Artículo publicado en el libro “El mundo de las catedrales
(España e Hispanoamérica)”, coordinado por el padre Francisco Javier Campos,
agustino, y editado por el Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas
y Artísticas
Introducción
El año
pasado quise destacar en este mismo foro la importante relación que siempre ha
existido entre las diferentes manifestaciones artísticas y otras facetas del
pasado; en efecto, los aspectos sociales, económicos, culturales, de cada
momento, no son ajenos al desarrollo de los diferentes estilos artísticos. En
este sentido, Martín Aurell ha afirmado lo siguiente, en el marco de un
encuentro científico que se celebró en el año 2017 en la Universidad
Complutense de Madrid, dedicado a estudiar la importancia que tuvieron tanto el
rey Alfonso VIII de Castilla como su esposa, Leonor Plantagenet, en el
desarrollo del gótico en todo el reino de Castilla: “Los asertos que
preceden quizá desentonen hoy en el panorama metodológico de la Historia del
Arte, al igual que en el de la crítica literaria o el de la filosofía. En
efecto, desde finales de los años 1980, estas disciplinas dejan de lado
demasiado a menudo el contexto socio-histórico de la creación artística,
poética e intelectual. Conceden una ontología propia a la obra y una
personalidad casi sobrehumana al artista, al escritor o al pensador, como si no
estuviera de ningún modo condicionado por el mundo en el que trabaja. ¿Se trata
de una regresión epistemológica? Seguramente no tenemos todavía la perspectiva
necesaria para juzgarlo, pero es preciso constatar que analizar la creación
artística fuera de su medio disminuye el diálogo entre las ciencias académicas,
impide demasiado a menudo la interdisciplinariedad al historiador del arte.
Evita que el historiador de la sociedad, de la cultura y de la política use la
imagen o el monumento como una fuente que, con el mismo título que la carta, la
crónica o el registro contable, le ayuda a comprender mejor el período de su
predilección.”[1]
En esa
misma dirección incidía yo mismo el año pasado en estos encuentros
escurialenses; en cómo el desarrollo económico al que se vio sometida la ciudad
de Cuenca durante la primera mitad del siglo XVI, un desarrollo que nunca había
tenido hasta entonces, y que ya nunca más volvería a alcanzar, y también la
presencia excepcional de algunas grandes figuras entre los integrantes en aquel
momento del cabildo diocesano, pudieron influir de manera determinante en la
irrupción del renacimiento italianizante en el conjunto del arte conquense,
principalmente en su catedral[2].
En efecto, fueron figuras destacadas como Gómez Carrillo de Albornoz o
Eustaquio Muñoz, los que permitieron, con su mecenazgo, la llegada a Cuenca de
artistas destacados, como el pintor Fernando Yáñez de la Almedina o el escultor
Diego de Tiedra, que habían aprendido el nuevo estilo fuera de la diócesis,
trasladando sus conocimientos también a los propios artistas de la tierra: en
concreto, el primero de ellos, como es sabido, lo había aprendido incluso en
Italia, de manos del propio Leonardo da Vinci, y también, según algunos
especialistas, de Rafael.
Se
podrían haber elegido otros ejemplos de ese nuevo estilo, exponentes todos
ellos del renacimiento conquense, que en ese momento se estaba iniciando
también en otras ciudades españolas. Para bien o para mal, el importante
desarrollo económico que se dio en la ciudad durante la primera mitad de la
centuria, gracias sobre todo al desarrollo de la ganadería y de las diferentes industrias que estaban
relacionadas con ella (hay que destacar aquí también la importante colección de
alfombras y de tapices que todavía conserva la catedral, muchos de ellos
realizados en la propia capital conquense, una parte de las cuales se puede
apreciar en su Museo Diocesano ), posibilitó que en aquella época se abrieran
gran cantidad de nuevas capillas, y que otras ya existentes vieran modificada
en ese momento su decoración mobiliaria con nuevos altares, trazados en ese
nuevo estilo, que acababa de llegar a nuestro país desde la península italiana.
