Una
vez más, la Universidad de Castilla-La Mancha ha publicado un nuevo libro de
Adelina Sarrión Mora, una de las mayores especialistas en la historia de la
Iglesia conquense, y especialmente de esa parte de la Iglesia caracterizada por
una forma de sentir el hecho religioso de manera diferente, alejando de las
normas y de las directrices propugnadas por la alta jerarquía diocesana. Un
repaso a su bibliografía nos dará una muestra de cuáles han sido siempre los
intereses historiográficos de nuestra autora: “Sexualidad y confesión: la
solicitación ante el Tribunal del Santo Oficio” (Alianza, 1994; reeditado por
la Universidad de Castilla-La Mancha, 2010), “Beatas y endemoniadas: mujeres
heterodoxas ante la Inquisición” (Alianza, 2003), “Médicos e Inquisición en el
siglo XVII” (Universidad de Castilla-La Mancha, 2006) y “El miedo al otro en la
España del siglo XVII: proceso y muerte de Beltrán Campana” (Universidad de Castilla-La
Mancha, 2016). En esta ocasión, la historiadora conquense vuelve a adentrarse
entre los fondos del archivo del
tribunal conquense de la Inquisición, uno de los pocos que se mantienen todavía
in situ, en el mismo lugar en el que fueron incoados los procesos, para
acercar a los lectores el proceso que fue incoado contra una de esas beatas que
fueron juzgadas por el tribunal del Santo Oficio, en un momento, en este caso,
en el que éste se hallaba en plena crisis, a punto de ser suprimido por el
nuevo pensamiento ilustrado y liberal: Isabel María Herráiz, la llamada “beata
de Villar del Águila”.
El proceso contra la beata de Villar del Águila en los primeros años del siglo XIX fue uno de los hechos más populares y seguidos por la opinión pública, durante cierto tiempo, en toda la provincia de Cuenca, y sus ecos llegaron incluso a otras regiones de España. En realidad, la beata fue sólo la principal encausada del proceso, como instigadora que era de los supuestos delitos juzgados, pero en realidad fueron muchas más las personas que tuvieron que se vieron obligadas a los tribunales eclesiásticos, el diocesano y el de la Inquisición: hombres y mujeres, seglares y eclesiásticos, y entre estos últimos, religiosos regulares y religiosos seculares, incluidos también algunos de los miembros de la alta jerarquía diocesana; como Juan Antonio Torres, caballero de la orden de Carlos III y canónigo de la catedral, o José López de la Fuente, quien había sido en los años anteriores provisor diocesano y en el momento de producirse los hechos enjuiciados era magistral de la misma. Junto a ellos, otros religiosos de cierto renombre, que deberían haber puesto coto a las supercherías antes de que intervenieran los tribunales, como José Clemot, quien había sido en los años anteriores catedrático en el seminario conciliar de San Julián, y que ahora estaba alejado de los órganos diocesanos de decisión en su posición de párroco de Casasimarro, o el sacerdote Juan Jiménez Llamas, confesor de la propia procesada, como párroco que era del lugar en el que ella residía. También, un grupo de religiosos franciscanos del convento que la orden tenía en Torrejoncillo del Rey, y un número elevado de seglares, casi todos ellos miembros del círculo familiar y de amistades de la propia beata.
