Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


sábado, 27 de junio de 2020

Estatuafobia e historia


El homicidio de George Floyd, un hombre negro, a manos de un policía blanco en Minneapolis (Estados Unidos), a finales de mayo, ha creado una ola de indignación no sólo en el país norteamericano, sino también por todo el mundo. Y no sólo de indignación, que de haberse quedado en eso no estaríamos hablando ahora de esto. También de violencia, una violencia inusitada, que no se recordaba desde la muerte, en los años sesenta del siglo pasado del activista Martin Luther King. La muerte de Floyd es, desde luego, un crimen, y eso nadie puede ponerlo en duda, y como crimen debe ser tratado en los tribunales de Estados Unidos; pero ese crimen no debe justificar tampoco la ola de violencia que en estas últimas semanas está inundando las calles de innumerables ciudades americanas y europeas, porque, al amparo de esa violencia que se quiere vestir de justicia antirracista, se está cometiendo nuevos crímenes contra miles de seres humanos que, sean blancos o negros, pobres o propietarios de los comercios asaltados, y también policías, desde luego, algunos de ellos negros, también como el propio Floyd, son, al final, tan inocentes como éste.

            No quiero hablar en esta entrada, sin embargo, de esa violencia desatada contra otros seres humanos, sino de la violencia que también se ha dado contra los monumentos del pasado, de eso que podríamos llamar estatuafobia; no, desde luego, porque ésta violencia sea más importante que la otra, porque siempre será más dolorosa la violencia que se realiza contra los seres humanos que la que se realiza contra las cosas, por mucho que éstas, las cosas, sean monumentos o símbolos del pasado. Sin embargo, cuando la violencia se hace contra los restos materiales que simbolizan hechos o personajes del pasado, esa violencia está de alguna medida relacionada con la historia, y este blog es precisamente un blog de historia. Éste, y no otro, es el único motivo que me obliga a hablar de esta estatuafobia.

            Esta ola de furia ha afectado a decenas y a decenas de estatuas en todo el mundo. Empezaron en Estados Unidos y en algunas ciudades inglesas, donde se derribaron y se decapitaron estatuas de algunos comerciantes ingleses, que se enriquecieron con el comercio de esclavos. En Bristol (Reino Unido), centenares de personas arrojaron al río Avon la estatua de Edward Colston, un alto cargo de la Royal African Company a finales del siglo XVII, que envió a la esclavitud en Norteamérica y el Caribe a cientos de miles de personas de África occidental. El hecho de que el personaje en cuestión hubiera sido un famoso esclavista podría justificar, en cierto modo, la retirada de la estatua, aunque nunca la forma en la que se hizo esta retirada. Y de ningún modo, el hecho podría justificar los sucesos que se desencadenaron más tarde, a veces por medio de la acción popular de los activista incontrolados, a veces, incluso, alentados desde decisiones de gobierno de los propios municipios en los que dichas esculturas estaban enclavadas.

            En Bournemouth, también en el Reino Unido, las autoridades de la ciudad tenían previsto retirar la escultura de Robert Baden-Powell, fundador del movimiento scout, para evitar que corriera la misma suerte que la de Colston, aunque decenas de personas evitaron que esto sucediera. En Londres se retiró también la estatua de Robert Milligan, cuya familia era propietaria de plantaciones de azúcar en la isla de Jamaica, que se encontraba en el distrito londinense de Docklands. Y por lo que respecta a la Universidad de Liverpool, ésta anunció que iba a rebautizar un edificio que actualmente lleva el nombre del ex primer ministro William Gladstone, debido a sus vínculos con la trata de esclavos. En la Universidad de Oxford existe un movimiento social que tiene por objeto bajar de su pedestal la estatua dedicada en plena High Street a Cecil Rhodes, quien hizo parte de su fortuna con las minas de diamantes sudafricanas, pero que también fue uno de los benefactores del Oriel College de la universidad.

Nadie, o muy pocos se libra de esta estatuafobia, hasta el punto de que hasta la imagen de Churchill, primer ministro inglés y uno de los grandes adalides de la democracia inglesa en el siglo XX, ha tenido que ser custodiada por las autoridades londinenses para evitar que pudiera correr con la mismo suerte. Y en Portland, el 19 de junio, precisamente el día en el que en Estados Unidos se celebra el Linday, en que se conmemora el día en el que se proclamó la Ley de Emancipación por la cual Abraham Lincoln abolió la esclavitud en el país norteamericano, los “antifascistas” de izquierdas arrancaron la estatua de George Washington, el primer presidente del país, y quemaron su cabeza.

            En España, igual que en Estados Unidos, los ataques van dirigidos, sobre todo, a las estatuas de Colón y de otros personajes relacionados con el descubrimiento, la conquista y la cristianización de América, alentada principalmente por Podemos y otros partidos de la extrema izquierda. Sobre la imagen de Cristóbal Colón se volcaron también los vándalos en Richmond (Virginia) y en Miami (Florida) para derribarla, y hasta en Barcelona se ha temido, y se teme todavía, que se ataque la escultura del almirante genovés, destrozando de esta forma una de las postales que mejor identifican a la ciudad catalana. Así, los activistas norteamericanos vandalizaron la estatua del misionero mallorquín fray Junípero Serra que se hallaba en el Golden Gate Park, y ni siquiera en su tierra de origen, se pudo librar éste de otros ataques: también las esculturas que tiene dedicadas el franciscano en Palma de Mallorca y en Petra, su localidad natal, también en la isla mallorquina fueron atacadas, y si la primera amaneció con pintadas, la segunda apareció también con una bolsa de plástico en la cabeza. Cervantes tampoco ha salido bien librado, y algunas esculturas del genial escritor castellano han amanecido durante estos días con pintadas alusivas a no se sabe bien qué. Porque a Cervantes, que fue hecho prisionero por los turcos en Argel, fue en realidad, durante toda su vida, un adalid en defensa de la libertad, tal y como pone muchas veces en boca de su personaje universal, Don Quijote de la Mancha. Y en Marin City (California), la estatuafobia también ha atacado a un enemigo histórico de España.

            Una de las premisas básicas de todo conocimiento histórico es que ningún hecho o personaje del pasado puede ni debe juzgarse con una perspectiva actual, porque eso sería caer en el anacronismo. Desde luego, estamos cayendo en un sinsentido, en el que todo se juzga de acuerdo con una falta de perspectiva histórica. ¿Qué ocurriría si en España, por ejemplo, alguien decidiera derribar las estatuas de Augusto o de algún otro de esos emperadores romanos que, entre los siglos I y IV principalmente, fueron dueños de gran parte del mundo? ¿Qué sucedería si, entre todos, decidiéramos derribar el acueducto de Segovia o el teatro y el anfiteatro de Mérida? “Aquellos imperialistas romanos -dirían algunos- sometieron a los pobres iberos que entonces vivían en España, y les redujeron a la esclavitud, y por eso hay que acabar con todos los recuerdos que nos dejaron en España.” En parte tendrían razón, y sin embargo, aquellos imperialistas romanos fueron los que desarrollaron una cultura diferente, una cultura que terminó por convertirse en uno de los pilares básicos en los que se asienta la civilización moderna.



