Últimos días en Berlín, de Paloma
Sánchez-Garnica, es mucho más que una novela histórica ambientada en la Europa
convulsa del siglo XX. Es un ejercicio de memoria, un espejo en el que se reflejan,
con estremecedora nitidez, las similitudes entre los totalitarismos que
asolaron el continente: el comunismo soviético y el nazismo alemán. A través de
la historia de Yuri Santacruz, el lector recorre un mapa moral de lealtades,
traiciones y supervivencia en tiempos oscuros, cuando las ideologías dejaron de
ser ideas para convertirse en máquinas de destrucción colectiva.
La novela arranca con una huida.
Yuri, su padre y su hermana logran escapar de San Petersburgo tras el estallido
de la Revolución bolchevique. Sin embargo, su madre y su hermano quedan
atrapados tras el telón de acero. Años después, instalado en Berlín, Yuri se
enfrenta a una nueva pesadilla: el ascenso de Hitler al poder en 1933. De un
totalitarismo a otro, la historia parece repetirse. Cambian los símbolos,
cambian las banderas, pero el método es el mismo: el control absoluto de la
voluntad popular, la anulación del pensamiento crítico y la creación de un
enemigo común.
Aquí entra en escena la propaganda como arma principal del poder. Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Tercer Reich, diseñó once principios que explican la eficacia del adoctrinamiento masivo: la simplificación del enemigo, la repetición, la exageración, la orquestación de mentiras, el principio de transfusión (usar elementos del imaginario previo de la sociedad)… Todos ellos, y otros muchos, hasta once, se aplican en la Alemania nazi, pero también, de forma análoga, en la Unión Soviética de Stalin. En ambos regímenes se ganaba el relato antes de ganar la guerra. La verdad se volvía moldeable, sustituida por un discurso oficial que cambiaba según convenía. La propaganda no solo alimentaba el odio, sino que ofrecía una ilusión de pertenencia, de seguridad, de fe. Las masas eran manipuladas con globos sonda: rumores, medias verdades, cambios graduales que deslizaban al ciudadano común hacia el abismo sin apenas resistencia.
No hay ninguna diferencia, en
realidad, entre el estalinismo soviético y el nazismo alemán. Recogemos la
descripción que la autora hace de aquella Unión Soviética revolucionaria: “El
simple hecho de tener o haber tenido alguna propiedad o un comercio, por nimio
que fuera, se convirtió en un lastre: al robo se le consideraba
nacionalización, y lo que era peor, la barbarie, los asaltos, la delación,
incluso el asesinato, se habían convertido en una forma de lucha obrera.
Pusieron en libertad a los delincuentes comunes confinados en las cárceles, en
la creencia de que si se delinquía era por el exceso de esa clase de
privilegiados que los habían oprimido durante siglos, así que por las calles
pululaban a su albedrío hordas de convictos de toda calaña, ladrones, asesinos,
estafadores, violadores. La pasada magnificencia de la ciudad se había
deteriorado como si la hubiera golpeado un huracán. Los edificios, antes
señoriales como elegantes fortificaciones, se habían convertido en viejas
tumbas abiertas. Las calles, antes limpias y relucientes, permanecían sucias,
descuidadas, con tan poco tráfico que en ellas crecían arbustos. No había
tiendas, ni teatros, ni restaurantes, ni siquiera fábricas. Todo había quedado
clausurado, abandonado, una ciudad fantasma igual que un cementerio olvidado,
habitada solo por cadáveres andantes, macilentos hombres, mujeres, niños,
ancianos solitarios en busca de un mendrugo de pan o un trozo de madera con el
que calentarse. No había perros, ni gatos, ni pájaros, tan solo ratas y
cucarachas sobrevivían, la escueta carne de los caballos muertos de inanición
acabó convertida en tropezones de sopa y goulash. Todo lo susceptible de
transformarse en leña había desaparecido de los árboles, las cercas, las
puertas; si una casa era abandonada, en un par de noches se desmantelaban hasta
los cimientos. La escasez deshacía la ciudad. La inseguridad se había apoderado
de todo. El temor a salir, daba igual la hora que fuera, se había adueñado de
la mayoría de quienes sólo intentaban sobrevivir en un lugar en el que no había
nada, al menos para ellos. La gente pacífica quedaba al albur de no cruzarse
con tipos que campaban a sus anchas sin control alguno y sin reconvención por
sus delitos, de tal manera que el regreso al hogar se celebraba como un
acontecimiento.”
