Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Alonso González de Nájera, soldado y escritor, originario de Cuenca

 

               En la literatura española, muchos son los casos de soldados que compartieron la profesión de las armas con la afición a escribir. Desde el caso de Miguel de Cervantes, del que es sabido que antes de ponerse a escribir el Quijote había combatido en Lepanto, donde incluso llegó a perder una mano, hasta Garcilaso de la Vega o Jorge Manrique, Francisco de Aldana o Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Calderón de la Barca, muchos de los grandes maestros de la pluma durante nuestro Siglo de Oro compartieron también la tinta negra sobre el papel con el ejercicio de las armas. El hecho no es tampoco una excepción de nuestra literatura; por el contrario, en otras culturas, la combinación de la pluma con la espada, o del uso en el ordenador de un procesador de textos con las armas de fuego, que todavía sigue siendo usual el ejercicio de ambas profesiones a la vez, se repite a través de las diferentes lenguas y de las diferentes etapas de la historia, y hasta algunos de los más grandes historiadores de la antigüedad clásica, como el griego Jenofonte, antes que historiadores fueron cronistas de sus propias batallas. También Cayo Plinio Secundo, más conocido como Plinio el Viejo, el autor de la “Historia natural”, la primera gran enciclopedia conocida, era un destacado militar romano. No obstante, nuestro Siglo de Oro abunda en ese tipo de militares ilustrados, que también son poetas o narradores, aunque lo más común es que los soldados se dediquen en sus trabajos a otras materias literarias mucho menos creativas, como la historia o la teoría de la guerra; o lo que se ha venido a llamar la literatura de arbitrios, como el es caso del conquense Alonso González de Nájera.          

     Hasta las últimas investigaciones del profesor Miguel Donoso Rodríguez, de la chilena Universidad de Los Andes, en el marco de sus trabajos realizados para llevar a cabo la publicación crítica de la única obra conocida de este militar conquense, poco es lo que se sabía acerca de su nacimiento y de sus circunstancias familiares, más allá de ese origen conquense, del que hablaba, ya lo veremos, alguno de sus compañeros de armas. Sin embargo, ya podemos decir que nuestro protagonista nació en la ciudad del Júcar en 1556, y que fue bautizado el 15 de noviembre de ese año en la iglesia parroquial de la Santa Cruz. En efecto, el profesor chileno ha podido encontrar su partida de bautismo en uno de los libros de la parroquia, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, así como la de algunos de sus hermanos, Marco González de Nájara (o Nájera) y Francisco de Nájera. Y aunque existe una cierta dicotomía entre el apellido que aparece literalmente citado en esas partidas de nacimiento, que unas veces aparece como González de Nájera y otras sólo como Nájera, hay que tener en cuenta que en pleno siglo XVI, todavía, y por diversos motivos, existía una cierta indeterminación en este sentido, tal y como el propio Miguel Donoso también afirma: “Sabemos que los apellidos podían variar mucho en aquella época. No era rara por esos años la diferencia de apellidos en una misma familia: unos por gusto o por gratitud, otros por necesidades de mayorazgos, capellanías, patronazgos, etc., tomaban determinado apellido que continuaba generalmente la consanguinidad con el fundador del vínculo. En el caso que nos ocupa, la anteposición del apellido González al de Nájera, debía tener que ver con un reconocimiento a algún pariente o amigo muy cercano de la familia.”