            Lo mismo sucede con el tema de la hispanización y cristianización del continente americano. Dejando aparte el polémico asunto de la prohibición por parte de la reina Isabel de esclavizar a los indígenas; dejando aparte también el hecho de hasta qué punto las poblaciones indígenas se redujeron a partir del siglo XVI por los crímenes de los españoles o por una mortandad normal debido a la irrupción de enfermedades de las que estos no estaban protegidos; dejando aparte, incluso, los temas relativos a las leyes que firmaron en España los sucesivos monarcas, mucho más proteccionistas con los amerindios que las que decretaron otros gobiernos sobre los habitantes de sus colonias, hay una cosa que si hay que dejar claro: la población actual indígena de los países de habla española es mucho más importante, en términos absolutos y en términos relativos, que la de los países que estuvieron en manos de otros gobiernos europeos. La población indígena de Estados Unidos, por ejemplo, es muy escasa, y la mayor parte vive todavía en reservas en los estados del centro-oeste. ¿Y cuántos maorís puros viven todavía en Nueva Zelanda o en Australia?

Si nos remitimos otra vez a Estados Unidos, hay que recordar una frase del general George Armstrong Custer, el gran héroe de la batalla de Little Big Horn: “El único indio bueno es el indio muerto.” Sin embargo, su escultura ecuestre en Monroe (Michigan) nadie la ha tocado, quizá porque se trata de un gran héroe de la historia americana, o quien sabe por qué razón, si hasta el propia Washington, como hemos visto, se ha visto afectado por los ataques de este movimiento Black Lives Matter. Custer, en el momento de su muerte en la famosa batalla contra los sioux, no era ni siquiera general, porque había sido degradado a capitán después de la Guerra de la Secesión, y ascendido en los años siguientes hasta el rango de teniente coronel, mandaba el séptimo regimiento de caballería cuando se vio rodeado por los hombres de Tatanka Iyotanka (Sitting Bull, Toro Sentado) y Tasunka Witko (Crazy Horse, Caballo Loco).

“La verdad os hará libres”, dijo Jesús a sus discípulos, y al resto de los hebreos. El gran pecado de la sociedad actual, o al menos uno de ellos, quizá sea no conocer la historia, renunciar a ese pasado que nos conforma como sociedad, con sus aciertos y sus errores. Para ello, la historia debe renunciar a todo tipo de manipulación política o ideológica, algo difícil, casi imposible de conseguir. Pero los historiadores tenemos que cumplir con nuestro compromiso de independencia intelectual de cara a la sociedad en la que nos ha tocado vivir.

viernes, 19 de junio de 2020

El convento de Nuestra Señora de la Contemplación y la familia Valdés


Durante los años de la Edad Moderna existían en la ciudad de Cuenca seis conventos o monasterios de religiosas de clausura: benedictinas, bernardas, carmelitas, justinianas, concepcionistas franciscanas y franciscanas angélicas. De todos ellos, desaparecieron en los años siguientes el de bernardas, en el marco de la desamortización de Mendizábal, y ya en los años recientes, el de las franciscanas angélicas, si bien la comunidad de las carmelitas se trasladarían, durante el último cuarto del siglo pasado, a un nuevo convento de reciente construcción, a las afueras de la ciudad, pasando su antiguo convento a convertirse en sede cultural (vicerrectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha, sede del centro asociado de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y de la Fundación Antonio Pérez, sucesivamente). Por otra parte, casi todas las comunidades existentes todavía, incluida también la de las esclavas del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada, las populares blancas, que se vino a sumar ya en el siglo pasado, se encuentran actualmente en una situación de penuria al menos en lo que se refiere al número de vocaciones, con una cantidad muy pequeña de religiosas habitando los respectivos edificios conventuales, normalmente de enormes dimensiones, lo que dificulta todavía más su supervivencia.

No es éste el caso, sin embargo, de la comunidad de monjas benitas, o benedictinas, cuyo convento se halla frente al edificio del Almudí, y muy cerca de la parroquia del Salvador y del antiguo hospital de Nuestra Señora de la Esperanza y de Todos los Santos. Se trata, por otra parte, de la más antigua fundación de estas características en la ciudad del Júcar, bajo la advocación en aquella época de Nuestra Señora de la Contemplación, y en la actualidad de Santa María de la Expectación. Es ésta, por el contrario, una comunidad aún floreciente, que cuenta en la actualidad con un colegio y una pequeña hospedería, reservada sólo, en condiciones normales, para familiares de la comunidad y para religiosos de paso. Este colegio fue fundado en 1962, en un principio para niñas, aunque en la actualidad, por los requerimientos actuales del sistema educativo, pueden estudiar aquí tanto niños como niñas, durante las etapas de primaria y secundaria, y también algunos ciclos formativos.

La documentación conservada habla de la existencia de una especie de patronazgo sobre este monasterio de Nuestra Señora de la Contemplación por parte de la familia Valdés, patronazgo que se extendió, al menos, al primer tercio del siglo XVI. En efecto, se sabe que en 1530, cuando se produjo el fallecimiento del patriarca del linaje, Fernando de Valdés, éste era enterrado en la capilla mayor del monasterio, en el mismo lugar en el que unos años antes había sido enterrada la esposa de éste, María de la Barrera. Y sólo unos meses más tarde, uno de sus hijos, Andrés de Valdés, firmaba un acuerdo con las monjas del convento para construir en ese mismo lugar el panteón familiar.

La familia Valdés fue durante la primera centuria del siglo XVI uno de los linajes más importantes de la ciudad de Cuenca, a pesar de su origen converso. No quiero insistir demasiado en los antecedentes biográficos de este Fernando de Valdés, padre de los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, secretario el primero del emperador Carlos V y camarero el segundo del papa Adriano VI, humanistas ambos, tildados de erasmistas por la más rancia ortodoxia, y me remito para ello a una aportación mía anterior, la última edición personal de estos encuentros en San Lorenzo del Escorial, en la que hablaba, sobre todo, de su relación con la actividad benéfica en la ciudad del Júcar, poniéndola en relación con el hospital y hermandad de San Lázaro y, sobre todo, con el cabildo de Nuestra Señora de la Misericordia, antecedente directo de la cofradía de la Vera Cruz; y también, de paso, con la atribución que en los últimos años se ha venido haciendo de la autoría de una de las obras cumbres de la literatura española, el “Lazarillo de Tornes”, a cada uno de los dos hermanos Valdés, por parte de Rosa Navarro y de Daniel Crews, respectivamente.

