Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 27 de septiembre de 2019

LLa catedral de Cuenca en el siglo XVI. Renovación artística y poder en el Renacimiento (I)


Artículo publicado en el libro “El mundo de las catedrales (España e Hispanoamérica)”, coordinado por el padre Francisco Javier Campos, agustino, y editado por el Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas y Artísticas

Introducción
              El año pasado quise destacar en este mismo foro la importante relación que siempre ha existido entre las diferentes manifestaciones artísticas y otras facetas del pasado; en efecto, los aspectos sociales, económicos, culturales, de cada momento, no son ajenos al desarrollo de los diferentes estilos artísticos. En este sentido, Martín Aurell ha afirmado lo siguiente, en el marco de un encuentro científico que se celebró en el año 2017 en la Universidad Complutense de Madrid, dedicado a estudiar la importancia que tuvieron tanto el rey Alfonso VIII de Castilla como su esposa, Leonor Plantagenet, en el desarrollo del gótico en todo el reino de Castilla: “Los asertos que preceden quizá desentonen hoy en el panorama metodológico de la Historia del Arte, al igual que en el de la crítica literaria o el de la filosofía. En efecto, desde finales de los años 1980, estas disciplinas dejan de lado demasiado a menudo el contexto socio-histórico de la creación artística, poética e intelectual. Conceden una ontología propia a la obra y una personalidad casi sobrehumana al artista, al escritor o al pensador, como si no estuviera de ningún modo condicionado por el mundo en el que trabaja. ¿Se trata de una regresión epistemológica? Seguramente no tenemos todavía la perspectiva necesaria para juzgarlo, pero es preciso constatar que analizar la creación artística fuera de su medio disminuye el diálogo entre las ciencias académicas, impide demasiado a menudo la interdisciplinariedad al historiador del arte. Evita que el historiador de la sociedad, de la cultura y de la política use la imagen o el monumento como una fuente que, con el mismo título que la carta, la crónica o el registro contable, le ayuda a comprender mejor el período de su predilección.”[1]
              En esa misma dirección incidía yo mismo el año pasado en estos encuentros escurialenses; en cómo el desarrollo económico al que se vio sometida la ciudad de Cuenca durante la primera mitad del siglo XVI, un desarrollo que nunca había tenido hasta entonces, y que ya nunca más volvería a alcanzar, y también la presencia excepcional de algunas grandes figuras entre los integrantes en aquel momento del cabildo diocesano, pudieron influir de manera determinante en la irrupción del renacimiento italianizante en el conjunto del arte conquense, principalmente en su catedral[2]. En efecto, fueron figuras destacadas como Gómez Carrillo de Albornoz o Eustaquio Muñoz, los que permitieron, con su mecenazgo, la llegada a Cuenca de artistas destacados, como el pintor Fernando Yáñez de la Almedina o el escultor Diego de Tiedra, que habían aprendido el nuevo estilo fuera de la diócesis, trasladando sus conocimientos también a los propios artistas de la tierra: en concreto, el primero de ellos, como es sabido, lo había aprendido incluso en Italia, de manos del propio Leonardo da Vinci, y también, según algunos especialistas, de Rafael.
              Se podrían haber elegido otros ejemplos de ese nuevo estilo, exponentes todos ellos del renacimiento conquense, que en ese momento se estaba iniciando también en otras ciudades españolas. Para bien o para mal, el importante desarrollo económico que se dio en la ciudad durante la primera mitad de la centuria, gracias sobre todo al desarrollo de la ganadería  y de las diferentes industrias que estaban relacionadas con ella (hay que destacar aquí también la importante colección de alfombras y de tapices que todavía conserva la catedral, muchos de ellos realizados en la propia capital conquense, una parte de las cuales se puede apreciar en su Museo Diocesano ), posibilitó que en aquella época se abrieran gran cantidad de nuevas capillas, y que otras ya existentes vieran modificada en ese momento su decoración mobiliaria con nuevos altares, trazados en ese nuevo estilo, que acababa de llegar a nuestro país desde la península italiana. De esta forma, la catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano, como han venido a reconocer en los últimos tiempos, por fin, algunos especialistas, quedaba enmascarada por ese nuevo estilo renacentista, hermoso pero tan distinto al gótico, en el que había sido ideada por sus primitivos constructores. El problema, si es que lo hay, no es propio sólo de la catedral conquense, sino de todas las catedrales medievales; pero en Cuenca fue una de las causas que provocaron el olvido en el que nuestro principal templo quedó sumido hasta tiempos muy recientes.
              Se podían haber puesto otros ejemplos, sí, pero preferí en aquella ocasión, tratando como lo hacía de los inicios del renacimiento en nuestra ciudad, elegir precisamente aquellas dos capillas, porque fueron las primeras, las que marcaron tendencia en las décadas posteriores. Es sabido que el Renacimiento, que en Italia llevaba ya para entonces más de cien años de vida, se extendió por todos los rincones de España durante todo el siglo XVI, alcanzando incluso los primeros años de la centuria siguiente, hasta la irrupción definitiva del barroco a mediados de la centuria siguiente. Coinciden esos años, como se ha dicho, con el periodo en el que Cuenca alcanzó su mayor apogeo precisamente en la catedral, con un prelado que era uno de los mejor dotados en aquella época, y con un cabildo que no le iba demasiado a la zaga, allí donde ese apogeo se hacía más manifiesto. Por ello, son numerosas las obras de arte que en aquella centuria se realizaron para este templo. También debieron ser importantes y numerosas las que se hicieron para el resto de las iglesias, como nos lo demuestra la documentación de archivo, pero la gran destrucción que siguió a ese periodo histórico (la provocada por las guerras, con la Guerra de Sucesión y la Guerra de la Independencia a la cabeza, sin olvidar tampoco la Guerra Civil, y la destrucción callada, silenciosa pero letal, provocada por la incuria y el paso del tiempo), provocaron la pérdida de una parte importante de ese patrimonio.
              Mi aportación en esta nueva obra pretende seguir los pasos de aquel trabajo anterior, destacando en esta ocasión otras dos obras renacientes, posteriores, que terminaron de conformar lo más granado del renacimiento en la catedral de Cuenca, desde el clasicismo plateresco del Arco de Jamete hasta la sobriedad herreriana de la Capilla del Espíritu Santo. Sin embargo, no se pueden obviar otras obras que todavía se conservan en el edificio, obras que, desde su contemplación directa, permiten conocer más profundamente esta etapa de nuestra historia, ese nuevo estilo renacentista que se desarrolló durante todo el siglo XVI, no ya en la propia catedral, sino en el conjunto de la diócesis. Un estilo renacentista que, desde luego, ha sido el mejor estudiado en su conjunto durante estos últimos años, en todas sus facetas[3]. Un estilo renacentista que, incluso, todavía puede aportarnos algunas sorpresas, como el lienzo descubierto muy recientemente, en el mes de enero de este mismo año, debajo de un posterior retablo dieciochesco, cuando éste fue levantado para proceder a su restauración. Un cuadro en el que se representa a San Julián, segundo obispo y patrono de la diócesis, vestido de pontifical, que a falta de un estudio más detallado pudo haber sido realizado por Gonzalo Gómez, heredero del taller familiar que había iniciado su padre, Martín Gómez, quien a su vez había sido alumno del propio Fernando Yáñez, durante los años que éste permaneció en Cuenca, pintando los cuadros de la Capilla de Caballeros y alguno más, como la Visitación de la Virgen y la Adoración de los Pastores, que pintó para el retablo de la pequeña Capilla de los Peso.
              No se trata aquí tampoco de realizar el catálogo completo del renacimiento conquense, ni siquiera del renacimiento que se puede contemplar dentro de los muros catedralicios, algo que ya han hecho, cada uno en su especialidad, los autores antes citados. Sí quiero resaltar, sin embargo, la importancia de algunos de estos maestros llegados de fuera en el arte posterior que se desarrolló en la capital conquense. Algunos procedían incluso de más allá de los Pirineos (Bartolomé de Matarana o Rómulo Cincinato entre los pintores; Diego de Tiedra o Giraldo de Flugo entre los escultores), reclamados a la capital conquense por comitentes que usualmente, tal y como se ha dicho, formaban parte del propio cabildo diocesano, y que aquí se establecieron durante un tiempo más o menos largo, estableciendo sus propios talleres e influyendo en la obra posterior de los artistas locales, como en los pintores de la familia Gómez o Gonzalo de Castro, o como en los escultores Diego Cerezo o Martín Hernández. También en otras facetas artísticas alcanzaron nombre propio en nuestra ciudad fuera de ella, artistas dedicados a otras facetas, como los plateros Francisco,  Alonso y Cristóbal Becerril, o los rejeros Francisco de Arenas o Esteban Lemosín.
              Pero antes de empezar a desarrollar más detenidamente esos dos espacios cultuales, representativo uno de ellos, el Arco de Jamete, de ese renacimiento pleno, asentado del todo ya en la ciudad del Júcar, y representativo el otro, la Capilla del Espíritu Santo, de ese sabor herreriano que se extendió por el centro de Castilla a partir de las obras del monasterio de San Lorenzo del Escorial, creo necesario hablar también de otra de las capillas trazadas en aquel primer periodo, casi coetáneo a las de Caballeros y Muñoz. Se trata de la capilla de los Apóstoles, fundada también por aquellos mismos años que aquellas dos capillas estudiadas en el trabajo anterior, por el chantre de la catedral, García de Villarroel, quien había sido en 1521 uno de los comisionados por el monarca Carlos I para debatir contra el propio Martín Lutero, en la llamada Dieta de Worms. Este hecho basta para demostrar por sí mismo la fuerte personalidad del comitente, que bastó para vencer la importante corriente de opinión, contaría a la construcción de la capilla, que el eclesiástico se encontró en el seno del propio cabildo[4].
              El interior de la capilla, como las que por aquellas mismas fechas estaban fundando Eustaquio Muñoz o Gómez Carrillo de Albornoz, muestra también esa misma combinación entre el último gótico y el primer renacimiento, que tan característico es del periodo en el que la obra fue trazada, el primer tercio del siglo XVI, y el obra de los maestros Antonio Flórez y Juan de Alviz. Pero el más puro plateresco se asoma ya al exterior, un exterior que fue realizado también por esos mismos autores, aunque en este caso, olvidando ya definitivamente ese tardogótico que aún se aprecia en algunos elementos del interior.
              Destaca también de esta capilla su retablo principal, en el que se combinan muy acertadamente la pintura y la escultura, para ofrecer al espectador una obra de arte excepcional y muy homogénea. La escultura se manifiesta en su calle central, en la que se muestran, en una disposición ascendente, diversas escenas en relieve en las que se representan el Entierro de Cristo, la Resurrección, la Ascensión de María al cielo, y el Padre Eterno. Por lo que respecta a la pintura, ésta se manifiesta en las cuatro calles laterales, reducidas sólo a dos en su parte superior, bajo la cornisa. Y sobre ella, su parte más alta, el conjunto se remata con un Cristo crucificado, también de escultura. Se sabe que el autor de los relieves de la Ascensión y la Resurrección fueron realizados hacia 1560 por Giraldo de Flugo, un escultor que había nacido en los Países Bajos en 1519, y que había llegado a Cuenca cuando apenas contaba veinte años, donde fue alumno de su compatriota, Diego de Tiedra. Aquí, en la capital conquense, pasaría el resto de su vida, influyendo determinantemente en otros escultores, entre ellos su propio hijo, llamado como él pero ya nacido en Cuenca, Y en cuanto a la pintura, ha sido atribuida a Martín Gómez, alumno a su vez, como ya hemos dicho, del ya citado Fernando Yáñez de la Almedina.

