Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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viernes, 6 de junio de 2025

“LA AGONÍA DE FRANCIA”, UNA VISIÓN AGUDA DE LA FRANCIA DE LOS AÑOS TREINTA DE LA PLUMA DEL PERIODISTA ESPAÑOL MANUEL CHAVES NOGALES

 

La agonía de Francia, escrita por el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales y publicada por primera vez en 1941, es una de las más lúcidas y desgarradoras crónicas sobre la caída de Francia ante la Alemania nazi en 1940. Lejos de conformarse con una exposición factual de los hechos, Chaves Nogales construye un testimonio personal y moral, cargado de amargura y lucidez, que denuncia la decadencia de una sociedad que, según él, había renunciado a defenderse a sí misma.

Manuel Chaves Nogales (1897-1944) fue un periodista y escritor español, uno de esos periodistas “de raza”, un profesional del periodismo que tiene una gran vocación, pasión y ética por su trabajo. Se trata de alguien que, más allá de simplemente informar, investiga a fondo, desafía el poder, busca la verdad con coraje y tiene una fuerte identidad periodística. Son periodistas que no se conforman con lo superficial, que van más allá de los comunicados oficiales, y que tienen un instinto especial para descubrir lo que realmente importa. A menudo, se les reconoce por su compromiso con la sociedad, su independencia y su capacidad de contar historias de manera impactante y rigurosa.

Célebre por su compromiso con la democracia y por su estilo directo, preciso y honesto. Hijo de un periodista republicano, Manuel Chaves Rey, Chaves Nogales se formó en un ambiente liberal y muy crítico. Durante los años treinta trabajó en medios como Ahora y Estampa, y destacó por su cobertura de la Guerra Civil española, en la que se posicionó contra los totalitarismos de ambos bandos. Su obra “A sangre y fuego” recoge relatos sobre ese conflicto, desde una perspectiva humanista y profundamente comprometida con la verdad. En 1936 se exilió en París, y más tarde, cuando el país vecino se vio invadido también por la bota del nacismo, y huyendo del avance del fascismo por todo el viejo continente, se vio obligado a exiliarse, esta vez en Londres, donde escribió estas reflexiones sobre la crisis y la agonía del país que le había acogido en un primer momento. Publicó sus crónicas en los mejores diarios, no sólo españoles, sino también en Francia y en Inglaterra, y escribió varios libros, en los que demuestra su apuesta por la democracia y en contra de las dictaduras. Chaves Nogales murió prematuramente en 1944, en el exilio londinense, víctima de una úlcera.

En 1928 había ganado el premio Mariano de Cavia, uno de los más prestigiosos del periodismo español en aquellos años, por la cobertura que había realizado el año anterior del viaje de la aviadora norteamericana Ruth Elder, quien, en compañía de George Haldermann, había intentado cruzar el Atlántico. Aunque la gesta no pudo terminar tal como quería, al estrellarse su aparato en las aguas del océano, la norteamericana logró llegar a Lisboa, ciudad desde la que se trasladó hasta Getafe, a los mandos de un Junker de la Unión Aérea Española, acompañado por el propio Chaves Nogales y tres periodistas más.

Volviendo al texto analizado, quizá uno de los libros más conocidos de su autor, debemos tener en cuenta la situación en la que se encontraba la nación vecina cuando el periodista, huyendo de la dictadura de Franco, se instaló en el país vecino. La narración de Chaves se contextualiza en el momento más crítico de la historia contemporánea francesa: la derrota fulminante del ejército francés ante las tropas nazis en la primavera de 1940. El país quedó partido en dos: una zona norte ocupada militarmente por Alemania, y una zona sur nominalmente libre, gobernada desde Vichy por el mariscal Philippe Pétain, quien aceptó colaborar con el régimen nazi. Esta “zona libre” no fue en realidad independiente: el régimen de Vichy fue un Estado títere que, bajo la apariencia de legalidad y orden, se entregó al colaboracionismo, instaurando un régimen autoritario, antisemita y represivo. Chaves Nogales desenmascara esta falsa neutralidad: para él, Pétain y los suyos no fueron más que facilitadores de la dominación nazi. La caída de Francia no fue sólo militar: fue —y esta es la tesis del libro— una derrota moral.