Así las cosas, no quisiera insistir más en la trayectoria biográfica de este personaje, suficientemente conocido además por la historiografía, local y foránea, más allá de un pequeño apunte que en aquel momento me pasó desapercibido: la existencia de cierto contrato entre el propio Fernando de Valdés y el escultor Antonio Flórez, por el que éste se comprometía en 1524 a entregar a aquél dos imágenes de Cristo, una en la Cruz y otra atado a la columna; en el documento firmaba como fiador otro escultor que también se hallaba entonces asentado en Cuenca: Francisco de Coca. Teniendo en cuenta todos los antecedentes (comitente: Fernando de Valdés; autor de las imágenes: Antonio Flórez, el mismo que había contratado con Juan de Ortega la cruz de piedra para el campo de San Francisco; y el año, 1524, muy próximo a la fecha de aprobación real del cabildo de la Misericordia, hecho en el que Valdés había participado activamente, posiblemente con la intermediación de su hijo Alfonso, y de la que se convertiría en primer preoste), parece lógico pensar que ambos hechos pudieran estar relacionados. No obstante, no sería ésta la única interpretación posible de esta noticia; podría tratarse también de algún encargo destinado a su oratorio particular, que estaría radicado posiblemente en su propia casa, como sucedía con otras familias poderosas de la época, o quizá también con destino a su capilla funeraria en el monasterio, si es que disponía ya de ella en este momento.


Sí resulta, sin embargo, interesante repasar aquellos datos de su biografía que pudieran estar directamente relacionados con el origen de esa relación entre el monasterio y nuestro protagonista, detalles que, en primer lugar, nos trasladan, irremediablemente, a los años fundacionales del monasterio. Y en este sentido, tenemos que acercarnos a la figura de Andrés Gómez de Valdés, el padre de Fernando de Valdés, quien permaneció, según el ya citado Miguel Jiménez Monteserín, al servicio del obispo de la diócesis, Lope de Barrientos, formando parte del sector converso, de especial relevancia ya en la ciudad a lo largo del siglo XVI, un sector que terminaría por conformar la nueva nobleza urbana de la ciudad en los primeros años de la centuria siguiente. Su participación en el bando del prelado, defensor como es sabido de los derechos reales contra las banderías protagonizadas entonces por algunos nobles, y en concreto, para el caso de Cuenca, por Diego Hurtado de Mendoza, señor de Cañete y Guarda Mayor de la ciudad. También participaba entonces en ese mismo bando otro converso, Pedro López de Madrid, alcalde electo de Cuenca y padre de Andrés de Cabrera, futuro marqués de Moya por beneficio de los Reyes Católicos, del cual el propio Fernando de Valdés se convertiría en criado, en el sentido medieval de la palabra, y principal valedor en la ciudad de todos sus derechos.

Sobre los orígenes, más bien humildes, del linaje Valdés, escribe Miguel Jiménez Monteserín, remontándolos a Diego Gómez de Villanueva, natural parece ser del lugar de Villanueva de los Escuderos, muy próximo a la propia capital conquense, que a caballo entre los siglos XIV y XV moraba en la calle Caballeros. Hijo suyo y de Juana Díaz, de la que se sabe que falleció en Cuenca en 1412, fueron Diego “el mozo” y Andrés Gómez de Villanueva, y fue este Andrés Gómez de Villanueva quien, posiblemente, lograría ascender en la escala social, a la sombra del prelado Lope de Barrientos, en cuya época, recordemos, se llevó a cabo la fundación del monasterio. Hasta el punto de que el propio Monteserín recoge cierto testimonio, fechado en 1511, según el cual un tal Andrés Duro, uno de los testigos de la ejecutoria de nobleza de Andrés de Valdés, hijo y heredero de Fernando de Valdés, afirmaba haber conocido a dicho Andrés Gómez de Villanueva, “padre de Hernando Valdés, con el obispo don Lope de Barrientos en hábito de hombre de probo y escudero e hidalgo”.

Fue sin duda este Andrés Gómez de Villanueva, también, quien modificó el apellido familiar, transformándolo en Gómez de Valdés, que a partir de la generación siguiente quedaría reducido sólo a Valdés, de sonoridad más nobiliaria. De su matrimonio con Isabel López de Palacios tuvo, al menos, dos hijos, el propio Fernando de Valdés y Alonso de Valdés, alcalde de la fortaleza de Beteta, que era propiedad de la familia Carrillo.

No es ésta, no obstante, la única relación posible entre dicho Fernando de Valdés y el monasterio de Nuestra Señora de la Contemplación, que podría explicar ese patronazgo. Hay que tener en cuenta, también, que el propio fundador del convento, Nuño Álvarez de Fuente Encalada, tenía cierta preferencia sentimental por el hospital de San Lázaro, y por la obra que en él se hacía en favor de los enfermos de peste, del que la familia Valdés, ya lo sabemos, fueron administradores o mayordomos, pudiendo sucederse unos a otros en dicho cargo a través de las generaciones. En efecto, se sabe que el chantre, usualmente, hacía un recorrido diario, en el que visitaba varias iglesias de la ciudad, incluyendo en el recorrido tanto al hospital de San Lázaro como a su propia fundación benedictina.

Finalmente, un último dato que debemos tener en cuenta en este sentido es ya puramente geográfico: cuando Fermín Caballero realizó las biografías de los dos hijos más “internacionales” de Fernando de Valdés, logró identificar dos casas que en el siglo XVI eran propiedad de algunos de los miembros de esta familia, y las dos tienen una cosa en común: la cercanía existente entre ambas casas y el monasterio benedictino. Una de ellas, que en 1543 pertenecía a Andrés de Valdés, otro de los hijos de Fernando, de quien próximamente hablaremos, estaba situada en la llamada calle del Espejo, la actual calle Melchor Cano, entre la iglesia del Salvador y la plaza de Santo Domingo. De más incidencia sería la casa situada en la misma plaza del Salvador, entre la iglesia y el propio convento, que en 1573 estaba habitada por Diego de Alarcón y su esposa, Isabel de Valdés, nieta de nuestro protagonista. La casa, que todavía se mantiene en pie, cuenta en su fachada principal el escudo familiar de los Valdés, y en la actualidad es la casa curato de la propia iglesia del Salvador.

