DOS HIJOS ILUSTRES DE NAVALÓN
Navalón, pequeña aldea conquense de hondas
raíces rurales y discretas dimensiones, ha visto nacer, sin embargo, a hombres
cuya trayectoria trascendió los límites de su geografía. En los siglos XVII y
XVIII, dos de sus hijos alcanzaron notoriedad en ámbitos muy distintos: la
Iglesia y las armas. El sacerdote Felipe de Atienza y Acebrón,
administrador del Real Hospicio de Nuestra Señora de la Inclusa de Madrid, y
el capitán Martín López, veterano de la Guerra de Sucesión
Española, representan el testimonio de cómo desde los pueblos más modestos
pueden surgir figuras que dejan huella en la historia de España. Este artículo
rescata sus nombres y sus obras, devolviendo a Navalón el lugar que les
corresponde en la memoria colectiva.
Felipe de Atienza y Acebrón
nació en dicho lugar en 1675. Ingresó en el estado clerical, y desarrolló su
labor pastoral en diferentes localidades de la España interior, más allá de los
límites de la diócesis de Cuenca, durante las primeras décadas del siglo XVIII.
Su presencia está documentada en las parroquias de Riopar —en la actual
provincia de Albacete— y en Yebra —hoy perteneciente a la provincia de
Guadalajara—, donde ejerció como sacerdote. Y en la última etapa de su vida,
Felipe de Atienza alcanzó un cargo de relieve en la Corte, al haber sido
nombrado administrador del Real Hospicio de Nuestra Señora de la Inclusa de
Madrid, institución destinada a la acogida de niños expósitos. Allí desempeñó
sus funciones hasta su fallecimiento, acaecido en el año 1732.
Esta institución, el Real
Hospicio del Ave María y San Fernando, tiene sus raíces en la labor caritativa
de Simón de Rojas, un sacerdote trinitario español, oriundo de Valladolid, que
había vivido más de cien años antes, entre 1552 y 1624. Miembro de la orden
trinitaria, se destacó como predicador, confesor y director espiritual en la
corte de Felipe III y Felipe IV. Fundó la Congregación de los Esclavos del
Dulcísimo Nombre de María en 1612, con el objetivo de recoger y socorrer a los
más necesitados, promocionando su culto, hasta el punto de que la tradición lo
llama el “apóstol del Ave María”. Esa congregación fue la base de muchas obras
caritativas, entre ellas la atención a pobres, enfermos y expósitos, y por lo
tanto, también del hospital que después dirigiría nuestro sacerdote. Fue
beatificado en 1766 por Clemente XIII y canonizado por Juan Pablo II en 1988..Desde
esos inicios, la institución evolucionó, hasta convertirse en una institución
de acogida para huérfanos, niños expósitos y personas desamparadas. El hospicio
cesó su actividad en 1922, preludiando una etapa de transformación.
Por lo que se refiere al
edificio, éste estaba ubicado en la madrileña calle de Fuencarral. Su fachada,
concebida como un retablo arquitectónico, destaca por el intenso dinamismo de
sus formas: estípites, óculos, rocallas y una espectacular hornacina que
alberga una escultura de San Fernando diseñada por Juan Ron. Destaca por su fachada
barroca churrigueresca, con su factura escenográfica, es considerada una joya
del barroco civil español, y por su capilla, pieza clave que conecta el pasado
asistencial del hospicio con su nueva vida museográfica. Y es que en 1919, se
reconoció su valor patrimonial: la fachada, la primera crujía y la capilla
fueron declaradas Monumento Histórico-Artístico, evitando su demolición. Pocos
años después, entre 1926 y 1929, tras la celebración de la Exposición del
Antiguo Madrid, el Ayuntamiento acometió la rehabilitación para instalar el
Museo Municipal de Madrid. Finalmente, en 2007 fue renombrado como Museo de
Historia de Madrid, siendo uno de los ejemplos más destacados del barroco civil
madrileño.
