En tiempos donde la historia local a menudo queda relegada a un segundo plano frente a grandes relatos nacionales o globales, libros como Cuenca, la memoria recordada vienen a mostrarnos el inmenso valor que tiene mirar hacia lo cercano, lo cotidiano, lo propio. Esta obra, firmada por un autor ya veterano en las lides de la divulgación histórica conquense, Antonio Rodríguez Saiz, y editada por la Diputación Provincial de Cuenca, es más que una recopilación de artículos: es un ejercicio de memoria colectiva, un homenaje a la ciudad y a quienes la habitan y la han habitado.
El libro recoge los artículos publicados a lo largo de los años en el blog “Cuenca en el recuerdo” —cuencaenelrecuerdo.es—, un espacio de referencia para todos los amantes del pasado de nuestra ciudad. Organizado con el mismo criterio que ha guiado el sitio digital, este volumen ofrece al lector una travesía amable y rigurosa por calles, personajes, costumbres, edificios y acontecimientos que, aunque a veces olvidados, forman parte esencial del alma de Cuenca. Son, en efecto, más de cien artículos, distribuidos en ocho series de muy distinta amplitud: títulos y honores, fiestas, Semana Santa, cultura, sucesos, personajes, historia, y monumentos y esculturas.No es esta la primera
incursión del autor en el campo de la memoria histórica conquense. Ya en su día
publicó un libro con el mismo título que el blog, “Cuenca en el recuerdo”,
que reunía los textos que había publicado en el desaparecido semanario Gaceta
Conquense. Aquella primera entrega ya supuso también una aportación
valiosa para el conocimiento y la difusión de la historia local, y esta nueva
edición, que podríamos considerar una segunda parte o una ampliación natural,
mantiene e incluso refuerza esa vocación divulgadora. Una labor divulgadora que
no se remite sólo a estos dos libros, sino a sus abundantes colaboraciones en
la prensa, así como a la tarea realizada a lo largo de sus muchos años como
docente, como profesor de escuela, etapa en la que desarrolló una importante labor como promotor
y catalizador, entre su alumnos, por el estudio de la historia, y sobre todo,
por el amor por la ciudad de Cuenca.
El estilo del autor es
accesible, cercano, y al mismo tiempo riguroso, fruto de una labor de
investigación que, sin renunciar a la erudición, busca siempre acercar el
pasado al lector común. Se nota la pasión con la que escribe, el compromiso con
su tierra y su historia. Sus artículos no se limitan a contar lo que ocurrió,
sino que buscan comprenderlo, contextualizarlo, darle sentido dentro del tejido
más amplio de la identidad conquense.
Quiero recoger aquí las
primeras palabras que el autor del prólogo, el catedrático de Didáctica de la
Lengua y Literatura de el Universidad de Castilla-La Mancha, Martín Muelas
Herraiz, dedica al libro, pues muestra lo que el texto quiere ser realmente:
“La historia local es una modalidad historiográfica que se ocupa de indagar en
los procesos sociales y acontecimientos de diversa índole a escala local. En
esa indagación caben dos orientaciones básicas: la que no tiene preocupaciones
científicas ni metodológicas rigurosas a la hora de afrontar el estudio, sino
que procura ofrecer un relato aséptico de los acontecimientos acaecidos en el
lugar en un momento determinado de su historia, o una segunda orientación
interesada en el análisis interpretativo de esos acontecimientos locales para
ponerlos en relación con otros de ámbito más amplio a escala regional o
nacional, y establecer las implicaciones pertinentes en la que podríamos llamar
Historia global. En el primer caso, tal vez sería más adecuado hablar de
Crónica, pues está basada en el relato documentado de hechos constatados fehacientemente
en testimonios escritos y donde apenas se introducen apreciaciones personales,
si bien es verdad que nada impediría orientarse con planteamientos
epistemológicos y metodológicos adecuados hacia la misma consideración que la historia
general; en ese caso, la única diferencia sería el ámbito territorial que es
objeto de estudio. Traídas estas consideraciones previas al magno volumen con
el que nos sorprende el profesor Antonio Rodríguez Saiz, hay que dejar claro
desde el primer momento que el autor ha optado por la primera de las acepciones
del concepto de historia local, y nos ofrece una verdadera y completísima
Crónica de la ciudad de Cuenca, y alguna de sus gentes. Sin renunciar a los
momentos fundacionales, el grueso de esa crónica está referido con prioridad a
los siglos XIX y XX, aunque tampoco falta algún episodio fechado en este siglo
XXI, que ya llevamos en buenas, y que, por tanto, también tiene su historia.”
