publicada en el blog especializado “Fuera de series”. Para entender la crítica, creo conveniente recoger aquí algunas de las frases escritas por él: “Aventuras a lo Tin Tin [sic], reivindicación de un pasado histórico perdido, y Movistar+ en alianza con AMC metiendo pasta hasta aburrir parecían garantes del siguiente gran fenómeno televisivo español, ese que tras la esplendorosa remesa de finales de 2020 tanto se está haciendo de rogar… Tampoco ayudan los personajes protagonistas y su dibujo de trazo grueso: ella es progre, está bastante amargada y no se lava el pelo (pero tendrá que asumir que en la vida no se puede ser tan idealista) y él es un niño pijo con poca calle, repeinado y respetuoso con la burocracia (que aprenderá a desmelenarse y saltarse las normas). Ella está muy enfadada todo el rato y de él nos preguntamos cómo han escogido a ese actor. Y con ello, un Karra Elejalde siempre carismático, pero con una caracterización que no sabes si es el ministro de interior o un agente de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón. Y en esas se van sucediendo las pesquisas en una narración río con paradas en callejones sin salida, soluciones que caen del cielo y lunáticos gaditanos. Y políticos de la Junta de Andalucía que no saben inglés, y eso, al parecer, les parece el peak del humor a los responsables de la serie.”

Ya he comentado en algunas ocasiones que éste no es un blog cinematográfico, y menos aún televisivo, por lo que no voy a incidir demasiado en esta crítica, que a mí, en realidad, me parece injustificada, sino en el trasfondo histórico que se esconde detrás de la serie. Pero si me gustaría, antes de profundizar en ese trasfondo, comentar que en realidad la serie se basa, en primer lugar, en una novela gráfica, es decir, en un cómic, de Paco Roca y de Guillermo Corral -sobre este último, hablaremos más detenidamente al final del texto, pues su autoría me parece muy ilustrativa de lo que quiero decir-. Desde este punto de vista, a mi modo de ver resulta plenamente justificable la caracterización de cada uno de los personajes, incluido ese desconcertante ministro de Cultura -no de Interior, como afirma el crítico, lo que demuestra que no le ha dedicado demasiado tiempo a ver los dos primeros capítulos-. También en ese mismo espíritu un tanto caricaturesco, propio de los comics, se enmarca la caracterización de los funcionarios y políticos de la Junta de Andalucía, que permite a Onieva a definir la serie de Amenábar de “andaluzofobia”, una andaluzofobia que, en todo caso, no tiene nada que ver con esa tendencia actual del cine y las series españolas, de caricaturizar a las diferentes regiones españolas, y también de otros países extranjeros, que tan de boga está, lamentablemente, en los últimos años.

Y finalmente, otra crítica de Onieva está dirigida ya a la propia realización de la serie: “Pero más sorprende aún la colocación de la escena naval entre los dos primeros episodios, sin ningún tipo de lógica en cuanto a estructura: empieza al final del primer episodio y se corta, para proseguir en el siguiente sin ningún tipo de cliffhanger  ni clímax dramático; se corta ahí porque sí, porque en algún sitio habrá que parar y se ha decidido aleatoriamente que sea ese para estirar lo del barco hacia el siguiente episodio. Esto nos da bastante la medida de cómo la estructura episódica no está trabajada. Se nota que se ha pensado el relato como un todo y no se han trabajado los capítulos como unidades propias.” En realidad, esto no es así. Está claro lo que Amenábar pretende al trabajar de esta forma: nos presenta al final del primer capítulo lo que va a ser el último viaje de “La Fortuna”, la carga del tesoro en un puerto americano, para después, en las primeras escenas del segundo episodio, dejar caer sobre el espectador toda la tragedia que debió significar para sus protagonistas el hundimiento del buque.

Dicho esto, vamos ahora con lo que realmente nos importa en un blog de historia, como es éste: el trasfondo histórico de la serie. Y es que el argumento de “La Fortuna”, como el de “El Tesoro del Cisne Negro”, la novela gráfica en el que se basa la serie de televisión, nos recuerda mucho, y no por casualidad, la historia del descubrimiento de un pecio real, la fragata española “Nuestra Señora de las Mercedes”, y de la victoria judicial que el Gobierno español logró contra la empresa que lo había descubierto, Odyssey, un hecho que ha sido considerado, con toda lógica, como la única batalla naval obtenida por España en este siglo XXI. Y es que el propio cómic, no es ningún secreto, se basa, casi hasta en el más mínimo detalle, en la historia de la recuperación de este barco, como se demuestra en algo tan aparentemente trivial como que, durante la reunión mantenida por todas las autoridades que forman la comisión de investigación creada por el ministerio de Cultura para decidir o no si interponer la denuncia contra la empresa norteamericana, a la que asiste también el abogado que va a ser el encargado de defender los intereses del Gobierno español, el personaje que protagoniza Ana Polvorosa se refiere a éste de la siguiente manera: “Este abogado ya nos ganó dos juicios hace unos años.” En efecto, unos años antes de que saltara el caso de la “Mercedes”, en 2001, el Gobierno español ya había presentado una demanda ante los tribunales de Estados Unidos, con el fin de que fueran devueltos alrededor de un centenar de objetos procedentes de dos fragatas de la armada española, “Galga” y “Juno”, que se habían hundido frente a las costas de Carolina del Norte en 1750 y en 1802, respectivamente por culpa de un huracán y una tormenta, demanda que había sido ganada también por el Gobierno español.

Pero antes de proceder a contar al lector la historia del tesoro de la “Mercedes”, vamos a hablar un poco de su prehistoria, es decir, de aquel último viaje, que llevaría hasta el fondo del mar todo lo que contenía en sus bodegas, que era mucho: varios miles de reales, en monedas de oro y de plata, además de otros muchos objetos realizados en metales preciosos, y varias toneladas de quina, canela y tela de vicuña, muy valiosos en aquella época. Fue el 2 de febrero de 1804 cuando partió del puerto de El Callao (Lima, Perú), una pequeña flota de la Armada española, compuesta por cuatro fragatas, la “Medea”, que era el buque insignia, la “Fama”, la “Santa Clara” y la “Nuestra Señora de las Mercedes”, llevando en sus bodegas, como se ha dicho, una carga valorada en varios millones de reales de la época. Desde el primer momento, los problemas se fueron sucediendo, y al llegar a Montevideo (Uruguay), el convoy tuvo que detenerse durante unos días debido al mal tiempo y, sobre todo, a una avería sufrida en el bauprés de la “Santa Clara”. De Montevideo partieron los cuatro barcos el 9 de agosto, pero los problemas más graves llegaron ya cuando se encontraban al final del viaje, nada más divisar la costa portuguesa del Algarve, frente al cabo de Santa María.

En ese momento, los barcos españoles se vieron sorprendidos por una flota de cuatro naves inglesas, que estaban al mando del comodoro y vicealmirante Graham Moore, que, sin previo aviso, y a pesar de que los dos países en ese momento no se encontraban en guerra -si lo estaba Inglaterra con Francia-, disparó contra los navíos españoles. Uno de los proyectiles hizo explotar la santabárbara de la “Mercedes”, que saltó por los aires, de tal forma que, en cuestión de pocos minutos, terminó hundiéndose, arrastrando con ella a un total de 249 tripulantes. Sólo cincuenta y una personas lograron sobrevivir a la tragedia. Entre los fallecidos estaba la familia -la mujer y ocho de sus hijos- de Diego de Alvear y Ponce de León, capitán del navío y segundo jefe de la escuadra, después de cumplir su misión en el establecimiento del trazado de los límites en Paraguay; la tragedia de este marino de origen cordobés, quien, con uno de sus hijos, Carlos,  que era cadete del regimiento de Dragones de Buenos Aires, viajaba a bordo de la “Medea”, también se representa de manera bastante dramática en el segundo episodio de la serie. Los otros tres barcos que integraban la pequeña flotilla intentaron, en un primer momento, hacer frente a la escuadra enemiga, pero no pudieron mantener la oposición durante mucho tiempo, y fueron hechos prisioneros y conducidos, primero, a Gibraltar, y más tarde a Gosport, en Inglaterra. El hecho obligó a Carlos IV y a Godoy a declararle la guerra a Inglaterra, lo que traería como última consecuencia la derrota de la Armada franco-española en la batalla de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805.

