lunes, 29 de noviembre de 2021

Polemizando con la Historia

 No deja de ser curioso cómo, en una sociedad como la actual, en la que tan denostado se encuentra el estudio de la Historia, como el del resto de las ciencias consideradas como humanas, en la que los planes de la enseñanza desarrollados por la administración continúa reduciéndose cada vez más la enseñanza de estas áreas de conocimiento, tan necesarias para el desarrollo íntegro del ser humano, las polémicas históricas, arduas y estériles, siguen acudiendo con bastante asiduidad a los medios de comunicación. No se trata ahora de polémicas científicas, en las que se enfrenten eruditos e investigadores. Se trata de polémicas absurdas, que saltan a los periódicos y a los medios de comunicación generalistas, al albur de ocultos intereses ideológicos, y en ellas no se enfrentan verdaderos historiadores; por el contrario, son casi siempre las ideologías, las diferentes tendencias políticas, las que ponen su poso en esas polémicas. Y aunque alguna vez podamos encontrar a auténticos profesionales de la historia interviniendo en ese tipo de enfrentamientos, casi siempre lo hacen, consciente o inconscientemente, en beneficio de esas ideologías.

Ocurrió hace ya algunos años, al hilo de la publicación de “Sidi”, la novela de Arturo Pérez Reverte sobre la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Nacionalistas y antinacionalistas se enfrentaron entonces, blandiendo de nuevo la espada del héroe castellano, o su figura legendaria. ¿Quién fue realmente Rodrigo Díaz de Vivar, el personaje histórico o su retrato legendario; el héroe que el franquismo, y también muchos historiadores antes de que el franquismo fuera una realidad, no lo olvidemos, o el traidor que combatió al lado de los musulmanes? Quizá lo conveniente, y lo exacto, sería decir que el Cid fue las dos cosas al mismo tiempo, el héroe y el villano, el personaje histórico, protagonista en una frontera entre dos mundos diferentes, pero no tan opuestos como ahora podría parecernos, y el personaje de la leyenda, el que en Santa Gadea hizo jurar a todo un rey, Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano. Porque allí donde acaba la historia empieza la leyenda, y la leyenda, que no es historia pero se le parece, puede ayudarnos, algunas veces, a interpretar esa historia adecuadamente; lo conveniente es no llegar nunca a confundirlas. Y sobre todo, hay que decir que Rodrigo Díaz fue, ni más ni menos, un hombre de su tiempo, alguien que vivió siempre en la frontera: en esa frontera física entre cristianos y musulmanes, y en esa otra frontera, siempre tenue, entre la vida y la muerte.

Y ya que estamos hablando de la Edad Media, que en España es lo mismo que hablar de la Reconquista, no podemos olvidar tampoco la polémica pseudocientífica que hay abierta sobre la influencia que en nuestro país pudieron dejar los árabes -habría que hablar, en realidad, de los musulmanes, porque árabes de verdad llegaron muy pocos a la península, más allá de las élites que formaron parte de la corte de los Omeyas-. Una polémica, por otra parte, que muchas veces ha sido confundida por otros problemas más actuales, que nada tienen que ver con la Historia, como son la inmigración ilegal, en España procedente casi siempre de Marruecos y de otros países del Magreb, o el terrorismo islámico. Una etapa, la Edad Media española, en la que largos periodos de guerra alternaron con etapas pacíficas, donde cristianos y musulmanes podían convivir en una situación más o menos tranquila -ochocientos años dan para mucho tiempo-. Etapas en las que pudieron florecer Toledo con Alfonso X y su Escuela de Traductores, y, varios siglos antes, Córdoba con Averroes y de Maimónides, musulmán y judío respectivamente, o Sevilla, en la que vivió después el místico murciano ibn-Arabí, puente de plata entre los filósofos griegos, especialmente los neoplatónicos, y el pensamiento moderno. Desde luego, la Córdoba de los siglos IX y X, la de los Omeyas, llegó a convertirse en la ciudad más floreciente de toda Europa, económica y culturalmente. Sería ya a partir de la centuria siguiente, con la llegada primero de los almorávides y más tarde de los almohades, quienes trajeron a España su integrismo más extremista -algunos historiadores, haciendo un ejercicio de anacronismo, los consideran como la Al Qaeda de la época-, procedentes del otro lado del Estrecho de Gibraltar, quienes acabaron con esa Córdoba floreciente, pero también tenemos que recordar que para entonces, aquel paraíso floreciente se había empezado ya a romper, partido el antiguo imperio Omeya en pequeños reinos de taifas, esos reinos, algunos casi insignificantes, que tanto nos recuerdan -hagamos nosotros también un ejercicio de anacronismo- a la situación actual.

