El
historiador italiano Carlo Ginzburg publicó en 1976 su ya clásico libro El queso y los gusanos, en el que a
partir de un único proceso de la Inquisición reconstruyó toda una cosmogonía,
una manera de entender el proceso de construcción del mundo, que era propio de
un sector de la población del norte de Italia en las últimas décadas del siglo
XVI. A partir de la historia de Domenico Scandella, un molinero de Friuli, una
región de los Alpes orientales, al norte del Véneto, y conocido entre sus
conciudadanos como Menoquio, el historiador creó una nueva manera de hacer
historia en la que lo importante es más el detalle que las grandes teorías
historiográficas. Y es que la microhistoria de Ginzburg, incorporada a lo que
se conoce en Francia como la Nueva Historia nacida de la tercera generación de
la Escuela de los Annales, es la historia de los hechos insignificantes,
aquella que hubiera pasado desapercibida para los historiadores de la escuela
tradicional, pero que al ponerla en su contexto contribuye a obtener una imagen
más real de nuestro pasado.
Los
archivos están repletos de documentos de este tipo, que analizados por separado
parece que por sí mismos no tienen ninguna importancia. Hablan de personas insignificantes,
que no llegaron a ocupar puestos de relevancia durante su vida: contratos de
compra-venta de casas o de tierras, cartas de arrendamiento o de obligación,
testamentos,... El documento de dote que presento a continuación no tiene,
desde luego, la misma importancia histórica que el proceso inquisitorial
incoado contra el molinero Menoquio, pero ayuda a comprender mejor a esos
sectores sociales menos privilegiados, los sectores sin historia porque a
menudo la historia les ha dado la espalda al menos con carácter individual,
convirtiéndolos de este modo en algo parecido a una masa impersonal sin nombres
ni apellidos.
Se
trata de un contrato de dote matrimonial por el que Juan Pérez, hortelano y
labrador conquense del primer tercio del siglo XIX, reconocía los bienes con
los que su mujer, Catalina Montero, había contribuido al matrimonio, tanto en
el momento en el que éste se había producido, como después, heredados por ella
a la muerte de su padre, Gregorio Montero[1]. El documento está fechado
el 19 de septiembre de 1833, y lo primero que podemos decir sobre él es que el
valor total de los bienes recogidos es, como se verá, bastante mayor de lo que
se podría pensar en un matrimonio perteneciente a este grupo social, ajeno a
las clases privilegiadas e incluso a aquellos sectores intermedios, procedentes
del mundo artesanal y de lo que hoy podríamos llamar profesionales liberales.
Lo cierto es que, a primera vista, era la familia de la mujer, y principalmente
por parte de la madre de ella, la que disponía de unos bienes que les permitían
tener una vida cuando menos acomodada. Y además, lo avanzado de la fecha del
documento, a finales del primer tercio del siglo XIX, y por lo tanto un tanto
lejos ya de lo que había sido el Antiguo Régimen, ayuda a comprender mejor este
hecho.
Un
antecedente del documento es el testamento que el 29 de diciembre de 1813, en
plena Guerra de la Independencia, redactaba el tío de Catalina Montero, Tomás
Montero, presbítero, ante el notario Diego Antonio Valdeolivas[2]. En el testamento, el
sacerdote dice ser hijo de Juan Montero, natural de Arcos de la Cantera, y de
Felipa Villar, natural de Cuenca. Dice también que es feligrés de la parroquia
de San Juan, de la propia capital conquense, de donde él mismo también es
natural, y capellán en la capilla de la Ascensión que en esa misma iglesia
parroquial había fundado María Ortega. Por ese motivo, desea ser enterrado en
la sepultura propia que él mismo posee en esa iglesia, en la cual también
estaban ya enterrados sus padres, o en caso de no poder hacerlo, en la propia
capilla de la Ascensión, y que a su entierro acudan los miembros del cabildo de
sacerdotes de Santa Catalina del Monte Sinaí, establecido en la ermita del
Cristo del Amparo, como era preceptivo en los entierros de todos los miembros
del cabildo. También estaba en posesión de dos capellanías más, a las que
estaban vinculados ciertos bienes raíces en los pueblos de Villar del Águila y
Olmeda de la Cuesta, cuya posesión heredó Manuel Saturnino Villar, cura que
estaba destinado en la parroquia de la Santa Cruz de la ciudad de Cuenca. Uno
de los anteriores poseedores de una de esas capellanías había sido Francisco
Villar, prebendado de la catedral, es decir, racionero o canónigo de la misma.