Quizá sea por este
motivo, por lo que el servicio de publicaciones de la Diputación Provincial,
que es la entidad que ha publicado el libro, no lo haya incluido en su
colección de Historia, sino en la de Creación Literaria. Sin embargo, y pese a
ello, en sus páginas también hay mucha historia, aunque escrita de una manera
diferente. Pero historia, a fin de cuentas, a la que el historiador también
puede y debe acercarse para comprender algunas cosas de la personalidad de la
ciudad del Júcar. Y sobre todo, en cada página de este libro hay un pedazo de
Cuenca: un rincón, una anécdota, una tradición, un personaje olvidado que
vuelve a la vida gracias al poder evocador de la palabra escrita. El resultado
es una obra que no sólo informa, sino que emociona. Que no sólo enseña
historia, sino que crea conciencia de pertenencia.
Y es que el libro de
Antonio Rodríguez no es sólo una crónica. Sus artículos son, también, válidos
como fuente para los historiadores que quieran profundizar en la historia de
nuestra ciudad, especialmente para aquellos que quieran investigar en los siglos
XIX y XX; porque entre sus páginas, rebosantes de anécdotas curiosas,
desconocidas muchas de ellas, se pueden encontrar datos interesantes sobre la
ciudad o la provincia, o de algunos personajes ilustres procedentes de ellas.
Podremos acudir a muchos ejemplos de ellos, como cuando habla de la
desaparecida parroquia de San Vicente, en cuya jurisdicción, según el Censo de Floridablanca, vivían
muchos de los pañeros y otros profesionales del ramo, atraídos por la ciudad,
desde muchos pueblos de la provincia, o de fuera de ella, por el impulso que el
futuro obispo Antonio Palafox había dado a esta industria en la segunda mitad
del siglo XVIII.
Otro ejemplo de ello es
el artículo dedicado a la apertura de la pequeña calle Madre de Dios, entre la
iglesia de San Andrés y la de San Felipe, que sólo se produjo en 1956, y la
recuperación de la memoria de Pedro García Galarza (1578-1604), cuyo escudo
corona una de las fachada de la calle, junto a la descuidada escalinata. Éste,
desde el pequeño pueblo conquense de Bonilla, donde había nacido, llegó a
ocupar la cátedra del obispado de Coria, donde fue muy querido por su labor
pastoral y por su colaboración para atender a los necesitados. Fue, además,
consejero de Felipe II.
Pero, ¿quién fue este
Pedro García Galarza? Recogiendo los datos de cualquier diccionario biográfico,
podemos decir que cursó estudios en Artes en Alcalá de Henares y luego Teología
y Cánones en Sigüenza y Salamanca (1562). Fue catedrático de Artes en Salamanca
y, en 1567, canónigo magistral en la catedral de Murcia. El 9 de enero de 1579
fue nombrado obispo de Coria, cargo que desempeñó hasta su fallecimiento en
1604. Amigo y consejero personal de Felipe II, jugó un papel diplomático clave
durante la incorporación de Portugal a la Corona, tanto que el rey se alojó en
su palacio en 1583 durante su viaje oficial a Lisboa. Fiel a los preceptos del
Concilio de Trento, Galarza reforzó la disciplina clerical: impulsó la clausura
monástica (especialmente en el convento de San Pablo en Cáceres), sufrió
resistencia de órdenes religiosas como las comendadoras de Alcántara, y convocó
dos sínodos (1594 en Cáceres y 1596 en Coria), cuyas normas rigieron la
diócesis durante siglos.
Entre los años 1587 y 1588
mandó reformar el palacio episcopal de Cáceres, edificio que, por ello, luce en
su fallada el escudo del prelado, con la inscripción siguiente: “Don García de
Galarça Obispo de Coria”. También ordenó construir, en 1603, el seminario de
San Pedro en Cáceres, pese la preferencia
que el cabildo de Coria mantenía por su sede titular, y que fue el primer
seminario diocesano de la diócesis que seguían las tesis emanadas de Trento.
Por su parte, en su pueblo natal también ordenó edificar el convento clarisas y
el hospital del Padre Eterno, destinado a los pobres, enfermos. Fallecido el 6
de mayo de 1604 en Coria, fue enterrado en su propio mausoleo, dentro de la
catedral, la llamada Capilla de las Reliquias, obra renacentista del arquitecto
Juan Bravo con escultura de Lucas Mitata. En su interior, la capilla contiene
su estatua orante en alabastro, obra del escultor Lucas Mitata, que lleva una
inscripción latinista enalteciendo la “incomparable gloria”. Su labor marca un
hito en la historia eclesiástica de la diócesis, tanto por su reforma colegial
como por su defensa del clero y la vida religiosa. Publicó, al menos, dos obras
conocidas: Evangelicarum Institutionum libri octo (Madrid, 1579) y De
clausura monialium controversia (Salamanca, 1589). También dejó varios
manuscritos y reglamentos eclesiásticos.
“Cuenca, la memoria recordada” es, en definitiva, un libro necesario para quienes aman esta tierra, para quienes quieren conocerla mejor, y también para quienes creen —con razón— que no hay historia pequeña si está contada con honestidad, sensibilidad y conocimiento. Una lectura recomendada, y casi diríamos que imprescindible, para quienes piensan que la memoria no es sólo cosa del pasado, sino una herramienta fundamental para construir el presente y el futuro.