NAVIDAD: UNA LUZ QUE SE RESISTE A APAGARSE

 

La Navidad vuelve cada año como un viajero que regresa a casa después de un largo trayecto. Llega con luces y frío, con calles que se llenan de música y con un ritmo distinto al de cualquier otro tiempo del año. Pero también llega con una pregunta que siempre reaparece: ¿qué es lo que celebramos realmente? En una época en la que la propia palabra “Navidad” parece necesitar explicaciones, matices o incluso sustitutos más neutros, merece la pena detenerse un momento y recordar que, más allá del envoltorio festivo, la Navidad tiene una raíz profunda, que no se deja arrancar fácilmente: el nacimiento de Jesucristo.

La escena inicial de esta historia casi se ha vuelto rutinaria para nosotros: un niño nacido en Belén, en un establo humilde, rodeado de silencio y sencillez. Pero lo que ahí sucede no es rutinario. Ese niño cambió el calendario del mundo, influyó en la moral, el arte, la manera de entender la dignidad humana y la propia concepción del tiempo. Desde un rincón secundario del Imperio Romano, desde un lugar que no figuraba en ningún mapa político importante, brotó una corriente espiritual que transformaría la historia. Y la Navidad es el eco de aquel instante, un eco que dos mil años después sigue resonando en culturas que quizás ya no se reconocen plenamente cristianas, pero que continúan celebrando la llegada de ese Niño sin poder desprenderse del todo de su significado.

Cada mes de diciembre reaparece el debate sobre el origen de la fecha en la que se celebra la Navidad. Se insiste, casi como una verdad automática, en que el 25 de diciembre fue una apropiación cristiana de alguna fiesta pagana del solsticio. Es un argumento atractivo, repetido sin descanso. Pero cuando uno se asoma a las fuentes con algo más de rigor, descubre que la explicación debería ser matizada. La referencia cristiana más antigua que sitúa el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre es anterior a la institución de la fiesta del Sol Invictus por el emperador Aureliano. Además, varios autores cristianos de los siglos II y III sostenían, basándose en cálculos simbólicos propios de la mentalidad antigua, que Jesús habría sido concebido el mismo día de su futura muerte, un 25 de marzo según algunas tradiciones; nueve meses después, surge la fecha del nacimiento. Así, la imagen de Cristo como “luz que nace” está en la Biblia, no en cultos solares romanos. Nada de ello excluye, sin embargo, que existieran resonancias culturales entre las fiestas cristianas y las solares, pero la razón fundamental es teológica: Cristo como luz que nace, como aurora que disipa las tinieblas. Por eso, la Navidad no fue un invento improvisado ni un mero parche cultural, sino la traducción litúrgica de una convicción profunda: Dios ha entrado en la historia. En los primeros siglos, la Iglesia celebraba sobre todo la Pascua. La Navidad tardó más en adquirir la forma actual, pero lo hizo desde una comprensión profunda del misterio cristiano: Dios se hace hombre. No se trataba de crear una fiesta artificial o de disfrazar otras celebraciones, sino de marcar en el calendario el acontecimiento que sustentaba toda la fe.

Esta convicción es el corazón de la Navidad: el Dios infinito que se hace niño. No un dios disfrazado de hombre, como en tantos mitos antiguos, sino un Dios que asume realmente nuestra fragilidad. La Encarnación es el escándalo subterráneo que recorre la Navidad: la omnipotencia convertida en vulnerabilidad, la eternidad envuelta en pañales, la divinidad colocada en un pesebre. Quizá por eso, cada vez que vaciamos la Navidad de su contenido espiritual, la convertimos en un simple decorado. La Navidad sin Cristo es como un belén sin Niño: un paisaje sin centro, bonito pero deshabitado.

La Navidad, en su esencia, es casi provocadora. Dios no nace en Roma, que entonces era la capital de todo el mundo, sino en un pequeño pueblo de la insignificante Judea, Belén. No nace en una corte, entre príncipes, sino en un pequeño pesebre, entre animales. No llega, tal y como algunos miembros de la sociedad esperaban de él, acompañado de un ejército, sino rodeado de un grupo de pastores, quienes, como en otras muchas sociedades antiguas, por su propia forma de vida, fuera de las ciudades, solían ser mal vistos por las élites sociales. No elige el ruido, sino el silencio. No busca el poder, sino la sencillez.

Por eso, cada vez que la Navidad se reduce al envoltorio —a la parte amable, entrañable o decorativa— se corre el riesgo de descafeinarla. Su fuerza espiritual está en esa paradoja: la grandeza que se esconde en lo pequeño. Sin embargo, también es cierto que la Navidad se vive hoy rodeada de una riqueza de tradiciones entrañables: las luces, las comidas familiares, los reencuentros, los villancicos, el turrón, los brindis. Es bello que así sea. La Navidad ha arraigado en el corazón humano porque es, en esencia, celebración de la vida y del amor. Pero cuando esas expresiones pasan a ocupar el papel principal y el misterio queda relegado, la fiesta se vuelve más superficial. Puede haber una apariencia brillante, pero falta una luz interior. Puede haber ruido, pero no melodía. Puede haber abundancia, pero no sentido.