De esta forma, la catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano, como han
venido a reconocer en los últimos tiempos, por fin, algunos especialistas,
quedaba enmascarada por ese nuevo estilo renacentista, hermoso pero tan
distinto al gótico, en el que había sido ideada por sus primitivos
constructores. El problema, si es que lo hay, no es propio sólo de la catedral
conquense, sino de todas las catedrales medievales; pero en Cuenca fue una de
las causas que provocaron el olvido en el que nuestro principal templo quedó
sumido hasta tiempos muy recientes.
Se podían
haber puesto otros ejemplos, sí, pero preferí en aquella ocasión, tratando como
lo hacía de los inicios del renacimiento en nuestra ciudad, elegir precisamente
aquellas dos capillas, porque fueron las primeras, las que marcaron tendencia
en las décadas posteriores. Es sabido que el Renacimiento, que en Italia
llevaba ya para entonces más de cien años de vida, se extendió por todos los
rincones de España durante todo el siglo XVI, alcanzando incluso los primeros
años de la centuria siguiente, hasta la irrupción definitiva del barroco a
mediados de la centuria siguiente. Coinciden esos años, como se ha dicho, con
el periodo en el que Cuenca alcanzó su mayor apogeo precisamente en la
catedral, con un prelado que era uno de los mejor dotados en aquella época, y
con un cabildo que no le iba demasiado a la zaga, allí donde ese apogeo se
hacía más manifiesto. Por ello, son numerosas las obras de arte que en aquella
centuria se realizaron para este templo. También debieron ser importantes y
numerosas las que se hicieron para el resto de las iglesias, como nos lo
demuestra la documentación de archivo, pero la gran destrucción que siguió a
ese periodo histórico (la provocada por las guerras, con la Guerra de Sucesión
y la Guerra de la Independencia a la cabeza, sin olvidar tampoco la Guerra
Civil, y la destrucción callada, silenciosa pero letal, provocada por la incuria
y el paso del tiempo), provocaron la pérdida de una parte importante de ese
patrimonio.
Mi
aportación en esta nueva obra pretende seguir los pasos de aquel trabajo
anterior, destacando en esta ocasión otras dos obras renacientes, posteriores,
que terminaron de conformar lo más granado del renacimiento en la catedral de
Cuenca, desde el clasicismo plateresco del Arco de Jamete hasta la sobriedad
herreriana de la Capilla del Espíritu Santo. Sin embargo, no se pueden obviar
otras obras que todavía se conservan en el edificio, obras que, desde su
contemplación directa, permiten conocer más profundamente esta etapa de nuestra
historia, ese nuevo estilo renacentista que se desarrolló durante todo el siglo
XVI, no ya en la propia catedral, sino en el conjunto de la diócesis. Un estilo
renacentista que, desde luego, ha sido el mejor estudiado en su conjunto
durante estos últimos años, en todas sus facetas[3].
Un estilo renacentista que, incluso, todavía puede aportarnos algunas
sorpresas, como el lienzo descubierto muy recientemente, en el mes de enero de
este mismo año, debajo de un posterior retablo dieciochesco, cuando éste fue
levantado para proceder a su restauración. Un cuadro en el que se representa a
San Julián, segundo obispo y patrono de la diócesis, vestido de pontifical, que
a falta de un estudio más detallado pudo haber sido realizado por Gonzalo
Gómez, heredero del taller familiar que había iniciado su padre, Martín Gómez,
quien a su vez había sido alumno del propio Fernando Yáñez, durante los años que
éste permaneció en Cuenca, pintando los cuadros de la Capilla de Caballeros y
alguno más, como la Visitación de la
Virgen y la Adoración de los Pastores,
que pintó para el retablo de la pequeña Capilla de los Peso.