Los hechos
encausados se habían iniciado a finales del siglo XVIII en el pequeño pueblo conquense
de Villar del Águila, y para entender mejor lo que ello significa, hay que
tener en cuenta la curiosa personalidad de la protagonista, personalidad que
Adelina Sarrión va desmenuzando a lo largo del segundo capítulo del libro. Para
no extendernos demasiado respecto a ello, voy a centrarme sobre todo en un
pasaje, entresacado de su propia declaración ante los jueces, en el que la
encausada describe ante ellos el momento en el que, por primera vez, tuvo su
propia experiencia mística, en octubre de 1796: “Por precepto del mismo
padre Alcantud, acabada la novena del Pilar, iba a la catedral a la hora de
maitines a hacer oración, y en una de las noches, que fue la del día trece del
mismo mes y año, estando en ella contemplando mi nada y protestando mis vivos
deseos de servir al Señor, y padecer por Él, advertí que del sagrario, sito en
el altar de la capilla mayor, salió como un globo de luz. Y así como suele
dejarse ver una estrella muy clara cuando corre de una parte a otra, así se
dirigió a mi pecho ese globo de luz. Esto no lo vi con los ojos corporales,
sino de un modo extraño, que después he conocido que es una de aquellas que se
llaman visiones intelectuales. Los efectos que, por entonces, produjo en mi
esta rara novedad, fueron una especie de paramiento de los sentidos, que no la
permitió reflexionar sobre lo que pudiera ser. Y en esta suspensión dieron las
siete, y la fue preciso salirse de la iglesia. Solo si, al ir tomando el camino
para su casa desde ella, como que experimentaba que, de resultas de la referida
novedad, hablaba otra, y como que se había introducido y colocado en mi pecho
una cosa que me llenaba de suavidad, consuelo y grande amor al Señor. Puesta en
mi casa y dispuesta a desechar todo pensamiento que pudiera dirigirse a
persuadirme que aquel suceso fuese un favor real y efectivo que hubiera querido
Dios favorecerme, y haciendo al mismo tiempo muchas protestas al mismo Señor de
que lo que yo deseaba no eran consuelos ni favores, sino padecer por su amor,
exercitarme en las virtudes y cooperar en cuanto pudiera a que los demás le
sirviesen, me sobrevino una nueva enajenación de sentidos en que estuve no sé
cuántas horas. “
Las beata y
su entorno representan todo lo opuesto a ese espíritu renovador y reformista de
la Ilustración, en el que, a pesar de todo, estaba ya sumida por entonces una parte de la Iglesia, y
también en la diócesis de Cuenca. Por ello, no es casual que fuera precisamente
la llegada de un prelado ilustrado como fue Antonio Palafox, lo que precipitó
el primer proceso incoado contra Isabel, por más de que ese proceso hubiera
sido iniciado ya, antes incluso de su llegada, al menos en sus fases
preliminares, por Juan José Tenaxas, deán de la catedral y gobernador de la
diócesis en sede vacante, mientras se esperaba la toma de posesión del propio
Palafox.; después de la muerte de Palafox en 1802, el mismo Tenaxas, que seguía
siendo deán, volvería a ser por segunda vez gobernador diocesano. Un proceso
que se incoó primeramente en el tribunal ordinario de la diócesis, bajo la
presidencia del provisor Juan Antonio Monasterio y Salazar, por más que éste se
viera obligado, pocos meses más tarde, a traspasar su jurisdicción al tribunal
de la Inquisición. En este momento, tal y como se ha dicho, el Santo Oficio se
encontraba ya sumido en plena crisis, pero todavía representaba un brazo
poderoso de la ley, y sus actuaciones seguían siendo temidas, al menos por un
sector numeroso de la población, el menos letrado, al cual pertenecían algunos
de los encausados en este proceso.
Encerrada en
las cárceles de la Inquisición esperando la decisión de los jueces, en el mes
de febrero de 1802 Isabel Herráiz cayó gravemente enferma. En esa situación,
decidió abjurar de todos sus errores anteriores, como paso previo para poder
confesar y tomar los sacramentos, que le permitirían evitar la muerte en pecado
mortal y, en consecuencia, la condena al infierno eterno. Así, después de haber
recibido la comunión de manos del párroco de la iglesia de San Pedro, fallecía el
16 de febrero de ese año, siendo enterrada el día 20, en secreto, en la misma
iglesia, bajo uno de los escalones de la entrada al templo, según ella misma
había decidido en sus últimas voluntades con el fin, cuenta una tradición, de
que su cuerpo fuera pisado y mancillado cada vez que los fieles quisieran
acceder al interior de la iglesia.
