Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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jueves, 22 de mayo de 2025

REFLEXIONES PARA UNA PAZ CONSENSUADA

 

Este texto es la presentación del libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", que he escrito junto al teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías.

 

Señoras y señores, autoridades, amigos y amantes de la historia de Cuenca o de la historia militar, buenas tardes.

Antes de nada, me gustaría dar las gracias a todos los que, de una manera o de otra, habéis hecho posible que este libro vea por fin la luz. A la Diputación Provincial y, a su Diputada de Cultura, Marian Martínez, y especialmente a la directora de su Servicio de Publicaciones, Marta Segarra, quien, como tantas veces ha hecho cada vez que se lo he pedido, no ha dudado en prestar, solícitamente, toda su colaboración y su entrega al servicio, y quiero reiterar esta palabra, servicio, por cuanto ésta tiene de asistencia, prestación, entrega, en beneficio de la ciudadanía. También, por supuesto, a los que nos han prestado su aliento a lo largo del tiempo que este volumen ha tardado en ver la luz, por diferentes motivos. Y a todos vosotros, que estáis aquí, por vuestra presencia en este acto. Y sobre todo, a sus futuros lectores, porque sin lectores, desde luego, no existirían los libros; porque todo mensaje, y desde luego un libro no es más que un mensaje, más o menos denso, debe tener, por definición, un receptor que reciba ese mensaje, que haga que el trabajo realizado por el emisor haya valido la pena. 

Dicho esto, es para mí un honor estar aquí hoy para presentar el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", una obra que he tenido el privilegio de escribir junto con el teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías. Este estudio, riguroso y documentado, nos sumerge en la historia militar de una de las regiones más significativas de España, pese a la falta de unidades militares que estuvieron acantonadas en ella en muchas etapas de su historia, y en la función clave que desempeñaron sus militares en una etapa crucial de nuestra historia.

Alguien, en un corte muy conocido de televisión que se ha convertido en recurrente, abroncó a todos los presentes en una tertulia porque, pensaba él, no se estaba dedicando demasiado a hablar sobre el libro que él acababa de publicar. Por el contrario, yo aquí no voy a hablar sobre nuestro libro; o al menos, no voy a hablar de momento sobre el libro. Sobre él ya se está hablando mucho en este acto. Yo , por el contrario, de lo que quiero hablar es del ejército; del ejército español, del que yo, lo confieso, me considero un admirador. Yo, que cuento como única experiencia en el ejército los veinte meses que estuve de servicio militar, y encima aquí, en el gobierno militar de Cuenca, en un servicio de oficina que, además, lo hacía de paisano; que no tengo más tradición militar en mi familia que una muy lejana relación familiar con el general Federico Santa Coloma, uno de los soldados que son mencionados en el libro, además de ser nieto, yerno y tío de guardias civiles, que también, no debemos olvidarlo, forman parte de nuestras Fuerzas Armadas, siento por el ejército, y más en concreto por el ejército español, una profunda admiración, que va mucho más allá de los vistosos uniformes y de los relumbrantes entorchados que los adornan.

            Una vez dicho esto, quizá resulte extraña mi siguiente afirmación: ¡Ojalá no tuvieran que existir los ejércitos! ¡Ojalá los ejércitos no fueran necesarios! ¡Ojalá no existieran las guerras, ni los atentados terroristas, porque de esta forma, tampoco serían necesarias las misiones de paz, de las que, por cierto, tanto sabe el ejército español, que se encuentra desplegado casi por los cinco continentes, y es tan respetado allí donde va! Recuerdo que en un viaje por la antigua Yugoslavia, donde visitamos ciudades como Trebinje y Mostar, en Bosnia, algunos de sus habitantes nos comentaron el buen recuerdo que les habían dejado los soldados españoles que participaron en aquellas misiones de paz; sobre todo en Mostar, ciudad en la que, incluso, se le dedicó a nuestro país, y especialmente a los militares españoles caídos en acto de servicio, la mayor plaza de su callejero, en cuyo centro, además, se encuentra un sencillo monumento que está coronado por las banderas de España, de Bosnia, y de Herzegovina.

¡Ojalá no existieran tampoco las grandes inundaciones, ni los terremotos, ni cualquier otra clase de catástrofe natural, porque, más allá de la existencia de la Unidad Militar de Emergencias, una de las labores tradicionales de todos los ejércitos ha sido la de ayudar a la población propia en los casos de necesidad! Como se demostró, lamentablemente, en las pasadas inundaciones de Valencia, y como se demostró también en Cuenca, en abril de 1902, cuando fue una unidad de zapadores del ejército, que estaba dirigida, por cierto, por uno de los conquenses de los que hablamos en este libro, la que vino a Cuenca para realizar las tareas de desescombro y el rescate de los heridos, y búsqueda de los cuerpos en el peor caso, víctimas del hundimiento de la Torre del Giraldo, de nuestra hermosa catedral.

Sin embargo, los últimos años nos han demostrado, una vez más, que pensar en una sociedad idílica, en la que los Estados no tengan la necesidad de defenderse unos de otros, no deja de ser una utopía. A lo largo de la historia, las naciones han requerido fuerzas armadas para garantizar su seguridad, defender su soberanía y, en ocasiones, proyectar su influencia en el resto del mundo. La existencia de ejércitos no es un capricho ni un vestigio de tiempos pasados, sino una necesidad inherente a la estructura de cualquier país que aspire a preservar su independencia y su forma de vida.

“Si vis pacem, para bellum”. Esta máxima latina, que muchas veces ha sido atribuida, erróneamente, a Julio César, se debe en realidad al escritor romano Flavio Vegecio Renato, un autor tardío romano que vivió en el siglo IV, cercano a la corte del emperador Teodosio y pertenece al prefacio del libro tercero de una de sus dos obras conocidas sobre temas militares: “Epitoma rei militaris”. La traducción más cercana de la frase sería la siguiente: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Por otra parte, el famoso filósofo chino Sun Tzu, que vivió entre los siglos VI y V a.C., y que escribió una de las obras clásicas sobre temas militares, “El arte de la guerra”, ya había escrito, antes de ello, otra frase lapidaria sobre este asunto: "El arte supremo de la guerra es someter al enemigo sin combatir." En efecto, para él, estar siempre preparado para la guerra es precisamente lo que permite controlar la situación y mantener la estabilidad y la paz, sin tener que llegar al conflicto armado.

En 1992, poco después de que se produjera el derribo del muro de Berlín y la caída del comunismo, tal y como se entendía en aquel momento, el historiador y politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicó su libro más conocido: “El fin de la Historia y el último hombre”. La tesis pecaba de un optimismo que se ha demostrado totalmente erróneo: considerando el fin de las dictaduras tanto en la península ibérica como en Grecia y en América Latina (juntas militares), y sobre todo la desintegración de la Unión Soviética, y el final de las dictaduras comunistas en la Europa oriental, en los años ochenta, la democracia y el liberalismo ya no tendrán más barreras, y el estallido de nuevas guerras sería cada vez más improbable. 

            Basándose en esa concepción errónea de la geopolítica, en muchos países, sobre todo en Europa, se ha venido desarrollando en los últimos años, una política de “buenismo” y de pacifismo que ahora, sin embargo, los europeos estamos sufriendo en los últimos años. En efecto, en Europa, en las últimas décadas, hemos asistido a un proceso  progresivo de desarme y debilitamiento de las estructuras de defensa bajo la bandera de una política pacifista bienintencionada, pero no exenta de problemas. Se ha promovido la idea de que la guerra es algo del pasado, que los conflictos pueden resolverse exclusivamente a través de la diplomacia y que los ejércitos pueden reducirse a su mínima expresión sin que ello tenga consecuencias.

Sin embargo, la historia nos ha demostrado que la paz no es una condición permanente, sino un estado frágil que debe ser protegido con determinación. La guerra de Ucrania, y también la de Israel aunque de otra manera, nos ha colocado a los europeos bajo nuestro propio espejo. La incapacidad de la Unión Europea para influir decisivamente en la resolución de este conflicto ha evidenciado la debilidad estratégica de nuestro continente. Un claro ejemplo de ello es la reciente decisión tomada entre Donald Trump y Vladímir Putin para poner fin a la guerra, pero a su modo, a partir de la rendición casi incondicional de Ucrania, una decisión en la que ni la propia Ucrania ni los países europeos han tenido un papel determinante. Esto pone de manifiesto una dura realidad: sin una defensa fuerte y sin una capacidad real de disuasión, Europa se convierte en un actor irrelevante en el escenario internacional.


Por otra parte, no es la primera vez que esto sucede. No es la primera vez que Europa ha tenido que sucumbir por sus propias negligencias, y por su apuesta por la paz, precisamente en un momento en el que apostar por la paz y no hacer frente con decisión a los postulados totalitarios no era una opción. Pasó en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, y aquello, ya lo sabemos. En aquel momento, las democracias liberales, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se mostraron demasiado tibios ante las primeras invasiones de Alemania, pensando que el problema era sólo de Alemania y de sus vecinos del otro lado del continente. Creyeron a Hitler cuando les prometió que su único deseo era reagrupar los territorios en los que el pueblo alemán era mayoría. Por ello, no actuaron cuando el nazismo anexionó Austria, en marzo de 1938; no actuaron tampoco cuando anexionó los Sudetes checos, en septiembre de 1938, ni cuando, en marzo de 1939, entraron en Praga para anexionarse el resto del país, estableciendo el protectorado sobre Bohemia y Moravia, a la vez que propiciaban el establecimiento de un estado títere en el resto de la vieja Checoeslovaquia; ni actuaron, ese mismo mes de marzo, cuando las tropas alemanas se apoderaron del territorio de Memel, en el oeste de Lituania.

Sólo actuaron cuando, ya a finales de agosto, vieron las orejas de un lobo ya demasiado cercano, cuando los nazis, fruto de su pacto secreto con los comunistas de la Unión Soviética, intentaron apoderarse de Danzig (Gdansk), que entonces tenía estatuto de ciudad libre, protegida por la Sociedad de Naciones. Sin embargo, para entonces, todo era ya demasiado tarde. Poco tiempo antes, cuando los alemanes habían invadido los Sudetes, Neville Chamberlain, quien era en ese momento Primer Ministro del Reino Unido, se dirigió a sus compatriotas anunciándoles que había conseguido la paz, al no querer intervenir en el conflicto. Sin embargo, aquellas cuando la guerra ya era irremediable, el recuerdo de aquellas palabras de Chamberlain les llevaron a Winston Churchill, su rival en el Partido Conservador, y futuro Primer Ministro después una vez acabado el conficto, a afirmar, en un famoso discurso que dirigió a sus paisanos ingleses su famosa frase: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Habéis elegido el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Porque no basta con no desear la guerra para poder vivir en paz, tal y como la historia nos demuestra constantemente.