La figura de Felipe de
Atienza representa el ejemplo de un clérigo de origen rural que, sin abandonar
la relación con su tierra natal, supo proyectar su trayectoria hacia ámbitos de
responsabilidad en instituciones benéficas de la capital, dejando constancia de
su paso tanto en Navalón como en Madrid. Y aunque, tal y como hemos visto,
nuestro protagonista se mantuvo, a lo largo de su vida profesional, lejos del
pueblo que le vio nacer, sin embargo, durante toda su vida mantuvo un vínculo
estrecho con su lugar de origen. Fruto de esa relación fue la donación que hizo
a su parroquia natal, de una reliquia del Lignum Crucis que el sacerdote había
obtenido durante su ministerio en el pueblo toledano. En la documentación
conservada en Navalón, y que no fue llevada en su momento al Archivo Diocesano
de Cuenca, se conserva todavía un
expediente sobre las circunstancias en las que dicha reliquia llegó al pueblo
conquense, como una de las estipulaciones de su testamento: “Papeles originales
de la legitimidad del Lignum Crucis que hoy posee la Iglesia parroquial de
Navalón, por manda que de él le hizo en su testamento D. Felipe de Atienza y
Bordallo, natural de dicho lugar, cura que fue en las parroquias de la villa de
Riopar, en el partido de Alcázar, y de Yebra, en el de Pastrana, del
Arzobispado de Toledo, administrador del Real Hospicio de Nuestra Señora de la
Inclusa, de niños expósitos, de la villa de Madrid, donde murió año 1732, a
primeros de octubre.”
La documentación refleja
toda la historia de la famosa reliquia, desde la donación, desde su donación,
en el año 1636, a la iglesia parroquial de Tembleque (Toledo), por parte del
padre fray Luis Martín, religioso franciscano,
natural de dicha villa, residente en el momento de la donación en el convento
de San José, que la orden tenía en Elche (Alicante), y que llegó a manos del
conquense por la donación que a él le hizo, ya en 1715, Juan Díaz Calvo, quien
era, en aquellos momentos, racionero de la catedral de Toledo. La
identificación de esta reliquia con la que había sido donada a la iglesia de
Tembleque es clara: “Item, la reliquia o Lignum crucis, que hoy está en esta
Iglesia de Navalón, Diócesis de Cuenca, y aldea y jurisdicción de dicha ciudad,
donación de D. Felipe de Atienza, natural de dicho lugar, la hubo de D. Juan
Díaz Calvo, natural de la dicha villa de Tembleque, Racionero que fue en la
Santa Iglesia Catedral de Toledo muchos años, y murió el de 1715, de edad de 85
años, y está sepultado en ella. Y es el Lignum Crucis, el mismo que expresa en
su carta, y describe Fray Luis Martín, y se refiere en escritura adjunta dio y
envió D. Antonio Fernández, Presbítero de dicha villa, su primo, para que se
perpetuase en su parentela, , en beneficio de ella y de todos los vecinos, y
después, por accidente que no sabemos, o por ser de la parentela dicho señor
Racionero, vino a su poder con estos papeles, y con ellos en la Caja de Lata
está en dicha Iglesia de Navalón.”
El segundo, el capitán de
infantería Martín López, se destacó en los años de la Guerra de Sucesión
(1700-1714), batallando del lado del bando borbónico. Poco es lo que se conoce,
también, de su vida, tanto de la privada como de la profesional, más allá de
los datos que aporta Víctor Alberto García Heras, profesor de la Universidad de
Castilla-La Mancha, en su tesis doctoral sobre “La guerra de Sucesión en
Cuenca. 1700-1714. Familias, élites de poder y movilidad social.” Natural de Navalón, donde había nacido en el
último cuarto del siglo XVII, y después de haber combatido en esa guerra,
principalmente en los territorios cercanos a su lugar de nacimiento, y a la
propia capital conquense, obtuvo de la ciudad, el 12 de enero de 1712, tal y
como había solicitado, una carta de recomendación para entrar a servir junto al
marqués de Bedmar. Recogemos a continuación el acuerdo tomado por la
corporación municipal, según figura en el acta correspondiente: “Este día se
presentó memorial por el capitán de infantería don Martín López, natural del
lugar de Navalón, le favoreciere con su carta para el marqués de Bedmar y
demás, Ministro de Guerra, para que le atendiese con sus pretensiones, y la
ciudad, en vista del informe, y conforme en atención a sus méritos y honrados procedimientos
de dicho capitán, acordó se le den las cartas que pide, con todo el empeño que
corresponde a ellos, con que se conformó el señor corregidor.” En aquel momento
era corregidor de la ciudad don Juan
José de Miera y Castañeda, caballero de la orden de Alcántara.
