Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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viernes, 26 de marzo de 2021

El cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia, protohistoria de la Semana Santa de Cuenca

 

              La primera referencia que tenemos de la existencia de un cabildo o hermandad bajo la advocación de la Misericordia, se la debemos al medievalista José María Sánchez Benito, y está fechada en el año 1438. Se trata de una donación realizada por el concejo de la ciudad a los cofrades de este cabildo, de una cantidad de tres mil reales para apoyar la construcción de un hospital. Por otra parte, nos debemos olvidar tampoco la existencia en tiempos modernos de un hospital de la Misericordia, que además dio nombre a la calle en la que éste estuvo emplazado, en la parte baja de la ciudad y muy cerca, además del convento de San Francisco, en la calle que actualmente recibe el nombre de calle José Luis Álvarez de Castro, y que hasta hace muy poco tiempo fue llamada de Teniente González; es decir, haciendo esquina con la popular calle de la Carretería, y en la zona de influencia, como la ermita de San Roque, de la que muy pronto hablaremos, del convento de religiosos franciscanos. ¿Se trataba de la misma fundación asistencial que es conocida por la documentación medieval? En caso contrario, ¿existe alguna relación entre ambas fundaciones homónimas? Encontrar una respuesta a estas dos preguntas resultaría de gran interés para el conocimiento de nuestra historia, o protohistoria, nazarena.

              Por supuesto, no se trata ésta todavía de una hermandad de carácter penitencial, sino de una institución dedicada a diversas funciones de carácter asistencial, y ni siquiera sabemos si era la misma que, casi cien años más tarde, surgiría de manera definitiva y tendría como principal obligación la asistencia a los condenados a la pena capital, o si, al menos, estaba de alguna manera relacionada con ella. Durante la celebración de la sesión del ayuntamiento correspondiente al 21 de agosto de 1526, los regidores conquenses solicitaban de Carlos I la autorización real para que pudiera crearse, bajo patronato municipal, un cabido de seglares bajo este mismo título de la Misericordia, con el fin, ahora, de enterrar a su costa pobres y ajusticiados. ¿Había desaparecido por entonces el viejo cabildo medieval homónimo? ¿Se encontraba éste en una situación crítica, motivo por el cual el ayuntamiento pretendía, con este reconocimiento oficial, revitalizarlo de alguna manera?

              El caso es que la autorización real no tardaría demasiado tiempo en llegar a la ciudad del Júcar. En efecto, ya en 1527, el cabildo municipal tomaba nota de que el emperador Carlos había accedido a la solicitud, y hacía las primeras gestiones para su creación oficial. Y la primera de ellas fue el nombramiento de su primer prior, en la persona de uno de los regidores de la ciudad, Juan de Ortega. Claramente relacionado con este hecho, es un contrato firmado ese mismo año entre este regidor y cierto Maestro Miguel, cantero vizcaíno que está documentado en Cuenca durante el primer cuarto del siglo XVI, por el cual éste se obligaba a colocar una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, un lugar muy cercano a la ermita de San Roque, entre ésta y el cercano convento de religiosos franciscanos.


              
Y ya que hablamos de posibles coincidencias, que en realidad parecen mucho más que simples coincidencias, no debemos olvidar tampoco que muy poco tiempo antes, en 1524, el también escultor Antonio Flórez se había comprometido a entregar al ya citado Fernando o Hernando de Valdés, dos escultoras de Cristo, una con la Cruz a cuestas y otra en la que debía mostrarse en situación de estar amarrado a una columna. Es cierto que el motivo del encargo podría estar relacionado con un oratorio particular que pudiera haber en la casa del regidor, algo bastante usual en la Edad Moderna, o incluso con la capilla o enterramiento que la familia tenía en el convento de Nuestra Señora de la Contemplación, de religiosas benedictinas, pero la relación, incluso temporal, entre todos estos antecedentes, deja abierta también la posibilidad de una relación factible con una hermandad penitencial que, cuando menos, podía estar ya en la mente de la familia Valdés.

              Tenemos que hacer ahora un corto paréntesis para hacer algunas reflexiones acerca de la importancia que esta familia Valdés tuvo en los momentos iniciales del cabildo de la Misericordia. En este sentido, había sido también en ese mismo año, 1527, cuando se presentaba en el ayuntamiento una solicitud para que desde la institución pudieran tomarse las medidas necesarias para asegurar la pervivencia económica de la nueva cofradía en el futuro. La solicitud venía firmada por uno de sus regidores más antiguos, Fernando de Valdés, quien además era una de las personas más incluyentes, social y económicamente, de la Cuenca del primer cuarto del siglo XVI. Éste no es otro que el padre de los conocidos hermanos Alfonso y Juan de Valdés, humanistas ambos, perseguidos los dos en algún momento por su adscripción al primer erasmismo, de cuyo fundador, Erasmo de Rotterdam, eran amigos, a pesar de la importante influencia que ambos tuvieron tanto en la corte del emperador Carlos I, de quien el primero era uno de sus secretarios, como en la del Papa Adriano VI, de quien el segundo fue camarero. Fue sin duda el primero, Alfonso, quien habría actuado como intermediario entre la ciudad y el propio emperador, aprovechándose de la situación de privilegio que en aquellos momentos él mantenía en la corte.

