Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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viernes, 20 de junio de 2025

NOTAS SOBRE UN ESPÍA ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO: MIGUEL DE MOLINA

 

Atraídos por las novelas de John Le Carre o de Frederick Forsyth, o esas primeras novelas de Ken Follett, antes de que el enorme éxito obtenido por “Los pilares de la tierra” y otras novelas históricas hicieran olvidar al lector sus inicios como novelista de misterio; atraídos por el cine de acción del Hollywood más espectacular, por las aventuras de un agente 007, que por cierto, también fue creado antes en la literatura que en el propio cine, muchas veces pensamos que el espionaje es algo propio de los tiempos recientes, de la Guerra Fría o, como mucho, de las primeras décadas del siglo pasado, y nos olvidamos de que esta labor es algo natural, consustancial al hombre y a todas las formas de gobierno, desde las primeras civilizaciones. En efecto, todos los estados, no sólo el estado moderno, ha tenido la necesidad de conocer, a la mayor exactitud posible, cuál era la manera de actuar del resto de gobiernos con los que interactuaban, amigos o enemigos, con el fin de poder adelantarse a las posibles amenazas, sean éstas externas, provocadas por otros países, y hasta internas. O también, incluso, para prevenir guerras, con una actuación preventiva, antes de que sea necesario el empleo de la fuerza militar.


Cuando estudiamos la España de los Habsburgo, cuando nos adentramos en la España de aquel ingente imperio que se gestó en el siglo XVI, y que se extiende también por gran parte de la centuria siguiente, hablamos de los tercios, los bravos soldados de la infantería española que gestaron aquel imperio, o del Camino Español, que permitió recorrer en un corto tiempo centenares de kilómetros por un estrecho pasillo, rodeado de tropas enemigas, pero nos olvidamos de la importante labor desempeñada por el aparato de espionaje elaborado por los Habsburgo, tal y como ha demostrado Fernando Martínez Laínez en su libro “Espías del imperio”. No voy a hablar del libro, porque a él, y a uno de los espías conquenses mencionados en el libro, Luis Valle de la Cerda, el genio del cifrado según palabras del propio Martínez Laínez, ya le dediqué una entrada en este mismo blog (ver “Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo”, 4 de marzo de 2022). En esta ocasión voy a hablar de otro de esos espías conquenses, muy poco conocido entre sus paisanos del siglo XXI, pero antes de hacerlo creo conveniente hablar, siquiera someramente, de cómo se tejían esas redes cuando el conquense actuó, en pleno siglo XVII.

En efecto, en la Europa del seicento, el continente europeo se encontraba cruzado por unas amplias redes de espionaje que afectaban a todas las monarquías, desde las más importantes, como Francia, Inglaterra o, por supuesto, España, hasta los más minúsculos estados casi olvidados. El espionaje en el siglo XVII no tenía nada que envidiar a las modernas redes de inteligencia: mensajes en clave, tinta invisible, agentes dobles, contraseñas y traiciones eran parte del día a día de los servicios secretos de las monarquías europeas. En una época donde el equilibrio entre las potencias —España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y el Imperio Otomano— pendía de un hilo, los espías eran piezas clave de un tablero en constante tensión. No existía aún una red institucionalizada como las actuales agencias de inteligencia, pero reyes, virreyes y embajadores contaban con toda una corte de informadores, correos secretos, religiosos infiltrados y nobles con doble agenda.

Las redes de espionaje en el Mediterráneo durante el siglo XVII eran tan complejas como las propias relaciones políticas y religiosas de la época. El Mare Nostrum no solo era una vía de comercio y expansión imperial, sino también el principal campo de batalla silenciosa entre cristianos y musulmanes, entre católicos y protestantes, entre monarquías rivales. En este escenario, los espías jugaban un papel esencial como recolectores de información, diplomáticos encubiertos, saboteadores e incluso negociadores de rescates de cautivos.

El Imperio español mantenía una extensa red de agentes que operaban desde lugares que eran clave: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, Argel, y sobre todo en el Levante italiano. Los virreyes españoles coordinaban muchas veces estas acciones, y el Consejo de Estado recibía informes secretos procedentes de los lugares más remotos. Había espías en Constantinopla (Estambul), disfrazados de comerciantes, clérigos o incluso renegados cristianos convertidos al islam para infiltrarse en el mundo otomano. Estos agentes usaban mensajes cifrados, doble correspondencia (una visible y otra escondida en el pliegue del papel o escrita con tinta invisible) y redes de contactos con intermediarios locales, como judíos conversos, griegos ortodoxos o maronitas. A menudo actuaban bajo la cobertura de órdenes religiosas —mercedarios, trinitarios o jesuitas— que se movían en los márgenes de lo permitido.

La Santa Sede también tenía su propio y eficaz sistema de espionaje. Los papas del siglo XVII, como Urbano VIII, Inocencio X o Alejandro VII, no eran solo jefes espirituales, sino hábiles políticos que manejaban información sensible con una red de "informatori" repartidos por toda Europa y el Mediterráneo. El cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, sobrino de Urbano VIII, dirigía una red que incluía agentes en Constantinopla, París, Madrid y Viena. Uno de sus espías más célebres fue el padre Leone Allacci, un erudito greco-católico que se movía entre Roma y Oriente, recogiendo no solo manuscritos, sino también noticias políticas y religiosas sobre los movimientos de los turcos o las comunidades cristianas del este.

Los espías pontificios solían ser clérigos o eruditos, lo que les permitía circular por ambientes académicos, diplomáticos o eclesiásticos sin levantar sospechas. Algunos actuaban como “corresponsales” de embajadores, otros como confesores o emisarios de órdenes religiosas. Era común que trabajaran en cooperación, o en competencia, con agentes españoles o franceses, dependiendo del equilibrio político del momento. Todo este engranaje funcionaba en paralelo a las guerras abiertas: mientras los ejércitos sitiaban plazas o defendían fronteras, los espías cruzaban el mar disfrazados de peregrinos, comerciantes o religiosos. Muchos acababan presos o ejecutados si eran descubiertos, y sus nombres desaparecían para siempre. Otros lograban cambiar el curso de una negociación o alertar sobre un ataque sorpresa.

