La historiadora del arte Ana López de
Atalaya Albaladejo continúa su sólida labor investigadora con un nuevo
trabajo que se adentra, con mirada crítica y minuciosa, en uno de los capítulos
menos conocidos —pero no por ello menos significativos— de la historia de la
arquitectura conquense: el papel desempeñado por los maestros de obra y
arquitectos oriundos de Iniesta durante el siglo XVIII.
Bajo el título de “Alarifes, maestros de obra y académicos de Iniesta”,
y editado por el Centro de Estudios de la Manchuela,
este libro aporta una valiosa reconstrucción histórica a través de linajes
familiares y expedientes documentales que ayudan a entender mejor el mapa
artístico de nuestra provincia durante la Edad Moderna. Profesora de universidad,
su labor docente la ha desempeñado en el centro de la Universidad Nacional de
Educación a Distancia de Gandía (Valencia), la autora, conquense de nacimiento,
lleva ya varios años dedicándose a su gran pasión, manifestada sobre todo hace
ya treinta años, durante la investigación de su tesis, dedicada a la
investigación de la iconografía del barroco conquense: la de escudriñar en los
archivos para, mediante la recuperación de documentos inéditos, dar nueva vida
a todos aquellos arquitectos, maestros de obra, alarifes, … que dieron forma y
vida, a su vez, a las iglesias de nuestra diócesis.
Iniesta, uno de los núcleos más destacados de la
Manchuela conquense, es aquí el epicentro de una genealogía de constructores
cuyo alcance se proyecta por buena parte de la diócesis. El estudio de varios linajes
originarios de Iniesta, cuya obra arquitectónica, tanto en la provincia de
Cuenca como, en algunos casos, también fuera de ella, en buena parte han
llegado hasta nosotros: los Meríno, los Motilla, los Atalaya y, sobre todo, por
su especial significación, los López, con especial atención a figuras
como los hermanos Agustín y Juan López, y los diferentes
arquitectos de la familia que compartieron el mismo nombre de pila: Mateo. La
autora, así, permite seguir el rastro de una familia de alarifes y maestros de
obra, cuya influencia se extendió durante generaciones. En efecto, la doctora
López de Albaladejo advierte con claridad una de las principales dificultades
del trabajo: los problemas de identificación entre miembros de una misma
familia que, además de compartir profesión, compartían también nombre, y casi
nunca firmaban con el segundo apellido.
Como decimos, este enredo genealógico se
ejemplifica especialmente bien en el caso de Mateo López,
hijo de Agustín López, quien tenía un primo, también maestro de obras y también
llamado Mateo, que era hijo de Juan López, el hermano de Agustín. Y para
dificultar todavía más la correcta interpretación de los documentos, ambos eran
nietos de otro Mateo López, apellidado “el mayor”, cuya obra está documentada
desde la segunda década de aquella centuria. La autora sortea estos obstáculos
con una lectura atenta y crítica de los documentos, diferenciando con cautela
las obras atribuidas a cada uno de ellos, y destacando los problemas que
plantea la escasa documentación firmada o fechada con precisión. Así, resulta
especialmente interesante el esfuerzo de la autora por deslindar cuál es la identidad
real del más conocido de cuantos
arquitectos llevaron este nombre y apellido, miembro de la Sociedad Conquense
de Amigos del País, y autor de las célebres “Memorias históricas de
Cuenca y su obispado”, una de las primeras historias de la provincia de Cuenca
que se escribieron, y que fueron premiadas por la propia Sociedad; diferenciar,
en fin, al Mateo López académico con el Mateo López que no pasó de ser maestro
de obras, al estilo de sus antepasados.