               Gracias a la aparición de esta partida de bautismo, y de algunas otras relacionadas también con la familia Nájera, sabemos que los padres de nuestro protagonista fueron Juan de Nájera e Inés de Brihuega, y que era el menor de una familia que estaba compuesta, por al menos, otros dos hermanos, si bien existe la posibilidad de que pudiera tener algún hermano más; en efecto, el libro previo de bautismos de la parroquia, el correspondiente al periodo comprendido entre 1517 y 1551, en el que pudieron haber nacido otros hijos del matrimonio, no se ha conservado. Se sabe también que el padre era escribano de profesión, como algunos otros miembros de la familia, y entre ellos, un tal Diego González de Nájera, quien quizá podría haber sido hermano o tío de nuestro protagonista, probablemente de origen converso. Y por otra parte, también se sabe que la familia tenía también vínculos familiares con algunos plateros que estaban asentados en Cuenca: en la documentación se menciona a un Juan de Nájera, de esta profesión, y por María Luz Rokiski sabemos que durante toda la centuria, tres generaciones diferentes de esta familia mantuvieron un importante taller de platería, desde que los hermanos Pedro y Sebastián de Nájera, oriundos del pueblo homónimo de La Rioja, se hubieran establecido en la ciudad a principios del siglo XVI; éste Juan de Nájera, nacido ya en Cuenca, sería, así pues, el mismo que cita Rokiski como el hijo de Juan de Hojeda y de Isabel de Nájera, hermana a su vez de los dos plateros de la primera generación.

Y también, parece ser que tenían ciertos vínculos con algunos extranjeros procedentes de la ciudad italiana de Génova, que, como el resto de los miembros del círculo familiar, se habían podido establecer poco tiempo antes en una ciudad, la Cuenca del siglo XVI, que se encontraba todavía en pleno apogeo económico, lo que la convertía en un polo de atracción de comerciantes y banqueros.  Así lo indica, una vez más, el profesor chileno: “Los Nájara debían ser una familia de escribanos de renombre en Cuenca, lo que podría indicar un posible origen converso. En el siglo XV la mayoría de los escribanos urbanos de Castilla eran judeoconversos, aunque a la altura de 1550 ya se había depurado bastante el oficio. Además. La familia tenía vínculos probados con plateros y genoveses. Escribanos y genoveses eran, por cierto, un matrimonio de conveniencia en la Cuenca del siglo XVI, donde se traficaba con paños de lana que salían rumbo a Italia y el Mediterráneo central, y casi todos estos tratos mercantiles eran escriturados por notarios urbanos.”

El caso es que ninguna de estas dos profesiones familiares, ni la de escribano ni la de platero, fue la que seguir nuestro protagonista, quien ingresaría en el ejército a finales de los años setenta de la centuria, cuando él debía tener poco más de veinte años, aunque a una edad un poco avanzada para lo que en aquella época era usual. Tampoco se conocen demasiadas cosas sobre sus primeros años en el ejército, ni del conjunto de su etapa europea, más allá de su participación en las guerras de Francia y de Flandes. Y estos datos escasos los conocemos gracias a algún párrafo que sobre él escribió uno de sus compañeros de armas en el norte de Europa, Alonso Vázquez, quien llegó a alcanzar el grado de sargento mayor de la milicia de Jaén, y que en el curso de una crónica o relación que en 1614 hizo de aquellas guerras. En esta relación aparece una breve referencia del soldado conquense: “El maestre de campo Nájara, natural de la ciudad de Cuenca, hoy castellano de Puerto Hércules, en Italia, fue soldado bizarro y animoso en las guerras de Flandes y Alejandro [se está refiriendo a Alejandro Farnesio, duque de Parma, sobrino de Felipe II, ya que su madre, Margarita de Parma, era hija ilegítima de Carlos I, gobernador de los Países Bajos, y capitán general del ejército de Flandes] le honró y aventajó por sus muchas partes y servicios; fue proveído por sargento mayor de la milicia de Ciudad Real y su partido.”