Allí, en el fondo del lecho marino, permaneció el tesoro de la fragata “Nuestra Señora de las Mercedes”, hasta el mes de mayo de 2007, cuando la empresa de cazatesoros estadounidense Odyssey Marine Exploration, que había sido fundada en 1994 por Greg Stemm para rescatar del fondo del mar restos de barcos hundidos con fines principalmente especulativos, bien mediante la venta directa de lo rescatado o bien, mediante la explotación y comercialización de reportajes sobre dichos descubrimientos, pudo sacar a la luz una parte muy importante de su carga. Entre los objetos recuperados, había cerca de seiscientas mil monedas, “reales de a ocho” y escudos, de la época de Carlos IV, acuñados en Lima además de otros muchos objetos realizados en esos mismos metales nobles, oro y plata, y otros de menor valor crematístico, pero de gran valor para conocer mejor la época y las circunstancias en las que se produjo el hundimiento del barco. El tesoro, de varias toneladas de peso, era de tal magnitud, que para transportarlo hasta Tampa, en el estado de Florida, donde ésta tenía su sede, la empresa se vio obligada a fletar un Boeing 737. Y desde el primer momento, un manto de niebla se extendió sobre aquel pecio, a pesar del gran despliegue con el que fue anunciado su descubrimiento en un primer momento, con el fin de intentar mantener oculta la procedencia del barco, y sobre todo su identidad. Para ello, Odyssey le dio un nombre en clave , “Black Swan”-“Cisne Negro, hasta en este detalle el cómic es fiel a la realidad-, y se apresuró a iniciar un proceso ante los tribunales de su propio país, con el fin de poder adjudicarse en el menor tiempo posible todo lo descubierto.

Sin embargo, y al contrario de lo que suele ser usual en este tipo de gestiones en nuestro país, el Gobierno español en este caso sí actuó con rapidez. Con el antecedente de lo que había sucedido en el año 2001, cuando se habían podido recuperar los objetos procedentes de la “Galga” y del “Juno”, decidió reclamar la totalidad del tesoro, a pesar de que Odyssey había intentado negociar infructuosamente con el fin de poderse quedar con una parte de lo descubierto, alegando que los objetos recuperados procedían de un barco español, el “Nuestra Señora de las Mercedes”. En un artículo firmado por James A. Goold, miembro del bufete de abogados Covington and Burling, y encargado de la defensa de los intereses españoles en el juicio, y Elisa del Cabo, subdirectora general de Protección del Patrimonio Histórico -representados, en el cómic y en la película, por los personajes de Jonas y de Lucía-, que forma parte del libro “El último viaje de la fragata Mercedes. La razón frente al expolio. Un tesoro cultural recuperado”, podemos leer cómo se llevaron a cabo las primeras actuaciones en este sentido:

“La versión de los hechos contada por Odyssey era difícil de creer, y las comunicaciones entre la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales en Madrid y el señor Goold, en Washington, comenzaron de inmediato para explorar las opciones legales que España tenía de conocer la verdadera historia, ya que se sospechaba que el Black Swan era, en realidad, un barco español. Oddysey Marine Exploration ya tenía una mala reputación como empresa cazatesoros. De hecho, en noviembre de 2006, la Subdirección General de Protección de Patrimonio Histórico les había comunicado la prohibición de toda actividad de explotación comercial del patrimonio cultural subacuático, y por tanto de pecios españoles, de acuerdo con la legislación de patrimonio y la Convención para la Protección del Patrimonio Cultural subacuático de la Unesco, ratificada por España. Por tanto, se sospechaba que esta empresa, sabiendo que no podía realizar operaciones lícitas en buques españoles, había llevado a cabo una operación clandestina desde fuera del territorio español, llevándose rápidamente y en secreto el cargamento sustraído con la esperanza de que las autoridades y los tribunales estadounidenses la protegerían de la legislación española. Una búsqueda en los archivos de los tribunales de Estados Unidos confirmó rápidamente estas sospechas. Dichos archivos indicaron que en abril de 2007, un mes antes de la llegada del tesoro a Estados Unidos, Oddysey ya había iniciado un proceso judicial ante el Tribunal Federal de Tampa (Florida) solicitando la propiedad de un pecio no identificado que había sido localizado en el océano Atlántico a unas 100 millas al oeste de Gibraltar. Esta pista proporcionaba un punto de partida importante para la investigación, ya que indicaba que Odyssey había utilizado Gibraltar como base para saquear de forma clandestina un barco español que se había hundido a su regreso a Cádiz. Pero no era lo mismo sospechar que el Black Swan era un barco español que demostrarlo en un tribunal.”

De esta forma, y como primera iniciativa, se creó un grupo de trabajo formado por miembros del Ministerio de Cultura, el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ministerio de Defensa, el Ministerio de Justicia, la Guardia Civil, y otras instituciones españolas, con el fin de recabar toda la información posible respecto de la verdadera identidad del barco, al tiempo que se presentaba en el Tribunal de Justicia de Tampa una demanda, basada en la sospecha de que el Oddysey había expoliado un barco español. En febrero de 2008, el tribunal de Tampa obligaba a Oddysey a entregar al Gobierno de España un inventario exacto de todos los objetos recuperados, así como del libre acceso a las fotografías y a las películas de vídeo con las que se había documentado el descubrimiento. Y todo ello, confrontado con el registro de la carga del “Nuestra Señora de las Mercedes”, que permanecía en los archivos españoles, no daba lugar a dudas: en efecto, se trataba de la carga de la fragata “Nuestra Señora de las Mercedes”. Además, las coordenadas de GPS del lugar donde la empresa estadounidense había extraído aquellos objetos del fondo del mar, coincidían exactamente con el punto donde se había producido a principios del siglo XIX la corta batalla del Cabo de Santa María.

El 22 de diciembre de 2009, el Tribunal Federal de Tampa emitía su fallo, de treinta y nueve páginas, en el que daba la razón al Estado español, una decisión que fue apelada inmediatamente por la empresa Oddysey. Finalmente, el 21 de septiembre de 2011, el Tribunal de Apelaciones de Atlanta señaló, por unanimidad de todos sus miembros, que el fallo del tribunal de Tampa había sido el adecuado, y aunque la empresa cazatesoros intentó acudir después al Tribunal Supremo de Estados Unidos, esta nueva apelación fue desestimada, señalándose la fecha del 24 de febrero de 2012, como el día límite para que todos los objetos recuperados pudieran encontrarse de regreso en nuestro país. Recojo, de nuevo, las palabras de James A. Goold y Elisa del Cabo, respecto a cómo fue la llegada de aquellos objetos a España, y a las últimas determinaciones llevadas a cabo por el Gobierno español: “En la mañana del viernes 24 de febrero, dos aviones Hércules de la Fuerza Aérea Española esperaban en la base aérea de MacDill, en Tampa, para recibir los objetos y llevarlos de vuelta a España. Al mediodía del sábado 24 de febrero de 2012, los aviones aterrizaron en la base aérea de Torrejón, dando comienzo al proceso de inventariado y restauración de las más de 500.000 monedas y objetos. Sin embargo, la historia no termina con el retorno de la carga desde Florida. Durante el litigio, el equipo español encontró pruebas que indicaban que Oddysey no había proporcionado un inventario completo de los artículos extraídos del Nuestra Señora de las Mercedes, a pesar de haber declarado bajo juramento que la lista era la definitiva. Había claros indicios de que varios cientos de monedas y unos 60 objetos adicionales se habían escondido en un almacén de Gibraltar. Odyssey no había cumplido las órdenes del tribunal de devolver todos los objetos en la fecha límite del 24 de febrero de 2012. Debido a que estos objetos se encontraban en Gibraltar, fue necesario desde un punto de vista jurídico demostrar que los principios que España había alegado ante los tribunales de Estados Unidos también debían ser reconocidos por el ordenamiento jurídico británico. España inició la reclamación con la ayuda del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación y, una vez más, unas alegaciones legales detalladas demostraron que el Nuestra Señora de las Mercedes y toda la carga eran bienes de España y debían ser entregados.