En estos últimos meses, y por una sucesión de intereses y motivaciones que se han ido concadenando en los últimos tiempos, los focos más importantes de esa polémica “histórica”, están relacionados con el descubrimiento y la conquista de América, y también con una de sus más importantes consecuencias, la circunnavegación del globo terráqueo, que supuso la primera vuelta al mundo, de la que ahora se cumple el quinto centenario. Respecto a la primera, el descubrimiento de todo un continente por un grupo de marinos que estaban al servicio de España, es verdad que desde siempre este hecho ha estado en el foco de la polémica, que desde hace ya muchos años se viene argumentando que Cristóbal Colón no había sido el primer europeo que llegó a poner sus pies en las tierras que más tarde serían llamadas América. Es cierto que los testimonios arqueológicos atestiguan que muchos siglos antes ya lo habían hecho los vikingos, quienes se instalaron en Groenlandia allá por el siglo X, y que más tarde pusieron también sus cuarteles en Terranova y la Península de Labrador, y por lo tanto, en el propio continente americano. Es cierto, también, que cada vez tienen más peso las noticias sobre otros europeos que, poco tiempo antes de que lo hiciera Colón, habían llegado también a tierras americanas. Algunos habrían regresado, contando en las tabernas todo lo que allí habían visto, y Colón pudo empaparse de aquellas historias que no todos se creían; otros, sin embargo, no pudieron regresar, por un motivo u otro, y allí, en el nuevo continente, fueron vistos por los compañeros del navegante italiano -no quiero abundar en la polémica sobre el origen de Colón, que actualmente está teniendo un mero cariz nacionalista, y que en realidad nada importa porque, naciera donde naciera, lo único cierto es que el marino se encontraba ya al servicio de España-. Pero, y aunque demos ambas cosas por sentado, ¿puede realmente hablarse, en los dos casos, de un auténtico descubrimiento de un continente? Los descubrimientos de nuevas tierras, aunque sean casuales, llevan consigo algo más que una experiencia personal o de un pequeño grupo de hombres. Nadie, en términos historiográficos, discute el hecho de que fue el inglés David Livingstone quien descubrió para Europa las cataratas Victoria, en el corazón del África negra, cuando en realidad, como muy bien demostró para el conjunto de los lectores el arqueólogo y novelista italiano Valerio Massimo Manfredi en su novela “Antica Madre” basándose en la obra de Plinio y de otros historiadores romanos, ya lo había hecho mucho tiempo antes, en el año 62, una expedición romana que había sido enviada allí por el emperador Nerón.