A partir de ahí, los dos inquisidores continuaron en los años siguientes las causas contra el resto de implicados, una causa que terminó de sustanciarse a lo largo de la primera década del siglo XIX. Sin embargo, el tribunal ya en aquellos momentos no era lo que había sido durante los siglos XVI y XVII, y las decisiones de los jueces fueron, en la mayoría de los casos, leves; decisiones que fueron tomadas de manera colegiada por los dos inquisidores del tribunal, Manuel Domínguez y Manuel Martínez de la Vega, y por el provisor diocesano, Juan Antonio Monasterio y Salazar, a cuyo cargo, como hemos visto, habían corrido las primeras investigaciones. No obstante, la memoria del proceso se mantuvo viva durante mucho tiempo, si bien que falseada, en muchos aspectos, por el mito y el desconocimiento general de los hechos. Hay que distinguir en este sentido entre la memoria popular, que se mantuvo entre los habitantes de la ciudad y la provincia durante bastantes años, y la memoria historiográfica, la más afectada por ese desconocimiento, debido sobre todo a uno de los mayores historiadores de la Inquisición, Juan Antonio Llorente, quien incluyó el proceso en el noveno volumen de su “Historia critica de la Inquisición en España”. Está claro que el erudito no conoció el proceso, pues se equivoca sobre todo al informar de las penas, inventando condenas demasiado duras para los procesados, condenas que, desde luego, nunca existieron, y que responden más a alguno de esos temidos procesos y autos de fe de las centurias anteriores. Otros estudiosos que después trataron en tema siguieron al religioso riojano, en algunos casos al pie de la letra, como Joaquín Lorenzo Villanueva, y Marcelino Menéndez Pelayo en su “Historia de los heterodoxos españoles”, de tal forma que el asunto se fue poco a poco envolviendo en la bruma de la leyenda.
¿Cómo pudo
una mujer normal y hasta cierto punto leída, como era Isabel María, caer en las
redes de la heterodoxia, y creer, si es que de verdad ella lo creía, que en su
pecho se había transubstanciado el mismo Jesucristo? Para comprenderlo, nada
mejor que hacer caso de las palabras con las que la historiadora Adelina
Sarrión daba comienzo al capítulo del estudio dedicado a las conclusiones: “Para
entender lo ocurrido en torno a la beata de Villar del Águila, hemos de tener
en cuenta la potente personalidad de nuestra protagonista. Isabel Herráiz era
una mujer dotada de una brillante inteligencia que había alcanzado cierta
cultura, por encima de lo que era común en su entorno, aunque no podríamos
calificarla de persona culta. Isabel se casó joven; el dinero de Francisco
Villalón contribuyó a doblegar la voluntad de su futura esposa, mientras que la
belleza de ésta fue un incentivo para Villalón. La desilusión no debió tardar
mucho en adueñarse del ánimo de Isabel, como demuestra el progresivo
alejamiento de Francisco o el fallido intento de entrar ambos en sendas órdenes
religiosas, renunciando a su promesa matrimonial. A juzgar por la sorpresa que
el posible embarazo de Isabel despertó en Villalón, la pareja debía de llevar
mucho tiempo sin tener relaciones sexuales. Según reconoció la propia beata, no
era la lujuria un pecado que desde su juventud le hubiera tentado. El
progresivo desinterés de Isabel Herráiz por la vida en común, el hecho de que
no tuviera que trabajar, por el desahogo económico del que disfrutaba el
matrimonio, así como la ausencia de descendencia, eran circunstancias que
dejaban a Isabel en situación de buscar una ocupación que dotara de sentido a
su existencia y que le ayudara a llenar sus horas. La religión se abría ante
los ojos de Isabel como la mejor opción, era incluso la única que le permitía
cierta independencia de acción mientras era respetada y admirada por sus
convecinos.”