Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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martes, 11 de enero de 2022

“Arqueomanía”, de las pantallas de televisión al papel impreso

 En el año 2012, Televisión Española decidió hacer una apuesta arriesgada en beneficio del conocimiento histórico de todos los espectadores, dedicando en La 2, su cadena eminentemente cultural, una serie de programas dedicados a acercar al gran público una ciencia que, para muchos ellos, no dejaba de ser extraña: la arqueología. El programa, de carácter divulgativo y temporalidad semanal, acercaba a los telespectadores los yacimientos más importantes y desconocidos de España; los museos especializados que se extienden por todas las capitales de provincia, o por algunos de esos yacimientos; las entrevistas, a pie de excavación, con los arqueólogos que siguen cribando la tierra para extraer de ella las pistas que nos devuelvan nuestro pasado,… El programa ha sido dirigido desde el principio por Manuel Pimentel y por Roberto Cuadrado. El segundo es un conocido actor de doblaje y de videojuegos, que ha prestado su voz a diferentes personajes de una u otra arte, destacando su papel como doblador de Vito Scaletta, personaje principal de la serie “Mafia 2”. El primero, ingeniero agrónomo de formación y empresario, es también un conocido escritor y editor, apasionado de la arqueología y de la divulgación arqueológica con más de veinte libros publicados sobre el tema, que llegó incluso a ser ministro de Trabajo y de Asuntos Sociales entre 1999 y 2000, durante la presidencia del Gobierno de José María Aznar.

        Como decimos, ya en aquellos momentos la apuesta de Televisión Española había sido difícil, y más lo es, todavía, el hecho de que, desde entonces, se haya mantenido en la parrilla televisiva durante ocho temporadas. Durante todo este año, “Arqueomanía”, que así se halla el programa, ha acercado al público generalista diferentes yacimientos arqueológicos, en una muestra cronológica que va desde la más remota prehistoria hasta la Edad Media, sin dejar de atender, tampoco, a otros yacimientos arqueológicos más modernos, o a las diferentes campañas que los arqueólogos españoles continúan realizando en Egipto o en otras regiones del próximo oriente o de Europa. Un programa que, además, se va a ver continuado a partir del próximo día 12 de enero, a las ocho de la tarde. Y es que es en esa fecha cuando se va a emitir el primer capítulo de una nueva temporada, una temporada que va a contar con trece nuevos episodios en los que, tal y como se dice a partir de una cuña publicada en el propio blog del programa, va a jugar un papel destacado el estudio de la prehistoria, tal y como ha venido sucediendo, también, en las otras ocho temporadas del programa. Pero no va a ser ese el único tema desarrollado a lo largo de estos trece nuevos capítulos: los equipos españoles que continúan trabajando en Luxor o en Asuán, en Egipto; una interesante entrevista realizada a Zahi Hawass, el más internacional de los arqueólogos egipcios en la actualidad, con la meseta de Giza de fondo; la brillante exposición sobre la cultura etrusca celebrada en el Museo Arqueológico de Alicante; el descubrimiento de los plomos de Sacromonte; el mundo funerario o el comercio en la antigüedad, son otros temas que también se van a tratar en algunos de esas nuevas entregas de “Arqueomanía”. Resumiendo, un programa de gran interés para los enamorados de la arqueología y de la historia en general, y también para los simples curiosos, sin demasiado conocimiento de lo que significa esta ciencia, que podremos ver, como ya se ha dicho, en la segunda cadena de Televisión Española, todos los miércoles, a partir de las veinte horas.

http://arqueomania.es/home/el-miercoles-12-de-enero-regresa-arqueomania/

            Pero la programación de “Arqueomanía” no se queda sólo en la difusión televisiva de esas nueve temporadas. En 2019, la editorial cordobesa Almuzara publicó en su colección sobre arqueología el libro “Arqueomanía. Historias de la arqueología, que, escrito por el propio Manuel Pimentel Siles y por Manuel Navarro Espinosa, quien ha trabajado también en el programa de televisión como guionista, productor y realizador, repasa, ahora por escrito y sobre el papel impreso, algunos de los episodios tratados en las diferentes temporadas emitidas hasta ese año. Se trata, también, de un libro interesante, de fácil lectura, lejos de esos estudios farragosos que a veces abundan en este tipo de literatura, capaz de hacer llegar la pasión por la arqueología a personas que, antes de su lectura, sólo eran capaces de ver en los yacimientos “un montón de piedras derruidas y mal alineadas”, tal y como yo he podido escuchar en algunas ocasiones. Porque la arqueología es, además de una ciencia, una pasión y una aventura, más allá de esas películas sobre tesoros escondidos, y sobre arqueólogos tipo Indiana Jones o Lara Croft, que tanto abundan en una parte de nuestra bibliografía. En efecto, la arqueología también puede ser una aventura, y así los autores del libro en la contraportada del volumen, una contraportada que, de manera bastante gráfica, resume a la perfección lo que es el texto en su conjunto:

“La arqueología es una ciencia apasionante bajo la que se ocultan historias increíbles. Los arqueólogos rastrean nuestro pasado en sus excavaciones. A ellos les debemos tantos y tantos tesoros descubiertos y, sobre todo, lo más importante, el conocimiento de lo que aconteciera miles de años atrás. Hemos descendido a cuevas profundas, trepado pendientes y montañas, soportando el frío y el calor para conseguir llegar a yacimientos remotos. En estos lugares, algunos llenos de magia ancestral, hemos podido compartir muchas horas, en algunos casos de sol a sol, con los verdaderos protagonistas de esta obra, los arqueólogos. Pero, sobre todo, vamos a contar historias de la arqueología; comenzando por aquel pasado remoto en el que como humanos dábamos los primeros pasos en una sabana africana. Conoceremos como llegamos a Europa, ya habitada por los neandertales, y como creamos el arte rupestre. Tras conocer yacimientos e historias del Neolítico y de los primeros metales, nos adentramos en los misterios tartésicos e íberos para llegar hasta la gran Roma. La desconocida arqueología insular, canaria y balear, nos ocupará varios capítulos. Y como arqueología medieval, participaremos, entre otras, en la investigación arqueológica de un enigma templario, y trataremos de averiguar donde está enterrado el rey Boabdil el Desdichado. Y como queremos dar a conocer las misiones de los arqueólogos españoles en el extranjero, viajaremos hasta Egipto para conocer las excavaciones del templo de Millones de Años del faraón Tutmosis III. Esta obra también tiene la esencia de un libro de viajes, contiene la narración en primera persona de las impresiones que los paisajes, las personas y las ruinas, causaron en nuestra alma de viajeros curiosos y apasionados por la arqueología y la historia. No somos arqueólogos ni científicos, sino divulgadores, y tenemos muy clara nuestra misión: dar a conocer al gran público, de manera rigurosa y amena, la arqueología española y la tarea de los arqueólogos.”

            Un programa de televisión y un libro, que no podrían haberse realizado, ninguno de los dos, sin la colaboración de los arqueólogos, los verdaderos protagonistas de la aventura. Por ello, el libro se cierra con el agradecimiento a una larga lista de esos arqueólogos, de diferentes museos de arqueología, de centro de investigación arqueológica, o de los propios yacimientos arqueológicos, todos los que, de alguna forma, se han visto reflejados en aquellas primeras temporadas del programa. Una lista que va a continuar alargándose a partir de este mismo miércoles, 12 de enero, con nuevos arqueólogos y nuevos centros de arqueología. Y esperamos que pueda seguir ampliándose durante muchos años más, porque todos necesitamos de este tipo de programas, y también de este tipo de publicaciones, sobre todo en estos tiempos, en los que el estudio de la arqueología, y también de la historia en general, continúa eliminándose de nuestros planes de estudio.



viernes, 12 de noviembre de 2021

Pelayo Quintero Atauri, renovador de la arqueología en España y en Marruecos

 Una de las metas que yo me propuse cuando empecé a construir este blog sobre historia de Cuenca, pero también sobre cualquier otro aspecto que pudiera estar relacionado con este tipo de conocimientos humanísticos, tan denostados en la actualidad por los diferentes planes de estudio y, como consecuencia de ello, también por el conjunto de la sociedad, fue la de intentar acercar al lector algunos documentos originales de archivo, curiosos y desconocidos por el público en general. Pero también, como el lector ha podido comprobar a lo largo de este tiempo, dar a conocer algunos libros que, de alguna manera, pudieran estar directamente relacionados con las ciencias humanas, y en concreto con la historia, desde novelas históricas hasta ensayos de investigación, orientados principalmente para los especialistas, o trabajos de divulgación histórica. En este marco, he querido dedicar algunas de las entradas a diferentes libros sobre la historia de Cuenca, o sobre algunos personajes históricos conquenses, algunos de ellos desconocidos por el público en general, que por haber sido publicados lejos de nuestra ciudad, y fuera de los canales usuales de distribución, no son fáciles de localizar por el conjunto de los conquenses. Y éste es el caso del texto que esta semana quiero comentar, la biografía de uno de esos conquenses olvidados, el arqueólogo e historiador Pelayo Quintero Atauri, que ha sido realizada por uno de sus mayores admiradores, el también arqueólogo gaditano Manuel J, Parodi Álvarez, y publicada por la editorial andaluza Almuzara este mismo año.