No se
trata aquí tampoco de realizar el catálogo completo del renacimiento conquense,
ni siquiera del renacimiento que se puede contemplar dentro de los muros
catedralicios, algo que ya han hecho, cada uno en su especialidad, los autores
antes citados. Sí quiero resaltar, sin embargo, la importancia de algunos de
estos maestros llegados de fuera en el arte posterior que se desarrolló en la
capital conquense. Algunos procedían incluso de más allá de los Pirineos
(Bartolomé de Matarana o Rómulo Cincinato entre los pintores; Diego de Tiedra o
Giraldo de Flugo entre los escultores), reclamados a la capital conquense por
comitentes que usualmente, tal y como se ha dicho, formaban parte del propio
cabildo diocesano, y que aquí se establecieron durante un tiempo más o menos
largo, estableciendo sus propios talleres e influyendo en la obra posterior de
los artistas locales, como en los pintores de la familia Gómez o Gonzalo de
Castro, o como en los escultores Diego Cerezo o Martín Hernández. También en
otras facetas artísticas alcanzaron nombre propio en nuestra ciudad fuera de
ella, artistas dedicados a otras facetas, como los plateros Francisco, Alonso y Cristóbal Becerril, o los rejeros
Francisco de Arenas o Esteban Lemosín.
Pero
antes de empezar a desarrollar más detenidamente esos dos espacios cultuales,
representativo uno de ellos, el Arco de Jamete, de ese renacimiento pleno,
asentado del todo ya en la ciudad del Júcar, y representativo el otro, la
Capilla del Espíritu Santo, de ese sabor herreriano que se extendió por el
centro de Castilla a partir de las obras del monasterio de San Lorenzo del
Escorial, creo necesario hablar también de otra de las capillas trazadas en
aquel primer periodo, casi coetáneo a las de Caballeros y Muñoz. Se trata de la
capilla de los Apóstoles, fundada también por aquellos mismos años que aquellas
dos capillas estudiadas en el trabajo anterior, por el chantre de la catedral,
García de Villarroel, quien había sido en 1521 uno de los comisionados por el
monarca Carlos I para debatir contra el propio Martín Lutero, en la llamada
Dieta de Worms. Este hecho basta para demostrar por sí mismo la fuerte
personalidad del comitente, que bastó para vencer la importante corriente de
opinión, contaría a la construcción de la capilla, que el eclesiástico se
encontró en el seno del propio cabildo[4].
El
interior de la capilla, como las que por aquellas mismas fechas estaban
fundando Eustaquio Muñoz o Gómez Carrillo de Albornoz, muestra también esa
misma combinación entre el último gótico y el primer renacimiento, que tan
característico es del periodo en el que la obra fue trazada, el primer tercio
del siglo XVI, y el obra de los maestros Antonio Flórez y Juan de Alviz. Pero
el más puro plateresco se asoma ya al exterior, un exterior que fue realizado
también por esos mismos autores, aunque en este caso, olvidando ya
definitivamente ese tardogótico que aún se aprecia en algunos elementos del
interior.
Destaca
también de esta capilla su retablo principal, en el que se combinan muy
acertadamente la pintura y la escultura, para ofrecer al espectador una obra de
arte excepcional y muy homogénea. La escultura se manifiesta en su calle
central, en la que se muestran, en una disposición ascendente, diversas escenas
en relieve en las que se representan el Entierro de Cristo, la Resurrección, la
Ascensión de María al cielo, y el Padre Eterno. Por lo que respecta a la
pintura, ésta se manifiesta en las cuatro calles laterales, reducidas sólo a
dos en su parte superior, bajo la cornisa. Y sobre ella, su parte más alta, el
conjunto se remata con un Cristo crucificado, también de escultura. Se sabe que
el autor de los relieves de la Ascensión y la Resurrección fueron realizados
hacia 1560 por Giraldo de Flugo, un escultor que había nacido en los Países
Bajos en 1519, y que había llegado a Cuenca cuando apenas contaba veinte años,
donde fue alumno de su compatriota, Diego de Tiedra. Aquí, en la capital
conquense, pasaría el resto de su vida, influyendo determinantemente en otros
escultores, entre ellos su propio hijo, llamado como él pero ya nacido en Cuenca,
Y en cuanto a la pintura, ha sido atribuida a Martín Gómez, alumno a su vez,
como ya hemos dicho, del ya citado Fernando Yáñez de la Almedina.