El propio desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo su finalización, nos enseñó, una vez más, la necesidad de ser fuerte, militarmente hablando, también para poner fin a la guerra. Y sobre todo, para poder empezar, con verdaderas posibilidades de éxito, una buena posguerra. Fueron los norteamericanos, no los europeos, los que posibilitaron la reconstrucción de Europa, y fueron los norteamericanos, no los europeos, los que lograron que la Guerra Fría se quedara en eso, en una guerra fría, a pesar de que siempre estuviera bajo la espada de Damocles de una guerra caliente. ¿Qué hubiera sido de Europa, en aquellos años de continuas crisis de misiles y de bombas atómicas, sin la ayuda del primo americano? ¿Cuánto tiempo le hubiera durado a la bota comunista acabar con todo el continente europeo? Todavía en este siglo XXI, hay que recordarlo, el setenta por ciento del presupuesto de la OTAN lo ponen los Estados Unidos.

La afirmación sigue siendo válida hoy en día, a pesar de las soflamas interesadas y casi absurdas de Donald Trump. Hace apenas dos semanas, en un artículo publicado en el diario ABC, José Ignacio Salafranca, director de la Fundación Euroamérica y antiguo embajador de la Unión Europea en Argentina, afirmaba lo siguiente: “Hemos asistido a la paradoja de que una gran potencia económica  como la Unión Europea, con casi quinientos millones de habitantes, tenía que ser protegida por los Estados Unidos, trescientos cuarenta millones, frente a las amenazas de Rusia, ciento cuarenta y cuatro millones, siendo el gasto militar de este país inferior en un vente por ciento al de los estados miembros de la Unión Europea”. Y más adelante continúa: “La Unión Europea tiene que reinventarse para hacer frente a los retos que plantea un mundo, el de 2025, muy distinto al de 1945. La pregunta que nos interpela hoy es si la Unión Europea, a pesar de su declive demográfico y económico, quiere y puede liderar un nuevo multilateralismo. Si aspira, a pesar de que tiene que aprender a dotarse de las herramientas del poder, a dar una visión distinta del mundo, anclada en sus valores: paz, libertad, comprensión, concordia y reconciliación”

En estos días en los que la crisis de Ucrania ha vuelto a poner de moda la necesidad de invertir más en armamento, escuché en un programa de radio una frase que me llamó la atención: “Europa, a partir de ahora, debe parecerse más a Esparta y menos a Atenas”. ¿Qué significa eso? Comparemos el mundo actual con la Grecia clásica, volvamos a los tiempos de la Guerra del Peloponeso, a los tiempos de Pericles y Lisandro, y lo entenderemos. Quizá lo que haga falta, si no queremos ser tan pesimistas, es buscar un término medio entre Atenas y Esparta, seguir enamorándonos de Atenas, pero sin dejar de mirar a nuestra espalda para encontrar allí la sombra de la vieja Esparta.

 

Dicho esto, y para volver a hablar de este libro que acaba de presentarse, quiero decir que en él se habla, sobre todo, de cerca de unos veinte militares que tienen dos cosas en común. Todos ellos, por unos motivos u otros, formaron parte de eso que se ha llamado las élites militares, y que el teniente coronel Pérez Frías ya nos ha contado en qué consiste, y además, de alguna manera, todos están relacionados con nuestra provincia. No son, sin embargo, los únicos que, de un modo u otro, dieron su vida por España. Porque dar la vida por tu país no es sólo llegar a las últimas consecuencias de esa entrega, llegar a morir por él o, como se canta en alguno de los himnos, entregar la última gota de su sangre. Dar la vida por tu país es, también, vivir de una manera acorde con una promesa dada, con la promesa que todo soldado hace en el momento de jurar la bandera que representa a su país.

Son, los que aparecen en el libro, apenas un puñado de soldados que, como miles y miles de soldados a través de los tiempos, supieron, a través de su biografía, convertir en una realidad vital el lema del soldado español: “Honor y Lealtad”; o ese otro, que todavía aparece, con letras de molde, en todos los cuarteles: “Todo por la Patria”. Ese lema que algunas asociaciones memorialistas han querido envilecer por su relación con el ejército de Franco, sin tener en cuenta su verdadero origen histórico, en el contexto de la Guerra de la Independencia.

Nada más. Reitero mi gratitud personal, y la gratitud de los que formamos parte de esta mesa, a todos vosotros, por vuestra paciencia. Muchas gracias a todos.









El Podcast de Clio: LOS EJÉRCITOS, UNA NECESIDAD TAMBIÉN EN EL SIGLO XXI


jueves, 2 de mayo de 2024

GEOPOLÍTICA EN EL SIGLO XXI

 

A mediados de la década de los años ochenta del siglo pasado, el líder de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, inició el gran terremoto ideológico que ha venido a llamarse la Perestroika: la reforma política y económica que haría el viejo imperio comunista, que sería sustituido por una Rusia renovada, libre ya de las tensiones que se habían ido sucediendo en la gran nación de naciones desde el mismo momento en el que había triunfado la revolución de 1917. Y paralelamente a ello, también, la libertad y la independencia para todas esas naciones que, ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial, habían formado parte también de aquel imperio, de manera que tanto una como las otras pasaron a incorporarse, al menos nominalmente, a la lista de los países de la Europa democrática. También, todos aquellos países que, nominalmente independientes de la Rusia comunista, formaban parte también, de facto, de ese entente comunista que fue el Pacto de Varsovia, siguieron engrosando la lista de las nuevas democracias europeas, de manera que se fue generando en todo el mundo una especie de proceso sociológico y psicológico, cuyo efecto más importante sería, ya en el mes de noviembre de 1989, el derrumbe del muro de Berlín, que durante muchos años había dividido en dos a Alemania y a todo el mundo occidental.

La caída del muro permitió la definitiva reunificación del país que había sido derrotado durante la Segunda Guerra Mundial, pero sus efectos no se limitaron sólo a la propia Alemania. Se había iniciado, o al menos eso es lo que entonces se creía, una nueva historia: una historia diferente, que había logrado trascender por fin a la Guerra Fría, a ese mundo dividido en dos bloques enfrentados, esas dos maneras opuestas de entender la política, la economía, y la sociedad en general. “El fin de la historia y el último hombre”, es el título del ensayo que el historiador norteamericano Francis Fukuyama publicó en 1992, basándose en la teoría de otros pensadores anteriores, que arrancan del propio Hegel: la historia de la humanidad, concebida como una lucha entre ideologías contrapuestas, ha concluido con la derrota definitiva del mundo comunista; dando inició con ello a un nuevo mundo de paz, basado en la economía del libre mercado. La teoría, como decimos, no era nueva, pero hasta entonces no se habían podido poner las bases para ese “hombre nuevo” del que hablaba Fukuyama, en una Europa de entreguerras primero, y más tarde, en un mundo polarizado y dividido por lo que Winston Churchill, nada más acabada la guerra, en 1946, llamó el Telón de Acero, haciéndose eco de una vieja locución inglesa utilizada ya desde el siglo XVIII en los viejos teatros londinenses.

Sin embargo, los hechos posteriores han venido a demostrar que la teoría del historiador estadounidense estaba equivocada, dándole la razón, de esta forma, a Samuel Huntington y su teoría del choque de las civilizaciones. A la antigua polarización entre capitalismo y comunismo, que caracterizó a la etapa de la Guerra Fría, le ha venido a sustituir una nueva polarización, en la que el gran enemigo del liberalismo democrático es el terrorismo. En efecto, desde hace algunos años es el terrorismo, especialmente el terrorismo de carácter integrista, musulmán, el que ha venido a desempeñar el papel que hasta hace algunos años ocupaba el propio comunismo soviético. Pero además, la propia sociedad occidental ha venido a demostrar también que la historia, tal y como la entendía Fukuyama, sigue teniendo la misma vigencia que antes, y que la guerra sigue siendo, también en la propia Europa, una forma muy común de relacionarse entre los diferentes países. Lo demostraron, poco tiempo después de la caída del comunismo, las Guerras de Yugoslavia, y lo sigue demostrando la actual Guerra de Ucrania, que otra vez ha venido a traer el dolor y la muerte hasta las mismas fronteras de Europa.

Sin embargo, la guerra de Ucrania -o la no guerra, si queremos seguir la denominación que le ha dado el dirigente del país invasor, Vladimir Putin, en una clara muestra de esa hipocresía que le caracteriza, que la denominó, hay que recordarlo, operación militar de carácter especial-, no es un hecho aislado, sino el desenlace lógico de una forma de hacer política que ha caracterizado al propio Putin desde el mismo momento en que llegó al poder, convirtiendo así al país en el heredero vital de la antigua Unión Soviética. El proceso se inició ya con su antecesor en el cargo, Boris Yeltsin, quien protagonizó las primeras injerencias rusas en Georgia, defendiendo a los independentistas de Osetia del Sur y Ajasia, dos pequeñas repúblicas de mayoría prorrusa, y haciendo lo mismo en la Transnitria moldava, o en la guerra civil que asoló entre 1992 y 1997, la república de Tayikistán. Y dentro de los propios límites de la Rusia actual, las revueltas en Chechenia fueron aprovechadas tanto por Yeltsin como por el propio Putin para enraizarse todavía más en el poder. Desde entonces, las injerencias rusas en las antiguas repúblicas soviéticas independizadas han sido múltiples, como ya demostraron, en la misma Ucrania, las anteriores crisis de Crimea y el Dombás.   

Tal y como ha descrito en su libro “Putinistán” el periodista Xavier Colás, quien había sido enviado especial del diario “El Mundo” a Moscú hasta el pasado mes de marzo, cuando fue expulsado del país al no haberle sido renovado su visado profesional, Putin concibe su país como ese gran territorio que va más allá de esa Gran Rusia, que está conformada también por Bielorrusia y Ucrania, además de la propia Rusia, y dotada, también, de una zona de influencia que se debe extender a muchos de los territorios que habían conformado la antigua Unión Soviética. Así lo ha definido el británico Mark Galeotti, autor de uno de los libros más imprescindibles para comprender la psicología del mandatario ruso, “Las guerras de Putin, desde Chechenia a Ucrania”, en un artículo publicado recientemente en España: “En muchos aspectos, Putin es un geopolítico del siglo XIX. Desde su punto de vista, un gran país necesita una esfera de influencia, de modo que la soberanía de estados como Ucrania debe subordinarse a los intereses de Moscú, de la misma manera que debe tener derecho a ser escuchada -lo que viene a ser un derecho de veto- de todos los asuntos de importancia global, y tener la posibilidad [Rusia] de romper las reglas del orden internacional, con impunidad de vez en cuando. Esto es, después de todo, de lo que piensa que gozan los Estados Unidos.”

