Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


martes, 21 de octubre de 2025

ENTRE LA FUERZA, LA DIPLOMACIA Y LA VERDAD

 

En un tiempo en el que la información se confunde con la propaganda y la emoción suplanta a la razón, leer un libro como El hijo de Hamás, de Mosab Hassan Yousef, supone una bocanada de aire limpio. Su autor, hijo de uno de los fundadores del grupo terrorista palestino, Sheikh Hassan Yousef, decidió colaborar con los servicios de inteligencia israelíes, después de haber descubierto, desde dentro, la perversión del sistema que lo había educado en el odio. Y es que el autor del texto no es solo el hijo de uno de los fundadores del grupo terrorista, sino que llego a ser uno de ellos, destinado a ser, incluso, uno de sus más destacados dirigentes, y que era llamado por los miembros del grupo como el "príncipe verde"; y precisamente el verde no es solo un color sagrado para el Islam, con el que tradicionalmente se pintan las cúpulas de las mezquitas, sino, también, el color de la bandera de Hamas.

Esta reflexión resulta más necesaria que nunca en estos momentos,  cuando se acaba de producir la reciente firma del tratado de paz entre Israel y Hamás, que  ha sido recibido con entusiasmo por la mayor parte de la comunidad internacional, incluidos muchos países árabes, y con un cierto escepticismo por otra. Es cierto que cualquier acuerdo que ponga fin, aunque sea temporalmente, a la violencia, merece ser celebrado. Pero también, que conviene hacerlo sin ingenuidad. No es la primera vez que Oriente Próximo se asoma a una tregua que acaba devorada por el rencor o por el cálculo político, Esta vez, el acuerdo llega después de meses de una guerra devastadora, iniciada con el ataque terrorista del 7 de octubre, hace ya dos años, y continuada con una respuesta militar israelí que ha dejado miles de muertos, y una herida moral difícil de cerrar. La paz, si quiere ser algo más que un paréntesis, exige una verdad incómoda: reconocer que hay responsabilidades compartidas, pero que no son equivalentes. Porque, debemos recordarlo, esta última guerra fue Hamás quien la inició, al colarse por debajo de la frontera con Israel para sembrar el caos entre la población civil, provocando miles de asesinatos y varios centenares de secuestros.

Hamás desencadenó la tragedia, y lo hizo sabiendo que el sufrimiento de su propio pueblo sería el combustible de su causa. No hay mayor crueldad que la de quien entrega a sus civiles a la muerte para ganar un relato. El pueblo palestino lleva años secuestrado por su propio poder, manipulado por un liderazgo que se esconde en túneles, mientras predica la muerte desde los minaretes. Pero tampoco Israel puede mirar hacia otro lado. Su respuesta, en ocasiones desproporcionada, ha multiplicado el dolor civil hasta límites que rebasan la legítima defensa. Los bombardeos indiscriminados, la destrucción de infraestructuras básicas, la privación de agua o electricidad a poblaciones enteras, constituyen, según el derecho internacional humanitario, violaciones graves que pueden calificarse como crímenes de guerra.

No debe confundirse, sin embargo, este concepto con el de genocidio, que es algo mucho más preciso y grave. El genocidio no es un calificativo moral ni político, sino una definición jurídica, que sólo un tribunal competente puede establecer. Para que exista genocidio, deben cumplirse ciertos requisitos: la intención expresa de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; la planificación sistemática de esa destrucción; la existencia de actos materiales que la ejecuten —asesinatos, torturas, traslado forzoso de niños, imposición de condiciones de vida que conduzcan a la eliminación del grupo—; y la implicación de un mando o estructura estatal que impulse esa política. Israel podrá ser acusado de abusar de la fuerza, y eso merece un reproche, e incluso podría quejarse que ha cumplido algunos, solo algunos, de esos requisitos. Pero el  genocidio requiere que se cumplan todos ellos, no solo algunos, y porque hasta hoy, ningún tribunal internacional ha dictado sentencia en ese sentido. El abuso de la fuerza no equivale a la voluntad de exterminar un pueblo entero, más aún cuando, como es el caso, también hay palestinos fuera de Gaza, en Cisjordania y en el resto de Israel, incluso en las propias instituciones del país, y contra esos palestinos, el ejército israelí no ha mostrado la misma actitud que con Gaza.

En este contexto, resulta llamativo el modo con el que ciertos gobiernos europeos, y en particular el español, se han atribuido un protagonismo desmesurado en el proceso de paz. Escuché con perplejidad al ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, afirmar que España ha sido “uno de los países que más han hecho por la firma del tratado”. La frase, más que orgullo diplomático, destila vanidad política. Es cierto que España ha mantenido un papel activo en el reconocimiento del Estado palestino y que ha participado en diversas gestiones internacionales, pero afirmar que nuestro país ha sido decisivo es confundir las palabras con los hechos. La diplomacia no se mide por el número de titulares, sino por la influencia real en las mesas de negociación, y España, con toda honestidad, no ha tenido ese peso. En todo caso, con sus últimas decisiones políticas, se puede decir que lo único que ha hecho ha sido, más bien, poner palos en las ruedas del proceso.