Otro tanto ocurre con la Epifanía y los Reyes Magos, una de las tradiciones más queridas en España. Para muchos, el 6 de enero es la verdadera culminación de las fiestas. Pero también a esta celebración la amenaza el riesgo de reducirla a un simple intercambio de regalos o a un desfile colorido, una mera teatralización en las calles de nuestros pueblos y ciudades. Los Magos representan la búsqueda sincera de la verdad, la valentía de dejar lo conocido para seguir una estrella. Y sus dones —oro, incienso y mirra— no son juguetes: son símbolos de lo que el corazón humano ofrece cuando reconoce algo sagrado. Convertir esa escena en un mero reparto de objetos es olvidar el fondo espiritual de la Epifanía.

Y ahora que hablamos de los Reyes Magos, también hay que recordar que las Escrituras no hablan de un número concreto, que el hecho de que sean tres, y no dos, ni cuatro, es sólo una convención adoptada por la sociedad a partir de ciertas tradiciones antiguas. Se dice que son tres porque representan a las tres partes del mundo conocido en la época: Europa, Asia y África. Se dice también que son tres porque representan a las tres edades del hombre: la infancia o la juventud, la madurez y la senilidad. Sin embargo, es importante también hablar de la leyenda sobre Abgar, el cuarto rey mago, que luego aprovechó también nuestro inmortal poeta, Federico Muelas, para escribir uno de los cuentos más bellos que se han escrito sobre la Navidad. En esta tradición, Agbar —un nombre con diferentes variantes según las diversas tradiciones culturales, como Aghbar, Agvar o Abar—, es presentado como un sabio oriental, procedente de regiones aún más lejanas que Persia o Arabia —a veces identificado con tierras de la India, Etiopía o incluso Asia Central; en realidad, también a los tres reyes clásicos, Melchor Gaspar y Baltasar, nombres que también proceden de la misma convención cultural, procedían también de esta misma región asiática—.


Sin embargo, su rasgo distintivo no es tanto el origen como el destino frustrado. Agbar conoce la señal del nacimiento del Mesías, emprende el viaje… pero no llega a tiempo a Belén. El núcleo de la leyenda es profundamente humano y espiritual. Agbar se retrasa por  diferentes obstáculos que imposibilitan su mandato: enfermedad, pobreza, o por haberse visto obligado a detenerse para ayudar a otros en el camino. Y cuando por fin alcanza Judea, Jesús ya no está en el pesebre. En algunas versiones de la leyenda, Agbar sigue buscando al Mesías durante años, y solo es capaz de encontrarlo en el Calvario, treinta y tres años más tarde, y lo reconoce al verlo en lo alto de la cruz. En otras versiones, nunca llega a verlo, pero cree sin ver, lo que le confiere una santidad especial. Este rasgo lo convierte en el mago de la espera, de la fe perseverante y del encuentro diferido. En todo caso, la leyenda de Agbar unifica, de una manera muy plástica y significativa, los dos momentos sublimes de la historia para los que somos cristianos: el nacimiento de Cristo y su muerte en la Cruz.

Pero en medio de todo esto, hay una tendencia contemporánea que resulta difícil ignorar: la inclinación a sustituir la palabra “Navidad” por expresiones supuestamente más neutras como “fiestas de invierno”, de la misma manera que se habla de las “fiestas de primavera” y no de la “Semana Santa”. Al principio, todo ello puede parecer un simple gesto administrativo, político, o una elección lingüística inocua. Pero detrás de este tipo de cambios late una cierta incomodidad cultural hacia lo cristiano. Europa es una civilización profundamente marcada por la fe cristiana, y sus fiestas, su arte, su pensamiento, su sentido de la dignidad humana y de la solidaridad, son fruto de ese humus. Cambiar el nombre a la Navidad para evitar la referencia a Cristo es, de alguna manera, intentar borrar una parte esencial de nuestra memoria colectiva. No se elimina para incluir: se elimina para desdibujar.

La intención puede ser amable, pero el efecto es empobrecedor. Una cultura que renuncia a nombrar aquello que le dio forma es una cultura que empieza a olvidar quién es. Y una fiesta sin identidad acaba convertida en un marco vacío que cualquiera puede utilizar, pero que ya no dice nada profundo. Lo curioso es que este intento de neutralizar la Navidad no nace, por lo general, de una hostilidad abierta, sino de un pudor ideológico, de un deseo de evitar todo lo que tenga un aroma espiritual o trascendente. Es una especie de alergia a lo sagrado en un espacio público que prefiere presentarse como completamente autónomo, autosuficiente, desvinculado de sus raíces.

Aun así, la Navidad se resiste a desaparecer. Cada vez que una familia coloca un belén en casa, cada vez que un niño canta un villancico, cada vez que alguien se conmueve al contemplar una simple figura del Niño Jesús, algo del misterio original vuelve a hacerse presente. La Navidad ha sobrevivido a imperios, persecuciones, guerras, e ideologías de todo signo. Probablemente, sobrevivirá también a los eufemismos modernos que prefieren hablar de clima y de vacaciones, antes que recordar el origen de la fiesta. La Navidad no es una convención cultural ni una estación del año. Es un acontecimiento. Es una luz que irrumpe en la noche del mundo. Y las luces que nacen de dentro no se apagan fácilmente, por mucho que se las quiera ocultar. La prueba es que, incluso en una sociedad que a veces evita mencionar el nombre de Cristo, la Navidad sigue haciendo lo que siempre hizo: unir familias, despertar la solidaridad, sembrar la esperanza, invitar al silencio, recordarnos que lo importante suele venir en forma de Niño, y que la verdadera grandeza se esconde en lo humilde.






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