          

  ¿Quién fue realmente este Pelayo Quintero Atauri? Antes de adentrarnos en su biografía, y en la relación que desde su nacimiento le unió con la provincia de Cuenca, y especialmente con las tierras manchegas del viejo priorato de Uclés, tan cercanas a la ciudad hispanorromana de Segóbriga, que tanto le marcara en su niñez, y le señalara su verdadero camino profesional, quiero ofrecer al lector unas breves pinceladas de conjunto sobre lo que el conquense representó para el devenir del estudio arqueológico en todo el siglo XX. Porque Pelayo Quintero, más allá de los descubrimientos arqueológicos, siempre interesantes, que pudo realizar a lo largo de su carrera, fue, en primer lugar, un hombre de su tiempo, que vivió a caballo entre el siglo XIX y la centuria siguiente. Es decir, si en el momento en el que él empezaba a excavar en la tierra, la arqueología española se encontraba aún en una situación incipiente, que tenía más que ver con el anticuarismo, la aventura y la simple búsqueda de tesoros, que con un verdadero estudio científico de los restos descubiertos y de los yacimientos, tal y como ahora la entendemos, después, conforme fue avanzando el desarrollo de la disciplina, ésta terminó por convertirse en una cuestión de método y de trabajo científico. Y el conquense, que fue, más o menos, coetáneo de Howard Carter, el descubridor de Tutankamón, de Hiram Bingham, el descubridor de las ruinas de Machu-Pichu, de Adolf Schulten, el renovador de los estudios sobre Tartessos, y también de otros arqueólogos de aquella época gloriosa, fue también parte de esa transformación de la arqueología como ciencia.

Recogemos aquí las palabras del propio Parodi: “Pelayo Quintero puede ser considerado como uno de los más claros representantes de la arqueología anticuaria, más o menos anacrónica, en la España de fines del XIX y principios del XX, pero también, y al mismo tiempo, sería uno de los primeros representantes de la disciplina arqueológica ya moderna en nuestro país. Se trata de una época en la que no existía la formación arqueológica como tal en las universidades españolas, y Quintero viene a formar parte (hasta cierto punto representándolos, encarnándolos) de los inicios del cambio en la disciplina arqueológica en España, en la medida en la que no fue un simpe (y admirable) aficionado, un diletante, sino que partió desde  una formación universitaria en la Universidad Central (actual Complutense) de Madrid y se formó inicialmente en el trabajo de campo arqueológico con su pariente Román García Soria, en el yacimiento de Segóbriga o Cabeza de Griego, para continuar esta senda en ulteriores destinos (esencialmente en Andalucía, y desde diferentes perspectivas, como veremos,…). De este modo y por esta razón, por ejemplo, es de notar como Quintero trabaja con método, en el campo y en el gabinete, y como documenta y escribe de forma muy correcta y acertada (para su juventud y su época), aunque es de señalar igualmente que en sus orígenes viene a transitar también entre materias y contenidos muy diversos, entre los que destacan las bellas artes, así como la historia del arte y la crítica artística, campos en los que se centraba el objeto de sus intereses, aficiones y afanes. Baste mencionar en este sentido su gran obra, Sillerías de Coro, publicada en 1928, entre otros trabajos dedicados a la historia del arte, disciplina que el ucleseño no abandonaría jamás por completo.”

            Por todo ello, el conquense tiene un hueco predominante en la historia de la arqueología, por más que después, por diferentes razones que nada tienen que ver con el desarrollo de su trabajo, haya sido olvidado por muchos de los arqueólogos actuales; y también, por algunos de aquellos que tanto le debían mientras que el conquense aún se encontraba con vida. Una excepción honorable a ese olvido generalizado, y quiero destacarlo aquí, fue el profesor Enrique Gozalbes Cravioto, tristemente desaparecido también hace algunos años, quien probablemente fue el mejor conocedor de la historia de la arqueología española, y quien precisamente vino a terminar su carrera como docente y como arqueólogo en nuestra ciudad, desde su cargo de profesor de Historia Antigua en la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades, de la Universidad de Castilla-La Mancha. Sobre ese manto de olvido que la arqueología española, en su conjunto, ha tendido sobre nuestro protagonista, Manuel Parodi ha escrito lo siguiente: 

            “Su figura y su obra han estado sumidas en el olvido, un olvido que entendemos consciente, deliberado y nada inocente, y que ha sido consecuencia de una forma de damnatio memoriae ejercida sobre el personaje ya en vida del mismo, tras la guerra civil. Quintero, un monárquico liberal en la órbita del sistema político de la restauración, en la esfera de Sagasta, no comulgaba con el régimen franquista ni con los principios del fascismo, y sufriría la represión de los vencedores en la contienda, a lo que habrían de sumarse las querellas y acaso las envidias locales gaditanas, que le pasarían igualmente factura… En este sentido es de señalar que la figura de Quintero no ha recibido durante décadas la consideración que le correspondía en el seno de la arqueología española. Se le ignoraba como arqueólogo (notable excepción la constituida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, acaso el más destacado especialista en historia de la arqueología española, quien lo incorporaría al Diccionario Histórico de la Arqueología en España…); sus trabajos estaban sujetos a una continua puesta en solfa, desatendiendo al necesario rigor a la hora de considerar desde la perspectiva de su tiempo (esto es, desde un punto de vista historiográfico) la labor de quienes nos han precedido en una u otra disciplina, y no brindando a Quintero la natural y misma consideración desde una perspectiva historiográfica que se ofrece a los trabajos de investigadores de hace un siglo, en una exclusión  que claramente entendemos relacionada con la antedicha damnatio memoriae ya planificada en vida del mismo Quintero, y por motivos que aunaban lo político con el interés de determinados significativos personajes de la oligarquía gaditana de la época (alguno de los cuales fue asimismo del régimen franquista, en cuyo seno alcanzaría las más altas instancias de poder [el autor se está refiriendo al propio José María Pemán]) por eliminar a un incómodo rival del horizonte cultural local de Cádiz).”


            Pelayo Quintero había nacido en Uclés, la antigua sede en Castilla de la orden militar de Santiago, a la sombra de su monasterio prioral, el 20 de junio de 1867. Realizó sus estudios en Madrid, donde simultaneó la carrera de Derecho, acuciado a ello, muy probablemente, por las presiones familiares, con estudios más personales de Dibujo, en las escuelas de Bellas Artes y de Artes y Oficios, así como también en la Escuela Superior de Pintura, y también en la Escuela de Diplomática, a la cual estaba reservada, en aquellos momentos, la especialización profesional para el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios. Y en su pueblo natal, y a la sombra en un primer momento de cierto familiar suyo, probablemente su tío abuelo, Román García Soria, quien en aquel momento ejercía, al menos de facto, la dirección de las excavaciones en la cercana ciudad romana de Segóbriga, se despertó en nuestro personaje una fuerte atracción por la arqueología, por recuperar desde el fondo de la tierra interesantes retazos de nuestro pasado. Y gracias a aquellas primeras experiencias con la piqueta, además, pudo llegar a conocer a algunos de nuestros más gloriosos arqueólogos decimonónicos, especialmente a Fidel Fita, con quien colaboró, además, en sus tareas de publicación de los restos epigráficos del yacimiento, incorporados por el sabio catalán al monumental Corpus Inscriptionum Latinarum.

            Terminada su etapa de formación, Pelayo Quintero ejerció como profesor de Dibujo en diferentes ciudades andaluzas: Granada, Málaga y Sevilla primeramente, periodo que aprovechó para realizar diferentes trabajos arqueológicos en el importante yacimiento romano de Itálica, patria de origen que había sido de una de las más importantes dinastías de emperadores romanos: la dinastía antonina. Sin embargo, sería su posterior llegada a Cádiz, en 1904, cuando empezó a desarrollarse la etapa más fructífera de su carrera profesional, como director del Museo de Bellas Artes de aquella ciudad mediterránea, con sus trabajos arqueológicos, al frente de diferentes yacimientos de la propia capital y de la cercana ciudad de San Fernando, y especialmente diferentes necrópolis púnicas como las de Santa María del Mar y Punta de la Vaca, y también con los diferentes cargos de dirección y representación que mantuvo en diferentes asociaciones culturales locales, provinciales, e incluso regionales. En este sentido, hay que destacar su labor desempeñada en la celebración del primer centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912, fruto de la cual, y siempre bajo la inspiración del conquense, quedaría para la posteridad el gigantesco monumento que se levantó en la Plaza de España, bajo proyecto de Modesto López Otero y ejecución de Aniceto Marinas, y el lapidario que desde entonces decora la fachada del Oratorio de San Felipe Neri, lugar en donde se celebraban las reuniones de las Cortes, y que recuerda a algunos de los diputados que llegaron a la hermosa ciudad del Mediterráneo desde las diferentes provincias españolas, a un lado y otro del Océano Atlántico.

            Pero la principal tarea que el conquense desempeñó en Cádiz tuvo más que ver con la arqueología, a pesar de las muchas dificultades a las que Quintero Atauri tuvo que hacer frente, especialmente en sus últimos años, debido a su avanzada edad y a su delicado estado de salud. Así, los materiales que él iba recuperando de la tierra, en sus diferentes excavaciones, el conquense los iba depositando en su Museo de Bellas Artes, quizá en detrimento del propio Museo Arqueológico, aunque finalmente terminaría por cederlo a éste, después de haberse marchado ya de Cádiz; y es que, pese a su marcha de la ciudad, él oficialmente él no había sido cesado en la dirección del museo gaditano. ¿Qué es lo que obligó al conquense a cruzar el Estrecho de Gibraltar, e instalarse en la capital del protectorado español en Marruecos, como director, ahora, del nuevo Museo arqueológico de Tetuán? No, desde luego, sus propios intereses personales, sino ciertas presiones ejercidas sobre el nuevo gobierno franquista desde algunos elementos de la nueva sociedad gaditana surgida al finalizar la Guerra Civil, tal y como Manuel J. Parodi afirma desde algunos capítulos de su libro. Este hecho, su traslado al protectorado, le abrió la posibilidad de poder trabajar en las excavaciones de la antigua ciudad númido-fenicia de Tamuda, reconvertida en tiempos de Calígula y de Claudio en un campamento romano de gran importancia, y sobre todo, de convertirse en el gran renovador de la arqueología marroquí en el siglo XX, como ya lo había sido, también, de la arqueología andaluza y española algunos años antes.