Los objetos de Gibraltar fueron liberados en dos lotes: el primero, el 7 de junio de 2012, y el segundo y último, que consistía en unas 300 monedas y otros objetos, fue entregado el 19 de julio de 2013. A las tres de la tarde del 19 de julio de 2013, cuando el último lote de objetos cruzó la frontera y llegó a La Línea de la Concepción, se pudo afirmar, sin la más mínima duda, que la segunda batalla de Nuestra Señora de las Mercedes se había ganado. Aunque los objetos recuperados de Gibraltar eran mucho menos numerosos que las monedas y objetos de Florida, incluían artículos muy significativos y notables, como monedas que reflejaban los daños producidos por la explosión sufrida por la fragata y que eran, por tanto, una prueba evidente de la identidad del barco: botones, platos y otros artículos de la vida cotidiana que nos recuerdan que el Nuestra Señora de las Mercedes era algo más que las miles de monedas recuperadas y restauradas.

Después de recuperar todos los objetos, quedaba pendiente una última actividad legal: solicitar una indemnización a Odyssey por haber ocultado el hecho de que el Black Swan era el Nuestra Señora de las Mercedes, y por incumplir la orden judicial de devolver lo depositado en Gibraltar. El 25 de septiembre de 2013, el tribunal de Tampa emitió una decisión en la que se atiene de nuevo a los argumentos esgrimidos por España, a la cual ensalza, al mismo tiempo que señala la frivolidad, deshonestidad y mala fe continuadas por parte de Odyssey desde el inicio del litigio, al negarse a identificar el pecio, agotar todos los recursos, a pesar de que sabía la verdadera identidad, y por su desafiante resistencia a las resoluciones judiciales. Así, el tribunal ordenó a Odyssey pagar al Estado español una sanción económica de 1.072.979 dólares, poniendo fin al último capítulo de las actuaciones judiciales.”

Las piezas recuperadas por Odyssey, y traídas de regreso a España, fueron repartidas, para su exhibición pública, por diferentes museos españoles, principalmente entre el Museo Naval de Madrid y el Museo Nacional de Arqueología Submarina, con sede en Cartagena. Con respecto a los derechos aducidos por el Gobierno español para hacerse cargo de la totalidad de la carga del barco, hay que tener en cuenta tanto los usos internacionales en este tipo de casos como la Convención de la Unesco y las leyes propias de las diferentes países. De la combinación de todos estos factores se aprecia dos maneras diferentes de actuar. Así, principalmente en el norte de Europa, y también en los Estados Unidos, la tendencia es que la empresa descubridoras y los estados interesados puedan llegar a un acuerdo, de manera que el conjunto de la carga recuperada se pueda repartir entre las diversas partes, pudiendo aquélla quedarse con una parte de la carga, con el fin de poder rentabilizar los gastos del rescate. Es la manera de trabajar en muchos pecios descubiertos en el Caribe, o en la zona del Canal de la Mancha, y el principio que ha inspirado el rescate de los objetos recuperados del Hollandia, al que ya le dediqué una entrada hace sólo unas pocas semanas ( ver “El Hollandia: la historia del hundimiento y el rescate de un filibote holandés del siglo XVIII”, de 19 de septiembre de 2021), y de otros barcos rescatados también, como éste, en la zona de las islas Scilly. Sin embargo, la legislación española es mucho más estricta en este sentido, que la existente en los países anglosajones, con el fin de conseguir una mayor protección para nuestro patrimonio cultural e histórico, de manera que todos los objetos arqueológicos recuperados, bien sea de la tierra como del mar, pasan inmediatamente a pertenecer al Estado, a cambio, en todo caso, de una pequeña indemnización, valorada en la mitad del precio en que sea tasado lo descubierto; eso sí, siempre que el descubrimiento sea casual, que no es el caso.

Esta manera diferente de actuar se puede apreciar claramente en otras operaciones realizadas por Odyssey. En 2003, la empresa había recuperado del fondo marino los restos del SS Republic, un buque estadounidense que había sido hundido por un huracán en 1865 frente a las costas de Georgia (Estados Unidos); en la operación fueron recuperadas más de cincuenta mil monedas y catorce mil piezas de diferente valor, cuya venta reportó a la empresa grandes beneficios. En el caso contrario tenemos al HMS Sussex, un navío de línea británico que naufragó el 19 de enero de 1694 cerca de la costa de Gibraltar, en aquel momento todavía posesión española, debido a una fuerte tempestad. Oddysey realizó diversas prospecciones con el fin de recuperarlo, a pesar de la negativa de la Junta de Andalucía, competente en materia arqueológica, a que la empresa pudiera trabajar en aguas jurisdiccionales españolas. Sin embargo, los trabajos continuaron en los años siguientes, de manera que la carga del barco pudo ser recuperada y, al menos una parte, explotada por la empresa cazatesoros. El sistema, no obstante, cuenta también con numerosos retractores incluso en los países que actúan de esta forma, “calificándose como saqueo de naufragios por parte de empresas privadas bajo el pretexto de una supuesta investigación arqueológica.”

No siempre las autoridades españolas se han alzado con el éxito en este tipo de actuaciones.  También en la primera década de este siglo XXI, mientras permanecía pendiente la resolución judicial que afectaba al Nuestra Señora de las Mercedes, otra empresa similar a Oddysey, BDJ Discovery Group, halló a doce millas de la costa del estado norteamericano de Carolina del Norte, un nuevo pecio al que se le puso el nombre en clave de “Firefly” (”Luciérnaga”), el cual las autoridades españolas siempre entendieron que se trataba del “Salvador”, un buque mercante de acompañamiento de la flota, al que en 1750 le sorprendió un fuerte huracán que terminó por hundirlo; fue el mismo huracán que también hundió a otro de los barcos que habían partido con él del puerto de La Habana, la fragata de cincuenta cañones “La Galga”, de la que también ya hemos hablado. En esta ocasión, la decisión de los tribunales norteamericanos, y en este caso un juez de Carolina del Norte, fallaba a favor de Odyssey, empresa que había comprado a los descubridores todos los derechos sobre los objetos hallados -seis barras de oro, dos de plata, dos esmeraldas, y algunos otros objetos de menor valor-. El fallo, en un primer momento, tiñó de desesperanza al equipo que en ese momento estaba realizando los trabajos para recuperar la “Mercedes”, pensando que quizá el tesoro de esta fragata podría correr la misma suerte que la carga del “Salvador”. Y por otra parte, también se encuentra el caso del “Concepción” –“Nuestra Señora de la Limpia y Pura Concepción”-, un galeón español de seiscientas toneladas que se hundió en 1651, al chocar contra unos arrecifes a setenta y cinco millas de las costas de la entonces isla de La Española, en el lado que actualmente ocupa la República Dominicana. La carga era, quizá, tan importante como la de la “Mercedes”, y las incógnitas también sobrevuelan todavía la historia de su descubrimiento.

¿Qué diferencia existe entre estos dos barcos y la “Mercedes”. La única diferencia está en su concepción como buque de guerra, que sitúa a esta fragata española dentro de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de 1682, una convención que está reconocida por muchos estados, y entre ellos España; algo que no afecta al “Salvador” por su condición de buque mercante, a pesar de que muchas veces había actuado, y en concreto también en aquel último viaje, acompañando a la Armada. Es esta convención, y no las leyes españolas, que sólo pueden actuar en pecios encontrados dentro de las aguas jurisdiccionales de nuestro país, las que han permitido la recuperación de su carga para el Estado español. A este respecto, Margarita Mariscal de Gante, consejera del Tribunal de Cuentas español, ha escrito lo siguiente en su artículo “Inmunidad de los buques de Estado y protección del patrimonio cultural subacuático, incorporado también en el mismo volumen ya citado: “El éxito de España en el litigio ante los tribunales norteamericanos sobre la fragata Nuestra Señora de las Mercedes no se basó en el carácter de patrimonio cultural subacuático del pecio, sino en que se trataba de un buque de guerra perteneciente a la Armada española y, por tanto, protegido por la inmunidad de jurisdicción que el Derecho Internacional reconoce a los buques de Estado. Es cierto que la Historia, como ciencia, tuvo una decisiva influencia en el litigio, pero no para acreditar el valor histórico de los restos hallados por la empresa Odyssey Marine Exploration, sino exclusivamente para identificar dichos restos con los del naufragio de la Mercedes y para demostrar que ésta era una fragata de guerra española hundida en una batalla naval contra una escuadra británica. Establecidos estos hechos, la Historia dejó paso a una de las más rancias instituciones del Derecho Internacional clásico: la inmunidad de los Estados soberanos en su proyección sobre los buques de Estado. Y fue la inmunidad soberana que los jueces estadounidenses otorgaron a la fragata hundida española, y no del valor cultural e histórico del pecio, lo que determinó la decisión de entregar a España las monedas y demás objetos extraídos por Odyssey”.