Algunos nombres han llegado hasta nosotros por su ingenio o por su leyenda. Miguel de Cervantes, el autor del Quijote, fue capturado por corsarios y preso en Argel, y hay indicios de que actuó como espía para la monarquía española durante sus viajes por el norte de África e Italia. Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, fue espía inglés en la corte francesa. John Thurloe, secretario de Estado de Oliver Cromwell, dirigió una extensa red de inteligencia protestante. Y en este oscuro y fascinante mundo de secretos se encuentra también la figura, apenas conocida, de Miguel de Molina, espía del rey que había nacido en Cuenca. En definitiva, el Mediterráneo del siglo XVII fue un escenario donde el espionaje no era un acto secundario, sino una herramienta clave de poder. Espías como Miguel de Molina, al servicio del rey, o Leone Allacci, al servicio del Papa, encarnaron un mundo en el que fe, política y traición se entrelazaban en cada carta cifrada.

De la vida de Miguel de Molina sabemos poco con certeza, como corresponde a quien vivió en el mundo de las sombras. Por motivos profesionales, como es obvio, se vio obligado a mantenerse en el anonimato prácticamente durante toda su vida, y por eso, resulta difícil para los historiadores seguir su pista a través de los documentos. Éstos, cuando existían, que no siempre lo hacían, se vieron sometidos después a una expurgación oficial, con el fin de no dejar apenas huella de las actividades, muchas veces escasamente confesables, de manera que, casi siempre, los espías estaban condenados a ser como una especie de héroes silenciosos.

Quizá fue por ese motivo, y no otro, por lo que algunos cronistas conquenses lo consideraron como un simple pícaro, uno más de los muchos pícaros que pulularon por el país durante el Siglo de Oro, haciendo de su vida aventurera una loa continua a la mentira y el engaño. Así lo consideró, entre otros, Trifón Muñoz y Soliva, y María Luisa Vallejo en su “Efemérides conquenses”, al anotar los sucesos correspondientes al 3 de agosto, fecha en la que se produjo la ejecución de nuestro héroe -realmente, fue ese día, pero de 1641, no de 1541, como afirma la autora-, dice de él lo siguiente, haciéndose eco del propio Muñoz y Soliva:  “Muere el travieso Miguel de Molina, ahorcado por sus muchos delitos, que había revuelto con sus embustes e intrigas las Cortes de España, Roma, Viena y Francia. Nació en Cuenca y murió arrepentido, confesando públicamente sus culpas. En algunos escritos le llaman Gabriel”.

Nació Miguel de Molina en Cuenca en los últimos años del siglo XVI, o en la primera década de la centuria siguiente, en el seno de una familia modesta. Estudió primero en el colegio de jesuitas de la capital del Júcar, en la calle de San Pedro, y más tarde en el seminario de San Julián, cuando todavía no se había construido el edificio actual. Muy joven viajó a Alcalá de Henares, en cuya universidad inició sus estudios de Artes, estudios que no llegó a terminar porque, atraído por la vida en la corte, se trasladó a Madrid. En la villa y corte empezó una etapa de su vida que podríamos denominar como oscura. Así lo han descrito Hilario Priego y José Antonio Silva, en la segunda edición de su “Diccionario de personajes conquenses:

“Atraído por la vida de la corte, se trasladó a Madrid, con el propósito, al parecer, de dedicarse a la literatura. Sin embargo, pronto comenzó a utilizar su habilidad con la pluma para otros menesteres, y en 1622 se le abrió un proceso por falsificar unos papeles, y fue condenado a galeras. En 1627 cayó prisionero de los moros, y vivió un largo y penoso cautiverio que, finalmente, consiguió eludir mediante el pago de un rescate. Regresó entonces a España y se dirigió a Madrid, donde consiguió un empleo como secretario del obispo de Coimbra”. Estuvo después al servicio del conde de Saldaña hasta que, en 1635, fue encarcelado

No sabemos si, para entonces, el conquense ya había sido reclutado como espía. En aquel momento, el obispo de Coimbra era João Manuel de Ataíde, quien se había convertido ya en una figura destacada en Portugal, tanto en el ámbito eclesiástico como en el político. Había nacido en Lisboa en 1570, siendo el quinto hijo de una familia noble y se doctoró en Teología por la universidad de esa misma ciudad portuguesa. Tuvo una carrera eclesiástica notable: fue obispo de Viseu (1609–1625), luego de Coimbra (1625–1632), y finalmente fue nombrado arzobispo de Lisboa en 1632, por lo que la sede episcopal quedó vacante hasta el nombramiento de su sucesor, Jorge de Melo, cuatro años más tarde. Además, en 1633 sería designado virrey de Portugal por el rey Felipe III, aunque por poco tiempo: falleció ese mismo año, el 4 de julio, antes de recibir el palio arzobispal. Su vida refleja la estrecha relación entre la Iglesia y el poder político en la época de la monarquía dual hispano-portuguesa.

A continuación, nuestro protagonista pasó al servicio del conde de Saldaña. Sería interesante quien ostentaba el título en el momento en que el conquense entró a su servicio. ¿Para quién estaba trabajando realmente el conquense en aquellos momentos? Por entonces, el conde de Saldaña era Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza quien había heredado también el título de duque del Infantado en 1628, después del fallecimiento de su abuela, Ana de Mendoza de la Vega. El noble aún no había cumplido los veinte años, y ni siquiera había comenzado su carrera como militar y político en la corte de los Austrias, que le llevaría, desde sus primeras actividades en la guerra de Portugal, en 1640, y en el sitio de Lérida, seis años más tarde, a ser nombrado, entre 1621 y 1655, virrey de Sicilia. Podría ser, en realidad,  Diego Gómez de Sandoval de la Cerda, quien era el segundo hijo del hombre más poderoso de la corte, después del propio rey, el duque de Lerma, y que, como esposo que había sido de la séptima condesa, Luisa de Mendoza y Mendoza, seguía siendo considerado conde de Saldaña, pese a que ésta había fallecido en 1619, y que Diego había contraído un nuevo matrimonio con Mariana Fernández de Córdoba Castilla.