El Arco de Jamete
El
Renacimiento llega a su plenitud en el primer templo conquense en el llamado
Arco de Jamete, una especie de arco del triunfo, del más puro estilo
clasicista, pero con una concepción muy cercana también al plateresco, que fue
mandado construir en 1546 por el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal, con el
fin de dar acceso al también renacentista claustro. Éste es el año que figura
como tal en la parte superior de la obra, pero sabemos por la documentación,
procedente del libro de fábrica, que las obras habían sido iniciadas ya el año
anterior, y que no sería finalizada hasta seis años más tarde, en 1560, durante
la prelatura de su sucesor en la cátedra conquense, el prelado Miguel Muñoz.
Por ello, conviene conocer, antes de analizar la obra en sí, algunos aspectos
biográficos de ambos comitentes.
Sebastián
Ramírez de Fuenleal había nacido en la propia diócesis conquense, en el pueblo
de Villaescusa de Haro, durante los últimos años del siglo XV, en el seno de
una familia que ya había dado, y que continuaría dando, multitud de hijos a la
Iglesia, muchos de los cuales llegaron a alcanzar la prelatura diocesana.
Después de haber realizado sus primeros estudios en el Colegio Mayor de Santa
Cruz, de la Universidad de Valladolid, fue nombrado inquisidor de Sevilla, y
más tarde, oidor y presidente de la chancillería de Granada. Desde allí,
nuestro personaje fue promocionado por el emperador Carlos V para obispo de la
isla de Santo Domingo, a la que llegó en 1528, y donde logró acabar, al menos
temporalmente, con la trata de esclavos. Este hecho contribuyó a un nuevo
nombramiento, ya en el continente americano, como virrey de Nueva España e
Indias Occidentales, cargo que compatibilizó con el obispado de Méjico. Allí
logró terminar su catedral, e iniciar una nueva en la ciudad de Puebla de los
Ángeles, donde también fundó un seminario. En 1538 regresó a Europa, al ser
nombrado primero obispo de Tuy y presidente de la audiencia de Granada, y
después, sucesivamente, obispo de León, en 1540, y de Cuenca, en 1542. Al
frente de la sede conquense permanecería cinco años, hasta su fallecimiento,
que se produjo el 22 de enero de 1547, poco tiempo después de que se hubiera
iniciado su fundación en el seno de la catedral conquense.
Le
sucedió en la diócesis otro prelado oriundo también de la provincia. En efecto,
Miguel Muñoz había nacido en el pueblo de Poyatos, en la serranía conquense, en
el seno de una familia de origen bastante humilde, lo que no le impidió, sin
embargo, recibir los primeros estudios eclesiásticos, gracias a una beca que
disfrutó en el colegio salmantino de Monte Olivete. Desde allí pasó al colegio
mayor de San Bartolomé, en la misma ciudad del Tormes, donde se doctoró en
ambos derechos. En 1521 fue nombrado juez u oidor de la chancillería de
Granada, ciudad en la que conoció por primera vez a su paisano, aquél a quien,
con el tiempo, tendría que sustituirle en varias ocasiones al frente de
diferentes obispados. Y en los años siguientes sería nombrado sucesivamente
canónigo de la diócesis de Coria, capellán mayor de la Capilla Real de la
ciudad nazarí, y miembro del Supremo Consejo de la Inquisición, hasta que el
emperador Carlos le presentara como obispo para la diócesis de Tuy, en 1540.