La guerra de Ucrania, aún entendiéndola como una consecuencia final de la política de Putin -y que no sólo es de Putin, pues no son escasos los rusos que piensan como él-, no es el único problema al que debe enfrentarse el mundo civilizado en pleno siglo XXI. También debemos dirigir la vista hacia otros territorios, que también están anclados, desde hace mucho tiempo, en un profundo pozo de sangre y de terror: la guerra de Siria, que en estos momentos se encuentra tan enraizada; el enfrentamiento entre Israel y Palestina, tan asociado también con el mismo problema de Siria; la creciente belicosidad de territorios como el Sahel africano, tan empobrecido por el hambre y por la falta de agua, y que constituye un importante caldo de cultivo para el crecimiento de los más sangrientos grupos islamistas como el Grupo de Apoyo al Islam, filial en la zona de Al Qaeda, o Boko Haram. Son sólo algunos ejemplos; los focos de conflicto se multiplican por todo el mundo, y los analistas internacionales siguen vertiendo ríos de tinta en periódicos, revistas especializadas o libros, intentando dar las claves para que la opinión pública pueda intentar comprender todos estos conflictos en toda su extensión, aunque en ocasiones, es cierto, esas claves no dejan de estar teñidas con su propia ideología, lo cual, por otra parte, hace todo mucho más confuso.

Sobre el problema de Palestina, por ejemplo, mucho es lo que se ha escrito en los últimos años, y ahora, cuando la guerra ha vuelto a avivarse, no son pocos los libros sobre el tema que siguen llegando a los escaparates de las librerías. Algunos han sido escritos desde el punto de vista de los israelitas, y otros, más incluso, lo han sido desde el punto de vista de los palestinos. No es extraño que haya sido así, sobre todo en un conflicto como éste, que desde hace tanto tiempo se halla tan incardinado al conjunto de la sociedad, y más aún en momentos como éste, cuando la polarización en el conjunto de la sociedad es tan exacerbada. En un lado del tablero se aduce que Israel es el único país realmente democrático en toda la zona de Oriente Medio, y que los aliados de los palestinos, Irán y Rusia sobre todo, pero también otros grupos terroristas, como Hizbulá en Líbano y los yutíes en Yemen, forman parte del llamado eje del mal; a los que defienden esta teoría, desde luego, no les falta una parte de razón. Y se defiende, sobre todo, y en lo que se refiere a esta última etapa del conflicto, que Israel ha sido el país agredido por un grupo terrorista, Hamás, que ni siquiera es capaz de defender a su propia población palestina, que ha matado y raptado a civiles inocentes, en un ataque perpetrado desde la franja de Gaza. Y desde el punto de vista de los árabes, y tampoco les falta una parte de razón, se aduce que los palestinos también tienen el derecho a vivir en esta parte de la tierra, que fue suya al menos durante un tiempo, antes de la llegada masiva de colonos semitas.

Desde el mundo occidental, que no sufre el conflicto de manera directa, que sólo lo vive de manera tangencial, se ha intentado solucionar el problema de diversas maneras, pero ninguna de ellas, al menos hasta el día de hoy, ha tenido el éxito esperado. Se ha hablado de la posibilidad de crear un país binacional, que acoja en su seno a judíos y a palestinos. Se ha hablado, también, de la creación de dos países diferentes, Israel y Palestina, lo que debería contar con un reconocimiento generalizado desde las Naciones Unidas. Quizá sea ésta la teoría que más adeptos tienen, aunque en Estados Unidos y en la mayor parte de los países europeos, muchos coinciden en afirmar que no es éste el mejor momento para alcanzar este reconocimiento, y que no puede estudiarse en serio la propuesta mientras el territorio se encuentre sumido en una guerra a sangre y fuego. El apoyo de algunos países árabes vecinos, como Jordania y la propia Arabia Saudí, que colaboraron con Israel hace unas semanas, cuando fue atacado por Irán, hace pensar que el conflicto entre ambos países es más territorial que puramente religioso.

      Así las cosas, la sensación que puede tener el observador externo es la de un mundo que está a punto de estallar, un mundo que, en esencia, no es muy diferente al del siglo XX, el siglo de las dos guerras mundiales y de la Guerra Fría. Y entre ambas guerras, además, el creciente auge de los totalitarismos, de izquierda y de derecha; el mundo de Stalin y de Hitler, y con ellos, de tantos y tantos dictadores -Benito Mussolini en Italia, Miguel Primo de Rivera en España, Óscar Carmona en Portugal, Miklós Horthy en Hungría, Józef Pilsudsky en Polonia,… y más tarde, también, Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco en los dos países de la península Ibérica- que siguieron sus pasos, convirtiendo el continente europeo en un extenso territorio en el que las libertades democráticas brillaron por su ausencia.

En efecto, el fascismo en este siglo XXI se llama populismo. Y el populismo, que puede ser de izquierdas o de derechas, o incluso nacionalista, se está extendiendo por toda Europa, también por los Estados Unidos -Joe Biden y Donald Trump pueden ser dos ejemplos de ambos populismos- de manera bastante peligrosa, poniendo en jaque a todo el sistema democrático liberal. También en España, el populismo está atacando todo el edificio de la Transición, como también han puesto de relieve José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu en su último libro “España, terra incógnita”; y buen ejemplo de ello es la llamada ley de la [des]memoria [anti]democrática, que al mismo tiempo que blanquea los crímenes cometidos por ETA -a fin de cuentas, Bildu ha tenido mucho que ver en el desarrollo de la ley-, reescribe la historia, y convierte a la Segunda República, y también a la Guerra Civil, en eso que nunca fue: una historia dulcificada de buenos demócratas, los de izquierda, y de malos, malísimos, opresores liberticidas, los de derecha. Ninguna guerra civil, tampoco la española, ha sido nunca nada más que la firme constatación de un enorme fracaso de la convivencia social.

sábado, 20 de enero de 2024

De noticias falsas y palabras mal empleadas. Dos nuevos libros sobre política e historia

 

No cabe duda que estos momentos que nos han tocado vivir no son demasiado buenos para la democracia, ni tampoco para intentar un estudio serio de la historia. La ley de la Memoria Democrática, con su indudable sesgo ideológico, vuelve a poner sobre la mesa la censura, al querer imponer a los politólogos, y a los historiadores, lo que deben o no deben escribir sobre el pasado más reciente, y convirtiendo, otra vez, la historia de España, incluyendo temas tan sensibles como la Segunda República o la Guerra Civil, en una historia de buenos y malos; reinventado la historiografía del franquismo y dándole la vuelta, somo si se tratara de un calcetín usado. Los buenos de ayer son los malos de hoy en día, y los que ayer fueron malísimos, unos verdaderos diablos, son ahora los ángeles del progreso. Por otra parte, los medios de comunicación, y sobre todo las redes sociales, abundan en fake news, de manera que la verdad se convierte en un tesoro imposible, incluso para aquellos que están presuntamente bien informados. Así las cosas, saber diferenciar entre una noticia verdadera de una simple labor propagandística, o incluso un trabajo de desestabilización del enemigo, es tarea prácticamente imposible para la mayor parte de la población. Sobre ambos aspectos, sobre las fake news, en este caso las relacionadas directamente con la crisis catalana, y sobre lo que algunos aspectos de la nueva ley pueden significar para el estudio de la historia, relacionadas en este caso con el manido uso de la palabra “fascista”, es sobre lo que tratan estos dos libros que voy a comentar en esta nueva entrada.

El primero de ellos tiene un título y un subtítulo que, por su extensión, son bastante clarificadores de lo que tratan: “Fake news: la nueva arma de destrucción masiva. Cómo se utilizan las noticias falsas y los hechos alternativos para desestabilizar la democracia.” Su autor, David Alandete, es un periodista de raza, que se presenta como “experto en gestión de medios e investigaciones sobre campañas de desinformación.” Conoce bien la política internacional desde su antiguo puesto como director adjunto del diario El País, entre 2014 y 2018. Antes de ello, había sido corresponsal de ese mismo periódico en Washington, cubriendo las noticias que procedían del Pentágono, el Congreso americano y el Departamento de Estado. También cubrió, como enviado especial en Afganistán, el décimo aniversario de la operación militar norteamericana contra ese país asiático. Entre los años 2013 y 2014, fue corresponsal de El País en Oriente Próximo, donde cubrió asuntos tan importantes como el golpe de estado de Egipto, en julio de 2013, la guerra civil en Siria, o el proceso de paz entre judíos y palestinos. En la actualidad vuelve a cubrir, como corresponsal de ABC, las noticias procedentes de la capital norteamericana.

El autor defiende en el libro la tesis de la injerencia de Rusia, existente  desde siempre, pero creciente en los últimos años, en la política interior de Europa y de Estados Unidos. Y no sólo la defiende, sino que, además, da numerosas pruebas de su existencia, a diferentes organizaciones, como RT o Sputnik, que, bajo el paraguas de simples agencias de información, lo que hacen es verter noticias falsas en la opinión pública. Ejemplo de ello, por su propio interés interno, es todo el aparato de desinformación que, ya desde mucho tiempo antes de que estallara la guerra, ha venido desarrollando en el tema de Ucrania. En este sentido, tiene especial importancia, por las consecuencias que provocó en muchos pasajeros inocentes, el accidente que el 14 de julio de 2014 sufrió un Boeing 777 de Malaysia Air Lines, que ese día había despegado del aeropuerto de Amsterdam, y que causó la muerte a cerca de trescientos pasajeros, principalmente holandeses y australianos. La táctica, en este y en otros casos similares, como en el caso del envenenamiento del espía, agente doble, Serguéi Skripal, y de su hija Yulia, ha sido la de difundir, mediante sus agencias de desinformación, varias teorías diferentes, incluso enfrentadas entre sí, con el fin de que la opinión pública no pueda conocer la verdad, que no es otra que su implicación en el suceso.

