Desde que el pintor
flamenco Anton Van den Wyngaerde realizara sus dos famosas vistas de Cuenca, y
sus diversos bocetos preparatorios, que se conservan en la Biblioteca Nacional
de Austria, en Viena, en el Museo Alberto y Victoria de Londres, en la Nueva
Pinacoteca de Munich, y en la colección Stirling-Maxwell de Glasgow, y que de
manera tan concienzuda han sido estudiados por el profesor Pedro Miguel Ibáñez,
muchas han sido las representaciones pictóricas que se han realizado del
paisaje de nuestra ciudad. En este sentido, podríamos definir al siglo XIX como
la edad de oro de la pintura paisajística española, y eso mismo podríamos decir
en lo que se refiere al paisaje conquense en particular. Así, muchos de los
grandes paisajistas españoles de la centuria, como Aureliano de Beruete,
Eduardo Rosales, José Royo, Joaquín Sorolla, José Gutiérrez-Solana, y algunos
otros, pasaron en un momento u otro de su vida algún tiempo en nuestra ciudad,
y aprovecharon su estancia para realizar algunas interesantes vistas que, sin
embargo, son apenas conocidas para el gran público.
Entre esas
representaciones, por supuesto, pueden ser también considerada la obra de una
infinitud de pintores conquenses, como la de Víctor de la Vega, Oscar Pinar o
Alfonso Cabañas, por citar sólo a tres de nuestros artistas ya fallecidos
-nombrar a todos los pintores conquenses que han pintado el paisaje de Cuenca
sería imposible, y además corro el riesgo de dejarme alguno de los más
importantes-, o las realizadas por aquellos que conforman la que, oficiosamente,
ha venido a llamarse Escuela de Cuenca, a partir de la creación, por parte de
Fernando Zóbel y de Gustavo Torner, del Museo de Arte Abstracto, en las Casas
Colgadas. Y también, aunque se trate de un arte diferente, la multitud de
fotografías que, sobre todo desde los primeros años del siglo pasado, fueron
realizadas por los pioneros conquenses del arte fotográfico, como José María
Zomeño Huerta y su sobrino, Ricardo Zomeño Cobo, entre otros. Desde entonces,
muchos han sido, también, los que han dejado plasmada sobre las placas de
vidrio o el celuloide de los rollos de película, o, en la actualidad, sobre el
chip de una tarjeta de memoria, los últimos ciento cincuenta años de la
historia de Cuenca.
Sin embargo, no se trata
aquí de realizar una pequeña historia de la pintura de tema conquense realizada
en estos dos últimos siglos, sino de resaltar dos cuadros, hasta ahora desconocidos,
que representan sendas vistas de nuestra ciudad en los años finales del siglo
XIX; cuadros que descubrí por casualidad
a partir de una publicación inglesa, “The Studio Magazine” de principios de
siglo. Se trata, ésta, de una revista ilustrada de bellas artes y artes
decorativas, que fue fundada en 1893 por charles Holme, un conocido comerciante
inglés de lana y seda que había viajado mucho por toda Europa, llegando a
visitar también otros destinos más lejanos, Estados Unidos y Japón. La revista
fue publicada hasta 1964, cuando fue absorbida por otra publicación similar,
“Studio International”, y que durante ese periodo ejerció una gran influencia
sobre diferentes movimientos artísticos, como el Art Nouveau y Arts and Crafts.
Aunque en algún lugar he podido leer el año 1910 como el de su publicación, el
amplio arco temporal que conforma la vida activa de la revista, y las
condiciones en las que se produjo el descubrimiento, unas simples hojas
separadas del conjunto de la revista, a las que tuve acceso por un conocido
portal de venta por internet, hacer imposible comprobar la veracidad de esta
datación.
En su conjunto, las hojas
conforman un pequeño artículo cuyo anónimo autor responde a las iniciales A. S.
L publicado en esta revista, en el que, junto a un texto sobre el pintor Ludwig
Rósch, se reproducen un total de siete obras de este acuarelista alemán que
representan, junto a las dos obras “conquenses”, una vista de la catedral de
Sevilla, con la Giralda al fondo, y cuatro vistas más, en las que se
representan la ciudad italiana de Asís. En el artículo, bastante corto como se
ha dicho, puede leerse lo siguiente:
“UN
PINTOR AUSTRIACO DE ACUARELAS: LUDWIG RÖSCH. Ludwig Rösch, cuya obra como pintor
de acuarelas se presenta ahora a los lectores de The Studio, es nativo de
Viena. El hijo de un artista, recibió su primera instrucción en el arte de su
padre, y más tarde estudió en la Kunstgewerbe Schule y la Academia Imperial de
Viena. Su carrera posterior ha estado marcada por las vicisitudes que rayan en
lo romántico. Durante veinte años estuvo ausente de Viena, visitando primero un
país y luego otro, y a menudo pasando serias dificultades. Cuando vivió en
Edimburgo, las cosas le fueron tan mal que estuvo a punto de incorporarse a un
buque mercante, con la intención de pagar trabajando su pasaje a la India, con
el fin de que pudiera estudiar su arquitectura antigua. Pero la venta oportuna
de unos pocos cuadros fue el medio para dirigir en su lugar sus pasos a España.
Allí pasó siete años, en el curso de los cuales visitó muchas ciudades, cuyas
glorias arquitectónicas constituyeron el objeto de una serie muy numerosa de
dibujos ejecutados por él. En España, donde primero soportó muchas privaciones,
su obra llegó a ser muy apreciada. El Estado adquirió algunos de sus dibujos, y
se le otorgó una medalla de oro. Francia, Suiza, Alemania e Italia fueron a su
vez visitadas y su antigua arquitectura explorada por Herr Rösch, pero en
ninguna parte fue igualada la fascinación que sobre él ejercieron las viejas ciudades
de España. Sus años de vagabundeo llegaron a su final, y el artista Herr Rösch
ha regresado a Viena para establecerse,
y se ha convertido en miembro de la Secesión".