              Sobre el padre hay que decir que éste, de su origen converso, había sido desde sus años juveniles un protegido de Andrés de Cabrera, primer marqués de Moya, y seguía estando al frente del partido de éste en las relaciones de poder existentes en la ciudad del Júcar. Por mediación del propio marqués, había sido nombrado regidor ya en 1482, momento en el que también había empezado a ejercer el cargo de procurador en Cortes, representando a la ciudad ante los Reyes Católicos, y permaneció en la regiduría durante cerca de cuarenta años, hasta 1520. En esta fecha, al menos oficialmente, renunció al cargo en beneficio de su hijo primogénito, Andrés. Sin embargo, tal y como demuestran las actas municipales, su dimisión no le impidió seguir asistiendo a las reuniones del cabildo hasta su muerte, acaecida en 1530.

              Dos meses después de haber renunciado al cargo de regidor, estallaría en Castilla el conflicto de las comunidades, que en Cuenca estuvo dirigido por Luis Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y de Beteta; un conflicto que no llegaría a tener demasiada importancia en la ciudad, por la rápida desafección de éste, pero que se llevó por delante a algunos de sus regidores. Fermín Caballero dice que uno de esos regidores fue precisamente el ya conocido Juan de Ortega, aunque su presencia otra vez en el ayuntamiento conquense seis años más tarde, cuando se crea el nuevo cabildo, y su nombramiento como primer prior de la nueva cofradía, nos lleva a pensar que el hecho no es del todo cierto, o que, en todo caso, éste habría logrado poco tiempo más tarde, el perdón real.

              Volviendo a los Valdés, también sobre sus dos hijos más famosos, Alfonso y Juan de Valdés, debemos decir alguna cosa más, aunque son cosas que de ninguna manera están relacionadas con la nueva cofradía gremial. Y es que a ambos, amigos de Erasmo como se ha dicho, y seguidores de algunas de sus tesis, se les ha atribuido en los últimos años la autoría de una de las más grandes novelas de la literatura española del siglo XVI, y en concreto el relato capital de la literatura picaresca castellana: “La Vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades”. Al primero viene atribuyéndosela desde hace algunos años la profesora Rosa Navarro Durán, catedrática de literatura española en la Universidad de Barcelona, especialista en la figura del erasmista conquense, y ya ha publicado alguna edición crítica de la ya no tanto novela anónima, bajo la autoría expresa del conquense. Por su parte, al segundo se la ha atribuido más recientemente el hispanista norteamericano Daniel Crews, profesor en la Central Missouri State University.

              No vamos a entrar aquí en disquisiciones sobre estilos y maneras de escribir, que han llevado a estos dos autores a realizar dichas atribuciones, pero sí en la relación que el padre, Hernando de Valdés, tuvo siempre con este tipo de hermandades asistenciales, pues no es ésta de la Misericordia la única con la que él se relacionó. Y también, con el tema principal de la obra literaria, que es, como sabemos, la mendicidad. En este sentido, Daniel Crews ha demostrado también la relación que este regidor siempre mantuvo con este tipo de instituciones religiosas y sociales, que en realidad tan relacionadas estaban entonces con eso que se ha venido a llamar la policía sanitaria, y cuya solución siempre ha sido uno de los más importantes intereses de todos los ayuntamientos, también en la edad moderna. En este caso se trataba de la cofradía de San Lázaro, que desde tiempos medievales había sido establecida extramuros de la ciudad, en el barrio de San Antón. Se trata de una advocación que era común en toda España, con el fin de atender a todos aquellos que, por estar afectados por diversas enfermedades de carácter infeccioso, como la peste eran rechazados por el conjunto de la sociedad, viviendo en comunidades, que eran llamadas por este motivo lazaretos. Por otra parte, y sobre todo si la teoría del hispanista norteamericano es cierta, quizá no sea tampoco una casualidad el nombre del protagonista de la novela.

              En el caso de la hermandad conquense de San Lázaro, y según informa el propio Crews, en el año 1525, sólo un año antes de que se solicitara la aprobación real para la nueva cofradía de la Misericordia, la mayoralía estaba al cargo también del propio Hernando de Valdés, quien, como tal, “dirigía las propiedades y rentas que apoyaban al hospital, y las casas que cuidaban a los mendigos enfermos, y coordinaba el trabajo de la cofradía asociada. Por su servicio, Fernando recibió 10.000 maravedíes de la Cámara de Castilla y otros fondos de la renta de mayoralía.” No debe ser casual tampoco que la ermita en la que el cabildo tenía su sede, como más tarde veremos, estuviera radicada precisamente a San Roque, aquel santo francés que desde los primeros años de la centuria había empezado a sustituir en toda España a San Sebastián contra este tipo de enfermedades infecciosas.

              Es ahora el momento de volver al cabildo de la Misericordia, o al cabildo de Nuestra Señora de la Misericordia, como también se le conoce, sobre todo a partir de mediados de esta centuria. Destaca entre los escasos documentos conservados, cierta obligación firmada por el carpintero Cebrián de León, fechada el 8 de diciembre de 1543, por el que éste se obligaba con los cofrades del cabildo a realizar una obras de acondicionamiento en la ermita de San Roque. También conocemos los nombres de algunas de las personas que formaban parte del cabildo, todas ellas relacionadas con el mundo del arte: Francisco Becerril autor de la famosa custodia que era sacada en procesión cada año el día del Corpus Christi, y que sería destruida por los franceses durante la Guerra de la Independencia; el arquitecto Francisco de Luna, autor del puente de piedra que fue levantado para unir el convento dominico de San Pablo con el resto de la ciudad; y Francisco Martínez, herrero de profesión, y yerno del escultor e imaginero flamenco, asentado en Cuenca en la segunda mitad de la centuria, Giraldo de Flugo.