Pero la desinformación afecta también a la política interior de otros países, enemigos o supuestos enemigos de Rusia. En Estados Unidos se interpuso en las elecciones que dieron la presidencia del país a Donald Trump, y en todos los procesos electorales que se han sucedido desde entonces. Rusia también ha intentado intervenir en Europa, principalmente entre los países más fuertes de la alianza. En el Reino Unido logró una importante victoria cuando, de forma inesperada, la opinión favorable al Brexit logró imponerse en el referéndum, y el país no tuvo más remedio que separarse de la Unión Europea. También ha intentado intervenir tanto en Alemania como en Francia. Por lo que respecta a este último país, Alandete también se muestra bastante claro: “En pocos países han invertido los medios de propaganda rusos tantos recursos como en Francia. Sputnik y RT operan ambos en francés y su principal objetivo allí ha sido Emmanuel Macron. Primero, con informaciones sesgadas y malintencionadas en las elecciones presidenciales de 2017 y más recientemente durante la revuelta populista de los chalecos amarillos, que comenzó como un rechazo al aumento del impuesto sobre las gasolinas y pronto pasó a pedir la dimisión de Macron. El 29 de mayo de 2017 el presidente francés hizo algo a lo que pocos líderes mundiales se han atrevido: pedirle contención a Vladímir Putin, a la cara y ante periodistas de todo el mundo durante una visita.”

Así las cosas, no debe extrañarnos la influencia que los intereses rusos han tenido en la política interior española, y especialmente en la crisis catalana. El propio Alandete se hace eco de un informe realizado por Josep Baques, doctor en Ciencias Políticas, miembro del Instituto Español de Estudios Estratégicos, dependiente del Ministerio de Defensa, en  los siguientes términos: “En un informe del Instituto Español de Estudios Estratégicos, el centro de estudios del Ministerio de Defensa, el doctor en ciencia política Josep Baqués afirmaba que el Kremlin está aprovechando el órdago catalán para desestabilizar, empleando para ello una política destinada a generar confusión desde las redes sociales, en una línea similar a la utilizada para influir en las recientes elecciones de Estados Unidos. Moscú no tiene interés específico en España, ya que queda demasiado lejos de su área de influencia. Ni siquiera somos dependientes del gas natural ruso a diferencia de lo que ocurre, con mayor o menor claridad, al norte de los Pirineos. Pero Moscú aspira a fomentar las desavenencias en Cataluña para de ese modo debilitar a un Estado miembro de la OTAN. Esta estrategia puede repetirse en el futuro en otros Estados europeos (puesto que muy pocos son monoculturales) y, desde luego, puede reproducirse en nuestro propio país (vinculado al caso catalán o a otros  similares/potenciales).”

Porque es ello, la desestabilización de los países considerados enemigos, lo que realmente mueve al Kremlin a la hora de tomar este tipo de iniciativas, iniciativas que, por otra parte, y para el caso español, van mucho más allá de su participación en el caso catalán. No son un secreto las relaciones que el gobierno ruso mantiene con los partidos políticos de extrema derecha, incluido VOX, pero también, cuando le interesa, con los de extrema izquierda. Y ahí, en este entramado de fuerzas opuestas, es donde la desinformación procedente de Rusia tiene su caldo de cultivo. Por más que VOX haya negado su relación con el Kremlin, son claros los informes que demuestran ciertas relaciones de diferentes asociaciones españolas de extrema derecha, como Hazte Oír o CitizenGo, con diferentes personajes rusos, como Alexei Komov o Konstantin Malofeev, que a su vez están bien relacionados con el gobierno de su país.

Y en este sentido, también es interesante conocer hasta qué punto trabajan las redes desinformadoras rusas para intentar desprestigiar a figuras poderosas como el multimillonario y filántropo norteamericano, de origen húngaro, Georges Soros, a quien el autor del libro no duda en defender: “Soros es un prolífico autor, con catorce libros en su haber. En todos expresa una visión a favor de los valores de la democracia liberal capitalista, con una marcada preferencia internacionalista. No es un filántropo al uso, centrado en programas humanitarios y de ayuda al desarrollo social, sino un inversor político, interesado en difundir ideas de libertad, igualdad y propiedad privada, algo que le ha granjeado la enemistad de regímenes autoritarios en todo el mundo. Cuando la URSS cayó, decidió dedicarse a la construcción de instituciones que consolidaran la democracia en el este de Europa, expandiendo instituciones como la UE, a la que veía como garante de la democracia en el continente. Su confianza en la fortaleza de la UE se ha visto puesta a prueba con el auge de los diversos populismos que han ido ganando terreno a ambos lados del extinto telón de acero. La gran recesión, la crisis migratoria y el expansionismo ruso le han convertido en objetivo constante de críticas tanto dentro de Europa como en Rusia. Es acusado reiteradamente de haber puesto en marcha una gran conspiración mundial para acabar con la soberanía de las naciones centenarias de Europa. Un golpe especialmente fuerte para él fue la victoria del «sí» en el referéndum del brexit, tras el cual llegó a afirmar que el proyecto de integración europea estaba acabado.”

 

    Si la desinformación, y en concreto la desinformación proveniente del gobierno ruso, es importante como arma de combate en las guerras modernas, también lo es, como no podía ser de otra forma, el uso sesgado y manipulado de las palabras. En este sentido, a nadie se le escapa el manido uso que la palabra “fascista”, o su sinónimo más populista, “facha”, cada vez que nos referimos a un político o un partido que defiende unos postulados opuestos a los nuestros. Pero, ¿es aplicable este término a todo aquel que defienda una ideología, ya no de extrema derecha, sino incluso liberal? Ésta es la pregunta a la que intentan responder los autores de este otro libro “Ellos, los fascistas”, Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes. El primero es un historiador aragonés, que actualmente es profesor de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona, y es especialista en las guerras civiles europeas y en todo tipo de violencias colectivas, incluido el desarrollo de los movimientos fascistas. El segundo, de origen argentino, ha publicado diversos estudios sobre el papel jugado en España durante la Primera Guerra Mundial, y en la actualidad es profesor en la Universidad de Gerona.

Para ello, los autores aprovechan los dos primeros capítulos para hacer un repaso de lo que fueron, en su momento, el periodo de entreguerras, los fascismos, principalmente las tres manifestaciones más importantes del movimiento a nivel europeo: el fascismo de Mussolini, propiamente dicho, el nacismo alemán, y el franquismo español, sobre todo el de los primeros años de la posguerra. Y ello, con el fin de hacer ver al lector cuáles eran las características propias de estos movimientos, las que tenían en común -el uso extremado de la violencia de estado, sobre todas las demás-, y las que las diferenciaban, con el fin de buscar, a su vez, semejanzas y diferencias con los movimientos actuales de extrema derecha. Sin embargo, no obvia tampoco el resto de organizaciones de tipo fascista, que fueron surgiendo en todos los países invadidos por Alemania en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, o en los primeros meses del conflicto, siempre a semejanza del propio régimen de Hitler. Como es sabido, todos estos movimientos, salvo los casos especiales de Franco en España y de Oliveira Salazar en Portugal, por sus especiales circunstancias históricas, acabaron en 1945, tras la derrota completa del Eje en la guerra mundial.

No quiere ello decir que en este momento desaparecieran todos los movimientos de extrema derecha. A nadie se nos escapa que, desde 1945, este tipo de ideologías se mantuvo, aunque casi siempre de manera minoritaria, entre los países vencedores -salvo Rusia, por razones obvias, beneficiadas, sin duda, por la Guerra Fría y la necesidad de luchar contra el comunismo en todos los países del bloque capitalista. Así, durante la segunda mitad del siglo XX fueron surgiendo en casi todos esos países algunos partidos de extrema derecha, más o menos asentados en sus sociedades respectivas, y algunos de ellos llegaron a contar con un cierto protagonismo. Pero, ¿se puede considerar a esos partidos como fascistas? Está claro que no, porque en ningún caso acudieron a defender sus postulados con la violencia que caracteriza a los partidos fascistas de los años treinta. En este sentido, defienden acertadamente los autores del ensayo, hablar de fascismo en la segunda mitad de la centuria pasada no deja de ser un mero anacronismo, no ya como concepto histórico, sino, incluso, como mero concepto político.

A nadie se nos escapa, tampoco, el creciente desarrollo que las ideologías de extrema derecha han tenido, también, en las últimas décadas, no sólo en Europa -Nigel Farage en el Reino Unido, Viktor Orban en Hungría, Donald Tusk en Polonia, Marine Le Pen en Francia, Matteo Salvini en Italia, Tom Van Grieken en Bélgica…-, incluso en aquellos países de más honda tradición liberal, como los escandinavos -Anders Lange en Noruega, Jimmie Akesson en Suecia, Niels Hojlund en Dinamarca-, sino también en cualquier parte del mundo -Narendra Modi en la India, Jair Bolsonaro en Brasil, el propio Donald Trump en Estados Unidos,… Se trata de políticos y de partidos que tienen mucho en común entre sí: la defensa de las fronteras nacionales, el euroescepticismo, la negación de postulados feministas, la defensa de la familia tradicional, la lucha contra la inmigración ilegal,… Pero, ¿es suficiente todo ello para definir a estos partidos como fascistas, en el sentido real que esta palabra tiene?

Los autores entienden que no, incluso en la manifestación más puramente española de esta nueva ultraderecha, que no es otra que VOX. En este sentido, y a pesar de ciertas relaciones existentes entre algunos de sus líderes con el régimen de Franco, hay que destacar que el partido de Santiago Abascal ni siquiera es tan beligerante como otros partidos europeos de extrema derecha. Respecto a este asunto, recogemos las palabras de Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes: “Otra característica fundamental de Vox es su marcado neoliberalismo. En este aspecto, el partido se distancia abiertamente de otras expresiones de la derecha radical que, como la Agrupación Nacional francesa, defienden un «chauvinismo del bienestar». Vox defiende con firmeza el libre mercado, la libertad individual en términos económicos y la propiedad privada. Éste es el punto fundamental de divergencia entre Vox y el resto de los partidos de la derecha radical europea que sostienen en sus programas posturas tradicionalmente progresistas en materia económica, como el proteccionismo, la reindustrialización y la defensa de la seguridad laboral. La visión sobre la Unión Europea también muestra diferencias entre Vox y otros partidos de la derecha radical. Su euroescepticismo es francamente moderado y desde sus orígenes ha sido mucho menos beligerante que el de grupos como el Frente Nacional o la Liga de Matteo Salvini.”

A modo de resumen, y como decíamos antes, hablar de fascismo en pleno siglo XXI no deja de ser un claro anacronismo y, sobre todo, un arma de combate que las ideologías de izquierdas no dejan de utilizar en su propio beneficio: “Cien años después de la Marcha sobre Roma, identificar fascistas o denominarse antifascista rasga en el anacronismo. La historia solamente es una maestra de futuro en sus concepciones más simplistas, y fenómenos tan complejos como los que aquí nos han ocupado necesitan de más reflexión que los que caben en los 280 caracteres de un tuit. Si queremos comprender la crisis de la democracia y prever su evolución, dejemos de utilizarla con categorías vinculadas con el pasado, suspendidas en el tiempo y en el espacio, como si los contextos no contasen ni evolucionasen. Leámosla históricamente, sí, pero también, y, sobre todo, con las herramientas del presente. Este ha sido nuestro objetivo.”

