Una de las metas que yo me propuse cuando empecé a construir este blog sobre historia de Cuenca, pero también sobre cualquier otro aspecto que pudiera estar relacionado con este tipo de conocimientos humanísticos, tan denostados en la actualidad por los diferentes planes de estudio y, como consecuencia de ello, también por el conjunto de la sociedad, fue la de intentar acercar al lector algunos documentos originales de archivo, curiosos y desconocidos por el público en general. Pero también, como el lector ha podido comprobar a lo largo de este tiempo, dar a conocer algunos libros que, de alguna manera, pudieran estar directamente relacionados con las ciencias humanas, y en concreto con la historia, desde novelas históricas hasta ensayos de investigación, orientados principalmente para los especialistas, o trabajos de divulgación histórica. En este marco, he querido dedicar algunas de las entradas a diferentes libros sobre la historia de Cuenca, o sobre algunos personajes históricos conquenses, algunos de ellos desconocidos por el público en general, que por haber sido publicados lejos de nuestra ciudad, y fuera de los canales usuales de distribución, no son fáciles de localizar por el conjunto de los conquenses. Y éste es el caso del texto que esta semana quiero comentar, la biografía de uno de esos conquenses olvidados, el arqueólogo e historiador Pelayo Quintero Atauri, que ha sido realizada por uno de sus mayores admiradores, el también arqueólogo gaditano Manuel J, Parodi Álvarez, y publicada por la editorial andaluza Almuzara este mismo año.
¿Quién fue realmente este Pelayo Quintero Atauri? Antes de adentrarnos en su biografía, y en la relación que desde su nacimiento le unió con la provincia de Cuenca, y especialmente con las tierras manchegas del viejo priorato de Uclés, tan cercanas a la ciudad hispanorromana de Segóbriga, que tanto le marcara en su niñez, y le señalara su verdadero camino profesional, quiero ofrecer al lector unas breves pinceladas de conjunto sobre lo que el conquense representó para el devenir del estudio arqueológico en todo el siglo XX. Porque Pelayo Quintero, más allá de los descubrimientos arqueológicos, siempre interesantes, que pudo realizar a lo largo de su carrera, fue, en primer lugar, un hombre de su tiempo, que vivió a caballo entre el siglo XIX y la centuria siguiente. Es decir, si en el momento en el que él empezaba a excavar en la tierra, la arqueología española se encontraba aún en una situación incipiente, que tenía más que ver con el anticuarismo, la aventura y la simple búsqueda de tesoros, que con un verdadero estudio científico de los restos descubiertos y de los yacimientos, tal y como ahora la entendemos, después, conforme fue avanzando el desarrollo de la disciplina, ésta terminó por convertirse en una cuestión de método y de trabajo científico. Y el conquense, que fue, más o menos, coetáneo de Howard Carter, el descubridor de Tutankamón, de Hiram Bingham, el descubridor de las ruinas de Machu-Pichu, de Adolf Schulten, el renovador de los estudios sobre Tartessos, y también de otros arqueólogos de aquella época gloriosa, fue también parte de esa transformación de la arqueología como ciencia.
Recogemos aquí las
palabras del propio Parodi: “Pelayo Quintero puede ser considerado como uno
de los más claros representantes de la arqueología anticuaria, más o menos
anacrónica, en la España de fines del XIX y principios del XX, pero también, y
al mismo tiempo, sería uno de los primeros representantes de la disciplina
arqueológica ya moderna en nuestro país. Se trata de una época en la que no
existía la formación arqueológica como tal en las universidades españolas, y
Quintero viene a formar parte (hasta cierto punto representándolos,
encarnándolos) de los inicios del cambio en la disciplina arqueológica en
España, en la medida en la que no fue un simpe (y admirable) aficionado, un
diletante, sino que partió desde una
formación universitaria en la Universidad Central (actual Complutense) de
Madrid y se formó inicialmente en el trabajo de campo arqueológico con su
pariente Román García Soria, en el yacimiento de Segóbriga o Cabeza de Griego,
para continuar esta senda en ulteriores destinos (esencialmente en Andalucía, y
desde diferentes perspectivas, como veremos,…). De este modo y por esta razón,
por ejemplo, es de notar como Quintero trabaja con método, en el campo y en el
gabinete, y como documenta y escribe de forma muy correcta y acertada (para su
juventud y su época), aunque es de señalar igualmente que en sus orígenes viene
a transitar también entre materias y contenidos muy diversos, entre los que
destacan las bellas artes, así como la historia del arte y la crítica
artística, campos en los que se centraba el objeto de sus intereses, aficiones
y afanes. Baste mencionar en este sentido su gran obra, Sillerías de Coro,
publicada en 1928, entre otros trabajos dedicados a la historia del arte,
disciplina que el ucleseño no abandonaría jamás por completo.”