Parece ser que en
aquellos años del Antiguo Régimen, era bastante usual la existencia de
nombramientos y recomendaciones de las instituciones municipales para la
obtención de determinadas plazas militares. Pero, ¿quién es éste personaje, el marqués
de Bedmar, que, según parece y salvo posterior decisión contraria por parte de
los interesados, de la que no tenemos ninguna confirmación, llegaría a convertirse,
en los primeros años de la posguerra, en beneficiario y protector natural de
nuestro protagonista? Se trata de Isidoro de la Cueva y Benavides, grande de
España desde 1702, quinto marqués de Bedmar, título que heredó en 1667, después
del fallecimiento de su hermano. Era hijo de Gaspar de la Cueva y Mendoza,
quien había fallecido dos años antes de su titulación, y de Manuela Enríquez y
Osorio. Inició su carrera militar en Milán, donde mandó una compañía de
infantería, y más tarde pasó a los Países Bajos, como maestre de campo de uno
de los tercios allí establecidos. Participó también en la Guerra de los Nueve
Años (1688-1697), destacando su actuación en las batallas de Fleurus (1690) y
Neerwinden (1693), después de lo cual fue nombrado comandante supremo en los
Países Bajos españoles.
Con el estallido de la
Guerra de Sucesión Española, el marqués de Bedmar fue designado gobernador
interino de los Países Bajos (1701-1704). Durante su mandato en los Países
Bajos construyó la línea defensiva “Bedmar” y el fuerte Bedmar, en De Klinge,
muy cerca de la frontera entre Bélgica y Holanda, y aunque perdió varias
ciudades ante la Gran Alianza (Venlo, Roermond, Limburgo, Geldern), también logró
detener a los aliados en la batalla de Ekeren, en junio 1703. Entre 1705 y 1707,
el marqués de Bedmar fue virrey de Sicilia, y en 1709 fue nombrado Ministro de
Guerra del rey Felipe V, además de Capitán General del Océano; es éste,
precisamente, el momento en el que se mostró como protector del capitán Martín
López. Caballero de varias órdenes militares -de Santiago, y de Calatrava,
además de la orden del Espíritu Santo, la orden más prestigiosa de las
establecidas en Francia, en enero de 1713 fue designado Presidente del Consejo
de Órdenes, cargo que mantuvo hasta su fallecimiento, acaecido en 1723.
Durante su tiempo al
frente de la gobernación en los Países
Bajos, Isidoro de la Cueva había
realizado diversas reformas, “a la francesa”. Estas reformas se iniciaron ya en
1701, con las Ordenanzas de Flandes, que sustituían la antigua organización
tradicional de los Tercios, ya obsoletos, por los modernos regimientos. En 1703
se sustituían las armas tradicionales -el mosquete, el arcabuz y la pica- por los modernos fusiles con bayoneta. En
1704 se produjo la unificación del mando, bajo la dirección única de un
secretario de Despacho de Guerra, y ese mismo año, el propio Felpe V adoptaba
también todas las modificaciones anteriores, logrando de ese modo la
modernización de todo el ejército español. Además, se sustituyó los nombres de
las unidades militares, adoptando la de lugares geográficos, abandonando la costumbre de denominarlos por el nombre
del coronel que estuviera al mando en cada momento, y se estableció una nueva
escala militar, desde capitán general a cabo. Destacó también en la creación de
nuevos cuerpos militares, como la de los Comisarios de Guerra.
El podcast de Clio: NAVALÓN: SACERDOTE Y CAPITÁN


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