 El patronazgo de la capilla mayor de la iglesia conventual fue ejercido más tarde por el primogénito de Fernando, Andrés de Valdés. Aunque de su biografía tenemos menos datos que de la de su padre y de sus dos hermanos menores, se trata también de una persona bastante conocida por los especialistas. En sus años juveniles realizó también cierta carrera en la corte, hasta el punto de que fue precisamente él quien introdujo después en ella a su hermano Alfonso, siempre, tal y como lo había hecho su padre, bajo el patrocinio de los marqueses de Moya. Así, está documentada su presencia en la corte de Flandes, en enero de 1516, poco tiempo después de la muerte del rey Fernando el Católico, enviado allí por Juan de Cabrera y Bovedilla, segundo marqués de Moya, con el fin de prestar en su nombre homenaje al nuevo monarca, Carlos I de Habsburgo

Sin embargo, una vez pasada la crisis de las Comunidades, que en Cuenca, por otra parte, duró muy poco tiempo, la familia pudo resarcirse de ello. Por otra parte, la presencia de Andrés en la corte de Borgoña está atestiguada además por un testamento redactado por él mismo poco antes de partir a Flandes, como medida de precaución por si le sucedía algo en el viaje, y también por otro documento posterior: su propia ejecutoria de nobleza. En efecto, al ser preguntado en ella por los motivos que le habían llevado a añadir a su escudo un cuarto cuartel con el águila de los Habsburgo, el propio Andrés respondía que se trataba de una merced concedida por el propio monarca, por haber combatido a su lado en Bruselas, contra el duque de Güeldres, lo que le valió ser armado como caballero, y la concesión “sobre las Armas que tiene, una Águila Rúbea en campo áureo. El águila es la que trahe su magestad en sus armas por el condado del Tirol; trahela en campo blanco, y a mí, el dicho Andrés Gómez de Villanueva, me la dio en campo áureo”. Los padrinos de dicho acto habían sido el duque de Baviera y el Conde Palatino, ambos electores imperiales.

Consta también la protección a favor del primogénito de los Valdés por parte de importantes miembros de la corte borgoñona, como la de Laurent de Gouvenot, conde de Paudevox, gobernador de Bresse, almirante de Flandes y mayordomo mayor de don Carlos, antiguo consejero a su vez de doña Margarita de Austria, la tía del futuro emperador, y quizá también con la del nuevo mayordomo mayor, Mercurino de Gattinara, quien posteriormente sería el mayor valedor de su hermano Alfonso en el consejo del monarca. Ya de regreso en Cuenca, en 1520, su padre le cedió el cargo de regidor perpetuo de la ciudad, que él venía disfrutando desde 1485, cargo que reforzaría precisamente en 1506, cuando logró de los reyes, Felipe y Juana, la merced de poder transmitir dicho cargo a alguno de sus descendientes.

No fueron estos los únicos miembros de la familia Valdés que estaban relacionados directamente con el monasterio de las monjas benedictinas. También el segundo de los hijos de Fernando, Diego de Valdés, dejaba destinados la cantidad de seiscientos setenta ducados, una cantidad nada desdeñable en aquella época, “a acabar de hacer my capilla que tengo en la cibdad de Cuenca, en el monesterio de san Benito”, cuando fallecía en 1534, en la ciudad de Cartagena. Éste se había iniciado en la vida pública en 1518, año en el que había sido enviado por su padre a incautarse de las fortalezas episcopales de Pareja y Casasana, en nombre de Luis Carrillo de Albornoz, a quien el monarca le había encomendado ese trabajo durante la crisis sucesoria que en la diócesis conquense precedió a la posesión de la mitra por parte del obispo Diego Ramírez de Villaescusa, momento en el que la diócesis se hallaba regida por un prelado absentista como Rafael Riario, cuyo único mérito era la de ser familiar y nepote del pontífice romano.

A pesar de su condición religiosa, como canónigo que era en la diócesis de Cartagena y arcediano de Villena, Diego de Valdés coincidió también con sus hermanos, Andrés y Alfonso, en su preferencia por la vida cortesana más que por la religiosa, destacando siempre por sus servicios, también como ellos, al emperador, de manera que Jiménez Monteserín llega incluso a dudar de cuándo se ordenó ion sacris, y si llegó siquiera a hacerlo en algún momento. Como se ha dicho, falleció en la ciudad de Cartagena, mientras ejercía, además, de vicario general en la diócesis de Valencia, que en aquel momento se hallaba regida por un arzobispo de origen flamenco, Erard de la Merk, quien era, al mismo tiempo, príncipe arzobispo de Lieja.

No sabemos si un casi desconocido Francisco de Valdés, otro de los hijos de Fernando, maestresala del segundo marqués de Moya, en cuya compañía, quizá, luchó también junto a las tropas imperiales en la crisis de las Germanías, en tierras valencianas, y quien falleció en Valladolid en 1523, pudo tener o no relación con el monasterio. Sí la tuvo, de alguna manera, sin embargo, otro Francisco de Valdés, cura de San Clemente y Abad de la Sey, una de las dignidades que formaban parte del cabildo conquense, quien “se hizo cargo finalmente de la herencia a la que renunciaron sus hermanos [se está refiriendo a los hermanos del anteriormente citado Diego, es decir, a los famosos Alfonso y Juan de Valdés] en favor suyo, y luego de satisfacer los demás débitos y redimir el citado censo, entregaría por último Verdelpino a su hermano Juan Alonso, libre de cargas, con la condición de que en adelante sostuviese éste y sus descendientes a sus expensas la misa diaria que sus mayores deseaban se celebrase, para sufragio de todos ellos, en la capilla mayor del monasterio de las benedictinas conquenses, aledaño al solar familiar.” Estos Francisco y Juan Alonso de Valdés eran hijos del ya citado Andrés de Valdés.

Probablemente, el monasterio benedictino de Nuestra Señora de la Contemplación sería sustituido en las preferencias de la familia Valdés, a partir de la siguiente generación,  por el de Nuestra Señora de la Concepción, de concepcionistas franciscanas, que había sido fundado en 1504 por Álvaro Pérez de Montemayor, canónigo de la catedral de Toledo, miembro también de otra de las importantes familias conversas de la ciudad del Júcar, llamado también en las fuentes, de manera quizá más acertada, Álvaro Sánchez de Teruel. En este convento ya había profesado otra de las hijas de Fernando, Margarita, y aunque había sido autorizada por Clemente VII a vivir fuera de la clausura por razonas de salud, hasta tres de las hijas de su hermano Andrés, Ana, Jerónima e  Isabel, profesaron juntas allí el mismo día, e incluso ésta última, que llegó además a ser abadesa del convento, fue elegida en 1588 primera prelada perpetua de la segunda fundación femenina franciscana que existió en la ciudad de Cuenca, el convento de Nuestra Señora de Guadalupe y de la Concepción, que aunque era de la rama de las angélicas, tal y como afirma Muñoz y Soliva, fue fundado ese mismo año a partir de un grupo de monjas que residían ya en el convento anterior de la Puerta de Valencia. 






jueves, 11 de junio de 2020

La guerra en tierras conquenses en la Edad Antigua: cartagineses y romanos contra las tribus indígenas