Ya muy próximo el cambio de siglo, sucedieron en Chile algunos hechos dramáticos que motivaron el embarque del conquense hacia tierras americanas, enviado allí al frente de una compañía con el fin de reforzar las posiciones españolas al sur del río Biobío. En efecto, corría el 23 de diciembre de 1598 cuando se produjo lo que se ha venido a llamar el desastre de Curalaba, un levantamiento de los indios mapuche, liderados por los caudillos Pelantaro y Anganamón,  lo que provocó la muerte del gobernador de Chile, Martín García Oñez de Loyola, y de todo su ejército; y el subsiguiente levantamiento general que se produjo en los días siguientes tuvo como consecuencia la destrucción de todos los asentamientos españoles establecidos al sur de dicho río, así como la toma como prisioneros casi todas las mujeres y los niños españoles que se encontraban en esos asentamientos. Este hecho obligó a que las autoridades españolas enviaran al continente a uno de sus mejores generales, Alonso de Ribera, con el fin de intentar responder a esta acción de los indígenas, y con la promesa en enviar más tarde un pequeño ejército, formado por hasta mil doscientos soldados profesionales. Sin embargo, este ejército no pudo reclutarse en su totalidad, pues sólo se pudo reunir un contingente de quinientos hombres, el equivalente a un tercio de infantería, al mando del sargento mayor Luis de Mosquera. En ese contingente de soldados que fueron enviados a Chile figuraba, como uno de sus tres capitanes, el conquense Alonso González de Nájera.

Las tropas se embarcaron en noviembre de 1600 en el puerto de Lisboa, que en ese momento formaba parte, como el resto de Portugal, de la corona española. Desembarcaron en el puerto de Buenos Aires, después de haber realizado una pequeña escala en Río de Janeiro, y desde allí continuaron su viaje por tierra hasta Chile, a través de la cordillera de los Andes. Así, después de haber pasado por Tucumán y por Mendoza, el mal tiempo y la nieve que caía les impidieron cruzar las montañas, por lo que las tropas quedaron paralizadas en esta última ciudad entre mayo y octubre de 1601. Y llegados por fin a Chile, estos fueron enviados con sus tropas inmediatamente a la zona de conflicto, donde se encargó de la construcción de un fuerte en las orillas del río Biobío. En Chile, nuestro protagonista fue herido de gravedad, en el marco de la Guerra de Arauco. Fue en este momento de su vida, cuando vino a cruzarse por su vida la figura de otro soldado conquense, Alonso García Remón, que en ese momento era gobernador de Chile, a cuyo cargo permaneció el territorio en dos periodos diferentes, entre julio de 1600 y febrero de 1601, y entre marzo de 1605 y agosto de 1611.

Y es que fue García Remón quien ascendió a Nájera a sargento mayor, nada más llegar aquél a Chile, y quien le envío de regreso a España, después de que el soldado se hubiera visto obligado a trasladar a Santiago, con el fin de reponerse de las graves heridas que había sufrido durante el conflicto con los mapuche. El objetivo de los dos conquenses era que Nájera pudiera informar en la corte de la difícil situación en la que se encontraba la guerra de Chile. Así, era marzo de 1607 cuando nuestro protagonista emprendía el viaje de regreso, otra vez a través de Mendoza y Buenos Aires, ciudad en cuyo puerto volvió a embarcarse, logrando llegar por fin a Madrid a finales del año siguiente. “Ha servido con mucho lustre, celo y cuidado, y lo mismo ha hecho en los Estados de Italia y Flandes, de donde trajo algunas peligrosas heridas en una pierna, y por su edad y ser esta tierra tan pajiza y la aspereza della no le dan lugar a que continúe el real servicio de V.M. en la guerra, como lo ha deseado y hecho hasta aquí, siempre en los puestos y cargos más prominentes…”.

Sin embargo, en la corte el conquense se encontró con la hostilidad de algunos de sus miembros, incluyendo al poderoso sector de los jesuitas, que defendían respecto de la colonia la postura del padre Luis de Valdivia, para el que la mejor forma de defenderse de los mapuche era la aplicación de la llamada “guerra defensiva”. Ésta consistía en el repliegue de las tropas al norte del río Biobío, dejando los territorios del sur sólo para la actividad de los misioneros, una estrategia que fue la que decidió aceptar la corona en los años siguientes, entre 1610 y 1626,  pesar de que había provocado también algunos fracasos de importancia, como el asesinato de tres de esos misioneros en Elicura, en diciembre de 1612.

