La
contribución de la provincia de Cuenca en todas las facetas de la sociedad
española, y entre ellas la Iglesia católica, a través de sus hijos, es
numerosa, especialmente durante los tiempos bajomedievales y a lo largo de todo
el siglo XVI. Después, la crisis que asoló a la capital de la provincia y a
muchos de sus pueblos, reduciendo su población hasta límites casi
insoportables, hizo que el peso de ésta en el conjunto del país perdiera
importancia. Pero aun así, las crónicas están llenas de nombres propios,
nombres de personajes que habían nacido o se habían criado en nuestros pueblos,
o en la propia capital, que llegaron a ocupar puestos importantes en la
sociedad de su época, nombres a menudo olvidados por los conquenses de hoy,
convertidos en ocasiones en un título en el callejero de la capital. Otras
veces, ni siquiera eso.
La
contribución conquense a la alta jerarquía eclesiástica durante los siglos XV y
XVI es, como se ha dicho, importante, y en este sentido hay que recordar que en
uno solo de nuestros pueblos, Villaescusa de Haro, en una sola calle de ese
pueblo, nacieron un número aproximado de unos veinte prelados, que dirigieron,
algunos de ellos, varias de las diócesis más importantes de España, a un lado y
otro del océano. Casi todos ellos eran miembros de una sola familia, los
Ramírez, y entre ellos destacan por encima de todos dos obispos que dirigieron
la diócesis conquense en aquellos tiempos: Diego Ramírez de Fuenleal y
Sebastián Ramírez de Arellano. Todavía en los siglos XVII y XVIII, aún era
numerosa la cantidad de estos altos jerarcas de la Iglesia católica que habían
nacido en Cuenca.
No
obstante, la cosa cambió a partir del siglo XIX, precisamente cuando el régimen
liberal terminó con todo el sistema de privilegios eclesiásticos que era propio
de los tiempos del Antiguo Régimen. Para entonces, la floreciente ciudad que
había sido Cuenca dos siglos antes, y además una de las diócesis más ricas de
todo el reino, se había convertido ya en una población aletargada, arrastrando
con ello a todos los pueblos de la provincia. En estas circunstancias, se hacía
más difícil que alguno de sus hijos llegara a ocupar puestos importantes dentro
de la sociedad, y sin embargo, todavía en aquella centuria decimonónica no
fueron pocos los conquenses, de la capital o de la provincia, que destacaron en
puestos importantes, y entre ellos, también, las prelaturas eclesiásticas.
Muchos de ellos permanecen olvidados, como los cinco que pretendo recordar
ahora.
El
primero de ellos es, cronológicamente, Francisco Javier Almonacid López, quien
había nacido en Talayuelas en 1758 (en 1747 o en 1748, según María Luisa
Vallejo). Después de haber estudiado en el seminario de Cuenca, caracterizado
ya entonces por su ideología ilustrada y avanzada, y de graduarse como doctor
en Teología en la Universidad Dominica de Ávila, pasó a estudiar en el Colegio
de los Españoles de Bolonia, que había fundado en el siglo XIV otro arzobispo
conquense, el cardenal Gil de Albornoz, con una beca que le había concedido el
propio cabildo conquense. Dio clases después en el mismo centro italiano, donde
regentó entre 1775 y 1782 la cátedra de Teología Eclesiástica. En 1803 ganó por
oposición la plaza de canónigo magistral en la diócesis de Salamanca, ciudad en
la que sin embargo permaneció muy poco tiempo, pues ese mismo año fue
preconizado como nuevo obispo de Palencia. Se caracterizó por su ideología
liberal, en aquellos años de fuertes tensiones políticas, fruto sin duda de sus
primeros estudios en el ilustrado seminario conquense de San Julián, siendo uno
de los grandes impulsores de la Sociedad Económica de Amigos del País de la
ciudad castellana, y habiendo obtenido el 2 de abril de 1808 una real provisión
que autorizaba la redacción de sus estatutos; sin embargo, la entrada de las
tropas napoleónicas paralizó este asunto hasta el año 1817, una vez abandonado
el país por los franceses.
