Son
muchos los motivos que nos pueden llevar a hacer un viaje a la Toscana
italiana. Para los amantes del arte, la admiración a la enorme cúpula que el
arquitecto Filippo Brunelleschi realizó para el Duomo de Florencia; las
hermosas esculturas realizadas por Miguel Ángel en la misma capital florentina,
especialmente el David que se puede contemplar en la Galería de la Academia;
los frescos que Giotto realizó para la Basílica Menor de San Francisco de Asís
-aunque esta ciudad está ubicada realmente en la vecina región de la Umbría;
las hermosas esculturas y pinturas que alberga en su interior la catedral de
Siena -Donatello, Nicola y Giovanni Pisano, Jacopo della Quercia,…-; o los
frescos del Duomo de Orvieto, que inspiraron al propio Miguel Ángel para trazar
los suyos en la Capilla Sixtina de Roma. Para los amantes de la naturaleza y
del paisaje, los hermosos escenarios toscanos, con amplios valles sinuosos y
alcarrias cubiertas de cipreses y de olivos, pueden llegar a ser, también, una
experiencia única para el viajero. Y para los amantes del buen cine,
especialmente los de la comedia romántica, recuperar el ambiente de algunas
películas famosas -“Bajo el sol de la Toscana”, de Audrey Wells, ambientada en
Cortona; “Un verano en la Toscana”, de Jorgo Papavassiliou, ambientada en Luca;
“Té con Mussolini”, de Franco Zeffirelli, ambientada en San Gimigniano,…- Y
para un conquense como yo, , enamorado de su historia, y de los grandes
protagonistas de su historia, una motivación añadida puede ser la de seguir los
pasos del cardenal Gil de Albornoz por algunas de las ciudades de ésta y de
otras regiones del norte de Italia: Toscana, Emilia-Romaña, Umbría, Lacio,…
Se
llamaba Gil de Albornoz, o Gil Álvarez de Albornoz, porque al linaje, de gran
importancia, uno de los más importantes de la Castilla del siglo XIV, hay que
añadirle también el patronímico, por ser hijo de Alvar García de Albornoz,
quien había sido tutor del rey Alfonso XI de Castilla. Y en Italia, fue llamado
por los muchos italianos que le conocieron, Egidio Albornoti. No, desde luego,
Gil Carrillo de Albornoz, como algún historiador le ha llamado, sin tener en
cuenta que este apellido compuesto no existió hasta algún tiempo después de la
muerte del cardenal, cuando Gómez Carrillo y Castañeda, señor de Ocentejo y Paredes,
contrajo matrimonio con una de las hermanas de nuestro protagonista, Urraca
Álvarez de Albornoz, tal y como ya hemos dicho en otra entrada anterior (ver “ Los
nuevos linajes nobiliarios conquenses Carrillo de Albornoz y Carrillo de Acuña”,
19 de abril de 2018). Por cierto, sería uno de los descendientes de este
matrimonio, Gómez Carrillo de Albornoz, quien reedificaría, junto a la girola
de la catedral conquense, la capilla-panteón familiar de los Caballeros, a
donde se trasladarían los restos mortales, o lo que de ellos quedaba, de los
padres y del hermano de nuestro cardenal Gil de Albornoz (ver “Luis y Gómez
Carrillo de Albornoz: dos hombres del renacimiento”, 27 de abril de 2018).
Sobre
el linaje y la familia de Gil de Albornoz no voy a insistir en esta nueva entrada, por haberlo hecho ya
en otras ocasiones anteriores (ver “El olvidado señorío de Uña”, 16 de
noviembre de 2017; y “Enrique de Villena y María de Albornoz, un matrimonio de
conveniencia con Torralba al fondo”, 16 de enero de 2021). Quiero resaltar de
nuevo, que se trataba de uno de los linajes más importantes de Castilla, tal y
como ya he comentado, con ramificaciones en el vecino reino de Aragón por parte
de su madre, Teresa de Luna, descendiente de los reyes de Navarra y de Aragón.
Por la parte de su padre, el encumbramiento del linaje, como otros linajes
castellanos del momento, estaba relacionado con el desarrollo de la ganadería.
Terminados
sus estudios, y ya de regreso en Castilla, fue rápidamente introducido en la
corte del rey Alfonso XI, del cual su padre, ya lo hemos dicho, había sido
preceptor, al mismo tiempo que recibía
sus primeros beneficios eclesiásticos. Para ello, también era importante el
hecho de que su tío, el antiguo prelado de Zaragoza, había sido nombrado
arzobispo de Toledo, y al cual, además, sustituiría como tal arzobispo en 1338.