Fue precisamente el rechazo mostrado por la corte de Felipe III a sus pretensiones, y las del gobernador de Chile, de seguir la guerra contra los mapuche en el sur, lo que motivó al conquense para escribir su libro que, bajo el título de “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile”, debió iniciar en 1609, cuanto todavía se encontraba en España. Sin embargo, su estancia en la península no fue demasiado larga, pues poco tempo después el monarca agradeció los servicios que el conquense había prestado a la corona nombrándole gobernador de la pequeña población italiana de Puerto Hércules, en la provincia toscana de Grosseto, al tiempo que era ascendido también a maestre de campo. Fue allí donde terminó de escribir el texto, dedicándoselo una vez concluido a Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos y virrey de Nápoles. No es éste el lugar más adecuado para comentar pormenorizadamente el libro, más allá de dar al lector una aproximación a la visión militar que el conquense tenía sobre el conflicto chileno, que le llevaba a defender el uso de la guerra y de la esclavitud de los indígenas también al sur del río Biobío, como única manera posible de pacificar el territorio. Ni tampoco sobre las vicisitudes que motivaron la publicación tardía del texto, que sólo fue posible en España a partir de 1866, en el marco de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, y de 1889 en Chile, en el de la Colección de Documentos Relativos a la Historia Nacional. En efecto, sólo una pequeña parte del libro, formada por una primera redacción de dos de sus capítulos, llegó a ver la luz de la imprenta, como un pequeño folleto de dieciséis folios, cuyo único ejemplar conocido se encuentra en la Biblioteca del Museo Británico.


Como ya hemos dicho, Miguel Donoso ha sido el primero en realizar una edición crítica del libro, edición que ha sido publicada en el año 2017 por Editorial Universitaria. Basta, para entender mejor el texto, conocer cómo define el libro el profesor chileno: “Como se ha dejado entrever, no resulta fácil encasillar el texto de González de Nájera en un género narrativo determinado, tal y como ocurre con un sinnúmero de textos coloniales. Por un lado, es indudable que posee elementos que lo acercan a la crónica o relación de sucesos; así el relato del desastre de Curalaba y sucesiva destrucción de ciudades españolas al sur del Biobío, o los relatos de martirios y cautiverio que padeció una numerosa población española , especialmente mujeres y niños, o diversos ataques que sufrieron los fuertes españoles. Por otra parte, se acerca a un tratado bélico, intentando indagar en las razones del fracaso militar, y proponiendo soluciones materiales y/o estratégicas para ganar la guerra, con una terminología marcada por lo bélico. También puede ser clasificado, por supuesto, como un discurso bélico-esclavista, como antes se comentó, ya que buena parte de la solución militar del conflicto pasa por la esclavización de los indios de guerra, la cual existía de hecho desde 1571, en plena gobernación de Melchor Brevo de Saravia. Pero en los últimos meses ha ido tomando fuerza en mi investigación la idea de que el texto de González de Nájera posee rasgos que lo aproximan a un arbitrio o memorial, esto es, una solución ingeniosa, fruto de un detenido estudio y reflexión, a un problema político-económico que se ha mostrado insoluble en el tiempo. En la España del siglo XVII proliferaron los arbitristas, que proponían en la Corte soluciones económicas y políticas a los más variados problemas. En este sentido podemos decir que el texto de Nájera es, en primer lugar, un interesante diagnóstico de las razones del fracaso bélico de los españoles en Chile, incluyendo agudas u minuciosas observaciones de las costumbres de los indios y explicando con largueza las causas a las cuales atribuye los malos resultados de las armas españolas en la guerra de Arauco. Lo interesante es que nuestro texto representaría, en cuanto arbitrio o memorial, justamente la contracara (la versión negativa, se podría decir) de otra suerte de arbitrio, el de la guerra defensiva propuesta por los jesuitas e implementada por la Corona con inicial éxito a comienzos del segundo decenio del siglo XVII”.