            Y más adelante, la misma autora continúa: “En el caso de la Mercedes, Odyssey pretendía, bien que se le considerase propietario del pecio, en virtud de las normas sobre hallazgos (Law of finds), bien que se le reconociera el derecho a una recompensa en virtud de las normas sobre salvamento (Law of salvage). Los tribunales estadounidenses que conocieron del caso no llegaron a decidir sobre el fondo de estas pretensiones, al apreciar su falta de jurisdicción por razón de la inmunidad reconocida al pecio de la Mercedes. No obstante, tanto el Tribunal de Apelación como el informe del juez Pizzo mencionan las previsiones de la Sunken Military Craft Act, en el sentido de que las normas sobre hallazgos no son aplicables a ninguna nave militar extranjera hundida en aguas de los Estados Unidos, y que no se reconocerán derechos o premios por salvamento en relación con naves extranjeras hundidas en aguas de los Estados Unidos sin el expreso consentimiento del Estado afectado. En el caso Juno y La Galga, la empresa Sea Hunt Inc. solicitó una recompensa por salvamento. La pretensión fue rechazada por los tribunales basándose en que el dueño de cualquier buque tiene derecho a rechazar un salvamento no deseado, y que, por tanto, al no haber autorizado el salvamento, España no tenía que satisfacer recompensa alguna a Sea Hunt. Respecto al Law of finds -que en el Derecho anglosajón se entiende como derecho a adquirir la propiedad del pecio si corresponde a un buque abandonado y, por tanto, sin dueño-, su inaplicabilidad a los buques de Estado está estrechamente entrelazada con la imprescriptibilidad de dichos buques y la necesidad de un acto expreso de renuncia para que se puedan considerar abandonados.”

Desde luego, la historia de “La Fortuna” y la de la fragata “Nuestra Señora de las Mercedes”, no sólo se asemejan, sino que son, en realidad, como dos gotas de agua, y el hecho, como ya he dicho, no puede ser casual. Y es que la novela gráfica en la que se basa la serie de televisión es obra de dos historietistas, Paco Roca y Guillermo Corral. Es precisamente éste último de quien quiero hablar: guionista, además de diplomático, actual embajador de España en Estonia, en el momento de producirse el descubrimiento acababa de llegar al Ministerio de Cultura como asesor para asuntos internacionales en el gabinete del propio ministro, que lo era entonces César Antonio Molina -escritor, como lo es también el personaje que interpreta el actor vasco Karra Elejalde. Es, por lo tanto, el verdadero diplomático que se esconde tras ese diplomático de la serie, un tanto apocado e inexperto, Álex Ventura. Fue, por ello, actor principal de todo el proceso radiografiado tanto en el cómic como en la serie, como uno de los miembros de la comisión que fue creada por el Gobierno español para recuperar todos los bienes extraídos del cadáver de la fragata.



domingo, 17 de octubre de 2021

Doce de octubre…, Día de la Hispanidad

 Acabo de recibir por correo, hace apenas unos pocos días, el grueso volumen que, bajo el título de “España y la Evangelización de América y Filipinas (siglos XV-XVII), ha sido coordinado por Francisco Javier Campos, y editado por el Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas y Artísticas, dependiente del Real Centro Universitario Escorial-María Cristina, en San Lorenzo del Escorial (Madrid). Se trata de una nueva entrega, la correspondiente a este año 2021, de la cita que este padre agustino, y un número importante de investigadores y profesores universitarios de España y de algunos países hispanoamericanos mantienen, con carácter anual, primero, durante veinte años, de forma presencial, junto al monasterio herreriano, y desde hace algunos años sólo de forma virtual, a través de la publicación de estos libros monográficos bajo un tema global común: la historia de la Iglesia. En este año, en el que se celebra el quinto centenario de la conquista y evangelización de México, el antiguo reino azteca, el tema elegido por el profesor agustino ha sido la evangelización de las nuevas tierras descubiertas durante los dos primeros siglos de su historia común. Un volumen, por otra parte, en el que se reúnen treinta y un trabajos, procedentes de diferentes puntos de España, pero también de algunos países hispanoamericanos (Perú, México, Chile, Argentina,…), y entre ellos, el trabajo que yo mismo dediqué a la figura del obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal, apóstol de indios y primer organizador, como experto legalista que era, de todo el territorio de Nueva España.

       La casualidad ha hecho que el volumen haya llegado a mis manos precisamente en estas fechas, cuando se está celebrando la festividad de la Virgen del Pilar, el día de la Fiesta Nacional, y también, el día de la Hispanidad. Sí, aunque sé que hacer esta afirmación, desde el punto de vista de una parte de la sociedad, no es políticamente correcta. Pero considero que ningún país, tampoco España, debe renunciar a su historia, arrepentirse de las gestas de su pasado, ni siquiera en un aspecto como éste, el del descubrimiento y la conquista del continente americano, por más que se pretende que se haga desde algunos estamentos poco conocedores de la historia,. De lo contrario, todos, absolutamente todos, tendrían que estar continuamente arrepentidos, y pidiendo perdón por nuestro pasado. Está claro que en este tema de la hispanización de los nuevos territorios descubiertos se hicieron algunas cosas mal, como en toda labor humana, pero logró llevar la civilización a unos territorios que vivían aún en la prehistoria; de esta forma, América consiguió avanzar en el largo camino del desarrollo, en muy poco tiempo, lo que a Europa le había costado varios siglos hacerlo. Y por otra parte, el mito del indio bueno que, precisamente por no conocer la civilización, vive todavía en una situación idílica de felicidad no corrompida, es sólo eso, un mito que ha sido desarrollado a partir del siglo XIX, sin ningún rigor histórico. Que se lo digan, si no, a todos aquellos indios pertenecientes a todas aquellas tribus (traxcaltecas, chancas, caxamarcas,…), que en el momento de la conquista americana vivían oprimidos por los poderosos imperios mexica (azteca) e inca, en condiciones de pura esclavitud, sufriendo, incluso, sacrificios humanos, en los que también estaban incluidos actos de canibalismo.

            Muchas veces se ha dicho que la leyenda negra contra España fue un invento de los países de la Europa septentrional, con el fin, precisamente, de ocultar a Europa sus propios defectos, y que después, a partir del siglo XIX, principalmente durante toda la centuria siguiente, fue aprovechado por muchos gobernantes hispanoamericanos para tapar, a su vez, sus propios errores de gobierno, la realidad de que muchos de ellos se convirtieron en estados fallidos por un motivo u otro. Todo ello es cierto. Una parte de esa leyenda negra está formada por simples exageraciones de hechos que, probablemente negativos en sí mismos, pero otra parte, quizá más importante, está basada también en simples mentiras; y en todo caso, los crímenes aducidos por la leyenda son comunes a todos los países europeos: la Inquisición, que nació antes en el centro de Europa, y especialmente en los estados pontificios, como demuestra la devastación que se llevó por delante en el sureste francés, ya en el siglo XII, más de trescientos años antes de que apareciera por España, a miles de cátaros y albigenses; la destrucción de las culturas aborígenes, que acabó con millones de personas en todos los continentes. Qué decir, por ejemplo, del reino belga de Leopoldo II, que durante la segunda mitad del siglo XIX mantuvo sometido a las diferentes tribus de su colonia en el Congo, a la que gobernó con mano de hierro, explotando de forma privada sus grandes plantaciones de caucho, aislando a los indígenas en dolorosos campos de trabajo, y provocando entre ellos, varios millones de muertos.