            Pelayo Quintero falleció en Tetuán en 1946. Después de que este hecho se produjera, y durante mucho tiempo, siempre hubo una flor roja sobre su blanca tumba, en el cementerio español (cristiano) de Tetuán. El hecho, real gracias a la generosidad de su fiel criado Maimún, se tuvo durante mucho tiempo como una leyenda urbana. Es curiosa la forma en la que el destino, el hado, trazó sus últimas decisiones sobre este conquense, a veces tan incomprendido. El mismo hado permitió que una de sus grandes obsesiones, el hallazgo del sarcófago fenicio, se hiciera realidad mucho tiempo después de su muerte, y además, en el lugar más insospechado. Poco tiempo antes de su llegada a Cádiz, a finales del siglo XIX, había aparecido en la ciudad el sarcófago antropomorfo fenicio, y el conquense, desde su llegada a la ciudad, siempre deseó poder hallar la pareja de ese sarcófago, otro que tuviera forma de mujer. El conquense tuvo que abandonar la ciudad sin poder encontrarlo, y sería mucho tiempo después de su fallecimiento, en 1980, cuando, por fin, apareció aquel sarcófago, y precisamente en el solar en el que antes había estado su casa, la única casa que él habitó mientras vivía en la “Tacita de Plata”. Otra leyenda urbana cuenta que él ya había descubierto aquel sarcófago antes de abandonar la ciudad, y que lo había escondido allí con el fin de tenerlo siempre más cerca. Otra leyenda urbana sin sentido, pues cualquier persona que conociera a nuestro arqueólogo habría sabido que él nunca hubiera actuado de esta forma, que él nunca hubiera dudado en ofrecer su descubrimiento al conjunto de la sociedad gaditana y española, aunque fuera desde una de las salas de su Museo de Bellas Artes.



sábado, 3 de julio de 2021

Baelo Claudia, una ciudad romana en el estrecho de Gibraltar

La semana pasada hacíamos un paréntesis en estos artículos que sobre la historia de Cuenca, preferentemente, vengo entregando con carácter semanal en este blog, con el fin de intentar hacer una breve referencia a los avances tecnológicos y científicos que, desde un tiempo a esta parte, han venido a modificar los estudios arqueológicos: fotografía aérea y de satélite, sondeos geofísicos a través de la superficie de la tierra, uso de teodolitos y telémetros de onda,… Lo hice a colación de una visita turística que, en compañía de unos amigos, realicé hace algunas semanas a las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia, en la bahía de Bolonia (Tarifa, Cádiz), en la que tuve la fortuna de encontrarme con un grupo de arqueólogos, mientras estos sacaban a la luz, según pude leer más tarde en un artículo de prensa, una nueva fábrica, una más, de salazones. La estampa era muy diferente a las que presentaban los yacimientos arqueológicos hace ya algún tiempo, una estampa que, a pesar del entorno en el que se movían los arqueólogos, se aproximaba más a los trabajos realizados en un laboratorio moderno, con sensibles aparatos de alta tecnología, que a la inventiva cinematográfica de un Indiana Jones, o incluso a esos relatos que nos acercan a los años heroicos de la ciencia arqueológica.

Y hoy quiero hablar, precisamente de esa ciudad romana de la Bética, Baelo Claudia. Una ciudad que primero fue un emplazamiento fenicio, aunque su etapa de mayor florecimiento se remonta al siglo I d.C., durante el periodo en el que el imperio romano estuvo regido por el emperador Claudio, cuando la ciudad pudo obtener el status de municipio romano, y todos sus habitantes pasaron a ser considerados como ciudadanos romanos de pleno derecho; los magistrados de la ciudad recompensaron entonces al emperador que había otorgado a sus habitantes este reconocimiento político, dándole su nombre a la ciudad, transformando así la vieja Baelo en la nueva Baelo Claudia que todos conocemos.

Su situación, a la entrada del estrecho de Gibraltar, en el lado del océano Atlántico, y frente a la importante ciudad de Tingis, la actual Tánger (Marruecos), capital de la Mauritania Tingitana, la misma que durante mucho tiempo fue una más de las provincias en las que estuvo dividida la Hispania romana, una ciudad que incluso puede verse en los días más claros desde la playa que se encuentra junto a las ruinas, influyó de manera primordial en su posterior desarrollo económico. En efecto, cada año se produce en el estrecho de Gibraltar la doble emigración de los bancos de atunes; primero, entre los meses de mayo y junio, desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, cuando las hembras se dirigen hacia allí para desovar, en un mar mucho más tranquilo y calmado que el que conforma su hábitat natural, y más tarde, entre los meses de julio y agosto, una vez que se ha producido ya la puesta de los huevos, y los animales regresan al Atlántico. Este hecho ha significado, a lo largo de la historia, una forma de vida propio de los habitantes de la comarca, a un lado y otro del estrecho, a partir de la captura de esos atunes, extremadamente sencilla en aquellas circunstancias, por medio de las famosas almadrabas, y la posterior elaboración del pescado, para su exportación por todos los rincones del imperio.

De esta forma, todas las ciudades próximas al estrecho, como Baelo, lograron crecer gracias a esa industria de las salazones, y la existencia, todavía entre las ruinas, de un número importante de fábricas dedicadas a esta industria, así nos lo demuestra. A finales del siglo pasado, los arqueólogos que trabajaban en Baelo, muchos de ellos franceses de la Casa de Velázquez, ya habían sacado a la luz seis de esas fábricas, y alguna más ha podido ser descubierta también en estos últimos años. Todas, desde las más grandes a las más pequeñas, cuentan con una estructura similar, y están divididas en dos espacios básicos (las grandes cuentan también con oro espacio, destinado para almacenar ánforas). En primer lugar, contaban con una zona de trabajo, una especie de patio, en la que los empleados de la fábrica extraían las vísceras de los animales y los descuartizaban, partiéndolos en trozos pequeños, lo suficiente para que, después, pudieran caber en unas ánforas especiales de barro, de boca ancha; una vez terminada la operación, los restos de los atunes y de otros peces que también habían caído en las almadrabas eran llevados a otro espacio, dividido en piletas o pequeñas piscinas, en el que eran depositados, mezclados con sucesivas capas de sal, con el fin de facilitar su conservación durante bastante tiempo. Allí, entre la sal, permanecían varios meses, y al finalizar el proceso es cuando eran introducidos en esas ánforas, y enviadas a todos los rincones del imperio. Había también otras piletas más pequeñas, en las que también eran introducidos, y puestos igualmente en salazón, las restos que les habían sacado a los peces antes de iniciarse el proceso (vísceras, sangre, semen, lechada, …). Con ellos se hacía en garum, una especie de salsa que, a pesar de su extraña y poco apetitosa apariencia, al menos desde el punto de vista actual, se había convertido en uno de los platos más sabrosos y deseados por los patricios romanos.

Plaza del foro y restos de la basílica y del resto de edificaciones que lo rodean, con la entrada 
al estrecho de Gibraltar al fondo, vistos desde la tribuna de los oradores y el templo capitolino.

            Pero las ruinas de Baelo no son sólo esas fábricas de salazones. Junto a ellas, los amantes de la arqueología pueden disfrutar en el yacimiento de algunos aspectos que son propios de todas las ciudades romanas. Así, se conoce bastante bien el perímetro de sus murallas, excepto en su parte más meridional, aquélla que se halla frente a la ensenada de Bolonia, oculta quizá por las propias fábricas de salazón; pues es precisamente aquí, frente al mar, donde estas fábricas se multiplicaban. Se conocen también tres de sus puertas (probablemente habría alguna más). En esa misma zona meridional, a un lado y otro de la ciudad, de forma simétrica, bastante bien conservadas ambas sobre todo en sus partes inferiores, las puertas este y oeste, llamadas también de Carteia  y de Gades, por ser éstas las ciudades principales a las que conducían respectivamente las dos vías de comunicación que arrancaban de ellas, la primera emplazada junto a la actual localidad de San Roque, en Algeciras, y la segunda, como es sabido, correspondiente a la actual ciudad de Cádiz. Y ya en el noreste, la puerta de Asido, llamada de esta forma por el mismo motivo que las otras dos, su relación con la homónima ciudad antigua, la actual Medina Sidonia, peor conservada que sus hermanas. Y por lo que se refiere a su estructura interna, también se conserva en relativo buen estado el entramado urbano formado por los decumani y los cardines, organizados, como en todas las ciudades romanas, en un perfecto damero de calles paralelas y perpendiculares, dando forma así a las insulae, tal como había sido recomendado por el arquitecto Marco Vitruvio. Especialmente bien conservado se encuentra el decumanus maximus, perfectamente visible para el visitante todo su enlosado entre las puertas de Gades y de Carteia.