Como es lógico, no tenemos noticias suficientes sobre enfrentamientos entre las diferentes tribus durante el periodo correspondiente a la Edad de Piedra, aunque es de suponer que, también entonces, habría enfrentamientos violentos entre los diferentes clanes que habitaban la región; sólo la arqueología podría proporcionarnos datos en este sentido, pero el hallazgo de puntas de flechas y de otras armas de sílex, sin embargo, no es determinante, porque es sabido que este tipo de armas se utilizaron primero para la caza, antes que para la guerra. Entre los siglos siguientes, durante las invasiones de pueblos comerciales como los griegos y los fenicios, la relativa lejanía entre la provincia y la costa del Mediterráneo impidió el paso continuo y establecido por la zona de esas civilizaciones, que se asentaron preferentemente en lugares cercanos a la costa, pero no el comercio entre esas ciudades y los pueblos del interior, tal y como se demuestra por la presencia de algunos objetos de lujo, de procedencia griega e incluso egipcia, en algunos yacimientos arqueológicos.
Diferente sería el paso por la región de los cartagineses, ya en el siglo III a.C. En el año 221, las tropas de Aníbal atravesaron el centro de la península, en su camino hacia el norte, preparatorio de lo que iba a ser la Segunda Guerra Púnica, arrasando todo lo que encontraban a su paso, y completando la dominación territorial sobre las tribus peninsulares que habitaban la península. Una de esas tribus era la olcade, que, junto a los lobetanos, ocupaba parte de lo que actualmente es la provincia de Cuenca. Los olcades sufrieron una primera invasión de su capital, Althea o Cartala, cuando los cartagineses hicieron una marcha hacia la meseta norte, y después una segunda, después de que los invasores hubieran arrasado Helmantike, la actual Salamanca, capital de los vacceos, y de que un ejército aliado formado por olcades, carpetanos y vacceos, que habían salido a su paso, hubieran sufrido una terrible derrota en las orillas del Tajo, lo cual posibilitó a los cartagineses la total destrucción de Althea. Se conoce la existencia de guerreros olcades, junto a otras tribus hispanas, combatiendo como aliados de los cartagineses en la Segunda Guerra Púnica, aunque en calidad de rehenes. No se conoce todavía la localización exacta de Althea, en la que compiten diferentes yacimientos arqueológicos de la provincia. Algunos de esos yacimientos muestran, en sus estratos correspondientes a esta etapa histórica, restos de un incendio enorme, un incendio de tales dimensiones que afectan a una gran parte de este, y que parece haber sido provocado por una destrucción generalizada, probablemente por un ejército invasor
Después de los cartagineses llegaron los romanos. Las fuentes clásicas abundan en datos sobre esta etapa, que demuestra la actuación de los nuevos invasores en el territorio conquense, que se convirtió, de esta forma, en un continuo campo de batalla durante el periodo de la primera romanización. Los valles del Tajo y del Guadiana supusieron, ya en los primeros años de la centuria siguiente, la muerte de miles de soldados romanos, la flor y nata de un ejército que para entonces ya había extendido los límites de su civilización por toda Italia y por gran parte de Francia. Por aquellas fechas, algunas ciudades del centro de la península fueron sitiadas y tomadas por los romanos, como Urbiaca, en algún lugar indeterminado entre Albarracín y Cuenca. En este sentido, las victorias de Sempronio Graco sobre Cértima y Munda dejaron por fin abiertas las puertas de la península al ejército romano. Aunque se ha especulado mucho sobre la localización de estas dos ciudades en la Bética, nuevos hallazgos arqueológicos, como un miliario romano cerca de Segóbriga, demuestra que ambas ciudades debían encontrarse en la meseta, y muy probablemente en tierras de la actual provincia de Cuenca.
El episodio más conocido es la victoria que Quinto Sertorio obtuvo en la ciudad de Contrebia, en el marzo de las guerras civiles que mantuvo en la península contra las tropas del dictador Lucio Cornelio Sila, en el año 77 a.C. En esta importante ciudad, los romanos sorprendieron a los celtíberos (que para entonces ya habían sustituido en el territorio a las antiguas tribus con las que habían tenido que enfrentarse los cartagineses), provocándoles la muerte de quince mil hombres, y más de cinco mil prisioneros. A este respecto, y teniendo en cuenta la existencia n tiempos antiguos de tres ciudades llamadas Contrebia: Contrebia Leukade (situada en el término actual de Aguilar del Río Alhama, La Rioja), Contrebia Belaisca (Cabezo de las Minas, Botorrita, Zaragoza) y Contrebia Cárbica (la que las fuentes colocan en algún punto de la Celtiberia, y algunos autores sitúan en Villas Viejas, en el término municipal de Huete), es conveniente conocer lo que de la conquista de la ciudad afirman las fuentes clásicas, y el comentario que al respecto hace un especialista en la materia, como lo fue el malogrado Enrique Gozalbes Cravioto; en este sentido, quien de manera más determinante habla, entre los escritores romanos, es Tito Livio:
“Pero a la noche siguiente, bajo la dirección de él mismo, se levantó otra torre en el mismo lugar, lo cual fue un espanto para los enemigos cuando la divisaron a la luz del alba. Al mismo tiempo la torre de la ciudad, que era su principal defensa, rotos sus fundamentos, se derrumbó engrandes hendiduras y empezó a arder por efecto de haces de leña encendida que se le echaron; aterrorizados los contrebienses por el estrépito del derrumbamiento y el incendio, huyeron de la muralla, y la multitud entera empezó a pedir a grandes voces que se entregase la ciudad. El mismo valor que había contestado a la provocación hizo más benévolo al vencedor. Recibidos los rehenes, exigió una sumo módica de dinero y les tomó todas las armas; ordenó que le entregasen vivos a los tránsfugas íberos, y a los fugitivos, cuyo número era mucho mayor, y mandó que ellos mismos los matasen; los degollaron y los echaron muralla abajo. Tomada así Contrebia con gran pérdida de hombres, a los cuarenta y cuatro días de asedio, dejó allí con una fuerte guarnición a Cayo Insteyo, y por su parte llevó sus tropas hacia el Ebro”.