Y más adelante, el profesor Donoso continúa afirmando que “con este diagnóstico en la mano González de Nájera propone en el texto la otra dimensión, la de reparo o remedio a/de los males de la guerra: todos esos obstáculos y desventajas deben ser enfrentados con seriedad y profesionalismo (y por supuesto con muchos recursos económicos): la desventaja geográfica con la construcción de una línea fortificada de fuertes españoles conectados entre sí en el margen del Biobío (e incluso de un fuerte abaluartado en Santiago); la visión idealizada del combatiente mapuche debe dar paso a una visión real, porque éste no es más fuerte ni diestro para la lucha que el español; asimismo, hay que prescindir de los farautes y rechazar los acuerdos de paz con los indígenas, por no ser estos confiables, y así sucesivamente. Esta visión de reparo se complementa con una serie de ejecuciones para ponerla en práctica: mejorar el estilo de hacer la guerra, prescindir de los esclavos indios y reemplazarlos por esclavos negros, proteger en mejor forma a los indios encomendados, vitales en la paz, y a los indios amigos esenciales en la guerra, etc.”

El libro fue terminado de escribir por el conquense en Puerto Hércules, el 1 de marzo de 1614. No se conocen más detalles de la vida de nuestro protagonista, por lo que es de presuponer que debió fallecer en esta pequeña ciudad italiana poco tiempo más tarde.



miércoles, 28 de octubre de 2020

“Inés del alma mía”, tres maneras diferentes de enfrentarse a una misma realidad histórica

 

En una entrevista mantenida hace algunos días con el periódico “La Voz de Galicia” a raíz de la publicación en España de su último libro, sobre la exploración romana de las fuentes del Nilo en tiempos de Nerón, el escritor italiano Valerio Massimo Manfredi hace una acertada revisión de lo que para él debe ser toda novela histórica. Así, el conocido autor de Módena dice lo siguiente a este respecto: “La historia tiene que comunicar hechos, por eso tiene la obligación de demostrar lo que dice, es lo que se llama en inglés the burden of truth, la carga de la verdad, como en los tribunales. Por eso un libro de historia tiene tantas notas a pie de página y una enorme bibliografía al final, tiene que probar todo lo que dice. Nosotros necesitamos saber lo que pasó. Si no sabemos lo que pasó no podemos saber lo que pasará. Al mismo tiempo necesitamos emociones, una vida sin emociones no es nada, es terrible, lo mismo cada día, un mar sin olas, un desastre. Todo lo que nos ha emocionado no lo olvidamos, puede ser un amor, el sonido de un violín en una noche de verano, las emociones dan sentido a nuestra vida”.


Sus palabras son bastante elocuentes y significativas, porque hay que tener en cuenta que Manfredi, además de ser un genial novelista, especializado precisamente en esa novela histórica que narra sucesos ocurridos en los tiempos clásicos, en las antiguas Grecia y Roma, es también un científico, un experto historiador y arqueólogo, que ha publicado importantes ensayos sobre historia antigua y ha dirigido excavaciones arqueológicas en diversos lugares de Europa y de Asia. Es así, pues, una voz autorizada en la materia, principalmente ahora, cuando la novela histórica está alcanzando nuevas cotas de popularidad; en efecto, son muchos los libros de este tipo que en los últimos años siguen saliendo a la luz, un auge que está en consonancia, también, con un auge paralelo del cine histórico. Dos lenguajes diferentes, uno, la novela, basado en la palabra, y el otro, el cine, basado en la imagen, que pueden ayudar a las nuevas generaciones, aquellas que consideran que la historia es aburrida, a tener un conocimiento más cercano de nuestro pasado, pero también, cuando no se hace bien, que corre el peligro de convertirse en uno de los principales enemigos de la historia.