A ello se une la incoherencia de ciertas decisiones políticas, que parecen dictadas más por la necesidad de contentar a determinadas sensibilidades ideológicas, que por una estrategia de Estado. El llamado “embargo de armas” a Israel, o auto embargo, podríamos decir, anunciado con tono solemne, no es más que un gesto simbólico, una suspensión de ventas que apenas tiene efectos prácticos, porque España importa de Israel mucho más material tecnológico y de defensa del que exporta. La medida carece de sentido, especialmente en un momento en el que se estaban produciendo ya avances diplomáticos, incluso con la participación de algunos países árabes moderados. No puede construirse la paz sobre la base de gestos teatrales, ni alinearse uno moralmente con quienes utilizan el pacifismo como arma arrojadiza, mientras callan ante la opresión de sus propios pueblos.

Algo similar ocurre con episodios como el de la flotilla Global Sumud, que partió hacia Gaza hace unos días, presentada como misión humanitaria, y en parte integrada por activistas con vínculos con organizaciones extremistas; incluso, en algunos casos, como ha demostrado la prensa, con ETA y con el terrorismo fundamentalista. Este embarque no ha sido una operación inocente, sino una provocación calculada, que buscaba más el impacto mediático que una ayuda real al pueblo palestino. La defensa de la causa palestina, tan legítima en sus fundamentos como necesaria en su horizonte, se desvirtúa cuando se convierte en altavoz de grupos que instrumentalizan el sufrimiento, y confunden la solidaridad con la complicidad más partidista.

Cuando en algún barco de la flotilla, o en las calles de cualquier país occidental, se grita el famoso lema de Hamas, "Palestina, del río al mar", ¿se dan cuenta aquellos que lo gritan cual es el verdadero sentido de la frase?: una Palestina ubicada geográficamente entre el río Jordán y el mar Mediterráneo supone, irremediablemente, la negación total de cualquier otra entidad política en dicho espacio, y por ende, la desaparición del estado de Israel. ¿No es eso, en esencia, otro genocidio, aunque en fase desiderativa?

El testimonio de “El hijo de Hamás” resulta, en este sentido, una advertencia moral. Mosab Hassan Yousef describe con precisión el modo con el que Hamás ha sabido explotar la culpa del mundo occidental, presentar su causa como una epopeya de liberación, y convertir cada víctima en un argumento en beneficio de su propia propaganda. Pero detrás de esa épica hay una maquinaria que oprime, censura y castiga a los propios palestinos que se atreven a disentir. La tragedia del pueblo palestino no es sólo la ocupación ni el bloqueo: es también el miedo a sus propios dirigentes, la imposibilidad de una crítica interna, el peso del fanatismo, disfrazado de identidad.

Por eso el nuevo tratado de paz sólo podrá tener sentido si sirve para liberar también a los palestinos de ese cautiverio interno; no sólo de las bombas, sino de los dogmas. La paz no se construye con declaraciones de ministros ni con sanciones simbólicas, sino con justicia y con verdad. Y la verdad exige llamar a las cosas por su nombre: Hamás es un grupo terrorista; Israel, un Estado democrático que debe rendir cuentas cuando se excede; y Europa, un continente que no puede seguir refugiándose en su ambigüedad moral. Si este acuerdo logra abrir un espacio de diálogo verdadero, será mérito de todos y de nadie, fruto de la fatiga del dolor más que del talento diplomático. Pero si fracasa, como tantos otros a lo largo de la historia, no podremos culpar sólo a los extremistas: también pesará la frivolidad de quienes, desde la comodidad de sus despachos, confundieron el protagonismo con la paz.

Así, Mosab Hassan Yousef, se ha visto obligado a cabalgar sus propias contradicciones, en una expresión que está muy de moda, y que en pocas ocasiones resulta más acertada. Porque “cabalgar contradicciones” significa tener que asumir y vivir con las tensiones internas profundas de su pasado y de su presente, sin negarlas, pero avanzando pese a ellas. En el caso de este palestino, hijo de uno de los fundadores de Hamás, la expresión refleja su tránsito vital desde la fidelidad a una causa heredada hasta el descubrimiento de que el verdadero enemigo de su pueblo no es Israel, sino el fanatismo de su propia organización. Al colaborar con los servicios secretos israelíes, su vida se convierte en una lucha interior entre la violencia necesaria para sobrevivir y el mensaje de amor y perdón de Jesucristo que comienza a guiarlo. Cabalga así entre la lealtad y la traición, la fe y la guerra, la justicia y la misericordia: un jinete sobre el filo de sus propias contradicciones.

En su prefacio, el propio Yousef resume así sus propios sentimientos, en este caso referidos a su padre, pero que no dejan de ser, también, su propia peripecia vital: “Durante el periodo de diez años que siguió a mi encarcelamiento, le veía luchar con un conflicto interno e irracional. Por un lado, él no creía que estuviera mal lo que hacían aquellos musulmanes que asesinaban colonos, soldados, mujeres y niños inocentes. Creía que Alá les había dado autoridad para llevar a cabo tales actos. Pero, por otro lado, él personalmente no podía hacer lo que ellos hacían. Algo muy dentro del alma lo rechazaba. Aquello que no podía aceptar como correcto para sí mismo era capaz de justificarlo para los demás. Sin embargo, como niño yo sólo veía sus virtudes, y suponía que eran fruto de sus creencias. Como yo quería ser como él, creía en los que él creía sin hacerme preguntas. Lo que no sabía en aquellos tiempos era que no importaba lo que pesáramos en la balanza de Alá, porque toda nuestra justicia y nuestras buenas obras eran como trapos de inmundicia para Dios.” Y continúa un poco más adelante: “Por primera vez empecé a cuestionarme aquello en lo que siempre había creído.”

