Estos últimos día, durante la
celebración de las vaquillas de San Mateo, he escuchado repetidas veces la
leyenda de la conquista de Cuenca, y ello me ha llevado a reflexionar
detenidamente en la verdad que anida detrás de los mitos y de las leyendas, por
más absurdas que éstas puedan parecernos. Parece que esta afirmación puede
resultar incongruente cuando la pronuncia un historiador; nada mejor para
confirmar lo que acabo de decir que repasar esta leyenda, o conjunto de leyendas,
que nos hablan de la toma de la ciudad para los reinos cristianos:
Es el 6 de enero de 1177, y las
tropas castellanas de Alfonso VIII, apoyadas por las de los otros reinos
cristianos y por las órdenes de caballería, ha llegado a la Kunka musulmana y
ha cercado la ciudad, dispuestas a hacerla caer bajo el peso del hambre o de
las armas. Sin embargo, el cerca dura ya demasiado tiempo, estamos ya al borde
del otoño, y la ciudad no se ha rendido. Una noche, en la ribera del río Júcar,
un pequeño grupo de soldados cristianos ha visto una luz que brilla de la tierra,
y desde el fondo de la luz se les aparece la Virgen María, que les pide que
perseveren en la conquista de la ciudad, que está se halla a punto de caer
rendida a las tropas de Cristo. Pocos días más tarde, el 20 de septiembre, otro
grupo de guerreros se encuentra con un pastor, y éste les asegura que es
cristiano, aunque tiene que esconder su fe de cara a sus paisanos conquenses;
que se llama Martín Alhaja, y que sabe como los cristianos pueden tomar la
ciudad. Les dice que el guardián de la puerta de San Juan es ciego, y que todas
las noches, cuando él regresa a la ciudad con su rebaño, dejando la puerta
entreabierta para que no se cuele nadie, cuenta con el tacto las ovejas para asegurarse
de que todo está en orden. El rey Alfonso idea entonces un plan: matará algunas
de las ovejas del pastor y con sus pieles se vestirán sus mejores guerreros. Entrarán
así en la ciudad, aprovechándose de la ceguera del vigilante, y una ven dentro
ellos, abrirán todas las puertas al resto de sus compañeros. Así se hace, y al amanecer
del día siguiente, todo está concluido. La victoria cae del lado cristiano, y
el caíd moro se halla ahora en el campamento e las tropas cristianas, que se
encuentra en el mismo lugar que posteriormente se llamará el Campo de San
Francisco, arrodillado, humillado ante el rey Alfonso para hacerle entrega de
las llaves de la nueva Cuenca; en recuerdo de ese hecho, el lugar pasará a
llamarse la Cruz del Humilladero. Y el rey Alfonso VIII, después de haberla
conquistado, le dará a Cuenca un obispado, un enorme territorio y un fuero. Y
también, un escudo: una estrella de plata sobre un cáliz de oro, brillando todo
ello sobre un campo de gules. La estrella, esa estrella de los Reyes Magos, en
recuerdo del día en que fue iniciado el cerco a la ciudad, el día de la
Epifanía; el cáliz, como símbolo del evangelista, en recuerdo del día en que se
terminó la conquista, el día de San Mateo; el campo de gules, en recuerdo de
toda la sangre cristiana derramada durante la conquista.
Pero, ¿qué hay de verdad en toda esa
historia? Evidentemente, desde el punto de vista del historiador, todo esto es
una mentira, urdida por muchas generaciones de conquenses al calor de la
lumbre. Desgranemos toda la historia real para contar la verdad histórica que
se esconde detrás de la leyenda de la conquista de Cuenca.