Muchas son las obras que el futuro cardenal realizó en su sede de la ciudad del
Tajo; sin embargo, mi deseo es resaltar la otra faceta de nuestro protagonista,
su faceta como guerrero y restaurador de los territorios de los que el Papa
había sido desposeído, en el curso de la guerra entre güelfos y gibelinos, por
todo el centro de Italia, actuación que quizá no puede comprenderse bien sin
tener en cuenta su participación activa en las campañas bélicas del monarca por
todo el sur de España, desde la batalla del Salado hasta el cerco de Algeciras
y la batalla de Gibraltar. Porque es precisamente ahora cuando, por primera
vez, y tal y como ha dicho uno de sus principales biógrafos, Juan Beneyto, “Don
Gil se coloca la capa prelacial sobre la cota bélica como Legado apostólico y
comisario de la Cruzada”. La labor del prelado en esa empresa fue tan
importante que le llevó, incluso, a salvarle la vida al rey, al devolverle un
poco la cordura cuando, ebrio por la victoria que ya había conseguido, llegó a
poner en riesgo su propia vida, y también la de algunos de sus súbditos.
Diversos
fueron los motivos, sin embargo, que alejaron a don Gil de la corte, y que le
llevaron, incluso, a extrañarse de Castilla. Algunos de estos motivos estaban
relacionados con los amores prohibidos del nuevo monarca, Pedro I, con su
amante, María de Padilla. Pero es más seguro que el hecho tenga que ver,
realmente, con el fuerte temperamento del nuevo monarca, y de su enfrentamiento
con algunos de los linajes que habían prevalecido en la corte de su padre, y
entre ellos la propia familia Albornoz. En este punto, hay que recordar como en
el marco de la guerra civil entre don Pedro y su hermanastro, el futuro Enrique
II de Trastámara, aquél llegó a mandar ejércitos contra Cuenca, la ciudad en la
que el linaje Albornoz se había establecido, y que estos, desde su campamento
en el pueblo de Jábaga, a diez kilómetros de la ciudad, mantuvieron un asedio
que duró varias semanas, hasta que el monarca, cerciorado como estaba de la
imposibilidad de su conquista, mandó, por fin, levantar el cerco.
El
caso es que, sea como sea, muy pronto va a encontrarse nuestro protagonista en Aviñón,
expulsado de su arzobispado toledano pero ahora en la cercanía del Papa,
Clemente VI, quien, como francés que era, había comprado antes el señorío sobre
la ciudad francesa, en la que se encontraba más cómodo que en la propia “ciudad
eterna”, asolada como estaba en aquellos momentos por los gibelinos. Poco
tiempo después de su llegada, en 1350, el prelado lo nombraría cardenal, con el
título de San Clemente, Al tiempo que su anterior experiencia militar en la
corte castellana, y también en la diplomacia, que así mismo había demostrado ya
en repetidas ocasiones, le movieron al pontífice para darle el cargo de legado
pontificio y general de sus ejércitos, que ya había empezado a organizar con el
fin de que restauraran y pacificaran los Estados Pontificios. “Con il seno e
con la spada”, con la sabiduría y con la espada; así titula uno de sus
biógrafos italianos, Francesco Pirani, profesor de la Universidad de Macerata,
uno de sus libros, definiendo de esta forma al conquense en este momento de su
vida.
Y es así como comienza, alternando, como ya hemos dicho, la más inteligente diplomacia con los actos de guerra, el viaje de nuestro protagonista desde Aviñón, en la Provenza francesa, entre Nimes y Marsella, por diversas ciudades del norte italiano, hasta la misma Roma, al frente de un pequeño ejército, que se iría ampliando conforme éste avanzaba por tierras italianas. El 13 de agosto de 1353, Albornoz salía de Aviñón. Como Aníbal había hecho mil quinientos años antes, atravesó los Alpes, y a través de Monteferrato llega primero a Milán, la tierra de la serpiente de los Visconti, donde fue recibido por su arzobispo-señor, Juan de Visconti. Así lo explica uno de sus biógrafos, el ya citado Juan Beneyto: “Antes de divisar la capital, ya le salen al encuentro los caballeros que envía con su saludo el arzobispo y señor don Juan Visconti. Y dos millas delante de las murallas, el propio don Juan acude a dar la bienvenida a don Gil, acompañado de sus más nobles cortesanos; entre ellos va Francisco Petrarca, que cuenta en su epístola a un amigo la magnífica impresión que le produce el Nuestro. Esta presencia de Petrarca no sólo califica la corte del arzobispo-señor de Milán, sino también el prestigio de las letras: canónigo prebendado de Parma desde 1346, había sido declarado exento de su Ordinario desde 1352, precisamente por los méritos literarios.”