              Hasta ahora hemos venido hablando de un cabildo o cofradía con carácter puramente asistencial, dedicado a enterrar a los pobres de la ciudad y, sobre todo, a aquellos que habían sido condenados a la pena de muerte, y también a asistirles en sus últimas horas de vida. Por lo tanto, éste no tenía todavía carácter penitencial, y no estaba de ninguna manera relacionado aún con la celebración de la Semana Santa. Sin embargo, el hecho ya había cambiado para el año 1575, cuando se firmaba una nueva concordia o contrato entre la cofradía, representada por su prioste o hermano mayor, que en ese momento era el boticario Blas de Murcia, y los carpinteros Diego Gil, Pedro de Iturbe y Juan Palacios. Estos se comprometían a reforzar de nuevo la iglesia, apenas treinta años después de que se hubieran realizado en ella las obras anteriores, ya citadas. Pero Ahora, la advocación completa con la que aparece mencionada la hermandad es la siguiente: Cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia.

              ¿Cómo se llegó a esta modificación en la titularidad de la cofradía? Ésta es otra de las grandes cuestiones que todavía deben ser respondidas por la historiografía, pero el hecho sólo pudo producirse de dos maneras diferentes: o por la fusión del cabildo de la Misericordia con una posible hermandad de la Vera cruz, anterior a esa fecha de 1575, de la que nada sabemos todavía, o por un posible crecimiento devocional en el seno del propio cabildo de la Misericordia por la Pasión de Jesucristo, que le llevó en algún momento a modificar la titularidad. Tanto en un caso como en el otro, lo que sí está claro es que en ello debieron influir los frailes franciscanos, que, como sabemos, tenían su sede muy cerca de la ermita. Fueron ellos los que impulsaron este tipo de cofradías y devociones en muchos lugares de la geografía nacional.

Y si esta advocación de la Vera Cruz no fuera suficiente por sí misma para certificar el nuevo rumbo penitencial que el cabildo ya había adquirido, otros documentos, fechados respectivamente el 1580 y 1588, demuestran que la hermandad ya disponía de algunas imágenes que, por sus características, habían sido concebidas para la procesión del Jueves Santo, y entre ellas una talla de Jesús Nazareno. Por ambos documentos, el escultor Giraldo de Flugo y el pintor de origen italiano Bartolomé de Matarana, se obligaban a realizar sendas obras similares para las hermandades respectivas de Zaorejas y Alcocer, en la actualidad pueblos los dos de la provincia de Guadalajara, pero que entonces dependían de la diócesis de Cuenca. Ambos artistas, aunque de origen extranjero, habían abierto desde algunos años antes su propio taller en la capital conquense, y debían utilizar como modelo para sus obras la talla de Jesús Nazareno que era propiedad de la hermandad de Cuenca.

              ¿Qué es lo que pudo suceder para que en apenas cincuenta años se produjera en el seno del instituto conquense esta transformación en la advocación completa del cabildo, incorporándose de esta manera a su antigua función social una nueva función eminentemente penitencial? El hecho, desde luego, debe estar relacionado con el importante desarrollo teatral y festivo que tuvo en aquella época la celebración de la Semana Santa en la calle,  que tuvo su máximo apogeo, primero y a nivel particular de estas hermandades de la Vera Cruz, con la concesión por parte del papa Pablo III de ciertas indulgencias y beneficios a la cofradía de la Vera Cruz de Toledo, extensible también al resto de hermandades similares y homónimas del resto de Castilla, y a un nivel más generalizado, con las tesis aprobadas durante el Concilio de Trento, que se celebró en esta ciudad italiana entre 1545 y 1563. Y desde luego, tuvo que producirse sólo de dos maneras posibles: que dentro del propio cabildo de la Misericordia hubiera surgido entre sus hermanos una devoción lógica a la Cruz como instrumento de martirio; o que en realidad se tratara en su origen de dos cofradías diferentes, unidas éstas en algún momento anterior al ya citado año 1575.

              En favor de la primera de las hipótesis, hay que decir que no se trataría ésta de la única hermandad de la Vera Cruz que tenía también esa doble función, penitencial y asistencial. Esta función, la de enterrar a los ajusticiados se da también en otras hermandades similares radicadas sobre todo en la mitad norte de España, como Salamanca, Vitoria y algunas poblaciones gallegas; sobre todo este asunto ya he tratado más detenidamente en otros trabajos anteriores, por lo que no creo necesario extenderme demasiado en ello[1]. También son abundantes en la comarca de la Rioja las hermandades de la Vera Cruz que tenían encomendada esta misma misión, como ha demostrado Fermín Labarga, y en Valladolid, según Luis Fernández Martín, lo hacía la hermandad de Nuestra Señora de la Misericordia.

              Sin embargo, no son extraños tampoco los casos que se pueden citar de hermanamiento entre dos cofradías diferentes, incluso también entre cofradías que tenían fines distintos. Por otra parte, sería lógico pensar que, de ser cierta la teoría de un origen interno de la nueva advocación penitencial en el seno de la cofradía asistencial, esta devoción debía haber irrumpido con fuerza después de 1543; en este año está datado el primer convenio para arreglar la sede de la cofradía, y en él, como hemos visto, no se menciona todavía ninguna referencia devocional a la Cruz. Una fecha, desde luego, demasiado tardía para la creación de una hermandad de este tipo en una ciudad como Cuenca, sede de uno de los obispados más importantes del reino; una hermandad, por otra parte, que en casi todos los pueblos españoles, grandes y pequeños, había sido el origen de las procesiones de Semana Santa, y que había tenido su primer gran impulso durante el primer tercio de la centuria.