Frente
a esa Moscú muerta, abandonada en su ruina, existe una Berlín que, detrás de
los bellos uniformes de los SS, los teatros llenos a rebosar, los cabarets en
los que las jarras de cerveza y las copas de absenta pasan de mano en mano de
aquellos que defienden el régimen de terror, esconde una ciudad diferente para
todos aquellos que nunca podrán considerarse como los elegidos: los judíos, los
gitanos, los homosexuales, o, simplemente, de todos aquellos que deciden vencer
el miedo para luchar por una sociedad mejor: “En los días que siguieron fueron
conscientes de la magnitud de los sucesos acaecidos, a los que la prensa
denominó la noche de los cristales rotos, Kristallnacht, al quedar las
calzadas de la ciudad sembradas de ellos. En todo el país, incluida Austria
(que había quedado incorporada al Tercer Reich desde marzo de aquel año),
fueron incendiadas y destruidas miles de sinagogas, calcinado libros sagrados y
de oración, biblias, archivos, imágenes y mobiliarios, se destrozaron y
desvalijaron la gran mayoría de los comercios y de los locales que dirigían o
aún eran propiedad de judíos, se saquearon consultas médicas, despachos de
abogados y de todo profesional regentados por hebreos.”
En efecto, la escritora pone en boca
de su protagonista lo que realmente piensa de todos los totalitarismos, todos
iguales en cuanto a lo terrible y lo sanguinario de su ideología, más allá de
eso de lo que tanto se habla también en este siglo XXI que, sin embargo, en
algunas cosas no es tan diferente como la época en la que se ambienta la
novela: la lucha por ganar el relato de cara a l a opinión pública, incluso a
los propios intelectuales. Yuri y Axel, el ferviente comunista al que el otro
le había ayudado a escapar de Berlín cuando las cosas empezaban a ponerse mal
para ellos, se encuentran en Kolimá, en el gulag de Siberia, y es entonces
cuando la autora convierte al primero en el peso de su propia conciencia:
“El fundamento es el mismo, Axel;
uno y otro se sustentan en el terror para mantenerse en el poder, cada uno a su
manera, pero con el mismo resultado, cientos de miles de víctimas inocentes que
hemos tenido la desgracia de vivir en un lugar y una época despiadados. Aunque
te doy la razón en que ambos sistemas se tratarán de forma distinta en un
futuro inmediato… Por aquí corren rumores de que los alemanes están siendo
aplastados por el Ejército Rojo, y si ocurre eso, si Alemania pierde la guerra,
el mundo culpará al nacismo de los crímenes abominables que ha llevado a cabo,
perseguirá a sus responsables. Hitler será juzgado y condenado por abocar al
mundo a una guerra infame; sobre su figura recaerá para siempre el papel de
canalla abyecto y miserable que ha ejercido en todos estos años, y su nombre
quedará grabado en las páginas más ignominiosas de la historia. Pero, ¿qué
pasará con los crímenes que está cometiendo tu infalible Stalin?... Al estar en
el bando vencedor, se le justificarán todas las atrocidades, estos campos de la
muerte de serán como el pago necesario para la industrialización y el progreso
de la Unión Soviética; los que aquí mueren de hambre, de agotamiento, de frío,
serán sólo muertos, una estadística inane, nadie clamará por ellos, nadie
pedirá justicia por tanto dolor infligido. Estoy seguro de que el mundo verá
con buenos ojos a Stalin, indultado de todos sus crímenes, tan graves o más que
los de Hitler.”
Yuri Santacruz es un personaje
profundamente humano, lleno de contradicciones. Es víctima y testigo de ambos
regímenes. Huye del comunismo que arruinó a su familia, pero no puede evitar
sentirse atrapado por los ecos del mismo mal en la Alemania de Hitler. Lucha
con su deseo de justicia, su anhelo de libertad y su impotencia ante los
horrores que presencia. Su historia personal se convierte en una travesía moral
por la Europa del odio, en la que mantenerse íntegro exige una valentía que
casi siempre se paga con la vida o con el exilio.
Pero en la novela, además del propio
Hitler, de Stalin y de Beria, de Goebbels y de Himler, cuyas sombras, como no
podía ser de otra forma, sobrevuelan por encima de la narración, aparecen
también algunos personajes reales que, a pesar de que su presencia puede
parecer residual, enriquecen la novela. Entre ellos destaca la figura de Hans
Litten, el abogado alemán que se atrevió a enfrentarse, desde la propia legalidad,
al nacionalsocialismo. Su inclusión en el libro no es anecdótica: Litten
representa al jurista que defiende el Estado de Derecho cuando todo a su
alrededor se desmorona. Pagó su audacia con la persecución, la tortura y,
finalmente, como tantos otros alemanes de entonces, con la muerte. Su figura
encarna la tragedia de aquellos que creyeron en la justicia mientras el resto
del mundo elegía la barbarie. Y junto a Litten, quizá como contrapartida a ese
ángel bueno que pagó su apuesta por la libertad y la democracia con su propia
vida, también aparece la figura del demonio, en la persona de Vasili Blojin, el
verdugo y carnicero de la NKVD, el temido El Comisariado del Pueblo para
Asuntos Internos de la Unión Soviética, acusado de asesinar con sus propias
manos, entre miles y miles de opositores, de dentro y de fuera de la Unión
Soviética, a las víctimas del bosque de Katyn.