Regentó
la diócesis palentina hasta su fallecimiento, acaecido el 17 de septiembre de
1821. Su prelatura fue bastante complicada, más por las circunstancias políticas
del momento que por asuntos propiamente eclesiásticos. De esta forma ha
definido su obispado el historiador Antonio Cabeza Rodríguez: “Su episcopado fue intenso en
acontecimientos, con decisiones desagradables como el juramento de obediencia
al nuevo rey José I (23-6-1808), condición ineludible para seguir al frente de
la diócesis. Por lo mismo, no ofreció resistencia al cumplimiento de los reales
decretos en materia religiosa, entre los más dolorosos el que prohibía conferir
órdenes sagradas –sólo logró hacerlo en casos excepcionales-, mientras que en
el espinoso asunto de las dispensas matrimoniales, reservadas hasta entonces a
la Santa Sede, Almonacid no tuvo escrúpulo de usar las facultades que le
confería a los obispos el real decreto de 16 de diciembre de 1809, si bien, de
manera tan cautelosa que fue interpretado como apatía por el intendente de la
ciudad. Su actitud de obediencia hay que entenderla, pues, como una sumisión
forzada, sin que pueda confundirse con forma alguna de afrancesamiento. No
faltaron incomprensiones, calumnias y hasta campañas contra su persona, a pesar
de que la distancia mantenida con las autoridades francesas quedó patente en
frecuentes malentendidos y conflictos, así como en el poco empeño del obispo
por aparecer con las condecoraciones otorgadas por el nuevo régimen.”[1]
Fray
Custodio Ángel Díaz Merino no sólo había nacido en Iniesta en 1749, sino que,
además, antes de su nombramiento como obispo de la diócesis americana de
Cartagena de Indias, en Colombia, había sido prior del convento dominico de San
Pablo, en Cuenca. En este sentido, se conservan entre los fondos del Archivo
Histórico Provincial de Cuenca sendos poderes, fechados el 6 de junio de 1806 y
el 4 de febrero de 1807, en un mismo protocolo notarial del escribano, Miguel
Otonel. Por ambos documentos, el religioso dominico apoderaba a varios
compañeros del mismo convento para que estos pudieran representarle en varios
asuntos de su interés personal[2]. Y es que el de Iniesta
acababa de ser preconizado para la sede americana, aunque no llegaría a ella
hasta tres años más tarde.
Si
las circunstancias políticas que le tocó vivir a Francisco Javier Almonacid
eran difíciles, más lo eran aún en este caso, pues a las tensiones entre
liberales y absolutistas había que añadir las que se estaban desencadenando
entre los defensores de la independencia de los territorios que aún formaban
parte del imperio español, aprovechando la situación de guerra que en ese
momento se vivía en la península, y los que, como el prelado dominico, se
oponían a ello. Por ese motivo, después de la victoria de los patriotas
criollos que habían declarado la independencia de Cartagena en 1811, decidió
exiliarse unilateralmente al año siguiente, junto a los administradores de la
Inquisición en la ciudad colombiana, dejando temporalmente la diócesis en
situación de sede vacante. Sin embargo, la Santa Sede lo mantuvo como verdadero
obispo de Cartagena; hay que recordar que ésta Sede no reconocería la
independencia de Nueva Granada hasta 1824.
Los
otros tres prelados que vamos a tratar, nombrados a caballo ya entre los siglos
XIX y XX, salieron directamente de la diócesis de Cuenca, donde ocupaban
puestos de importancia tanto en la curia diocesana como en el propio cabildo,
para ocupar sus respectivas sedes episcopales. Del primero de ellos, Pascual
Carrascosa Gabaldón, se ha ocupado ya José Vicente Ávila, pero aun así
permanece todavía en el anonimato para muchos de sus paisanos, de la ciudad y
de la provincia[3].
Había nacido en 1847 en Quintanar del Rey (no es Iniesta, como aseguran tanto
María Luisa Vallejo como, siguiendo a ella, Hilario Priego y José Antonio
Silva), y fue preconizado como obispo de Orense en 1895, cuando era arcipreste
de la diócesis conquense, en la que había ostentado también los cargos de
secretario de cámara y gobierno durante el obispado de Juan María Valero y
Nacarino. Y es que la relación entre ambos sacerdotes venía ya desde mucho
tiempo antes, desde que el de Quintanar fuera estudiante del propio seminario
conciliar de San Julián, donde el otro era rector, antes incluso del
nombramiento de éste como obispo de Tuy y su posterior traslado a la diócesis
conquense, en 1882. Una vez terminados los estudios del de Quintanar en el
seminario conquense, fue nombrado por el propio Valero superior del “colegio de
internos” del centro y profesor del mismo, donde dio sucesivamente las
asignaturas de Retórica, Poética, Geografía, Historia Natural e Historia
Universal. Nombrado Valero obispo de Tuy, Carrascosa Gabaldón se trasladó con
él a la diócesis gallega, como canónigo y secretario de cámara del nuevo
prelado, y regresó otra vez a Cuenca con él, promovido por el nuevo obispo de la
ciudad del Júcar a la dignidad de arcipreste de la catedral. En calidad de
arcipreste fue administrador apostólico de la diócesis conquense en 1890, tras
la muerte del obispo Valero y hasta el nombramiento de su sucesor, Pelayo
González Conde. Cinco años más tarde sería nombrado obispo de Orense, y entre
1899 y 1900, senador por la archidiócesis de Santiago de Compostela, y falleció
en su diócesis el 25 de mayo de 1904.