              En el marco de su estudio sobre la cofradía de la Vera Cruz de Cuenca y su relación con el origen de la Semana Santa, Pedro Miguel Ibáñez ha estudiado las constituciones de diversas hermandades de este tipo existentes en el conjunto de la diócesis, y ha establecido algunas fechas que nos resultan interesantes. Son fechas todas ellas, que nos remiten a la segunda mitad del siglo, es cierto, pero hay que tener en cuenta que se trata, en todas las ocasiones, de la aprobación de sus constituciones conservadas, no del año de fundación de la hermandad. Por mi parte, yo también he investigado en la hermandad de la Vera Cruz de Navalón, un pequeño pueblo situado a apenas quince kilómetros de la capital de la diócesis, de la cual en aquella época era una simple aldea. A partir de la documentación, podemos saber que esta hermandad ya había celebrado su primera procesión en 1536, y no sería lógico pensar que todas esas hermandades, establecidas en núcleos rurales sometidos a la influencia de la diócesis conquense, incluida la de Navalón, pudieran ser más antiguas que la propia cofradía homónima de la capital del obispado.

              Pero bien se trate de una posible fusión de dos hermandades diferentes en el origen, o se trate de una única hermandad con una advocación desdoblada, algo que sólo el descubrimiento de nuevos documentos hasta hoy desconocidos podría clarificar, lo que sí nos parece claro es la influencia que los religiosos del vecino convento franciscano pudieron haber tenido en el desarrollo de la devoción crucífera entre los habitantes de la ciudad del Júcar. Hay que recordar que la hermandad tenía su sede en la ermita de San Roque, frente al propio convento franciscano, y en lo que podría llamarse su compás o zona de influencia. Hay que recordar también el encargo de su primer prior, Juan de Ortega, para la elaboración de una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, que con el paso del tiempo pasaría a llamarse Cruz del Humilladero, dando origen con ello a otra leyenda ambientada incluso en el tiempo de la conquista de la ciudad por el rey Alfonso VIII.

              Pero si estos datos de carácter espacial no bastaran por sí mismo para establecer esta relación, podemos aducir también la generalizada devoción que en el instituto franciscano tuvo el culto a la Cruz, y a todo lo que con ella estaba relacionado, y que se fue extendiendo por todo el país gracias a su poderosa influencia. En efecto, son muy numerosas las hermandades de la Vera Cruz que fueran creadas por los religiosos de San Francisco. En mi libro Ilustración y cofradías, ya he insistido pormenorizadamente sobre este aspecto, pero creo conveniente insistir un poco más en ello. También lo han hecho otros especialistas en el tema, como José Sánchez Herrero o el ya citado Fermín Labarga. Pero además de esa relación entre los franciscanos y el culto a la Vera Cruz, rastreable con facilidad en los ámbitos sevillano y riojano, el proceso se dio también en otras partes de España: Galicia, Extremadura, Castilla-La Mancha, Navarra,… Y también en otras partes de Andalucía: la hermandad malagueña de la Vera Cruz, por ejemplo, también estaba radicada canónicamente en el convento franciscano de San Luis el Real. Por cierto, también esta cofradía malagueña tenía a su cargo otras hermandades filiales, como la de Nuestra Señora de la Esclavitud.




[1] Principalmente en mi libro Ilustración y Cofradías. La Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII, Junta de Cofradías, Cuenca, 2001, pp. 89-90.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Juan Díaz, un teólogo luterano conquense poco conocido que murió trágicamente en el exilio alemán

 

 Uno de los intereses que más claramente me han movido desde el primer momento a la hora de escribir estos pequeños textos que conforman el cuerpo principal de este blog, ha sido el de dar a conocer a mis lectores algunos personajes conquenses que, pese a la gran importancia histórica que alcanzaron en algún momento de sus vidas, o después, se mantienen todavía ocultos al gran público, a pesar de que sí son suficientemente conocidos por los especialistas. Cuenca, a lo largo de sus diez siglos de existencia, ha sido cuna de innumerables personajes interesantes, ilustres para la historia (escritores, artistas, sacerdotes, guerreros, políticos,…) y muchos son también los que han nacido en diferentes lugares de nuestra provincia; y aunque escritores como María Luisa Vallejo, primero, en sus “Glorias conquenses”, y más tarde Hilario Priego y José Antonio Silva, ambos profesores de literatura, en su “Diccionario de personajes conquenses”, han dado a conocer buena parte de ellos, son muchos todavía los que permanecen ocultos entre las sombras del desconocimiento. Juan Díaz, teólogo luterano, del que Marcelino Menéndez Pelayo ya habló en su “Historia de los heterodoxos españoles”, y que falleció en tierras alemanas en una situación trágica y un tanto extraña, es uno de ellos.