            En Norteamérica, en las zonas que no estaban sometidas a la influencia de España, sino que dependían de Francia o de Inglaterra, las tribus nativas fueron sometidas al exterminio, hasta el punto de que aún en los tiempos actuales, en pleno siglo XXI, la mayoría de los indios que han logrado subsistir, lo hacen en absurdas reservas, con leyes diferentes a las del resto de ciudadanos norteamericanos. Los apaches y los comanches, tribus que habitaban durante el siglo XVIII los actuales estados de Nuevo México, Texas o Arizona cuando esos territorios todavía eran españoles, pudieron sobrevivir a la colonización de nuestro país, alternando algunos periodos de guerra contra el virreinato de Nueva España, de cuya gobernación dependían, con etapas pacíficas de colaboración mutua. Sólo a partir del siglo XIX, ocupado ya el territorio, primero, por un México independiente, y más tarde por los Estados Unidos de Norteamérica, se produjo la desaparición, casi completa, de estas dos etnias. Todavía en 1900 vivían en estos territorios, en situación de libertad, diecisiete mil apaches (se calcula que su número, en pleno siglo XVIII, era de varias centenas de miles). En 1928, cuando el gobierno mexicano de Plutarco Elías Calles, declaró oficialmente extinta la etnia en todo su territorio, los tres mil apaches que aún vivían en Estados Unidos fueron sometidos y encerrados en reservas, instaladas en los estados de Arizona, Nuevo México y Oklahoma, como la Reserva India Apache Mescalero, la más antigua, que había sido ya establecida en las cercanías de Ford Stanton en 1873, por el presidente Ulysses S. Grant.

Por otra parte, la historia de los países norteamericanos de los dos últimos siglos, desde que las antiguas colonias fueron logrando progresivamente la independencia respecto de España, nos demuestra también la realidad de aquella segunda afirmación. Una historia en la que abundan las guerras entre los diferentes países, a instancias de unos gobernadores que nunca, o casi nunca, legislaron en favor de sus ciudadanos, sino de ellos mismos, y de dolorosas dictaduras, de una ideología o de otra.  Dictaduras de derecha, como las de Augusto Pinochet en Chile, o la de Jorge Rafael Videla y de los otros generales en Argentina, y dictaduras de izquierdas, como las que todavía gobiernan en países como Cuba, Venezuela, Bolivia o Nicaragua, por citar sólo algunas de las que han gobernado en el continente en los últimos años. Y gobernantes caracterizados por el más puro populismo. Estados fallidos todos ellos, desde el punto de vista de la justicia más elemental, sumidos en la opresión, en la violencia, a los que el desarrollo y la civilización apenas les toca, y cuando lo hace, es gracias a la cooperación internacional, algo que caracteriza a la geopolítica moderna.

El actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, aprovechando la celebración del quinto centenario de la conquista de México, volvió a criticar el papel jugado por nuestro país en el descubrimiento y la colonización del continente norteamericano, y lo ha vuelto a hacer en estos días, durante la celebración del día de la Hispanidad. Mientras tanto, su país, desde hace muchos años, sigue sumido en un caos judicial, que ni él ni sus antecesores han sido capaces de solucionar: la muerte violenta de miles de mujeres, precedidas muchas veces de desaparición, unido al asesinato de jueces, policías, periodistas, de todo aquél que se haya decidido a investigar los hechos. Sólo durante el pasado año, 2020, se produjeron en el país centroamericano casi cuatro mil muertes violentas de mujeres, hechos que en la mayoría de los casos, ni siquiera fueron investigados por las autoridades. Un informe de Amnistía Internacional afirma lo siguiente: “Las investigaciones sobre feminicidios precedidos de desaparición, realizadas por la Fiscalía General de Justicia del Estado de México (FGJEM), presentan graves deficiencias por la inacción y negligencia de las autoridades, lo que ha llevado a la pérdida de evidencias, a que no se examinen todas las líneas de investigación y a que no se aplique correctamente la perspectiva de género. Esas insuficiencias obstaculizan el proceso judicial y aumentan las probabilidades de que los casos queden impunes.” Y todo esto se hace con la connivencia del propio Estado, un estado fallido, que está actualmente gobernado por uno de los gobernantes más populistas de toda Hispanoamérica, y que no duda en ocultar sus ineptitudes extendiendo un manto de niebla y de mentiras sobre la país, España, que logró hacer de México un país moderno.

Lo peor de la leyenda negra sobre la historia de España es el hecho de que, casi desde su nacimiento, pero sobre todo en los dos últimos siglos, viene siendo palmeada y defendida por muchos españoles, que se creen a pies juntillas todo lo que les cuentan, ignorantes de nuestra historia real; una historia que, con sus luces y sombras, viene siendo ignorada repetidamente por nuestros propios gobernantes. Afortunadamente, en los últimos años están saliendo a la luz decenas de libros que tratan de luchar contra esa leyenda negra, libros en los que, sin olvidar tampoco esas sombras que también sobrevuelan nuestra historia real, tratan de explicarnos sus verdaderas dimensiones. Libros como el de María Elvira Roca Barea (“Imperiofobia y leyenda negra”) o el de Borja Cardelús (“América hispánica”), pero también libros procedentes desde el otro lado del océano Atlántico, como el titulado “Madre patria”, del que es autor el politólogo argentino, profesor de la Universidad Nacional de Rosario, Marcelo Gullo. Son sólo unos pocos ejemplos; la bibliografía sobre el tema es abundante, precisamente ahora, cuando desde muchos lugares del mundo, no sólo en España, se viene realizando una revisión de nuestra historia. Una revisión, por otra parte, a la que es ajena, en realidad, la propia historia que se pretende revisar, una revisión que no se hace desde la historiografía, sino de políticos, y de seguidores de esos políticos, que en realidad nada, o muy poco, saben de historia. Como he dicho, el problema no es sólo de España. En Portugal hay quien pretende que pueda ser desmontado algo tan “ecuménico”, desde el punto de vista de la cultura, como es el Monumento de los Descubrimientos, que se alza a las afueras de Lisboa, en el barrio de Belém. Poco importa que el monumento fuera encargado por el régimen del dictador Antonio de Oliveira Salazar, lo que probablemente aducen sus enemigos para pretender su desaparición, sino lo que éste representa para la historia de Portugal y de Europa.

Los defensores de la leyenda negra, los de fuera y los de dentro de España, desconocen la realidad de lo que significa el descubrimiento y la conquista del continente americano. Desconocen, u olvidan de forma premeditada, a labor realizada por los misioneros españoles, que aprendieron las lenguas aborígenes con el fin de facilitar la evangelización, y que después publicaron diccionarios y estudios de aquellos idiomas, en las múltiples imprentas que se fueron instalando en aquellos territorios, mucho tiempo antes de que pudieran establecerse en los territorios que estaban dominados por ingleses y franceses; gracias a ello, las lenguas de los indios lograron pervivir a través de los tiempos. Desconocen que desde la península, los propios reyes legislaron a favor de los indios, algo que no se hizo tampoco en las colonias de otros países europeos. Desconocen que aquellas leyes prohibían entre ellos la esclavitud, a pesar de que algunos encomenderos las ignorasen, enfrentándose, muchas veces, a duros castigos; en todas las sociedades hay personas que cumplen las leyes y otras que no las cumplen. Ignoran que desde muy pronto, en el nuevo continente se fueron creando hospitales, en los que se curaban las enfermedades que sufrían los colonos, pero también las que sufrían los indios, e importantes centros de enseñanza, a los que también podían asistir los indígenas con los mismos derechos que los españoles. Ignoran que a finales del siglo XVI, cuando en todo el territorio inglés apenas existían tres universidades, ninguna de ellas en el territorio de sus colonias (ni siquiera en Estados Unidos), y muy pocas más en el resto del continente europeo más allá de los Pirineos, en todo el territorio español existían ya más de veinte centros de este tipo, muchas de ellas en el propio continente americano, y que muchas de esas universidades contaban, ya para entonces, con algunos catedráticos y profesores que eran de procedencia indígena.