Un militar inspecciona los restos del accidente que el 14 de julio de 2014 sufrió un Boeing 777 de Malaysia Air, cerca de la aldea de Hrabove, región de Donetsk .


lunes, 6 de febrero de 2023

Un año de guerra en Ucrania

 

Cuando escribo estas líneas está a punto de cumplirse el primer año de guerra en Ucrania. En efecto, era el 24 de febrero del año pasado cuando, sin declaración previa de guerra, y en contra de lo que pensaba buena parte de la opinión pública y algunas de las inteligencias de los estados occidentales -probablemente de todas excepto la de Estados Unidos-, y a pesar también de las múltiples negativas de Vladimir Putin y de otros políticos rusos de que aquello iba a suceder, un ejército de invasión ruso cruzó la frontera y desplegó una importante ofensiva artillera contra el país vecino. Lo que para Rusia nunca ha sido una guerra, sino un simple ejercicio de maniobras militares, tal y como ha sido definido por el propio Putin, lo que él pensaba que iba a ser una campaña victoriosa, y que en pocos días tendría a Ucrania a sus pies, se ha convertido en una guerra total, en la que nunca se ha respetado a la población civil, con una indiferencia absoluta por los derechos humanos y por la Convención de Ginebra, que, de momento, no tiene visos de terminar. Una guerra que hasta el momento, y según los datos más conservadores, ofrecidos por la agencia de noticias Reuters, ha causado en Ucrania la muerte de cerca de cuarenta y cinco mil personas, más de esa cantidad de ucranianos heridos, más de quince mil desaparecidos, catorce millones de desplazados, al menos ciento cuarenta mil edificios destruidos y más de cincuenta mil millones de euros en pérdidas económicas; dato, este último, proporcionado por el Banco Mundial.

A partir del año 1995, la guerra de Chechenia nos descubrió un ejército ruso mucho menos potente del que nos suponíamos, sobre todo para un país que había sido considerado la segunda potencia militar del mundo, formado en su gran mayoría por simples reclutas de dieciocho años, mal preparados, e incluso, en algunos casos, mal nutridos, y con armas en muchos casos obsoletas. En estos casi treinta años que han transcurrido desde entonces, la realidad no parece haber cambiado demasiado, y los estrategas y los especialistas de diferentes países nos han hablado de las deficiencias del ejército de invasión, muchos de cuyos vehículos han tenido que ser abandonados en los campos de Ucrania por falta de las revisiones adecuadas o, incluso, por falta de combustible. Sólo así se entiende que lo que, en principio, debería haber sido una operación relámpago, haya resultado un fracaso, al menos en las pretensiones iniciales de Putin, y que después de un año entero de guerra, los avances del ejército ruso en el teatro de operaciones hayan sido prácticamente nulos.

Por supuesto, la guerra de Ucrania ha sido politizada por parte de los partidos occidentales. Los de derechas dicen que la guerra es sólo el resultado de una resovietización de Rusia, que quiere volver a ser lo que fue antes de 1990. Los de izquierdas dicen que Putin es un ideólogo de la derecha, y quizá tengan razón en un sentido: Putin llegó al poder amparado en el partido Rusia Unida, que se fundó en el año 2001 amparado a su vez por los partidos Unidad, Patria y Toda Rusia, un partido que se presenta como conservador, centrista y nacionalista, y que se sitúa en la derecha del espectro político internacional. Pero en realidad, ¿qué significa ser de derechas actualmente en Rusia? ¿Es Putin, verdaderamente, un político de derechas, tal y como se entiende normalmente el término en los países occidentales, o es en realidad un líder neososoviético, tal y como afirmar algunos, a pesar de la ideología del partido que preside? Es, sobre todo, un nacionalista ruso, lo que ya es decir bastante, si se mira con la perspectiva de toda la historia rusa, desde los tiempos de los zares.

Por otra parte, también se ha dicho que Rusia es Ucrania de la misma manera que Ucrania es Rusia, y que, en este sentido, lo único que Rusia pretende con la invasión es una vuelta a sus orígenes, a la antigua Rus que, es cierto, de alguna manera nació en Kiev. Pero ello es, sólo, ver el problema con una perspectiva ciertamente sesgada. Es verdad que ambos países tienen una historia común muy marcada, como también lo es que esa Panrusia no deja de ser un ente político, muchas veces ficticio, provocado por un nacionalismo exacerbado. En la antigua Unión Soviética, extensión de la Rusia de los zares, habitaban multitud de etnias diferentes, que mantenían diferentes religiones, y la realidad no ha cambiado demasiado, a pesar de los múltiples genocidios y los progromos que se han llevado a cabo en el país a lo largo del último siglo.

Si algo ha caracterizado a la política rusa ya desde la época de los zares ha sido, ya lo hemos dicho, su exacerbado nacionalismo, un nacionalismo excluyente respecto al resto de los nacionalismos que pudieron existir dentro del territorio. Un nacionalismo panruso, imperialista, tal y como lo presenta uno de sus mayores especialistas, el historiador francés, naturalizado mexicano, Jean Meyer, en uno de sus libros: “Rusia y sus imperios (1894-2005)”. El subtítulo del libro, en su edición española, es bastante revelador en este sentido: “La Rusia de los zares: de los últimos Romanov a Vladimir Putin.” Y es que, si queremos comprender la historia de Rusia, el papel que la invasión de Ucrania juega en el conjunto de esa historia, no podemos hacerlo de otra forma que, bajo el prisma de ese imperialismo tenaz, que acompañó a la Rusia de los zares, pero que tuvo sus consecuencias más álgidas en la etapa soviética.

En efecto, ya desde el siglo XVIII, si no antes, en los tiempos de Pedro I, de la zarina Catalina y de Pedro II, se observa un fuerte imperialismo, hasta el punto de que el primero cambió el tradicional título de zar por el de emperador de todas las Rusias. Durante el siglo XIX, el imperio ruso, un gigante de barro según fue definido por algunos políticos occidentales, se fue aislando en sí mismo, y ese aislamiento internacional tuvo como consecuencia una creciente opresión sobre las etnias minoritarias del imperio. Esta política se mantuvo hasta el último de los Romanov, Nicolás II, hasta el punto de que su ministro de Gobernación, Viacheslav von Pleve, fue el ideario de una gran represión, principalmente en Ucrania y en Moldavia, pero también en otros territorios del imperio. Provocó la rusificación forzada de los finlandeses, que en ese momento se encontraban todavía bajo el yugo de Rusia. Sin embargo, ese tipo de política, en el contexto de la política mundial, no era tan diferente a la de los países occidentales. Estamos todavía en la época de los grandes imperios, que sería finiquitada poco tiempo después, como una consecuencia lógica de la Primera Guerra Mundial.

En la historia ha habido pueblos que defienden sus libertades y pueblos que, por tradición, han tenido tendencia a ser sometidos, a la opresión, sea ésta provocada por otros pueblos externos, o por sus propios gobernantes. El pueblo ruso es, por tradición, un pueblo sometido. Sólo así se entiende que todavía en la segunda mitad del siglo XIX, cuando en el resto de Europa se habían producido ya las primeras revoluciones liberales, Rusia ocupara todavía un espacio político propio de la Edad Media, sometidos la mayor parte de sus habitantes a la esclavitud. Sólo así se entiende que después, durante la etapa soviética, a lo largo de todo el siglo XX, no hubiera sido capaz de levantarse contra la opresión bolchevique, ni siquiera en su última etapa. Sólo así se explica que, en la actualidad, en pleno siglo XXI, la oposición, que desde luego la hay, no sea capaz de rebelarse contra ese nuevo dictador que es Putin. Puede ser, como algunos afirman, que la secular opresión nacionalista contra el resto de las etnias establecidas en el país, no sea más que una válvula de escape contra esa opresión interior que el conjunto de los rusos mantienen en su ADN.

Sí. Rusia y Ucrania no son lo mismo, aunque nacieron como dos hermanos gemelos. Después de los propios rusos, los ucranianos han sido la segunda mayoría en el conjunto de la población del imperio. Quizá por ello, la represión contra los ucranianos haya sido siempre mayor que la realizada contra el resto de etnias. Ya en los últimos años del imperio, en 1907, la lengua ucraniana fue prohibida en las escuelas, y la Iglesia ortodoxa uniata, la propia del país, también fue perseguida. A partir de la revolución bolchevique, las cosas fueron a peor. Aunque al principio los bolcheviques reconocieron el derecho de las naciones a su independencia, no tardaron en empezar a someterlas, y para ello utilizaron medios tan drásticos como el genocidio y el terrorismo de estado. Hay quien opina que el periodo de Stalin no tiene nada que ver con el verdadero comunismo, que la represión del estalinismo, con sus millones de muertos, es, “sólo”, la cara mala de la revolución. Sin embargo, en los escritos del propio Lenin, y sobre todo en sus actos, se demuestra que ese terrorismo de estado estaba ya presente desde el primer momento de la revolución soviética.

Desde luego, las cosas empeoraron, y mucho, a raíz de la toma del poder por el propio Stalin. A raíz de la “deskulakización” obligatoria del campo ruso, la hambruna que el hecho llevó consigo provocó la muerte a muchos miles de personas. Se diría que fue una hambruna, que no fue una decisión programada por las autoridades soviéticas, pero no es cierto. Los datos son concluyentes, y no creo necesario aquí repetirlos. Sólo resaltar que, mientras en el campo los hombres y las mujeres se morían de hambre, las autoridades exportaban toneladas de trigo y de otros cereales, anteriormente robadas a los propios campesinos, a cambio de los bienes de equipo que al gobierno les era necesario para la industrialización que, según ellos, le llevaría a convertirse en una potencia económica. Es cierto que el proceso no afectó sólo a los ucranianos, pero ellos fueron los que más lo sufrieron -también, desde luego, los propios campesinos rusos, los bielorrusos, los moldavos, y el resto de las etnias-. Según cálculos realizados por observadores alemanes, más de tres millones de ucranianos murieron de hambre sólo en los primeros meses de 1933,  un número que se iría ampliando en los meses siguientes. Y quien se oponía al proceso era asesinado o enviado a Siberia, donde se hicieron famosos los gulags, campos de concentración, de la famosa novela de Alexandr Solzhenitsyn. En 1932, sólo en la corte de Járkov fueron ordenadas mil quinientas ejecuciones en apenas un mes.