Juan Díaz grabado de Teodoro de Beza. Icones, 1580,

Cuenca ha sido una ciudad y una provincia caracterizada siempre por la ortodoxia católica de algunos de sus hijos más preclaros(fray Luis de León, Melchor Cano, Luis de Molina, pero también ha sido, en ocasiones, lugar de nacimientos de los heterodoxos más destacados por su inteligencia y su manera personal de sentir el pensamiento religioso. En efecto, en la provincia nació Constantino Ponce de la Fuente (San Clemente, 1502 -Sevilla, 1560), y en la ciudad nacieron los Alfonso y Juan de Valdés, de los que ya hemos hablado repetidamente en diferentes entradas de este blog. Y aquí, en la ciudad del Júcar, nació también, en 1510 o muy poco antes de esa fecha Juan Diaz, un teólogo bastante desconocido entre la generalidad de los conquenses. Éste tenía, además, vínculos familiares con los ya citados hermanos Alfonso y Juan de Valdés; en efecto, una hermana de aquél, Ana Díaz, había contraído matrimonio con otro de los hermanos Valdés, Andrés de Valdés, quien, como hijo primogénito de Fernando de Valdés, fue quien le sustituyó como regidor perpetuo del Ayuntamiento conquense, poco tiempo después de que el hijo hubiera regresado de Borgoña, donde había realizado ciertos trabajos de carácter diplomático que, sin duda, le habrían servido para hacer allí algunas amistades que, después, le habrían abierto las puertas de la corte a su hermano Alfonso.

Muy poco es lo que se conoce de la Juan Díaz correspondiente a la etapa anterior a su salida de España, más allá de su pertenencia, como en el caso de su familia política, los Valdés, a lo que se conocería como el patriciado urbano de Cuenca, y como también en el caso de ellos, con cierto origen converso. De su círculo familiar, sin embargo, Miguel Jiménez Monteserín si aporta algunos datos en algunos trabajos que el antiguo director del Archivo Histórico Provincial realizó sobre la familia Valdés. Así, se sabe que nuestro protagonista era hijo de Hernando Díaz y de una mujer de la que se ignora su nombre, aunque sí que se apellidaba Astudillo, y que compartía con los hermanos Juan y Alfonso Valdés un bisabuelo común: Diego Gómez de Villanueva "el Viejo". Tenía, al menos, cuatro hermanos conocido. Uno de ellos era Alonso Díaz, el otro protagonista de esta historia, que sólo lo era de padre, pues procedía de otro matrimonio anterior del citado Hernando Díaz. Los otros tres eran mujeres: Catalina Hernández, Inés Díaz y Ana García de Astudillo; ésta fue la que entró en la familia Valdés, por su matrimonio con el ya citado Andrés de Valdés. No obstante, por alguna carta de Juan Díaz conocemos también la existencia de otro hermano, Esteban, del que apenas se sabe su paso también por la ciudad del Sena, donde sería novicio del colegio jesuita, y donde habría fallecido, después de haber dejado la Compañía de Jesús, a consecuencia de una cuchillada recibida en un desafío.

Sí se sabe, sin embargo, que estudió en la universidad de Alcalá de Henares, a donde debió acudir en torno al año 1530, y en donde estudió, además de teología, latín, grrego, artes y filosofía,  y que más tarde marchó a París, ciudad a la que debió llegar tres años más tarde. En la ciudad del Sena permaneció al menos trece años, en cuya universidad complementó sus primeros estudios teológicos y filosóficos en Alcalá, profundizando además en el aprendizaje del latín y del griego. Debió ser por estas fechas cuando se acercó por primera vez al pensamiento protestante, quizá influido por la relación personal que el conquense mantuvo con el teólogo burgalés Jaime de Enzinas (hermano, a su vez con otros tres conocidos luteranos españoles, Francisco, Juan y Diego de Enzinas), y sobre todo por el conocimiento intelectual que tuvo con la obra del alemán Philipp Melanchthon. En efecto, tal y como afirma Menéndez Pelayo en su “Historia de los heterodoxos”, con el tradicional espíritu crítico del erudito, fiel a la más pura ortodoxia, “la lectura de malos libros, especialmente los de Melanchton, y el trato con Jaime de Enzinas por los años de 1539 o 40, le hizo protestante”. Y una vez terminados sus estudios en la universidad parisina, se matriculó también en el College Royale, donde profundizó en el conocimiento del hebreo, hasta el punto de que, parece ser, colaboró en alguna edición del texto bíblico.

Sin embargo, no sería hasta algún tiempo después, en 1545, cuando abrazaría oficialmente la fe evangélica, en el curso de un viaje que el conquense hizo a la ciudad de Ginebra (Suiza), en compañía del abogado Jean Crespin, el autor de “El libro de los mártires”, y del hebraísta Matthieu Budé, en el que conoció a Calvino, y de un nuevo viaje que realizó después por Alemania y otra vez Suiza, ahora en compañía de Claude de Senarclens. Queda en la sombra otro posible viaje del conquense por tierras italianas, entre julio y agosto de 1542, en el marco de la nueva guerra entre el emperador y el rey de Francia, Francisco I, momento en el que aquél había decretado la obligación de que todos sus súbditos, abandonaran las tierras francesas en el plazo de ocho días. Y una vez abrazado el protestantismo, y elegido por el propio Martín Bucero, formó parte de la delegación oficial que la ciudad de Estrasburgo debía mandar a Ratisbona, donde se iba a celebrar la famosa dieta o encuentro, en el que, por orden de Carlos V se iba a determinar el futuro del cristianismo; al conquense y al propio Bucero les acompañaría al encuentro el mismo Senarclens, ya citado. Recogemos de nuevo las palabras de Menéndez Pelayo en este sentido: “La prevaricación de Díaz, como español y como teólogo parisiense de crédito, fue considerada como una gran conquista por los reformadores, y cuando los magistrados de Estrasburgo enviaron a Martín Bucero de representante al Coloquio de Ratisbona, pidió que le acompañase Juan Díaz. El cual, por encargo y a sueldo del Cardenal Du-Bellay, protector de los luteranos en Francia, hacía el oficio nada honroso de espía, informando al Cardenal de cuanto sucedía en Alemania.”

