No cabe duda que estos momentos que
nos han tocado vivir no son demasiado buenos para la democracia, ni tampoco
para intentar un estudio serio de la historia. La ley de la Memoria
Democrática, con su indudable sesgo ideológico, vuelve a poner sobre la mesa la
censura, al querer imponer a los politólogos, y a los historiadores, lo que
deben o no deben escribir sobre el pasado más reciente, y convirtiendo, otra
vez, la historia de España, incluyendo temas tan sensibles como la Segunda
República o la Guerra Civil, en una historia de buenos y malos; reinventado la
historiografía del franquismo y dándole la vuelta, somo si se tratara de un
calcetín usado. Los buenos de ayer son los malos de hoy en día, y los que ayer
fueron malísimos, unos verdaderos diablos, son ahora los ángeles del progreso.
Por otra parte, los medios de comunicación, y sobre todo las redes sociales,
abundan en fake news, de manera que la verdad se convierte en un tesoro
imposible, incluso para aquellos que están presuntamente bien informados. Así
las cosas, saber diferenciar entre una noticia verdadera de una simple labor
propagandística, o incluso un trabajo de desestabilización del enemigo, es
tarea prácticamente imposible para la mayor parte de la población. Sobre ambos
aspectos, sobre las fake news, en este caso las relacionadas
directamente con la crisis catalana, y sobre lo que algunos aspectos de la
nueva ley pueden significar para el estudio de la historia, relacionadas en
este caso con el manido uso de la palabra “fascista”, es sobre lo que tratan
estos dos libros que voy a comentar en esta nueva entrada.
El primero de ellos tiene un título y un subtítulo que, por su extensión, son bastante clarificadores de lo que tratan: “Fake news: la nueva arma de destrucción masiva. Cómo se utilizan las noticias falsas y los hechos alternativos para desestabilizar la democracia.” Su autor, David Alandete, es un periodista de raza, que se presenta como “experto en gestión de medios e investigaciones sobre campañas de desinformación.” Conoce bien la política internacional desde su antiguo puesto como director adjunto del diario El País, entre 2014 y 2018. Antes de ello, había sido corresponsal de ese mismo periódico en Washington, cubriendo las noticias que procedían del Pentágono, el Congreso americano y el Departamento de Estado. También cubrió, como enviado especial en Afganistán, el décimo aniversario de la operación militar norteamericana contra ese país asiático. Entre los años 2013 y 2014, fue corresponsal de El País en Oriente Próximo, donde cubrió asuntos tan importantes como el golpe de estado de Egipto, en julio de 2013, la guerra civil en Siria, o el proceso de paz entre judíos y palestinos. En la actualidad vuelve a cubrir, como corresponsal de ABC, las noticias procedentes de la capital norteamericana.
El autor defiende en el libro la
tesis de la injerencia de Rusia, existente
desde siempre, pero creciente en los últimos años, en la política
interior de Europa y de Estados Unidos. Y no sólo la defiende, sino que, además,
da numerosas pruebas de su existencia, a diferentes organizaciones, como RT o
Sputnik, que, bajo el paraguas de simples agencias de información, lo que hacen
es verter noticias falsas en la opinión pública. Ejemplo de ello, por su propio
interés interno, es todo el aparato de desinformación que, ya desde mucho
tiempo antes de que estallara la guerra, ha venido desarrollando en el tema de
Ucrania. En este sentido, tiene especial importancia, por las consecuencias que
provocó en muchos pasajeros inocentes, el accidente que el 14 de julio de 2014
sufrió un Boeing 777 de Malaysia Air Lines, que ese día había despegado del
aeropuerto de Amsterdam, y que causó la muerte a cerca de trescientos
pasajeros, principalmente holandeses y australianos. La táctica, en este y en
otros casos similares, como en el caso del envenenamiento del espía, agente
doble, Serguéi Skripal, y de su hija Yulia, ha sido la de difundir, mediante
sus agencias de desinformación, varias teorías diferentes, incluso enfrentadas
entre sí, con el fin de que la opinión pública no pueda conocer la verdad, que
no es otra que su implicación en el suceso.
Pero la desinformación afecta también
a la política interior de otros países, enemigos o supuestos enemigos de Rusia.
En Estados Unidos se interpuso en las elecciones que dieron la presidencia del
país a Donald Trump, y en todos los procesos electorales que se han sucedido
desde entonces. Rusia también ha intentado intervenir en Europa, principalmente
entre los países más fuertes de la alianza. En el Reino Unido logró una
importante victoria cuando, de forma inesperada, la opinión favorable al Brexit
logró imponerse en el referéndum, y el país no tuvo más remedio que separarse
de la Unión Europea. También ha intentado intervenir tanto en Alemania como en
Francia. Por lo que respecta a este último país, Alandete también se muestra
bastante claro: “En pocos países han invertido los medios de propaganda
rusos tantos recursos como en Francia. Sputnik y RT operan ambos en francés y
su principal objetivo allí ha sido Emmanuel Macron. Primero, con informaciones
sesgadas y malintencionadas en las elecciones presidenciales de 2017 y más
recientemente durante la revuelta populista de los chalecos amarillos, que
comenzó como un rechazo al aumento del impuesto sobre las gasolinas y pronto
pasó a pedir la dimisión de Macron. El 29 de mayo de 2017 el presidente francés
hizo algo a lo que pocos líderes mundiales se han atrevido: pedirle contención
a Vladímir Putin, a la cara y ante periodistas de todo el mundo durante una
visita.”