En 1635, Molina volvió a ser encarcelado, “a causa de ciertas sospechas sobre sus posibles actividades como espía”, aunque inmediatamente se le puso en libertad, por falta de pruebas contra él. Desde allí se trasladó a Nápoles, por entonces parte del imperio español, donde entró en contacto con círculos cortesanos y diplomáticos. Fue precisamente en Italia donde comenzó su carrera como informador al servicio de la Corona. Sus conocimientos de lenguas —castellano, italiano, francés y, también un poco de árabe— lo hacían especialmente valioso. Molina operó durante años en diversos puntos del Mediterráneo, sobre todo en los reinos de Túnez y Argel, donde se hizo pasar por comerciante y a veces por religioso. La monarquía hispánica le encomendó tareas de observación de flotas, seguimiento de rutas comerciales, y contacto con renegados y cautivos. En ocasiones, incluso llegó a actuar como negociador encubierto para la liberación de cristianos apresados por corsarios berberiscos.

Ni siquiera Hilario Priego y José Antonio Silva, en su diccionario, intentan documentar sus verdaderas actividades como espía, dejando sólo unos breves apuntes que nos narran unos aspectos de su vida que, en realidad, tendrían más que ver con una tapadera “oficiosa”. Recogemos, una vez más, lo que ambos profesores cuentan de esa vida: “Unos años más tarde, en febrero de 1640, volvió a ser detenido, acusado de graves delitos En efecto, falsificando cartas y documentos, se hizo pasar por oficial y criado de don Andrés de Rojas, secretario del Consejo de Estado. Al amparo de esa personalidad fingida, comerciaba con informaciones falsas, que vendía a dignatarios y políticos -especialmente, extranjeros-, a quienes hacía creer que las había obtenido en las altas instancias del Estado. En esta ocasión, se encontraron en su poder papeles muy comprometedores, que ponían al descubierto supuestos movimientos por parte del emperador y del rey de España para matar a Richelieu, al conde de Weimar, y al papa Urbano VIII, por lo que se le sometió a un proceso, tras el que fue condenado a morir en la horca. La pena se ejecutó el 3 de agosto de 1641”.

¿Qué había, realmente, detrás de aquellas acusaciones? ¿Era Miguel de Molina, en realidad, sólo un pícaro, que había pasado su vida engañando a quienes, procedentes de diversos rincones de Europa, llegaban a la corte madrileña en busca de información, o trabajaba realmente para aquellos cortesanos para los que había dicho trabajar? ¿Cuánto de espionaje, y de contraespionaje, se ocultaba detrás de su vida azarosa? Como tantos otros agentes, Miguel de Molina fue víctima del sistema al que sirvió. Su actividad fue descubierta por autoridades otomanas en Argelia, que lo acusaron de espionaje, sabotaje y conspiración contra el rey de Argel. En 1672 fue arrestado, torturado y, tras un juicio sumarísimo, ejecutado por decapitación pública. Sus últimas palabras, recogidas en una carta que logró hacer llegar a un fraile mercedario antes de morir, fueron un acto de fidelidad al rey y de petición de perdón por los pecados cometidos “bajo el velo del secreto y por amor a la patria”. Su muerte fue silenciosa para la corte española. Como tantos otros agentes secretos, su historia fue archivada, minimizada o simplemente olvidada. No hubo estatuas, ni funerales de Estado, ni memoria oficial.

Miguel de Molina representa a esa legión de hombres, y mujeres, que arriesgaron sus vidas en los márgenes del mundo conocido, sin esperar reconocimiento. Su historia nos obliga a replantear la imagen que tenemos del siglo XVII, no solo como época de escritores y pintores, sino también como una era de intrigas políticas, espionaje internacional y lealtades ambivalentes. Hoy, desde su ciudad natal, Cuenca, sería justo recuperar su figura. Porque en tiempos de secretos y traiciones, pocos dejaron una huella tan invisible y, al mismo tiempo, tan valiente como la que dejó Miguel de Molina.






El Podcast de Clio: MIGUEL DE MOLINA: ESPÍA EN EL SIGLO DE ORO

viernes, 4 de marzo de 2022

Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo

 

De un tiempo a esta parte, muchas ha sido las nuevas publicaciones que han salido a la luz sobre la España imperial, sobre aquellos años en los que, según se ha repetido hasta la saciedad, en España no se ponía el sol, y en los que el solar de nuestro país se extendía por todos los continentes del globo terráqueo, desde los campos de Flandes y de Alemania hasta los puertos del norte de África, y desde gran parte del continente americano hasta las Filipinas o Guam. Libros que tratan sobre el papel jugado en el mantenimiento de ese inmenso imperio por los tercios, repetidamente reivindicados últimamente, o sobre diferentes aspectos, hasta ahora ignorados, de la economía o de la sociedad de los españoles, de un extremo y otro del gran océano; o, sobre todo, ensayos bien documentados, dedicados a desmontar una leyenda negra que se inventaron los ingleses y los holandeses, es cierto, pero a la que muchos españoles de los siglos XVIII y XIX, y también de este siglo XXI, dieron también pábulo, españoles que fueron engañados en su ingenuidad por esos historiadores extranjeros, o españoles, ellos también, engañadores a su vez en beneficio de ocultos intereses ideológicos.

Hay, sin embargo, un aspecto de aquel pasado lejano y turbulento, tan turbulento, en realidad, como lo han sido casi todas las épocas a lo largo de la historia, que ha pasado desapercibido, si no ya para los historiadores profesionales, sí para la mayoría de los aficionados al conocimiento de nuestro pasado común, más allá de algunos datos aislados e inconexos: el mundo del espionaje, que no es sólo producto de la Guerra Fría, sino que es consustancial con todo tipo de relaciones internacionales. Los espías han sido necesarios por los reyes y por los gobiernos desde que, con el ismo inicio de la historia, fueron necesarias las relaciones entre los diferentes estados, amigos o enemigos entre sí. Su existencia permitía a los reyes conocer, con el único límite que el propio de las propias vías de comunicación, qué es lo que estaba pasando en cada momento en el resto de los reinos vecinos, o también en el reino propio, más allá de los límites del palacio o, incluso, algunas veces, en las propias habitaciones del propio palacio.

