Este texto es la presentación del libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", que he escrito junto al teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías.
Señoras y
señores, autoridades, amigos y amantes de la historia de Cuenca o de la
historia militar, buenas tardes.
Antes de nada, me gustaría dar las gracias a todos los que, de una manera o de otra, habéis hecho posible que este libro vea por fin la luz. A la Diputación Provincial y, a su Diputada de Cultura, Marian Martínez, y especialmente a la directora de su Servicio de Publicaciones, Marta Segarra, quien, como tantas veces ha hecho cada vez que se lo he pedido, no ha dudado en prestar, solícitamente, toda su colaboración y su entrega al servicio, y quiero reiterar esta palabra, servicio, por cuanto ésta tiene de asistencia, prestación, entrega, en beneficio de la ciudadanía. También, por supuesto, a los que nos han prestado su aliento a lo largo del tiempo que este volumen ha tardado en ver la luz, por diferentes motivos. Y a todos vosotros, que estáis aquí, por vuestra presencia en este acto. Y sobre todo, a sus futuros lectores, porque sin lectores, desde luego, no existirían los libros; porque todo mensaje, y desde luego un libro no es más que un mensaje, más o menos denso, debe tener, por definición, un receptor que reciba ese mensaje, que haga que el trabajo realizado por el emisor haya valido la pena.
Dicho esto,
es para mí un honor estar aquí hoy para presentar el libro "Las élites
militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", una obra que he
tenido el privilegio de escribir junto con el teniente coronel Pedro Luis Pérez
Frías. Este estudio, riguroso y documentado, nos sumerge en la historia militar
de una de las regiones más significativas de España, pese a la falta de
unidades militares que estuvieron acantonadas en ella en muchas etapas de su
historia, y en la función clave que desempeñaron sus militares en una etapa
crucial de nuestra historia.
Alguien, en
un corte muy conocido de televisión que se ha convertido en recurrente, abroncó
a todos los presentes en una tertulia porque, pensaba él, no se estaba dedicando
demasiado a hablar sobre el libro que él acababa de publicar. Por el contrario,
yo aquí no voy a hablar sobre nuestro libro; o al menos, no voy a hablar de
momento sobre el libro. Sobre él ya se está hablando mucho en este acto. Yo ,
por el contrario, de lo que quiero hablar es del ejército; del ejército
español, del que yo, lo confieso, me considero un admirador. Yo, que cuento
como única experiencia en el ejército los veinte meses que estuve de servicio
militar, y encima aquí, en el gobierno militar de Cuenca, en un servicio de
oficina que, además, lo hacía de paisano; que no tengo más tradición militar en
mi familia que una muy lejana relación familiar con el general Federico Santa
Coloma, uno de los soldados que son mencionados en el libro, además de ser
nieto, yerno y tío de guardias civiles, que también, no debemos olvidarlo,
forman parte de nuestras Fuerzas Armadas, siento por el ejército, y más en
concreto por el ejército español, una profunda admiración, que va mucho más
allá de los vistosos uniformes y de los relumbrantes entorchados que los
adornan.
Una vez dicho esto, quizá resulte
extraña mi siguiente afirmación: ¡Ojalá no tuvieran que existir los ejércitos!
¡Ojalá los ejércitos no fueran necesarios! ¡Ojalá no existieran las guerras, ni
los atentados terroristas, porque de esta forma, tampoco serían necesarias las
misiones de paz, de las que, por cierto, tanto sabe el ejército español, que se
encuentra desplegado casi por los cinco continentes, y es tan respetado allí
donde va! Recuerdo que en un viaje por la antigua Yugoslavia, donde visitamos
ciudades como Trebinje y Mostar, en Bosnia, algunos de sus habitantes nos
comentaron el buen recuerdo que les habían dejado los soldados españoles que
participaron en aquellas misiones de paz; sobre todo en Mostar, ciudad en la
que, incluso, se le dedicó a nuestro país, y especialmente a los militares
españoles caídos en acto de servicio, la mayor plaza de su callejero, en cuyo
centro, además, se encuentra un sencillo monumento que está coronado por las
banderas de España, de Bosnia, y de Herzegovina.