A
continuación, Albornoz, que ya ha empezado a ampliar el número de sus tropas,
continúa su avance por el corazón de la Toscana. De nuevo, es Beneyto quien lo
narra: “De Milán va a Pisa. De Pisa a Florencia. Aquí entra el 2 de octubre, y
permanece durante nueve días. Fue recibido en espléndido festival, bajo rico
palio de seda y de oro, según cuenta Escipión Ammirato. Gentiles caballeros le
servían en el freno y en la silla de su cabalgadura. Todas las campanas
sonaban: no sólo las de las iglesias, sino también las de la ciudad, tan
sonoras. Entre el clero y los personajes fue llevado a la casa de los Alberti,
donde se hospedó. Florencia le obsequió con confituras, con trigo
abundantísimo, y con cera, y con tres piezas de finos paños de escarlata. Le
ofreció además ayuda militar, como ciento cincuenta caballeros, y un jefe joven
y decidido: Hugolino. De Florencia va a Siena. Y de Siena a Perusa -Perugia-.
Aquí hay justas y torneos, festivales caballerescos y solemnes recepciones. El
séquito ha crecido. Los caballeros que le dan escolta son ya quinientos. Y el cardenal
debería parecer el primer caballero cuando el municipio sienés le regala un
precioso caballo sobre los dulces, la cera y las confituras que son obsequio
corriente. El obispo, por su parte, entrega a don Gil tres mil florines, que el
dinero es nervio de guerra.”
De
esta forma termina la primera etapa de nuestro protagonista como reconquistador
de las tierras papales. A partir de este momento, su capacidad como diplomático
la tiene que resolver precisamente en la propia curia romana -todavía aviñonesa-,
contra los amigos del Papa que empezaban a sentir celos de las victorias de
nuestro cardenal. En este momento es en el que se enmarca en famoso episodio de
los carros repletos con las llaves de todas las ciudades que habían ido cayendo
bajo la égida egidiana, incorporándose de nuevo a los dominios papales, quizá
más legendario que real, pero convertido en un antecedente directo de las
cuentas del Gran Capitán. A partir de este momento, y después de haber
realizado un viaje a Aviñón, a donde había sido reclamado por el Papa, que de
esta forma se hacía eco de las insidias de sus enemigos, entre ellos, otra vez,
Juan de Visconti, Albornoz sería nombrado por segunda vez legado pontificio, y
enviado de nuevo a Italia para continuar con su labor.
Esta
segunda etapa se inició el 6 de octubre de 1358. El 16 de noviembre entra de
nuevo en Florencia, donde fue recibido por el gonfaloniero “con pompa molto
magnifica… a guisa de Papa”. Desde allí, al frente de sus tropas, acude a Forlí,
a Agnani y a Bolonia, ciudad que, como sabemos, sería muy importante para
nuestro protagonista. Allí, recogemos de nuevo las palabras de Beneyto, “se
instala en el monasterio de San Miguel del Bosque, hasta que el 28 -de marzo-
hace su entrada… Con la mayor alegría, pues, y encontrando a su paso el pueblo
entero, que venía a recogerle con el “Carroccio”. Éste se había preparado con
adornos de oro y con sedas, y avanzaba tirado por cuatro bueyes cubiertos con
paños de escarlata con franjas de oro, y a tono con ello también el conductor;
los estandartes de la Iglesia, de don Gil y de la ciudad eran llevados en las
manos de los más escogidos doctores y los caballeros que los tripulaban.
Seguían dieciséis ancianos togados y gran número de músicos. El baldaquino fue
levantado por muchos que querían tener tal honor, y Ghirlandacci recoge la
relación de quiénes fueron los que, en distintos turnos, lo sostenían. Las
calles estaban adornadas, y hasta las armas de los soldados se lustraron. En
medio de tal homenaje, Albornoz caminó hasta el Palacio Municipal, donde se le
presentaron las llaves de la ciudad… Todas las campanas repicaban.”
