martes, 29 de diciembre de 2020

“Patria”, una novela sobre el terrorismo etarra y la necesidad de perdón para acabar con la violencia

 

               Uno de los fenómenos televisivos de las últimas semanas ha sido “Patria”, la serie que, dirigida por Félix Viscarret y Óscar Pedraza, ha podido ser vista en HBO. La serie ha vuelto a poner de actualidad la novela del escritor vasco Fernando Aramburu y, de paso, la situación real del terrorismo etarra hoy en día, y su supuesta salida de la lucha armada. Reconozco que no he visto la serie, que en parte ha levantado bastante polvareda por la forma de tratar el conflicto terrorista, pero es que en este blog, en realidad, no quiero tratar en realidad sobre la serie televisiva, sino sobre la obra del novelista donostiarra. Y, sobre todo, de lo que quiero hablar es de cómo la novela se enfrenta a ese conflicto real, histórico, que tanta sangre ha derramado durante los últimos sesenta años de la historia de España, y que tanta tinta sigue derramando en la actualidad, por culpa del cierre en falso del problema de la violencia. Y es que, antes de nada, quiero dejar claro en estas líneas que, más allá de lo que se nos quiera decir, más allá de la supuesta teoría de que la banda ha sido derrotada gracias a la acción de los políticos, la realidad es muy diferente; y lo es por dos motivos: en primer lugar, si acaso fuera verdad que la banda hubiera sido derrotada, lo habría sido no ya por la vía política, sino por la acción conjunta de las fuerzas de seguridad y del conjunto de la sociedad española; y en segundo lugar, yo soy de los que consideran que ETA todavía no ha sido derrotada, o por lo menos no ha sido totalmente derrotada, y no lo será nunca mientras que todos los terroristas, o por lo menos todos aquellos que tienen a sus espaldas delitos de sangre, puedan ser juzgados y condenados penalmente por esos delitos.  

En efecto, el problema del terrorismo no será solucionado plenamente mientras queden todavía casos por resolver, y sobre todo, mientras los terroristas no hayan pedido perdón por sus crímenes al conjunto de la sociedad española, y, sobre todo, a sus víctimas más directas. Porque lo que ellos llaman el “conflicto armado” no es, nunca lo fue, una guerra entre dos frentes, españoles y vascos, sino un asunto del más puro terrorismo. Una guerra se produce siempre entre dos frentes armados, en los que ambos luchan con sus armas, y en un plano de igualdad en la capacidad para defenderse del frente enemigo. Y en este caso, el único frente armado ha sido el de los terroristas de ETA. El otro, el de la policía y el de la Guardia Civil, dos de los colectivos más perseguidos por los terroristas, responde solamente a la legítima defensa que tienen todos los gobiernos democráticos, y España, recordémoslo, a pesar de sus defectos, es una democracia, de defenderse contra los malhechores.

               De eso se trata realmente la novela de Fernando Aramburu, de pedir perdón y también de perdonar. Y es que no se puede cerrar un conflicto grave como el del terrorismo si no existe por medio el perdón, y tampoco hay perdón posible si el que ha ofendido no lo pide antes a la persona a la que se le ha hecho daño. Por eso se sigue dando tanta importancia a que los etarras, por lo menos aquellos que tienen delitos de sangre en sus manos, aquellos que han matado a personas inocentes, porque las víctimas de los atentados terroristas son siempre personas inocentes, pidan perdón a los familiares de los asesinados; y que lo hagan públicamente, porque los crímenes cometidos por ellos han sido también crímenes públicos, porque, además, el resto de la sociedad también es víctima, a su manera, de cada uno de los asesinatos cometidos por ETA, de cada una de las bombas que explotaron y de cada uno de los tiros a quemarropa y por la espalda que fueron ejecutados por los terroristas. Ya lo dice el propio Aramburu en un pasaje de la novela: “Pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba. Eso lo hace cualquiera. Basta con ser joven, crédulo y tener la sangre caliente. Y no es sólo que se necesiten un par de huevos para reparar sinceramente, aunque no sea más que de palabra, las atrocidades cometidas. Lo que paraba a Joxe Mari era otra cosa. ¿Cuál? Yo que sé. Vamos, cageta, confiésatelo. Joder, pues que la vieja le enseñe la carta a un periodista, se monte el típico circo del terrorista arrepentido, en el pueblo empiecen a hablar mal de él y le quite su foto de la Arrano Taberna. A la ama le daba un patatús.”