Fue el propio Claude de Senarclens, o Francisco de Enzinas, hermano del ya citado Jaime de Enzubas (sobre este asunto se ha manifestado Ignacio J. García Pinilla, a pesar de que en el original aparece citado como autor el primero de los dos, quien escribió el relato de la trágica muerte del conquense, asesinado  poco tiempo después, el 27 de marzo de 1546, por su hermano gemelo, Alonso Díaz, en una acción que no deja muy bien parado tampoco a Juan Alonso de Valdés, quien hijo de Andrés de Valdés, al cual sucedió a su vez como regidor de Cuenca, y de Ana Díaz, y sobrino, por lo tanto, del teólogo luterano. Se trata de un libro que ha sido reeditado recientemente por la Universidad de Castilla-La Mancha, en una cuidada edición de José Ignacio García Pinilla, incorporando además al texto un epistolario del propio Juan Díaz[1]El suceso, bastante extraño, tuvo lugar en la ciudad alemana de Neoburg an der Donau, una pequeña ciudad de Baviera junto al Danubio, que era entonces la capital del ducado del Palatinado-Neoburgo; la ciudad no estaba lejos de la propia Ratisbona, y a ella había acudido Juan Díaz para atender a la edición de su libro. El crimen fue descrito también por el sabio cántabro en los términos siguientes, con su propio estilo plagado de ortodoxia:

“Un español llamado Marquina, especie de correo de gabinete que llevaba los despachos del emperador a la corte de Roma, oyó de labios de fray Pedro de Soto la apostasía de Juan Díaz y se la contó a su hermano, Alfonso Díaz, jurisconsulto en la Curia romana. El cual, irritado y avergonzado de tener un hereje en su familia, no entendió sino tomar inmediatamente camino de Alemania, con propósito de convertir a su hermano o de matarle.

Del relato de Sepúlveda parece inferirse que no de boca de uno solo, sino por cartas e información de muchos españoles de la corte del César, que en Ratisbona habían tratado con el apóstata e insolente Juan Díaz, el cual a cada paso hacía alarde y ostentación de sus errores, supo Alfonso la deshonra de su casa.

Llegó Alfonso a Ratisbona, tuvo una conferencia con Maluenda, y preguntó a Senarcleus [Senarclens] el paradero de Juan Díaz, porque le traía noticias de la corte del emperador, ocultándole cuidadosamente que era su hermano. Senarcleus dudó antes de responder, consultó con Bucero y demás correligionarios, y finalmente le dijo la verdad. Si hemos de creer a los protestantes, Alfonso Díaz y Maluenda inutilizaron las cartas que para Juan llevaba, de parte de sus amigos, el guía o alquilador de caballos que acompañó a Alfonso a Neoburg. Ellos tuvieron alguna sospecha, y avisaron a Juan, a toda prisa, por un mensajero. La entrevista de los dos hermanos fue terrible. Ruegos, súplicas, amenazas, a todo recurrió Alfonso para convencer a su hermano: le hizo argumentos teológicos; le habló de la perpetua infamia y del borrón que echaba sobre su honrada familia conquense; le presentó una carta de Maluenda, que ofrecía interceder en su favor con fray Pedro de Soto, confesor de Carlos V; le prometió honores y dignidades; se echó llorando a sus pies. Nada pudo doblegar aquella alma, cegada por el error o vendida al sórdido interés. Entonces se le ocurrió a Alfonso que, sacándole de Alemania, quizá se le podría traer a mejor entendimiento, y para hacerlo sin sospecha, fingió dejarse vencer en la disputa teológica, se dio por convencido de la nueva doctrina, y le dijo: <<Ya que Dios ha iluminado de tal manera tu entendimiento, para que no quede en ti vacía y estéril la gracia de Dios, como dice San Pablo, debes salir de Alemania, donde hay tantos predicadores del Evangelio, y no eres necesario, ni entiendes la lengua, y venirte a Italia, donde poco a poco y con prudencia irás predicando tus doctrinas de puro cristianismo>>. Halagó la idea al malaventurado hereje, y aún dio palabra a su hermano de irse con él a Roma; pero Bucero y los suyos, a quienes consultó, como también al fraile Ochino, desaprobaron totalmente esa determinación, porque juzgaban una temeridad irse a Italia, donde forzosamente había de abjurar o sufrir pena capital. Con esto mudó de parecer Juan e intimó a su hermano que no le volviese a hablar de semejante viaje. Dicen que entonces le propuso ir juntos a Ausburgo para conferenciar con Ochino, pero que oportunamente llegaron a Neoburg, para disuadirle, Bucero, Senarcleus y Frencht. Entonces Alfonso, que maduraba ya el espantoso proyecto de quitar de en medio a su hermano, se despidió de él con dulces y engañosas palabras, no sin darle al mismo tiempo, para socorro de sus apuros, catorce coronas de oro. El mismo día volvieron a Neoburg Bucero y Frencht, pero Senarcleus se quedó con Díaz al cuidado de la impresión, que tocaba ya a su término.

