No es la primera vez que traigo a colación en este blog qué es para mí la novela histórica. En este sentido, quiero recordar, una vez más, las palabras de un experto autor de novelas históricas italiano que, a su vez, es también un experto historiador y arqueólogo; un autor que, al mismo tiempo, cuenta en su bibliografía con reputados ensayos de carácter científico, y también con exitosas novelas de las llamadas “de romanos”: Valerio Massimo Manfredi. En uno de sus textos, el profesor italiano definía el género de la siguiente manera: “La historia tiene que comunicar hechos. Por eso, tiene la obligación de demostrar lo que dice. Es lo que se llama en inglés the burden of truth, la carga de la verdad, como en los tribunales. Por eso, un libro de historia tiene tantas notas a pie de página y una enorme bibliografía al final, tiene que probar todo lo que dice. Nosotros necesitamos saber lo que pasó. Si no sabemos lo que pasó no podemos saber lo que pasará. Al mismo tiempo necesitamos emociones, una vida sin emociones no es nada, es terrible, lo mismo cada día, un mar sin olas, un desastre. Todo lo que nos ha emocionado no lo olvidamos, puede ser un amor, el sonido de un violín en una noche de verano, las emociones dan sentido a nuestra vida”.
A este respecto, en una entrada anterior de este mismo blog (ver “La violinista roja: una historia diferente del comunismo rojo”, 26 de julio de 2023) yo explicaba lo que, para mí, debe ser una buena novela histórica, en la misma línea que lo hacía el profesor italiano: ”En la novela histórica, al contrario que en el ensayo, no es necesaria la carga de la prueba, lo que no quiere decir que los hechos narrados no tengan que ser reales, históricos. No existe, pues, diferencias importantes entre la novela histórica y el resto de los géneros novelísticos, más allá del hecho de que en la narración prima más la historicidad que la pura inventiva, la imaginación del escritor. No se trata de que todos los hechos, hasta los más insignificantes, sean hechos históricos, pero sí que estos, cuando no son conocidos suficientemente bien por la historia, bien pudieron haber sido reales”.Y dicho esto, ¿se puede
considerar la última novela de Arturo Pérez Reverte como una buena novela
histórica? Desde luego, se trata de una historia basada en la Guerra Civil
española, una etapa polémica de la historia de España que, por otra parte, ha
sido ya temática central de centenares de novelas de todo tipo -novelas de amor,
de espías, de costumbres, …-; y también de novelas históricas, aunque el
escritor de Cartagena la trata desde un aspecto completamente novedoso. De esta
forma, “La isla de la mujer dormida” puede ser considerada, también, una novela
histórica con todas sus consecuencias. Sin embargo, también es cierto que esta
novela no narra hechos históricos, verificables desde el punto de vista de la
Historia, lo cual, a mi juicio, sin embargo, no resta ni un ápice para que
pueda ser considerada como una de las grandes novelas de este género que han
visto la luz en este año pasado. Justifico mi afirmación a partir de lo que ya
he dicho anteriormente: al contrario que la monografía o el estudio histórico,
la novela, aunque sea histórica, no tiene la obligación de contar hechos
contrastados, verificables a partir de la documentación conservada. En la
novela histórica, y por el hecho de ser precisamente eso, novela, debe primar,
lo dijo el propio Manfredi, las emociones, los sentimientos. No quiero decir
con ello, desde luego, que todo valga a la hora de describir los hechos con tal
de que el relato vaya en beneficio de esas emocione. Pero está claro que el
novelista tampoco puede verse cohibido a la hora de inventarse algunos
elementos que, si bien no son históricos en sí mismos, bien pudieran haber
sucedido de la forma en la que él los cuenta, en beneficio de su propia
capacidad narrativa.