Ya hemos dicho antes que Chaves Nogales fue un convencido demócrata. Por eso, no puede estar de acuerdo con quienes culpabilizan a la democracia de los males que asolan al país vecino: “Todos los idiotas del mundo -incluso los idiotas demócratas- se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos, es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulos por los Estados. Porque la verdad, la última verdad de Francia, la pura verdad, que hay que estar ciego para no ver, es precisamente la contraria… Cuando los franceses, haciendo coro al doctor Goebbels, decían que era la democracia, el régimen parlamentario, el liberalismo, la República, lo que estaba podrido, se engañaban o pretendían engañarse, ocultando pudorosamente que no era el país oficial, como decían sino el país real. La Francia que se creía inmortal, con sus veinte siglos de civilización, lo que llevaba a la muerte las generaciones impotentes de la posguerra.”

 Chaves Nogales, por el contrario, hace un análisis certero de cuáles son los verdaderos problemas de la Francia de los años treinta, problemas que tienen más que ver con el derrotismo en el que habían caído la mayor parte de los franceses: “Éste es el gran señuelo de socialismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postrada como un arcángel resplandeciente. Basta imaginar las catástrofes que se producirían en Alemania, Italia o la URSS si las masas, humildemente postradas ante sus arcángeles rutilantes que menean diestramente las espadas flamígeras del totalitarismo, adoptasen la actitud rebelde que habían adoptado en el seno de la democracia francesa. Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.”

Y más adelante, ante la situación prebélica en la que el país se encuentra ante la inminente invasión alemana Chaves Nogales es muy crítico ante el sentimiento derrotista del ejército y del pueblo francés ante la inminente guerra: “En esto, como en muchas otras cosas, Francia había renegado de su verdad profunda para dejarse sugestionar por los procedimientos de sus adversarios. La doctrina democrática de la nación en armas, con todos sus defectos, con todas las corruptelas del reclutamiento, hasta con sus emboscadas y sus objetores de conciencia, pero con su humana e inteligente comprensión de las posibilidades auténticas de heroísmo que existen en un pueblo de cuarenta millones de habitantes, era mucho más eficaz de esa grotesca  simulación del heroísmo universal en que se basan las doctrinas totalitarias, que Francia nos ha enseñado, es como se derrumba, no un régimen verdaderamente democrático, sino un totalitarismo incipiente. Si Francia hubiese seguido siendo fiel a sí misma, si no hubiese adoptado frívolamente las funciones que tarde o temprano han de ser fatales para Hitler y Mussolini, si no hubiese caído en un régimen híbrido y, como tal, infecundo, si hubiese seguido siendo una democracia con todas sus consecuencias, no habría sido vencida.”

En “La agonía de Francia”, Chaves Nogales narra su experiencia como testigo directo de la invasión alemana en Francia y la posterior huida de París en 1940. El libro es tanto un testimonio personal como una reflexión política. Con su estilo característico —claro, honesto, incisivo—, el autor denuncia el colapso moral de la Tercera República Francesa, desbordada por la pasividad de sus élites, el desencanto del pueblo y el avance del totalitarismo. La obra es también una severa advertencia sobre los peligros de la neutralidad cobarde, el pacifismo mal entendido y la rendición ante el fascismo.