Nuestro desconocimiento de la realidad de la conquista de América está en consonancia con un desconocimiento general de nuestra historia. ¿Quién ha oído hablar alguna vez, por ejemplo, de cierto Juan de Sessa, conocido también como Juan Latino, quien, a pesar del color negro de su piel, pudo llegar a ser, en pleno siglo XVI, profesor y catedrático en la universidad de Granada? Nacido hacia el año 1516 en algún lugar de Etiopía, fue trasladado, todavía niño, a España, vendido como esclavo junto a su madre, y adquirido por el cuarto conde de Cabra, Luis Fernández de Córdoba y Zúñiga, y su esposa, Elvira Fernández de Córdoba, segunda duquesa de Sessa, e hija del gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, de cuyo título adoptó su apellido. Fue asignado por sus dueños a la compañía de Gonzalo, uno de sus hijos, futuro gobernador de Milán y alcalde de Castell de Ferro, con el que compartía aproximadamente su misma edad, de quien terminaría por hacerse gran amigo, después de que fuera manumitido por él, en 1538. Acompañó a éste durante sus estudios en la universidad de Granada, logrando seguir las asignaturas desde fuera de las aulas, convirtiéndose de esta forma, en el primer liberto negro que pudo titularse en una universidad europea, obteniendo en 1546 el título de bachiller en Filosofía. Más tarde, en 1556, obtuvo también la licenciatura, y a finales de ese mismo año, ya como profesor, obtuvo la cátedra de Gramática y Lengua Latina. Escribió varias obras, entre ellas la “Austriada”, una composición métrica en hexámetros latinos sobre la estancia en Granada de don Juan de Austria, y otra sobre la victoria de las tropas aliadas en el golfo de Lepanto. Fallecido entre los años 1594 y 1597, poco tiempo después de su retirada de la docencia, fue enterrado en la iglesia de Santa Ana de la ciudad de la Alhambra.



jueves, 7 de octubre de 2021

Un libro sobre la historia de los religiosos antoneros en la provincia de Castilla

 

A lo largo de toda la Edad Media, fueron surgiendo en el continente europeo multitud de órdenes religiosas, que bajo diferentes formas, tenían en común una finalidad muy concreta: la extensión de la religiosidad cristiana en el conjunto de la población europea. Unas eran órdenes militares, fundadas principalmente para proteger a esa población, sobre todo a lo largo de los diferentes caminos de peregrinación, sean estos hacia Tierra Santa, Roma o, ya en España, el Camino de Santiago; otras, eran órdenes hospitalarias, encaminadas a protegerla de las múltiples enfermedades y epidemias, en una sociedad, la medieval, que tantas carencias tenía en este sentido; otras, finalmente, tenían un único fin: la protección contra las enfermedades del alma, mediante el rezo diario y el auto confinamiento en monasterios alejados de las ciudades. Un poco de todo ello, principalmente de las dos primeras, tenía la Canonici Regulares Sancti Agustini Sancti Antonii Abbatis, u orden de canónigos regulares de San Antonio Abad, quizá la más desconocida de cuantas se desarrollaron en aquellos años, Porque, ¿quién recuerda que en su origen, y principalmente durante toda la Edad Media, era ésta realmente una orden militar, además de hospitalaria?


Para contribuir a un mejor conocimiento general de la orden, y especialmente de los diferentes conventos y casas que ésta tenía en la provincia de Castilla, dependientes todas ellas de la casa matriz de Castrojeriz, en la actual provincia de Burgos, de la que dependían también los diferentes conventos establecidos en el vecino reino de Portugal (la encomienda de Benespera, en Guarda y la de San Antonio el Viejo, en Lisboa, de la que a su vez dependían las casas de Azebo, Santarém, Viseu y Guarda capital), Ángel-Pedro Gómez Pazos acaba de publicar su nuevo libro, “Antonianos (1090-1800). Hospitalarios en la Baja Castilla y Portugal”, que es una reedición ampliada de su libro anterior sobre el mismo tema. Un libro que repasa, de forma bastante didáctica, diferentes aspectos de la orden que, como es sabido, estableció también una de sus casas-hospital en la ciudad de Cuenca, a caballo entre los siglos XIII y XIV, con la misma finalidad con la que ya las habían creado, y seguirían haciéndolo en los años siguientes, en otras muchas ciudades de Castilla, y con el mismo fin: la curación de una enfermedad que era bastante habitual durante la Edad Media en toda Europa, principalmente en el conjunto de la población más humilde, con menos recursos. Esta enfermedad era el ergotismo, llamado también ígneo sacer, mal francés, o, en honor a la propia orden, mal de San Antonio. Una enfermedad producida por un hongo, el cornezuelo del centeno, que se criaba en algunos tipos de cereales, los más baratos, y por lo tanto, más accesibles a la población pobre. El trigo, que era el más usual entre los ricos, estaba exento de este problema.

De esta manera describe el autor del libro la enfermedad que producía el cornezuelo del centeno: “Esta enfermedad era muy común en la Edad Media entre la población centroeuropea por el excesivo consumo de harinas y derivados del centeno, la avena, u otros cereales infectados de cornezuelo. El pan de centeno, cebada o avena, durante siglos fue con sumido por las clases más humildes, quedando el del trigo candeal reservado para gentes con posibles. Como la enfermedad afectaba a las clases populares en especial, muchos de los supervivientes quedaban sin modo de mantenerse por su trabajo, con lo que eso implicaba en épocas sin auxilio social ni ayudas económicas… Ese fuego sagrado se presentaba bajo distintas formas. En unos casos afectaba a las vísceras abdominales, originando un cuadro muy doloroso pero de corta duración, pues conducía a los enfermos a una muerte casi súbita, supuestamente al provocar una embolia. En otros más frecuentes el proceso comprometía sobre todo los cuatro miembros principales: pies y manos. Este mal aparece descrito por primera vez en una tableta asiria, y se enuncia en el libro sagrado de los parsis (siglo V a.C.), también en las Geórgicas de Virgilio y en De natura rerum (Lucrecio). En sus variantes gangrenosa y convulsiva, cursa con frío intenso y repentino en todas las extremidades, que deriva en una quemazón aguda; mientras en la variante por intoxicación el paciente sufría intensos dolores Las producía invariablemente abortos. Una de las sustancias producidas por el hongo del cornezuelo es la ergotamina, de la cual deriva el ácido lisérgico, que lleva la conocida droga LSD. Otros efectos del envenenamiento son alucinaciones, convulsiones y vasoconstricción arterial, que genera necrosis en los tejidos y aparición de gangrena en las extremidades; con ese aspecto exterior en su fase más avanzada, la enfermedad se concebía como un castigo divino al desconocer lo que la provocaba. Sus terribles síntomas fueron recogidos por el monje Sigberto de la abadía de Gembloux… El Bosco reflejó la enfermedad en varios cuadros como en Las Tentaciones de San Antonio y otras de sus obras de arte, en las que dibuja a tullidos amputados a causa de la enfermedad.”