Así las cosas, no debe extrañarnos la
influencia que los intereses rusos han tenido en la política interior española,
y especialmente en la crisis catalana. El propio Alandete se hace eco de un
informe realizado por Josep Baques, doctor en Ciencias Políticas, miembro del
Instituto Español de Estudios Estratégicos, dependiente del Ministerio de
Defensa, en los siguientes términos: “En
un informe del Instituto Español de Estudios Estratégicos, el centro de
estudios del Ministerio de Defensa, el doctor en ciencia política Josep Baqués
afirmaba que el Kremlin está aprovechando el órdago catalán para
desestabilizar, empleando para ello una política destinada a generar confusión
desde las redes sociales, en una línea similar a la utilizada para influir en
las recientes elecciones de Estados Unidos. Moscú no tiene interés específico
en España, ya que queda demasiado lejos de su área de influencia. Ni siquiera
somos dependientes del gas natural ruso a diferencia de lo que ocurre, con
mayor o menor claridad, al norte de los Pirineos. Pero Moscú aspira a fomentar
las desavenencias en Cataluña para de ese modo debilitar a un Estado miembro de
la OTAN. Esta estrategia puede repetirse en el futuro en otros Estados europeos
(puesto que muy pocos son monoculturales) y, desde luego, puede reproducirse en
nuestro propio país (vinculado al caso catalán o a otros similares/potenciales).”
Porque es ello, la desestabilización
de los países considerados enemigos, lo que realmente mueve al Kremlin a la
hora de tomar este tipo de iniciativas, iniciativas que, por otra parte, y para
el caso español, van mucho más allá de su participación en el caso catalán. No
son un secreto las relaciones que el gobierno ruso mantiene con los partidos
políticos de extrema derecha, incluido VOX, pero también, cuando le interesa,
con los de extrema izquierda. Y ahí, en este entramado de fuerzas opuestas, es
donde la desinformación procedente de Rusia tiene su caldo de cultivo. Por más
que VOX haya negado su relación con el Kremlin, son claros los informes que
demuestran ciertas relaciones de diferentes asociaciones españolas de extrema
derecha, como Hazte Oír o CitizenGo, con diferentes personajes rusos, como
Alexei Komov o Konstantin Malofeev, que a su vez están bien relacionados con el
gobierno de su país.
Y en este sentido, también es
interesante conocer hasta qué punto trabajan las redes desinformadoras rusas
para intentar desprestigiar a figuras poderosas como el multimillonario y
filántropo norteamericano, de origen húngaro, Georges Soros, a quien el autor
del libro no duda en defender: “Soros es un prolífico autor, con catorce
libros en su haber. En todos expresa una visión a favor de los valores de la
democracia liberal capitalista, con una marcada preferencia internacionalista.
No es un filántropo al uso, centrado en programas humanitarios y de ayuda al
desarrollo social, sino un inversor político, interesado en difundir ideas de
libertad, igualdad y propiedad privada, algo que le ha granjeado la enemistad
de regímenes autoritarios en todo el mundo. Cuando la URSS cayó, decidió
dedicarse a la construcción de instituciones que consolidaran la democracia en
el este de Europa, expandiendo instituciones como la UE, a la que veía como
garante de la democracia en el continente. Su confianza en la fortaleza de la
UE se ha visto puesta a prueba con el auge de los diversos populismos que han
ido ganando terreno a ambos lados del extinto telón de acero. La gran recesión,
la crisis migratoria y el expansionismo ruso le han convertido en objetivo
constante de críticas tanto dentro de Europa como en Rusia. Es acusado
reiteradamente de haber puesto en marcha una gran conspiración mundial para
acabar con la soberanía de las naciones centenarias de Europa. Un golpe
especialmente fuerte para él fue la victoria del «sí» en el referéndum del
brexit, tras el cual llegó a afirmar que el proyecto de integración europea
estaba acabado.”
Para ello, los autores aprovechan los dos primeros capítulos para hacer un repaso de lo que fueron, en su momento, el periodo de entreguerras, los fascismos, principalmente las tres manifestaciones más importantes del movimiento a nivel europeo: el fascismo de Mussolini, propiamente dicho, el nacismo alemán, y el franquismo español, sobre todo el de los primeros años de la posguerra. Y ello, con el fin de hacer ver al lector cuáles eran las características propias de estos movimientos, las que tenían en común -el uso extremado de la violencia de estado, sobre todas las demás-, y las que las diferenciaban, con el fin de buscar, a su vez, semejanzas y diferencias con los movimientos actuales de extrema derecha. Sin embargo, no obvia tampoco el resto de organizaciones de tipo fascista, que fueron surgiendo en todos los países invadidos por Alemania en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, o en los primeros meses del conflicto, siempre a semejanza del propio régimen de Hitler. Como es sabido, todos estos movimientos, salvo los casos especiales de Franco en España y de Oliveira Salazar en Portugal, por sus especiales circunstancias históricas, acabaron en 1945, tras la derrota completa del Eje en la guerra mundial.