               Pedir perdón es igual a reconocer que uno estaba equivocado, que la violencia no era el camino para llegar a una supuesta libertad, y eso es algo que la banda terrorista nunca se va a permitir. Y en el otro lado de la balanza, cuando ya todo se ha perdido, cuando la muerte te arrebata a un ser querido y lo hace de esta forma, mediante la violencia gratuita ejercida por una decisión ajena, por la voluntad o el capricho de un ser inmisericorde que en un momento dado de su vida se cree como un dios, con derecho a dar la vida o a quitarla, en función de que la persona pueda ejercer una ideología política u otra, lo mínimo que se le puede exigir al verdugo, si de verdad quiere acabar con el problema (que no solucionarlo, pues una muerte no tiene nunca solución), es que pida perdón a sus víctimas. Y si hay algo que, en la desesperación más absoluta, aún puede mantener un hilo de esperanza en los familiares de aquél que ha muerto asesinado, es que su asesino vaya a pedirle perdón. Él, luego, desde su libertad más absoluta, podrá elegir si concede ese perdón o no lo concede. Por eso, cuando Bittori, la mujer del Txato, sabe que está a punto de morir por culpa de un cáncer incurable, su único deseo es que el asesino de su esposo vaya a pedirle perdón; y si acaso no conoce al asesino, al menos que lo haga alguna persona en la que ella puede identificar al asesino. Ello es, precisamente, lo que le mantiene con vida, y esa es su única razón para seguir luchando, aunque nadie de su entorno haga nada por comprenderle. La cita, aunque extensa, es determinante:

               “A Bittori le pareció que revelando aquella confidencia podía malquistar a los hermanos. No la reveló. A cambio, escribió: soy Bittori, te acordarás, no es mi intención causarte molestias, créeme que estoy libre de odio, etcétera. Releyó el primer párrafo con disgusto, pero que quieres. Tú sigue, y si eso, ya corregirás. En una hoja aparte había anotado los asuntos de los que quería tratar en la carta. No muchos. Tampoco era su propósito extenderse demasiado. ¿Para qué tanto esfuerzo si luego no me responde? Y, sin embargo, esos pocos asuntos le habían tenido tensa y cavilosa, insegura y desvelada, durante varios días. Fue al grano. Que no la movía el rencor. ¿El motivo de la carta? Saber con el mayor detalle posible cómo murió su marido. Sobre todo, quién disparó. Más: que estaba dispuesta a perdonar, pero con una condición. ¿Cuál? Que él le pidiera perdón. Añadió que no se trataba de una exigencia, sino de un ruego. Aquello, ¿no era rebajarse demasiado? Le daba igual. Escribió que por causa de su enfermedad iba a vivir poco. Al punto borró la frase. Justo en ese momento le vino otra ráfaga de dolor. Ikatza debió de notarlo, pues se despertó alarmada. <<He llegado a una edad que no creo que me quede mucho de vida>>. Releyó. Sí, esas palabras sonaban más discretas. La verdad le parecía demasiado fuerte Si se la declaro pensará que miento. Peor aún, que intento darle pena. La verdad sólo la conocía ella. Ni siquiera sus hijos, aunque juzgaba improbable que a Xabier no le picara la sospecha. Si no, ¿por qué insiste en que ella visite al oncólogo? Echarle la culpa a la edad resultaba menos tremebundo. Seguro que al leer el pasaje, él pensaría en su madre, tan metida en años como Bittori. Eso lo ablandará. Y, por supuesto, le estaría muy agradecida en el caso de que, antes de que la bajaran a la tumba, él le contase en qué circunstancias había muerto el Txato. Necesitaba saber, eso es todo. Y llegó al delicado punto de declararle que, para qué vamos a engañarnos, el Txato, el día en que lo mataron/matasteis, cuando llegó a casa a la hora de la comida, le contó que había visto a Joxe Mari y que se había parado un momento a hablar con él. Y que aunque ella no había asistido al juicio en la Audiencia Nacional, porque ni siquiera le avisaron, se enteró por la sentencia de que a Joxe Mari le habían demostrado que estuvo implicado en el asesinato. Borró. En la muerte de su marido. <<Te pido de corazón que me cuentes tu versión de los hechos>>. Si no le daba por escribir, ella estaba dispuesta a viajar a la cárcel a entrevistarse con él, y así no quedan papeles escritos si ese es el problema. Su único deseo, repitió, era conocer la verdad antes de morirse y perdonar. Borró. Que le pidiese perdón y perdonar al instante y tener esa paz y luego ya morirme.”