Más
allá de lo que aparece publicado en la revista inglesa, no es mucho lo que he
podido encontrar sobre la vida y la obra de este pintor austriaco. Nació el 10
de enero de 1865, y su padre fue Matthias Rösch, un conocido decorador y pintor,
famoso en su época por sus bodegones. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios
de Viena, y entre 1882 y 1887 en la Academia de Bellas Artes de la famosa
ciudad del Danubio, donde fue alumno, entre otros, de Christian Griepenkerl y
Eduard Peithner von Lichtenfels. En efecto, vivió algún tiempo en Inglaterra,
Francia y España, donde permaneció entre 1887 y 1894. De España pasó a otros
países, terminando esa etapa viajera de su vida en Suiza, donde permaneció
entre 1898 y 1907. Ese año, finalmente, se trasladó definitivamente a su país
natal, perteneciendo a los movimientos artísticos de la Secesión y el Durerdbund.
Fue galardonado con diferentes premios, como la medalla de oro Füger, la
medalla de oro de la Asociación Alberto Durero, el premio de la ciudad de Viena
en 1927, y el Premio del Estado de Austria un año más tarde. Falleció el 30 de
marzo de 1936. Además de acuarelista, fue un excelente dibujante, trabajando el
carboncillo, la témpera y la litografía. Una de sus obras más conocidas es “El
púlpito del peregrino de la catedral de San Esteban”, que puede verse en el Kunsthistorisches
Museum de Viena, en el que se representa el famoso púlpito gótico de Niclaes Gerhaert van Leyden
Para
comprender mejor su obra, tenemos que hacer una referencia a ese término con el
que termina el artículo publicado en “The Studio”: la Secesión. Se trata, éste,
de un movimiento artístico que surgió a finales del siglo XIX, caracterizado
por la ruptura con las tradiciones artísticas establecidas y la búsqueda de un
arte nuevo y moderno. Este movimiento se desarrolló principalmente en Europa
Central, especialmente en capitales como Viena, Múnich y Berlín. El movimiento
secesionista se identifica en parte con el modernismo, y fue impulsado por
artistas que querían crear un arte libre de las restricciones de las
instituciones oficiales. Uno de los ejemplos más conocidos es la Secesión de
Viena (Wiener Sezession, que fue fundada en 1897 por Gustav Klimt y por otros
artistas de la época, que buscaban una renovación del arte, y se oponían a las
normas académicas más tradicionales. Más allá de la pintura o de la escultura,
la Secesión influyó en diversas disciplinas artísticas, como la arquitectura o
el diseño, y se caracterizó por su enfoque en la simplicidad, la geometría y la
integración de todas las artes.
La primera de las dos obras que aparecen publicadas en la revista, la única de todo el conjunto que ofrece un formato horizontal, recibe el título de “Entrada a una iglesia monástica”, y representa, a todas luces, y a pesar de las diferencias que podemos encontrar respecto a la imagen actual, la entrada a la iglesia del convento de franciscanos descalzos, la que se halla junto a la ermita de la Virgen de las Angustias. Aunque no se puede ver en el cuadro la cruz de la leyenda, que es tan característica suya, y aunque algunos de los detalles que aparecen en la fachada del edificio presentan importantes diferencias con su imagen actual, la escalera de losas que aparece en primer plano y, sobre todo, el muro de piedra que la cierra, a modo de pasamanos, es bastante clarificador. Es sabido que esta portada, que responde a la antiguo iglesia conventual, actualmente en manos privadas, como todo el edificio, ha sufrido varias modificaciones a lo largo del siglo XX, incluidas también algunas retiradas temporales de la famosa cruz, con el fin de realizar algunas restauraciones.
El
otro cuadro conquense del pintor alemán aparece titulado en el artículo como “Viejo
puente en Cuenca”, y es bastante más reconocible. Se trata de una vista poco
convencional del antiguo puente de San Pablo, el que fuera realizado en piedra
en el siglo XVI, entre 1533 y 1589, tomada desde el lado del convento de San
Pablo. En él se pueden apreciar algunos de sus arcos, y a la derecha, un primer
plano de la hoz, dominada por un grupo de árboles difíciles de identificar a
simple vista, pero que no cabe duda de que se tratan de chopos, al ser éste el
árbol que todavía domina en el paisaje actual de la hoz. Al fondo, dominando por
encima de la que fue llamada Cuesta de Tarros, aunque ya casi nadie reconoce ese
nombre, la trasera de la catedral, dominada, a su vez, por la desaparecida
Torre del Giraldo.
Ninguno de los cuadros reproducidos en el artículo está fechado, aunque para el caso de las dos acuarelas conquenses, no cabe duda, debieron ser pintadas entre 1887 y 1894. No sólo por los detalles paisajísticos que aparecen en ellos, principalmente el que representa al puente de San Pablo. Hay que tener en cuenta que fue entre esas fechas cuando el artista permaneció en España, visitando, como se ha dicho, diferentes ciudades del país. Por otra parte, el punto de la toma que Rösch utiliza a la hora de trazar la obra impide que se peda apreciar con claridad si en el momento de pintar el puente, éste había sufrido ya la ruina de uno de sus arcos, lo que habría podido recortar más el arco temporal en el que se hizo la obra. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que el primer colapso de uno de sus arcos, el segundo empezando a contar por el lado de la catedral, se produjo en 1888, el año siguiente de su llegada a España, y que el hundimiento definitivo y controlado del conjunto de la obra se llevaría a cabo en 1895, un año después de la marcha del pintor alemán.
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