Desde
este momento, el camino hacia el sur, hasta Roma, es ya una realidad. En Aviñón,
el Papa ha muerto, y el nuevo pontífice, Urbano V, aunque también francés como
los prelados anteriores, quiere regresar a Roma. Ha ratificado en sus poderes a
Albornoz, con el fin de que pueda terminar la labor que había iniciado algunos
años antes. El 6 de abril de 1763 tiene lugar en Faenza, cerca de Ravena, una
importante batalla, en la que pierde la vida uno de los sobrinos del cardenal,
Garcí Álvarez de Albornoz. Y el 30 de abril de 1367, Urbano V se embarcará en
Marsella, donde iniciará por fin su viaje de regreso a Roma, aunque antes de
ello tenga que cumplimentar en su sede de Viterbo a quien habían conseguido que
aquello pudiera ser un hecho. Ya en Viterbo, el papa da orden de trasladar la
corte papal a Asís, la ciudad en la que dos siglos antes había nacido uno de
los principales santos de la Iglesia católica, Francisco. Y aunque Albornoz no
llegó a ocupar su nueva corte más que una vez muerto, por algún motivo el castillo
de la ciudad es también llamado la Torre de Albornoz.
En
efecto, Gil de Albornoz falleció el 23 de agosto de 1367, quizá acosado por las
fiebres palúdicas, quizá por la peste bubónica. En su testamento, el conquense
había solicitado que fuera enterrado en el convento franciscano más cercano al
lugar en el que se hubiera producido su fallecimiento, y quiso el destino que
ese convento fuera, precisamente, la casa madre de toda la comunidad
franciscana, la propia basílica de Asís. Allí, en la basílica inferior, en la
capilla de Santa Catalina, que él mismo había ordenado fundar fue enterrado el
cardenal Gil de Albornoz. Pero éste también había dicho en su testamento que
quería que sus restos reposaran definitivamente en su tierra española, en la
propia catedral de Toledo, de la que él había sido también arzobispo, y allí
fueron trasladados cinco años más tarde, en 1372, una vez que el final de la
guerra civil entre Pedro I y Enrique II lo había hecho posible.
Tal
y como se ha dicho, Bolonia había sido una de las ciudades más importantes en
la vida de Gil de Albornoz, y lo seguiría siendo, porque fue allí, en su
universidad, la más antigua de Europa, donde el cardenal se decidió a fundar su
famoso Colegio de San Clemente, o de los Españoles, para agrupar en su seno a
todos los estudiantes españoles que pasaban por esta universidad. También
realizó otras fundaciones, como la ya citada capilla de Santa Catalina en Asís,
o la capilla de San Clemente en la catedral de Ancona, que hoy es conocida como
la capilla de San Lorenzo. Pero es, sin duda, este colegio de San Clemente de
Bolonia su fundación más importante, aunque el edificio sólo llegó a ser una
realidad unos años después de su fallecimiento. Como otras fundaciones suyas,
fue construido por el arquitecto Mateo Gattapone di Gubbio, quien había estado
al cargo de todas las obras del conquense, como la propia capilla de Santa
Catalina de Asís -las vidrieras y los frescos habían corrido a cargo del famoso
pintor sienés Andrea di Bartoli- o su palacio-castillo de Urbino; también,
diversas obras en Perugia, Espoleto y Narni.
Por
otra parte, la relación entre la diócesis de Cuenca y la universidad boloñesa
gracias al propio cardenal, siempre ha sido muy importante, a través de la
existencia de unas becas que eran gestionadas por el propio cabildo conquense,
y por la tradición existente que, en muchas ocasiones, dejaba en manos de
sacerdotes conquenses, muchas veces de la propia familia Albornoz, los
principales cargos que regían el Colegio de los Españoles. Uno de ellos fue el
ya citado Gómez Carrillo de Albornoz, quien, entre 1486 y 1498, sería
sucesivamente rector, consiliario, consiliario médico y visitador
extraordinario. Fue él quien, en las primeras décadas del siglo XVI, sería el
impulsar de la nueva capilla familiar, enviando a la ciudad a un pintor que
había sido antes discípulo de Leonardo da Vinci, dando inicio así a un nuevo
impulso artístico en nuestra ciudad, en el seno del nuevo estilo renacentista.
Ese pintor fue Francisco Yáñez de la Almedina, pero esa es ya otra historia.
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