Quizá la mayor lección de “El hijo de Hamás” sea que la verdad siempre tiene un precio. Mosab Hassan Yousef pagó el suyo con el exilio y con la traición a los suyos. Ojalá los líderes de hoy estuvieran dispuestos a pagar, al menos, el precio de la honestidad. Su testimonio no es sólo una confesión personal; es una denuncia de cómo el fanatismo religioso y la manipulación política han secuestrado durante décadas al pueblo palestino, convertido por sus propios dirigentes en un pueblo rehén. A través de sus páginas, uno comprende que Hamás no es la expresión de un pueblo oprimido, sino de un poder que ha aprendido a convertir el sufrimiento de su gente en un arma de propaganda.






El Podcast de Clio: FUERZA, DIPLOMCIA Y VERDAD

miércoles, 8 de octubre de 2025

EL HOSPITAL DE SANTIAGO DE CUENCA EN LA EDAD MEDIA

 

La tradición marca que fue el 21 de septiembre de 1177, cuando el rey Alfonso VIII de Castilla conquistó para el cristianismo, de manera definitiva, la ciudad de Cuenca. Mucho es lo que se ha escrito sobre esta conquista, la primera de las que después el todavía joven monarca lograría, en el curso de un proceso reconquistador que culminaría, ya al final de su vida, en 1214, con la importante batalla de Las Navas de Tolosa. Si bien gran algunas cosas que se han dicho se ha demostrado haber sido una fabulación, escrita algún tiempo después de los hechos narrados, lo que en ningún caso se puede poner en duda es el gran apoyo que tuvo el rey castellano, por parte de las órdenes militares, especialmente por la orden de Santiago, apoyo que después, una vez conquistada la ciudad, se vería recompensado con una gran cantidad de donaciones, tal y como recogen algunas de las crónicas. En este sentido, el escritor conquense Jesús de las Heras, en su monografía sobre la orden de Santiago, escribe lo siguiente: “Los caballeros santiaguistas estuvieron presentes en casi todas las campañas guerreras de la Reconquista, y entre sus primeras acciones militares, quizá la más notable fue la llevada a cabo por su protector, el rey Alfonso VIII de Castilla, en la toma de la ciudad de Cuenca. Su contribución en dicha conquista fue tan importante que -como antes se señaló- el rey hizo algunas donaciones a la Orden de Santiago en el territorio recién conquistado, entre ellas dos casas cerca de las de Abén Mazloca, en el mismo alcázar de Cuenca, dos solares, un molino en el río Moscas y un huerto próximo.”

Tenemos que recordar que Alfonso VIII fue el monarca que permitió el traspaso de la orden de Santiago, desde el reino vecino de León, donde había nacido, al de Castilla, en un momento en el que los caballeros santiaguistas se habían alejado del monarca leonés, Fernando II, en parte porque éste les había abandonado en la defensa de Cáceres, ciudad extremeña donde había nacido la orden, y que el rey prefirió sacrifica en beneficio de Ciudad Rodrigo. Por otra parte, además de las donaciones ya citadas, realizadas a la orden como institución, algunos de los caballeros más destacados en la batalla recibieron también donaciones a título particular.  Y en los años siguientes, la propia orden fue recibiendo nuevas donaciones, algunas de ellas de gran importancia, como otro molino en el río Júcar, muy cerca del puente del Canto, que ahora se llama de San Antón, o la dehesa que, rodeando la ciudad por uno de sus lados, es conocida, precisamente, como de Santiago. Era una de la doce dehesas que, según Pedro Andrés Porras, formaban la parte más importante de los bienes del hospital, y estaban distribuidos por todo el alfoz de Cuenca.

La fundación del hospital de Santiago, en 1182, significaría, apenas cinco años después de la conquista de Cuenca, la implantación definitiva de la orden en la ciudad, ahora cristiana. La fundación se llevó a cabo a partir de las donaciones que dos de esos caballeros santiaguistas que se destacaron en la conquista, Tello Pérez y Pedro Gutiérrez, hicieron al primer maestre de Santiago, Pedro Fernández de Fuentencalada, de sendas casas con las que ellos mismos habían sido recompensados por el monarca. Y con ellas, se decidió la creación de un hospital bajo el patrocinio de la propia orden. En este sentido, Rodrigo de Luz confirma lo siguiente: “… uniendo a estas posesiones, en 1182,  las que habían recibido del rey D. Tello Pérez y D. Pedro Gutiérrez, grandes del reino, quienes con sus esposas, Guntrodo García y María Buiso, las dieron al primer Maestre de Santiago, Pedro Fernández de Fuentencalada, para que se fundara un hospital para la redención de cautivos, lo que se hizo el día 13 de marzo de ese mismo año. Todas estas incidencias se reflejan en el Bulario de la orden, documento de 1182, del que Menéndez Pidal dice que es uno de los más antiguos escritos en lengua castellana.”