Por
lo que a nosotros más nos interesa, que es la herencia que de Tomás Montero
pudo llegar a su sobrina Catalina, bien directamente o bien a través del padre
de ésta, Gregorio, hay que decir que el sacerdote era propietario de dos casas
contiguas en el barrio de San Martín, una heredada directamente de su tía,
Úrsula Villar Heredia, y la otra que había heredado de su hermana, María
Montero, la cual a su vez, la había heredado también de la citada Úrsula
Villar. A su fallecimiento, el sacerdote disponía que una de esas casas fuera
disfrutada en vida por su hermano Gregorio, y que a la muerte de éste, la casa fuera
dividida en dos partes, una de las cuales sería heredada por los descendientes
de su hermano Gregorio, y la otra por los de su otra hermana, Josefa. Y en lo
referente a la otra casa, en realidad sólo disponía del usufructo de la misma,
por lo que disponía que pasase a poder de su sobrina Francisca Sanz Montero,
tal y como había dispuesto ya en su testamento la propia María Montero. También
era poseedor de algunas tierras en los alrededores de la ciudad, en el paraje
conocido como la Cuesta de las Lecheras y en la corredera de Nohales, que
también heredó el propio Gregorio. Finalmente, y en cuanto a los bienes
muebles, mientras el propio Gregorio heredaba, además de algunas ropas, un
cubierto de plata, su sobrina Catalina heredaba directamente de su tío una
reliquia con un trozo del lignum crucis.
En
cuanto al documento de dote matrimonial propiamente dicho, el mismo Juan Pérez
expresaba de esta forma sus motivaciones al notario Felipe Sánchez: “En la ciudad de Cuenca, a diez y nueve de
setiembre de mil ochocientos treinta y tres, ante mí el infraescripto escribano
y testigos, Juan Pérez, de esta vecindad, dixo: Que tiene contrahido matrimonio
in facie eclesiae con Catalina Montero, hija legítima de Gregorio Montero y de
Isabel González, ya difuntos, la cual trajo a su poder por dote y caudal suyo
propio, y ha heredado después de su difunto padre, como es público y notorio y
aparece de la hijuela que le ha correspondido, cual se verá en el ynventario y
partición hechos a consecuencia de la muerte de éste, los bienes que se
especificarán; de los primeros ofreció desde un principio, otorgar a favor de
la repetida su mujer el resguardo correspondiente, lo cual por varios motivos
que han ocurrido no lo ha podido realizar; y como acaba de recibir los
segundos, quiere y es su voluntad cumplir la promesa que tiene hecha, por lo
que otorga y confiesa haber recibido real y efectivamente de la precitada
Catalina Montero, su mujer, y que ésta en ambas ocasiones ha aportado al
matrimonio, por dote y caudal suyo propio los bienes siguientes.”
En
cuanto a los bienes reconocidos en el documento, hay que decir que el valor
total de estos bienes sumaba la cantidad de 11.722 reales de vellón, una
cantidad ciertamente elevada en aquella época. Estos bienes son de diferentes
tipos. En primer lugar, y por lo que respecta a la dote matrimonial propiamente
dicha, se cita una cantidad abundante de ropa, tanto de carácter personal como
ropa de cama y mantelería, cuyo valor total llega a alcanzar una cantidad
cercana a los tres mil reales. También era importante el mobiliario de la casa,
entre lo que destacaba un caldero nuevo que estaba valorado en cien reales. También
se citan algunos elementos de joyería y adornos personales, como, entre otros
efectos menos valiosos, unos pendientes de oro y aljófar (pequeñas perlas de
forma irregular) valorados en sí mismos en ochenta reales, y algunos
complementos lujosos para el vestir femenino, como dos abanicos y tres pares de
zapatos, uno de ellos de terciopelo, otro de raso y el tercero de pana.