¡Ojalá no
existieran tampoco las grandes inundaciones, ni los terremotos, ni cualquier
otra clase de catástrofe natural, porque, más allá de la existencia de la
Unidad Militar de Emergencias, una de las labores tradicionales de todos los
ejércitos ha sido la de ayudar a la población propia en los casos de necesidad!
Como se demostró, lamentablemente, en las pasadas inundaciones de Valencia, y
como se demostró también en Cuenca, en abril de 1902, cuando fue una unidad de
zapadores del ejército, que estaba dirigida, por cierto, por uno de los
conquenses de los que hablamos en este libro, la que vino a Cuenca para
realizar las tareas de desescombro y el rescate de los heridos, y búsqueda de
los cuerpos en el peor caso, víctimas del hundimiento de la Torre del Giraldo,
de nuestra hermosa catedral.
Sin embargo,
los últimos años nos han demostrado, una vez más, que pensar en una sociedad
idílica, en la que los Estados no tengan la necesidad de defenderse unos de
otros, no deja de ser una utopía. A lo largo de la historia, las naciones han
requerido fuerzas armadas para garantizar su seguridad, defender su soberanía
y, en ocasiones, proyectar su influencia en el resto del mundo. La existencia
de ejércitos no es un capricho ni un vestigio de tiempos pasados, sino una
necesidad inherente a la estructura de cualquier país que aspire a preservar su
independencia y su forma de vida.
“Si vis
pacem, para bellum”. Esta máxima latina, que muchas veces ha sido atribuida,
erróneamente, a Julio César, se debe en realidad al escritor romano Flavio
Vegecio Renato, un autor tardío romano que vivió en el siglo IV, cercano a la
corte del emperador Teodosio y pertenece al prefacio del libro tercero de una
de sus dos obras conocidas sobre temas militares: “Epitoma rei militaris”. La
traducción más cercana de la frase sería la siguiente: “Si quieres la paz,
prepárate para la guerra”. Por otra parte, el famoso filósofo chino Sun Tzu,
que vivió entre los siglos VI y V a.C., y que escribió una de las obras
clásicas sobre temas militares, “El arte de la guerra”, ya había escrito, antes
de ello, otra frase lapidaria sobre este asunto: "El arte supremo de la
guerra es someter al enemigo sin combatir." En efecto, para él, estar
siempre preparado para la guerra es precisamente lo que permite controlar la
situación y mantener la estabilidad y la paz, sin tener que llegar al conflicto
armado.
En 1992,
poco después de que se produjera el derribo del muro de Berlín y la caída del comunismo,
tal y como se entendía en aquel momento, el historiador y politólogo
norteamericano Francis Fukuyama publicó su libro más conocido: “El fin de la
Historia y el último hombre”. La tesis pecaba de un optimismo que se ha
demostrado totalmente erróneo: considerando el fin de las dictaduras tanto en
la península ibérica como en Grecia y en América Latina (juntas militares), y
sobre todo la desintegración de la Unión Soviética, y el final de las
dictaduras comunistas en la Europa oriental, en los años ochenta, la democracia
y el liberalismo ya no tendrán más barreras, y el estallido de nuevas guerras
sería cada vez más improbable.
Basándose en esa concepción errónea
de la geopolítica, en muchos países, sobre todo en Europa, se ha venido
desarrollando en los últimos años, una política de “buenismo” y de pacifismo
que ahora, sin embargo, los europeos estamos sufriendo en los últimos años. En
efecto, en Europa, en las últimas décadas, hemos asistido a un proceso progresivo de desarme y debilitamiento de las
estructuras de defensa bajo la bandera de una política pacifista
bienintencionada, pero no exenta de problemas. Se ha promovido la idea de que
la guerra es algo del pasado, que los conflictos pueden resolverse
exclusivamente a través de la diplomacia y que los ejércitos pueden reducirse a
su mínima expresión sin que ello tenga consecuencias.