El Arco de Jamete
              El Renacimiento llega a su plenitud en el primer templo conquense en el llamado Arco de Jamete, una especie de arco del triunfo, del más puro estilo clasicista, pero con una concepción muy cercana también al plateresco, que fue mandado construir en 1546 por el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal, con el fin de dar acceso al también renacentista claustro. Éste es el año que figura como tal en la parte superior de la obra, pero sabemos por la documentación, procedente del libro de fábrica, que las obras habían sido iniciadas ya el año anterior, y que no sería finalizada hasta seis años más tarde, en 1560, durante la prelatura de su sucesor en la cátedra conquense, el prelado Miguel Muñoz. Por ello, conviene conocer, antes de analizar la obra en sí, algunos aspectos biográficos de ambos comitentes.
              Sebastián Ramírez de Fuenleal había nacido en la propia diócesis conquense, en el pueblo de Villaescusa de Haro, durante los últimos años del siglo XV, en el seno de una familia que ya había dado, y que continuaría dando, multitud de hijos a la Iglesia, muchos de los cuales llegaron a alcanzar la prelatura diocesana. Después de haber realizado sus primeros estudios en el Colegio Mayor de Santa Cruz, de la Universidad de Valladolid, fue nombrado inquisidor de Sevilla, y más tarde, oidor y presidente de la chancillería de Granada. Desde allí, nuestro personaje fue promocionado por el emperador Carlos V para obispo de la isla de Santo Domingo, a la que llegó en 1528, y donde logró acabar, al menos temporalmente, con la trata de esclavos. Este hecho contribuyó a un nuevo nombramiento, ya en el continente americano, como virrey de Nueva España e Indias Occidentales, cargo que compatibilizó con el obispado de Méjico. Allí logró terminar su catedral, e iniciar una nueva en la ciudad de Puebla de los Ángeles, donde también fundó un seminario. En 1538 regresó a Europa, al ser nombrado primero obispo de Tuy y presidente de la audiencia de Granada, y después, sucesivamente, obispo de León, en 1540, y de Cuenca, en 1542. Al frente de la sede conquense permanecería cinco años, hasta su fallecimiento, que se produjo el 22 de enero de 1547, poco tiempo después de que se hubiera iniciado su fundación en el seno de la catedral conquense.
              Le sucedió en la diócesis otro prelado oriundo también de la provincia. En efecto, Miguel Muñoz había nacido en el pueblo de Poyatos, en la serranía conquense, en el seno de una familia de origen bastante humilde, lo que no le impidió, sin embargo, recibir los primeros estudios eclesiásticos, gracias a una beca que disfrutó en el colegio salmantino de Monte Olivete. Desde allí pasó al colegio mayor de San Bartolomé, en la misma ciudad del Tormes, donde se doctoró en ambos derechos. En 1521 fue nombrado juez u oidor de la chancillería de Granada, ciudad en la que conoció por primera vez a su paisano, aquél a quien, con el tiempo, tendría que sustituirle en varias ocasiones al frente de diferentes obispados. Y en los años siguientes sería nombrado sucesivamente canónigo de la diócesis de Coria, capellán mayor de la Capilla Real de la ciudad nazarí, y miembro del Supremo Consejo de la Inquisición, hasta que el emperador Carlos le presentara como obispo para la diócesis de Tuy, en 1540. Sería ésta la primera vez que tuviera que sustituir a Ramírez de Fuenleal, al haber sido éste promocionado al obispado de León. Por fin, en 1547, habiendo quedado desierto el obispado de Cuenca por el fallecimiento del propio Ramírez de Fuenleal, sería éste de nuevo la persona encargada de sustituirle. Posteriormente sería nombrado también presidente de la chancillería de Valladolid, ciudad en la que falleció el 13 de septiembre de 1553. Cinco años más tarde, su cuerpo sería trasladado a la catedral conquense, para ser sepultado en su Capilla Mayor.
              Y una vez conocida la fuerte personalidad de aquellos dos sacerdotes que habían encargado la obra, conviene ahora hacer una somera descripción de esta genial obra de arte. Como se ha dicho, se trata de un arco de triunfo, de doble trazado. La parte exterior del mismo está compuesta, en primer término, por dos grandes columnas exentas, estriadas, que alcanzar una altura aproximada de unos treinta pies, desde las basas hasta las esculturas que la coronan, una a cada lado del arco, esculturas que representan al Viejo y al Nuevo Testamento, con caracteres femeninos (las nueva ley y la vieja ley). Cada columna se encuentra adornada en su parte central, a la misma altura en la que se rematan las hornacinas interiores que coronan las puertas de acceso al claustro, por sendos medallones adornados muy del estilo de su autor, Esteban Jamete, del que posteriormente se hablará, y en su interior, estos medallones están adornados con el escudo del obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal. Esta parte externa del arco se remata por una cornisa que se extiende desde una columna a la otra, decorada también con relieves de grutescos y escenas de las Sagradas Escrituras, entre las que destacan, junto a los capiteles que las coronan, en las enjutas del arco, las representaciones de dos de las mujeres más destacadas en el Antiguo Testamento: Jahel, atravesando con un clavo de su tienda la sien de Sísara, general de Jabin, rey de la ciudad cananea de Asor; y Judit, blandiendo la espada con la que va a cortarle la cabeza al general asirio Holofernes. Dos mujeres valientes, en fin, que lograron con su actuación defender, como si se tratara de dos soldados más, al pueblo de Israel contra sus poderosos enemigos.
              Por debajo de la cornisa se encuentra también un arco de medio punto, en el que se representa, también en relieve, un apostolado completo, formado por los bustos de los doce apóstoles, acompañados de sus respectivos atributos, y coronados, en su parte central, por el del propio Jesús, en actitud de ofrecer el vino, su sangre, en la última cena. Y arriba del todo, entre las dos esculturas que rematan el conjunto de la obra, el majestuoso rosetón, el único que se mantiene en pie de todos los que cerraban en aquella época los muros góticos, dando luz al interior del templo. En este rosetón se representa, de fuera a dentro, mediante un original árbol de Jessé, la generación temporal de Jesucristo. La obra fue realizada por el vidriero Giraldo de Olanda en 1550, el mismo año en el que, como ya se ha visto, fue culminado el conjunto de la obra.
              Como en un segundo plano aparece el interior del arco, que, como el exterior, también se encuentra ricamente decorado, tanto en su parte frontal como en las laterales, aunque algunos elementos se han perdido. Empezando por su parte frontal, la decoración se alza sobre las dos puertas adinteladas que propiamente dan acceso al claustro, rematadas con un cornisamento adornado con relieves profusos de temática vegetal, sobre el que se levanta un segundo cuerpo. Este segundo cuerpo está formado por tres hornacinas, en las que aparece representada la Epifanía de una manera bastante original y curiosa: La Virgen con el Niño en brazos y uno de los reyes en la hornacina central, más alta que las laterales, y uno de los magos restantes en cada una de éstas. Todo ello se corona a su vez con un frontón triangular, sobre la hornacina de la Virgen, y sendos medallones sobre las dos hornacinas laterales, y sobre el pedestal en el que se asienta la Virgen, aparece inscrito otra vez un año, ahora el de terminación de la obra, 1550. Y entre las dos puertas, sobre una pilastra, estuvo un tiempo colocada otra escultura, en la que se representaba la figura del Ecce-Homo, de tamaño ligeramente inferior al natural, que en la actualidad se encuentra en la antesala capitular, entre la sacristía y la propia sala de los canónigos.
              Pero el interior del propio arco también se encontraba decorado de la misma forma, aunque muchos de sus elementos se perdieron, por culpa sobre todo del hundimiento, en 1902, de la torre del Giraldo, que en parte cayó precisamente sobre el propio Arco de Jamete. Sí se mantuvieron las esculturas que se sitúan entre ambos espacios, y que representan a San Pedro y San Pablo. Las bóvedas, por su parte, también estaban decoradas con casetones, con cabezas talladas en cada uno de dichos casetones, de muy diferente tipología entre sí, y en las pechinas, las representaciones de los cuatro evangelistas.
              Su autor fue Esteban Jamete; de ahí el nombre con el que es conocida la obra. Este escultor había nacido en Orleans (Francia), en los primeros años del siglo XVI, y había llegado a España a la edad de veinte años, en 1535. Desde entonces, y antes de su llegada a Cuenca había estado trabajando por diferentes zonas del país: Tierra de Campos, donde parece ser que conoció a Berruguete, ambas Castillas y Andalucía, en donde conoció también la obra de Diego de Siloé. Además, en la catedral de Toledo estuvo trabajando a las órdenes de Alonso de Covarrubias. Parece ser que llegó a Cuenca en 1545, poco antes de comenzar a trabajar en su principal obra, este arco de triunfo que lleva su nombre. A Cuenca fue llamado, parece ser, por el cabildo diocesano, hecho al que quizá no fuera ajeno el arquitecto Andrés de Vandelvira, con el que el francés había estado colaborando en la provincia de Jaén, y en Cuenca permanecería el resto de su vida, hasta su fallecimiento, acaecido, parece ser, a lo largo del año 1566. Trazó también otras obras para su catedral, como el altar de la Capilla de Santa Elena. En 1557, el tribunal conquense de la Inquisición le incoó un expediente por judaizante, y gracias a ese proceso se pueden conocer algunas cosas de su vida, y también, de su particular personalidad: bebedor, pendenciero, violento, y quizá, según sus propias palabras, cercano al erasmismo. Como resultado de la investigación, el 15 de mayo de 1558 fue obligado a abjurar.
              Conocido el nombre y la personalidad del principal autor de la obras, Esteban Jamete, hay que decir que ya Jesús Bermejo se atrevió a sugerir la posibilidad de que el escultor de origen francés se hubiese visto ayudado en su elaboración por otros artistas, en base a una dudosa, según él, capacidad de Jamete para realizar toda la obra, y sobre todo, a la rapidez con la que la hizo: “Y en cuanto a la obra misma de la entrada a la claustra y su famoso Arco, nos parece obligado añadir que, no obstante la enorme capacidad de trabajo que hay que conceder al entallador Jamete, otras manos muy diestras tuvieron que colaborar con él en el ingente trabajo de imaginería y ornamentación, que con profusión impresionante se reparte por toda la obra. Puede considerarse que el entallador Juanes, que después colaboró con él en el retablo de San Mateo y San Lorenzo, sería un buen auxiliar suyo. Pero, por encima de todos, y sin descartar la posibilidad de otros hombres, creemos que Diego de Tiedra, el que poco antes había llevado a cabo toda la obra de ornamentación de la capilla de don Eustaquio Muñoz, situada junto al propio Arco, y al que realmente se debe la obra del altar de San Fabián y San Sebastián, que se hizo casi a continuación, debió de ser parte y colaborador muy importante de Jamete, tanto en la obra de imaginería como en la general de ornamentación. Hay afinidades entre estas dos últimas obras y la de Jamete que acusan su contribución”[5].            