Pero, ¿de qué Contrebia estamos hablando? El mismo profesor Gozalbes Cravioto, después de hacer un somero repaso por las diferentes teorías que priman las posturas de que pudiera tratarse de Contrebia Leukade (Blas Taracena) o de Contrebia Belaisca (Félix García Mora, Pere Bosch Gimpera, Pedro Aguado Bleye), no duda en afirmar que se trata de Contrebia Cárbica, la ciudad cuyos restos han sido localizados en Fosos de Bayona, en Villas Viejas (Huete); un yacimiento, por otra parte, que todavía presenta muestras de haber pertenecido a una ciudad importante y poderosa, a pesar de que todavía no ha sido suficientemente excavada. A este respecto, dice lo siguiente el autor en su libro “Caput Celtibriae. La tierra de Cuenca en las fuentes clásicas”:
“A mi juicio el episodio en cuestión está referido a la urbe de Contrebia Cárbica, la que sirvió de precedente de Segóbriga. Pr tanto, y con mucha verosimilitud, se trató del asalto y la conquista de la ciudad existente en Fosos de Bayona, que ya un siglo antes había sufrido el asedio romano. Fosos de Bayona, a unos escasos cinco kms. De Segóbriga, es la identificación más aceptable de la antigua Contrebia Cárbica, aunque hay autores que consideran no conocer su situación, e incluso ha habido quien ha propuesto algún otro lugar de la zona conquense. De hecho, los investigadores han tratado de insertar la ciudad de Segóbriga en las campañas del conflicto sertoriano, encontrando el silencio de las fuentes clásicas. Este hecho se explicaría porque Segóbriga no aparece todavía reflejada como entidad urbana independiente, dado que su lugar (a escasos 5 kms. De ella) lo ocupaba Contrebia Cárbica”.
Este hecho, la identificación, o más bien relación de continuidad, entre la Contrebia Cárbica de los celtíberos y la Segóbriga romana, nos lleva a un segundo problema, que es el de la identificación de esta última con la Sekobirices que también mencionan las fuentes clásicas, y por ende, la numismática de leyenda íbera. De esta manera se explica una referencia de Frontino, un político e historiador romano del siglo I, acerca del papel que jugó la ciudad íbera de Sekobirices en las guerras de Viriato contra los romanos: “Viriato, después de hacer en su retirada el camino de tres días, volvió sobre sus pasos y lo recorrió en uno sólo, cayendo sobre los segobricenses desprevenidos, y destrozándolos cuando más ocupados estaban en sus sacrificios.”
De esta forma, Frontino nos hablaría de un ardid, muchas veces empleado por el caudillo lusitano, con el que consiguió derrotar a los habitantes de Segóbriga, supuestamente aliados con los romanos; los hechos habían acaecido casi cien años antes que los referidos en la cita de Tito Livio, antes mencionada. Aunque Martín Almagro, padre e hijo, identifican ambas ciudades, lo mismo que sucede con el recientemente fallecido Manuel Osuna, durante muchos años director del Museo Arqueológico de Cuenca, otros autores modernos tienden a oponerse a esta tesis, en base a las escasas evidencias del periodo anterior a la ciudad romana que han sido rescatadas en las excavaciones, y en la dispersión de los hallazgos de monedas con la leyenda ibera Sekobirices. Ésta es una cuestión que todavía se mantiene abierta (no así la de la Segóbriga romana, que nadie duda ya de su localización en el término municipal de Saelices, en la Mancha conquense).
De todo ello se desprende que, aunque el territorio ya estaba plenamente romanizado, las tierras conquenses fueron también campo de batalla durante las guerras civiles que, desde el siglo primero antes de Cristo, dividieron a los romanos, y que se extendieron a lo largo de todo el imperio, tal y como hemos podido ver, principalmente durante el conflicto entre Cornelio Sila y Quinto Sertorio, que trajo a éste hasta Hispania, donde se convirtió en algo parecido a un héroe nacional, hasta su muerte en la ciudad de Osca (Huesca). Aquí, los datos que proporciona las fuentes clásicas se combinan otra vez con los que proporciona la arqueología: la ciudad de Contrebia, de la que ya hemos hablado, sufrió una segunda destrucción, ahora definitiva, y completamente incendiada por uno de los dos ejércitos, sería finalmente abandonada, permitiendo el ascenso de la cercana Segóbriga a la nueva cabecera de la comarca. Estos enfrentamientos civiles volverían a repetirse, aunque con un poco menos de virulencia, durante las guerras que enfrentaron a Julio César y a Cneo Pompeyo.
Durante el imperio romano, las comarcas conquenses vivieron un largo periodo de paz. El territorio había sido ya organizado, normalizado, y los intereses bélicos romanos se trasladaron hacia los límites del imperio, el limes, que ahora se encontraba en el norte de Europa y en otros continentes: el norte de África y el próximo oriente. Ni siquiera durante los años turbulentos del bajo imperio, cuando eran las legiones las que marcaban el paso de la política, destituyendo continuamente a los emperadores, incluso asesinándoles, para nombrar otros nuevos, esos enfrentamientos civiles tuvieron demasiado eco en los que hoy es la provincia de Cuenca. Y en lo que se refiere al paso por la meseta de las tribus bárbaras, primeros los vándalos y más tarde los visigodos, y hasta el asentamiento definitivo de estos, que establecieron su capital muy cerca de aquí, en Toledo, tampoco es demasiado lo que conocemos a través de la historiografía, aunque los yacimientos arqueológicos vuelven a mostrar, una vez más, restos de incendios devastadores en los estratos correspondientes, que demuestran que algunas de estas ciudades fueron quemadas por los ejércitos invasores.