            Más allá de ello, y por lo que se refiere ya a las propias arquitecturas monumentales del yacimiento, hay que destacar por encima de todo el espacio del foro, perfectamente visible, formando, junto a algunos edificios más, una de las insulae, entre el decumanus maximus y dos cardines, una de ellas, muy probablemente aquel que, hacia el norte, permanece todavía enterrado, en dirección hacia la puerta de Asido, debía ser también el cardus maximus de la antigua Baelo. Se trata el foro, en realidad, de un estudiado complejo arquitectónico, en el que junto a la propia plaza del foro, también visible su enlosado todavía, y a una domus recientemente descubierta, han sido localizados, además, el resto de los edificios que son propios de cualquier otro espacio de estas características: la basílica, donde se dictaba justicia por parte de los diunviri, los dos magistrados que regían la ciudad; la curia, lugar de reunión de los ciudadanos, el archivo de la ciudad,… El espacio contaba, además, en una de sus esquinas, con un amplio mercado, y el costado oriental de la plaza estaba flanqueado por un conjunto de tiendas, parecidas a las que pueden verse todavía en la ciudad italiana de Pompeya. Finalmente, toda la parte más septentrional de la plaza estaba dedicada a edificios religiosos; así, separados de la plaza por un ninfeo, fuente pública, y por una amplia tribuna, sobre la que los magistrados se subían para arengar al pueblo, se encontraba el templo capitalino, en realidad un triple templo de estructuras idénticas, en las que recibían culto respectivamente los tres dioses principales del panteón romano, la llamada triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva. Y junto a él, otro templo dedicado a Isis, una diosa de origen egipcio que fue muy venerada por los romanos, principalmente en tiempos imperiales.

            Y junto a estos edificios que conforman el espacio del foro, de clara significación política y religiosa, también destacan otro tipo den construcciones, no menos típicas en todas las ciudades romanas, pero más lúdicas. Como el teatro, no demasiado grande si lo comparamos con otros teatros de la Bética, pero sí lo suficientemente amplio como para atender a las necesidades propias de los habitantes de Baelo, e incluso más de lo que podría suponerse en una ciudad como ésta, no demasiado importante en términos demográficos, a juzgar por el perímetro de sus murallas, lo que ha hecho suponer a los arqueólogos que, quizá, podría atender además a las necesidades de una población flotante, atraída desde otros puntos de la región por el comercio de las salazones. O como sus termas, no demasiado grandes tampoco, lo que hace suponer que éstas, las que fueron desenterradas en las excavaciones de mediados del siglo pasado, no debieron ser las termas principales con las que contaba la ciudad. Y a propósito de las termas y de las numerosas fábricas de salazón recuperadas, es lógico suponer que las necesidades de agua en Baelo debían ser también abundantes. Se ha recuperado también, por parte de los estudiosos, una parte importante del trazado de los tres acueductos, que desde diversas fuentes más o menos cercanas, alguna de ellas no tanto, por cierto, socorrían esas necesidades del líquido elemento que tenían los habitantes primitivos de Baelo.

            A través de la arqueología, la muerte y la vida de los hombres que vivían en aquellas ciudades antiguas desaparecidas bajo la tierra, o bajo el agua del mar, pueden ser recuperados al mismo tiempo por la piqueta de los arqueólogos. La vida, representada en esas villas o domus, como la ya citada que se hallaba junto al foro, o las otras dos que se encuentran en la parte más meridional del yacimiento, junto a las fábricas de salazones; aunque la impronta que esa vida truncada ha dejado a lo  largo del tiempo no llega a ser tan vívida como la que la inesperada erupción del Vesubio puado dejar en Pompeya o en Herculano; una de ellas, la llamada Casa del Reloj de Sol, tenía una de sus habitaciones exteriores abierta incluso hacia una de las fábricas, lo que hace suponer que el propietario de ambos espacios debió ser una misma persona. Y la muerte, representada en las abundantes necrópolis excavadas, que en Baelo, también como en el resto de las ciudades del imperio, se hallaban extramuros de la ciudad, al otro lado de las murallas y de sus puertas, a lo largo de las vías de comunicación que unían a Baelo con Asido, con Carteia, con Gades, y a través de estas tres ciudades, con todo un imperio, y una civilización que, todavía hoy, sigue conformando nuestra forma de ser como europeos. 


Arqueólogos trabajando en el yacimiento romano de Baelo Claudia.

En la esquina superior izquierda puede apreciarse el vuelo de un dron,

elemento indispensable actualmente en el trabajo arqueológico.


lunes, 8 de marzo de 2021

Una historia, o varias, sobre la arqueología conquense

 

            No es frecuente encontrar un libro sobre arqueología que esté escrito de una manera tan desenfada y sencilla de entender para un lector no avezado en literatura científica, como éste que vamos a comentar esta semana.  Su título, “La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis, y otras historia de la arqueología española”, ya da una idea de cuáles son los verdaderos intereses de su autor, Vicente González Olaya, periodista del diario El País que está especializado en asuntos relacionados con la cultura y sobre todo, con los diferentes aspectos de la defensa del patrimonio cultural español: hacer una historia de la arqueología española basada en un puñado de descubrimientos importantes, y hacerla en clave de humor, pero sin olvidar tampoco la seriedad científica que este tema requiere; es decir, escribir un libro de carácter científico, pero al que pueda enfrentarse cualquier lector interesado, independientemente de sus conocimientos previos en el tema, pero manejando datos y fuentes contrastadas y veraces. Se trata, en fin, de una historia de la arqueología española a lo largo de veintiún capítulos, en los que se van desgranando algunos de los más importantes descubrimientos de la arqueología de nuestro país, desde los años “heroicos” de nuestros estudios arqueológicos, allá por el siglo XIX, hasta los últimos hallazgos realizados. Y entre ellos, entre uno de esos últimos descubrimientos, quiero destacar aquí el capítulo que el autor dedica a un yacimiento conquense, destinado a ser, ya lo está siendo, uno de los grandes hitos de nuestra arqueología: la villa romana de Noheda.

           

En alguna otra ocasión ya he escrito sobre esta importante villa romana, y sobre todo, sobre su espectacular mosaico, formado por millones de teselas de colores. Un mosaico y una villa de los que, poco a poco, ya se van conociendo más cosas, gracias a la interesante labor que vienen realizando los arqueólogos en los últimos años, bajo la dirección de Miguel Ángel Valero. Por ello, creo que el yacimiento va siendo también mejor conocido por el conjunto de los conquenses, aunque sigo teniendo la sensación de que muchos siguen sin ser conscientes de la verdadera importancia que éste tiene en el conjunto del estudio arqueológico actual. Conocemos, más o menos, ese mosaico figurativo, impresionante en sus dimensiones y en la calidad de sus figuras, pero seguimos sin comprender su importancia, el hecho de que no existe en toda España, y son muy pocos los que hay en el mundo, que lo sobrepase en dimensiones, o que la gran cantidad de teselas que contiene permitió a los maestros que se encargaron de su elaboración, allá por el siglo IV, la creación de sombras y de un cierto movimiento en la representación. Un mosaico que podría figurar en un lugar destacado, desde luego, en las mejores salas del tunecino Museo del Bardo, el más importante museo del mundo especializado en este tipo de arte.

            Aún no conocemos quién fue el propietario de esta villa singular, pero está claro que, por la riqueza que contiene, debió ser sin duda un personaje muy importante en el conjunto del imperio romano de Occidente, no pudiendo descartar, incluso, que pudiera tratarse de algún miembro de la familia imperial, que en este momento estaba regida, precisamente, por uno de los emperadores hispanos, Teodosio el Grande (Couca,  Coca, Segovia, 347 – Milán, Italia, 395). Esperemos que las próximas excavaciones en el yacimiento puedan dar más luz respecto a ello, así como también a otros asuntos de interés, como los relacionados, por ejemplo, con la implantación del cristianismo en la meseta en los siglos iniciales de la nueva religión. Para entonces, el cristianismo hacía ya más de medio siglo que había sido autorizado en todo el imperio, a raíz de la promulgación por Constantino del Edicto de Milán, en el año 313, y se supone que estaba a punto de convertirse en la religión oficial del estado, lo que sucedería en el 380. Sin embargo, aún no ha podido ser hallado en Noheda ningún objeto que nos hable de esa nueva religión; por el contrario, los mosaicos de la villa reflejan todavía algunos mitos paganos, y todo lo desenterrado hasta la fecha nos recuerda a las villas y los grandes palacios que fueron levantados en Roma durante los dos primeros siglos. No voy a insistir más en el tema de la villa romana de Noheda, a la que, por otra parte, he dedicado uno de los dosieres que figuran en la sección de Noticias Históricas de este blog.