Pascual Carrascosa Gabaldón
obispo de Orense
Tan
olvidado por los conquenses de hoy como el obispo Carrascosa Gabaldón fue otro
alumno brillante del seminario conquense, Ramón Torrijos Gómez, quien había
sido preconizado como obispo de Tenerife algunos años antes, en 1887, y que en
1894 fue trasladado a la diócesis de Mérida-Badajoz. Había nacido en Cardenete
en 1841, y como en el caso anterior, una vez terminados sus estudios
sacerdotales en el seminario conquense fue profesor en ese centro educativo,
donde llegó a ocupar incluso el cargo de rector. Cuando fue preconizado para el
obispado de La Laguna-Tenerife, ocupaba en el cabildo diocesano de Cuenca la
dignidad de canónigo lectoral, y en la curia, además, el de provisor de la
diócesis. Ya en la isla llevó a cabo la coronación canónica de la Virgen de la
Candelaria, patrona del archipiélago, y adquirió el palacio de Salazar, en San
Cristóbal de la Laguna, para convertirlo en palacio episcopal. Fue trasladado a
la diócesis de Badajoz, en la que permaneció hasta su fallecimiento, en 1903.
El
quinto de los prelados conquenses no nació en ninguno de los pueblos de la
provincia de Cuenca, pero está relacionado con ella porque también, como en los
dos casos anteriores, salió de ella para ocupar su sede, en este caso en la
diócesis granadina de Gaudix-Baza. Se trata de Timoteo Hernández Mulas, quien
era, durante los primeros años del siglo XX, canónigo doctoral y provisor de la
diócesis. Había nacido en 1856 en Morales del Vino (Zamora), y después de
estudiar en la capital castellana y en Salamanca, obtuvo el grado de bachiller
y la licenciatura en Derecho por la propia universidad salmantina, y más tarde,
ya en Madrid, el doctorado en Derecho Público Eclesiástico y Derecho Romano.
Llegó a Cuenca en 1896, al ganar por oposición la dignidad de canónigo
doctoral, siendo nombrado poco tiempo después fiscal eclesiástico y vicario
capitular. Fue nombrado obispo de Guadix en 1908, y en su diócesis procedió a
la coronación canónica de la Virgen de las Angustias. Poco tiempo después de su
llegada a la capital nazarí fue nombrado senador por el arzobispado de Granada,
y combatió como tal el proyecto de la polémica Ley del Candado, que en 1910 promovió
el nuevo presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, con el fin de
prohibir durante dos años el establecimiento de nuevas órdenes religiosas.
Durante su estancia en Cuenca había favorecido la instalación en la ciudad de
las Siervas de Jesús, colmo después lo haría con la instalación en Guadix de la
institución de San Vicente de Paúl. Hernández Mulas permaneció en su diócesis
de Guadix-Baza hasta su fallecimiento, en 1921, y a su entierro acudieron
multitud de ciudadanos, tal y como demuestra una fotografía que fue publicada
por el diario ABC en su edición del día 20 de marzo de ese año.
Y
ya que estamos hablando de obispos conquenses, tampoco el siglo XX ha sido muy
pródigo en ese aspecto. Por encima de todos descuellan dos prelados, todavía vivos,
que siguen ocupando altas posiciones en la jerarquía eclesiástica. Por un lado,
el cardenal Julián Herranz Casado, que aunque nació en Baena, en la provincia
de Córdoba, en 1930, desciende del pueblo serrano de Cañamares. Miembro del
Opus Dei y arzobispo titular de Vertara (sede suprimida, en el actual Túnez),
recibió la ordenación episcopal en 1991, y fue nombrado cardenal por Juan Pablo
II en un consistorio celebrado en octubre de 2003. Entre 1994 y 2007 fue presidente del Consejo para la Interpretación
de los Textos Legislativos, y actualmente es presidente de la Comisión
Disciplinar de la Curia Romana. Por su parte, Andrés Carrascosa Cobo nació en
Cuenca en 1955, quien sucesivamente ha ocupado los cargos de nuncio apostólico
en las repúblicas de Congo y Gabón (2004-2009), Panamá (2009-2017) y Ecuador (a
partir de junio de 2017), fue consagrado el 7 de octubre de 2004 como obispo
titular de Elo (sede suprimida, una de las antiguas sedes de la provincia
cartaginense, que durante el siglo VII había estado unida a la de Ilici,
Elche). Finalmente, pocos conquenses saben que el actual obispo de Tarrasa,
José Ángel Saiz Meneses, nació en Sisante en 1956, aunque en este caso todos
sus estudios, tanto eclesiásticos como civiles (es, además de teólogo, psicólogo
y filósofo) los realizó ya en la provincia de Barcelona.
Timoteo Hernández Mulas,
obispo de Guadix
[1] Cabeza Rodríguez, Antonio, “Palencia, la
Edad Contemporánea”, en Egido, Teófanes (coord.,),
Historia de las diócesis españolas. Palencia,
Valladolid, Segovia, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2002, p.
124.
[2] Archivo
Histórico Provincial de Cuenca. –Sección Notarial. P-1551. Sin foliar.
[3] http://www.elblogdecuencavila.com/?p=9880.
El blog de Cuencávila. Entrada del 31 de mayo de 2015.