Mi deseo en esta historia es acerarme, desde la novela y desde el cine, o mejor, desde la serie televisiva, a una mujer que vivió en el siglo XVI: Inés Suárez. Primero, desde la genial novela de la escritora chilena Isabel Allende, titulada precisamente de esta forma, “Inés del alma mía”; después, desde la serie homónima que, dirigida por Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, y protagonizada por un importante elenco de actores españoles, está programando en la actualidad Televisión Española en su primera cadena, y que ha puesto de nuevo en valor tanto a la propia protagonista de la historia como a la obra de la novelista chilena. Una figura, la de Inés Suárez, que demasiadas veces ha sido olvidada por la historiografía, como ha sucedido siempre con casi todas las mujeres, a pesar que de ella hablaron ya los primeros cronistas de la conquista, como el propio Alonso de Ercilla.

Nacida en Plasencia, en la provincia de Cáceres, en la primera década del siglo XVI, en el seno de una familia de artesanos, Inés Suárez fue criada por su abuelo, ebanista de profesión, debido a la grave enfermedad que padecía su madre. En 1526, deseosa por alejarse de ese ambiente rural que la oprimía demasiado, Inés contrajo matrimonio con Juan de Málaga, un soñador aventurero que primero la condujo a la ciudad andaluza en la que él había nacido, y que después la abandonó, cuando se embarcó para América en busca de un futuro y, sobre todo, de aventuras. Sin embargo, la mujer nunca se conformó con esa vida, similar a la de una viuda aunque su marido seguía vivo, y en 1537, cuando contaba unos treinta años, ella misma se embarcó también para el nuevo continente. Allí, en tierras americanas, primero en Panamá y después en Perú, siguió buscando a su marido, sin resignarse a esa soledad, hasta enterarse de que éste había fallecido en la batalla de Las Salinas, en la que se había decidido la guerra civil que había enfrentado a los dos antiguos socios en la conquista de las tierras de los incas, Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Allí, en Cuzco, conoce a Pedro Valdivia, al que acompañó, como un conquistador más, y no como la simple acompañante de las tropas, en su expedición de conquista por las tierras chilenas, y de quien se convirtió en fiel amante hasta el año 1549, cuando el conquistador extremeño fue sometido a juicio por el nuevo virrey, el sacerdote Pedro de la Gasca, quien le había obligado a abandonarla, y a reclamar al Perú a su propia esposa, Marina Ortiz de Gaete, a quien había dejado abandonada en su Extremadura natal antes de cruzar el mar y partir a tierras americanas.

En su querida Santiago de la Nueva Extremadura, la actual Santiago de Chile, que la pareja había fundado en las nuevas tierras descubiertas, Inés tuvo que enfrentarse durante buena parte de su vida a los mapuches (que no a los araucanos, que éste es en realidad un término inventado por el poeta Alonso de Ercilla para facilitar de algún modo sus rimas), y también a la maledicencia y a las envidias de algunos de sus compañeros de expedición, que habían forzado del virrey el juicio de Valdivia. Entregada por éste a uno de sus capitanes más fieles, Rodrigo de Quiroga, con el fin de evitar que Inés pudiera ser exiliada fuera de Chile y recluida, pobre, en un convento de monjas, pasó junto a Quiroga el resto de su vida, compartiendo sus riquezas y su poder como “gobernadora” de Santiago, hasta la muerte de éste, acaecida en 1580. Pocos meses más tarde moriría la propia Inés, sin haber abandonado ya en ningún momento sus hermosas tierras chilenas, de las que se había enamorado desde el primer momento de su llegada a ellas, cuarenta años antes; y sin haber abandonado tampoco el amor que llegó a sentir por su forzado marido.