Sería ésta la primera vez que tuviera que sustituir a Ramírez de Fuenleal, al
haber sido éste promocionado al obispado de León. Por fin, en 1547, habiendo
quedado desierto el obispado de Cuenca por el fallecimiento del propio Ramírez
de Fuenleal, sería éste de nuevo la persona encargada de sustituirle.
Posteriormente sería nombrado también presidente de la chancillería de
Valladolid, ciudad en la que falleció el 13 de septiembre de 1553. Cinco años
más tarde, su cuerpo sería trasladado a la catedral conquense, para ser
sepultado en su Capilla Mayor.
Y una vez
conocida la fuerte personalidad de aquellos dos sacerdotes que habían encargado
la obra, conviene ahora hacer una somera descripción de esta genial obra de
arte. Como se ha dicho, se trata de un arco de triunfo, de doble trazado. La
parte exterior del mismo está compuesta, en primer término, por dos grandes
columnas exentas, estriadas, que alcanzar una altura aproximada de unos treinta
pies, desde las basas hasta las esculturas que la coronan, una a cada lado del
arco, esculturas que representan al Viejo y al Nuevo Testamento, con caracteres
femeninos (las nueva ley y la vieja ley). Cada columna se encuentra adornada en
su parte central, a la misma altura en la que se rematan las hornacinas
interiores que coronan las puertas de acceso al claustro, por sendos medallones
adornados muy del estilo de su autor, Esteban Jamete, del que posteriormente se
hablará, y en su interior, estos medallones están adornados con el escudo del
obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal. Esta parte externa del arco se remata por
una cornisa que se extiende desde una columna a la otra, decorada también con
relieves de grutescos y escenas de las Sagradas Escrituras, entre las que
destacan, junto a los capiteles que las coronan, en las enjutas del arco, las
representaciones de dos de las mujeres más destacadas en el Antiguo Testamento:
Jahel, atravesando con un clavo de su tienda la sien de Sísara, general de
Jabin, rey de la ciudad cananea de Asor; y Judit, blandiendo la espada con la
que va a cortarle la cabeza al general asirio Holofernes. Dos mujeres
valientes, en fin, que lograron con su actuación defender, como si se tratara
de dos soldados más, al pueblo de Israel contra sus poderosos enemigos.
Por
debajo de la cornisa se encuentra también un arco de medio punto, en el que se
representa, también en relieve, un apostolado completo, formado por los bustos
de los doce apóstoles, acompañados de sus respectivos atributos, y coronados,
en su parte central, por el del propio Jesús, en actitud de ofrecer el vino, su
sangre, en la última cena. Y arriba del todo, entre las dos esculturas que
rematan el conjunto de la obra, el majestuoso rosetón, el único que se mantiene
en pie de todos los que cerraban en aquella época los muros góticos, dando luz
al interior del templo. En este rosetón se representa, de fuera a dentro,
mediante un original árbol de Jessé, la generación temporal de Jesucristo. La
obra fue realizada por el vidriero Giraldo de Olanda en 1550, el mismo año en
el que, como ya se ha visto, fue culminado el conjunto de la obra.
Como en
un segundo plano aparece el interior del arco, que, como el exterior, también
se encuentra ricamente decorado, tanto en su parte frontal como en las
laterales, aunque algunos elementos se han perdido. Empezando por su parte
frontal, la decoración se alza sobre las dos puertas adinteladas que
propiamente dan acceso al claustro, rematadas con un cornisamento adornado con
relieves profusos de temática vegetal, sobre el que se levanta un segundo
cuerpo. Este segundo cuerpo está formado por tres hornacinas, en las que
aparece representada la Epifanía de una manera bastante original y curiosa: La
Virgen con el Niño en brazos y uno de los reyes en la hornacina central, más alta
que las laterales, y uno de los magos restantes en cada una de éstas. Todo ello
se corona a su vez con un frontón triangular, sobre la hornacina de la Virgen,
y sendos medallones sobre las dos hornacinas laterales, y sobre el pedestal en
el que se asienta la Virgen, aparece inscrito otra vez un año, ahora el de
terminación de la obra, 1550. Y entre las dos puertas, sobre una pilastra,
estuvo un tiempo colocada otra escultura, en la que se representaba la figura
del Ecce-Homo, de tamaño ligeramente inferior al natural, que en la actualidad
se encuentra en la antesala capitular, entre la sacristía y la propia sala de
los canónigos.