·
La Virgen
de la Luz, cuya advocación se esconde sin duda detrás de la leyenda de su
aparición a un grupo de guerreros cristianos, no ha sido siempre la Virgen de
la Luz. En efecto, los documentos anteriores al siglo XVIII hablan siempre de
la Virgen del Puente, una advocación que hace referencia a la situación
geográfica en la que se hallaba el templo en el cual siempre ha recibido culto,
junto al puente más importante de los que daban acceso a la ciudad. Sólo a partir de esta centuria irá cambiando
poco a poco su advocación por la de la Luz, y ello fue debido a un regalo que
le hizo uno de sus fieles, un candil de plata que porta todavía en su mano
derecha.
·
Se
sabe fehacientemente que los primeros guerreros cristianos no entraron en la
ciudad por la estrecha puerta de San Juan, sino por la más importante de todas,
la Puerta del Castillo. Desde allí, los hombres del rey Alfonso fueron tomando
a sangre y fuego las calles de Cuenca, hasta que los musulmanes no tuvieron más
remedio que rendirse, agotados por una noche de combate contra un ejército
superior a él en número.
·
La
Cruz del Humilladero, el llamada Campo de San Francisco, no podía ser, tal y
como se ha dicho, el campamento principal de las tropas cristianas; como mucho,
un pequeño campamento de avanzadilla, ocupado por unos pocos soldados de
guardia mientras vigilaban que nadie pudiera entrar o salir de la ciudad, como
otros muchos campamentos que se establecerían alrededor de ésta. El lugar
estaba demasiado cerca de las murallas, y de la albufera que en esta zona
dificultaba todavía más la ya de por sí difícil conquista. Demasiado cerca, en
fin, del armamento defensivo de los musulmanes. El lugar pasó a llamarse de
esta forma algunos siglos después, cuando se levantó aquí un pequeño
humilladero, coronado con una cruz, a instancias sin duda del cercano convento
de religiosos franciscanos.
·
La
interpretación del escudo de Cuenca tiene más que ver con su etimología que con
su leyenda. Durante la Edad Media, los emblemas heráldicos estaban muchas veces
relacionados con las palabras, y con los sonidos de esas palabras. En efecto,
el cáliz del escudo de Cuenca sólo fue un cáliz a partir de los Reyes
Católicos. Hasta entonces, había sido un cuenco, que en un primer momento
incorporó un pequeño pie en su base, y después, durante la segunda mitad del
siglo XV, terminó por convertirse en el cáliz actual. Las monedas acuñadas en
la ciudad y los sellos diplomáticos lo confirman. ¿Y la estrella? Si el castillo
representaba al viejo reino de Castilla, es decir, aquél que empezó a desarrollarse,
en los primeros siglos de la Reconquista, al norte del río Duero, por esta misma
razón etimológica, la estrella pasó a representar a la nueva Castilla, aquélla
que se empezó a consolidar a partir de la conquista de Toledo, en 1085.
Es ésta, la verdad histórica, la que nos interesa a
los historiadores, como defensores del conocimiento de los hechos del pasado
tal y como sucedieron, y no como nos los imaginamos. Se podría introducir aquí
un debate sobre la historia como realidad científica, más allá de las
consabidas veleidades ideológicas o psicológicas, que a menudo difuminan el
conocimiento científico, pero no es ésta mi intención en este momento. Sólo
quiero poner el acento en que detrás de toda leyenda hay también una verdad, una
realidad ahistórica si se quiere, pero que también debe ser conocida por todos.
Una verdad a la que podríamos denominar etnográfica o antropológica, que forma
parte también de la realidad de una ciudad o un pueblo, como lo forman también los
juegos populares, como los bailes, o como sus tradiciones. Una verdad que se
sitúa en un plano diferente a la verdad histórica, pero que no por ello debe
olvidarse. Hay que conocer nuestra historia, sí, pero también hay que conocer
nuestras leyendas, porque las leyendas, igual que la historia, también
conforman nuestro presente y pueden llegar a condicionar nuestro futuro.
Pero la leyenda, y ahí es donde los historiadores
debemos tomar parte en el debate, tampoco puede enmascarar a la historia real,
por más que ésta, a menudo, sea más prosaica, mucho menos bella, que nuestras
viejas leyendas.