Sin embargo,
la historia nos ha demostrado que la paz no es una condición permanente, sino
un estado frágil que debe ser protegido con determinación. La guerra de
Ucrania, y también la de Israel aunque de otra manera, nos ha colocado a los
europeos bajo nuestro propio espejo. La incapacidad de la Unión Europea para
influir decisivamente en la resolución de este conflicto ha evidenciado la
debilidad estratégica de nuestro continente. Un claro ejemplo de ello es la
reciente decisión tomada entre Donald Trump y Vladímir Putin para poner fin a
la guerra, pero a su modo, a partir de la rendición casi incondicional de
Ucrania, una decisión en la que ni la propia Ucrania ni los países europeos han
tenido un papel determinante. Esto pone de manifiesto una dura realidad: sin
una defensa fuerte y sin una capacidad real de disuasión, Europa se convierte
en un actor irrelevante en el escenario internacional.
Por otra parte, no es la primera vez que esto sucede. No es la primera vez que Europa ha tenido que sucumbir por sus propias negligencias, y por su apuesta por la paz, precisamente en un momento en el que apostar por la paz y no hacer frente con decisión a los postulados totalitarios no era una opción. Pasó en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, y aquello, ya lo sabemos. En aquel momento, las democracias liberales, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se mostraron demasiado tibios ante las primeras invasiones de Alemania, pensando que el problema era sólo de Alemania y de sus vecinos del otro lado del continente. Creyeron a Hitler cuando les prometió que su único deseo era reagrupar los territorios en los que el pueblo alemán era mayoría. Por ello, no actuaron cuando el nazismo anexionó Austria, en marzo de 1938; no actuaron tampoco cuando anexionó los Sudetes checos, en septiembre de 1938, ni cuando, en marzo de 1939, entraron en Praga para anexionarse el resto del país, estableciendo el protectorado sobre Bohemia y Moravia, a la vez que propiciaban el establecimiento de un estado títere en el resto de la vieja Checoeslovaquia; ni actuaron, ese mismo mes de marzo, cuando las tropas alemanas se apoderaron del territorio de Memel, en el oeste de Lituania.
Sólo
actuaron cuando, ya a finales de agosto, vieron las orejas de un lobo ya
demasiado cercano, cuando los nazis, fruto de su pacto secreto con los
comunistas de la Unión Soviética, intentaron apoderarse de Danzig (Gdansk), que
entonces tenía estatuto de ciudad libre, protegida por la Sociedad de Naciones.
Sin embargo, para entonces, todo era ya demasiado tarde. Poco tiempo antes,
cuando los alemanes habían invadido los Sudetes, Neville Chamberlain, quien era
en ese momento Primer Ministro del Reino Unido, se dirigió a sus compatriotas
anunciándoles que había conseguido la paz, al no querer intervenir en el
conflicto. Sin embargo, aquellas cuando la guerra ya era irremediable, el
recuerdo de aquellas palabras de Chamberlain les llevaron a Winston Churchill,
su rival en el Partido Conservador, y futuro Primer Ministro después una vez
acabado el conficto, a afirmar, en un famoso discurso que dirigió a sus
paisanos ingleses su famosa frase: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la
guerra. Habéis elegido el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Porque no
basta con no desear la guerra para poder vivir en paz, tal y como la historia
nos demuestra constantemente.
El propio
desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo su finalización, nos
enseñó, una vez más, la necesidad de ser fuerte, militarmente hablando, también
para poner fin a la guerra. Y sobre todo, para poder empezar, con verdaderas
posibilidades de éxito, una buena posguerra. Fueron los norteamericanos, no los
europeos, los que posibilitaron la reconstrucción de Europa, y fueron los
norteamericanos, no los europeos, los que lograron que la Guerra Fría se quedara
en eso, en una guerra fría, a pesar de que siempre estuviera bajo la espada de
Damocles de una guerra caliente. ¿Qué hubiera sido de Europa, en aquellos años
de continuas crisis de misiles y de bombas atómicas, sin la ayuda del primo
americano? ¿Cuánto tiempo le hubiera durado a la bota comunista acabar con todo
el continente europeo? Todavía en este siglo XXI, hay que recordarlo, el
setenta por ciento del presupuesto de la OTAN lo ponen los Estados Unidos.