Porque
también los hechos que se narran en la novela, muchos de ellos, son históricos.
También, por supuesto, los s más polémicos y comprometedores en aquella
época convulsa, como la tristemente famosa "noche de los cristales
rotos" o los crímenes del bosque de Katy. En otra entrada de este
blog (ver “Un libro sobre la masacre de Katyn (Polonia) durante la Segunda
Guerra Mundial”, 23 de abril de 2020) ya expliqué lo que supuso el hallazgo de
varias fosas comunes, con miles de cadáveres de militares polacos que habían
sido asesinados al principio e la guerra. La polémica entre los alemanes y los
rusos duró muchos años, porque las víctimas habían sido asesinadas pistolas
alemanas, pero finalmente Rusia reconoció su culpabilidad en 2010. Así recuerda
la tragedia Paloma Sánchez-Garnica en su novela, cuando Kolia, arrepentido del
horror provocado, le cuenta a su hermano la masacre. “El bosque de Katyn… Nunca
lo olvides… Yo participé en esa masacre, Yuri. No hay perdón posible para mí.
Merezco la condena eterna. Deseo que llegue la hora de que aprieten el gatillo
sobre mi nunca. Tal vez entonces acabará este tormento que me consume, o tal
vez mi alma se abrase eternamente en el infierno.”
Y, sin embargo, Últimos días en
Berlín no es solo una novela sobre el horror. Es también una historia sobre
el amor, la amistad y la fidelidad a los valores esenciales del ser humano.
Yuri se aferra a sus sentimientos como último refugio frente al caos. Su amor
por Claudia, primero, y por Krista después, su lealtad a los amigos, su
búsqueda de la verdad y su ternura con los más débiles hacen que el lector no
pierda la esperanza. Incluso cuando todo parece perdido, la luz persiste,
aunque sea tenue. El amor sobrevive a las ideologías, porque no pertenece a
ningún partido. En efecto, como muy bien el lector va descubriendo conforme
avanza en la lectura, Claudia y Krista, Krista y Claudia, no son tan opuestas
como a primera vista puede parecer; por el contrario, ambas representan dos
caras opuestas de una misma moneda, y sólo la cruda realidad, el ambiente
opresivo que se vive en la Alemania de los años treinta, son los que las
arrastran hacia el amor o hacia el odio.
Entre Moscú y Berlín, entre el Gulag
y Dachau, Sánchez-Garnica nos recuerda que también existía una España en
ebullición. La Segunda República Española, que en 1931 despertó tantas
ilusiones, había comenzado ya en 1933 a mostrar fisuras preocupantes. La
polarización política, la violencia en las calles y el uso partidista de las
instituciones anticipaban la tragedia que estallaría en 1936. Así, la novela
traza un arco completo del siglo XX europeo, mostrando cómo el sueño de la
libertad se vio constantemente amenazado por fanatismos de signo contrario,
pero de fondo idéntico.
Una de las citas que mejor encapsula
el espíritu de la novela es aquella atribuida a Evelyn Beatrice Hall en Los
amigos de Voltaire: "No estoy de acuerdo con lo que dices, pero
defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo". Esta frase, que resume el
ideal liberal de la tolerancia, es justo lo que se pierde en cualquier régimen
totalitario. Cuando el pensamiento único se impone, desaparece la discrepancia,
y con ella, la libertad. Yuri representa al hombre que, a pesar de todo, sigue
creyendo en ese derecho. Que defiende la palabra como resistencia. Que se niega
a convertirse en cómplice del silencio.
En definitiva, Últimos días en
Berlín es una novela necesaria. Nos habla del pasado, pero ilumina los
peligros del presente. Nos recuerda que la historia no es un ciclo inevitable,
pero sí una advertencia constante; que entre las sombras más densas pueden
alzarse, todavía, voces que no se resignan a callar. Ese es el milagro del
conocimiento del pasado, el valor que representa el estudio de la historia,
cuando el historiador es capaz, él también, de despojarse de las ideologías
que, tantas veces, contaminan ese estudio. Hay muchas maneras diferentes de
contar la historia con seriedad, desde las monografías más técnicas, difíciles
de comprender para aquellos que carecen de estudios previos hasta los textos
divulgativos, escritos en un lenguaje más sencillo y comprensivo. Y la novela
histórica, si se hace de forma seria, respetuosa con los hechos que se narran y
con los protagonistas de esos hechos, es, también, una forma magnífica de
hacerlo.
El podcast de Clio: UNA NOVELA HISTÓRICA SOBRE DEMOCRACIA Y TOTALITARISMO