Ya he dicho también, en
otras ocasiones, que para mí existen dos tipos de novelas históricas. El primer
tipo es el de las novelas que narran hechos reales, históricos, sin ninguna
concesión, o muy pocas concesiones, a la propia inventiva del autor. Serían,
mas bien, historia novelada, algo parecido a un trabajo histórico pero contado
de una manera diferente, literaria. El segundo tipo, probablemente mucho más
interesante para el autor, porque le concede más labor creadora, es la novela
en la que el escritor es capaz de inventarse historias que, irreales desde el
punto de vista puramente histórico, bien podrían haber sucedido así en el
contexto histórico en el que se ambientan. Los hechos, si no han sucedido tal y
como los cuenta el novelista, reitero una vez más, bien podrían haber sucedido
así. La historia de la literatura española, y también la historia de otras
literaturas europeas y americanas, abunda en este tipo de novelas. Es más,
algunas de las mejores novelas históricas son de este tipo. Los “Episodios
nacionales”, de Benito Pérez Galdós, considerados por muchos como la obra
cumbre de la novela histórica española, tienen como principal protagonista a un
personaje inexistente desde el punto de vista histórico, inventado por la
imaginación del novelista, Gabriel de Araceli, quien, de manera inesperada, se
convierte en protagonista de todos los hechos importantes que han sucedido en
la España del siglo XIX. Por otra parte, tampoco los protagonistas de “Quo Vadis?”,
la magna novela del escritor polaco Thomas Mankiewicz sobre el origen del
cristianismo, son personajes históricos, más allá de San Pedro o del propio
Jesucristo, que tiene en el relato una presencia testimonial, pero importante.
A pesar de ello, tanto en
un caso como en el otro, los autores de este tipo de libros tienen que hacer
frente a un método común: antes de empezar a escribir el relato, deben pasar
por una importante fase de documentación, a partir de fuentes primarias o de
estudios monográficos, que es vital para que la historia sea creíble para el
futuro lector de la obra. Desde luego, debe hacerlo si el narrador trata de
escribir hechos reales, históricos en sí mismos, pero también cuando lo que
trata es de inventarse una historia para situarla en un momento concreto del
pasado. Y es que, en mi opinión, para escribir una verdadera novela histórica no basta con situar los
hechos en una etapa concreta del pasado. Por el contrario, hay que convertir
ese contexto histórico en algo parecido a un personaje más de la novela, hacer
que el lector pueda entender mejor esa etapa histórica en la que se ambienta el
relato que está leyendo independientemente del conocimiento que tenga sobre él.
En definitiva, que los hechos, si no sucedieron tal y como los cuenta el
novelista, insisto una vez más en ello, bien pudieron haber sucedido así.
Desde este punto de
vista, y a pesar de que sus protagonistas, como casi todos los personajes de
las novelas de Arturo Pérez Reverte, por otra parte, pueden ser considerados
como antihéroes de la Historia más que como héroes verdaderos, “La isla de la
mujer dormida” sí puede ser considerada, desde luego, como una novela
histórica; más histórica, incluso, que otras novelas sobre la Guerra Civil, de
cuya historicidad nadie duda, en la que los protagonistas se mueven por
ideologías y no por sus propias necesidades y circunstancias. En este sentido,
quiero recordar lo que una vez, hace ya
mucho tiempo, me contó uno de esos combatientes de la guerra, más incivil que
civil, en la que se vieron obligados a participar, muy a su pesar. Muchas
veces, en medio de los combates, entre las balas que silbaban sobre él, y sobre
sus compañeros de uno y otro bando, no había rojos ni azules, no había
fascistas ni comunistas. Sólo había hermanos enfrentados por una guerra que en
realidad no era, o no debía ser, la suya. Que disparaban para que no les
dispararan antes los otros; que mataban sólo para que no los mataran ellos antes.
Las ideologías, en realidad, eran sólo cosa de los militares profesionales y,
principalmente, de los comisarios políticos.