            De alguna forma, no es éste el único capítulo que González Olaya dedica en su libro a la arqueología conquense. Y es que la provincia de Cuenca cuenta en su haber con dos arqueólogos de gran prestigio, desconocidos los dos por la generalidad de los conquenses, que desarrollaron su actividad, ambos, en aquellos años heroicos. Uno de ellos fue Pelayo Quintero Atauri (Uclés, 26 de junio de 1867 – Tetuán, Marruecos, 27 de octubre de 1946). Su padre había sido gobernador de la provincia conquense, y aunque estudió Derecho en Madrid, muy pronto se dedicó activamente a sus verdaderas pasiones, relacionadas todas ellas con la historia y la arqueología; pasiones que nacieron ya en sus años juveniles, entre las piedras que, procedentes de Segóbriga, formaban parte del fastuoso monasterio que los caballeros de Santiago habían levantado en su pueblo natal, y que supieron desarrollar los jesuitas procedentes de Toulouse (Francia) que habían sido acogidos en el monasterio cuando fueron expulsados por el gobierno francés. En esa pasión influyó también la personalidad de su tío materno, Román García Soria, quien había realizado ya algunas excavaciones en Segóbriga, y quien había convencido al rector de los jesuitas que entonces regían el convento de Uclés, para colocar allí un museo con las piezas recuperadas en el yacimiento. Más tarde, sería el propio Quintero Atauri quien realizaría nuevas excavaciones en aquella ciudad romana, y después, su actividad profesional le llevaría primero hasta tierras andaluzas, a Cádiz, en cuya provincia realizó también algunas excavaciones, y donde dirigió el Museo Provincial de Bellas Artes, y más tarde, después de la Guerra Civil, al norte de Marruecos, donde fue uno de los grandes impulsores de la arqueología norteafricana, y donde dirigió, también, el Museo Español de Tetuán. Podemos decir que, probablemente, Quintero Atauri es más conocido en aquellas tierras que se extienden al norte y al sur del Estrecho de Gibraltar, que entre los conquenses, y prueba de ello es que en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz, en su departamento de Historia, Geografía y Filosofía, existe un grupo de investigación que lleva su nombre.

            Nada habla González Olaya sobre este arqueólogo singular, pero sí lo hace sobre el otro de nuestros arqueólogos históricos, quizá todavía menos conocido que Atauri entre el conjunto de los conquenses. Se trata de Juan Catalina García López. Éste había nacido en Salmeroncillos de Abajo, allí donde la Alcarria conquense se encuentra con la de Guadalajara, el 24 de noviembre de 1845. Terminó la enseñanza secundaria en el instituto de Guadalajara, y después pasó a la Universidad de Madrid, donde estudio Derecho y Filosofía y Letras, pasando más tarde a titularse también en la Escuela Superior de Diplomática. En la capital madrileña simultaneó sus estudios con sus primeras colaboraciones periodísticas, y también en algunas revistas especializadas, como en el boletín de la Real Academia de la Historia. Miembro del cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, fue también cronista oficial de la provincia de Guadalajara, miembro numerario de la Real Academia de la Historia, de la que ocupó además los cargos de anticuario y secretario perpetuo, senador del reino en tres legislaturas diferentes, vicepresidente de la Comisión de Excavaciones de Numancia, e incluso director del Museo Arqueológico Nacional de España, entre 1900 y 1901. Falleció en Madrid el 18 de enero de 1911.

            García López realizó excavaciones en diferentes yacimientos arqueológicos, principalmente en Recópolis, la gran ciudad que había inventado el rey visigodo Leovigildo para su hijo, Recaredo. En efecto, fue uno de los que supieron adivinar que los restos medievales descubiertos en Zorita de los Canes, al sur de la provincia de Guadalajara, se correspondían con los de la ciudad visigoda, que otros habían preferido situar en diferentes lugares entre ambas provincias alcarreñas, principalmente en el pueblo conquense de Buendía. Por ello, no podía faltar en el libro de Olaya, en el capítulo correspondiente a este yacimiento arqueológico, la referencia a nuestro olvidado arqueólogo: “Hasta que llegó el erudito Juan Catalina García López (1845-1811) e intentó recomponer el puzle histórico que tantos quebraderos de cabeza y discusiones había provocado entre los expertos durante siglos. Si no se habían conservado textos originales de la ubicación de la misteriosa Rochafrida del rey Pipino, pensó, lo mejor sería escarbar en todos los lugares de la alcarria que reuniesen condiciones apropiadas para levantar una ciudad. Y eso hizo, aunque los resultados fueron repetidamente negativos durante años. Sin embargo, en 1893 descubrió un enigmático cerro pelado a las afueras de Zorita de los Canes, una pequeña población devorada urbanísticamente por un apabullante castillo musulmán que se erige junto y sobre ella. Literalmente. Al excavar el altozano, situado a un kilómetro del casco urbano, aparecieron unos muros de una gran potencia. Juan Catalina García se mostraba seguro de haber encontrado la ciudad de Recaredo, pero, como siempre, nadie pareció hacerle mucho caso. Catalina -se le conocía así, pensando que era su apellido- murió medio ciego de tantas horas de estudio y dedicación a la arqueología y a la historia, principalmente a la referente a la Alcarria. Su fallecimiento, provocado por una neumonía, causó un inmenso dolor en la comunidad académica y a su entierro asistieron ministros, obispos, rectores, condes y marqueses. Le hicieron un gran homenaje funerario, pero lo de seguir su obra ya era otra cosa. Así que todo quedó paralizado hasta las campañas de 1945 y 1946.”

            Pero el libro cuenta también algunas otras cosas curiosas: historias de cuando los arqueólogos, algunos, llevaban ropa talar, y compatibilizaban sus conocimientos científicos con la misa y la teología, y pone como ejemplo de aquellos arqueólogos al padre Henri Breuil, el gran historiador y arqueólogo francés que durante la primera mitad del siglo XX recorrió los caminos de España, visitando miles de yacimientos y, según se dice, haciendo averiguaciones para la maquinaria del espionaje de su país. Olaya habla sobre este curioso experto, pero no cuenta que Breuil también visitó la provincia de Cuenca en los años treinta del siglo pasado, estudiando las pinturas rupestres de Villar del Humo. Y por otra parte, la pequeña figura de este gran experto me hace recordar algunos otros investigadores, aficionados, eso sí, que a lo largo del siglo XVIII vestían también sotana, mientras realizaban algunos trabajos arqueológicos en diferentes lugares de nuestra provincia. Jácome (Santiago) Capístrano de Moya, sacerdote que había nacido en Hontecillas o en Pinarejo, según los diferentes autores, párroco de Fuente de Pedro Naharro, fue uno de los más activos defensores en la identificación de los restos de Cabeza de Griego, cerca de Saelices, con la vieja ciudad romana de Segóbriga. Y lo mismo hizo Francisco Antonio Fuero, de Cañizares, canónigo del cabildo diocesano, respecto de Ercávica. Ellos fueron de los primeros en desenterrar el pasado romano de nuestra provincia, y pusieron las bases para todos los trabajos posteriores que después se fueron realizando.

            Y ya que hablamos de Segóbriga, resulta interesante afirmar que el yacimiento cuenta con una larga trayectoria en cuanto a excavaciones arqueológicas se refiere. En efecto, en sus ruinas se hicieron ya algunas excavaciones puntuales en el siglo XVIII, en los años heroicos de la arqueología, y no sólo por aficionados locales como Capístrano de Moya; también fue visitado por algunos de los expertos de la época. Pero los primeros trabajos arqueológicos se llevaron a cabo por algunas figuras del entorno, entre ellos algunos religiosos del convento de Uclés: el propio Capístrano de Moya; Bernardo Manuel de Cossio, párroco de Saelices; Vicente Martínez Falero, uclesino, abogado de los Reales Consejos; o Gabriel López, lector de teología en la Universidad de Alcalá de Henares. Todos ellos, bajo la dirección del prelado ilustrado Antonio Tavira Almazán, quien sucesivamente sería en los años posteriores obispo de Canarias, Burgo de Osma y Salamanca, y que antes de ello, entre 1788 y 1789, había sido también prior del propio convento santiaguista, periodo en el que ordenó realizar las primeras excavaciones sistemáticas en el yacimiento romano.

            Pero también llegaron a Segóbriga otros especialistas durante las últimas décadas del siglo XVIII, y también durante toda la centuria siguiente: Cornide, Hübner, Fita, … Todos ellos, junto a otros trabajos que siguieron realizándose desde Uclés, siguieron sacando a la luz nuevos datos sobre las épocas romana y visigoda. Porque también en el siglo XIX se siguieron realizando nuevas exploraciones del yacimiento desde el pueblo vecino. Es de destacar a un grupo de aficionados hoy olvidados: el ya citado Román García Soria, tío, como hemos dicho de Quintero Atauri; Arturo Calvet, rector del colegio de jesuitas que entonces estaba establecido en el monasterio de Uclés; el jesuita francés Eduoard Capelle; el también jesuita Francisco Sáenz España, o un personaje tan curioso y desconocido para el público en general como el médico de origen polaco Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, quien también era alcalde de Uclés, hijo de un noble que se había visto obligado a abandonar el país y buscar asilo en España en 1830, cuando éste se había sublevado contra los gobernantes rusos. Mucho es lo que les debe la arqueología española, y la conquense en particular, a aquellos primeros aficionados del siglo XVIII; todos ellos crearon una comisión que, más allá de sus propios trabajos en el yacimiento, promovió la visita a Segóbriga de Juan de Dios de la Rada y de Fidel Fita, quienes darian un impulso casi definitivo a las excavaciones del yacimiento romano.

