sábado, 13 de octubre de 2018

Cristianismo y mundo clásico




El nombre de la rosa es una genial novela de Umberto Eco. En el argumento se enfrentan tres personajes diametralmente opuestos entre sí, tres formas diferentes de entender históricamente la religión católica. Guillermo de Baskerville, exinquisidor, es un afable monje franciscano, con dotes detectivescas, que representa a la Iglesia del perdón, la Iglesia de Jesucristo. Mientras tanto, su declarado enemigo, Bernardo de Gui, dominico e inquisidor en ejercicio, representa a la Iglesia oscura del dolor y de la muerte, la Iglesia que se asoma a algunos pasajes del Antiguo Testamento. Entre las dos se representa el intenso debate entre una forma y otra de entender el hecho religioso, tomando como pretexto de ese debate una de las obras perdidas de Aristóteles, la Comedia, un capítulo expurgado en la antigüedad de su Poética. Ambos debaten sobre si la risa es también, o no lo es, atributo de Dios. Y junto a ellos, Jorge de Burgos, el bibliotecario español de ese monasterio perdido en un rincón montañoso de Europa, lleva la Iglesia de Gui a su más sangrienta expresión, intentando mantener oculto el libro perdido, y no dudando en asesinar, si para ello fuera necesario, a sus propios compañeros en el monasterio.

Viene la novela a colación después de haber leído el curioso libro de Catherine Nixey, La edad de la penumbra. La autora inglesa, que al principio de la obra se manifiesta haber pertenecido en algún momento de su vida a esa Iglesia a la que tanto critica, nos ofrece una visión histórica de la institución, ya desde el primer momento de su eclosión como sistema de poder, demasiado monocorde. Dice haber investigado en esa historia, pero sólo ve en ella la cara de Bernardo, nunca la de Guillermo.  Desde luego, la Iglesia de Bernardo de Gui existió, y fue durante mucho tiempo la que más se dejó notar en el conjunto de la sociedad en la que estaba instalada. Una Iglesia de dolor y de muerte que, sin embargo, no iba dirigida sólo contra ese mundo clásico, el mundo de Hipatia de Alejandría, el mundo de Palmira y de la escuela de Atenas. Hay que recordar, si no, las grandes revoluciones iconoclastas del mundo bizantino, que sembraron de destrucción también los templos católicos y las imágenes sagradas del cristianismo, como antes había destruido también las hermosas estatuas de los dioses paganos. Hay que recordar, si no, las terribles guerras de religión, que asolaron Europa todavía durante la Edad Moderna.

La historia no se puede juzgar nunca desde nuestra propia mentalidad, sino desde la mentalidad de los hombres y las mujeres que vivieron aquella historia. Y desde luego, la historia es, muchas veces, un relato de sangre, un terrible relato de dolor y de muerte. Sí, la historia de Hipatia es cierta, dolorosamente cierta, pero también lo es la historia anterior, una historia de persecuciones, en la que los asesinos eran los paganos y los cristianos eran los torturados, los asesinados. Una historia que la autora inglesa pretende minimizar, basándose en suposiciones que, muchas veces tienen poco de historia real. La autora minimiza el número de cristianos muertos durante la persecución de Nerón, y asegura que todas las persecuciones posteriores fueron sólo pequeños ataques desorganizados contra un grupo de hombres intransigentes, en las que la administración del imperio no tenía nada que ver.

Incluso autores paganos, como Suetonio o Tacito, hablan ya de esas persecuciones en el primer siglo de la era cristiana, principalmente la de Nerón, que vio en el incendio de Roma del año 64, que por otra parte a él mismo le sirvió para poder construir sobre las ruinas que habían dejado las llamas su nuevo palacio, la Domus Aurea, la excusa perfecta para destruir a los cristianos, que en aquel momento ya empezaban a ser importantes en el conjunto del imperio. Pero éste no fue el único emperador que decretó persecuciones contra los cristianos. También lo hicieron, y con una agresividad muchas veces creciente, Domiciano (81-96), Trajano (109-111), Marco Aurelio (161-180), Septimio Severo (202-210), Maximino (235), Decio (250-251), Valeriano (216-219) y Diocleciano (303-313).

La autora suma los años marcados por estas persecuciones para asegurar que, en total, la persecución de los paganos contra los cristianos apenas duró un corto espacio de tiempo, ínfimo si se compara con el tiempo en el que los cristianos perseguirían después a los paganos. Lo importante no es eso; lo importante es que las persecuciones existieron, que los cristianos, primero, tuvieron que esconderse en las catacumbas de las ciudades del imperio para poder desarrollar sus cultos. Además, hay que tener en cuenta otro hecho: los años en los que se institucionalizó desde el poder las persecuciones contra los cristianos son sólo la punta del iceberg. La realidad es que durante los tres primeros siglos de la era cristiana, no era sencillo vivir dentro de los límites del imperio para aquellos que habían decidido seguir a Jesucristo. Incluso después del Edicto de Milán, y del reconocimiento de la libertad de cultos decretada por Constantino, todavía en tiempos de su sobrino, Juliano el Apóstata, la Iglesia cristiana sufrió una nueva etapa de dolor.