Ya desde un primer momento, la fundación santiaguista se destinó al rescate y recuperación de cristianos cautivos, a albergue de peregrinos, y a la atención de pobres y enfermos. Y es que tanto la regla como la praxis de la Orden de Santiago, desde su propia fundación, combinaban la dimensión militar, relacionada con la reconquista y la lucha contra el musulmán, con la dotación de hospitales y obras pías; junto al de Cuenca, en la actual provincia se crearon también los hospitales de Alarcón y Moya. De esta forma, hacia mediado el siglo XIII la institución ya aparece configurada explícitamente como un hospital para enfermos y peregrinos. Además, el hospital era receptor de limosnas, mandas testamentarias y donaciones diversas, tanto procedentes de los monarcas como, también, de otros nobles, concejos, o la propia ciudad, instituciones que aparecen en la documentación, favoreciendo su mantenimiento.

El hospital conquense formó parte de las propiedades y dependencias que la orden de Santiago tenía en la provincia de Castilla. Su administración recaía en la figura del comendador, que era designado por la orden. Este gestionaba las rentas, y el cumplimiento de las finalidades asistenciales. Como otras encomiendas santiaguistas, el hospital disponía de ingresos procedentes de rentas, alquerías o aldeas vinculadas;  rentas que se fueron ampliando a partir del siglo XIII, a partir de diversas donaciones o testamentarías, consistentes, según afirma el profesor Pedro Andrés Porras Arboledas,  en “algunos diezmos de cereal, monopolios y mercedes de almudes, pero la más importante era la derivada del arrendamiento de numerosas heredades despobladas, diseminadas por todo el alfoz conquense (Arcos, Tondillos, Castellar, La Moraleja, Torrebuceit, Berrechina, Albengamar, Torre de don Alfonso, Mijares, Torre Renera, Villar del Hierro y Palmero). De ahí lo importante de sus rentas, que en 1525 alcanzaron el cuarto de millón de maravedíes.”

 

En la documentación medieval aparecen referencias a concesiones de fueros y poblaciones relacionadas con la encomienda del comendador del hospital. Y es que, ya, desde un primer momento, el hospital se había constituido en una de las encomiendas de la orden, con lo que ello significaba, especialmente si tenemos en cuenta que el comendador del hospital de Santiago era al mismo tiempo, en muchas ocasiones, uno de los Trece de la orden, La orden de Santiago tenía un total de sesenta y seis encomiendas en la provincia de Castilla, repartidas por las provincias actuales de Cuenca, Madrid, Guadalajara, Toledo, Jaén, Murcia, y en el Campo de Montiel. En concreto, en la provincia de Cuenca contaba con quince encomiendas: dos de ellas en Uclés, una para el propio monasterio, sede principal de la orden, cuyo titular fue, en un primer momento, comendador mayor de Castilla, hasta su traslado a Segura de la Sierra (Jaén), y la llamada encomienda de Uclés que incluía las aldeas de su territorio (Tarancón, Saelices, Rozalén, Moraleja, Villarrubio, Tribaldos, Almendros, El Acebrón, Fuente de Pedro Naharro, Torrubia y Cabeza Mesada), además de una subencomienda en el propio término de Uclés; y además de éstas, las encomiendas de Bastimentos de la Mancha y Ribera del Tajo, Pozorrubio, Enfermería, Belinchón, Hospital de Alarcón, Hospital de Cuenca, Hinojoso, Horcajo, Huélamo, Villaescusa de Haro, Villoria y Zarza de Tajo.

Pero, ¿qué eran en realidad las encomiendas y los Trece de la orden. En esencia, una encomienda era la unidad básica de organización económica y territorial de la orden de Santiago, y su origen se produce a partir de ciertas donaciones de importancia, especialmente de tierras, castillos, iglesias o de aldeas, realizadas por los reyes o por nobles. Tenían, sobre todo, tres funciones: generar las rentas necesarias para el sostenimiento de la propia orden; servir como base militar y defensiva para la propia orden y para el desarrollo de la reconquista contra los moros, a partir de los castillos y las fortalezas, que les eran recomendadas; y atender a las funciones espirituales y asistenciales, en este caso a partir de las parroquias, conventos, e incluso, como en este caso, de los hospitales de la orden. Finalmente, la tipología abarcaba tres clases diferentes de encomiendas, cada una de ellas con funciones diferentes: encomiendas rurales, centradas en tierras, rentas agrícolas y aldeas; encomiendas urbanas, constituidas en casas que estaban establecidas en la ciudad, con rentas comerciales sobre todo; y encomiendas conventuales o especiales, como hospitales, casas de religiosos o casas de estudio. El hospital conquense de Santiago era, como es lógico suponer, de estas últimas. Cada encomienda estaba al frente de un comendador, que como es lógico suponer, debía ser un caballero de la orden que, por razones de su cargo, tenía funciones de gobierno, administración de rentas, justicia menor y reclutamiento de tropas. Éste, además, estaba obligado a residir en la encomienda, y garantizar tanto su explotación económica como la observancia religiosa de los miembros que allí estaban destinados.