Aquello no fue un hecho aislado. En 1939, inmediatamente después del reparto Dde Polonia entre Rusia y Alemania, consecuencia del acuerdo entre Ribbentrop y Molotov, se produjo una deportación masiva de polacos y de ucranianos hacia otros territorios de la Unión Soviética. Nuevas deportaciones de nacionalistas ucranianos se llevaron a cabo al final de la Segunda Guerra Mundial. Por todo ello, la visión que de Ucrania se tiene por gran parte de la población rusa, como de un país fascista, colaborador con los invasores alemanes durante la guerra mundial, no deja de ser un efecto de la política represiva que desde hacía mucho tiempo ellos mismos habían mantenido contra el nacionalismo ucraniano. No es extraño, desde luego, que gran parte de los ucranianos vieran al “enemigo” alemán como un libertador, por más que después, la realidad de la nueva situación se mostrara en toda su crudeza: la represión alemana sobre el país no sería inferior a la que antes habían realizado los rusos; sólo en la ciudad de Odesa, los alemanes habían ejecutado en tres años y medio a unas noventa mil personas, casi una sexta parte de su población.

No, decididamente Rusia no es Ucrania, ni tampoco, en términos de política y derecho internacional, ésta es una parte de aquélla. Afirmar esto sería como decir que Ucrania es una parte de Polonia, sólo por el hecho que durante más de dos siglos, entre 1569 y 1791, la Unión de Lublin entre Polonia y Lituania, había puesto gran parte de Ucrania en manos de la República de las Dos Naciones. Otro aspecto a tener en cuenta cuando se habla del multiculturalismo ucraniano, razón que esgrime el gobierno ruso para iniciar el conflicto de Ucrania -la protección de la población rusa del país-, es la secular rusificación de ésta y otras antiguas repúblicas soviéticas: al tiempo que se deportaba a los campos de trabajo del archipiélago Gulag a los ucranianos, se entregaban a los rusos, como nuevos pobladores del territorio, importantes propiedades en él. Esta política, que se había iniciado con Lenin y con Stalin, no se interrumpiría con los siguientes presidentes, Nikita Jruschov y Leonid Brézhnev, éste último ucraniano de nacimiento. Durante el mandato de este último, la población rusa en Ucrania pasó del 17 al 21 por ciento.

Y volviendo a la pregunta que nos hacíamos inicialmente sobre si Putin es un político de izquierdas o de derechas, merece la pena recoger las palabras del ya citado Jean Meyer: “El movimiento nacional ruso empezó a manifestarse desde los últimos años de Jruschov. Al principio del siglo XX, los rusos habían quedado muy por detrás de los polacos, finlandeses y ucranianos en cuanto al nacionalismo. Su élite se identificaba con el imperio multinacional, de tal manera que su sentir era más rossislii (rusiano) que ruski (ruso). En cuanto al pueblo, , aún rural en su gran mayoría, sus referencias eran sociales, religiosas y nacionales, en absoluto nacionalistas.” Sin embargo, “en los años setenta muchos rusos empezaron a pensar que los intereses de su nación habían sido sacrificados a la causa del internacionalismo o del Tercer Mundo, cuando no tenían por qué invertir en Asia Central o en el Cáucaso, ni mucho menos en Cuba o en Angola… Para todos resultaba muy difícil distinguir lo que era ruso de lo que era imperial, en sus sentimientos hacia la URSS y las otras repúblicas. La confusión facilitó el desarrollo de las emociones, perfectamente negativas.”

Y el historiador franco-mexicano termina concluyendo: “Ese nacionalismo cultural llevó a un nuevo interés por la filosofía religiosa… Pasó lo mismo con la literatura eslavófila del siglo XIX, la cual inspiró una corriente que no dudó en considerarse como eslavófila. Por aquel entonces, tales tendencias no podían catalogarse en términos de derechas y de izquierdas, como lo prueba la obra de Alexandr Solzhenistyn. En la misma época empezó a forjarse una alianza nada santa entre la KGB y ciertos nacionalismos, entre la extrema derecha y la extrema izquierda”. Vladimir Putin, antiguo agente del KGB que además estaba destinado en Alemania Oriental precisamente en los años de la caída del muro de Berlín, y nacionalista confeso, es un claro ejemplo de esta nueva política rusa.

Recientemente, un espía danés dice haber dado con la clave de la invasión de Ucrania por parte de Putin: serían los medicamentos que el dirigente ruso toma para combatir el cáncer que le afecta lo que provoca los delirios de grandeza del dictador. Poco importa si ello es cierto o no, más allá de reflexionar un poco en qué manos estamos los habitantes de todo el planeta, de pensar que la locura de cualquier mandatario, sea una locura consustancial con esa persona o una locura coyuntural, provocada por el alcohol, las drogas o un medicamento más o menos fuerte, puede en cualquier momento hacer que éste apriete finalmente el botón rojo de la destrucción. Por ello, y principalmente por todo lo que he querido relatar en las páginas anteriores, otro especialista como el historiador británico Orlando Figes, ha dicho recientemente que el putinismo, el régimen de Putin, no va a acabar necesariamente con la muerte del propio Putin, que “si Putin muriese mañana, lo sustituiría alguien de su mismo entorno, con visiones tal vez más extremas que las del mismo Putin… No empecemos a desear la muerte de Putin hasta que sepamos quien va a entrar en su lugar”. En ese sentido, dice Figes, la propia Rusia es víctima de esta guerra contra Ucrania, una Rusia que debería ser, dice él, “desputinizada”, o lo que es lo mismo, pasada por el tamiz de una verdadera democracia. Frases demoledoras para los que queremos que la paz vuelva a este rincón de Europa, pero que son necesarias para comprender la verdadera dimensión del conflicto.

 

Post Scriptum

Como en otras ocasiones anteriores,  esta entrada reproduce al pie de la letra el artículo publicado en el semanario La Opinión de Cuenca, en este caso en el número correspondiente al día 5 de febrero. Por razones de espacio, no consideré en este momento hablar de otros aspectos de la historia de Rusia, o de la Unión soviética, que, siendo interesantes en sí mismo, se alejaban un poco del asunto principal que se trataba en el texto: la guerra de Ucrania. Y es que la historia de Rusia es demasiado compleja para ser comprendida en todas sus aristas basándonos sólo en un punto de vista occidental, y más en un breve artículo de prensa. La antigua Unión Soviética, y también la actual Rusia, desde luego, siempre ha sido un estado cerrado, con una fuerte censura tanto sobren los medios de comunicación como sobre la intelectualidad del país. Por ello, resulta muy complicado llegar a conocer los entresijos de una realidad que sigue siendo ocultada por parte del gobierno. Vaya por delante, además, que yo no puedo considerarme como un especialista en el tema, que etas líneas son, sólo, breves reflexiones realizadas a partir de la lectura de la obra de otros historiadores y periodistas, estos sí, verdaderos especialistas en la historia del país euroasiático.

Varios son los ejemplos que podrían aducirse sobre esa complejidad subyacente en determinados procesos históricos en el pasado de la antigua Unión Soviética, procesos que, tratados muchas veces de manera demasiado superficial, no han sido bien conocidos por la opinión pública en los países occidentales. Uno de ellos, sin duda, está relacionado con la utilización adecuada de la diferente terminología que debe aplicarse cuando hablamos del país, la clara diferencia existente entre la propia Rusia, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, o la llamada Comunidad de Estados Independientes, ese ente intermedio que surgió, de manera temporal, con la caída de la Unión Soviética. Tampoco ha sido bien comprendido, más allá de la lectura realizada de ello por los especialistas, el llamado putsch, el fracasado golpe de estado de agosto de 1991, que durante tres días puso en vilo al conjunto de la población rusa. ¿Quién estaba realmente detrás de ese golpe de estado? ¡Qué era lo que se pretendía por parte de los golpistas? Otro tanto habría que decir respecto al diálogo mantenido entre el estado, sea éste la URSS, el CEI o la propia Rusia, con las diferentes minorías existentes dentro de la propia Federación Rusa o en el Cáucaso, minorías que nunca han llegado a ser reconocidas políticamente: Osetia del norte y del sur, Abjasia, Chechenia, Ingusetia, Cherkesia, Transnitria, Nagorni Karabaj, …

Otro aspecto a tener en cuenta es los relativo al diagolo entre dos aspectos tan supuestamente opuestos como son el comunismo y el fascismo, y en este sentido ha escrito el propio Jean Meyer lo siguiente: Nos es difícil admitir la unión del fascismo y el comunismo, porque la mitología progresista en la cual nos criamos nos enseñó, de manera errónea, que representan dos extremos opuestos, a partir del ejemplo de la batalla de Stalingrado, olvidando todos los ejemplos contrarios, como el pacto Germano-Soviético.” Y también el diálogo, las múltiples alianzas de intereses, entre los oligarcas, la élite que surgió a partir del neocapitalismo agresivo que caracterizó al periodo postsoviético, e incluso de la propia mafia rusa, con la nueva clase política, surgida en su mayor parte de la vieja Nomenklatura, renovada en una supuesta democracia.

La dificultad de entender la realidad rusa afecta también a la propia economía del país. La caída del imperio soviético en la última década del siglo pasado puso de relieve para la opinión pública occidental la verdadera situación en la que se encontraba el país en los últimos años del imperio soviético. La que se creía segunda economía del mundo, después de Estados Unidos, resulta que en realidad era un gigante con los pies de barro -la expresión, que ha sido utilizada hasta la saciedad, se utilizaba ya también hacia 1900, durante el reinado del zar Nicolás II, para definir a un país gigantesco en extensión, pero enormemente atrasada en cuanto al bienestar de sus habitantes-. La situación, tanto a principios del siglo XX como a finales de la centuria, lejos de ser coyuntural, estaba ya en la estructura de una economía basada más en la propaganda que en la realidad, hasta el punto de estar en la base de varias crisis humanitarias y ecológicas. Entre 1965 y 1985, la muerte del mar de Aral, entre Kazajistán y Uzbekistán, provocada por los descontrolados trasvases de agua con el fin de regar los cultivos de algodón, provocó un enorme aumento de la mortalidad infantil en la región. La catástrofe de la central nuclear de Chernóbil, en el norte de Ucrania, que afectó a varios miles de habitantes de esta república y de la vecina Bielorrusia y cuya nube tóxica llegó incluso hasta Centroeuropa, más que un accidente en sí mismo, como se ha dicho, fue realmente ”un desastre predecible, el resultado de factores sistémicos”, en palabras del propio Jean Meyer.