               Desde luego, la cita refleja a la perfección la realidad de esa psicología enfrentada entre los dos protagonistas principales de la novela, el criminal y la esposa de la víctima; víctima y verdugo en un momento de la historia en el que la relación entre ambas categorías parece que va a dar un vuelco definitivo: “El día en que ETA anunció el abandono de las armas, Bittori se dirige al cementerio para contarle a la tumba de su marido, el Txato, asesinado por los terroristas, que ha decidido volver a la casa donde vivieron”. En realidad, sólo parece que va a dar ese vuelco, porque, como la realidad ha demostrado en los últimos años, éste nunca será definitivo hasta que, lo repetimos una vez más, los terroristas no pidan perdón a sus víctimas. Porque no es posible la paz si no le damos antes una oportunidad al perdón, y no es posible el perdón sin el deseo de ese perdón. Por ello, se verá a lo largo de toda la novela, aunque los asesinos hayan acordado un alto el fuego, la paz en ese pueblo indeterminado de Guipúzcoa, un pueblo cualquiera caracterizado por la postura radical de gran parte de sus vecinos, no es todavía posible, y no lo será mientras que Joxe Mari, el hijo de Miren, no sea capaz de pedir perdón a Bittori. Bittori y Miren, dos amigas en el pasado y ahora enfrentadas por culpa de dos posturas ideológicas; ni siquiera eso, porque en realidad Bittori no defiende ninguna ideología concreta, sino sólo ese deseo de paz, ese deseo de que el terror pueda ser vencido definitivamente en torno a ellos. Son ellas, en realidad, las que representan, más bien, esas dos posturas que han colmatado de sangre durante tanto tiempo al conjunto de la sociedad vasca.

              


Pero, ¿qué es lo que hace imposible el perdón, en la novela y también en la sociedad de nuestro país? En realidad, sólo el miedo: el miedo a las posibles represalias de la banda, si acaso llega a los oídos de sus dirigentes que uno de sus hombres, uno de sus criminales más sangrientos, ha pedido perdón a sus víctimas, porque ello equivaldría a decir que se ha arrepentido de sus crímenes. Y el miedo, sobre todo, a darse cuenta de que uno ha estado siempre equivocado, que en realidad ha asesinado sólo por una mentira. Ya lo veíamos en una de las citas anteriores: se requiera más valor para pedir perdón que para asesinar; se requiere más valor para pedir perdón, incluso, que para perdonar al verdugo. Por eso no puede haber paz sin haber antes perdón. Por ello, el argumento da novela no puede cerrarse hasta el abrazo de las dos mujeres, de aquellas dos amigas que la violencia terrorista fue alejando. Y a su vez, ese abrazo no es posible hasta que el hijo de Miren no le haya pedido perdón a Bittori. Un abrazo silencioso, tenue, es cierto, pero abrazo sincero de perdón, que eso, al final, es lo que cuenta: “Las dos mujeres se divisaron como a unos cincuenta metros de distancia. A Bittori le daba en aquel momento el sol en la cara; se puso una mano a modo de visera y, mierda, se habrá dado cuenta de que la he visto, pues yo no me aparto. Miren se acercaba caminando con pasos dominicales, despreocupados, a la sombra de los tilos, y esa me está mirando, pero va lista si cree que voy a apartarme. Avanzaban en línea recta la una a la otra. Y la numerosa gente que estaba en la plaza se percató. Los niños, no. Los niños siguieron correteando y dando voces. Entre los adultos se formó un rápido ovillo de bisbiseos. Mira, mira. Tan amigas que fueron. El encuentro se produjo a la altura del quisco de música. Fue un abrazo breve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de separarse. ¿Se dijeron algo más? Nada. No se dijeron nada.”