              Sea como sea, el arco ha quedado para la posteridad como obra de Jamete, quien, desde luego, debió proyectar el conjunto iconográfico (desde luego, concuerda éste con su extraña personalidad) y quien, por otra parte, sí estaría capacitado para realizar una obra de estas características, tal y como puede apreciarse en otras obras suyas, extendidas dentro y fuera de los muros catedralicios. Sí conviene pensar, sin embargo, en la posible ayuda de un maestro de arquitectura a la hora de realizar el planteamiento generar del arco y encuadrarlo en el conjunto de la catedral, a pesar de que él mismo se define también como arquitecto, además de entallador e imaginero. No resultaría demasiado extraño, en ese caso, que pudiera tratarse del arquitecto albacetense Andrés de Vandelvira, quien se encontraba activo en la diócesis conquense, de la que llegó a ser incluso maestro mayor de obras, en diferentes etapas, entre 1529 y 1567. En efecto, éste había nacido en el pueblo de Alcaraz en 1509, y era hijo y alumno de Pedro de Vandelvira, quien había aprendido el nuevo estilo renacentista en Italia, donde llegó incluso a conocer al propio Miguel Ángel. Es conocida la colaboración existente entre estos dos geniales artistas en algunas obras, sobre todo en la iglesia del Salvador de Úbeda (Jaén). Por otra parte, también es sabido que el arquitecto había realizado, ya en su pueblo natal, una impresionante, y también renacentista, Plaza Mayor, y que en una de las esquinas de la plaza realizó a portada del Alhorí, una genial obra de arte en la que también se combina la arquitectura y la escultura, como en el propio Arco de Jamete, al cual se parece enormemente, aunque en unas dimensiones bastante más reducidas.





[1] Aurell, M., “Alfonso VIII, cultura e imagen de un reinado”, en Poza Yagüe, M. y Olivares Martínez, D. (eds.), Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra: confluencias artísticas en el entorno de 1200, Madrid, Ediciones Complutense, 2017, pp. 19-68.
[2] Recuenco Pérez, Julián, “La diócesis de Cuenca entre los siglos XV y XVI: poder económico y renovación artística”, en Campos, F. Javier (coord..), La Iglesia y el mundo hispánico en tiempos de Santo Tomás de Villanueva (1486-1555), San Lorenzo del Escorial, Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas y Artísticas, 2018, pp. 711-730.
[3] Ibáñez Martínez, P.M., Pintura conquense del siglo XVI, Cuenca, Diputación Provincial, 1993-1995 (tres tomos); López-Yarto Elizalde, A. La orfebrería del siglo XVI en la provincia de Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial, 1998; Rokiski Lázaro, M.L., Arquitectura del siglo XVI en Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial, 1985; Rokiski Lázaro, M.L., Rejería del siglo XVI en Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial, 1998; Rokiski Lázaro, M.L., Escultores del siglo XVI en Cuenca, Cuenca, Diputación Provincial, 2011. Junto a estas importantes monografías de carácter general, podrían citarse multitud de libros y artículos, publicados por estos y otros autores, cuya lectura ayuda a comprender mejor el arte conquense durante toda la centuria.
[4] Bermejo Díez, J., La catedral de Cuenca, Cuenca, Caja Provincial de Ahorros de Cuenca, 1976, pp. 47-58.
[5] Bermejo Díez, J., p. 228.

viernes, 20 de septiembre de 2019

SAN MATEO, VACAS Y PENDÓN


Este texto fue publicado por primera vez en el periódico Nuevo Diario del Júcar el día 23 de septiembre de 1990. Ahora, casi treinta años más tarde, he dedicado recuperarlo para el blog, aún consciente de hay algunas afirmaciones que no corresponden con la realidad histórica. Por supuesto, el campamento del rey Alfonso no pudo estar establecido en el lugar en el que dice la tradición, lo que después sería llamado la Cruz del Humilladero o el Campo de San Francisco; el lugar estaba demasiado cercano a la ciudad y desprotegido contra las incursiones musulmanas. ¿Y qué decir, si no, de la tradicional interpretación de nuestros símbolos heráldicos, el cáliz, la estrella y el campo de gules? No creo necesario insistir más en la verdadera significación de estos símbolos, teoría (y no sólo teoría) que fuera defendida por primera vez por el ya fallecido Heliodoro Cordente hace ya muchos años. De la misma forma, gracias a las investigaciones más recientes, sobre todo las realizadas por el medievalista José Antonio Almonacid Clavería, sabemos que uno de los máximos actores de la reconquista según la leyenda, Pedro Ruiz de Azagra, señor de Albarracín, ni siquiera pudo estar allí, debido a que en ese momento se encontraba exiliado de Castilla. Se podría decir entonces que uno de los protagonistas de la representación teatral de la conquista, que afortunadamente se ha asentado entre las celebraciones previas a los días de San Mateo, sobra en dicha escenografía. Sin embargo, considero que también la leyenda y el mito forma parte de nosotros como conquenses, y que lo importante es saber diferenciar dónde acaba la leyenda y dónde empieza la historia. Eliminar a Azagra de la representación obligaría a eliminar también a personajes tan nuestros como el pastor Martín Alhaja, que en realidad no es más que el reflejo local de algunas crónicas medievales sobre un hecho posterior, protagonizado también por el rey Alfonso: la batalla de las Navas de Tolosa. Más allá de esas diferencias reales entre la historia y la leyenda, el sentido real del texto, el de incidir en la necesidad de que las peñas participen más de la tradición, más allá de la zurra, los cubatas y los bocadillos, no ha perdido vigencia, tal y como se pudo demostrar este año en la representación de Cuenca Histórica, a la que faltaron más de la mitad de las peñas, como faltaron también, incluso, en el desfile inaugural de la propia fiesta.


Otra vez, como ocurre siempre que el otoño abre sus puertas, la Plaza Mayor, ese atípico laberinto de callejuelas derruidas y convertidas en la más amplia explanada urbana de la Cuenca antigua, se convierte en plaza de toros para saludar el día de San Mateo, apóstol, evangelista y, con anterioridad a ello, cobrador de impuestos para la Roma imperial. La ciudad del cáliz y la estrella celebra en este día la conquista de sus muros por el noble rey Alfonso.

            Eran las seis de la mañana del 21 de septiembre de 1177 cuando el caíd de la ciudad musulmana, Abu Bakr, entregaba al rey Alfonso, el quinto de la dinastía Borgoña en España, las llaves de la ciudad. El sol no había aparecido aún tras el Cerro del Socorro, y el campo de San Francisco, allí donde se hallaba el campamento cristiano, en hallaba aún en penumbra. Cuatrocientos años más tarde, aproximadamente, comenzó la costumbre de correr vacas enmaromadas por la Cuenca antigua.