Pero, ¿qué hay de verdad histórica en esta Inés, y que hay de inventado en ella, primero por Isabel Allende y después en la serie televisiva? Para comprenderlo mejor, vamos primero a comparar el libro con la serie, buscar algunas diferencias entre uno y otra, diferencias como la que supone ese primer encuentro de la heroína extremeña con el Perú. En efecto, en la novela Inés llega a las nuevas tierras conquistadas a los incas algún tiempo después de que se hubiera producido la batalla de Las Salinas, en la que Pizarro pudo alcanzar, por fin, todo el poder ansiado en el nuevo reino. En la serie, sin embargo, lo hace cuando la batalla está a punto de producirse, de manera que puede conocer a Valdivia cuando éste, maestre de campo de Pizarro, se acaba de alzar con la victoria, y desde luego, cuando Almagro todavía no ha sido ejecutado. Sobre este hecho concreto volveremos seguidamente; de momento, es interesante decir que la diferencia permite mantener para el espectador la carga emotiva que le da el enfrentamiento de Almagro con los Pizarro, convertidos, especialmente Hernando Pizarro, en el malo que toda película de este tipo necesita.

Otro detalle diferenciador es la manera en la que se produce el primer encuentro entre Pedro Valdivia e Inés Suárez. En la serie cinematográfica, Inés conoce a Valdivia precisamente en el momento decisivo de la batalla, cuando las tropas de Valdivia se han alzado con la victoria y están recogiendo a los heridos y enterrando los cadáveres, cuando ella se erige desde el puerto de El Callao, donde había desembarcado en su viaje desde Panamá, hasta cuzco, donde espera encontrar alguna información de su marido. Ese primer encuentro se produce en la novela en una taberna de Cuzco, mientras el explorador extremeño se encuentra observando un mapa de Chile que había trazado durante su última visita a Almagro, todavía preso de los Pizarro. Se trata, en realidad, de un conocimiento indirecto, puesto que en la España del siglo XVI, también en la España americana de la época, no es de una mujer decente acudir sola, tampoco en compañía de algún hombre, a una taberna. Por ello, el conocimiento se produce en realidad pocas horas después, en la casa de Inés, a donde Valdivia había acudido con el fin de intentar defenderla, después de haber sorprendido accidentalmente la conversación de un embozado, un alférez que había viajado hasta Cuzco al mismo tiempo que Inés, que le estaba contando a sus malencarados interlocutores su intención a agredirle.

Como consecuencia de estos hechos, también existen algunas diferencias entre la novela y la película en todo lo relativo a los preparativos efectuados para la conquista de Chile. Así, se puede apreciar un menor protagonismo de Hernando Pizarro en la novela , y también, sobre todo en esta parte del doble relato, de Sancho de la Hoz, socio de Valdivia en un primer momento de la exploración, y también, como el pequeño de los Pizarro, uno de los malos de la serie. En efecto, si el tándem formado por Pizarro y Almagro había protagonizado desde un principio la carga emotiva y dramática, esa misma carga emotiva se repite también con la nueva pareja formada por Valdivia y de la Hoz, en la que el primero es el bueno y el segundo resulta ser el malo. Y de la misma forma, en la novela también hay un menor protagonismo de la princesa Cecilia, convertida en la serie en poco menos que una princesa europea, y uno de los principales apoyos de Inés en esos primeros años de Inés en tierras americanas. En la novela, la antigua princesa inca, heredera del linaje de Atahualpa, es, como en la historia real, amante del soldado Juan Gómez de Almagro, con el que marcha también a la conquista de Chile, a pesar de encontrarse embarazada en el momento de su partida. Por otra parte, no consta en la vida real que este Juan Gómez de Almagro fuera en realidad sobrino de Diego de Almagro, aunque sí había nacido también, como su padre, Alvar Gómez de Almagro, con quien había participado también en la epopeya americana, en el mismo pueblo de la provincia de Ciudad Real.