El libro está dividido en dos partes claramente diferenciadas. En la primera, a lo largo de seis capítulos, se repasan diferentes aspectos generales relacionados con la historia de la orden. Así, después de realizar un sucinto repaso a la religiosidad medieval en su conjunto, y especialmente a las diferentes órdenes religiosas que fueron surgiendo a lo largo de la Edad Media, y a sus diferentes aspectos, fueran estos militares, hospitalarios o de otro orden, el segundo capítulo lo dedica el autor a estudiar desde su origen, ese símbolo que desde un primer momento identificó a los antoneros hospitalarios: la tau. Esa letra de los alfabetos egipcio y griego, de gran importancia de casi todas las culturas antiguas, que después, a modo de cruz exenta de su brazo superior, pasó a formar parte también de la simbología cristiana. Por su parte, el capítulo tercero lo dedica Gómez Pazos al verdadero protagonista de la orden, el propio San Antonio Abad, que fue ermitaño en los desiertos de Egipto. Desde luego, si no hubiera sido por él, por su anacoreta vida de santidad en lo más profundo del desierto, sus hijos, los antoneros o antonianos, no existirían, o, en todo caso, se hubieran llamado de otra forma. Y en cuanto al capítulo cuarto, se hace en él un somero repaso por las huellas que San Antonio (con confundir a este santo con el otro San Antonio, el de Padua o de Lisboa, que a menudo se olvida que él había nacido en la ciudad portuguesa del Tajo), antes de llegar a la fundación de la propia orden antonera, en el sur de Francia. Porque fue muy amplia la huella que el eremita anacoreta había dejado en la cristiandad, desde los míticos caballeros del Preste Juan, en la Etiopía cristiana, hasta las diferentes órdenes que, con una vida más o menos corta en la mayoría de los casos, fueron surgiendo en Occidente, a partir del mismo siglo IV en el que se había producido el fallecimiento del santo, ya en tiempos del obispo cordobés Osio.

Los dos últimos capítulos de esa primera parte del libro, la dedica el autor a estudiar la historia de la propia orden antoniana, desde dos puntos de vista: el interno, es decir, la propia historia de la orden, una historia bastante sucinta y resumida, pero muy aclaratoria de todo su desarrollo, principalmente en los siglos medievales, pero sin olvidar tampoco las diferentes crisis a las que la orden tuvo que hacer frente en los tiempos modernos, hasta su definitiva desaparición a finales del siglo XVIII; y el externo, a través de su principal razón de ser, la asistencia hospitalaria. En este sentido, es especialmente interesante, también, el capítulo que el autor le dedica a las abundantes y repetitivas epidemias medievales, dedicándole una especial atención, como no podía ser de otra forma, al ergotismo o fuego de San Antón, y a los diferentes tipos de hospitales que se fueron creando a lo largo de toda la edad Media, con el fin de luchar contra esas epidemias.

Dicho esto, ¿qué tipo de hospital era el que los antoneros tenían en su casa de Cuenca? Muchas eran las casas que la orden tenía en el conjunto de Europa, y desde luego, diferente fue la tipología a la que respondían aquellas casas, desde los grandes centros hospitalarios, para la época de sus casas matrices, como las de Castrojeriz (Burgos) y Olite (Navarra), encomiendas principales que la orden tenía en la península, y a cuya jurisdicción pertenecían, respectivamente, todas las casas que se fueron estableciendo en los antiguos reinos de Castilla y Aragón, o la casa madre de Saint-Antoine-l’Abbaye, cerca de la villa francesa de La Mota, en la región del Delfinado, hasta las pequeñas casas rurales, que también las hubo, como la olvidada de Huete, que siempre dependió de la que ya se había fundado en la ciudad del Júcar. Ésta, la de Cuenca, debía responder al esquema que fue más repetido entre las diferentes casas europeas, y que brevemente nos describe el propio Gómez Pazos: “Cada convento-hospital la forman pocos miembros. Uno o dos clérigos para su atención espiritual y gerencia (aunque a veces encargaban o arrendaban esa tarea); los legos que atienden a los enfermos, administran materialmente la comunidad, controlan a sus acogidos, limosneros, granjas, etc. Laicos contratados, son al menos médico y cirujano, y tienen otros para tareas menores. Todos los lisiados (incluso los no acogidos vitaliciamente) podían optar por ingresar en la orden tercera (para seglares) como parte de la familia antoniana, y desde ella realizar labores compatibles con su minusvalía.”

En contra de lo que muchos piensan, la orden no había sido fundada por San Antonio Abad, sino mucho tiempo después de su muerte, en 1095, por el noble francés Gastón de Villoire, quien, en agradecimiento por la milagrosa curación de su hijo Girondo, quien sufría de ergotismo, según la tradición gracias a las reliquias del santo, fundó en sus posesiones del antiguo reino de Arlés, el Delfinado, una orden que se dedicara, en esencia, a curar a los más pobres de esta dolorosa enfermedad. Pronto, la orden se extendió por toda Europa, también por la península ibérica, creándose de esta forma las dos encomiendas de Castrojeriz y de Olite, cada una de las cuales pasaría a ser considerada casa matriz para los respectivos reinos castellano y aragonés. Precisamente a la encomienda castellana de Castrojeriz, y especialmente a las diferentes casas que la orden fue estableciendo en la provincia diocesana de Toledo, está dedicada toda la segunda parte del libro, a lo largo de dos capítulos introductorios y once monográficos, dedicados cada uno de ellos a las diferentes casas analizadas: Albacete, Atienza (Guadalajara); Baeza (Jaén), con su filial de Úbeda; Cadalso de los Vidrios (Madrid); Ciudad Real; Córdoba; Cuenca, con su filial de Huete; Madrid; Murcia, con su filial de Cartagena; Toledo; y Talavera de la Reina, con sus filiales de Ávila y Arenas de San Pedro.

En este sentido, es especialmente interesante para los conquenses el capítulo XV del volumen, que el autor dedica a la casa que la orden fundó en Cuenca. En él se repasan los aspectos más interesantes de su historia, desde su fundación, fechada tradicionalmente en 1345, aunque el autor retrotrae esta fundación hasta algún momento en torno al año 1300, con el cambio de siglo, hasta la conversión del templo en patronazgo municipal, después ya de la desaparición de la orden. Es difícil resumir quinientos años de historia en unas breves páginas, pero el capítulo responde también a la estructura general de la obra, y en todo caso, ofrece al lector interesantes datos de la casa, de ésta y de su filial optense, a la cual, por otra parte, ya he dedicado alguna de las entradas de este blog, a partir de un interesante documento encontrado por mí en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca (ver “Un documento inédito sobre el convento hospital de San Antonio Abad, 8 de noviembre de 2020). Una casa que, por cierto, y según datos proporcionados también por el propio autor del libro, tenía en 1573 unos ingresos anuales de 2.446 reales, uno de los más bajos de todas las casas de esta provincia de Toledo, sólo por encima de la casa de Murcia, la cual, no hay que olvidarlo, estuvo durante mucho tiempo muy ligada a la conquense, con la cual compartía en muchos momentos, en mismo comendador.



En este sentido, algo más hay que decir sobre la personalidad de alguno de aquellos comendadores, superiores de la orden en una casa concreta. Y en concreto de dos de ellos, que compartieron apellido, miembros, al parecer, de una misma familia, probablemente de origen francés, que siempre estuvo muy vinculada a la orden de San Antón. No me parece extraño este hecho, pues es conocido el origen francés de la propia orden, así como el hecho de que el país vecino siguió manteniendo durante mucho tiempo una cierta influencia en las casas de Castrojeriz y de Olite, algunos de cuyos comendadores mayores, sobre todo durante la Edad Media, eran de procedencia francesa.  Volviendo a la casa de Cuenca, se sabe que en 1477 era comendador de esta casa Pedro de Montalbo, o de Montauban, quien todavía lo era, él u otro miembro de su familia de igual nombre, ya al final de la centuria, en 1492, aunque muy poco tiempo después, en 1499, estaba al frente de la casa cierto maestre Gonzalo. Sin embargo, algún problema de índole jurídica debió existir en el seno de la orden (y de hecho existió, como podemos ver al analizar la casa hermana de Murcia), cuando alrededor del año 1500, desde la casa matriz de Castrojeriz y desde la propia corona de los Reyes Católicos, se le obligaba a éste a entregar el cargo a Cristóbal Agustín de Montalbo, miembro de la misma familia que el comendador anterior. De esta forma, al menos durante cerca de cincuenta años, excepción hecha del breve paréntesis representado por este desconocido maestre Gonzalo, el cargo de comendador de la casa de Cuenca, y de la de Murcia, como más tarde veremos, quedó de manera privativa en manos de esta familia. Este Agustín de Montalbo, por otra parte, es el mismo que mandó restaurar el templo conquense entre los años 1529 y 1530, y cuyo nombre figura en la portada plateresca del mismo, la que fue respetada en el siglo XVIII, durante las obras unificadoras llevadas a cabo por José Martín de Aldehuela.