Chaves Nogales no se ahorra críticas, ni siquiera hacia la izquierda, a la que acusa de haber perdido el norte frente al comunismo, mientras la derecha coqueteaba con el autoritarismo. Francia, según él, se había desarmado moral y políticamente antes de ser vencida militarmente. En este sentido, recogemos las palabras del autor: “Las dos grandes fuerzas de destrucción del mundo moderno, el comunismo y el fascismo, la nueva barbarie de nuestro tiempo, que ha conseguido arrastrar consigo las eternas antinomias de tradición y revolución, pobreza y riqueza, nación y universalismo, habían librado en Francia una larga batalla no por incruenta menos funesta. Todo había sido arrasado a derecha e izquierda. Quedaba únicamente lo que era indestructible, la norma, el espíritu, que si bien no impide a las naciones morir, es lo que las permite resucitar.” Y más adelante, en uno de los últimos capítulos del libro, concluye afirmando lo siguiente: “Para los unos, Francia no sería si no era fascista. Para los otros no había más Francia posible que la de la revolución del proletariado.” Entre ambos extremismos, podemos decir, no había solución para el país vecino.

La agonía de Francia es un libro imprescindible para entender no sólo Francia, sino la Europa de entreguerras, el colapso de las democracias liberales ante los totalitarismos y la responsabilidad de las sociedades que, por miedo, comodidad o desidia, renuncian a defender sus valores. Chaves Nogales, con una mezcla de tristeza, valentía y claridad, no sólo retrata el hundimiento de un país, sino que lanza una advertencia atemporal: la libertad no se mantiene sola, hay que defenderla, incluso cuando todo parece perdido.

Por todo ello, en tiempos de crisis, como es el nuestro, esta obra conserva una vigencia inquietante, y la figura de Chaves Nogales, periodista íntegro y demócrata sin partido, sigue brillando como ejemplo de honestidad intelectual y compromiso moral. Su lectura, de esta forma, nos permite hacer una honda reflexión que también, esa es mi opinión y con las lógicas diferencias entre un régimen y otro, pero puede servir también para España, y quizá también para el conjunto de Europa, de este siglo XXI que nos ha tocado vivir: “En un régimen democrático auténtico, Daladier no hubiese fracasado. Eran precisamente los enemigos de la democracia, aquellos que se habían negado a consentir su continuidad, quienes esterilizaban su talento y rendían impotente su fuerza. Al juzgar ahora a Daladier, se repite el sofismo mil veces repetido de cargar a la cuenta de la democracia los crímenes que cometen sus enemigos. Daladier fracasaba y llevaba a Francia a la catástrofe, no porque fuese demócrata, ni porque el régimen democrático condujese fatalmente a la derrota, sino porque, en Francia, actuaban criminalmente y con impunidad otras fuerzas antidemocráticas que estaban resueltas a hundir el país con tal de que se hundiese el régimen. El único pecado de la democracia ha sido no aniquilar esas fuerzas de destrucción antes de que provocasen la rebelión de las masas estimulando sus más bajos instintos. Contra ese movimiento general de regresión  que Georges Bernanos llama la rebelión de los imbéciles, la democracia, es cierto, no ha sabido defender y proteger al pueblo, al demos auténtico, que no está formado, ni mucho menos, por esas falanges mesocráticas, híbridas y estériles como mulas que, para apoderarse del poder y conservarlo, han tenido que caer en la barbarie del totalitarismo.”

Mapa de Francia en 1940, después de la invasión nazi





El podcast de Clio: LA AGONÍA DE FRANCIA



viernes, 25 de septiembre de 2020

La Ley de Memoria Democrática, una ley poco democrática

 