Especialmente curioso es un conjunto de objetos destinados al uso de los bebés,
que estaba formado por un chupador, una bellota y un relicario con higa (dije,
adorno, de azabache de coral, en forma de puño, que antiguamente se ponían a
los niños pequeños para librarlos del mal de ojo), valorado todo ello en su
conjunto en veinticuatro reales. Finalmente, y además de diversas cantidades
obtenidas en metálico, que sumaban entre todas una cantidad ligeramente
superior a los mil reales, hay que constatar también la herencia de algunas
cantidades de cereal (trigo, centeno y avena) y de seis ovejas y seis primales.
Y
entre los bienes heredados tras la muerte del padre de ella hay que destacar, algunos
efectos de vestir masculinos, como una capa de paño negro con embozos de
terciopelo, valorada en ciento sesenta reales, y un chaleco con botones de
muletilla. Y entre los objetos de adorno para el hogar, cuatro cuadros y dos
cornucopias, valorados en conjunto en veinte reales; una cubertería de plata de
sesenta y ocho reales; una imagen de Cristo, también de plata, de siete reales
y medio; y dos esculturas de talla, una de San Pantaleón y otra de Cristo,
valoradas entre ambas en quince reales. Así mismo, un reloj que estaba tasado
en el documento en la cantidad de veinte reales. Todo ello estaba muy lejos del
valor que tenía la mula que el matrimonio había heredado también a la muerte
del padre de Catalina, elemento muy necesario como sabemos en aquella época
para el trabajo en el campo, y que estaba tasada en la cantidad de setecientos
cincuenta reales.
El
documento finaliza con el reconocimiento del propio Juan Pérez, en el sentido
de que debería restituir a su esposa todo el alcance de estos bienes en el caso
de que el matrimonio fuera disuelto por cualquier motivo en el futuro: “…de que el otorgante se da por contento y
entregado a toda su voluntad, por haberlos recibido de la mencionada su mujer,
y trahido ésta a su poder por dote y caudal suyo propio al tiempo que
contrajeron matrimonio, y después, cuya entrega ha sido cierta y efectiva…y
otorga en favor de la precitada su mujer, Catalina Montero, el resguardo más
firme y eficaz que a su seguridad conduzca, la cual cantidad se obliga a
restituir y entregar en dinero efectivo a la prenotada su mujer, o a quien su
acción tenga, luego que el matrimonio se disuelva por cualquiera de los motivos
prescriptos por derecho, y ello quiere apremiado por todo rigor, como también a
la solución de las costas que en su exacción se causen, cuya liquidación
defiere en su juramento…”
En
definitiva, el documento demuestra que la familia Pérez Montero, dentro del grupo social al que pertenecía, era quizá una
familia cuando menos acomodada. Ello facilitaría cuarenta años más tarde que el
hijo menor del matrimonio, Valentín Pérez Montero, pudiera iniciar al menos los
estudios sacerdotales, aunque se sabe que no llegó a terminarlos, dedicándose
después a diversos negocios que le permitieron crecer social y económicamente.
Miembros del partido progresista y firme defensor del liberalismo, él y su
hermano Julián se integraron en las filas de los Voluntarios de la Libertad, y con
el tiempo, en 1873, llegaría el propio Valentín a alcanzar la alcaldía de la
capital conquense durante el reinado de Amadeo I. Más tarde, durante la Primera
República su sobrino Nemesio, uno de los hijos del propio Julián, sería también
concejal del ayuntamiento capitalino.
[1] Archivo
Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1624. Año 1833. Ff.
211-216.
[2] Archivo
Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1542. Año 1813. Sin foliar.