            Más tarde, surgió un intento de explicación formal para esta fiesta. La vaca, astifina, con sus cuernos en forma de media luna, representaría al enemigo musulmán dominado. La maroma sería la representación del dominio cristiano sobre los defensores de la religión de Mahoma. Este tema es algo realmente sin importancia, sobre todo si tenemos en cuenta del primer documento del que se tiene constancia y que haba de esa costumbre, está fechado a finales del siglo XVI, cuatrocientos años después de que la ciudad fuera conquistada. Desde un tiempo a esta parte, el ritmo vivo de las peñas ha venido a añadirse al colorido de la fiesta. Estas peñas deben ser conscientes de que hoy son parte importante de la misma. No deben limitarse, como hacen la mayor parte de ellas, a ser un grupo de amigos que estos días se ponen la misma camiseta y meriendan juntos. Deben tomar parte más activa en todos los actos que se celebren, festivos o culturales. Dejarse ver más en los sitios de mayor tradición, y sobre todo, participar ellos también en el doble traslado del pendón del rey Alfonso.

            Porque, aunque lo más conocido, y quizá también lo más destacado, de la fiesta de San Mateo, sea la vaca, esto no lo es todo. Muchos conquenses ni siquiera saben que en la catedral se conserva la bandera (realmente es un duplicado de ésta), con la que el joven rey entró en Cuenca. La misma bandera que cada 20 de septiembre es trasladada por el pleno del Ayuntamiento a la casa consistorial, para que duerma allí esa noche. Al día siguiente, con la misma solemnidad, es devuelta a la catedral.

Recuerdo cuando era un niño, los primeros años que me dejaban subir sólo a la vaca, las innecesarias carreras que me daba, desde la curva del Palacio Episcopal hasta la barrera de Alfonso VIII todo de un tirón, o casi, cuando la vaca aún debía estar junto al pilón. Recuerdo que me gustaba refugiarme en el portal de la casa donde nació Lucas Aguirre , y recuerdo cómo una vez la metieron allí, y la mayor parte de los que estábamos rodamos escaleras abajo. Recuerdo que me gustaba subirme a las ventanas que hay frente a la catedral, y desde allí hacer el quite de la reja, como señalara en su pregón José Vicente Ávila. Recuerdo mi primer susto, con el pitón de una vaca inquieta muy cerca de mi pierna.

Con el paso de los años se corre de una manera distinta, más cerca de la vaca, y sin tantos alardes de valor mal entendido.[1] Se intenta siempre adivinar hacia dónde va a ir el animal, si es que va a ir a algún sitio, porque algunas veces parece un milagro que la vaca pueda continuar en pie, rodeada de tanta gente, sin espacio apenas para respirar. Cuesta ya trabajo acercarse a la vaca, sobre todo si ésta se para, si no tiene recorrido. Antes se podía esquivar al animal. Ahora no; ahora tienes que ir siempre a donde la multitud te lleve, y un cambio en la dirección te puede proporcionar una caída no deseada, y después, ser pisoteado por los que vienen detrás. Hoy hay más peligro en la gente que en los cuernos del animal, sobre todo desde que algunos jóvenes, y no tan jóvenes, se arriesgan a salir a la plaza sólo después de haber quemado sus miedos después de una cantidad excesiva de zurra o de vino. No son muchos los que así salen, pero es un peligro constante allí donde el animal está cerca.


A mí, como conquense, me gusta San Mateo. Amo cualquier fiesta en la que el toro o la vaca sea el principal protagonista. Pero también sufro cuando veo que la vaca apenas puede tenerse en pie, que se cae una y otra vez, a causa de que apenas le queda fuerza para mantenerse sobre el resbaladizo empedrado de la Plaza Mayor. Y sufro sobre todo cuando vez a algunos, jóvenes y no tan jóvenes, que seguramente aman la fiesta como yo, pero que castigan al animal excesivamente.

Mañana, la fiesta se habrá acabado. Mañana comienza en Cuenca la segunda parte del año festivo, esa que va desde San Mateo al Domingo de Ramos. Y cuando, a la manera de los sanfermines, cantemos hoy el “pobre de mí”, otra vez nos sorprenderemos de haber terminado un año más sin haber sufrido la temida cornada.





[1] Hoy, pasados, como digo, treinta años de aquel artículo, y como tantos otros de mi generación. me tengo que conformar con quedarme en la Plaza Mayor, y hacer el “quite de los bares”.

viernes, 13 de septiembre de 2019

La catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano. Alfonso VIII y Leonor Plantagenet, impulsores de un templo cristiano (II)


Ponencia presentada en el II Congreso "Arte, Cultura y Patrimonio". Museo Etnográfico de Castilla y León. Zamora, 1 a 4 de septiembre de 2019.

La catedral de Cuenca. Elementos y fases constructivas


           

Después de todo lo dicho, ¿a qué periodo y estilo corresponde entonces la construcción de la catedral de Cuenca? Desde luego, intentar clasificar y dividir en subestilos dentro de una rama común, resulta muchas veces un ejercicio demasiado complicado, y cualquier teorificación en este sentido siempre va a contar con defensores y detractores. Se ha hablado de un supuesto estilo anglonormando, cuando en realidad no sabemos bien a qué nos estamos refiriendo con este término. Si hablamos de arquitectura normanda, nos estamos refiriendo, más bien, a un tipo de románico, extendido por esa parte de Francia, y también por el sur de Inglaterra y otras regiones europeas, durante los siglos XI y XII, a impulso de los avances normandos. Si hablamos de gótico inglés, debemos referirnos entonces al primer gótico inglés, o Early Style, en estilo surgido en realidad a caballo entre los siglos XII y XIII, en parte como derivación del viejo estilo normando al mezclarse con el gótico en los tiempos de Leonor de Aquitania y de sus hijos ingleses. En todo caso, los primeros edificios levantados en este estilo, como ya hemos visto, son todos ellos posteriores a la catedral conquense. Y si otros autores han hablado de un gótico franco-normando, o de un gótico de influencia franco-borgoñona, esto apenas es decir nada.

            Quizá lo más adecuado sea hablar de un gótico angevino, gótico Plantagenet o gótico occidental, que de las tres formas ha sido definido por los estudiosos este tipo especial del gótico nacido en las tierras normandas de la dinastía Plantagenet, a la que pertenecía la reina Leonor de Castilla. Este estilo se caracteriza, entre otros aspectos de importancia, por contar con tres portadas en la fachada principal, como ocurre en Cuenca. También, por la estructura de las bóvedas, con una clave bastante más elevada que los arcos formeros, tal y como se observa también en el caso conquense, principalmente, en el crucero o linterna.


            Se observa en la fábrica medieval de la catedral conquense la sucesión de tres etapas constructivas. En la primera, que se corresponde con los últimos años del siglo XII y los primeros decenios de la centuria siguiente, se realizó toda la cabecera del templo, hasta el crucero y la llamada Torre del Ángel, o torre-linterna. A mediados del siglo XIII se iniciaría la segunda fase de su construcción, que se corresponde con las tres naves longitudinales, y su prolongación hasta la fachada actual del edificio. Por último, ya a finales del siglo XV, se realizó la girola, a imitación de la de la catedral de Toledo, lo que supuso la demolición de la cabecera primitiva, de manera que alguno de los elementos ornamentales y estructurales que en un primer momento se encontraban en el exterior, quedaron entonces integrados dentro de la iglesia. Éste es el caso, por ejemplo, de algunos de los ventanales del ábside, ahora convenientemente cerrados pero visibles, y una cabeza de ángel, semioculta detrás del remate renacentista de la capilla del arcipreste Barba.

            No resulta difícil imaginarnos cómo sería la planta de la catedral de Cuenca en aquella primera fase constructiva. Constaba ésta de cinco naves longitudinales, la central más ancha que las otras cuatro naves laterales, y cada una de ellas terminada en su respectivo ábside.  Resulta complicado, sin embargo, saber la disposición original de cada uno de esos ábsides laterales, pues fueron destruidos en el siglo XV para hacer la girola. Debieron ser ábsides semicirculares, bien en paralelo, tal y como sugirió en su informe Vicente Lampérez, o bien escalonados, como defienden la mayor parte de los estudiosos que han tratado el asunto, y entre ellos, Rodrigo de Luz. Más clara, sin embargo, resulta la disposición del ábside que remataba la nave central, pues su estructura fue respetada casi en su totalidad durante las obras que se llevaron a cabo en su tercera etapa constructiva, y también en el siglo XVIII, cuando Ventura Rodríguez reformó el presbiterio, dotándole de un nuevo altar mayor. Se trata de un ábside poligonal de siete lados, una posible pervivencia, según el propio Ramón de Luz, de la arquitectura cisterciense, pero que nos acerca también a la cabecera del monasterio burgalés de Las Huelgas.

            Y respecto al presbiterio, hay que decir que éste contenía en un primer momento el coro, al estilo de las catedrales francesas (en España, muchas son la catedrales que tienen ya desde su origen el coro fuera de él, en la nave central). Este elemento era, como es sabido, allí donde los canónigos se unían para realizar los cantos de la liturgia diaria, canónigos que, por otra parte, eran en un primer momento de tipo regular, es decir, que vivían en comunidad al estilo de lo que sucedía en conventos y monasterios. Este tipo de canónigos no es una excepción, pues era lo propio hasta los siglos XII y XIII, lo que demuestra, una vez más, lo temprano de la institución de la diócesis conquense. No sería hasta los años iniciales de la centuria siguiente cuando el cabildo conquense fuera secularizado, pasando de esta manera sus miembros a vivir de forma independiente, aunque probablemente, tal y como era usual en otras diócesis, en una misma zona, llamada por ello “barrio de los canónigos”.