               En uno de sus libros, “Un millón de gotas”, el escritor de novela policiaca Víctor del Árbol entremezcla un argumento actual, el de la trata de blancas y la prostitución infantil, con el pasado de algunos de sus protagonistas, un pasado duro, trágico, en las estepas de la Rusia soviética. La tragedia de Nazino, en la que esos personajes lograron salvar sus vidas a costa de perder su propia integridad como personas, existió realmente, a pesar de que no son muchos los que la conocen; probablemente, si los verdugos hubieran sido nazis y no los comunistas de la URSS, esa losa en la historia de la humanidad sería mucho más conocida por el conjunto de la sociedad. Se trata de una tragedia real, una deportación en masa en la que llegaron a perder la vida alrededor de cuatro mil personas, las dos terceras partes de los prisioneros que fueron enviados allí por el Politburó soviético, muchos de ellos, la mayoría, acusados sólo de delitos políticos. Los hechos ocurrieron en 1933, y tuvieron lugar en la isla de Nazino, en la Siberia occidental, a unos ochocientos kilómetros de la ciudad de Tomsk, en la confluencia de los ríos Ob y Nazina. Actualmente es conocida como la isla de la muerte, o la isla de los caníbales, sobrenombres ambos que por sí mismo son suficientemente reveladores de lo que sucedió allí en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, durante la dictadura stalinista. Quien desee profundizar más en este doloroso asunto, del que prefieren olvidarse los defensores de la actual Ley de Memoria Histórica, sólo tienen que hacer una rápida búsqueda en internet, pulsando en el buscador la palabra “Nazino”. En pocos segundos, tendrá ante sus ojos la realidad histórica de todos esos crímenes.  Un resumen de poco más de seis minutos de dirección se puede ver en el siguiente video de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=3ab4b8dIM88&feature=youtu.be.

               

           La tragedia de Nazino puede ser comparable con otros crímenes comunistas, como los  del bosque de Katyn, en Polonia, del que ya hemos hablado suficientemente en otra de las entradas de este mismo blog. Y la quiero poner en relación con la nueva Ley de Memoria Democrática, una vuelta de tuerca más del actual gobierno socialista filocomunista a la ya de por sí ideologizada Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Zapatero. Es cierto que todos los españoles tenemos derecho a recuperar la memoria de nuestros abuelos, y también sus cuerpos, en el caso de que aún se encuentren abandonados en las cunetas o en fosas comunes, pero no es necesario para ello redactar una nueva ley que, sin solucionar en realidad el problema de los cadáveres abandonados, ha seguido polarizando a la sociedad española; una sociedad que, por otra parte, tiene hoy en día problemas mucho más acuciantes a los que acudir. Una ley que divide a los españoles en buenos y malos. Una ley que pretende recuperar la memoria republicana, pero olvida que esa república no fue, ni mucho menos, ese reino de Utopía del que hablaban los filósofos ilustrados.

               Por el contrario, la Segunda República española fue un régimen revolucionario y, en muchos momentos, un régimen cercano incluso al totalitarismo, como se demostró cuando los partidos de derecha lograron alcanzar el poder. En 1934, las izquierdas revolucionarias, que eran prácticamente todas las izquierdas del espectro político, incluido también el partido socialista, ese mismo partido que ahora nos pretende dar a todos los españoles sus lecciones de democracia, se pusieron a la cabeza de la llamada “Revolución de Octubre” con el fin de acabar con el régimen legalmente constituido en las urnas. Y una vez aprendida la lección, dos años más tarde, en 1936, no tuvieron problemas en agitar las nuevas elecciones que habían sido convocadas con el fin de recuperar el poder. Sólo hay que leer algunas de las manifestaciones públicas de sus dirigentes para darse uno cuenta de hasta qué punto ello fue así.

               Afirmar que en España también hubo un Nazino sería, desde luego, una exageración; y sin embargo, sí es cierto que en nuestro país también existieron los campos de concentración, o los campos de trabajo, como entonces lo llamaban eufemísticamente. Como el de Albatera, en la provincia de Alicante, que no había sido inaugurado por los vencedores de Franco una vez terminada la guerra, como algunos creen, sino que fue inaugurado algún tiempo antes, en octubre de 1937, por el ministro de justicia del gobierno republicano, el nacionalista vasco Manuel de Irujo. Sobre este lugar, y sobre el resto de los campos de concentración que los republicanos estaban creando entonces en distintos puntos de España, el que en ese momento era director de prisiones, el socialista Vicente Sol, manifestó lo siguiente: “Por decreto de 26 de diciembre de 1936, se crearon los campos de trabajo, que significaron una noble innovación en el régimen penitenciario español, haciendo que el recluso se gane con su esfuerzo lo que cuesta sostener al Estado, y se reivindique por el único sistema que puede tener un hombre para hacerlo, es decir, por medio del trabajo… Dentro de diez o quince días, habrá allí dos o tres mil hombres trabajando.”