Alfonso meditó la venganza de su honra con la mayor sangre fría y no en un momento de arrebato. Años después se la explicaba él a Sepúlveda como la cosa más natural del mundo: su hermano era un enemigo de la patria y de la religión: estaba fuera de toda ley divina y humana; podía hacer mucho daño en las conciencias ; cualquiera (según el modo bárbaro de discurrir del fratricida) estaba autorizado para matarle, y más él como hermano mayor y custodio de la honra de su casa. Así discurrió, y comunicado su intento con un criado que había traído de Roma, desde Ausburgo dio la vuelta hacia Neoburg, deteniéndose a comer en Pottmes, aldea que distaba de Ausburgo cuatro millas alemanas. Allí compraron una hacha pequeña, que les pareció bien afilada y de buen corte; mudaron caballos, y continuaron su camino para ir a pasar la noche en la aldea de Feldkirchen, junto a Neoburg. Amanecía el 27 de marzo cuando entraron en la ciudad, y dejando los caballos en la hostería, se acercaron a la casa del Pastor, donde vivían Juan y Senarcleus, que habían pasado la noche en conversación sobre materias sagradas, si hemos de creer al segundo, que tiene un misticismo tan empalagoso como todos los protestantes de entonces. Llamó el criado de Alfonso a la puerta; dijo que traía cartas de su amo para Juan. Éste se levantó a toda prisa de la cama, vestido muy a la ligera, y salió a otra habitación a recibir al mensajero; tomó las cartas y cuando empezaba a leerlas con la luz de la mañana, el satélite de Alfonso sacó el hacha, le hirió en las sienes y le destrozó la cabeza en dos pedazos. Alfonso contemplaba esta escena al pie de la escalera. Cuando estuvieron seguros de que los golpes eran mortales, salieron de la casa, tomaron sus cabalgaduras, y renovándolas en Pottmes, llegaron a marchas forzadas a Ausburgo, con intento de dirigirse por la vía de Innsbruck a Italia.

Yacía tendido en su propia sangre Juan Díaz, cuando llegó Senarcleus, ignorante de todo. Bien pronto se extendió por la ciudad la noticia del asesinato, y los amigos del muerto, ya a su frente Miguel Herpfer, contando con la justicia y protección del conde palatino Otón Enrique, a cuyo dominio pertenecía Nuremberg, se lanzaron en persecución de los fugitivos, y llegando a Innsbruck antes que ellos, allí los prendieron, a pesar de que negaban haber tenido participación en el crimen. Pero las manchas de sangre delataban al criado, y lo incoherente de sus discursos al amo. El conde Otón envió al prefecto de su palacio para hacerse cargo del preso. Alfonso escribió a los Cardenales de Ausburgo y de Trento reclamando el fuero eclesiástico, y rechazando como incompetente al tribunal de Neoburg. El emperador dirigió en 4 de abril una carta al conde palatino, prohibiendo que los jueces de Innsbruck pronunciasen sentencia en aquella causa, cuya causa se reservaba él para la próxima Dieta. En 7 de abril los magistrados de Neoburg tornaron a suplicar que se permitiese a los jueces de Innsbruck sentenciar la causa. Carlos V respondió que él no tenía autoridad en Innsbruck, y que acudiesen a su hermano el rey Don Fernando. En la Dieta de Ratisbona los Estados protestantes tornaron a solicitar que el crimen no quedase impune. El confesor Pedro de Soto intercedió en favor del reo. En 28 de septiembre de 1546, el Papa escribió al rey de Romanos que <<había llegado a su noticia que Alfonso Díaz y Juan Prieto, clérigos de Cuenca, estaban detenidos por tribunales seculares, so pretexto de haber dado muerte a Juan, hermano de Alfonso; que esta causa correspondía, por la calidad de los procesados, al tribunal eclesiástico; pero que, a pesar de las reclamaciones del Cardenal de Trento, los jueces de Innsbruck habían continuado el proceso. Y que por ende tornaba a requerir que se entregase a la corte pontificia al reo con todos los papeles de la causa.

Así se hizo; el Obispo de Trento se encargó de la causa, y aunque no quedan noticias positivas del resultado ni de la sentencia, es lo cierto que Alfonso Díaz salió incólume, y que años después refería a Sepúlveda en Valladolid toda esta lamentable historia. Los protestantes cuentan que, acosado por los remordimientos, se suicidó en el Concilio Tridentino, ahorcándose del cuello de su mula.