jueves, 4 de junio de 2020

Un libro sobre geografía militar


En esa ocasión, quiero comentar un libro bastante desconocido ahora, pero de gran importancia para lo que se ha venido a llamar el arte de la guerra: “Bases para el estudio de la Geografía Militar”. El autor del libro es el militar conquense Luis Villanueva López-Moreno, quien había nacido en el pueblo manchego de San Clemente el 6 de abril de 1881. En 1896, cuando estaba a punto de cumplir los quince años, ingresó en el ejército, como soldado voluntario, quedando desde ese mismo momento integrado en el cuarto regimiento de Zapadores Minadores, de guarnición e instrucción en la plaza de Barcelona, y allí permanecería hasta los últimos días del mes de junio de 1897, cuando, por haber obtenido plaza para la promoción de ese año en la Academia de Infantería, según Real Orden de fecha 22 de junio, se trasladó a Toledo con el fin de iniciar allí sus estudios en dicho centro, en el cual permanecería hasta el mismo mes del año siguiente, cuando, debido al plan de enseñanza decretado por otra Real Orden de fecha 22 de febrero del año anterior, que establecía cursos abreviados, fue, pudo ser promovido a segundo teniente de infantería. Más tarde, entre 1906 y 1911, estudió también en la Escuela Superior de Guerra, logrando diplomarse en dicho centro en Estado Mayor, pasando así, como capitán de este arma, a formar parte de las élites militares castrenses, y más tarde, en los años difíciles de la Segunda República, fue también profesor de ese mismo centro, destino que abandonó poco tiempo antes de haber estallado la Guerra Civil.
Participó en la campaña de África, entre el mes de mayo de 1914 y el de octubre de 1915, pero fue su trabajo científico lo que más le significó, sobre todo en los campos de la historia y, más que nada, de la geografía. En 1921 fue destinado a la Escuela Superior de Guerra, como profesor de la asignatura de “Geografía militar y estratégica, precedida de nociones de Geología”, en la que permanecería hasta el mes de septiembre de 1928, participando allí en diversas comisiones. Así, hay que destacar el hecho de que entre el 1 y el 21 de abril de 1925, asistió al Congreso Internacional de Geografía y Etnología, que se celebró en la capital egipcia, El Cairo.
Declarado apto para el ascenso a teniente coronel cuando por antigüedad pudiera corresponderle, el 7 de octubre de 1924, se le confirió finalmente este empleo, por Real Orden Circular de 9 de marzo de 1926, con efectividad del 3 de febrero de ese año; permaneciendo, por otra disposición posterior, en su puesto en la Escuela Superior de Guerra. Durante ese verano realizó con sus alumnos diferentes viajes de estudios por Toledo y Zaragoza, y a partir de marzo de 1927 fue nombrado suplente de Mayor en dicho centro, volviendo a realizar los tradicionales viajes de final de curso con la nueva promoción, ahora por las provincias de Toledo, Cuenca y Albacete, así como por diferentes localidades de diversas regiones militares, con el motivo esta vez de efectuar la nueva campaña geográfica que había sido dispuesta por la Real Orden de 25 de abril de ese año. Y en el mes de septiembre siguiente, en función de su cargo de profesor de geografía en la Escuela Superior de Guerra, fue nombrado vocal de la comisión que se había creado con el fin de realizar los estudios preparatorios para la confección de una historia de la actuación del ejército español en el territorio de Marruecos, en la etapa comprendida entre los últimos años del siglo XIX y los primeros de la centuria siguiente.
Durante la primera mitad del año siguiente, 1928, antes de abandonar su cargo en la Escuela Superior de Guerra, Luis Villanueva pronunció sendas conferencias en la Escuela de Guerra Naval sobre defensa de fronteras. A partir del 4 de julio de ese año se trasladó a Melilla, con el fin de documentarse para la publicación de la citada historia de la actuación militar española en el norte de África. Para ello, en las semanas siguientes permaneció en Melilla, revisando los archivos de la extinguida Comandancia General de Melilla, y los de las comandancias correspondientes de Artillería y de Ingenieros, visitando el teatro de operaciones donde se llevó a cabo la campaña de 1893; reconociendo los diferentes campos de batalla de las operaciones sucesivas de la guerra de 1909; y realizando, finalmente, un reconocimiento geográfico e histórico de todo el territorio del protectorado, desde Melilla y el Rif hasta Ceuta y Tetuán.
Y una vez terminada su labor en el norte de África, el 5 de agosto se embarcó de nuevo en Melilla, con rumbo a Madrid, donde se reincorporó a su puesto en la Escuela Superior de Guerra, hasta el 21 de septiembre, fecha en la que se dispuso su cese en ese centro y su pase a la sección histórica del Depósito de la Guerra, con el fin de poder continuar allí su labor de documentación para la magna obra histórica que le había sido encomendada. Allí, en el Depósito de la Guerra, permanecería hasta el mes de enero de 1931, aunque este organismo pasaba, el 1 de enero de 1929, a denominarse Depósito Geográfico e Histórico del Ejército. Una vez incorporado a su nuevo destino, el 30 de septiembre, le fueron asignadas nuevas responsabilidades; así, a partir del 2 de octubre de 1928, se hizo cargo, en el propio Depósito, de la jefatura del anuario, escalillas, extractos de organización militar, estadística e inventario de máquinas y herramientas, sin desatender por ello, por supuesto, su cometido en la comisión histórica de las campañas de Marruecos.
En el Depósito Geográfico e Histórico del Ejército formó parte también, desde el 11 de mayo de 1929, de la comisión encargada de redactar el programa de ingreso en la nueva Escuela de Estudios Superiores Militares, y a partir del 12 de agosto de ese mismo año, desempeñó además una nueva comisión de servicio relacionada otra vez con su trabajo sobre la historia militar de España en Marruecos, ahora por las ciudades de Granada, Sevilla, y otra vez Melilla. El 15 de marzo de 1930, por otra parte, se hizo cargo de la jefatura del archivo de mapas y planos del Depósito Geográfico, aunque sin abandonar tampoco ni la comisión histórica que venía desempeñando desde algunos años antes, ni de la jefatura de la sección de estadística y anuario; desde el 2 de junio de ese mismo año ejerció también, interinamente, la jefatura de Labores de ese mismo centro.
Durante este periodo de tiempo, en 1930 se hizo cargo también de la versión española del libro “El Asia monzónica: India, Indochina e Insulindia”, traducción de la obra de la que era autor Jules Simon, catedrático de la Universidad de Montpellier, que conformaba en su versión original francesa el tomo XIII de la Geografía Universal, dirigida por Paul Vidal de La Blache u Lucien Gallois. Sin embargo, su obra más reputada es la titulada “Bases para el estudio de la Geografía Militar”, libro que fue editado por primera vez en 1925 por el Ministerio de la Guerra, y sucesivamente reeditado en 1927, 1932, 1934 y 1945, y del que existe incluso una reedición moderna, realizada y anotada en 2018 por Enrique J. Refoyo. Una obra que ya había sido declarada el 20 de octubre de 1927 de utilidad para el conjunto del ejército, y por el cual, el 21 de septiembre de 1929, fue condecorado con la Cruz al Mérito Militar de Segunda Clase, con distintivo blanco, pensionada con el diez por ciento de su sueldo de teniente coronel, hasta su ascenso al empleo inmediato.
En esta obra, el autor repasa diferentes aspectos relacionados con el estudio geográfico, primero desde el punto de vista general (concepto de geografía, actores geográficos, estudio de la geografía en España y en el resto de Europa, …) y después en sus aspectos puramente militares, desde el propio concepto de geografía militar hasta sus aspectos más prácticos. Reflexiona en toda su problemática, tanto desde el punto de vista físico (fronteras terrestres y marítimas, orografía e hidrología, …) geológico (tipos de terreno e influencia de los diferentes terrenos en las campañas), humanas (demografía, psicología de la población, aspectos políticos e ideológicos, …) o la influencia de las diferentes fuentes de energía, con especial dedicación al petróleo, un tipo de fuente que en a época en la que el libro fue publicado por primera vez se encontraba todavía en un estado incipiente, pero en la que nuestro autor adivinaba ya la gran importancia que habría de tener en el futuro.