               ¿Qué pensaría el lector si alguien pretendiera defender los campos de concentración de la Alemania nazi con estas mismas palabras? Y sin embargo, también de esta forma algunos partidarios del régimen de Hitler hicieron alguna vez algo parecido. Porque estos campos de concentración como el de Albatera estaban pensados para albergar en su interior a los presos que eran condenados por los Tribunales Especiales Populares, que estaban caracterizados por la escasa o nula garantía que presentaban para los procesados, y habían sido creados para juzgar delitos de rebelión, sedición y desafección al régimen, delitos en sí mismos puramente ideológicos, y por lo tanto, escasamente democráticos, en una ya poco democrática Segunda República. Una ley, la de la creación de estos centros, por otra parte, que fue firmada por el propio Manuel Azaña, presidente de la República, y por el socialista Francisco Largo Caballero, como presidente del Consejo de Ministros. Y si bien es cierto que en ese momento ya había estallado la Guerra Civil, y que por ello podía ponerse como escusa la situación bélica en la que en ese momento se encontraba el país, lo cierto es que la persecución contra los partidarios de las derechas y contra los supuestos “enemigos del régimen”, una categoría en la que podía entrar, y de hecho entraba, cualquier persona que no fuera un abierto defensor de los partidos de izquierda, había empezado ya desde mucho tiempo antes.

               En la sociedad actual está permitido criticar al régimen nazi, y eso es lógico y bueno; pero no está permitido criticar al régimen comunista, causante a lo largo de la historia de tantos crímenes como el nazismo, y eso no está tan bien. No se trata, en realidad, de poner más muertos en la balanza, pues los dos son regímenes totalitarios, y cuentan con millones de muertos a sus espaldas. Stalin no fue un verso suelto, un apéndice trágico y cruel, pero único, del comunismo, y sólo hace falta hacer un repaso rápido por la historia del siglo XX para comprobarlo. Sólo durante los primeros meses de la revolución soviética fueron ejecutadas más personas en el país de los zares que durante los dos o tres siglos anteriores. En China, la revolución cultural de Mao Zedong, no tan cultural como oficialmente se pretendió, llevó al presidio o la muerte a varios millones de personas, llevando a cabo también algunas masacres tan dolorosas y cruentas como las de Katyn y Nazino (masacre de Guangxi, incidente de Mongolia interior,…) En Camboya, los Jemeres Rojos de Pol Pot protagonizaron uno de los más cruentos genocidios en el continente asiático, con una cifra de muertos que oscila, según las fuentes, entre un millón y medio y tres millones de personas. Y en el continente americano, en países como Cuba o Nicaragua, los regímenes comunistas de Castro o de Ortega también han protagonizado en los últimos cincuenta o sesenta años la muerte o la huida del país de millones de opositores al régimen.

               También en España, en los años previos al estallido de la Guerra Civil y durante todo el conflicto bélico, también fueron muchos los ejecutados, directamente por el gobierno republicano en muchos casos, o por los mili8cianos anarquistas, comunistas y socialistas en otras ocasiones. Y todo aquello se hizo en connivencia con el gobierno soviético, porque en España, Alexander Orlov, ya incluso desde antes de la Guerra Civil se había convertido en los ojos y los oídos del propio Stalin, y gracias a él, no se movía una hoja de un árbol en el gobierno de la república sin que el partido de Moscú no lo supiera.