Sin embargo, las propias condiciones en las que ese servicio al Estado debía realizarse, unas condiciones en las que siempre debía prevalecer el más absoluto secreto, en las que muchas veces faltaba un documento que avalara cualquier actuación, son las que, quizá, han motivado una falta de estudios historiográficos serios, sobre la historia del espionaje español hasta tiempos muy recientes, más allá, como ya hemos dicho, del conocimiento, casi exótico, de algunos nombres que, por su vinculación profesional con otros campos muy diversos, como el arte o la literatura, se vincularon de alguna manera con ese mundo extraño del espionaje. Porque las relaciones entre el espionaje y la literatura, por ejemplo, no fueron inventadas por John Le Carre o Frederick Forsyth, por Graham Greene o Ian Flemming, el inventor del espía más famoso de todos los tiempos, James Bond. Y si la Inglaterra de los siglos XVI y XVII tuvo un Christopher Marlowe o William Shakespeare -es curioso el hecho de que ambos dramaturgos, que fueron de la misma generación, no llegaron a tener una existencia coetánea entre ellos, que el segundo sólo apareció como escritor en el momento en el que el primero había desaparecido, lo que ha hecho que algunos estudiosos, defensores de la llamada teoría Marlowe, piensan que se trataba realmente de una misma persona- o un Daniel Defoe, España también tuvo un Quevedo y un Cervantes.

El último libro del periodista Fernando Martínez Laínez, experto en política internacional y autor de diferentes libros de divulgación histórica, ha venido a solventar este problema, poniendo en las manos del lector aficionado a temas históricos su último libro: “Espías del imperio. Historia de los servicios secretos españoles en la época de los Austrias”. El autor, doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, y presidente y cofundador del Club Le Carre, creado para fomentar la cultura y el conocimiento en el campo de eso que se ha llamado la inteligencia internacional, ha querido acercar a los lectores, en un libro sencillo de leer, ajena a la terminología propia de los sesudos ensayos historiográficos, una España diferente, oculta entre los secretos oscuros de la alta política internacional, esa que se hacía en las habitaciones más apartadas de los diferentes palacios europeos. Martínez Laínez no es historiador, es cierto, o al menos no es un historiador profesional, pero escribe como si lo fuera, con ese rigor y ese conocimiento de lo que escribe que se le exige a todo el historiador profesional, y con una prosa cuidada y sencilla a la vez, cómoda de leer y muy fácil de entender para todo tipo de lectores, independientemente de los conocimientos que pudiera tener sobre la materia. Porque una parte del estudio historiográfico, más allá de la pura investigación de archivo, es, también, la divulgación de sus conocimientos al conjunto de la sociedad.



Y en ese mundo del espionaje español en el siglo XVI tuvo un papel importante un personaje conquense, desconocido en la actualidad para la mayoría de sus conciudadanos actuales: Luis Valle de la Cerda. Aunque algunos historiadores lo han tenido durante mucho tiempo como natural de la capital madrileña, a pesar de su propia autoconfesión en una de sus obras, hoy se sabe que Valle de la Cerda había nacido en Cuenca, en algún momento alrededor del año 1560. Estudió en la Universidad de Salamanca, y desde allí pasó a Italia, y más tarde a Flandes, donde, muy joven todavía, permaneció al servicio del duque de Parma, Alejandro Farnesio, que en ese momento era ya gobernador de los Países Bajos. Y ya de regreso a la península, a la que fue llamado por el propio rey Felipe II, fue miembro del Consejo Real, y en 1592 fue nombrado contador mayor de la Santa Cruzada. Destacó en el campo de la economía, y fue el creador de un sistema de créditos a muy bajo interés, orientado sobre todo para las personas más humildes, que si bien no contó en un primer momento con el favor del monarca, sí atrajo la atención de algunos aristócratas de la época. El conquense proponía, además, liquidar las abundantes deudas que entonces tenía la corona, mediante la creación en todas las ciudades de España de montes de piedad.

Esta teoría es el germen de su obra más conocida, “Desempeño del patrimonio de Su Majestad y de los reinos, sin daño del rey y vasallos, y con descanso y alivio de todos, por medio de los erarios públicos y de los montes de piedad”. El título del libro es bastante farragoso, es cierto, pero lo es al estilo de lo que era usual en aquel momento, y bastante clarificador de todo lo que el economista conquense pretendía. El libro fue publicado en Madrid en el año 1600, y fue después reeditado en 1618, en una edición que tuvo una gran influencia sobre la obra de Juan López de Ugarte. Se conoce, también, otras dos obras suyas, más relacionadas con la experiencia política de nuestro protagonista en los campos de batalla del norte de Europa, en Flandes: “Avisos en materia de estado y guerra para reprimir rebeliones y hacer paces con enemigos armados o tratar con súbditos rebeldes”, y “Discurso de la rebelión y la guerra de Flandes.”

Pero junto a esta parte visible de la biografía de Valle de la Cerda, existe también una realidad menos conocida, relacionada de alguna manera con el mundo del espionaje. Ciertamente, no fue el conquense un agente de campo, llamándolo así en una terminología moderna, al estilo de lo que sí lo fueron otros personajes de la época, como Miguel de Cervantes o el propio Francisco Quevedo, pero su vinculación con los servicios secretos del imperio de los Habsburgo, como secretario de cifra que era de Felipe II, y más tarde de Felipe III, no debe ser puesta en duda. Recojo a continuación las palabras que, en este sentido, le ha dedicado el propio Martínez Laínez de nuestro protagonista: “El cifrado y el contracifrado de cartas y documentos influyeron de manera determinante en la política exterior española. Así, por ejemplo, Retortillo Atienza cita el caso de Luis Valle de la Cerda -de quien hablaremos más adelante, que consiguió descifrar en 1585 las cartas que Isabel I de Inglaterra, en plena guerra de Flandes, enviaba a los rebeldes holandeses, prometiéndoles apoyo militar y financiero a cambio de la cesión de varios puertos en los Países Bajos.” Y más adelante continúa: “El criptoanalista conquense podía desentrañar las cartas encriptadas más complejas, en pocas horas y sin contracifra.”