            En aquellos dos siglos se hicieron algunos descubrimientos de vital importancia, como los restos de la basílica visigoda, y salieron a la luz algunos restos epigráficos, que ayudaron a comprender mejor el pasado del yacimiento, e incluso, permitieron identificarlo definitivamente con la ciudad de Segóbriga, citada por autores antiguos como Tito Livio y Estrabón. Algunos de esos restos, con el tiempo, se perdieron, pero la publicación de sus trabajos, y la existencia en los archivos de las memorias de las excavaciones, han permitido que, de alguna manera, no hayan desaparecido del todo de nuestra memoria colectiva.



viernes, 12 de febrero de 2021

Una excavación arqueológica de película

 

               Tengo que reconocer que no han sido muchas las ocasiones en las que una película de cine o una serie de televisión han sido recogidas por mí en este blog, en forma de entrada; en realidad, esas ocasiones han sido prácticamente inexistentes, más allá de alguna consideración sobre la serie televisiva que, hace algunos meses, puso otra vez de actualidad la olvidada figura de la conquistadora extremeña Inés Suárez, que, en realidad, era más bien una excusa para comentar la novela homónima de Isabel Allende. Las razones de que eso sea así pueden ser varias. Unas internas, relacionadas sobre todo con cuáles han sido siempre mis intereses culturales, más cercanos a la literatura que a la cinematografía; otras externas: considero que para el creador es más fácil sentirse cerca de la historia real cuando escribe una novela que cuando dirige una película, porque mientras la lectura es un acto pausado, en el que el lector se abandona en sí mismo y en la narración, el director de cine se ve muchas veces captado por la necesidad del espectáculo y, siempre, de dotar a la película de una carga emotiva que muchas veces está alejada, o parece estarlo, de la realidad histórica que intenta mostrar al espectador. Y si esto sucede en la historia en general, mucho más sucede cuando la temática de la película está relacionada con la arqueología, un mundo tan opuesto en realidad a esos relatos que, al estilo de las sagas de Indiana Jones o de Tomb Raider, no son en realidad más que relatos épicos sobre búsquedas de tesoros inexistentes o perdidos entre la bruma de la leyenda.

               Por ello me ha emocionado tanto una película como “The Dig”, estrenada en España como “La excavación”, una película inglesa que ha sido dirigida por Simon Stone, y que está basada en la novela homónima de John Preston. La película ha sido estrenada hace apenas dos semanas por la plataforma de pago Netflix, y en este escaso tiempo, ha cosechado un enorme éxito, hasta el punto de que ya ha empezado a sonar su título en las quinielas para los Oscar de este año. La película relata de una manera bastante fiel, la excavación que, a finales de los años treinta del siglo pasado, cuando estaba a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, permitió el hallazgo de un importante barco funerario en Sutton Hoo, en el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra. Se trata de una película, a mi juicio, excelente, pero no es por este motivo, por el que quiero traerla esta semana a este blog. A fin de cuentas, ni este blog trata sobre cine, ni yo soy un crítico cinematográfico. Lo que realmente me interesa aquí es acercar a los lectores una excavación arqueológica poco conocida para el público en general, pero que en su momento constituyó todo un hallazgo, uno de los grandes descubrimientos de la arqueología británica en el periodo de entreguerras, que permitió que los llamados en la historia de Inglaterra “años oscuros”, no fueran ya tan oscuros para los historiadores.

               Veremos primero las circunstancias en la que se realizó aquel importante descubrimiento según nos narra la película, una película que, como he dicho, se acerca bastante a la realidad científica. Estamos en el año 1938, y Europa se prepara para una gran guerra contra el enemigo común, la Alemania de Hitler. En una pequeña granja del condado de Suffolk, una adinerada terrateniente de la comarca, Edith Pretty (interpretada en la película por la actriz Carey Mulligan), heredera de una importante familia dedicada a la industria del gas, y aficionada a la arqueología desde sus viajes juveniles por Grecia y Egipto, contrata los servicios de un arqueólogo independiente, Basil Brown (Ralph Fiennes), para que excave en su hacienda, sobre unas pequeñas colinas que, a todas luces, parecen ser túmulos funerarios del periodo de los vikingos. Pero ya desde un primer momento, Brown piensa que aquellos restos no pueden ser vikingos, sino anteriores, y acepta el trato, lo que le lleva a poder desenterrar en los meses siguientes, con la única ayuda de unos pocos trabajadores de la finca, los primeros restos que parecen ser de un enorme barco funerario. El descubrimiento atrae la atención de los arqueólogos profesionales, primero de los del museo de Ipswich, capital del condado, que para entonces se encontraban atareados con el descubrimiento de los restos de una villa romana, y más tarde de los del propio Museo Británico, y estos últimos se hacen con el control de la excavación, convirtiendo al descubridor de los restos en un simple colaborador de la excavación. Sería ya en 1939, cuando la guerra está a punto de estallar, cuando pudo terminar de excavarse el barco, encontrándose además un importante tesoro que estaba formado por una treintena de monedas de oro, tremises merovingios, y otros muchos objetos de lujo.

Un tesoro en sí mismo, por el valor de los objetos descubiertos, pero mucho más por lo que representaba, al permitir conocer muchas cosas del pasado de Inglaterra en una etapa que hasta entonces era, como se ha dicho, casi completamente desconocida. Y es que el descubrimiento del barco funerario vino a dar la razón a aquel arqueólogo casi aficionado: los restos no pertenecían a la época vikinga, sino que eran a las invasiones de los escandinavos en, al menos, cuatrocientos años. Pertenecían a lo que los historiadores conocen con el nombre de “edad oscura”, es decir, el periodo que va desde la caída del imperio romano de las islas hasta las invasiones vikingas y normandas, una etapa difícil para sobrevivir, caracterizada por las continuas luchas entre las diferentes tribus que habitaban Inglaterra, y especialmente entre los anglos y los sajones. Ambos, procedentes del continente, invadieron casi al mismo tiempo las islas cuando las abandonaron los romanos, sumidos ya en una fuerte crisis que terminaría por hacer desaparecer el imperio, y juntos, al unirse entre sí, terminarían por formar un pueblo nuevo, el anglosajón, germen de los británicos de hoy en día.

Tengo que reconocer que no he leído la novela, pero teniendo en cuenta cómo es la película, puedo comprender que tanto ésta como aquélla reflejan de una manera bastante acertada la realidad en la que se produjo este importante descubrimiento. Desde luego, reflejan fielmente a los dos protagonistas de la historia, la rica terrateniente y el hábil arqueólogo, trabajador incansable, un tanto huraño. Edith Pretty falleció poco tiempo después de producirse el descubrimiento, en diciembre de 1942, después de sufrir un derrame cerebral provocado por esa misma enfermedad que va consumiendo su organismo conforme avanza la película. Y con respecto al científico, Basil Brown, éste había realizado sus estudios de forma autodidacta, y antes de llegar a Sutton Hoo, había realizado ya algunos descubrimientos interesantes en la misma comarca de Suffolk, y trabajaba como arqueólogo externo y colaborador para el museo de Ipswich. El descubrimiento de Sutton Hoo, no le catapultó a la fama; no, al menos, como para dejar de ser considerado como un colaborador externo, menor, del citado museo, pero sí le permitió pasar de algún modo a la historia de la arqueología inglesa. En 1969, ocho años después de haber dejado de colaborar para el museo, sufrió un ataque al corazón en plena excavación, en Broom Hills, donde había hallado restos neolíticos y romanos, que le obligó a poner fin a su carrera como arqueólogo en activo. Falleció en marzo de 1977, y aunque nunca publicó nada sobre sus trabajos científicos, su contribución a la historia de la arqueología inglesa no se puede poner en duda, no ya por el descubrimiento que hizo en Sutton Hoo, sino también por la gran cantidad de material inédito que dejó a su fallecimiento, una gran cantidad de cuadernos manuscritos que incluyen planos, fotografías y dibujos de sus excavaciones.

¿Qué pasó con el resto de los arqueólogos que trabajaron en la excavación? Ellos eran los científicos profesionales, es cierto, pero en realidad la historia apenas ha dejado memoria de ellos; tampoco la historia de la arqueología británica. De Charles W. Phillips (Ken Stott), realmente más un funcionario del Museo Británico que un arqueólogo de verdad, al menos por su manera de comportarse, apenas se conoce ningún otro trabajo suyo de verdadera importancia. Menos aún es lo que se conoce de Stuart Piggott (Ben Chaplin), el arqueólogo narcisista y homosexual, que llega a la excavación en compañía de su esposa. Sólo ésta, Peggy Piggott (Lily James), ha logrado pasar por méritos propios a la historia de la arqueología británica, aunque más con su nombre de soltera: Cecily Margaret Guido. ¿El motivo? La arqueóloga se separó de su marido algún tiempo después, algo que en absoluto le puede parecer extraño al que haya visto la película, de manera que hasta esa trama romántica de la película, la relación amorosa que mantiene con Rory Lomax (Johnny Flynn), el primo de la dueña de las tierras, que trabaja en la excavación como fotógrafo, puede tener también una base real, aunque remota. La auténtica Peggy, por otra parte, terminó por convertirse en una reputada arqueóloga, especialista sobre todo en la prehistoria inglesa, con múltiples estudios y trabajos publicados, unos bajo el nombre de Peggy Piggott, los primeros, y otros bajo el nombre de Margaret Guido, los últimos. Falleció en septiembre de 1994.

La excavación de Sutton Hoo, como hemos dicho, es uno de los más importantes descubrimientos de la arqueología inglesa. Después de unos meses prometedores, pero poco eficaces en cuanto a descubrimientos de verdadero interés, la sorpresa llegaría en 1939, cuando pudo ser excavado en su totalidad uno de los túmulos y se encontró bajo la tierra los restos de un barco de veinticuatro metros de eslora y, junto a las tablas carcomidas,  un tesoro formado por monedas de oro y objetos de plata y otros metales. Los objetos encontrados pudieron documentar algo que en ese momento todavía no se sabía: que los antiguos anglos, cultura a la que pertenecía el barco, conocían el comercio. En efecto, entre esos objetos se encontró un hermoso casco y un escudo que, por el estilo, debieron haber sido construidos en Suecia o, al menos, por un armero sueco. También se encontró una hebilla de cinturón, que procedía probablemente de la Burgundia francesa, y otros elementos demostraban la existencia también de un comercio más lejano, con Bizancio y con Egipto.