Otro aspecto a destacar en este sentido, es la perspectiva vital de los dos amantes conquistadores, Pedro e Inés, y la del resto de los protagonistas, en los días previos a iniciarse los preparativos de la conquista de Chile. En la novela, como también en la historia, los dos protagonistas viven su amor en la ciudad de Cuzco, la antigua capital del imperio inca, convertida en una de las más florecientes ciudades españolas en todo el continente, y que ambos viajan a la nueva capital fundada por los españoles, allí donde se había trasladado ya el verdadero foco de poder, Ciudad de los Reyes, la actual Lima, con el fin de solicitar de Pizarro el preceptivo permiso para poner en marcha la expedición. Mientras tanto, en la serie televisiva parece que ambas ciudades tienden a identificarse en una sola, como si de una única capital se tratara.

Se podrían añadir algunas diferencias más entre las dos manera de narrar el mismo relato histórico, entre los dos lenguajes artísticos, pero ello haría demasiado largo este texto. En general, se puede apreciar un mayor acercamiento de la novela a la realidad histórica de Inés Suárez. No es extraño que suceda de esta forma: las películas, y también cualquier otro arte que esté tan particularmente ligado a la imagen como el cine, y como las series de televisión, tiene la necesidad de mantener en el espectador la tensión del espectáculo, lo que hace que, en determinadas ocasiones, el argumento tienda a alejarse de la realidad histórica en la que se basa. En la novela, en cambio, sólo depende de la imaginación y el buen hacer del novelista, una imaginación, en todo caso, controlada, de manera que los hechos, si no se produjeron exactamente de la forma que narra el autor, bien pudieron haberse producido así. Y también en la imaginación del propio lector, que tiene que ir visualizando los hechos en su mente al mismo tiempo que va leyendo. En el cine y en la televisión, sin embargo, los acontecimientos se suceden más rápidamente, y hay menos espacio para la imaginación individual del espectador. En resumen, y enlazando otra vez con las palabras de Manfredi, a la hora de enfrentarnos como autor a una novela histórica, debemos tener un profundo conocimiento de la realidad histórica a la que nos enfrentamos, y ser lo más fiel posible a esa realidad. Pero eso no quiere decir que no podamos inventar algún hecho aislado, cuando éste no es bien conocido, o cuando no tenemos datos suficientes sobre alguno de los personajes. Pero todo ha de ser desde el supuesto de que esos hechos, si no sucedieron realmente de la forma que nos los imaginamos, bien pudieron haber sucedido de esta forma.

Por otra parte, puede parecernos extraño que una mujer española del siglo XVI, a la hora de relatar sus memorias a su hija, aunque en realidad se trate sólo de la hija de su esposo, lo haga tal y como se hace en la novela, de la que éstas, las memorias, son en realidad el hilo conductor; que no ahorre detalles tan explícitos sobre sus verdaderas relaciones amorosas con sus tres amantes sucesivos. Sin embargo, existe en la literatura española del Siglo de Oro testimonios suficientes que demuestran que todas las mujeres no se comportaban de la misma manera ante las mismas situaciones, a pesar de los convencionalismos de la época. Además, y la historia también lo corrobora, Inés Suárez es una mujer diferente, especial, que fue capaz de abandonarlo todo, su propia tranquilidad aburrida en un villorrio de España, y alistarse en una aventura que, si era enormemente trabajosa para un hombre, mucho más lo sería, eso sí, para una mujer de su época. Se trataba de una mujer apasionada, capaz de darlo todo en sus relaciones amorosas. Recogemos algunas frases entresacadas del relato novelesco: “Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida… ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.”

Y ese mismo amor lo sintió también, durante el resto de su vida, desde que las conoció en compañía de Valdivia, por esas ásperas tierras chilenas del desierto y las frondosas que se hallaban más allá de la cordillera andina, e incluso por los propios mapuches con los que tuvo que enfrentarse: “Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche —la palabra no tiene plural en castellano— hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel a los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo. Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas”.


 



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