La labor de Luis Valle de la Cerda, a quien Fernando Martínez Laínez califica como “el genio del cifrado”, en el campo del espionaje, se había iniciado ya cuando apenas tenía dieciocho años de edad, y permanecía al servicio de Alejandro Farnesio, como perlustrador, término que en la actualidad se puede identificar al de criptoanalista, y su labor atrajo desde muy pronto la atención del propio monarca, Felipe II. Éste le llamó a la corte, donde, según el autor del texto, trabajó a las órdenes directas de Juan de Idiáquez, secretario de Estado y jefe de la inteligencia en la corte de los Austrias, es decir, de todos los espías que en aquel momento estaban trabajando a favor de España. Se encontraba todavía en los Países Bajos cuando se encontró perseguido por los ingleses, molestos porque el conquense, tal y como hemos dicho, había conseguido descifrar los mensajes que la propia reina Isabel había enviado a los rebeldes holandeses, y aunque Hilario Priego y José Antonio Silva llegan a afirmar que estuvo prisionero de ellos durante un largo tiempo, el hecho no es seguro: es más fácil suponer que , de haberse producido, el conquense hubiera sido ejecutado, pues para entonces los enemigos le habían puesto precio a su cabeza.

Además de las obras ya citadas, relacionadas con los campos de la economía y de la guerra, el autor de “Espías del imperio” cita también otra obra suya, relacionada ésta con ese otro campo profesional en el que también había participado: el del espionaje. Su título, como todos los de sus libros, es también bastante clarificador: “Breve tratado de cómo serán de expeler y hallar a los espías que procuran secretamente mucho mal contra la fe de Dios Nuestro Señor”. En efecto, el conquense pretendía dar algunas claves para identificar a los espías que, tanto en la propia península como en algunos otros lugares que en ese momento formaban parte del imperio, principalmente en Italia, trabajaban a favor de los diferentes reinos enemigos.

El autor falleció en Valladolid, en 1606, aunque su cuerpo fue trasladado a la capital conquense, con el fin de ser enterrado en la iglesia de la Santa Cruz. A su fallecimiento fue sucedido en el cargo de contador mayor de la Santa Cruzada por su primogénito, Pedro Valle de la Cerda y Alvarado. Otro de sus hijos, José Valle de la Cerda y Alvarado, llegó a ser sucesivamente obispo de Almería, entre 1637 y 1639, y de Badajoz, sede en la que permaneció hasta la fecha de su fallacimiento, dos años más tarde. Éste, monje benedictino y catedrático de Teología, había nacido en 1601, según algunos autores en Cuenca, aunque también se disputan su patria las ciudades de Madrid y de Valladolid; hay que recordar que su padre, en el momento de su nacimiento, se encotraba en la corte, al servicio de Felipe III, y que fue en ese mismo año, cuando este monarca trasladó ésta desde la ciudad del Manzanares hasta la capital del Pisuerga, lugar en el que permanecería hasta el 4 de marzo de 1606. Y otra de las hijas, Teresa Valle de la Cerda, fue la que, con Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón, fundó en Madrid en 1623 el monasterio de benedictinas de San Plácido, en la que profesaronh, además, otras dos hermanas del prelado.

 Recientemente he podido encontrar en internet el testamento de nuestro protagonista, en el que, además de demostrar, una vez más, cuál había sido el lugar de su nacimiento, Cuenca, da también algunos detalles referentes a sus relaciones familiares. Dice así el mencionado testamento: Valladolid, 14 de julio de 1606. En el nombre de la Santísima Trinidad [...] yo Luis Valle de la Cerda del consejo de su magestad y su contador mayor de la cruçada hijo lejitimo de los señores Luis Valle y doña Teresa Castillo de Castro su lejitima muger mis padres naturales de la ciudad de Cuenca residente en esta ciudad de Valladolid estando enfermo en la cama [...] [...] mi cuerpo sea sepultado o depositado en la iglesia o monesterio parte y lugar que pareciere a mis testamentarios dentro o fuera de la ciudad de Valladolid [...] yten mando y doy poder y facultad a la señora doña luisa de alvarado mi muy querida y amada muger para que pueda mexorar y mexore en el tercio y remanente del quinto de mis bienes a uno de nuestros tres hijos varones qual ella quisiere o escoxiere [...] yten digo que yo otorgue un poder antel presente escrivano a la dicha señora doña Luisa de Alvarado y al señor licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano protonotario de su santidad para que pudiesen hacer el nonvramiento de contador de Su Magestad de la santa cruzada que yo tengo por merced de su magestad para la poder acer en uno de nuestros hijos o hijas o futuro yerno que con ella se casare o en otra qualquier persona aunque sea estraña en esta ciudad a doce deste presente mes y año a que me refiero el qual confirmo y apruebo de nuebo [...] yten nonbro por tutores y curadores de mis diez hijos y hijas que yo tengo al presente lixitimos y de lijitimo matrimonio nacidos de mi y de la dicha señora doña Luisa de Alvarado a la susodicha y al dicho licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano para que sean sus tutores y curadores [...] [...] nombro por mis albaceas y testamentarios a los dichos señores doña Luisa de Alvarado mi muger y licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano [...] herederos a don Pedro y don Josepe y don Luis Valle de la Cerda y a Clara y Juliana y Juana Isabel Teresa y Luisa y Ana Maria Valle de la Cerda mis hijos lejitimos [...] [...] en la ciudad de Valladolid a catorçe dias del mes de julio de mil y seiscientos y seis años siendo testigos Francisco de la Banda y Diego Hernández y Andrés de Estrada y Francisco Correas y Francisco Izquierdo estantes en esta corte [...]”.[1]






[1] https://investigadoresrb.patrimonionacional.es/node/8944

viernes, 9 de octubre de 2020

Casa Winter, entre la historia y la leyenda, al sur de Fuerteventura

 