En la excavación no se encontraron restos humanos, pero los análisis que en 1961 se hicieron a las tierras en las que se había producido el descubrimiento, y sobre todo la gran cantidad de fosfatos que existen en ellas, demostraron que allí alguna vez había existido un cadáver, muy probablemente humano, que se había descompuesto por completo debido a las condiciones del suelo en el que se hallaba el barco, extremadamente ácidas. Y otra de las preguntas que en aquel momento se hicieron los científicos es la referente al personaje que pudo haber sido enterrado en aquel túmulo funerario, y que con mucha probabilidad, por la riqueza del tesoro encontrado y por la fecha de acuñación de las monedas merovingias, debía corresponder a alguno de los reyes anglos del siglo XII, probablemente Redvaldo o Eorpwald de Estanglia.

Una vez desenterrado por completo el tesoro, se suscitó un importante litigio entre Edith Pretty y el Museo Británico, con el fin de dilucidar a quién debía corresponder la propiedad de todos los objetos encontrados. Las leyes británicas son, en este sentido, muy diferentes a las españolas, y la justicia determinó que la verdadera propietaria de estos debía ser la dueña de los terrenos en los que se había hecho el descubrimiento. Sin embargo, poco tiempo después, Edith Pretty donó todos los objetos al propio Museo Británico, muchos de los cuales forman parte todavía de la colección permanente que se haya expuesta en sus vitrinas, accesibles para el público en general y para su estudio por parte de los especialistas. En reconocimiento de este hecho, la antigua propietaria del tesoro fue condecorada por el primer ministro inglés, Winston Churchill con la Orden del Imperio Británico, que ella, sin embargo, rechazó.



viernes, 18 de septiembre de 2020

Contrebia Cárbica: una ciudad celtíbera bajo la tierra manchega

 

               Junto a la autovía entre Madrid y Valencia, en sentido hacia esta ciudad mediterránea, en su salida hacia la localidad de El Hito, se encuentra Villas Viejas, un despoblado que, a pesar de la distancia existente entre un punto y otro, pertenece aún al ayuntamiento de Huete. Junto al viejo despoblado, apenas un grupo de casas semiderruidas y una pequeña iglesia recientemente restaurada, se halla un extenso campo de cultivo que todavía en la actualidad mantiene oculto bajo la superficie los secretos de su trágica historia, una historia de batallas y de sangre derramada. A menudo, cuando la reja de los arados modernos surca sus tierras aterronadas, abriendo la superficie, decenas de fragmentos de barro cocido o de metal, terra sigillata, fusayolas de piedra, incluso monedas de plata y de bronce y en ocasiones, pocas, también de oro, salen a su superficie, reclamando el interés de los arqueólogos; interés que pocas veces ellos le muestran, más allá de algún que otro ensayo en las publicaciones especializadas. Hay quien ha pretendido identificar este conjunto de ruinas aún no excavadas con la ciudad de Althea, la capital de los olcades, que fuera destruida por Aníbal en el siglo III a.C., en los años previos a su aventura por Italia. Sin embargo, la mayor parte de los expertos, con Enrique Gozalbes a la cabeza, y probablemente con un mayor acierto, la identifican con la vieja Contrebia Cárbica, una ciudad importante del centro de la meseta, entre las tierras que habían sido de los propios olcades y las de los carpetanos, que llegó incluso a acuñar moneda en los años anteriores a la dominación romana.

            



   Tres fueron las ciudades romanas que compartieron este nombre: Contrebia Leucade, la “ciudad blanca”, en tierras de los pelendones o de los arévacos, que hoy vuelve a brillar en el término municipal de Aguilar del Río Alhama, en La Rioja; Contrebia Belaisca, en tierras de los titos, que ocuparon parte de las actuales provincias de Zaragoza y Teruel, y que actualmente está localizada  muy cerca de Bortorrita, en la primera de las dos provincias citadas; y esta Contrebia Cárbica, de los carpetanos. Las tres fueron citadas por los autores clásicos de manera indistinta, muchas veces sin clarificar a cuál de esas tres ciudades se están refiriendo, de manera que algunas veces, los historiadores tienen verdaderas dificultades en atribuir la información proporcionada por ellos a una o a otra. Así Tito Livio, que al escribir sobre la conquista del territorio por las legiones romanas, dice lo siguiente:

               “Después de trasladar los heridos a Ebura, atravesó la Carpetania y condujo las legiones a Contrebia. Asoló esta ciudad, que pidió socorro a los celtíberos; pero no lo recibió a tiempo, no porque los celtíberos se demoraran sino porque al ponerse en marcha encontraron los caminos impracticables y los ríos crecidos por las constantes lluvias. Perdida la esperanza, la ciudad se rindió. Obligado por el mal tiempo también Flacco alojó sus tropas en el interior de la ciudad. En el momento en el que pararon las lluvias y pudieron vadear los ríos, los celtíberos, que ignoraban la rendición, llegaron a Contrebia. No observando ningún ejército frente a las murallas, creyeron que los romanos se habían establecido al lado opuesto o habían levantado el asedio, por lo que se acercaron de forma dispersa y desordenada a la ciudad.

               Los romanos aprovecharon el descuido y realizaron de forma brusca una salida por dos puertas, atacándolos y derrotándolos. No obstante, la misma confusión que evitó a los celtíberos el defenderse y luchar, también facilitó su huida. Al encontrarse diseminados pudieron expandirse por toda la llanura, y los romanos no pudieron encontrarlos en masa compacta. Sin embargo, murieron hasta doce mil, y cinco mil fueron hechos prisioneros, además de haberse apoderado de cuatrocientos caballos y de sesenta y dos enseñas militares. Los que de forma dispersa huían hacia sus casas encontraron un segundo ejército de celtíberos, a los que informaron de la rendición de Contrebia y de su propia derrota. Inmediatamente todos se diseminaron por los caseríos y los castillos. Flacco salió de Contrebia y condujo las legiones a través de Celtiberia, talando a su paso los sembrados, y se apoderó de muchos castillos, hasta que la mayor parte de los celtíberos se rindieron.”

               ¿A cuál de las tres ciudades de este nombre se está refiriendo el historiador romano? La cita ha sido origen de una cierta polémica entre los especialistas, y sin embargo, parece claro que se está refiriendo a la Contrebia de los carpetanos, Contrebia Cárbica. Así lo defiende Enrique Gozalbes, tal y como podemos recoger en la cita siguiente, extraída de su libro “Caput Celtiberiae: las tierras de Cuenca en las fuentes clásicas”, que fue publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha: “Acto seguido Fluvio Flaco atravesó la Carpetania y marchó contra la ciudad de Contrebia. Debemos destacar en este análisis que la ciudad de Contrebia aparece claramente en el texto como carpetana. En la descripción de los acontecimientos no se indica que las tropas romanas llegaran a una nueva región, la Celtiberia. Por el contrario, en el texto se afirma que las tropas romanas atravesaron la Carpetania para marchar contra Contrebia, como parece claro en las propias palabras de Livio; per Carpetaniam al Contrebiam. Este dato parece precioso; se deduce que Contrebia se hallaba en el límite de la Carpetania pero dentro de la misma. Y en el sentido romano, atravesar la Carpetania parece indicar que se remontó las riberas del Tajo, aguas arriba en dirección a las tierras de Cuenca.”

               Los hechos narrados acaecieron en el año 181 a. C., en el seno de las campañas romanas contra las diversas tribus celtíberas con el fin de conquistar la península Ibérica, campaña que estaba dirigida por el pretor Fulvio Flaco. Un siglo más tarde, en el año 77 a.C., en el marco de la guerra civil entre Sertorio y Metelo, epítome en tierras hispanas de las luchas intestinas que en todo el imperio, y sobre todo en la capital, Roma, mantuvo el tío de éste, Cayo Mario, con Lucio Cornelio Sila, las piedras de Contrebia volverían a ser escenario de otra batalla importante. Es otra vez Tito Livio quien nos cuenta los detalles:

               “Pero a la noche siguiente, bajo la dirección de él mismo, se levantó otra torre en el mismo lugar, lo cual fue un espanto para los enemigos, cuando la divisaron a la luz del alba. Al mismo tiempo la torre de la ciudad, que era su principal defensa, rotos sus fundamentos, se derrumbó en grandes hendiduras y empezó a arder por efecto de haces de leña encendida que se le echaron; aterrorizados los contrebienses por el estrépito del derrumbamiento y el incendio, huyeron de la muralla y la multitud entera empezó a pedir a grandes voces que se entregara la ciudad.

               El mismo valor que había contestado a la provocación hizo más benévolo al vendedor. Recibidos los rehenes, exigió una suma módica de dinero y les tomó todas las armas; ordenó que les entregasen vivos a los tránsfugas íberos, y a los fugitivos cuyo número era mucho mayor, y mandó que ellos mismos les matasen; los degollaron y los echaron muralla abajo. Tomada así Contrebia con gran pérdida de hombres, a los cuarenta y cuatro días de asedio, dejó allí con una fuerte guarnición a Lucio Insteyo, y por su parte llevó a sus tropas hasta el Ebro.”