Pero el
interior del propio arco también se encontraba decorado de la misma forma,
aunque muchos de sus elementos se perdieron, por culpa sobre todo del
hundimiento, en 1902, de la torre del Giraldo, que en parte cayó precisamente
sobre el propio Arco de Jamete. Sí se mantuvieron las esculturas que se sitúan
entre ambos espacios, y que representan a San Pedro y San Pablo. Las bóvedas,
por su parte, también estaban decoradas con casetones, con cabezas talladas en
cada uno de dichos casetones, de muy diferente tipología entre sí, y en las
pechinas, las representaciones de los cuatro evangelistas.
Su autor
fue Esteban Jamete; de ahí el nombre con el que es conocida la obra. Este
escultor había nacido en Orleans (Francia), en los primeros años del siglo XVI,
y había llegado a España a la edad de veinte años, en 1535. Desde entonces, y
antes de su llegada a Cuenca había estado trabajando por diferentes zonas del
país: Tierra de Campos, donde parece ser que conoció a Berruguete, ambas
Castillas y Andalucía, en donde conoció también la obra de Diego de Siloé.
Además, en la catedral de Toledo estuvo trabajando a las órdenes de Alonso de Covarrubias.
Parece ser que llegó a Cuenca en 1545, poco antes de comenzar a trabajar en su
principal obra, este arco de triunfo que lleva su nombre. A Cuenca fue llamado,
parece ser, por el cabildo diocesano, hecho al que quizá no fuera ajeno el
arquitecto Andrés de Vandelvira, con el que el francés había estado colaborando
en la provincia de Jaén, y en Cuenca permanecería el resto de su vida, hasta su
fallecimiento, acaecido, parece ser, a lo largo del año 1566. Trazó también
otras obras para su catedral, como el altar de la Capilla de Santa Elena. En
1557, el tribunal conquense de la Inquisición le incoó un expediente por
judaizante, y gracias a ese proceso se pueden conocer algunas cosas de su vida,
y también, de su particular personalidad: bebedor, pendenciero, violento, y
quizá, según sus propias palabras, cercano al erasmismo. Como resultado de la
investigación, el 15 de mayo de 1558 fue obligado a abjurar.
Conocido
el nombre y la personalidad del principal autor de la obras, Esteban Jamete,
hay que decir que ya Jesús Bermejo se atrevió a sugerir la posibilidad de que
el escultor de origen francés se hubiese visto ayudado en su elaboración por
otros artistas, en base a una dudosa, según él, capacidad de Jamete para
realizar toda la obra, y sobre todo, a la rapidez con la que la hizo: “Y en
cuanto a la obra misma de la entrada a la claustra y su famoso Arco, nos parece
obligado añadir que, no obstante la enorme capacidad de trabajo que hay que
conceder al entallador Jamete, otras manos muy diestras tuvieron que colaborar
con él en el ingente trabajo de imaginería y ornamentación, que con profusión
impresionante se reparte por toda la obra. Puede considerarse que el entallador
Juanes, que después colaboró con él en el retablo de San Mateo y San Lorenzo, sería
un buen auxiliar suyo. Pero, por encima de todos, y sin descartar la
posibilidad de otros hombres, creemos que Diego de Tiedra, el que poco antes
había llevado a cabo toda la obra de ornamentación de la capilla de don
Eustaquio Muñoz, situada junto al propio Arco, y al que realmente se debe la
obra del altar de San Fabián y San Sebastián, que se hizo casi a continuación,
debió de ser parte y colaborador muy importante de Jamete, tanto en la obra de
imaginería como en la general de ornamentación. Hay afinidades entre estas dos
últimas obras y la de Jamete que acusan su contribución”[5].
