jueves, 13 de diciembre de 2018

ANTONIO RAMÍREZ DE HARO, OBISPO DE SEGOVIA Y REFORMADOR DE MORISCOS



              A lo largo de la historia se han sucedido en la provincia de Cuenca verdaderas genealogías de hombres ilustres, que se destacaron del resto de la población por su dedicación a una actividad profesional concreta. En este sentido, es paradigmática la familia Ramírez, oriunda del pueblo manchego de Villaescusa de Haro, que desde finales de la Edad Media, y sobre todo a lo largo de los siglos XVI y XVII, dio a la Iglesia española una infinidad de sus hijos ilustres, entre los que se incluye un número de obispos cercano a la veintena, que regentaron en su tiempo diferentes sedes episcopales a un lado y otro del Océano Atlántico. Entre todos ellos, se pueden destacar dos prelados que regentaron la cátedra conquense en plena centuria renacentista, Diego Ramírez de Fuenleal (llamado también de Villaescusa, quien regentó también las sedes de Astorga y de Málaga) y Sebastián Ramírez de Fuenleal (obispo además de Tuy y León, así como la de La Española, en el continente americano). Junto a ellos, y a otros muchos, en los que sería demasiado prolijo mencionar aquí, no menos importante es el protagonista de esta entrada, aunque sí, quizá, menos conocido por el público en general: Antonio Ramírez de Haro y Fernández de Alarcón.



              Muy escasos son los datos que María Luisa Vallejo nos ofrece de este conquense insigne en sus Glorias Conquenses. Nacido también en Villaescusa de Haro a mediados del siglo XV, realizó sus primeros estudios en su pueblo natal, probablemente en el seno de su propia familia, que tantos hombres ilustres había dado, y seguiría dando, tanto a la Iglesia como a la corte castellana. Más tarde, después de haber pasado por las aulas del colegio de San Ildefonso, que pertenecía a la recién creada universidad de Alcalá de Henares, y también por el colegio de Santiago, o de Cuenca, llamado así en virtud de su fundador, su pariente, ya citado más arriba, Diego Ramírez de Fuenleal. Fue después nombrado Arcediano de Huete, título que era una de las dignidades del cabildo conquense desde poco tiempo después de haber sido creado el obispado. Y consejero del emperador Carlos I, éste le encargó la visita de los moriscos del reino de Valencia, servicio que el emperador sabría recompensar en 1537 con el obispado de Orense, desde el que sería trasladado apenas dos años después a la más rica sede de Ciudad Rodrigo, y después de un periodo también breve, a la de Calahorra. Desde allí, en 1543 sería nombrado obispo de Segovia, donde permaneció ya hasta su fallecimiento, ocurrido el 16 de septiembre de 1549, mientras visitaba el Hospital Real de las monjas calatravas, anexo al monasterio burgalés de Las Huelgas, fundación real de Alfonso VIII, como ya sabemos. Fue enterrado en dicho hospital

              Por otras fuentes, sabemos algunas cosas más de la vida de este ilustre conquense.  Era hijo de Lorenzo Ramírez de Arellano, quien pertenecía a una de las ramas de esta insigne familia, y de María Fernández de Alarcón, quien descendía por su parte de otra ilustre familia manchega. Y entre otros cargos que disfrutó también durante la primera parte de su brillante carrera eclesiástica, fue abad de la colegiata de Santa María de Arbas, en la provincia de León, al pie del puerto de Pajares. Por otra parte, fue así mismo nombrado capellán mayor de la princesa Leonor, la hermana mayor del emperador, antes de ser sucesivamente reina consorte de Portugal, entre 1519 y 1521, por su boda con el rey Manuel I, y de Francia, entre 1530 y 1547, por su segundo matrimonio, con el muy poderoso monarca Francisco I. Nombrado inquisidor por el emperador Carlos, fue también comisario apostólico, primero en el reino de Valencia y después en el principado de Cataluña.

              Su principal actividad como inquisidor fue el estudio y revisión del caso morisco, que el llevaría durante un tiempo a la ciudad de Valencia, y por el que tuvo que enfrentarse a la opinión de Ginés Pérez de Sepúlveda. Sobre este asunto redactó su único libro conocido, De bello barbarico. Para entonces, el problema morisco se había convertido en uno de los asuntos más importantes en las tierras levantinas, y se había radicalizado todavía más debido a la situación en la que se encontraba el reino, y particularmente la diócesis de Valencia, regentada durante mucho tiempo por obispos no residentes, que sólo buscaban en el nombramiento las rentas que les proporcionaba el cargo. La situación cambió con la llegada a la diócesis de Santo Tomás de Villanueva en 1544, quien, consciente de la importancia que tenía la obligación de residencia, no tardaría en trasladarse a la ciudad del Turia, para tomar posesión de la sede.