               Y de nuevo el profesor Gozalbes Cravioto no duda en identificar a la ciudad atacada y destruida por Sertorio con la Contrebia conquense. Quinto Sertorio había sido un destacado político y militar romano que se había destacado en la guerra de Yugurta y el la guerra cimbria,  y en el año 97 había sido tribuno militar en Hispania, a las órdenes de Tito Didio. En ese periodo llegó incluso a ser condecorado con una corona gramínea, la más alta condecoración que podían obtener los militares romanos en los tiempos de la república. De regreso en la capital del imperio en los años siguientes, siguió ocupando en la ciudad del Tíber importantes magistraturas, pero caído en desgracia cuando Sila fue nombrado dictador, se decidió a regresar a Hispania, donde aún mantenía importantes apoyos, y hasta donde el propio Sila envío a Cayo Valerio Flaco, primero, y más tarde a Quinto Cecilio Metelo, con el fin de acabar con el levantamiento. Éste es el marco en el que se desarrolla el asedio y la toma de la ciudad de Contrebia por las tropas de Sertorio.

               Desde luego, el yacimiento de Villas Viejas, llamado también Fosos de Bayona, se corresponde con una ciudad de gran importancia y extensión, a pesar de que todavía no se ha realizado en ella ninguna excavación sistemática con el fin de sacar a la luz las estructuras que todavía se esconden debajo de la tierra. La abundancia de materiales que continuamente siguen saliendo a la luz de manera casual, y la amplitud del espacio, alrededor de unas cuarenta hectáreas, rodeadas por lo que a todas luces parece ser a simple vista una muralla de varios kilómetros de longitud, así nos lo demuestra. En algunas zonas, las murallas separan a la ciudad de un amplio foso, que da al yacimiento ese otro nombre con el que también se le conoce, y en algunas zonas se puede ver incluso una segunda línea de murallas. Son apreciables también los lugares en los que se encontraban quizá las puertas de entrada a la ciudad carpetana. Y por otra parte, la cercanía de este yacimiento con la ciudad romana de Segóbriga, apenas a cinco kilómetros de ella, también incide en esa posible, casi segura, localización de Contrebia en este punto. Recordamos, en este sentido, la cita de otro autor clásico, en este caso Estrabón: “Son también ciudades de los celtíberos Segóbriga y Bílbilis, cerca de las cuales combatieron Metelo y Sertorio.” Y es que fue probablemente la caída definitiva de Contrebia lo que permitió el crecimiento como ciudad de la cercana Segóbriga. Dice una vez más, en este sentido, el profesor Gozalbes:

               “A mi juicio el episodio en cuestión está referido a la urbe de Contrebia Cárbica, la que sirvió de precedente a Segóbriga. Por tanto, y con mucha verosimilitud, se trató de la conquista de la ciudad existente en Fosos de Bayona, que ya un siglo antes había sufrido el asedio romano. Fosos de Bayona, a unos escasos cinco kms. de Segóbriga, es la identificación más aceptable de la antigua Contrebia Cárbica, aunque hay autores que consideran no conocer su situación, e incluso ha habido quien ha propuesto algún otro lugar de la zona conquense. De hecho, los investigadores han tratado de insertar la ciudad de Segóbriga en las campañas del conflicto sertoriano, encontrando el silencio de las fuentes históricas. Este hecho se explicaría porque Segóbriga no aparece todavía reflejada como entidad urbana independiente, dado que su lugar (a escasos 5 kms. de ella) lo ocupaba Contrebia Cárbica.”

               En efecto, los excavadores de Segóbriga no han encontrado en la ciudad restos importantes de etapas prerromanas, no desde luego anteriores a ese siglo I en el que se desarrollan las guerras sertorianas, y hasta la numismática todavía pone en duda la identificación de la ceca que, con caracteres ibéricos, se nombra Sekobirices, con la posterior ceca romana de Segóbriga, que presenta, ésta sí, las efigies de los primeros emperadores. En efecto, los restos descubiertos en Cabeza de Griego, se corresponden ya de manera casi íntegra con esa etapa altoimperial. En este periodo se construyeron el teatro, el anfiteatro y algunas de las termas sacadas a la luz. Después ya en el siglo III, quizá en tiempos de Diocleciano, empezó la construcción del circo, aunque éste fue abandonado incluso antes de que hubiera acabado de ser construido. Eran ya tiempos de crisis, aunque los arqueólogos han podido constatar que todavía en esa época se seguían realizando algunas obras de mejora tanto en el teatro como en el anfiteatro. Sin embargo, ya en el siglo siguiente la nueva religión, el cristianismo, había llevado hasta el último rincón del imperio las nuevas costumbres entre los romanos, y entre ellas no estaban, desde luego, los juegos de gladiadores y las carreras de carros. Para entonces, tanto el teatro como el anfiteatro se fueron poblando de nuevas construcciones, casas humildes y cercas para el ganado.



               ¿Qué fue lo que posibilitó el crecimiento de la nueva ciudad a partir del siglo I a.C.? Desde luego, la existencia en sus cercanías de importantes y numerosas minas de yeso cristalizado, el famoso lapis specularis que desde el centro de la península era exportado a todas las regiones del imperio, donde era utilizado como lujoso material de construcción. En efecto, la ciudad fue creciendo alrededor de la riqueza que proporcionaban las minas cercanas, cuyo material era empleado en la confección de ventanas en las villas y otros edificios de todo el imperio: la cueva de Sanabrio, en Huete; de la Mora Encantada, en Torrejoncillo del Rey; el Pozolacueva, en Torralba; la Condenada y la Vidriosa, en Osa de la Vega,… Recientemente ha salido a la luz en el Cerro de la Muela, en el término municipal de Carrascosa del Campo, no lejos de la propia ciudad de Segóbriga y también de algunas de esas minas citadas, un curioso edificio de más de noventa metros de longitud, que estaba conformado por dos o tres plantas de altura, y en cuyas esquinas se alzaban torres de mayor elevación todavía; y a su alrededor, además, han aparecido también restos de un poblado de unas quince hectáreas de extensión. El edificio, que había sido excavado en parte hace ya cincuenta años por los arqueólogos de la universidad canadiense de Guelph, ha sido estudiado recientemente por los arqueólogos Dionisio Urbina y Catalina Urquijo, de la Universidad Complutense de Madrid, para quienes se trataba de un gigantesco almacén en el que se guardaba el lapis specularis, dispuesto ya para su exportación a todos los rincones del imperio. Y sin duda, el poblado, que todavía no ha sido excavado, sería el lugar en el que vivirían una parte de los trabajadores de esas minas, esclavos probablemente. Construido en tiempos del emperador Augusto, fue abandonado según los estudiosos a lo largo de la centuria siguiente, y en las excavaciones se han encontrado, incluso, las huellas dejadas por el paso de los carros cargados de material, desde las minas cercanas hasta el propio almacén.

               Por otra parte, fue probablemente en aquel siglo IV, cuando se estaban abandonando ya los hermosos edificios de Segóbriga destinados a los diferentes espectáculos, el teatro y el anfiteatro, cuando probablemente surgió, no lejos de allí, junto a la aldea actual de Noheda, en el término de Villar del Domingo García, la espectacular villa que en los últimos años está siendo excavada por Miguel Ángel Valero. Una lujosa villa, sin duda, cuyos mosaicos son ya la admiración de los especialistas y de los aficionados a la arqueología. No conocemos nada del dueño de aquella villa, más allá de que debía ser alguien muy importante, a juzgar por los restos que están siendo rescatados por las piquetas de los arqueólogos; eso, y que sus creencias religiosas debían estar asentadas todavía en el antiguo paganismo, pues no ha sido aún recuperado ningún objeto que pudiera ser atribuido a una posible afección cristiana de los habitantes de la villa. Y es que a pesar de la rápida irrupción del cristianismo a lo largo y a lo ancho del imperio, sobre todo a partir del Edicto de Milán, decretado por Constantino en el año 313, por el que la nueva religión era tolerada al fin, todavía quedaba algún tiempo para que el emperador Teodosio, de origen español como sabemos, la decretara en el año 380 como religión oficial del imperio.

               ¿Sería quizá el dueño de la villa uno de aquellos patricios ennoblecidos de Segóbriga con el comercio del lapis? La situación de la villa, muy cerca de algunas de esas minas y también del propio almacén del Cerro de la Muela, y no demasiado lejos tampoco de la propia Segóbriga, quizá pueda indicarlo de este modo. Desde luego, en la villa se han encontrado mármoles procedentes de canteras situadas en muchos lugares diferentes, desde la propia Hispania hasta varias ciudades del Egeo, o incluso cerca del Mar Negro, lo que demuestra ciertas influencias exteriores que pudieran estar relacionadas con el comercio y la exportación. Por otra parte, se ha exagerado mucho por parte de los historiadores el abandono de las ciudades en el Bajo Imperio, que fueron sustituidas muchas veces por este tipo de villas semiurbanas. En el caso de Segóbriga, sin embargo, la ciudad no desapareció completamente hasta mucho tiempo después, durante la invasión de los musulmanes. Así lo demuestran algunos de los restos descubiertos, como varias necrópolis tardorromanas, e incluso visigodas, y la propia basílica cristiana, que fue recuperada por los arqueólogos hace ya mucho tiempo, a los pies del cerro en el que se asienta el yacimiento. Y así lo demuestra también la elevación a sede episcopal en tiempos de los visigodos, cuyos obispos, tal y como demuestran las actas correspondientes, asistieron a los diferentes sínodos diocesanos que se celebraron en Toledo durante el siglo VII.



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