La propia Peretroika, la reforma política y económica llevada a cabo por Mijail Gorbachov a partir de 1985, es también otro ejemplo del escaso conocimiento que en occidente se tiene de la historia de Rusia. En efecto, alabada por la prensa y la opinión pública occidental como una auténtica revolución del pueblo ruso en busca de su libertad, en su origen no fue realmente una revolución, sino una involución, que sólo trataba de salvar el sistema comunista a partir, eso sí, de una pequeña liberalización de los modos: cambiarlo todo para que nada cambie, como se suele decir en estas situaciones. Fue precisamente en su aparente fracaso, en donde reside su victoria final. Jean Meyer en su aludido libro “Rusia y sus imperios”, lo ha dicho de manera más clarificadora: “Cuando Gorbachov y su grupo intentaron salvar al enfermo de muerte, descubrieron que el régimen descansaba sobre la nada, que la sociedad estaba totalmente desestructurada y vivía en estado de anomia. Ahí está la causa fundamental de su fracaso. ¿Cuántos se movilizaron en agosto de 1991 a fin de parar la intentona golpista de los últimos comunistas? Unas decenas de mjles en Moscú y Piter… Nada que ver con las movilizaciones masivas, de cientos de miles, de millones, en 1905 y en marzo de 1917. El régimen cayó sólo, no fue derribado por un inmenso movimiento popular contra la tiranía. La revolución de agosto de 1991 fue una victoria de Boris Yeltsin, pero ocurrió al final de una larga serie de luchas palaciegas en la mejor tradición de las intrigas y de los misterios del Kremlin.”

Y volviendo al asunto principal que he querido tratar en el texto, el papel jugado por  Putin no sólo en la invasión de Ucrania, sino en toda la política interior y exterior de la actual Rusia, recojo otra vez las palabras del historiador franco-mexicano: “Como Bonaparte, Putin ofrece tanto la síntesis entre el pasado y el presente -habla de la necesidad de reconstruir la vertical del poder- y desde el centro- Seduce por igual a comunistas y ultranacionalistas nostálgicos del pasado, pero también a los nuevos rusos y a la juventud. Así como Bonaparte sintetizaba la antigua monarquía y la revolución, Putin integra la grandeza soviética y la Segunda República rusa: da a Rusia, como himno nacional, la música del tiempo de Stalin con una nueva letra. Eso corresponde a sus convicciones personales y satisface a la mayoría de los rusos, viejos y jóvenes. Cruza el orgullo soviético con el patriotismo ruso y un cristianismo ortodoxo ostentoso; su éxito desemboca en un verdadero culto a la personalidad.”

Hay que tener en cuenta que el ensayo de Jean Meyer fue publicado en 2007, cuando Putin aún no había mostrado su cara más terrible, la que, desde los últimos años ha venido mostrando tanto en Ucrania como en algunas otras antiguas repúblicas soviética. Por ello, continúa afirmando lo siguiente: “Europa y Estados Unidos no saben que pensar de Putin, “el mejor amigo de Occidente”, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.  ¿Será un reformador enérgico pero democrático? ¿O un déspota disfrazado de demócrata? Los suspicaces dicen que el FSB (antiguo KGB) es una excelente escuela de disfraces” Por desgracia, la realidad de la guerra de Ucrania se ha encargado de dar una respuesta al interrogante planteado.

Contrastan estas reflexiones con las de un supuesto experto en Europa oriental, el lingüista y polítólogo estadounidense Noam Chomsky, quien, en una entrevista publicada el 4 de febrero de 2022, apenas unos días antes de que se llevara a cabo la invasión, e incorporada más tarde a un libro bajo el título “¿Por qué Ucrania?, dudaba todavía de la inminencia de ésta. Y en otra entrevista posterior, incorporada también al mismo texto, reafirmaba la neutralidad de Ucrania en el teatro de la política actual, como única salida pacífica al conflicto, culpando además de éste a Estados Unidos y a la OTAN, por haber invitado al antiguo país soviético a incorporarse a la organización, una incorporación que, según él mismo reconoce, era casi imposible de llevarse a cabo antes del mes de febrero del año pasado. Dejando a un lado la fase anterior al conflicto, entre 2014 y 2015, iniciado también por Rusia con el fin de que terminó con la anexión de facto de las regiones de Donestk y Lugansk, la región conocida como el Dombás, y la declaración de independencia de Crimea y Sabastopol, sólo reconocida internacionalmente por Rusia y su incondicional alidada, Bielorrusia, cabe preguntarse si no ha sido precisamente la invasión rusa lo que ha provocado nuevos acercamientos a la organización atlántica de Ucrania, y también de otros países  vecinos, hasta ahora neutrales, como Finlandia, o la propia Suecia.



lunes, 21 de marzo de 2022

Otra vez sobre la guerra de Ucrania

 

En estos momentos tan convulsos en los que nos ha tocado vivir, el tiempo pasa tan deprisa, inexorable, que las horas se convierten en minutos, y los meses en días. Hace apenas mes y medio que yo me asomaba a esta tribuna para compartir con los lectores mi preocupación por el hecho de que otra vez estaban sonando tambores de guerra en la Europa oriental, y ahora resulta que el sonido de esos tambores ya se ha transformado en el doloroso atruendo de la guerra. Otra vez resulta que ha ganado Napoleón en sus extraños gustos musicales.

Antonio Burgos se quejaba en una de sus columnas, hace unos días, de la gran cantidad de “ucranólogos” de última hora que están saliendo a la luz a partir de la invasión de Ucrania. Antes de nada he de decir que yo no soy un experto en la geopolítica del siglo XXI, ni en relaciones internacionales. Sólo siento la necesidad de volver a escribir sobre el conflicto de Ucrania, como la única forma de intentar apartar mis propios fantasmas. En una de las conexiones a que las diferentes cadenas de televisión nos han acostumbrado durante estos días, una mujer ucraniana que se encontraba sola al otro lado de las cámaras, en alguna de las ciudades del país invadido que están siendo bombardeadas, pues su marido se había alistado para combatir al enemigo, comentaba a las televisiones que ella no había querido salir del país porque allí cada uno tenía una misión que cumplir, que si a unos les estaba encomendado tomar las armas para enfrentarse a los rusos, a ella le estaba reservado el papel de la comunicación, de contar a todo aquél que quisiera oírlo, todo lo que allí estaba sucediendo, más allá de las mentiras desarrolladas por la propaganda rusa. Por eso, porque el papel de los periodistas y de los intelectuales, y de los que jugamos a serlo desde un modesto, pero serio, medio de comunicación, es éste, y sobre todo porque no tenemos otra forma de hacer fluir nuestro dolor y nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano, es por lo que tenemos la necesidad de escribir sobre el conflicto.

La verdad, en efecto, se asomaba a los ojos humedecidos por las lágrimas de aquella mujer ucraniana, de cuyo nombre, a mi pesar, no puedo acordarme. Una verdad que es ajena a las mentiras de Putin, que ha enviado a sus tropas haciéndoles creer que iban a participar en un simple ejercicio de maniobras militares. ¿Qué puede estar pasando ahora por la mente de todos esos jóvenes rusos, a quienes sus oficiales les obligan a disparar contra civiles desarmados? ¿Qué piensan ellos ahora de la inhumanidad de sus líderes? Una verdad que identifica a los rusos del siglo XXI con aquellos tártaros, que hace ya diez siglos asolaron el antiguo reino de Kiev, o Kyiv, como prefieren decir los propios ucranianos, y quizá sea éste el momento de hacerlo aunque sólo sea como una simple medida de solidaridad con ellos. En efecto, fue a mediados del siglo XI, cuando los tártaros, llegados desde las praderas de Mongolia, destruyeron la civilización de la vieja Rus, que había sido civilizada doscientos años antes desde Bizancio por los monjes Cirilo y Metodio. Después de otras muchas invasiones llegaría la nueva, la que volvió a florecer a partir del ducado de Moscú, y Rusia y Ucrania caminaron juntas en la historia, una siempre al lado de la otra, en una infinita cascada de acercamientos y de alejamientos que marcaron toda la historia de Europa oriental.

Mentiras del Kremlin, que ha prohibido a los medios de comunicación pronunciar la palabra guerra, porque, dice, la invasión es sólo una operación militar de carácter especial. Mentiras del Kremlin, que tiene convencidos a la mayor parte de los rusos de que el genocidio que sus tropas están provocando en el país vecino no existe. Mentiras del Kremlin, que incluso no dudan en detener a todos aquellos que, cada vez en mayor número, se atreven a acercarse hasta la Plaza Roja para protestar por el desarrollo de la guerra, independientemente de la edad de esos manifestantes. Cuando escribo estas líneas, son ya más de cinco mil las personas que en Rusia han sido detenidas por este motivo, y entre ellos, incluso, una anciana de más de noventa años, superviviente de aquel otro genocidio que se llevó a cabo en la Segunda Guerra Mundial. Mentiras del Kremlin, que ha dicho que el gobierno del presidente Volodimir Zelenski es un régimen filonazi, y que la operación militar iniciada sobre Ucrania es, sólo, una operación de autodefensa.

Mentiras del Kremlin, que acusó al gobierno de Ucrania haber derribado en 2014 un vuelo comercial de pasajeros, cargado con turistas holandeses que se dirigían de vacaciones a Kuala Lumpur, cuando en realidad los verdaderos culpables del derribo fueron los propios separatistas prorrusos del Donbás, creyendo que se trataba de un avión militar ucraniano. Mentiras del Kremlin, que acusa a Ucrania de haber roto los acuerdos del Protocolo de Minsk, que fueron aprobados en la capital biolorrusa en septiembre de 2014 entre las dos partes de un conflicto que ya lleva durando demasiados años y que mantiene en vilo la parte oriental de Ucrania, y cuya principal manifestación había sido ya, antes de la firma del protocolo, la anexión de la península de Crimea, en el mar Negro, por parte de Rusia. Es cierto que aquellos acuerdos no alcanzaron nunca la pacificación deseada, que los enfrentamientos en las provincias de Donestk y Luhansk han sido continuos entre ucranianos y rusos, pero también es cierto que si una de las partes ha roto el acuerdo, ésta ha sido Rusia, decidiendo unilateralmente reconocer la independencia de ambos territorios.