Por eso, la historia que
se narra en “La isla de la mujer dormida”, a pesar de sus protagonistas, es una
historia completamente verídica. Porque verídicas son las motivaciones de su
principal protagonista, Miguel Jordán Kyriazis, un marino mercante
hispanogriego reconvertido en un militar del bando nacional, movilizado y
enviado a una misión en medio del Egeo, que está más cerca de la piratería que
de una verdadera acción de guerra. Son creíbles también, o pueden serlo, los
dueños de la isla, un extraño matrimonio que está formado por una rusa de edad
madura, procedente de una clase burguesa, antigua viuda de un oficial zarista
asesinado por los bolcheviques y emigrada a París, y un aristócrata europeo, el
único aristócrata existente en una monarquía nueva, la griega, casi artificial
y en declive, reconvertida en una dictadura de clase fascista. Y son también
creíbles, sobre todo y a pesar de las ideologías, los dos espías del relato,
antiguos amigos de la juventud, con cuya amistad ni siquiera la guerra ha sido
capaz de terminar, enviados a Estambul por sus respectivos gobiernos en conflicto,
con el fin de vigilar, cada uno por su parte y por sus motivaciones opuestas,
las rutas de los barcos que llevaban hasta España la ayuda, convenientemente
pagada, eso sí, que los soviéticos dfieron a la ya también declinante Segunda
República española.
En resumen, “La isla de
la mujer dormida”. es una excelente novela histórica, en la que, junto a este
tema tan querido por el autor, la Guerra Civil -querido, sólo, desde el punto
de vista literario, más allá de la tragedia que supuso para España, y de la que
todavía los españoles no nos hemos recuperado, como nos lo demuestran, en cada
momento, los políticos, de un signo y de otro-, tal y como puede verse en otras
novelas anteriores, como n “Línea de fuego” y “El italiano”, se unen, también,
otros temas que son igual de queridos por el autor. En este sentido, en algunos
momentos, la novela nos recuerda un poco a la mejor novela negra norteamericana
-Dashiell Hammett, Raymond Chandler-, a las que ya se acercó el autor murciano
en otros textos anteriores, como en la saga de Lorenzo Falcó -Falcó, Eva,
Sabotaje-, y que tan relacionadas están, también, con las novelas de espías
-John Le Carré, Graham Greene, Frederick Forsyth-, con el propio cine de
suspense -Alfred, Hitchcock, Howard Hawks-, o, incluso, con el comic -Corto
Maltés-.
Y a propósito de este
extraño aventurero del comic, Corto Maltés, ese aventurero del mar que fuera
inventado por el italiano Hugo Pratt, que había hecho las delicias de los
jóvenes italianos en los años sesenta, y que tanta influencia llegó a tener entre
el público español, no sólo el juvenil, a partir de la década siguiente, el
tercer gran tema de Pérez Reverte es el mar; ese mar genérico de Stevenson, de
Verne, o de Melville, o el Mediterráneo, que tan presente está en una de sus
primeras novelas, “La carta esférica”. A este respecto, en esta última novela
hay una referencia, muy explícita, a ese otro gran novelista del mar que fue
Joseph Conrad. Y no quiero terminar esta entrada sin hacer referencia a lo que
el Mediterráneo supone para Arturo Pérez Reverte, según él mismo le confesó al
periodista Alberto Herrera en una entrevista radiofónica que ambos mantuvieron
hace muy poco tiempo: “El Mediterráneo es mi mar de siempre. Yo siempre digo
que yo soy español, yo soy europeo, pero sobre todo soy mediterráneo. Yo nací
en Cartagena. Yo estoy más a gusto en un café de Beirut, o en un bar de
Estambul, o en un hotel de Sicilia, o comiendo o hablando con un genovés, que en
Londres, o en París, o en Rotterdam. Es más, yo me he sentido solo en Nueva
York, o en París o en Londres, pero jamás me he sentido solo, aunque estuviera
solo, en ningún lugar del Mediterráneo. Viajé mucho por él cuando era
reportero, lo sigo haciendo ahora, y aunque no hables con nadie, estás en tu
casa”.