Por
todo ello, el conquense tiene un hueco predominante en la historia de la
arqueología, por más que después, por diferentes razones que nada tienen que
ver con el desarrollo de su trabajo, haya sido olvidado por muchos de los
arqueólogos actuales; y también, por algunos de aquellos que tanto le debían
mientras que el conquense aún se encontraba con vida. Una excepción honorable a
ese olvido generalizado, y quiero destacarlo aquí, fue el profesor Enrique
Gozalbes Cravioto, tristemente desaparecido también hace algunos años, quien
probablemente fue el mejor conocedor de la historia de la arqueología española,
y quien precisamente vino a terminar su carrera como docente y como arqueólogo
en nuestra ciudad, desde su cargo de profesor de Historia Antigua en la Facultad
de Ciencias de la Educación y Humanidades, de la Universidad de Castilla-La
Mancha. Sobre ese manto de olvido que la arqueología española, en su conjunto,
ha tendido sobre nuestro protagonista, Manuel Parodi ha escrito lo siguiente:
“Su figura y su obra han estado sumidas en el olvido, un olvido que entendemos consciente, deliberado y nada inocente, y que ha sido consecuencia de una forma de damnatio memoriae ejercida sobre el personaje ya en vida del mismo, tras la guerra civil. Quintero, un monárquico liberal en la órbita del sistema político de la restauración, en la esfera de Sagasta, no comulgaba con el régimen franquista ni con los principios del fascismo, y sufriría la represión de los vencedores en la contienda, a lo que habrían de sumarse las querellas y acaso las envidias locales gaditanas, que le pasarían igualmente factura… En este sentido es de señalar que la figura de Quintero no ha recibido durante décadas la consideración que le correspondía en el seno de la arqueología española. Se le ignoraba como arqueólogo (notable excepción la constituida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, acaso el más destacado especialista en historia de la arqueología española, quien lo incorporaría al Diccionario Histórico de la Arqueología en España…); sus trabajos estaban sujetos a una continua puesta en solfa, desatendiendo al necesario rigor a la hora de considerar desde la perspectiva de su tiempo (esto es, desde un punto de vista historiográfico) la labor de quienes nos han precedido en una u otra disciplina, y no brindando a Quintero la natural y misma consideración desde una perspectiva historiográfica que se ofrece a los trabajos de investigadores de hace un siglo, en una exclusión que claramente entendemos relacionada con la antedicha damnatio memoriae ya planificada en vida del mismo Quintero, y por motivos que aunaban lo político con el interés de determinados significativos personajes de la oligarquía gaditana de la época (alguno de los cuales fue asimismo del régimen franquista, en cuyo seno alcanzaría las más altas instancias de poder [el autor se está refiriendo al propio José María Pemán]) por eliminar a un incómodo rival del horizonte cultural local de Cádiz).”
Pelayo
Quintero había nacido en Uclés, la antigua sede en Castilla de la orden militar
de Santiago, a la sombra de su monasterio prioral, el 20 de junio de 1867.
Realizó sus estudios en Madrid, donde simultaneó la carrera de Derecho,
acuciado a ello, muy probablemente, por las presiones familiares, con estudios
más personales de Dibujo, en las escuelas de Bellas Artes y de Artes y Oficios,
así como también en la Escuela Superior de Pintura, y también en la Escuela de
Diplomática, a la cual estaba reservada, en aquellos momentos, la
especialización profesional para el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios. Y en
su pueblo natal, y a la sombra en un primer momento de cierto familiar suyo,
probablemente su tío abuelo, Román García Soria, quien en aquel momento
ejercía, al menos de facto, la dirección de las excavaciones en la
cercana ciudad romana de Segóbriga, se despertó en nuestro personaje una fuerte
atracción por la arqueología, por recuperar desde el fondo de la tierra
interesantes retazos de nuestro pasado. Y gracias a aquellas primeras
experiencias con la piqueta, además, pudo llegar a conocer a algunos de
nuestros más gloriosos arqueólogos decimonónicos, especialmente a Fidel Fita,
con quien colaboró, además, en sus tareas de publicación de los restos
epigráficos del yacimiento, incorporados por el sabio catalán al monumental
Corpus Inscriptionum Latinarum.