Monseñor Andrés Carrascosa, conquense que es nuncio apostólico del papa Francisco en Ecuador, dijo en el encuentro que mantuvo hace unos días en nuestra ciudad con un grupo de colaboradores y lectores de este medio, que deberíamos acostumbrarnos a no usar la palabra guerra cuando habláramos de lo que está pasando en Ucrania, pero sus palabras no tienen nada que ver con los motivos que el dictador tiene para no definirla de esta manera. Dijo, y tiene razón, que una guerra es un enfrentamiento armado entre dos contendientes en unas condiciones similares, y que lo que está sucediendo en estos días en un rincón de Europa es algo diferente: una invasión unilateral de un estado imperialista -el imperialismo está en el ADN de los rusos, una de las potencias mundiales más importantes, desde los tiempos de los zares-, contra un país soberano, mucho más débil que el otro, que tiene derecho a elegir su propio destino. Invasión o guerra, se llame como se llame, lo cierto es que se trata de una guerra total o indiscriminada, que no se detiene ante la población civil, y en la que incluso, según se ha denunciado desde Ucrania, se han utilizado bombas termobáricas, o de vacío, capaces de provocar una destrucción masiva, sin ningún tipo de diferenciación entre las víctimas, incluso entre personas que se hallan en el interior de los búnkeres, allí donde pueden refugiarse los civiles indefensos, quienes terminan muriendo por asfixia.

Es probable que cuando el lector lea esto, Putin haya logrado vencer en esta guerra cruenta, o en todo caso, que termine por vencerla en no mucho tiempo; la capacidad de defensa de los ucranianos tiene un límite. Pero no cabe duda de que esa victoria será una victoria pírrica. En el siglo III a.C., en el curso de las guerras entre los griegos y los romanos, Piro, el rey de Epiro, consiguió derrotar a los romanos en los campos de Lucania, en el sur de Italia, pero el número de bajas en su ejército fue tan alto, que desde entonces se utiliza la expresión como sinónimo de una victoria que se obtiene a un precio tan alto que es casi igual que una derrota. Y en efecto, pese a todo lo que se pueda pensar en este momento, la guerra ha sido un enorme error de cálculo del propio Putin, que habrá ganado, o ganará, la guerra de las bombas, es cierto, pero ya ha perdido la guerra de la historia, y la de la comunicación ante la opinión pública de todo el mundo. ¿Qué es lo que el nuevo zar ruso ha pretendido con la invasión de Ucrania? No pretendo hacer de aprendiz de brujo, pero el futuro de Ucrania pasa por la instalación en el país de un gobierno títere, como el de Lukashenko en Bielorrusia, o el que hubo en la propia Ucrania, antes de la revolución del Maidán, en manos de Viktor Yanukovych.

Y con respecto a la pretensión de Putin de cara al conjunto de Europa, si alguna vez pretendió, como así lo parece, el enfrentamiento entre todos los países de la OTAN, o los de la Comunidad Económica Europea, la imagen que se pudo ver hace unos días, con la totalidad de los delegados del Consejo de Derechos Humanos de la ONU abandonando la cámara en el momento n el que, por videoconferencia, iba a intervenir el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, es también elocuente; ese mismo día, Zelenski había recibido una larga ovación, con todos los diputados europeos puestos en pie, cuando, también por videoconferencia, se dirigió al parlamento europeo para solicitar su ayuda en el conflicto. Ambas cosas significan que Europa, y también el resto del mundo, están más unidos que nunca al lado de Ucrania. La OTAN, por primera vez en su historia, ha aprobado el envío de armas a un país tercero. Alemania ha roto su espíritu pacifista, señal de identidad del país en los últimos setenta años, acosado por el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, y ha aumentado su gasto en defensa hasta límites nunca alcanzados. Hasta Suiza se ha pensado abandonar su neutralidad, y sobre todo su estatus de paraíso económico, para perseguir a los oligarcas rusos que tienen importantes fortunas, obtenidas muchas veces con negocios inconfesables, en los principales bancos del país. Y hasta ha conseguido unir en Ucrania a los filorrusos y a los rusófobos, salvo a los más exaltados. En la propia Rusia, ya lo hemos dicho, ya son miles las personas que han sido detenidas por sus protestas contra la guerra.

Ante esta ostentación del enorme poderío bélico de los rusos, la actuación del mundo desarrollado, si bien demasiado tibia en un principio, ha sido acorde con lo que se pretendía, tomando una serie de medidas, militares, económicas y psicológicas, que han puesto a Putin ante su propio espejo. Las medidas militares, teniendo en cuenta que la OTAN no es, pese a lo que algunos sectores de la sociedad afirman, una organización militar de carácter ofensivo, sino sólo defensivo, y que, además, la posibilidad de una guerra nuclear, no puede actuar directamente, con sus propios militares, en defensa de Ucrania, que, no lo olvidemos, no es todavía miembro de la organización, pasan por el envío al ejército ucraniano de material militar, incluso de carácter ofensivo, de primera generación, tal y como se ha hecho, tanto desde la propia OTAN como de casi todos los estados miembros. Y España, aunque tarde, y después de algún aviso público, y según algunas fuentes también privado, del propio Josep Borrell, vicepresidente de la Comisión Europea, también lo ha hecho.

Los otros dos tipos de medidas adoptadas van dirigidas contra el país, y también contra el conjunto del pueblo ruso, con el fin de que éste pueda conocer de primera mano, las consecuencias que las decisiones de su tirano puede llevar a su propio pueblo. Las medidas económicas se realizan con el fin de estrangular la economía rusa, y no tendrían ningún sentido si no fueran acompañadas con otras medidas directas e individuales contra los propios oligarcas rusos, propietarios de grandes fortunas que se encuentran fuera del país, con el propio Putin a la cabeza; oligarcas que ahora están siendo atacados en esas mismas fortunas, como se demuestra por el hecho de que algunos de ellos ya se han desmarcado de la guerra y de Putin, cuando hace muy poco tiempo se afanaban con declaraciones en favor del dictador, en cuya compañía se dejaban fotografiar en actitud de franca camaradería. En muy pocos días, por otra parte, el valor del rublo cayó hasta un cuarenta por ciento, y la caída ha seguido imparable en los días siguientes. Y la caída de la bolsa ha sido tan brutal, que el gobierno tuvo que ordenar su cierre para evitar nuevos descensos, al mismo tiempo que en las oficinas bancarias ya se empezaron a ver largas colas de usuarios, en una especie de pequeño corralito cuyas consecuencias finales todavía nos son desconocidas.

Las medidas psicológicas, finalmente, como la decisión de suprimir el stand ruso del Mobile Word Congress, que también tiene mucho de medida económica, o sacar a Rusia del próximo festival de Eurovisión, pueden ser las menos drásticas de todas, pero en un mundo como el actual, en la que todo, o casi todo, se mide a través de la imagen, el mero hecho de poder quitar a un país la posibilidad de enseñar a todo el mundo su propia imagen puede resultar desmoralizador para una parte de sus habitantes. Y el fútbol, que es la cosa más importante de todas las cosas menos importantes, según se le ha definido en algunas ocasiones, puede llegar a modificar las conductas y los sentimientos de los aficionados, hasta el punto de que Roman Abramovich, ruso y propietario del Chelsea, club de fútbol inglés, íntimo amigo de Putin al menos hasta el estallido de la guerra, con el fin de evitar que el club sea embargado por el gobierno inglés, ha decidido venderlo, y promete dedicar todo el dinero de la venta en beneficio de los damnificados de la guerra. En principio, no hay motivos para dudar de las palabras de Abramovich, y sería bueno que así lo hiciera para el propio fútbol, tan criticado en algunos foros por lo desmedido del mercantilismo que le rodea. Sería bueno, también, que siguiera sus pasos Rinat Ajmatov, presidente del Shakhtar Dónetsk, ucraniano pero filorruso, propietario de un conglomerado económico enorme en la región del Donbás, quien fue con su fortuna, en los años que precedieron a la revolución del Maidán, el gran mantenedor en el poder del presidente Yanukovich.

Por todo ello, es muy importante también, lo que el mundo del fútbol, y del deporte en general, puede decir con respecto al conflicto. En este sentido, cobra especial relevancia la coincidencia de muchas federaciones deportivas, y del propio COI, en el sentido de expulsar a los deportistas rusos de las competiciones deportivas. Es cierto que ellos, en sí, no tienen la culpa, y que incluso algunos han hecho declaraciones públicas muy contrarias a Putin y al propio Kremlin, pero también es cierto que muchos europeos van a sufrir en sus propias carnes la estrangulación de la economía rusa -al menos, nosotros no tenemos que enfrentarnos directamente a la guerra-; la decisión de tomar unas medidas de este tipo llevan consigo daños colaterales que todos debemos asumir. Esa expulsión debería ser total, y sin duda será total, al menos en lo que respecta a los deportes de equipo y de selecciones, en los que los deportistas, por definición, representan a su país. La autodefensa del comité olímpico de la propia Rusia, alegando que esa expulsión es contraria al propio espíritu olímpico del deporte, que aboga por valores propios de la competición deportiva, como la solidaridad y la comunidad en el sacrificio mutuo, parecería una broma macabra, si no fuera porque no están los tiempos como para hacer bromas con este asunto,. En la trágica situación a la que se nos ha conducido a todos, a cada uno en su medida, ¿cómo se puede hablar, desde el punto de vista del propio ofensor, de ese espíritu deportivo?

Como reflexión final, quiero hacerme eco de las palabras de muchos columnistas y periodistas de opinión, independientemente del medio para el que trabajan. En un conflicto de estas dimensiones no se puede ser equidistante; no se puede decir al mismo tiempo “no a la guerra” y “OTAN fuera”, como si la OTAN fuera el agresor, y olvidando que ha sido la propia Rusia, y no la OTAN, quien ha promovido la guerra, tal y como está haciendo una parte de la extrema izquierda. ¿Qué especie de fantasma interior hace saltar a esa parte de la izquierda cuando se recuerdan las relaciones que ésta sigue teniendo, como en los tiempos de la Unión Soviética, con la parte agresora del conflicto? Es cierto que el imperialismo panruso es más antiguo que la propia Unión Soviética, que arranca de la zarina Catalina I, e incluso de los primeros zares de Moscú. Es cierto, también, que el partido de Putin, Rusia Unida, se declara de centroderecha e imperialista, pero es sencillo poder rastrear los vínculos que une al propio Putin con la vieja Unión Soviética, en la que fue jefe del KGB, sus temidos servicios secretos. Como también es sencillo seguir el rastro de cuáles son los escasos aliados fieles que a Rusia le quedan en el mundo, después del alejamiento que la invasión de Ucrania ha generado en la extrema derecha, hermanos suyos en lo que respecta a ese espíritu nacionalista: Bielorrusia, por supuesto, y más allá de ella, sólo China -que a pesar de todo, y debido a su eterno pragmatismo, ya está empezando a ponerse de perfil-, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, …, y en España, una parte de la extrema izquierda. Es decir, los mismos que ya lo eran cuando todavía era la Unión Soviética, y el país aún no se había incorporado al mundo moderno gracias a la Perestroika de Mijail Gorbachov.



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