Algo similar puede decirse respecto a la primera vuelta al mundo. Más allá de la rivalidad entre España y Portugal que se produjo hace algunos años, durante la celebración del quinto centenario del comienzo de la expedición, fruto de las nacionalidades respectivas de quienes la dirigieron -primero el portugués Fernando de Magallanes, aunque en el momento de iniciarse el viaje éste se encontraba, también, al servicio del rey de España, y más tarde Juan Sebastián Elcano-, el foco de la polémica está ahora, incluso, en dar la primacía de la primera vuelta al mundo de un hasta ahora casi desconocido Enrique de Malaca, un esclavo y fiel servidor de Magallanes que era originario de las Molucas, a las que Magallanes había llegado antes navegando por la ruta portuguesa, bordeando el continente africano. Y es que algunos periódicos han llegado a afirmar que fue éste quien daría, en realidad, por primera vez la vuelta al mundo, al llegar en 1521 a Filipinas, en la misma expedición que Magallanes y Elcano, y aducen en favor del hecho su trayectoria personal anterior a aquel viaje, una trayectoria que le había llevado a completar el camino de regreso a la península, mucho tiempo antes que sus compañeros de expedición, durante los viajes anteriores en compañía de su amo, Magallanes. Polémica y afirmación que no dejan de ser absurdas y sin sentido: una vuelta al mundo es eso, un viaje de ida y vuelta al mismo lugar del que se partió, siguiendo siempre el mismo sentido de la navegación, como muy bien conocen los organizadores de la Ocean Race, la vuelta al mundo en vela. Es decir, lo que consiguió Elcano y un puñado de diecisiete hombres que, más allá de su origen, estaban al servicio de España, cuando llegaron al puerto de Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522.

Pero lo más agrio de este tipo de polémicas históricas, allí donde se vierten más ríos de tinta -y esperemos que nunca llegue a convertirse en sangre-, viene dado desde dos aspectos diferentes y complementarios: la tan criticada Ley de Memoria Democrática, que tan poco tiene en realidad de democrática, y el nacionalismo más extremo. Sobre la primera, no voy a insistir más en ello; sólo decir, una vez más, que esta ley, a mi modo de ver injusta porque convierte a la Historia en una historia de buenos y malos, ha venido a desdecir y a criticar uno de los periodos más fructíferos, desde el punto de vista de la convivencia, de nuestro pasado más reciente: la Transición. Respecto al otro aspecto, el relacionado con los postulados nacionalistas, y el aprovechamiento que estos hacen de la Historia, el problema también viene de largo. Muchos son los ejemplos que se pueden dar de ello, hasta el punto de que éste, especialmente el catalán, ha llevado a cabo una manipulación completa de la Historia que es fácil de seguir, y que ha producido, más allá de una gran cantidad de artículos, varias decenas de monografías, desde un lado y otro del espectro, desde las que defienden esa historia manipulada por los nacionalistas hasta los que intentan, con una buena panoplia de pruebas documentales incluso, rebatirla. Tampoco voy a insistir más en ello, porque es de todos conocido.

Sí quiero sacar a la luz una última polémica, que tiene ahora que ver con el nacionalismo vasco: en las últimas semanas los medios de comunicación, sobre todo los publicados en aquella comunidad, han sacado a la luz la noticia de la aparición en Italia de un códice antiguo en el que se presentan algunas palabras en euskera. Se trata de una edición de 1553 de una crónica de España escrita por el humanista italiano Lucio Marineo Sículo, cuya primera edición estaría fechada hacia el año 1496. Sea verdad o no la aparición del libro, que en realidad tampoco supone tanto para la historia de este idioma, que por otra parte siempre fue más oral que escrito, el hecho nos recuerda en algo a otra noticia anterior. En el año 2006, en el yacimiento romano de Iruña-Veleia (Pamplona), fueron encontradas diferentes representación de Jesucristo crucificado, acompañadas con diferentes signos que, interpretaron los arqueólogos, eran palabras escritas en euskera, realizadas sobre piedra y sobre trozos de cerámica. El descubrimiento tenía una gran importancia en sí mismo porque, datadas las piezas en el siglo III, significaba la más antigua representación de la crucifixión, y porque lo convertía, además, en los restos más antiguos escritos en ese idioma. Sin embargo, poco tiempo después una sombra de duda se vertió sobre aquel descubrimiento: el hallazgo fue estimado como una gran falsificación histórica, una más, y fue a parar a los tribunales. A principios de este mismo año, 2021, Eliseo Gil, el director de las excavaciones, y también alguno de sus colaboradores, fue condenado a dos años y tres meses de prisión por la Audiencia de Álava, por haber manipulado cerca de quinientas piezas de gran valor histórico y arqueológico.



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