Por su parte, los Trece eran un grupo de freires caballeros -siempre eran trece, y de ahí el nombre que recibían- de probada experiencia y linaje. Constituidos en una de las instancias más elevadas de la orden, formaban una especie de colegio o capítulo restringido de caballeros de la orden de Santiago, a los cuales, entre otros asuntos, se les encomendaba la elección de nuevo maestre, cuando el cargo quedara vacante por razón de fallecimiento o deposición del maestre anterior. Y junto a esta función principal de colegio elector, tenían también la función de asesorar al maestre en los capítulos generales y en asuntos graves, y ejercer cierto contrapeso frente al poder del rey, pues representaban la autonomía de la Orden, pero al mismo tiempo, también de contrapeso al propio maestre. Los Trece solían ser designados entre los comendadores más influyentes, es decir, los que controlaban las encomiendas más ricas y estratégicas. Con el paso del tiempo, y sobre todo desde los Reyes Católicos, la institución de los Trece perdió peso, y después de la incorporación de los maestrazgos a la Corona, estos quedaron eclipsados, como un simple cuerpo honorífico, sin capacidad real de elección.

La documentación conservada nos ha dado los nombres de algunos de esos comendadores que estaban al cargo de la encomienda del Hospital de Cuenca a lo largo de toda la Edad Media, y cuyos nombres han llegado hasta nosotros: Alvar Pérez Comendador (1204-1206), Alvar Núñez Trincado (1206-1210), Ordón Garcés de Aza (1210-1212), Alvar Gil, (1222-1224), Pedro Pérez (1229-1235), Gonzalo Díaz (1238), Diego de Ribera (1238-1242), Juan Muñiz (1242), Rodrigo Bueso (1246), Íñigo Pérez (1249), García (1251), García Pérez (1268), Alfonso Bardallo (1270), Ruy Fernández de Pancorbo, (1270-1275), Lorenzo Pérez (algunos años antes de 1309, cuando es mencionado en un documento, según el cual cierto Mateo Pérez, vecino de Uclés, le vende a Pelayo Rodríguez, prior del convento, unas casas y viñas situadas en dicho pueblo), Martín Ruiz de Deza (1293-1310), Fernán Rodríguez (1310), Artal de Huerta (1315), Fernán Lorenzo (1329), Juan López de Baeza (en torno a la época que se produjo el cerco de Algeciras, en 1342 y las primeras semanas del año siguiente), Fernán Fernández de Tovar (1371-1383), Diego Fernández Navarro (en 1383, cuando el maestre Pedro Fernández Cabeza de Vaca, le daba permiso para pinchar la localidad de Cañete, bajo las leyes del Duero de Cuenca), Juan de la Panda 1468-1470), y Martín Ruíz de Alarcón (1414-1416). 

De alguno de esos nombres podemos hablar más detenidamente. Así, por lo que respecta a uno de los primeros comendadores, Ordón Garcés de Aza, era quizá, era hermano de García García de Aza, quien había sido durante un tiempo tutor del propio rey Alfonso VIII, durante su minoría de edad; en todo caso, era miembro de  la casa de los Aza, la misma que terminaría por convertirse, ya en sus nuevos dominios conquenses, en la ilustre familia de los Albornoz. Este comendador donó a la orden el termino redondo de Adrada, situado cerca de la propia villa de Aza, que era propiedad de la familia. A mediados del siglo XIII, Rodrigo, o Ruy Bueso, en 1242, cuatro años antes de haber sido documentado como comendador del hospital, y según los datos recogidos por  Pedro Andrés Porras en su tesis doctoral sobre “La orden de Santiago en el siglo XV”, aparece citado como comendador de la Torre de Don Morant, nombre que en aquel tiempo recibía lo que después pasó a llamarse Torrebuceit, en el término de Villar del Águila;  quizá sería más bien  una especie de encargado o tenente de dicha fortaleza, que en aquellos momentos también era conocida, además, como La Torre del Aceite; el lugar, una simple torre en la actualidad, fue en el siglo XIII una población de relativa importancia, a cuyos habitantes se les concedió en aquella centuria el cuerpo de Toledo, y que en 1229 recibo el derecho de celebrar mercado semanal. Y de Artal de Huerta, que lo era a principios del siglo XIV, se sabe que era, también, o lo había sido, comendador mayor de Montalbán (Teruel), sede de la encomienda mayor de la provincia de Aragón, aunque dependiente al mismo tiempo de la casa de Uclés. Por si parte, Juan de la Panda pertenecía a un linaje muy vinculado tradicionalmente con la orden de Santiago, y el mismo llegaría a ser nombrado en 1440 miembro del consejo de la orden.