Fueron tales los crímenes del jurisconsulto conquense, de los cuales en buena ley ninguna parte puede achacarse al catolicismo, ni a la Iglesia romana, ni a los clérigos, sino a la feroz y salvaje condición del asesino, a lo exaltado de las pasiones religiosas en el siglo XVI en uno y otro bando y al espíritu vindicativo y de punto de honra que cegaba a los españoles de entonces, moviéndoles a tomarse, aún por livianas causas, la venganza o la justicia por su mano. Mató Alfonso Díaz alevosamente a su hermano, y creyó lavar su honra, como alevosamente matan a sus mujeres (aún inocentes) y a los amantes de éstas (aunque no sean correspondidos) los maridos de Calderón y de Rojas; como mató D. Gutierre de Solís a doña Mencía y D. Lope de Almedia a doña Leonor y a D. Juan de Silva, y García de Castañar a D. Mendo, sin escrúpulo ni remordimientos, con entera serenidad, como quien hace una cosa justa y lícita, y dispuestos a repetirlo con cualquiera que atentara a su honor, del Rey abajo. Costumbres bárbara, ideas bárbaras también, pero que hay que tener en cuenta y estimar en su valor cuando se juzgan hechos de otros siglos. El fanatismo de la limpieza de sangre, que lo mismo se manchaba por el adulterio que por la herejía; cierto espíritu patriarcal y de familia, malamente sacado de quicios, y la rareza misma de las infracciones, contribuían a alimentar esa moral social del honor, en muchos casos abominable y opuesta a la moral cristiana. En el siglo XVI el hecho de Alfonso Díaz parecía tan natural y justificable, estaba de tal manera en las ideas corrientes, que Carlos V aprobó la intención y la muerte, como expresamente dice Sepúlveda, y a ninguno de sus cortesanos dejó de parecerle bien, y el mismo cronista, hombre severísimo y de mucha rectitud de juicio, lo cuenta sin ira ni escándalo, y hasta con cierta delectación. Y si los protestantes alemanes hicieron mucho ruido sobre la impunidad del asesino, a buen seguro que no fue por altas consideraciones morales, sino por encontrar una excelente arma de partido. Hubiera sido el muerto el hermano católico y no el protestante, y viéramos trocados los papeles.”   

La cita es bastante larga, y sin embargo es también interesante para ilustrar a los lectores sobre la situación de la época, en la que no fueron escasas las ocasiones en las que las disputas teológicas, incluso entre los propios parientes, se dirimían de forma violenta. Lo cierto es que la noticia de la muerte de nuestro protagonista se extendió por toda la Europa protestante, de tal suerte que el crimen fue utilizado por los protestantes para atacar al pensamiento católico. Debemos decir algunas cosas más sobre algunos de los protagonistas secundarios de la historia. Alonso Díaz, ya lo hemos dicho, era hermano sólo de padre de Juan Díaz, y por lo tanto mal podía ser hermano gemelo de nuestro protagonista, quizá el error de Menéndez Pidal estribe en la confusión con los hermanos Valdés, quienes, como hemos dicho, eran primos lejanos de los Díaz, y que para muchos estudiosos han sido tenidos, estos sí, como gemelos. Su presencia en Roma, en donde se encontraba en el círculo privado del cardenal Farnesio, se debía a su actividad como abogado del tribunal de la Rota, y como tal, se sabe que en 1541 Juan de Valdés, próxima ya su muerte, lo designó como su procurador ante la Curia romana de ciertos beneficios que él poseía en la ciudad de Cuenca. Por otra parte, la figura del denunciante, el tal Marquina, no era otro que Pedro de Marquina. Natural de Mondragón, en la provincia de Guipúzcoa, y estante en ese momento en la ciudad del Tíber como secretario del embajador, Juan de Vega, era, sin embargo, canónigo de Cuenca, en cuya ciudad había fundado el colegio de la Compañía de Jesús. Capellán del emperador y de la princesa Juana desde 1543, según Mártir Rizo también estaba muy vinculado, como los Díaz, a la familia Valdés.

Juan Díaz escribió una obra no demasiado abundante, hoy desaparecida en su mayor parte porque nunca llegó a ser impresa publicada; en efecto, únicamente llevó a la imprenta un libro, bajo el título de “Christianae religionnis suma”; sabemos que el autor había aprovechado su estancia en Neuburg, ciudad a la que había sido enviado para hacerse cargo de la corrección de las pruebas de un libro que Bucero había terminado de escribir en la propia Ratisbona, aprovechando la escasa actividad que durante ese tiempo estaba teniendo el encuentro entre ambas iglesias, la protestante y la católica en Ratisbona, y temiendo el encuentro con el emperador Carlos V, del que parecía próxima su llegada a la ciudad alemana, y que se había mostrado hostil al conquense, para editar su propio libro, en la misma imprenta que el de Bucero, la que estaba regentada por Hans Killian. De esta única obra conocida, y siguiendo al ya citado José Ignacio García Pinilla, hablan en un trabajo reciente los profesores Hilario Priego y José Antonio Silva en los términos siguientes: “Se trata de un texto que rezuma seguridad en la obra redentora de Cristo y en el amor del Padre, y en él ofrece su autor una viva visión de la perversión humana y una clara confianza en la capacidad santificadora de la actividad eclesial.”[2]Entre esas obras que no han llegado hasta nosotros, se sabe por su testamento que compuso unas “Anotaciones teológicas”, que a su muerte debieron caer en manos de Francisco de Enzinas, otros de esos teólogos españoles que, como el propio Juan Díaz, vivieron sus días finales en diferentes ciudades suizas o alemanas, en las que había triunfado el pensamiento protestante, huyendo de esta forma de la persecución a la que la Inquisición les había sometido, o podía someterles, en su país de origen.


Neuburg an der Donau, en la Topographia Germaniae de Mateo Merian, 1644.

En la imagen superior,  

[1] García Pinilla, José Ignacio, Verdadera historia de la muerte del santo varón Juan Díaz, por Claude de Senarclens, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2009.

[2] Priego Sánchez-Morate, Hilario, y Silva Herranz, José Antonio, “la ciudad de Cuenca y la literatura”, en Jiménez Monteserín, Miguel; y Mombiedro Sandoval, Pedro, Cuenca, pétrea atalaya entre dos hoces, Cuenca, Diputación Provincial, 2020.

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