Todos estos sucesos son, es verdad, producto del pasado, aunque de un pasado muy cercano, tan cercano como los que se pretende juzgar con la nueva Ley de Memoria Democrática; algunos de ellos incluso más que los que sucedieron en España, y que se pretenden todavía juzgar por la nueva ley. Pero incluso en pleno siglo XXI, el propio Nicolás Maduro, heredero de Hugo Chávez en el régimen comunista venezolano, tan admirado por los dirigentes neocomunistas españoles como Pablo Iglesias, Pablo Echenique o Íñigo Errejón, ha sido acusado por la Organización de Naciones Unidad de crímen de lesa humanidad. La acusación es muy reciente, tan reciente como que está fechada en este mismo mes de septiembre. Entre otros asuntos, el informe correspondiente, realizado por un equipo que estaba dirigido por la abogada portuguesa Marta Valiñas, presidente de la Misión Internacional Independiente de Investigación sobre la República Bolivariana de Venezuela, informó de más de cuatrocientas ejecuciones extrajudiciales constatadas, así como de multitud de desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, con empleo de tortura, y tratos crueles ,realizados a los “enemigos del régimen” desde el año 2014 hasta la actualidad.

Y mientras tanto, ¿qué pasa con la gran cantidad de crímenes de la banda terrorista ETA que hoy en día siguen sin resolver? Para solucionar el problema se creó una fiscalía especial, que sin embargo  todavía no ha resuelto ni siquiera un solo caso ¿Inoperancia de dicha fiscalía, u órdenes desde el propio gobierno socialista? Pero lo peor de la nueva ley que se pretende aprobar no es eso; no es el dividir a la sociedad en buenos y malos dependiendo del polo, positivo o negativo, o del lado del espectro de la sociedad a la que cada uno pertenezca. Lo peor es que se crea, además, un nuevo espacio para la censura, al querer dar al gobierno las prerrogativas de poder decidir en todo momento lo que puede o no puede ser publicado, al poder vincularse ello con un posible delito de apología del fascismo. De esta manera, se coarta la labor de los periodistas y de los historiadores, que ya no podrán recuperar esa parte del pasado que pudiera ser crítica con el pensamiento único comunista. Muchos expertos en derecho constitucional han manifestado su oposición a la nueva ley, que consideran anticonstitucional. Po ello, hay que afirmar con Roberto Blanco, catedrático de la materia en la Universidad de Santiago de Compostela, que “el gobierno no está para reescribir libros de historia; eso corresponde a los historiadores.”

Finalmente, hay que destacar que la ley, además, es una crítica abierta a nuestra transición democrática, una transición que, por otra parte, ha sido puesta como ejemplo para otros procesos políticos similares en muchas partes del mundo. Hace sólo unos días, Juan Eslava Galán, en un artículo publicado en ABC, es muy clarificador de lo que la ley pretende, y respecto a su papel como crítica de la transición, dice lo siguiente: ”La Ley de la Memoria Democrática con la que ahora nos obsequian pretende ampliar el objetivo para que la Ley de Memoria Histórica zapateril no se limite a la Guerra Civil y la dictadura, sino que «ponga en valor la historia democrática del país». Bajo la nueva ocurrencia se intenta anular la concordia a la que fuerzas de izquierda y derecha llegaron en 1978 y refundar nuestra democracia sobre nuevas bases, a saber: que aquello no está olvidado y que la derecha actual sigue arrastrando, como Caín, el estigma de su fratricidio esa mancha indeleble heredada del franquismo.”[1]



[1] El artículo fue publicado el 23 de septiembre de2020 en la Tercera de ABC. Para acceder a su lectura completa, puede pinchar en el siguiente enlace: https://www.abc.es/opinion/abci-juan-eslava-galan-conejos-y-conejas-iriarte-202009222254_noticia.html.

 

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