            Acerca de esta primera fase constructiva, tenemos que decir alguna cosa más respecto a la nave que en la actualidad conforma el crucero, y que se corresponde con la primera fachada con la que contó la catedral de Cuenca. Y en concreto, sobre la linterna, cubierta en la actualidad por una bóveda octopartita, lo que no permite su visibilidad completa para el visitante del edificio. Son muchos los problemas que crea este elemento al estudioso actual del edificio. ¿Por qué se encuentra cerrada, y oculta tras esta bóveda, impidiendo contemplar su enorme belleza? ¿Fue realizada esa bóveda al mismo tiempo que el resto de la torre, o fue un elemento posterior, transformando lo que al principio sería torre de las campanas y simple linterna? ¿Qué papel desempeñó, por lo tanto, la torre en la fachada primitiva? ¿Cómo quedaba rematada en un primer momento la propia torre? Con el fin de responder a algunas de estas preguntas vamos a recoger las palabras escritas a este respecto por Rodrigo de Luz; aunque la cita puede resultar demasiado larga, la considero necesaria para entender mejor el problema:

Todo ello unido al hecho de que, el sistema de cubrición, como ya se dijo, se resolvía en terrazas, nos lleva a la conclusión de que el remate era un pináculo, una aguja o un chapitel, de forma también octogonal, que se asentaba en la planta de ocho lados, del recinto interior, coincidiendo, así, con la base de la bóveda peraltada de ocho plementos, que cerraba el conjunto, y sirviendo para ejercer una función de aplomado de los empujes de esta bóveda. La cornisa cuadrada exterior, albergaba el canal de desagüe, cuyo drenaje se produciría, sobre el trasdós de las bóvedas triangulares y, finalmente, por las gárgolas de las esquinas.
El chapitel se compondría de varios pisos divididos por molduras con goterón, análogas a las de coronamiento de la nave del presbiterio, y sus aristas se adornarían con rosas, o crochets, de escaso relieve. En los paños entre molduras, podrían disponerse pequeñas capillas, en cuyo frente se abrirían ajimeces semejantes a los del primer piso de la torre. El conjunto se remataría por un florón, o una bola, sustentando un ángel, con las alas desplegadas y haciendo sonar una trompeta, tal y como es testimonio transmitido de una forma tradicional.
El segundo problema, planteado por una bóveda octopartita que oculta la torre, ya se ha tratado reiteradamente, en apartados anteriores. En ellos se ha llegado a la conclusión de que su implantación fue algo posterior a la construcción de la cabecera. El dato aportado por Lampérez, que, según él, es decisivo para asegurar su edificación simultánea, y que consiste en que las cabezas situadas en las claves de los arcos torales, están labradas en un mismo sillar, sometido a análisis sirve para afirmar todo lo contrario. En efecto, estas cabezas forman parte material del arco toral, pero sólo como elemento decorativo y de remate, por ello su relieve es de escaso bulto, y el hecho de que carezcan de ábaco, o cimacio, invalida la hipótesis de su utilización como ménsula, desde un primer momento. Sin embargo, las ménsulas colocadas en la parte inferior, de los ángulos del centro del crucero, tienen más relieve, un ábaco y distinta talla. No cabe duda de que se hicieron para apoyar los nervios diagonales de la bóveda, pero sólo después de que se llegara a ella como una medida necesaria para convertir la torre, provisionalmente, en campanario.[1]


            Así las cosas, y atendiendo a otros elementos que resultarían demasiado profusos en un trabajo de estas características, como la pervivencia en algunas capillas posteriores de algunos restos que parecen indicar la existencia en la fachada de dos portadas laterales, además de la central, lo que, por otra parte, tal y como hemos visto, está en consonancia con el gótico angevino, el ya citado Rodrigo de Luz hizo un esquema aproximativo de cómo sería en ese momento su primitiva fachada, una vez terminada su primera fase constructiva, así como también la parte de los ábsides[2].

             Y si en la primera fase de la construcción del templo conquense, ya lo hemos visto, intervino activamente el matrimonio entre el rey Alfonso VIII y su esposa, Leonor de Inglaterra, otra pareja regia, la formada por su nieto, Fernando III, y por Beatriz de Suabia, hacía lo propio en lo que se refiere a la segunda fase del edificio, terminada, parece ser, por el hijo de estos, Alfonso X. Así se desprende de algunos elementos conservados entre sus muros, como el escudo con el águila imperial que se ha encontrado en uno de sus muros, propio de la dinasrtía Hohenstaufen, a la cual pertenecía la reina, como hija que era de Felipe de Saubia, duque de Suabia, príncipe elector de Wuzburgo y “rey de romanos”, y de Irene Ángelo, hija a su vez del emperador bizantino Isaac II Ángelo. A este respecto hay que decir, que se ha especulado en repetidas ocasiones que los once ángeles que adornan el triforio (doce en su origen, pues uno fue destrudio en uno de los repetidos incendios que sufrió el templo en tiempos pasados), el elemento más característico y singular de esta segunda fase constructiva, fue un tributo u homenaje a la familia materna de la reina.

            Esta segunda fase constructiva se corresponde con las tres naves actuales, desde los pies de la iglesia hasta el crucero, y también resulta actualmente de difícil contemplación por el traslado del coro, durante el siglo XVI, a la nave central, y su cerramiento posterior, ya en el XVIII por José Martín de Aldehuela. Se trata, como se ha dicho, de cuatro tramos cada una de ellas, de tres naves paralelas, la central más elevada que las laterales. Esa nave cental mantiene en sus dos tramos más cercanos al presbiterio las bóvedas sexpartitas, mientras que las de los otros dos tramos son cuatripartitas, igual que las de las naves laterales. La nave central, por otra parte, se encuentra rematada en su parte superior por un triforio, o falso triforio, de elegante belleza, a pesar de que los arcos que conforman dicho triforio fueron profusamente adornados en su última fase constructiva, la correspondiente al siglo XV, con elementos flamígeros y celosías, que en realidad restan elegancia al sencillo trazado primitivo.  En el triforio destacan cada uno de los ángeles, de composición orientalizante, lo que demuestra quizá la participación de algún cantero de origen bizantino, de donde procedía también la familia materna de la reina, apoyados cada uno de ellos sobre las columnas que forman las dobles arcadas geminadas, y que a su vez soportan un óculo, coincidente a su vez con el rosetón que da luz a cada uno de los tramos.

            Aunque no tenemos referencia visual de cómo sería la portada correspondiente a esta segunda fase constructiva, pues fue modificada en el siglo XVII en consonancia con el estilo barroco imperante en la época, el propio Rodrigo de Luz también restituyó esa posible segunda fachada, eliminando de la misma los detalles barrocos, y atendiendo sólo a las características del gótico que pudieron haber respetado los constructores de la fachada barroca[3].

            Tal y como se ha dicho antes, a lo largo del siglo XV se terminó la catedral de Cuenca, con la construcción de la girola y un claustro que sería sustituido durante la centuria siguiente por otro de estilo renacentista. Al menos en lo que es propiamente la planimetría principal del edificio, si bien a lo largo de los siglos XVI y XVII se seguirían abriendo, alrededor de esa planimetría principal, nuevas capillas laterales. Sin embargo, el desarrollo del edificio, a partir de este momento, queda ya fuera del espacio cronológico de este trabajo, y de los fines que nos hemos propuesto, que se resumen sobre todo en destacar al lector el papel que jugó el primer templo de la diócesis conquense, sede de su cátedra episcopal, en el desarrollo del primer gótico por todo el reino de Castilla; un papel, por otra parte, que a menudo resulta demasiado olvidado, pese a los trabajos de otros arquitectos y especialistas en la historia del arte, en los cuales, como se ha dicho. nos hemos apoyado. 




[1] Luz Lamarca, Rodrigo de, La catedral de Cuenca del siglo XIII, cuna del gótico castellano, Cuenca, ed. del autor, 1978, p. 100.
[3] Luz Lamarca, Rodrigo de, o.c., p 57.

viernes, 6 de septiembre de 2019

LA CATEDRAL DE CUENCA, CUNA DEL GÓTICO CASTELLANO. ALFONSO VIII Y LEONOR PLANTAGENET, IMPULSORES DE UN TEMPLO CRISTIANO (I)

Ponencia presentada en el II Congreso "Arte, Cultura y Patrimonio". Museo Etnográfico de Castilla y León. Zamora, 1 a 4 de septiembre de 2019.


Los orígenes de la catedral de Cuenca. Cronología y desarrollo



           
   El 13 de abril de 1902, a primera hora de la mañana, nada más haber finalizado la misa de ese día, se caía la Torre del Giraldo, la más elevada de la catedral de Cuenca, del siglo XVII, causando la muerte de algunos de los niños que en ese momento se encontraban allí, entre ellos la hija del campanero. Esa torre formaba parte de la fachada barroca, que había sido realizada a mediados de aquella centuria con el fin de sustituir a la antigua fachada gótica, en la cual se apoyaba y utilizaba buena parte de sus elementos más característicos, por el arquitecto José Arroyo, aunque se hallaba retranqueada respecto a ésta, apoyada realmente sobre una de las esquinas del claustro. Pero lo que había sido en un primer momento un importante castigo para nuestro templo mayor, la destrucción de una parte importante del edificio, se convirtió al poco tiempo en una especie de premio, cuando el 23 de agosto de ese mismo año, previo sendos informes de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia de San Fernando, el edificio era declarado monumento nacional, y se iniciaban las obras para su restauración. Este hecho significó que, por fin, y después de muchos años, la catedral conquense pudiera salir del olvido en el que había permanecido, tanto entre el público en general, como también entre los estudiosos de la arquitectura gótica.