Pero, ¿quiénes eran realmente estos Pedro y Cristóbal Agustín de Montalbo? Para dar respuesta a esta pregunta, es conveniente recordar las palabras literales de Ángel Pedro Gómez Pazos: “Consta en 1477 fray Pedro de Montalbo (Pierre Montauban), que sigue en 1492 (él o un ¿hijo?)… Entre 01509-1539 lo recupera fray Agustín de Montalbo para su saga.” Y más tarde, al hablar de la encomienda de Murcia: “Murcia se cita en 1493 cuando fray Pedro de Montalvo [sic] es comendador depuesto de Cuenca y Murcia, en 1498-1499 lo es por usurpación el maestre Gonzalo, en 1500 resuelto el contencioso es prior fray Cristóbal de Montalbo.” Por otra parte, sabemos que en 1453 era comendador mayor de la casa de Castrojeriz cierto Jean de Montauban, citado en otros documentos también como Juan de Montalbán, o de Montalbo, y en 1477 éste u otro de igual nombre (Jean de Montauban o Juan de Montalbo, cita literalmente Gómez Pazos, regía la encomienda madrileña de Cadalso de los Vidrios, al mismo tiempo que la de Talavera de la Reina, con la que aquélla siempre había permanecido ligada. Es sabida, por otra parte, la indefinición en los nombres y en los apellidos que existía en este momento, finales de la Edad Media, en el que algunas veces estos se traducían al idioma del país de acogida, y en otros casos ello no se hacía.

Finalmente, no podemos dejar de lado un último dato, que afecta a la letra del litigio, ya citado, entre los miembros de la familia Montalbo, o Montauban, y el tal maestre Gonzalo, por la posesión de las encomiendas de Cuenca y de Murcia, un litigio que parece extenderse desde el año 1493 hasta los primeros años de la centuria siguiente. Sobre este asunto, puede leerse lo siguiente en un documento procedente del Archivo General de Simancas, fechado en julio de 1493, dice lo siguiente: “Que si fray Pedro Montalbo, comendador de la orden de San Antón de Murcia, ha sido despojado, por fuerza, de su encomienda, se le restituya en su posesión”. Sobre el litigio afirma Gómez Pazos en una nota a pie de página: “Del proceso, o mejor procesos, del maestre Gonzalo y su hijo para reclamar la encomienda toda de Cuenca y Murcia, se colige en una parte de las declaraciones, que como mal menor intentó desgajar para su hijo Cristóbal la casa de Murcia, arguyendo que era propiedad y fundación de los obispos de Cartagena, y que el chico reunía los requisitos para hacerse con la encomienda. Los pleitos no surten efecto, y la situación es devuelta por los Reyes Católicos a su situación de partida.”

De este libro sobre los antonianos, o antoneros, debemos destacar también una muy breve tercera parte, en la que, a modo de anexo, el autor incide en el ocaso y la muerte de la orden, una muerte anunciada que llegó en dos etapas: una general, la bula de supresión de la orden, firmada por el papa Pío VI en 1787, con el antecedente de su anexión a la orden de Malta, hecho que se produjo en 1777; y otra para nuestro país, la incautación de todos sus bienes en 1791.



viernes, 1 de octubre de 2021

El filósofo Antonio Hernández será homenajeado por la Biblioteca Pública de Ceutí (Murcia)


Esta misma tarde, hacia las veinte horas, el Ayuntamiento de Ceutí (Murcia) va a homenajear al profesor y filósofo Antonio Hernández Sánchez, poniéndole a la Biblioteca Pública Municipal, en el marco de la reinauguración de dicho centro cultural, después de haber permanecido varios años cerrado debido a una completa restructuración de sus servicios; al acto, además, asistirá el director de la Biblioteca General de Murcia, el doctor en Filosofía Juan José Lara Peñaranda. El homenajeado, Antonio Hernández, nació en ese pueblo murciano, uno de los más importantes de la Vega Media del Segura, que cuenta en la actualidad con cerca de doce mil habitantes, y después de haber pasado casi media vida entre las aulas de diversas universidades españolas y francesas, primero como alumno y después como profesor, pasó más de la otra mitad en Cuenca, desde que llegara, a caballo entre los años setenta y ochenta, para ocupar el cargo de catedrático de Filosofía y Sociología de la entonces Escuela Universitaria de Magisterio, actual Facultad de Educación, de la Universidad de Castilla-La Mancha. Aquí, en la ciudad del Júcar, permanecía todavía, dedicado a sus quehaceres investigadores en diferentes campos de la Filosofía desde su jubilación como profesor universitario, cuando, el 25 de marzo del año pasado, 2020, falleció, convirtiéndose de esta forma en una de las primeras víctimas conquenses de esta dolorosa pandemia que nos ha tocado vivir, llamada Covid-19.

Después de haber realizado sus primeros estudios en Ceuti y en la capital murciana, Antonio Hernández Sánchez se trasladó a París, con el fin de licenciarse en Filosofía, y donde fue discípulo, entre otros, del antropólogo Claude Lévi-Strauss, y del filósofo fenomenólogo Paul de Ricoeur. Fue doctor en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor de Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro durante un tiempo de la Asociación Católica de Propagandistas, fue profesor del CEU-Universidad de San Pablo, de Madrid, y finalmente, se trasladó a Cuenca como catedrático de Filosofía y Sociología de la Escuela Universitaria de Magisterio, pasando más tarde a impartir sus conocimientos en la Facultad de Ciencias Sociales, Ciencias de la Educación y Humanidades de la misma Universidad de Castilla-La Mancha, en el campus conquense, en la que ya había sido integrada, como una más de sus facultades, la propia Escuela de Magisterio, ahora como profesor titular de Historia de la Filosofía. Así mismo, fue también profesor en el centro asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en la misma capital conquense.


Su amplia mirada europea y universalista, alejado siempre de todo tipo de nacionalismos, le llevó a estudiar a todos los grandes filósofos europeos del siglo XX: Jean-Paul Sartre, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Louis Althusser, Paul Ricoeur, Simone de Beauvoir…; con algunos de ellos había compartido aulas en la capital francesa, como compañero o como alumno aventajado. En este sentido, fue autor de varios libros y artículos de filosofía, antropología y ciencias de la educación: “Antropología y Ciencia” (Murcia, 1979), “Tres temas de antropología” (Cuenca, 1981), “Tres estudios sobre filosofía de la educación, psicología y psicosociología” (Cuenca, 1983), “Sociología de la cultura educativa” (Cuenca, 1984), “Didáctica y sociología” (Madrid, 1988), “La educación imposible” (Granada, 1999) y “La personalidad obediente” (Cuenca, 1999). Su “Sociología de la educación” fue traducida incluso al portugués, y publicada por la editorial Tex, de Río de Janeiro.

Sin embargo, su obra más personal está conformada por una serie de artículos publicados en seis volúmenes, que fueron apareciendo en los últimos quince años, en combinación con las ilustraciones de los cuadros de su esposa, la pintora conquense María Teresa Recuenco Escudero: “De pintar y escribir” (2006), “El terror de la belleza y otras divinidades” (2007), “La prosa de Acteón” (2008), “Biografemas” (2010), “La rosa de nadie” (2011) y “El jardín de Emily Dickinson” (2013). En ellos, los diferentes aspectos filosóficos que siempre preocuparon a Antonio Hernández, durante su larga vida intelectual, se combinan con su gran interés por el arte y la belleza, algo que no está presente sólo en los hermosos cuadros de María Teresa Recuenco, sino también en los propios textos del filósofo murciano-conquense. Y también, con su intimidad más profunda, a partir de unos textos más intimistas, cuajados de poesía, en los que se aprecia, por otra parte, la influencia que sobre él ejercieron algunos de sus poetas preferidos, especialmente el argentino Jorge Luis Borges y el greco-egipcio Constantino Cavafis.

También son dignas de destacar, en los últimos años, las tarjetas de felicitación de Navidad, en las que se unían también la obra pictórica de María Teresa y los pensamientos más relevantes de Antonio. Realizadas en la misma línea que esos últimos libros del filósofo y la pintora, siempre hacían las delicias de todas las personas que las recibían.