               En el sur de la isla de Fuerteventura, al otro lado de la península de Jandía, se halla una de las playas más desconocidas y despobladas de todo el archipiélago canario, un espacio desolado, enormemente ventoso, rodeado por una cadena de montañas que la aíslan del resto de la comarca. Si en la actualidad, a pesar de todos los avances que se han venido realizando en los últimos años en cuanto a los sistemas de comunicación se refiere, principalmente una carretera estrecha, pero asfaltada, que se asoma continuamente al abismo, resulta todavía muy complicado llegar hasta Cofete, mucho más difícil debía  resultar entonces, hace ya unos ochenta años, cuando el país entero, y también las islas, acababan de salir de una guerra civil que había dejado asolados todos los rincones de España, y mucho más una zona como esta, a la que sólo se podía acceder por un camino de cabras, que reptaba sinuosamente entre barrancos y desfiladeros cortados a pico. Allí, en aquel rincón tan remoto de Cofete, a pesar de que apenas se encuentra a unos pocos kilómetros de la propia Jandía, se encuentra todavía en pie la Casa Winter, una extraña construcción de los años cuarenta del siglo pasado, construida durante la Segunda Guerra Mundial. Un edificio que todavía es foco de polémica, una polémica que afecta a su futuro y también a su pasado; una polémica que va mucho más allá del pretendido uso hotelero que se le pretende dar, y que afecta también al uso que el edificio tuvo en el pasado, precisamente durante aquella guerra que afectó también a España, a pesar de su posición oficial como país neutral, o no beligerante. Y es que la casa, y sobre todo la leyenda que rodea a la casa, tiene que ver con el verdadero papel jugado por el gobierno de Franco en apoyo, más o menos oculto, en favor de los alemanes, durante gran parte de la misma.



               Antes de hablar sobre la leyenda de la casa, conviene hacer primero un breve acercamiento hacia la historia del edificio, y de su constructor, el ingeniero alemán Gustav Otto Winter. Éste había nacido en Zastler, una pequeña ciudad de la región de la Selva Negra, al sur de Alemania, en 1893, pero pasó gran parte de su vida en España, país al que llegó ya durante la Primera Guerra Mundial. Después de haber pasado los primeros años que vivió en nuestro país en Madrid, ciudad en la que terminó, en 1921, la carrera de Ingeniería Industrial, recorrió durante los años siguientes varias ciudades, con el fin de participar en diversos proyectos de electrificación, que en aquellas fechas tanto se estaban desarrollando: Tomelloso (Ciudad Real), Murcia, Zaragoza y Valencia, además de la propia capital madrileña. Y poco tiempo después, en 1924, viajó por primera vez a las islas Canarias, con el fin de impulsar allí la creación de una nueva planta energética, que estaba pagada con capital británico y norteamericano. Fue entonces cuando hoyó hablar por primera vez de Fuerteventura, que en aquella época era apenas un islote de tierra casi despoblado, más allá de un grupo de casas en su capital, Puerto del Rosario, llamado entonces Puerto Cabras, y unas pocas aldeas diseminadas por todo el territorio, y con escasas comunicaciones entre ellas. Y allí, en la parte más inhóspita de la isla, en la parte norte de la península de Jandía, en la de barlovento, que a su vez ocupa todo el extremo sur de la isla, a los pies del llamado Pico de la Zarza, que con sus 817 metros de altitud es el punto más elevado, a unos tres kilómetros de la playa de Cofete, en una zona en la que suele azotar con fuerza los vientos alisios. Y en unos terrenos que hasta entonces eran propiedad del conde de Santa Coloma, Gustav Winter decidió construirse una residencia en la que vivir, y desde donde dirigir todo ese imperio industrial y económico que ya entonces se estaba desarrollando en su mente, y que consistía precisamente en la electrificación de toda la isla Para entonces, la electricidad todavía no había llegado aún a ningún lugar de la isla, y Winter se dio cuenta de las posibilidades que la nueva industria tenía para el desarrollo del ocio y la construcción en el conjunto de la isla. Gustav Winter falleció en Las Palmas en 1971, y muchos años después, sus herederos vendieron la casa a una importante empresa canaria, con intereses en el negocio hotelero e inmobiliario, con vistas a poder transformarla en un hotel de lujo. Sin embargo, el proyecto se encuentra paralizado judicialmente por las presiones de la familia Fumero, descendiente de los últimos moradores de la casa (Pedro Fumero, quien está realizando a fondo una investigación sobre la historia de la mansión, se sobrino de los antiguos administradores de la finca), que desean convertirla en una especie de museo en el que pueda mostrarse al público la leyenda y la historia del edificio[1].

               Y mientras tanto, la leyenda sobre Gustav Winter y sobre la casa que mandó construir en Fuerteventura sigue viva, entrelazado sus raíces con la propia historia del edificio, de manera que hoy es difícil saber dónde acaba una y dónde empieza la otra; quizá la publicación del libro “Winter, el mito”, prometido desde hace algunos años en sus tres versiones, alemán, inglés y español, del que es autor el escritor austro alemán Alexander Peer, retrasada en repetidas ocasiones, y sobre todo por la aparición en diversos archivos de Alemania, Inglaterra y Estados Unidos, de diferentes documentos secretos que han sido desclasificados recientemente, pueda dar nuevas luces sobre este curioso personaje. Y es que, según parece, Winter estaba incluido en una lista negra que, formada por un total de ciento cuatro espías alemanes que residían en España, fue elaborada por los aliados, quienes reclamaron su repatriación al gobierno del general Francisco Franco. Este hecho, unido a que su nombre también aparecía mencionado en otros documentos de los servicios de inteligencia estadounidense como militar y operador de radio, ha alimentado la leyenda de que la casa sirvió en aquellos momentos, durante la Segunda Guerra Mundial, como base de aprovisionamiento y descanso para la tripulación de los submarinos alemanes que operaban en el océano Atlántico, incluso desde algún tiempo antes de que Estados Unidos entrara en la guerra, y que la torre que se levanta en uno de los costados del edificio servía, a su vez, como una especie de faro para este tipo de naves, pues en ella se había instalado una potente emisora de radio para facilitar las comunicaciones. Lo cierto es que aún se conserva, convenientemente expuestos para el visitante, diferentes objetos que podrían estar relacionados con ese periodo oscuro de la casa.