Finalmente, el último de los comendadores citados, Martín Ruiz de Alarcón, fue nombrado durante la guerra civil que se mantuvo en el seno de la orden, entre los partidarios de Alonso de Cárdenas, que había sido nombrado maestre en la provincia de León, y Rodrigo Manrique, conde de Paredes y padre del famoso poeta Jorge Manrique, que lo había sido en la de Castilla. Éste era hijo de Álvaro Ruiz de Alarcón y Juana de Gamarra, y tuvo varios hijos, entre ellos Álvaro Ruiz de Alarcón, que continuó con la línea familiar; Iñigo López de Alarcón, quien contrajo matrimonio con una hija de Juan Pacheco, señor de Minaya, y Lope de Alarcón, quien también desempeñó roles relevantes en la nobleza castellana. Además de su labor en Cuenca, Martín Ruiz de Alarcón fue comendador de las villas de Uclés y de Mérida. En 1454 había adquirido del propio Rodrigo Manrique, quien era en ese momento condestable de Castilla, el castillo y la aldea de Almodóvar del Pinar, comprando su señorío, por una cantidad de setecientos mil maravedíes.

También han llegado hasta nosotros los nombres de algunos subcomendadores, como Martín Pérez, en 1231, y Pedro Gómez, en 1270, en tiempos del comendador Alfonso Bardallo. Ya durante la Edad Moderna, la administración del hospital se le entregó a uno de los canónigos de la comunidad santiaguista de Uclés, por turno. Así, en 1511 estaba al cargo del hospital conquense Juan Díaz de Estremera, como freire administrador; quizá fuera el primero que lo hacía con este título. Y en ese mismo año, por otra parte, Bernardino de la Torre, criado del rey según la documentación conservada, figura también como tenente del castillo o fortaleza de Torrebuceit.

 

No fueron los comendadores los únicos caballeros de Santiago que residían en la ciudad de Cuenca, y que, quizá, tuvieron alguna vinculación con el hospital conquense. En este sentido, cabe destacar la figura de Diego del Castillo Caclin, uno de los primeros fundadores del linaje, quien había nacido en Cuenca en la segunda mitad del siglo XVI, y era descendiente por línea materna, según afirma Juan Pablo Mártir Rizo del famoso caudillo bretón Bertrand du Guesclin, condestable de Francia y héroe de la guerra de los Cien Años, que había combatido en Castilla a las órdenes de Enrique II, durante la guerra civil que mantuvo con su hermanastro, Pedro I. Y es que, aunque no consta que el caudillo francés hubiera tenido descendencia legítima durante el tiempo que vivió en Castilla, si existen diversas tradiciones genealógicas que reivindican una descendencia de origen natural e ilegítima a partir de él, que en ningún caso está documentada, y una de esas tradiciones es la que hace partir del caballero francés el linaje conquense de los Castillo, por parte materna. Lo que sí está documentado que este Diego del Castillo, caballero santiaguista, fue enviado a finales del siglo XV como embajador a Alemania, donde entró en contacto con el maestre de la orden teutónica, el cual le otorgó para su hijo, llamado también Diego del Castillo, la encomienda de Mota, que era la más importante que la rama española de la orden teutónica tenía en Castilla. Fallecido el comendador Diego del Castillo en 1514, le sucedió su nieto Constantino del Castillo, el fundador de la capital de Santa Elena de la catedral conquense, del que ya hemos hablado en alguna entrada anterior (ver “El canónigo Constantino del Castillo, maestre de la orden de la rama española de los caballeros teutónicos, y sus dos capillas en Cuenca y en Roma”, 16 de febrero de 2024).

Más conocidas son las figuras de Ginés Pérez Chirino y Zeit-Abu-Zeit,  protagonistas históricos del famoso milagro de la Cruz de Caravaca. Ginés Pérez Chirino era hijo de Alonso Pérez Chirino, uno de los caballeros que habían participado, a las órdenes de Alfonso VIII, en la conquista de Cuenca, y había sido uno de los discípulos de San Julián, segundo obispo de Cuenca. Por su parte, Zayd Abu Zayd, era hijo de Abú Ya'qūb Yūsuf al-Mansūr, Yusuf II, el califa almohade que había conseguido derrotar al monarca castellano en la batalla de Alarcos, y hermano del nuevo califa, Muhámmad an-Násir, Abu-Zayd era gobernador de Valencia y Murcia cuando sucedieron los hechos que provocaron el milagro de la aparición de la Cruz y la conversión del gobernador moro. Y es que, según cuenta la tradición, estando aquél como prisionero del gobernador moro en la ciudad de Caravaca, en el reino de Murcia, quiso el moro contemplar cómo era la celebración de una misa cristiana; sin embargo, habiéndose dado cuenta el sacerdote de que la Eucaristía sería imposible de celebrar, al faltar la cruz, Dios envió a dos ángeles, que se colaron por la ventana del palacio con una cruz entre sus manos, la misma cruz que Santa Elena, la madre del emperador Constantino, había entregado a los patriarcas de Jerusalén, y que en ese momento portaba el patriarca Roberto. A la vista del milagro, tanto el gobernador almohade como toda su familia, y muchos de sus súbditos, se convirtieron al cristianismo.