              Recientemente se ha publicado un trabajo sobre el futuro Santo Tomás de Villanueva y la labor realizada en este sentido por el nuevo obispo de Valencia, trabajo que ha sido incorporado a aun libro de conjunto dedicado a la figura del santo agustino, y en general, a  toda la Iglesia española durante la primera mitad del siglo XVI[1]. Siguiendo a su autor, Rafael Benítez Sánchez-Blanco, profesor de la universidad de Valencia, podemos decir que la postura de Ramírez de Haro en el tema morisco, en el que trabajó conjuntamente con el santo agustino, fue, desde un primer momento, la de una moderación en la evangelización, basada en la falta de instrucción cristiana entre los miembros de ese pueblo; un problema, por otra parte, al que la falta de residencia de los obispos que precedieron a Villanueva, y la situación general de caos que vivía entonces la diócesis por culpa de la falta de atención de la curia local, no era del todo ajeno. Por otra parte, esta moderación defendida por el conquense tuvo sus consecuencias en la inhibición que la Inquisición hizo, en un primer momento, en del problema morisco.

              Y es que el nombramiento de Ramírez de Haro para la diócesis de Orense no había puesto fin a su labor mediadora en el problema morisco. Por el contrario, la llegada a la diócesis del propio Santo Tomás de Villanueva, amigo de nuestro protagonista, supuso un nuevo encuentro de éste con los moriscos levantinos, al reclamarle el prelado, en 1544 como comisario regio para un asunto tan importante. La relación entre Villanueva y Ramírez de Haro fue siempre bastante cordial, trabajando juntos para solucionar el problema, y en 1545, cuando estaba a punto de iniciarse el Concilio de Trento, y ante la inminente marcha del conquense a la península italiana para participar en las reuniones, el obispo fue designado para sustituirle como nuevo comisario regio. No obstante, la enfermedad contraída por Ramírez, que impidió su marcha a Italia, dejó de momento las cosas como estaban. Sin embargo, la posterior marcha del conquense a su sede segoviana volvió a poner de manifiesto el problema, nunca cerrado del todo, y las solicitudes del prelado valenciano al príncipe Felipe para que éste mandara un nuevo comisario que entendiera del asunto morisco, volvieron a repetirse en los meses siguientes.

              Por todo ello, y ante una nueva solicitud de Villanueva fechada en septiembre de 1547, el príncipe creó una junta, formada por un total de dieciocho personas expertas en el tema, para estudiar y dar una solución definitiva al problema morisco. La junta, que estaba presidida por Juan Vázquez de Molina, secretario de Carlos I, se reunió en el verano del año siguiente en el colegio de San Pablo, de Valladolid, y en ella se integraban también, además del propio Antonio Ramírez de Haro, otras personas de probado valor intelectual: el obispo de Cuenca, Miguel Muñoz; Fernando Niño, presidente del Consejo de Castilla; y Fernando de Valdés, inquisidor general,... Se trataron diferentes asuntos, como la necesidad de que la Inquisición volviera a retomar los asuntos relativos a los moriscos, de los que se había inhibido a instancias del propio Ramírez, y la obligación de que estos fueran desarmados por la justicia.

              Uno de los problemas más peliagudos a tratar era el de los moriscos convertidos, más o menos de manera obligada, al cristianismo, y que en ocasiones eran apoyados por los señores de las villas en las que vivían, en detrimento de la actuación evangelizadora de la Iglesia. A este respecto, Rafael Benítez resume el resultado de la reunión de Valladolid de la manera siguiente: “Sobre la reformación de los nuevos convertidos se dan sólo directrices genéricas, Como punto de partida se piden cartas reales, con las direcciones en blanco, para enviarlas a las villas reales y a los señores, ordenándoles que apoyen el trabajo evangelizador. Contra la protección que estos últimos daban a sus vasallos, impidiendo incluso que párrocos y alguaciles realizaran su trabajo, debía actuarse con el apoyo real. Se insiste en la necesidad de que se obligue a los convertidos a comportarse cristianamente al menos en lo exterior, porque viven muy suelta y profanamente sin temor, públicamente guardando los ritos y ceremonias moriscas. Los rectores y predicadores deberán instruirles como paso previo para el castigo, porque de aquí adelante, si erraren, no pretendan ignorancia y puedan ser castigados.

              El conflicto morisco se agravaría todavía más en los años siguientes al fallecimiento de nuestro protagonista, fallecimiento que se produciría, tal y como se ha dicho, al año siguiente, durante una visita a la ciudad de Burgos, y a su hospital de las calatravas. De esta forma, en la década de los años cincuenta serían muchos los moriscos que fueron apresados por la Inquisición valenciana: sólo en el auto de fe celebrado en la ciudad del Turia el 14 de marzo de 1557, fueron sentenciados un total de cuarenta y nueve personas por este motivo.



[1] Benítez Sánchez-Blanco, Rafael, “El pontificado de fray Tomás de Villanueva: un decenio fundamental para la definición de la política morisca en Valencia”, en Campos, Francisco Javier (coordinador), La Iglesia y el Mundo Hispánico en tiempos de Santo Tomás de Villanueva (1486-1555), Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas y artísticas, San Lorenzo del Escorial, 2018, pp. 145-168.

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