              La restauración del edificio se le encomendó desde el primer momento al arquitecto y restaurador madrileño Vicente Lampérez, quien en ese momento era uno de los principales seguidores del arquitecto francés Eugene Viollet-le-Duc, y de sus tesis neogóticas. Hay que decir, en este sentido, que al contrario de lo que muchas personas creen, el hundimiento de la torre de las campanas no afectó demasiado a la propia fachada catedralicia, porque en realidad ésta se desmoronó sobre el claustro y sobre el contiguo Arco de Jamete. Por el contrario, la demolición de la fachada fue una decisión personal de su restaurador, que quiso aprovechar la ocasión que se le ofrecía para trazar su propia fachada, dentro de ese nuevo estilo neogótico que su maestro había iniciado en el país vecino, y cuya más clara referencia era el famoso chapitel de la catedral de París, trágicamente desaparecido esta Semana Santa de 2019. En Burgos, donde Lampérez había permanecido como arquitecto restaurador en las últimas décadas del siglo XIX, el arquitecto madrileño también había destruido el palacio episcopal, que se alzaba delante de la catedral, con el fin de despejar de edificios la vista del templo. Y en León habíaa sucedido ya algo parecido algunos años antes, esta vez a manos de Demetrio de los Ríos, quien, por cierto, era suegro del propio Lampérez. Ambos arquitectos, Lampérez y de los Ríos, son, como se ha dicho, los dos máximos difusores en España de la llamada restauración es estilo, defendida por Viollet,-le-Duc, que propugnaba la restauración de los edificios históricos, no como habían sido en origen, sino como, a juicio del restaurador deberían haber sido.

              Fue Vicente Lampérez también quien, ya desde sus primeros informes realizados para documentar los trabajos de restauración del templo, acuñó para la catedral de Cuenca un supuesto encuadramiento dentro de lo que él llamó estilo gótico anglonormando, tomando como base para ello su parecido con la catedral inglesa de Lincoln, así como con otros templos del gótico propio de las islas. Desde entonces, esta supuesta atribución ha sido aceptada por diferentes especialistas, y por el público en general, sin llevar a cabo una mínima crítica científica. Sólo Elie Lambert, primero, y más tarde Torres Balbás, entre los expertos foráneos, se atrevieron a contradecir al restaurador. El primero defendió su encuadramiento en el gótico franco-borgoñón, partiendo del evidente parecido de la catedral conquense con diferentes templos levantados en el siglo XII en la llamada Ile-de France, la región que rodea a la propia capital parisina: Notre Dame de Dijon, Saint Yved de Brain,… Por su parte, Torres Balbás fue el primero en insistir en la originalidad del templo conquense, dentro de la arquitectura peninsular en el momento de su construcción, dándole, de esta forma, un puesto de primacía en el gótico castellano, por delante de otros edificios similares que, más que modelos y referentes de nuestro edificio, pasaban a ser readaptaciones ligeramente posteriores de ese primer templo conquense.

              Así pues, el propósito de este trabajo no es otro que el de incidir, una vez más, y aprovechando este foro sobre patrimonio, historia y arte, en esa teoría sobre la importancia de la catedral de Cuenca como verdadera cuna del gótico castellano, por delante de otros templos a los que, usualmente, se les atribuyen esa categoría: catedrales de Ávila, Sigüenza, Burgo de Osma, o incluso León, Santa María de Huerta, monasterio de las Huelgas,… En algunas ocasiones, como sucede en las sedes episcopales mencionadas, si bien la respectiva construcción del edificio se había iniciado en fechas anteriores a la nuestra, ésta se había realizado en sus respectivas canterías románicas, o en todo caso, en ese estilo cisterciense de transición, que todavía no había llegado a ser propiamente gótico, realizándose la obra nueva en fechas posteriores a la catedral de Cuenca. María del Carmen Muñoz Párraga, que ha estudiado la catedral de Sigüenza, da para la obra gótica del templo una cronología entre los años 1198 y 1221, cuando el templo conquense se hallaba ya muy avanzado en su construcción, y algo parecido sucede respecto a la catedral de Ávila. La catedral gótica de Burgos, que en realidad fue la tercera (está levantada sobre una catedral románica que, a su vez, sustituyó a otra prerrománica, mandada levantar después del año 916 por el rey Ordoño II), sólo se inició en 1205, aunque diferentes problemas constructivos en sus cimientos obligaron a paralizar las obras, que no se reanudarían hasta cincuenta años más tarde. Y la de Burgo de Osma, por su parte, no sería iniciada realmente hasta1232, sobre la anterior, también románica.

              Y respecto a los monasterios citados, también sucede lo mismo con estos: o son posteriores en su construcción a la catedral de Cuenca, o bien responden a ese otro estilo cisterciense, intermedio entre el románico y el gótico. Esto sucede con el monasterio soriano de Santa María de Huerta, cuyas obras se habían ya iniciado a mediados del siglo XII en ese estilo cisterciense, con el fin de dar cobijo a una comunidad de la orden que había llegado al reino castellano, procedente de la Gascuña francesa. Y respecto al monasterio de Santa María la Real de Huelgas, donde el propio rey Alfonso VIII y su esposa, Leonor Plantagenet decidieron construir su propio panteón real, y el cercano Hospital del Rey, ambos en las inmediaciones de Burgos, su primera construcción fue ligeramente posterior a la de la catedral de Cuenca. En efecto, la bula de construcción del edificio burgalés, firmada por el Papa Clemente III, está fechada el 2 de enero de 1187, y el 1 de junio de ese mismo año está fechada la carta fundacional del propio monasterio por el monarca, bajo la regla cisterciense. Además, la parte más antigua del edificio, las llamadas Claustrillas (el claustro primitivo), es todavía románico.

              La catedral de Cuenca, por su parte, y aunque Torres Balbás estableció para su construcción un arco cronológico entre 1199 y 1211, en base a unas supuestas donaciones de Alfonso VIII en favor de la fábrica catedralicia, que según él no se iniciaron hasta el primero de los años citados, Jesús Bermejo pudo adelantar la fecha de inicio de la construcción al año 1182, en base a la documentación conservada entre los fondos del Archivo Catedralicio. Recordamos las palabras del propio Jesús Bermejo:

Es afirmación que hubiera podido tener ciertos visos de probabilidad, de haber sido cierta la supuesta pobreza de la primitiva iglesia conquense y la carencia de donaciones reales y otras ayudas -las de su propio primer Obispo incluidas- hasta esas fechas del 1199 a 1211, que señalan los señores Torres Balbás y Chueca. Pero resulta que ni hay base suficiente para pensar en tal primitiva pobreza, ni puede decirse que las donaciones de Alfonso VIII a la Catedral empezaran en 1199. Los Libros de Privilegios que se conservan en el Archivo Capitular de esta Santa Iglesia, nos dan a saber que, si bien en los años citados por dichos autores se hacen donaciones diversas -en general, importantes- a la Iglesia y al Cabildo de Cuenca por el rey Alfonso, los privilegios y donaciones de mayor consideración, tanto por su cantidad como por su calidad, se corresponden con los años que van del 1182 al 1189, que son los años entre los que ha de situarse la iniciación de las obras de esta Catedral, a la que el rey hace partícipe de casi todas sus concesiones, juntamente con el Cabildo de Canónigos y con el Obispo.[1]



            
  La teoría que expongo, como ya he dicho, no es nueva entre los especialistas de la arquitectura gótica, ni dentro ni, al menos en algunos círculos, fuera de la ciudad. Autores que han estudiado la catedral, como el ya citado Jesús Bermejo, Rodrigo de Luz, Gema Palomo, o más recientemente Francisco Noguera Campillo, director de investigación del Instituto del Gótico e Innovación Cultural, han defendido ya en repetidas ocasiones la prelación de Cuenca como, al menos, una de las cunas del gótico castellano. Éste último, además, afirma que existen evidencias de que en 1196, cuando se consagró el altar mayor de la catedral conquense, toda la cabecera del templo estaba ya totalmente construida, de modo que ya se podía oficiar en su interior la Santa Misa; mientras tanto, tal y como hemos dicho, en el monasterio burgalés de las Huelgas apenas se había construido para entonces el claustro, y no sería hasta los primeros años del siglo siguiente cuando se llevarían a cabo las principales obras en la propia iglesia, a manos de cierto Maestro Ricardo, llegado probablemente hasta allí desde tierras inglesas. A este respecto ha escrito Rodrigo de Luz, uno de los mayores conocedores del primer templo conquense, las siguientes palabras:

Una vez hechas estas necesarias aclaraciones, estamos en condiciones de afirmar, sin duda, que el gótico castellano nació en la cabecera de la catedral de Cuenca, iniciada hacia 1182 por arquitectos procedentes del dominio real francés, y muy posiblemente, pertenecientes a la Orden Cisterciense. Tanto los que conocieron su proceso constructivo, como los que asistieron a su Consagración, hacia 1208, quedaron admirados de su originalidad y de su magnífica imagen. Por ello, a su regreso, adoptaron su estilo lo mismo en la terminación de las construcciones románicas, que en las de nueva planta. Así se puede comprobar que ocurrió en muchas iglesias románicas de Burgos y de Santander, en las que sus últimos tramos se cubrieron con bóvedas octopartitas y sexpartitas, como es el caso de la colegiata de Santillana del Mar, o también, en la cubrición del presbiterio de la catedral de Ávila.[2]

             

              Me sumo a todas estas consideraciones, realizadas por verdaderos especialistas en la Historia del Arte, y principalmente en la arquitectura gótica. Mi aportación, como he dicho antes, en un foro de estas características, viene más del lado de la historia, propiamente dicha, que de la historia del arte, que desde luego no es mi especialidad. Intentaré, para ahondar más en el tema, profundizar en unos hechos históricos que van a marcar, a caballo entre los siglos XII y XIII, justo en el mismo momento en el que se está construyendo la catedral de Cuenca, el devenir cultural e ideológico no sólo de España, sino también el de gran parte de Europa.