En su crítica sobre la novela de Fernando Aramburu, Víctor Ruiz se preguntaba dónde se encuentra la literatura de “Patria”, y sobre este punto decía lo siguiente: “Que un escritor consiga que el lector sienta afinidad o repugnancia por un personaje es, qué duda cabe, un acierto literario. Y Aramburu, por las respuestas producidas por sus seguidores y detractores, lo ha conseguido plenamente. Pero, si observamos esas opiniones contrastadas, comprobaremos que no se basan en criterios literarios, sino derivadas de un maniqueísmo ideológico patente. Para un escritor, que asegura que el poder de su escritura está en su estética, ver que las críticas, tanto positivas como negativas, sólo se aguantan en pivotes políticos y no en valores literarios, no debe agradarle lo más mínimo. Y a la crítica literaria tampoco, no por honradez intelectual, sino por si siguen manteniendo el axioma de Stendhal que tanto les gustaba repetir en los 80: <<la política en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto.>> Una aberración, pero a la vista de lo sucedido, sólo según y cómo. Se supone que el escritor es un cultivador de matices puestos en escena gracias a la ambigüedad literaria y ante la cual el lector se ve obligado a reflexionar y decidirse por sí mismo. Este ámbito de la libertad del lector no existe en Patria, porque el autor no la permite. Al final, e inexcusablemente,  te identificas con los buenos que se supone que son como tú, y desprecias a los malos porque son tu antítesis. El lector no es que sea tonto o listo, es que no le queda otra salida. Se siente atrapado. Porque, el universo de Aramburu es hermético. Hay que ser muy tonto para no inclinarse por los buenos vascos, es decir, por las víctimas de un bando que piensan, leen y viajan, mientras que los vascos malos, son unos mendrugos mentales, calculadores y mendaces. Desde este punto de vista, Nabokov, aunque estuviese de acuerdo con la tesis de Patria, escupiría sobre ella.”

Sin embargo, ¿la capacidad para provocar empatía, positiva o negativa, en el lector, es suficiente para negar la literatura o la bondad de una novela? El terrorismo de ETA es un tema todavía demasiado candente y polémico como para no provocar esa empatía, y eso es algo con lo que, seguramente, Aramburu ya contaba a la hora de empezar a escribir la novela. Por otra parte, no trato en este blog de hacer una crítica literaria de “Patria”, ni de “Patria” ni de ninguna de las novelas que he tratado anteriormente, sino de intentar un acercamiento histórico, más o menos científico, a algunas novelas históricas o pseudohistóricas. Y si bien el realto de Fernando Aramburu no es, en sí misma, una novela histórica propiamente dicha, en el sentido que aquí venimos defendiendo lo que es una novela histórica, sí es verdad que muestra unos hechos históricos, a pesar de que en esta ocasión se trata de eso que ha venido a llamarse la “historia del tiempo presente”: los crímenes terroristas de ETA. Y en este sentido, al menos, sí podemos asegurar que, desde nuestro punto de vista, “Patria” sí es una buena novela.



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