No quiere ello decir que en este
momento desaparecieran todos los movimientos de extrema derecha. A nadie se nos
escapa que, desde 1945, este tipo de ideologías se mantuvo, aunque casi siempre
de manera minoritaria, entre los países vencedores -salvo Rusia, por razones
obvias, beneficiadas, sin duda, por la Guerra Fría y la necesidad de luchar
contra el comunismo en todos los países del bloque capitalista. Así, durante la
segunda mitad del siglo XX fueron surgiendo en casi todos esos países algunos
partidos de extrema derecha, más o menos asentados en sus sociedades
respectivas, y algunos de ellos llegaron a contar con un cierto protagonismo.
Pero, ¿se puede considerar a esos partidos como fascistas? Está claro que no,
porque en ningún caso acudieron a defender sus postulados con la violencia que
caracteriza a los partidos fascistas de los años treinta. En este sentido,
defienden acertadamente los autores del ensayo, hablar de fascismo en la
segunda mitad de la centuria pasada no deja de ser un mero anacronismo, no ya
como concepto histórico, sino, incluso, como mero concepto político.
A nadie se nos escapa, tampoco, el
creciente desarrollo que las ideologías de extrema derecha han tenido, también,
en las últimas décadas, no sólo en Europa -Nigel Farage en el Reino Unido,
Viktor Orban en Hungría, Donald Tusk en Polonia, Marine Le Pen en Francia, Matteo
Salvini en Italia, Tom Van Grieken en Bélgica…-, incluso en aquellos países de
más honda tradición liberal, como los escandinavos -Anders Lange en Noruega,
Jimmie Akesson en Suecia, Niels Hojlund en Dinamarca-, sino también en
cualquier parte del mundo -Narendra Modi en la India, Jair Bolsonaro en Brasil,
el propio Donald Trump en Estados Unidos,… Se trata de políticos y de partidos
que tienen mucho en común entre sí: la defensa de las fronteras nacionales, el
euroescepticismo, la negación de postulados feministas, la defensa de la
familia tradicional, la lucha contra la inmigración ilegal,… Pero, ¿es
suficiente todo ello para definir a estos partidos como fascistas, en el
sentido real que esta palabra tiene?
Los autores entienden que no, incluso
en la manifestación más puramente española de esta nueva ultraderecha, que no
es otra que VOX. En este sentido, y a pesar de ciertas relaciones existentes
entre algunos de sus líderes con el régimen de Franco, hay que destacar que el
partido de Santiago Abascal ni siquiera es tan beligerante como otros partidos
europeos de extrema derecha. Respecto a este asunto, recogemos las palabras de
Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes: “Otra característica fundamental de
Vox es su marcado neoliberalismo. En este aspecto, el partido se distancia
abiertamente de otras expresiones de la derecha radical que, como la Agrupación
Nacional francesa, defienden un «chauvinismo del bienestar». Vox defiende con
firmeza el libre mercado, la libertad individual en términos económicos y la
propiedad privada. Éste es el punto fundamental de divergencia entre Vox y el
resto de los partidos de la derecha radical europea que sostienen en sus
programas posturas tradicionalmente progresistas en materia económica, como el
proteccionismo, la reindustrialización y la defensa de la seguridad laboral. La
visión sobre la Unión Europea también muestra diferencias entre Vox y otros
partidos de la derecha radical. Su euroescepticismo es francamente moderado y desde
sus orígenes ha sido mucho menos beligerante que el de grupos como el Frente
Nacional o la Liga de Matteo Salvini.”
A modo de resumen, y como decíamos
antes, hablar de fascismo en pleno siglo XXI no deja de ser un claro
anacronismo y, sobre todo, un arma de combate que las ideologías de izquierdas
no dejan de utilizar en su propio beneficio: “Cien años después de la Marcha
sobre Roma, identificar fascistas o denominarse antifascista rasga en el
anacronismo. La historia solamente es una maestra de futuro en sus concepciones
más simplistas, y fenómenos tan complejos como los que aquí nos han ocupado
necesitan de más reflexión que los que caben en los 280 caracteres de un tuit.
Si queremos comprender la crisis de la democracia y prever su evolución,
dejemos de utilizarla con categorías vinculadas con el pasado, suspendidas en
el tiempo y en el espacio, como si los contextos no contasen ni evolucionasen.
Leámosla históricamente, sí, pero también, y, sobre todo, con las herramientas
del presente. Este ha sido nuestro objetivo.”