Volviendo a su carrera profesional, el 20 de enero de 1931, Luis Villanueva era destinado a la Escuela de Estudios Superiores Militares, en su sección militar, en la que ocupó ahora la plaza de profesor de “Táctica y Servicio de Estado Mayor”, pasando el 22 de abril de ese mismo año, tal y como era preceptivo para todos los militares en activo, a prometer la obligada adhesión y fidelidad al nuevo gobierno republicano. Y durante ese mismo curso, después de haber realizado con sus alumnos el consiguiente viaje de estudios, esta vez a Pamplona y a diferentes puntos de la sexta región militar, en el mes de junio formó parte del tribunal que debía realizar los exámenes a los diferentes jefes y oficiales que aspiraban a entrar en el centro a partir del curso siguiente. El 21 de julio de ese año el centro pasaba  a denominarse, otra vez, Escuela Superior de Guerra; pocos días después, el teniente coronel Villanueva López fue confirmado en su destino, según orden de 30 de julio, por lo que continuó alternando su cometido allí como profesor y miembro del tribunal de nuevos ingresos, con sus trabajos en la comisión histórica de las campañas de Marruecos, que le obligaron a realizar un nuevo viaje por diferentes puntos del protectorado norteafricano, entre el 7 de agosto y el 13 de septiembre.
Los meses siguientes, nuestro protagonista seguiría alternando sus trabajos en el centro docente de Estado Mayor, y en la comisión histórica, de la que ahora era secretario. A mediados de mayo de 1932 asistió, al frente de su clase de táctica de la Escuela Superior de Guerra, a efectuar de nuevo las consabidas prácticas de fin de curso, esta vez principalmente en Benavente (Zamora); y otra vez en Madrid, volvió en junio a formar parte del tribunal nombrado para examinar a los nuevos aspirantes a ingresar en el centro ahora como presidente de dicho tribunal. Aunque cesó el 4 de noviembre de ese año como secretario de la comisión histórica, continuó en ella como vocal. Cometidos que se repetirían otra vez en su hoja de servicios en el año siguiente, tanto en lo referente al viaje de prácticas de fin de curso, ahora en Tarragona, como en lo referido, una vez más, a su presencia en el tribunal de nuevos ingresos, así como la vocalía, también, en la comisión histórica de las campañas de Marruecos. Además, durante el curso de preparación de coroneles para su ascenso, en 1933, dio diversas conferencias, todas ellas con una temática común: el empleo táctico de las grandes unidades militares, el cuerpo de ejército y el ejército. Pero éstas no fueron las únicas, ya que el 28 de marzo de ese año impartió la titulada “La formación de las montañas” en el Centro Cultural del Ejército y de la Armada, en Madrid, la cual fue posteriormente publicada como folleto.
Las prácticas de final de curso en la Escuela Superior de Guerra le llevaron, en mayo de 1934, a Figueras (Gerona), y una vez de regreso en Madrid, y a propuesta del propio centro al que continuaba adscrito, fue autorizado para asistir a las maniobras navales que realizó el conjunto de la escuadra entre los días 4 y 11 de junio; a su regreso a Madrid, volvió a presidir el tribunal del ejercicio oral de táctica en los exámenes de los aspirantes al ingreso en la escuela. Continuó compaginando la enseñanza y la comisión histórica hasta el final del curso de 1936, ya que aunque el 6 de marzo de 1936 fue nombrado jefe del Estado Mayor de la comandancia militar de Canarias, se dispuso que debía permanecer temporalmente en comisión tanto en la Escuela Superior de Guerra, hasta la terminación del curso de ese año, como en la comisión histórica de la campaña de Marruecos, como vocal de la misma. Así, una vez realizadas las prácticas consiguientes, durante el mes de junio de ese año, esta vez en Gerona y en los Pirineos orientales, y acabado el curso en el centro docente, el 20 de julio tenía prevista su partida de Madrid, con el fin de incorporarse por fin a su nuevo destino en el archipiélago canario.
Pero el estallido de la Guerra Civil se encargó de cambiar sus planes, a pesar de que intentó adelantar su viaje al día anterior. Sin embargo, habiendo conocido la sublevación de las tropas en África, el Ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, no permitía su salida de la capital, como la de ningún militar en ese momento, Pese a todo, y adoptando todas las precauciones posibles, esa noche decidió tomar el último ferrocarril que salía de Madrid, llegando a la localidad de El Carpio, en la provincia de Córdoba, en la que el vehículo quedó detenido, al haberse decretado una huelga general. Después de pasar allí dos días, escondido, y debido al ambiente hostil que en la comarca se percibía contra el movimiento nacional, decidió abandonar el equipaje que llevaba consigo y continuar el viaje, ocupando una camioneta en la que pudo llegar hasta la capital cordobesa y presentarse al comandante militar de la plaza, adicto también al levantamiento. Desde Córdoba, el 25 de julio pudo continuar el viaje hasta Cádiz, y dos días más tarde, conduciendo un convoy que estaba protegido por cuatro falangistas, se presentó en Algeciras, desde donde pudo cruzar el Estrecho. Llegado a Tetuán el 28 de julio, quedó a partir de ese mismo día a las órdenes del general Francisco Franco, incorporándose inmediatamente a las fuerzas militares de Marruecos.
Aunque su hoja de servicios no da detalles respecto a su pase a la península con las tropas nacionales, es de suponer que debió producirse en los primeros días del mes de agosto, con el denominado “convoy de la victoria” cuando el grueso del ejército de Marruecos pudo cruzar el Estrecho de Gibraltar. Lo cierto es que días más tarde, el 30 de agosto, el teniente coronel Luis Villanueva pasaba al cuartel general de las tropas expedicionarias, en el enlace de Sevilla, en el cual permanecería una vez que se constituyó el Cuartel General del Generalísimo, el 1 de octubre de 1936. Allí permaneció también el resto de ese año, hasta el 22 de marzo de 1937, cuando era ascendido a coronel, con antigüedad del 20 de ese mismo mes, disponiéndose momentáneamente su incorporación en Salamanca al mismo Cuartel General del Generalísimo. Y poco tiempo después, el 3 de julio, era nombrado segundo jefe de Estado Mayor de dicho cuartel general, en el que incluso pudo actuar, con carácter interino, como primer jefe, durante varios periodos de tiempo, a pesar de que permaneció en este destino durante muy poco tiempo. En efecto, el 27 de septiembre era nombrado jefe del Estado Mayor de la Organización Defensiva de la Frontera Pirenaica, que era conocida corrientemente como la Inspección General de la Frontera Norte.
No conocemos apenas datos de nuestro militar en este periodo de tiempo, la Guerra Civil, que podría haber resultado tan interesante para el conocimiento general de la evolución de la guerra en ese frente norte. Su hoja de servicios apenas menciona, en el apartado correspondiente a recompensas y honores, que en 1937 fue nombrado comendador de número de la Mehdanía marroquí, así como su reconocimiento como gran oficial de la orden portuguesa de San Benito de Avis, también en ese mismo año. Otro dato, que no recoge su historial militar, es su prólogo a la obra de Antonio San Juan Cañete, “La frontera de los Pirineos Occidentales”, publicada en 1936 poco antes del inicio de la guerra.
Falleció en Pamplona, el 18 de enero de 1939, destinado aún en la inspección de la frontera norte, o al menos su hoja de servicios no menciona ya ningún destino posterior; aunque no conocemos las circunstancias en las que se produjo dicho fallecimiento, es decir, si fue en un acto de servicio, en el campo de batalla, o si fue una muerte natural. Sólo sabemos que un año después, en la edición del 17 de enero de 1940, aparecía su esquela de aniversario en el diario ABC, figurando con su nombre completo, Luis Villanueva López-Moreno, tal y como aparecía también en su “Bases para el estudio de la Geografía militar”, unificando de esta forma en uno sólo los dos apellidos de su madre. El 11 de enero de 1939 se había solicitado, además, la confirmación de su fallecimiento. Por otra parte, Ferrer Benimeli, experto en temas relacionados con la masonería, afirma que el militar conquense había pertenecido también a ella, como otros muchos soldados de su generación.

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