              Es bien conocido que la arquitectura gótica nació en el norte de Francia, y en concreto en esa región que conforma la llamada Ile-de France, la región que rodea la ciudad de París, y que conformaba, en pleno siglo XII, el eje principal del reino francés de la dinastía Capeto. Se viene repitiendo por los especialistas, y no vamos a contradecir la teoría, suficientemente contrastada, que el primer templo gótico fue la abadía de Saint Denis, en las inmediaciones de la propia ciudad de París, una iglesia que fue iniciada entre los años 1140 y 1143. Se trataba en realidad de una abadía cisterciense, pero la estructura de su nueva cabecera, levantada por estas fechas con el fin de sustituir al antiguo edificio, responde ya a un nuevo estilo, diferente al de otras iglesias de la orden. No es éste, por falta de espacio, el lugar más indicado para intentar definir cuáles son los elementos diferenciados de la arquitectura gótica, respecto de todo lo que se había construido anteriormente, y además, es un asunto que se puede encontrar en cualquier manual que hable de este estilo. No obstante, a modo de resumen, se puede destacar por encima de todas las cosas, el empleo de una avanzada bóveda de crucería, que aunque había sido inventada ya en los edificios cistercienses, terminó convirtiéndose, ya en el gótico, en la característica bóveda sexpartita:

En el plano arquitectónico, lo que en líneas generales distingue la construcción gótica de la románica, es el uso en un caso de las bóvedas de crucería, y su desconocimiento en el otro. A pesar de que la escuela anglonormanda utilizó este sistema de cubrición desde finales del siglo XI (Durham, Saint-Paul de Rouen) se trata de una particularidad local… Este discurrir afectó igualmente a otras partes y elementos del edificio. Ya se ha hablado de lo novedoso de la cabecera de Saint-Denis, pero en las fábricas de las que hablaremos inmediatamente, se detectan transformaciones en la planta, en la organización del muro, en los soportes, en el muro extremo de los brazos del transepto o de los pies.[3]

    

              Debemos realizar algunas consideraciones a las palabras de Francesca Español. Por un lado, la referencia a la escuela anglonormanda del siglo XI, que quizá fue lo que pudo influir en los primeros estudiosos del templo conquense, como Lampérez, para encuadrar nuestro edificio en ese misma escuela, aunque en realidad la autora está hablando todavía de edificios claramente pregóticos. Por otro lado, el empleo de esas bóvedas derivadas de las de crucería, cuatripartitas y sexpartitas, que ya se observa en toda la catedral conquense, antes que en ningún otro edificio peninsular.

              Después de la abadía de Saint Denis, el nuevo estilo constructivo se iría extendiendo por otras iglesias y catedrales que se iban levantando por ese territorio cercano a París: catedral de Noyon, hacia el año 1150; Notre Dame de París, hacia el año 1160, catedral de Laon, por esas mismas fechas,... Y algún tiempo después, también a otras edificaciones radicadas en el territorio circundante a la Ile-de-France, territorios feudales que, sin haber perdido parte de su independencia, estaban en aquella época vinculados al trono de los Capeto, Borgoña y Champaña principalmente: la catedral de Bourgues, una ciudad relacionada de manera importante con la corona, la primera de ellas fuera de la isla, en 1172; Chartres, tan importante en sí misma como por su relación con la catedral conquense, no sería iniciada su fábrica gótica hasta 1195, después del incendio que había destruido gran parte de las construcciones románicas; la catedral de Reims lo fue en 1211; siete años después la catedral de Amiens; por su parte, la de Beauvais no lo sería hasta 1225, demasiado avanzada ya la centuria siguiente;…

              Y de forma paralela a lo que sucedía en estos territorios, también al resto del país vecino, principalmente a los territorios del centro y del norte, como Aquitania, Bretaña y Normandía, precisamente esos mismos feudos que, como es sabido, pertenecían a los padres de la reina de Castilla, la ya citada Leonor de Aquitania. La fábrica gótica de la catedral de Ruan sería iniciada hacia el año 1200, después de haber sido también arrasada por el fuego su fábrica primitiva. La catedral de Le Mans, aunque había sido consagrada en 1158, responde en ese momento, todavía, a ese estilo de transición cercano al cisterciense, y su obra plenamente gótica no se iniciaría hasta finales de la segunda década de la centuria siguiente. Por lo que se refiere a Poitiers, capital en aquella época del ducado aquitano, el gótico había llegado allí antes que a otras ciudades francesas: su catedral basílica de San Pedro se había iniciado ya a mediados de siglo, en 1155. Y hay que resaltar, además, la participación activa que en su construcción, ideando y financiando la obra, habían tenido los suegros de Alfonso VIII, Leonor de Aquitania y Enrique II Plantagenet. A partir de ese momento, el gótico, llamado ahora gótico angevino o gótico Plantagenet, se iría extendiendo después a otras provincias del ducado, con unas características propias entre las que destacan el empleo de tres portadas en su fachada principal, como en el caso de Cuenca.

              El gótico se extendió también a tierras inglesas, de manos, otra vez, de los regios esposos Plantagenet. Hay que tener en cuenta, para comprender mejor el proceso, el contexto histórico en el que se desarrolla el reino de Inglaterra en aquel periodo confuso, con extensos territorios a un lado y otro del Canal de la Mancha. La catedral de Lincoln, con la que ha sido tantas veces emparentado el principal templo conquense, sobre todo a la hora de insistir en un supuesto encuadramiento del edificio en el estilo anglonormando, no fue iniciado hasta el año 1185, después de que el templo primitivo fuera sometido también a una violenta destrucción, en tiempos del obispo San Hugo de Lincoln, quien en realidad era originario de la ciudad de Avalon, en tierras francesas. Otro incendio destruyó la catedral primitiva de Canterbury en 1174, iniciándose algún tiempo después la construcción del nuevo edificio, ya en el nuevo estilo gótico. El resto de las catedrales inglesas se iniciarían ya en las primeras décadas de la centuria siguiente: Salisbury, a partir de 1220; la nueva fábrica de la catedral de Durham, a partir de 1228;…

              En algunas ocasiones, principalmente desde la historiografía catalana, se ha intentado anteponer el papel que pudo jugar el reino de Aragón, respecto al reino vecino de Castilla, en la extensión de la arquitectura gótica a la península ibérica. Así hubiera sido lo lógico, en el caso de que esa extensión se hubiera llevado a cabo en unos parámetros puramente geográficos, de que el traslado de los conocimientos del nuevo estilo entre los artífices y los canteros de las grandes catedrales hubiera sido producto sólo de copiarse unos a otros por pura proximidad territorial. Sin embargo, se obvia el papel jugado en el proceso por los monarcas castellanos, Leonor y Alfonso, un papel en el que el templo conquense fue partícipe, uno de los partícipes más importantes del mismo. También en este caso, las fechas son concluyentes: el románico persistió en tierras catalanas y aragonesas hasta bien entrado el siglo XIII, lo que provocó en aquellas tierras construcciones de transición todavía en tiempos muy tardíos.  A este estilo de transición responden los primeros templos góticos del reino vecino, como las catedrales de Tarragona y de LLeida, cuyas fábricas, en ese estilo mixto todavía, no serían iniciadas hasta 1195 y 1203 respectivamente. Y por lo que se refiere a la catedral de Barcelona, su obra gótica no se iniciaría hasta mucho tiempo después, en 1298.

              Más tarde, el gótico se extendería también al resto de Europa. En Alemania, uno de los principales edificios góticos sería la catedral de Magdeburgo, que fue iniciada en 1209. Las de Tréveris y Colonia, dos de las más conocidas, se iniciaron respectivamente en 1230 y 1248. Y aunque es menos conocido, también llegó el gótico a las regiones escandinavas, principalmente por las relaciones que estos reinos mantuvieron siempre con Inglaterra, relaciones comerciales y dinásticas que deben remontarse incluso a los tiempos de los vikingos. En Noruega, la catedral de Nidaros, la actual ciudad de Trondheim, se había iniciado ya en tiempos muy recientes, construida para cobijar el cuerpo de San Olaf (Olaf II, primer rey cristiano de Noruega), se inició en edad muy temprana, a finales del siglo XII, aunque el edificio actual es ciertamente posterior, y la catedral de Stavanger se empezó a construir a partir de 1275. También es del siglo XIII la catedral de Roskilde, el edificio gótico más importante de Dinamarca. Por su parte, en la actual Suecia, la catedral de Uppsala se empezó a construir también en esa misma centuria.

              En Italia, y tras un breve periodo de transición relacionado también, como en toda la Europa occidental, con la arquitectura del Císter, ese proceso es coetáneo con lo que sucedió en Alemania: catedral de Siena (1215), basílica de Santo Domingo de Bolonia (1228), basílica de San Francisco de Asís (1228), basílica de San Antonio de Padua (1232), Santa María Novella de Florencia (1279),… Pero en Italia, los primeros edificios góticos responden más a las influencias de ese gótico normando, precisamente por las diferentes dinastías que se sucedieron en el trono de Nápoles y Sicilia durante los siglos XII y XIII: Altavilla (1130-1194), Plantagenet (entre 1253 y 1263, en rivalidad con los reyes de la dinastía Hohenstaufen) y Anjou (entre 1265 y 1285, con el rey Carlos I). En este sentido es de especial importancia la catedral de Monreale, muy cerca de Palermo, iniciada en 1172 por el rey Guillermo II Altavilla.