La tesis de Nixey es clásica: fue el cristianismo el que destruyó todo el mundo clásico. Pero la tesis es anacrónica desde el punto de vista de la historiografía. Y es que, para cuando el cristianismo obtuvo por fin una cuota de poder lo suficientemente amplia para determinar el desarrollo de la humanidad, el imperio romano ya estaba irremediablemente perdido por sus propios pecados. Y no hablo de pecados desde el punto de vista del dogma católico, sino de lo que figuradamente llamamos pecados, es decir, de la degeneración de sus costumbres, que había permitido a los bárbaros, aquellos pueblos que vivían al otro lado del limes, de la frontera, ocupar algunas zonas del imperio y adentrarse hacia la capital, la otrora gloriosa Roma. A menudo se ha dicho que los cristianos, y su posición Antibelicista, que se negaba a tomar las armas para defender el imperio, fue lo que permitió que los bárbaros lo invadieran. No se tiene en cuenta, sin embargo, que ya desde mucho tiempo antes del año 315, habían sido precisamente las legiones romanas, con su pasión por coronar y asesinar emperadores, emperadores que a menudo apenas duraban unos pocos meses en el trono, los que habían provocado el caos de la propia institución imperial

La decadencia del imperio romano se había iniciado incluso en la etapa de los primeros emperadores. Gobernantes como Nerón, que mató incluso a su propia madre y no dudó en construirse un palacio sobre las ruinas de las casas destruidas por el incendio de Roma; o como Calígula, un demente que llegaría a nombrar cónsul del imperio a su caballo. Por otra parte, las invasiones bárbaras ya se habían iniciado a lo largo del siglo III, algunas décadas antes del Edicto de Milán, y se relacionan, en realidad, con aquellos movimientos migratorios que afectaron a muchos pueblos de Europa y de Asia, y que estuvieron motivados, entre otras causas, por una bajada importante de las temperaturas en gran parte de Eurasia, que obligaron a emigrar a los pueblos afectados por aquella bajada. Y si el cristianismo se supo sobreponer después a la destrucción de los bárbaros mediante la conversión de estos al cristianismo fue porque la nueva religión, al contrario que la de los paganos, tenía algo que ofrecerles. En este sentido, fue el propio papa, León I, el que salvó a Roma de la destrucción deseada por Atila, cuando la otrora brillante capital del imperio estuvo a punto de ser destruida por el rey de los hunos.

Catherine Nixey tiene razón al afirmar que fueron muchos los escritos del mundo pagano que se perdieron en los siglos anteriores, y que la Iglesia tiene una parte de culpa en la destrucción de esos manuscritos ya irrecuperables. Pero sólo parte de esa culpa, algo que reconoce incluso la escritora británica. La destrucción de la ingente biblioteca de Alejandría por parte de los seguidores del obispo Teófilo fue, desde luego, una tragedia, que arma de municiones a los críticos del cristianismo. Pero también es cierto que otros muchos escritos se salvaron precisamente gracias a la actividad desarrollada en los monasterios cristianos. La alta edad media fue un periodo de oscuridad y destrucción, eso nadie lo pone en duda. Una etapa destructiva en la que no sólo participaron los cristianos, sino casi todo los pueblos que vivieron aquellos días terribles. Una etapa de destrucción de las ideas y de las hermosas obras de arte, que habían logrado sobrevivir durante muchos siglos; y también, una etapa de destrucción de los propios seres humanos. Y en aquella etapa de destrucción, algunas cosas lograron sobrevivir porque unos pocos hombres, que se habían retirado para orar a los monasterios cristianos, decidieron copiar y conservar en sus bibliotecas algunos de aquellos documentos antiguos.

El cristianismo no ha sido, desde luego, o no sólo, ese campo de rosas que se pretende desde algunas instancias de la Iglesia católica. Pero tampoco ha sido sólo ese campo de destrucción y de muerte que nos ofrece la escritora inglesa. Europa, y el resto de toda la civilización occidental, bebe en buena parte de esa cultura clásica que surgió en la antigua Grecia, y que Roma supo perfeccionar; pero también lo hace del cristianismo, de tal forma que hoy todos los europeos podemos considerarnos hijos de estos dos conceptos históricos, no opuestos, sino complementarios.

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