Y es que aquél, con su nombramiento como
académico de San Fernando, va a dar un importante salto de calidad, un salto
que va a ser avalado por la propia institución académica. Porque fue la
Academia de San Fernando, la que promovió el cambio de estilo en el arte
español, haciendo olvidar el viejo barroco, demasiado recargado ya para los
nuevos gustos artísticos, sustituyéndolo por el neoclasicismo, mucho más
sencillo y menos recargado, que ya se estaba extendiendo por otras partes de
Europa. Y con ello, además, va a producir una renovación total de la
arquitectura, ajena a la manera de trabajar de los antiguos gremios medievales
y modernos, tal y como ha remarcado también la autora del libro:
“La Real Academia, desde el momento mismo de su
fundación en 1757, se consideró el organismo idóneo para examinar y habilitar a
los arquitectos, organizando sus estudios, la elección de diseños y la práctica
del oficio. Éste será uno de los principales cambios apreciables en la segunda
mitad del siglo, cuando los métodos o sistemas de nombramiento para poder
ejercer la profesión de maestros de obras y/o
arquitectos se vieron invertidos. De esta forma, el arquitecto se
separaba de otros profesionales con los que, en el sistema gremial, habían
compartido educación y práctica: escultores, tallistas, retablistas,
carpinteros, portaventaneros y agrimensores. Pero también se distanciaba de los
ingenieros militares, que hasta entonces copaban los proyectos de
construcciones públicas de envergadura… Desde 1777 todos los proyectos de
obras, tanto religiosas como civiles, debían enviarse a la Academia para su
examen, aprobación, denegación y correcciones. Todos los prelados recibieron
una carta circular de parte del Rey, fechada el 23 de noviembre de 1777, en la
que se les insistía en que cualquier obra que se tuviera que realizar en los
pueblos, a costa de sus habitantes, debía pasar por la inspección de la
Academia, y enviarles las trazas y dibujos para que los revisara, adicionara o
corrigiera.”
Pero mientras tanto, y durante la etapa en la que
tanto su padre, Agustín, como su tío, Juan, se mantenían en activo, la obra de
los arquitectos, llamados todavía, igual que en los siglos anteriores, alarifes
o maestros de obra, siguió siendo tal y como había sido, en esencia, en los
siglos anteriores. Examinados en el gremio correspondiente, bajo la advocación,
al menos en el caso conquense, de San José, su aprobación por dicho gremio les
facilitaba para que pudieran firmar por ellos mismos los trabajos constructivos.
El gremio acogía a diversos profesionales, desde maestros de obras y alarifes,
o escultores, hasta carpinteros y portaventaneros. Y entre los primeros,
también existe una cierta diferenciación entre alarifes y maestros de obras,
habiendo alcanzado estos, normalmente, una mayor solvencia profesional que
aquellos. Quizá, salvando las lógicas distancias propias de cierto anacronismo,
los primeros podrían ser equiparados con los actuales aparejadores, mientras
los segundos serían equiparados a los arquitectos, propieamente dichos.
Así, hasta mediados del siglo XVIII, cuando se tenía
que realizar una nueva obra de cierta importancia, era el maestro de obras
-usualmente, en el caso de iglesias, el maestro mayor de obras del obispado- quien
se encargaba de realizar las trazas, los planos, así como la redacción de las
condiciones a las que se debía someter la construcción del edificio, para
después, bien en subasta pública, a la baja, o bien a jornal -es decir, por
adjudicación directa-, ser adjudicadas dichas obras al mismo o a otro maestro
de obras, o alarife, encargado de realizar el propio trabajo físico,
ajustándose a las trazas del primero, o realizando mejoras sobre ellas. Así se
realizó, por ejemplo, en la nueva iglesia de Navalón, que fue levantada entre
1758 y 1760, a la que ya le dediqué, también, una entrada en este mismo blog
(ver “La iglesia de Navalón (Cuenca) en el siglo XVIII”, 23 de agosto de 2019).
Fue el maestro mayor de obras del obispado en ese momento, Fray Vicente Sebila,
quien trazó las trazas de la iglesia, y fue Agustín López, el padre del
académico Mateo López, el encargado de levantar el templo.
La edición del libro, por parte del Centro
de Estudios de la Manchuela, refuerza además su carácter de
herramienta de referencia para investigadores, estudiantes y aficionados a la
historia del arte y del patrimonio. La publicación está cuidada, con aparato
crítico riguroso y una estructura que facilita la consulta, con fichas
biográficas, referencias cruzadas, y planos de algunas intervenciones
arquitectónicas. “Alarifes, maestros de obra y académicos de Iniesta”
es, en definitiva, una obra necesaria, que contribuye de forma notable al
conocimiento de la arquitectura conquense, revalorizando el trabajo de quienes,
desde localidades como Iniesta, hicieron posible muchos de los edificios que
hoy seguimos admirando. Un libro de estudio, sí, pero también de
descubrimiento: el de una red de oficios, saberes y tradiciones que tejieron —a
menudo en el anonimato— el rostro barroco y dieciochesco de la provincia de Cuenca.
Ellos construyeron esa arquitectura que forma parte
de nuestra historia. A nosotros nos toca ahora admirarla y, sobre todo,
conservarla lo mejor que podamos, para que las nuevas generaciones que nos sucederán,
puedan seguir disfrutando de esa parte de nuestra cultura.
El podcast de Clio: ARQUITECTURA CONQUENSE: LINAJES Y OFICIOS DEL SIGLO xviii
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