               La teoría de una posible base de aprovisionamiento para submarinos alemanes en la casa Winter viene avalada por algunos hechos históricos. No es ningún secreto que durante toda la Segunda Guerra Mundial, una flota de submarinos alemanes operaba en todo el Atlántico norte, patrullando con el fin de intentar bloquear los posibles envíos de armamento o de provisiones hacia Gran Bretaña por parte sobre todo de Estados Unidos, y logrando el hundimiento de varios barcos mercantes y de pasajeros. En aquella época, los submarinos tenían un radio de acción bastante limitado, estando obligados a subir a la superficie cada poco tiempo para recargar las baterías que permitían la inmersión, y en aquellas circunstancias, los archipiélagos portugueses de Madeira y Azores, y también el de Canarias, se convertían en un punto de apoyo importante para aquellos U-Boot alemanes. Así, no es tampoco ningún secreto que durante la guerra se habían establecido varias estaciones de submarinos alemanes en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria, a pesar de la pretendida neutralidad de España en el conflicto, e incluso en una ocasión, el 6 de agosto de 1943, un bombardero inglés consiguió hundir un submarino , el llamado U-167, en aguas del archipiélago de Canarias[2]. Por otra parte, algunos habitantes de las islas fueron testigos de la presencia de militares nazis en el extremo sur de la isla, y también de la emersión de este tipo de buques, que en la imaginación popular les parecían una especie de “barcas al revés”.

               La leyenda fue utilizada, además, por el novelista Alberto Vázquez Figueroa para escribir, en 1991, una de sus exitosas novelas, “Fuerteventura”. En ella, el escritor canario se basa en la teoría de la casa como base de aprovisionamiento para submarinos para inventar una trama de espionaje, tan característica de algunas de sus obras, en la que la mansión Winter era, además, una especie de prostíbulo de lujo creado por la Kriegsmarine, la marina alemana, para que los oficiales de sus tripulaciones pudieran descansar mientras los buques se aprovisionaban y se reparaban, olvidándose por unos días de la vida bajo el mar, e incluso, también, de sus propias familias, que habían dejado durante la guerra en algún rincón de Alemania. Esta interpretación está relacionada también con otra de las leyendas de la casa, según la cual en el edificio se celebraban cotidianamente algunas fiestas de sociedad, que muchas veces contaban con algunos invitados que formaban parte importante del organigrama del Reich. La trama de espionaje puede parecer exagerada, pero hay que recordar que el libro de Vázquez Figueroa es solamente eso, una novela. Sin embargo, también hay muchos elementos reales en el entorno de la casa.

               Así, existen algunos elementos reales que también deben ser tenidos en cuenta: la existencia en la casa de una emisora de radio, que todavía se conserva; la valla que rodeaba al edificio, que lo mantenía alejado de miradas indiscretas; la existencia en el extremo sur de la isla, en un lugar tan inhóspito como la propia casa, de una pista de aterrizaje; la vagoneta Krupp, que también existe aún frente a la casa, y los raíles que aparentan huir hacia la montaña cercana, en la que, según los defensores de la teoría, los nazis pretendieron aprovechar las cavidades volcánicas de la isla para ocultar los submarinos, y también para unir de alguna manera Cofete con Morro Jable, al sur de la isla, facilitando de esta manera la navegación por la zona; las frecuentes explosiones, que algunos testigos creyeron oír en aquella época, producto quizá de las extracciones de roca; y el propio emplazamiento de la casa, como se ha dicho en la zona más inhóspita de toda la isla.

También aboga por esa posibilidad el supuesto viaje que, según parece, el propio Gustav Winter realizó a Berlín en 1937, apenas dos años antes de que se iniciara la guerra, con el fin de recoger y traer a España una importante cantidad de dinero para invertir en la isla. La existencia de ese viaje no ha podido ser demostrada, pero según la revista alemana Stern, que en 1971 publicó una de las escasas entrevistas al dueño de la casa, Winter regresó de Alemania con una maleta llena de dinero que, según las versiones, se lo había proporcionado el propio Hermann Göring, vicecanciller del Reich, comandante supremo de la Luftwaffe, las fuerzas aéreas alemanas, y lugarteniente del propio Adolf Hitler. La existencia de ese viaje, por supuesto, fue negada por el protagonista, pero eso tampoco quiere decir que no existiera en realidad. Por otra parte, ya desde algún tiempo antes del estallido de la guerra, los nazis se estaban preparando para ella, y en aras de esa preparación, tampoco es un secreto que el gobierno alemán había ido estableciendo relaciones empresariales y familiares en algunos lugares estratégicos de toda Europa, relaciones que luego les pudieran ayudar de alguna manera durante el desarrollo del conflicto bélico. Y las islas Canarias, y en concreto Fuerteventura, por su situación en el extremo sur de Europa, y muy cerca del continente africano, era uno de esos puntos estratégicos de vital importancia.



A pesar de todo ello, muchos estudiosos no se muestran de acuerdo en la teoría de los submarinos, y aducen que las aguas que rodean a la playa de Cofete no tienen una profundidad suficiente para que este tipo de buques puedan operar en ellas. Por otra parte, la torre de la casa, que según la leyenda, ya lo hemos dicho, habría sido utilizado como torre de control para las comunicaciones entre la casa y las naves, no fue construida hasta 1947, dos años después de terminada la guerra, e incluso el conjunto principal del edificio no se había iniciado, según parece, hasta unos pocos años antes. Sin embargo, todo ello no es óbice para poder mantener, más allá de las leyendas, una relación real de la casa con el mundo nazi, y en concreto con otra de las leyendas, o no tanto, que rodean la casa: la interpretación del edificio como escondite y escala, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, como vía de escape para los criminales de guerra nazis, hacia los países de América del Sur.