Más allá de la leyenda, hay algunos aspectos históricos en esta tradición, como la existencia real de ambos protagonistas. Y también, desde luego, el hecho de que el gobernador almohade se convirtió al cristianismo, con el nombre de Vicente Belvis, y que se trasladó después a Cuenca, donde residió, siempre en la compañía de su ya amigo Perez Chirino, tanto en el hospital de Santiago como en la fortaleza de don Morant, a la cual terminaría por dar su nombre: Torrebuceit. Recogemos las palabras de Rodrigo de Luz respecto a ello: “Este hijo del vencedor de Alarcos, este excalifa de Marruecos y rey después de Murcia y Valencia, se retiró al hospital de Santiago de esta ciudad, y en él asistió a los enfermos, dando muestras de gran caridad, conversando con su amigo, el sacerdote Chirino, o pasando largas temporadas en su torre, cuya posesión legó finalmente al hospital, donde se dedicó a profundizar en sus estudios zoológicos, materia de la que llegó a escribir algún texto, pues se dice que entre las obras de Avicena, la Historia de los Animales, está compuesta por él mismo. Murió en Cuenca, diez años antes que su amigo Chirino, y fue enterrado en su torre, para finalmente set trasladado su cuerpo a San Jaime de Uclés, en Valencia, donde se descubrieron más tarde sus restos en el claustro de dicha iglesia. En la provincia de Cuenca fundó el pueblo de San Lorenzo de la Parrilla, a cuarenta kilómetros de la ciudad y próximo a su torre, en el que todavía se conservan muchos recuerdos suyos, como una casa en la que parece que habitó, con importantes muestras de la arquitectura de su época, la Virgen de Belvis, patrona del lugar, que se dice se le apareció milagrosamente, y el convento de San Francisco, posible alcázar, residencia del fundador.”

 

Para entonces, el edificio en el que se asentaba el hospital era más bien sencillo, sobre todo si lo comparamos con el edificio actual, que domina la colina que se alza frente al río Huécar a los pies de la ciudad antigua, al otro lado de la calle Calderón de la Barca. Un edificio que, además, había sido destruido parcialmente en el marco de las guerras que habían asolado la ciudad a mediados del siglo XV, según nos informa el ya citado profesor Porras Arboledas: “A fines del siglo XV poseía la encomienda una casa de morada, con su granero y bodega; en las afueras una iglesia dedicada al apóstol Santiago en buen estado, y un amago de edificio, que los conquenses, bajo las órdenes de Juan González de Alcalá y Fernando Alonso, habían reducido a pavesas durante los disturbios de mitad de siglo; tal era su estado, que en 1494, los soberanos mandaron al concejo erigir otro nuevo, a lo que se negaron.”

Durante los siglos XVI y XVII se realizaron importantes obras de mejora y ampliación,  ampliación que ya se inició en tiempos de los Reyes Católicos, y que se coronaron con su imponente fachada principal, obra del arquitecto conquense Francisco de Mora, quien había participado también en la construcción del Hospital de Santiago, y es el autor principal del convento de Uclés, llamado “el Escorial de la Mancha”. También, con la escalinata de acceso a esa fachada desde la calle Calderón de la Barca, antecedente de la actual, que fue realizada en los primeros años del siglo pasado; en efecto, se sabe que la orden de Santiago había comprado al cabildo de tejedores de la ciudad dos casas frente a la bajada del Puente de Palo, con el fin de dar acceso al hospital, mediante unas escaleras monumentales, desde la calle Juego de la Pelota, actual calle Calderón de la Barca. Y nuevas obras volverán a realizarse, sobre todo en la iglesia, que está vez correrían a cargo del arquitecto José Martín de Aldehuela, maestro mayor de obras del obispado. Pero eso es, ya, otra historia.






El Podcast de Clio: EL HOSPITAL DE SANTIAGO DE CUENCA

martes, 23 de septiembre de 2025

EL OLVIDADO ORIGEN CONQUENSE DEL PUEBLO JIENNENSE DE SANTIAGO DE LA ESPADA


 Entre las sierras agrestes de Segura, en el actual término de Santiago-Pontones (Jaén), se alza el pueblo de Santiago de la Espada. Se encuentra en el sureste de la comarca de la Sierra de Segura, muy cerca de los límites con las provincias de Albacete (al norte) y Granada (al sur). Con una altitud aproximada de 1.340 metros sobre el nivel del mar, está situada en un terreno: montañoso, enmarcado en el parque natural de las Sierras de Cazorla, Segura y las Villas. El paisaje combina vaguadas, ríos (como el Zumeta), y unas huertas fértiles en los valles. En 2023, Santiago de la Espada contaba con 1.063 habitantes según los datos del padrón aunque se observa en los últimos años una tendencia decreciente de población; por ejemplo, en 2020 la población era de alrededor de 1.161 habitantes, más que en 2023. El pueblo tiene un estilo arquitectónico rural montañés: casas blancas, balcones de madera, arquitectura tradicional, limpieza en los espacios públicos, y cierto orden en su distribución urbana.