La
afirmación sigue siendo válida hoy en día, a pesar de las soflamas interesadas
y casi absurdas de Donald Trump. Hace apenas dos semanas, en un artículo
publicado en el diario ABC, José Ignacio Salafranca, director de la Fundación
Euroamérica y antiguo embajador de la Unión Europea en Argentina, afirmaba lo
siguiente: “Hemos asistido a la paradoja de que una gran potencia
económica como la Unión Europea, con
casi quinientos millones de habitantes, tenía que ser protegida por los Estados
Unidos, trescientos cuarenta millones, frente a las amenazas de Rusia, ciento
cuarenta y cuatro millones, siendo el gasto militar de este país inferior en un
vente por ciento al de los estados miembros de la Unión Europea”. Y más
adelante continúa: “La Unión Europea tiene que reinventarse para hacer frente a
los retos que plantea un mundo, el de 2025, muy distinto al de 1945. La
pregunta que nos interpela hoy es si la Unión Europea, a pesar de su declive
demográfico y económico, quiere y puede liderar un nuevo multilateralismo. Si
aspira, a pesar de que tiene que aprender a dotarse de las herramientas del
poder, a dar una visión distinta del mundo, anclada en sus valores: paz,
libertad, comprensión, concordia y reconciliación”
En estos
días en los que la crisis de Ucrania ha vuelto a poner de moda la necesidad de
invertir más en armamento, escuché en un programa de radio una frase que me
llamó la atención: “Europa, a partir de ahora, debe parecerse más a Esparta y
menos a Atenas”. ¿Qué significa eso? Comparemos el mundo actual con la Grecia
clásica, volvamos a los tiempos de la Guerra del Peloponeso, a los tiempos de
Pericles y Lisandro, y lo entenderemos. Quizá lo que haga falta, si no queremos
ser tan pesimistas, es buscar un término medio entre Atenas y Esparta, seguir
enamorándonos de Atenas, pero sin dejar de mirar a nuestra espalda para
encontrar allí la sombra de la vieja Esparta.
Dicho esto, y
para volver a hablar de este libro que acaba de presentarse, quiero decir que
en él se habla, sobre todo, de cerca de unos veinte militares que tienen dos
cosas en común. Todos ellos, por unos motivos u otros, formaron parte de eso
que se ha llamado las élites militares, y que el teniente coronel Pérez Frías
ya nos ha contado en qué consiste, y además, de alguna manera, todos están
relacionados con nuestra provincia. No son, sin embargo, los únicos que, de un
modo u otro, dieron su vida por España. Porque dar la vida por tu país no es
sólo llegar a las últimas consecuencias de esa entrega, llegar a morir por él
o, como se canta en alguno de los himnos, entregar la última gota de su sangre.
Dar la vida por tu país es, también, vivir de una manera acorde con una promesa
dada, con la promesa que todo soldado hace en el momento de jurar la bandera
que representa a su país.
Son, los que
aparecen en el libro, apenas un puñado de soldados que, como miles y miles de
soldados a través de los tiempos, supieron, a través de su biografía, convertir
en una realidad vital el lema del soldado español: “Honor y Lealtad”; o ese
otro, que todavía aparece, con letras de molde, en todos los cuarteles: “Todo
por la Patria”. Ese lema que algunas asociaciones memorialistas han querido
envilecer por su relación con el ejército de Franco, sin tener en cuenta su
verdadero origen histórico, en el contexto de la Guerra de la Independencia.
Nada más.
Reitero mi gratitud personal, y la gratitud de los que formamos parte de esta
mesa, a todos vosotros, por vuestra paciencia. Muchas gracias a todos.
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