En este sentido parece abogar la inclusión de Winter en la mencionada lista de espías alemanes que residían entonces en España, y que fueron reclamados infructuosamente por las autoridades alemanas, con el fin de que pudieran ser enjuiciados como crímenes de guerra. Y en ese sentido abogan también algunas de las estructuras que aún se conservan en el interior de la casa, y que el ya citado Pedro Fumero enseña a los curiosos que todavía se acercan por la mansión: túneles secretos, puertas diminutas que se abren hacia estancias de grandes dimensiones, pasillos que fueron tapiados en algún momento sin ninguna razón aparente; una especie de búnker en el sótano de la casa; extraños recovecos en las esquinas, que parecen construidos a propósito para convertirlos en nidos de ametralladoras, o una instalación eléctrica muy potente, demasiado potente para ser la de una casa común, y más en la época en la que fue construida; es cierto que Winter se había ganado la vida, precisamente, modernizando la electrificación de la isla, pero eso no justifica una instalación tan compleja en una casa aparentemente normal. Y entre esos espacios tan extraños, destaca por encima de todo una inusual cocina en la que, en lugar de los fogones normales de cualquier cocina, albergaba en su interior otros elementos que parecen extrapolados de un campo de concentración, y que recuerdan a un lúgubre laboratorio. ¿Se utilizaba acaso esa cocina para hacer extraños experimentos con los prisioneros? ¿Era, por el contrario, un no menos extraño quirófano, y eso es más probable, en el que se llevaban a cabo operaciones secretas de cirugía estética, con el fin de modificar el aspecto exterior de los espías que debían viajar a Hispanoamérica?



¿Qué hay de realidad en esta trama de espionaje, y que es sólo un cúmulo de leyendas? La existencia de espías nazis en las islas Canarias durante la Segunda Guerra Mundial, y también durante los años siguientes, ya lo hemos dicho, es un hecho constatado por diferentes historiadores, y así lo demuestran también algunos documentos del Federal Bureau of Invetigation (FBI; Oficina Federal de Investigación), que fueron desclasificados en enero de 2019. Algunos de esos documentos confirman que la colonia alemana que vivía en Canarias en los años cuarenta no había pasado desapercibida para la CIA estadounidense Uno de ellos, en concreto, es un informe que fue remitida a ésta por el FBI; fechado en 1974, en él se da cuenta de la investigación que unos años antes había realizado uno de sus agentes, que en ese momento se encontraba detrás de la pista de Martin Bormann, jefe de la cancillería del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán desde mayo de 1941, presidente del partido durante los últimos días de la guerra, y secretario personal del Führer desde abril de 1943. Durante la búsqueda de Bormann, el agente había conseguido contactar con un confidente anónimo. En el documento original puede leerse lo siguiente: “The man also advised  NY T-1 that a  number of former Nazis live on the Island of Fuerteventura in the Canary Islands. Large land holdings in the Jandia section of the island are either owned by ex-Nazis who recibe the income from ther, or are sites of their residences. A man name Winter reportedly acts on behald of the Nazis in their real estate dealings.”[3]

Es cierto que la información proporcionada por el confidente era falsa. Éste le había informado al agente de que Bormann, junto a otros jerarcas nazis, se encontraban viviendo en ese momento en Zurich (Suiza) bajo sendas identidades falsas. Sin embargo, para entonces el líder del partidoi, que había sido juzgado en Núremberg in absentia, llevaba ya muchos años muerto. En efecto, después de que Hitler se hubiera suicidado en su propio búnker de Berlín, él y otros miembros de su círculo intentaron escapar de la capital alemana con el fin de evitar ser capturados por las tropas soviéticas. No se sabía nada de él hasta que en 1972, unos trabajadores de la construcción encontraron los restos de varios hombres, que habían sido enterrados en las cercanías de la estación Lehrter, en el Berlín Oeste. Uno de esos restos fueron identificados como los del propio Bormann por los registros dentales, así como por algunos daños que el cadáver presentaba en la clavícula, que se correspondían con un accidente de equitación que éste había sufrido en 1939. Sin embargo, aquello no fue suficiente para acallar las especulaciones sobre su paradero hasta 1998, cuando se llevaron a cabo exámenes genéticos de los huesos que certificaron que los restos eran del dirigente nazi. Se supone que éste debía haberse suicidado para evitar su apresamiento, pues en la boca del cadáver fueron encontrados también algunos trozos de cristal, que sugirieron a los forenses que había mordido las tradicionales cápsulas de cianuro que eran utilizadas por los nazis para no ser hechos prisioneros. Algún tiempo después de su muerte, su cadáver, y el de algunos nazis que también intentaban huir, fueron enterrados en una zanja, donde serían encontrados algunos años más tarde.

Sin embargo, la historia de Bormann no debe hacernos olvidar lo que el confidente del agente le había dicho sobre el propio Winter. Y sobre todo, no debe hacernos olvidar lo que en realidad nos interesa: la historia de esta casa, real y legendaria, una mansión singular, hermosa a pesar de las condiciones de abandono en las que actualmente se encuentra. Una casa que se levanta frente a la playa de Cofete, en un espacio casi fantasmal, deshabitado, como un vigía atento a todo lo que sucede en esas playas de barlovento que se extienden por el extremo sur de la isla de Fuerteventura. Y como un elemento más de la leyenda, muy cerca de la casa se puede visitar también un extraño cementerio alemán, cerrado solamente por una empalizada de madera, de baja altura, incapaz de evitar que la arena que el viento trae desde la playa pueda cubrir gran parte de las tumbas. Tumbas sin nombre, muchas de ellas, y otras con extraños nombres de profunda raíz germánica, que nos recuerdan todo ese pasado alemán que tiene la casa, esa casa singular que se alza a medio camino entre la playa y la pelada cordillera que la separa del resto de la isla.

 


 

 



[1] https://casawinter.com/la-casa-winter.  Blog sobre la casa Winter, en español, inglés y alemán.

[2] http://www.u-historia.com/uhistoria/historia/articulos/u167/u167.htm. César O’Donnell. “Hundimiento del sumergible alemán U167 en aguas de la Isla de Gran Canaria durante la Segunda Guerra Mundial”. Revista Española de Historia Militar. Nº. 3. Mayo-Junio, 2000.

[3] “El hombre también informó a NY T-1 que varios ex nazis viven en la isla de Fuerteventura en las Islas Canarias. Las grandes propiedades de tierra en la sección de Jandía de la isla son propiedad de ex nazis que reciben los ingresos de la frontera, o son sitios de sus residencias. Según los informes, un hombre llamado Winter actúa siguiendo el comportamiento de los nazis en sus gestiones inmobiliarias.” http://espiral21.com/1973-fbi-tras-la-pista-la-colonia-nazi-fuerteventura-2/. José S. Mújica. “1973: el FBI tras la pista de la colonia nazi en Fuerteventura”. Espiral 21. Publicado el 23 de enero de 2017.

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