Pocos saben que su origen, bajo el nombre de El Hornillo, está íntimamente vinculado a un grupo de pastores conquenses, de Cañete, según información aportada por Miguel Romero, que a su vez se hace eco de historiadores locales, que, en busca de pastos de verano, acabaron dejando allí huella permanente. La historia de este núcleo serrano es un ejemplo de cómo la trashumancia no solo articuló economías, sino también poblamientos y formas de vida. Su primera denominación, El Hornillo, no es casual. La tradición sitúa a un grupo de pastores reunidos en torno a un horno rústico, tal vez de pan o de cal, que servía de referencia en la montaña. Aquel hornillo dio nombre al paraje y, con el tiempo, a la pequeña aldea, que se fue configurando en el siglo XVI. Estos colonos, en su mayoría pastores procedentes de Cuenca, habían encontrado en la sierra de Segura un espacio idóneo para el pastoreo estival, lo que acabó transformando un punto de paso en un asentamiento estable. Con el tiempo, el Hornillo pasó a conocerse como Puebla de Santiago y, finalmente, Santiago de la Espada, denominación con la que ha llegado hasta nuestros días.

Como hemos dicho, la clave del nacimiento de este pueblo reside en la trashumancia, una práctica que, ligada estrechamente a la ganadería, durante siglos articuló la vida rural de la meseta. Así, los pastores conquenses, siguiendo cañadas y veredas, trasladaban sus rebaños desde Castilla hacia los pastos altos de las sierras jienenses en los meses de más calor, cuando el ganado ya no podía encontrar allí la alimentación adecuada. Este movimiento no era meramente económico: implicaba movilidad social, contacto cultural y, en ocasiones, la decisión de asentarse, al menos temporalmente, en lugares lejanos. Así sucedió en El Hornillo, donde algunos de aquellos trashumantes conquenses decidieron permanecer de forma constante, transformando su tránsito en raíz.

Durante la Edad Moderna, El Hornillo desarrolló una economía mixta. A la ganadería ovina y caprina se sumaba el empleo de una agricultura de subsistencia, así como el aprovechamiento de los recursos forestales que proporcionaba la sierra. La documentación del siglo XVI revela un lento crecimiento poblacional, así como cierta desigualdad en la distribución de tierras y rebaños, reflejo de la polarización social que también se observa en otros núcleos serranos. El legado conquense se percibe en la organización pastoril, en las rutas de trashumancia y en el mismo carácter montañés de la comunidad. De esta forma, de un horno y unos pastores surgió un pueblo, capaz de perdurar en el tiempo, integrado en el mosaico de aldeas serranas de Andalucía oriental.

Posteriormente, el núcleo adquirió la categoría de puebla, lo que supuso un reconocimiento administrativo y eclesiástico. En ese proceso, pasó primero a llamarse Puebla de Santiago, nombre que vinculaba la aldea a la devoción jacobea y al patronazgo de Santiago Apóstol, muy arraigado en la Sierra de Segura. El cambio definitivo a su nombre actual, Santiago de la Espada se produjo en el siglo XVII, coincidiendo con la consolidación de la parroquia, y con la tendencia a añadir el apelativo de la Espada, alusivo al atributo iconográfico de Santiago como guerrero, (l Santiago Matamoros. El título subrayaba la identidad cristiana y militante de la comunidad serrana, en una época de fuerte simbolismo religioso, y de reafirmación tras la Reconquista y la repoblación.

En este sentido, hay que recordar que la zona formaba parte de la antigua santiaguista Encomienda Mayor de Segura de la Sierra, que había nacido en el siglo XIII con el objetivo de defender la frontera frente al reino nazarí de Granada y asegurar la repoblación de un territorio abrupto, poco poblado y de difícil control. Poco tiempo después, esta encomienda santiaguista se había convertido ya en una de las más poderosas de la orden de Santiago en Castilla, y que no solo defendió una frontera crucial en la lucha contra los moros, sino que impulsó el poblamiento de aldeas serranas, como la propia de Puebla de Santiago, y que hoy, y no sólo con el nombre, sigue recordando esa herencia en su propio nombre y en su identidad cultural.


Hoy, Santiago de la Espada conserva en su memoria colectiva el origen pastoril y conquense de su fundación. La toponimia, las tradiciones ligadas al ciclo ganadero, y la propia identidad serrana remiten a aquel pasado. La cultura pastoril ha dejado huellas tangibles —corrales, cañadas, senderos— y también intangibles: fiestas, relatos orales y una forma de entender la montaña como espacio de vida y no solo de paso. La historia del Hornillo muestra cómo la trashumancia conquense fue más que un movimiento estacional: fue también un factor de repoblación y creación de comunidades. Allí donde los rebaños encontraban pastos, los hombres hallaron hogar. En torno a un horno, símbolo humilde de subsistencia, nació un pueblo que aún hoy recuerda, en su propio nombre y en su identidad, la huella de aquellos pastores que, desde Cuenca, llegaron hasta estas tierras de la alta Andalucía, para quedarse definitivamente, y fundar nuevas poblaciones. Sin olvidar tampoco, por supuesto, esa relación con la orden santiaguista, como la tuvo siempre también, no debemos tampoco dejarlo de lado, con la propia Cuenca, ciudad a cuya conquista contribuyeron, y no poco , los propios caballeros de Santiago.

.


Ubicación del pueblo de Santiago de la España, en la provincia de Jaén, 
entre las de Albacete y Granada, según la Wikipedia.
En la foto superior, vista aérea de la localidad.








El podcast de Clio: EL ORIGEN CONQUENSE DE SANTIAGO DE LA ESPADA


Etiquetas