              Dicho esto, es fácil comprender la importancia y la prelacía de la catedral de Cuenca en el contexto del gótico internacional. Creo conveniente recordar las palabras de Martin Aurell, para el que es necesario que la investigación en la historia del arte vaya siempre de la mano de la propia investigación histórica, porque sólo de esta forma se puede tener una visión completa del fenómeno creador:

Los asertos que preceden quizá desentonen hoy en el panorama metodológico de la Historia del Arte, al igual que en el de la crítica literaria o el de la filosofía. En efecto, desde finales de los años 1980, estas disciplinas dejan de lado demasiado a menudo el contexto sociohistórico de la creación artística, poética e intelectual. Conceden una ontología propia a la obra y una personalidad casi sobrehumana al artista, al escritor o al pensador, como si no estuviera de ningún modo condicionado por el mundo en el que trabaja. ¿Se trata de una regresión epistemológica? Seguramente no tenemos todavía la perspectiva necesaria para juzgarlo, pero es preciso constatar que analizar la creación artística fuera de su medio disminuye el diálogo entre las ciencias académicas, impide demasiado a menudo la interdisciplinariedad al historiador del arte. Evita que el historiador de la sociedad, de la cultura y de la política use la imagen o el monumento como una fuente que, con el mismo título que la carta, la crónica o el registro contable, le ayuda a comprender mejor el período de su predilección.[4]



              Es momento éste de estudiar, desde el punto de vista histórico, el papel desempeñado por los monarcas en este proceso. Y es que la monarquía de Alfonso VIII, el rey que conquistó a los árabes la ciudad de Cuenca, el rey que fundó su obispado y que, irremediablemente, tanto participó en la construcción de su catedral, al menos desde su faceta como donante de innumerables beneficios económicos para sufragar la construcción (probablemente también, tanto él como su esposa, Leonor Plantagenet, en lo que se refiere a la elección de maestros y canteros), va a marcar un hito en la historia de los reinos medievales occidentales, que no ha sido convenientemente asimilado por los habitantes actuales de la ciudad del Júcar. Por un lado, su matrimonio con Leonor, la hija de Enrique II de Inglaterra y de la duquesa Leonor de Aquitania, colocó a Castilla en lo más alto del panorama cultural europeo. Por otro lado, y respecto a su faceta como rey guerrero, adalid de la cristiandad, que llevó a sus últimas consecuencias en 1212, poco antes de su muerte. En efecto, su victoria en Las Navas de Tolosa alejó definitivamente el peligro que para la península suponían los almohades, la secta integrista que, procedente del norte de África, había llevado la yihad desde 1145 tanto contra los cristianos contra los propios musulmanes de la provincia, y abriendo para Castilla las puertas de toda Andalucía.



              La figura de  Leonor de Aquitania, suegra de Alfonso VIII, sí ha sido convenientemente ponderada por los historiadores. Ella había nacido en Poitiers, entre las regiones de Aquitania y Normandía, en 1122, y se convirtió precisamente en duquesa de Aquitania a la muerte de su padre, Guillermo X. Fue sucesivamente reina de Francia (entre 1137 y 1152, por su matrimonio con Luis VII) y de Inglaterra (entre 1152 y  1189, por su matrimonio con Enrique II), pero más allá de estos dos matrimonios de conveniencia, fue una mujer excepcional, una de las mujeres más influyentes en la Europa de su época, por su propia personalidad, y por la enorme actividad cultural e intelectual desarrollada en cada una de sus cortes (París, Londres y, sobre todo, en su propia corte de Poitiers, a donde acudían con asiduidad trovadores y artistas). No dudó en enfrentarse abiertamente a cada uno de sus esposos, y especialmente en el caso de Enrique, se atrajo el favor de sus hijos, Ricardo I “Corazón de León” y Juan I “Sin Tierra”, que antes de enfrentarse mutuamente entre ellos por el trono de Inglaterra, se habían enfrentado los dos contra su propio padre. No cabe duda de que su hija Leonor, la futura reina de Castilla, heredó algunas de las dotes principales de su madre. Ésta era hija de Enrique II, y nació en 1160 en el palacio normando de Domfront. Apenas había cumplido los diez años cuando se celebraron sus esponsales, en 1170, con el también joven rey Alfonso VIII de Castilla, con la que siempre se mostró muy cercana, y a quien apenas pudo sobrevivir unos pocos días, pues ambos reyes murieron en los meses de septiembre y octubre de 1214.

              Y este matrimonio, como se ha dicho repetidas veces, sería de gran importancia para la extensión por toda la Europa occidental del nuevo estilo gótico, que desde la abadía de Saint Denis, a través de Borgoña, había llegado a las tierras de Aquitania y Normandía, que eran administradas, como es sabido, por la dinastía Plantagenet. El siguiente paso en esa extensión, a través ya del propio Alfonso VIII y de su esposa, sería el propio reino de Castilla, antes que otros territorios peninsulares, como Cataluña, y después, en parte a través también de las diferentes bodas reales de las hijas de estos, a otros territorios europeos, como Alemania y el norte de Italia.

              Así pues, no se puede obviar la importancia que los reyes de Castilla tuvieron en el contexto histórico y artístico en el que se produjeron todas esas innovaciones técnicas y ornamentales que provocaron la extensión de la arquitectura gótica por todo el reino, como también la habían tenido antes los propios padres de la reina, Leonor de Aquitania y Enrique II Plantagenet. Javier Martínez de Aguirre ha escrito lo siguiente sobre el papel jugado por la reina de Castilla en la construcción del monasterio burgalés de Santa María la Real de Huelgas, y su conversión en panteón de la familia real, como espejo posible de la abadía de Fontevrault, en Anjou, en la que sus padres habían mandado enterrarse en los años anteriores. Y aunque el autor incide en que las diferencias entre ambos espacios funerarios eran importantes, ello no es óbice, sin embargo, para que la participación del matrimonio regio castellano en la extensión por el reino de Castilla de ese nuevo estilo fuera realmente importante, ya no sólo en el monasterio, su principal fundación, sino también en otros edificios. Así lo ha indicado Marta Poza:

Observación que nos conduce directamente al segundo aspecto, importante para el contenido de las páginas siguientes. Bien el rey, bien la reina, cada uno en solitario, o muy frecuentemente ambos en comunión, es la actuación protagonista de la pareja la que está detrás de no pocas iniciativas, cruciales para el desarrollo artístico del momento. En ocasiones fundando, en otras dotando o protegiendo ámbitos ya consolidados o, simplemente, donando obras a tesoros de monasterios, colegiatas o catedrales, tal es el caso que nos ocupa… Más claras pueden resultarnos, en otros casos, las causas o motivaciones de Alfonso y Leonor en su faceta de productores de las artes, puesto que estas quedan expresadas de forma explícita en un contado número de documentos de época suscritos por la pareja... porque lo que se desprende de su lectura es que, más allá de las fórmulas convencionales consignadas por la cancillería regia, la comunión de ambos a la hora de decidir su intervención en materia artística fue precisamente absoluta. Así lo reflejan las fórmulas más habituales como la recurrente una cum uxore mea o la más simplificada ego et uxor mea, incorporándose, incluso, expresiones que, precisamente por ello, llaman la atención.[5]



              Y más adelante, la autora se refiere concretamente a la catedral de Cuenca, extrañándose de la no existencia de documentos que demuestran la participación de los soberanos en la construcción de su catedral, pero declarándose favorable al papel desempeñado por ésta en la génesis de las grandes canterías góticas castellanas:

El conflicto se presenta con Cuenca. Alfonso VIII toma la ciudad en 1177 y le otorga fuero. Lo habitual en estos casos, y más dentro de la política de promoción de edificios religiosos llevada a cabo por el monarca, era que hubiese asumido bajo su tutela el inicio de las obras de la nueva catedral sobre el solar de la antigua mezquita. Y, sin embargo, el silencio documental es absoluto. Especialmente llamativo, si se quiere, si atendemos al relato que hace Jiménez de Rada, quien se detiene en la mención de los trabajos de embellecimiento y acondicionamiento de la ciudad por voluntad del rey (un baluarte, un palacio y murallas, entre otros), pero que, aunque menciona la restauración de la dignidad episcopal, guarda silencio absoluto sobre su posible intervención en el Templo Mayor… A pesar de lo anterior, lo que es innegable es el papel pionero de Cuenca en la génesis de las grandes canterías catedralicias góticas hispanas, protagonismo afortunadamente reivindicado en la monografía de la Prof. Gema Palomo y su más que estrecha relación arquitectónica tanto con la cabecera de Las Huelgas, como con alguno de los espacios del monasterio de Huerta, como su refectorio, ámbitos detrás de los que acabamos de ver como la promoción regia queda fuera de toda duda.[6]



              Desde luego, el hecho de que la autora no haya encontrado pruebas de ese papel pionero no significa que esas pruebas no existan, como ya demostró en su momento Jesús Bermejo. Está claro, pues, que el matrimonio influyó de manera determinante en la construcción de la catedral de Cuenca, la primera ciudad importante conquistada por el monarca a las hordas musulmanas, a la que concedió, además del obispado, un importante territorio en la serranía que rodeaba la ciudad, y un fuero, que fue referencia de otros fueros posteriores, y en la que nació el príncipe Fernando, aquel que estaba destinado a heredar el reino pero que falleció antes que sus padres, modificando el destino de Castilla. Así lo demuestran también las múltiples donaciones y beneficios otorgados por el rey para sufragar los importantes gastos que conllevaba la construcción del edificio.





[1] Bermejo Díez, Jesús, La catedral de Cuenca, Cuenca, Caja Provincial de Ahorros de Cuenca, 1977.
[2] Luz Lamarca, Rodrigo de, Las órdenes menores y la catedral de Cuenca, Cuenca, edición del autor, 1980.
[3] Español, Francesca, El Arte Gótico I), vol. 19 de la colección Historia del Arte, Madrid, Historia 16, 1989, p. 28.
[4] Aurell, M., “Alfonso VIII, cultura e imagen de un reinado”, en Poza Yagüe, M. y Olivares Martínez, D. (eds.), Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra: confluencias artísticas en el entorno de 1200, Madrid, Ediciones Complutense, 2017, pp. 19-68.
[5] Poza Yagüe, Marta, “UNA CUM UXORE MEA: la dimensión artística de un reinado. Entre las certezas documentales y las especulaciones iconográficas”, en Poza Yagüe, Marta; y Olivares Martínez, Diana (eds), Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra: confluencias artísticas en el entorno de 1200, Madrid, Ediciones Complutenses, 2017, pp. 74-75.
[6] Poza Yagüe, Marta, o.c. pp. 81-82.

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