Sea como
sea, el arco ha quedado para la posteridad como obra de Jamete, quien, desde
luego, debió proyectar el conjunto iconográfico (desde luego, concuerda éste
con su extraña personalidad) y quien, por otra parte, sí estaría capacitado
para realizar una obra de estas características, tal y como puede apreciarse en
otras obras suyas, extendidas dentro y fuera de los muros catedralicios. Sí
conviene pensar, sin embargo, en la posible ayuda de un maestro de arquitectura
a la hora de realizar el planteamiento generar del arco y encuadrarlo en el
conjunto de la catedral, a pesar de que él mismo se define también como
arquitecto, además de entallador e imaginero. No resultaría demasiado extraño,
en ese caso, que pudiera tratarse del arquitecto albacetense Andrés de
Vandelvira, quien se encontraba activo en la diócesis conquense, de la que
llegó a ser incluso maestro mayor de obras, en diferentes etapas, entre 1529 y
1567. En efecto, éste había nacido en el pueblo de Alcaraz en 1509, y era hijo
y alumno de Pedro de Vandelvira, quien había aprendido el nuevo estilo
renacentista en Italia, donde llegó incluso a conocer al propio Miguel Ángel.
Es conocida la colaboración existente entre estos dos geniales artistas en
algunas obras, sobre todo en la iglesia del Salvador de Úbeda (Jaén). Por otra
parte, también es sabido que el arquitecto había realizado, ya en su pueblo
natal, una impresionante, y también renacentista, Plaza Mayor, y que en una de
las esquinas de la plaza realizó a portada del Alhorí, una genial obra de arte
en la que también se combina la arquitectura y la escultura, como en el propio
Arco de Jamete, al cual se parece enormemente, aunque en unas dimensiones
bastante más reducidas.
[1] Aurell, M., “Alfonso VIII,
cultura e imagen de un reinado”, en Poza Yagüe, M. y Olivares Martínez, D.
(eds.), Alfonso VIII y Leonor de
Inglaterra: confluencias artísticas en el entorno de 1200, Madrid,
Ediciones Complutense, 2017, pp. 19-68.
[2] Recuenco Pérez, Julián,
“La diócesis de Cuenca entre los siglos XV y XVI: poder económico y renovación
artística”, en Campos, F. Javier (coord..), La
Iglesia y el mundo hispánico en tiempos de Santo Tomás de Villanueva
(1486-1555), San Lorenzo del Escorial, Instituto Escurialense de
Investigaciones Históricas y Artísticas, 2018, pp. 711-730.
[3] Ibáñez Martínez, P.M., Pintura conquense del siglo XVI, Cuenca,
Diputación Provincial, 1993-1995 (tres tomos); López-Yarto Elizalde, A. La orfebrería del siglo XVI en la provincia
de Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial, 1998; Rokiski Lázaro, M.L., Arquitectura del siglo XVI en Cuenca,
Cuenca, Diputación Provincial, 1985; Rokiski Lázaro, M.L., Rejería del siglo XVI en Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial,
1998; Rokiski Lázaro, M.L., Escultores
del siglo XVI en Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial, 2011. Junto a estas
importantes monografías de carácter general, podrían citarse multitud de libros
y artículos, publicados por estos y otros autores, cuya lectura ayuda a
comprender mejor el arte conquense durante toda la centuria.
[4] Bermejo Díez, J., La catedral de Cuenca, Cuenca, Caja
Provincial de Ahorros de Cuenca, 1976, pp. 47-58.
[5] Bermejo Díez, J., p. 228.