Terminada
su etapa de formación, Pelayo Quintero ejerció como profesor de Dibujo en
diferentes ciudades andaluzas: Granada, Málaga y Sevilla primeramente, periodo
que aprovechó para realizar diferentes trabajos arqueológicos en el importante
yacimiento romano de Itálica, patria de origen que había sido de una de las más
importantes dinastías de emperadores romanos: la dinastía antonina. Sin
embargo, sería su posterior llegada a Cádiz, en 1904, cuando empezó a
desarrollarse la etapa más fructífera de su carrera profesional, como director
del Museo de Bellas Artes de aquella ciudad mediterránea, con sus trabajos
arqueológicos, al frente de diferentes yacimientos de la propia capital y de la
cercana ciudad de San Fernando, y especialmente diferentes necrópolis púnicas
como las de Santa María del Mar y Punta de la Vaca, y también con los
diferentes cargos de dirección y representación que mantuvo en diferentes
asociaciones culturales locales, provinciales, e incluso regionales. En este
sentido, hay que destacar su labor desempeñada en la celebración del primer
centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912, fruto de la cual, y siempre bajo la
inspiración del conquense, quedaría para la posteridad el gigantesco monumento
que se levantó en la Plaza de España, bajo proyecto de Modesto López Otero y
ejecución de Aniceto Marinas, y el lapidario que desde entonces decora la fachada
del Oratorio de San Felipe Neri, lugar en donde se celebraban las reuniones de
las Cortes, y que recuerda a algunos de los diputados que llegaron a la hermosa
ciudad del Mediterráneo desde las diferentes provincias españolas, a un lado y
otro del Océano Atlántico.
Pero
la principal tarea que el conquense desempeñó en Cádiz tuvo más que ver con la
arqueología, a pesar de las muchas dificultades a las que Quintero Atauri tuvo
que hacer frente, especialmente en sus últimos años, debido a su avanzada edad
y a su delicado estado de salud. Así, los materiales que él iba recuperando de
la tierra, en sus diferentes excavaciones, el conquense los iba depositando en
su Museo de Bellas Artes, quizá en detrimento del propio Museo Arqueológico,
aunque finalmente terminaría por cederlo a éste, después de haberse marchado ya
de Cádiz; y es que, pese a su marcha de la ciudad, él oficialmente él no había
sido cesado en la dirección del museo gaditano. ¿Qué es lo que obligó al
conquense a cruzar el Estrecho de Gibraltar, e instalarse en la capital del
protectorado español en Marruecos, como director, ahora, del nuevo Museo
arqueológico de Tetuán? No, desde luego, sus propios intereses personales, sino
ciertas presiones ejercidas sobre el nuevo gobierno franquista desde algunos
elementos de la nueva sociedad gaditana surgida al finalizar la Guerra Civil,
tal y como Manuel J. Parodi afirma desde algunos capítulos de su libro. Este
hecho, su traslado al protectorado, le abrió la posibilidad de poder trabajar
en las excavaciones de la antigua ciudad númido-fenicia de Tamuda, reconvertida
en tiempos de Calígula y de Claudio en un campamento romano de gran
importancia, y sobre todo, de convertirse en el gran renovador de la
arqueología marroquí en el siglo XX, como ya lo había sido, también, de la
arqueología andaluza y española algunos años antes.
Pelayo
Quintero falleció en Tetuán en 1946. Después de que este hecho se produjera, y
durante mucho tiempo, siempre hubo una flor roja sobre su blanca tumba, en el
cementerio español (cristiano) de Tetuán. El hecho, real gracias a la
generosidad de su fiel criado Maimún, se tuvo durante mucho tiempo como una
leyenda urbana. Es curiosa la forma en la que el destino, el hado, trazó sus
últimas decisiones sobre este conquense, a veces tan incomprendido. El mismo
hado permitió que una de sus grandes obsesiones, el hallazgo del sarcófago
fenicio, se hiciera realidad mucho tiempo después de su muerte, y además, en el
lugar más insospechado. Poco tiempo antes de su llegada a Cádiz, a finales del
siglo XIX, había aparecido en la ciudad el sarcófago antropomorfo fenicio, y el
conquense, desde su llegada a la ciudad, siempre deseó poder hallar la pareja
de ese sarcófago, otro que tuviera forma de mujer. El conquense tuvo que
abandonar la ciudad sin poder encontrarlo, y sería mucho tiempo después de su fallecimiento,
en 1980, cuando, por fin, apareció aquel sarcófago, y precisamente en el solar
en el que antes había estado su casa, la única casa que él habitó mientras vivía
en la “Tacita de Plata”. Otra leyenda urbana cuenta que él ya había descubierto
aquel sarcófago antes de abandonar la ciudad, y que lo había escondido allí con
el fin de tenerlo siempre más cerca. Otra leyenda urbana sin sentido, pues
cualquier persona que conociera a nuestro arqueólogo habría sabido que él nunca
hubiera actuado de esta forma, que él nunca hubiera dudado en ofrecer su
descubrimiento al conjunto de la sociedad gaditana y española, aunque fuera
desde una de las salas de su Museo de Bellas Artes.
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