Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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jueves, 29 de diciembre de 2022

Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca

 

Si la investigación histórica es, sobre todo, acudir a los documentos de archivo, y si después se trata de interpretar esos documentos en base a unos conocimientos propios, adquiridos por el historiador a partir de su propia experiencia personal como estudioso de una materia concreta, uno de los más destacados historiadores conquenses es, sin duda alguna, Pedro Miguel Ibáñez, por más que su campo de estudio sea la historia del arte. Gran especialista en el arte conquense del Renacimiento, especialmente de la pintura, a la que dedicó su tesis doctoral, que publicó más tarde en tres gruesos volúmenes con la ayuda de la Diputación Provincial de Cuenca, y a la que dedicó también varios libros posteriores, que fueron editados por la misma Diputación y por la Universidad de Castilla-La Mancha. En los últimos años, su campo de investigación principal, sin dejar de lado otros temas relacionados con el arte, es el urbanismo de la capital conquense, tanto desde el punto de vista puramente histórico y artístico, como en lo que se refiere a su plasmación y reflejo en el urbanismo actual de la ciudad. Desde ese punto de vista son especialmente interesantes los textos que en su momento dedicó a las dos vistas que Anton van den Wyngaerde realizó de nuestra ciudad.

En los últimos años, una de sus principales líneas de investigación se refiere a la puesta en valor del estilo barroco como estilo propio y caracterizador del casco antiguo de Cuenca. En esta línea se enmarcan los libros que, bajo el título colectivo de “Cuenca ciudad barroca”, cuentan con la coedición del Consorcio Ciudad de Cuenca y de la Universidad de Castilla-La Mancha. Con un importante aparato fotográfico y documental, ya han llegado a las librerías conquenses los dos primeros volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico” y “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”. La serie, por otra parte, y según el plan general de la obra, contará con dos volúmenes más, cuya aparición se producirá en los próximos años.

En ambos libros, el autor ha revisado una gran cantidad de documentación, procedente de los distintos archivos conquenses, y a la vista de la ciudad actual, de lo que de la ciudad barroca ha llegado hasta el urbanismo más reciente, ha interpretado esos documentos de una manera diferente, resolviendo dudas y haciendo desaparecer innumerables mitos sobre el pasado de nuestra ciudad, mitos que, en este campo de la historia como en otros, se han venido sucediendo de generación en generación, hasta el punto de que ahora resulta casi imposible eliminar.

Ya desde el título, el primero de los volúmenes de la serie resulta bastante clarificador sobre cuáles son sus intenciones. El entorno de nuestra Plaza Mayor es, nadie lo duda, un espacio eminentemente barroco, en el que destacan los dos edificios más representativos del poder eclesiástico y del poder civil. Tanto la catedral, especialmente en su torre, hundida en 1902 y ya nunca recuperada, como en su fachada, que al contrario de lo que aún piensan muchas personas nunca se hundió, sino que fue desmontada piedra a piedra para llevar a cabo el sueño neogótico de un arquitecto iluminado, como el propio ayuntamiento, en el lado opuesto de la plaza, son edificios barrocos. El segundo, plenamente barroco, desde luego, proyectado desde sus cimientos en el siglo XVIII para sustituir a unas casas consistoriales anteriores, renacentistas, en parte muy parecidas al de San Clemente, que todavía se conserva. El primero, en realidad, como una pantalla barroca colocada entre los siglos XVII y XVIII para hacer olvidar que la nuestra es la primera de todas las catedrales góticas levantadas en la península Ibérica.

No son estos, sin embargo, los únicos edificios barrocos que se conservan en el entorno de la catedral. A un lado, haciendo esquina con la propia catedral, se encuentra el convento de las madres justinianas, conocidas en nuestra ciudad como las Petras, porque la iglesia está puesta bajo la advocación del primero de los apóstoles, del primero de los papas. Y a otro lado, ya en la calle Pilares, la única de las calles que conserva el rasante original de aquellas calles que un día conformaron ese espacio cerrado, oprimente, que rodeaba a la catedral, aquel espacio que un día se abrió para dar más prominencia urbana al entorno catedralicio, las llamadas casas del Chantre, o del conde de Priego.

Y es que el entorno de la Plaza Mayor, es, probablemente, el que más ha ido cambiando a través de los siglos. Primero, durante la Edad Media, tal y como se ha dicho, un conjunto de calles estrechas y mal ventiladas, que fueron abiertas a partir del siglo XVI, con el fin de dar un mayor realce tanto a la catedral como al nuevo ayuntamiento, que entones se estaba construyendo. Un ayuntamiento, por cierto, que entonces no tenía la misma distribución que tiene ahora, sino que se encontraba en uno de los lados alargados de la plaza. Hay que tener en cuenta que en aquella época, la actual Anteplaza no existía, sino que estaba unida sin solución de continuidad con la propia Plaza Mayor, y que no fue hasta el siglo XVIII, con el nuevo proyecto de las casas consistoriales, cerrando uno de los lados completamente a través de tres arcos que permiten el paso de personas y de carros -actualmente también del tráfico rodado- por debajo del conjunto arquitectónico, cuando fue dividido el espacio entre dos pequeños espacios urbanísticos diferenciados.



En el segundo tomo de la serie, “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”, el autor nos da un paseo urbanístico y arquitectónico por la parte alta de la ciudad, empezando, tan y como se afirma desde el título, en el convento de carmelitas, y acabando, ya en la ciudad media, en la recién restaurada y rehabilitada Casa del Corregidor. Así, en el primer capítulo nos hace un recorrido por las diferentes fases constructivas del edificio que un día albergó al convento, y que hoy alberga a la Fundación Antonio Pérez, después de haber servido también temporalmente como sede del vicerrectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha y de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Y es que la construcción del edificio contó con diferentes fases sucesivas, desde la donación a las monjas de un primer solar, por parte del canónigo Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso “Tesoro de la Lengua”, hecho que permitió la instalación definitiva de una comunidad que había llegado desde Huete a la capital poco tiempo antes. Aboga el autor porque la llamada “casa de la demandadera” sea rebautizada como la “casa de Covarrubias”, en homenaje al religioso que hizo posible la instalación de las monjas en un lugar tan emblemático, y da un nombre como posible autor de las trazas del convento, si no de la propia construcción del mismo: fray Alberto de la Madre de Dios, el mismo que realizaría poco tiempo después el convento de mercedarios, edificio al que está destinado otro de los capítulos del libro.

La iglesia de San Pedro, con su hermosa capilla de San Marcos y el cercano palacio de Toreno, con el que tanto tiene que ver tanto la capilla como la propia iglesia en su conjunto, y la casi anexa al palacio capilla de la hermandad de la Epifanía, conforman el segundo capítulo del libro. Es de resaltar aquí la enorme originalidad de la iglesia, una de las más hermosas de Cuenca, con su planta circular enmarcada en un hexágono. En base a los documentos conservados, el autor duda de la autoría que otros autores han dado por segura, la de José Martín de Aldehuela, a quien, por otra parte, ha sido habitual en los últimos años atribuir la restauración de todas y cada una de las iglesias que fueron rehabilitadas a lo largo del siglo XVIII, y que habían sufrido, en mayor o en menor medida, graves desperfectos durante la Guerra de Sucesión. También den este caso el autor de la obra, Fray Vicente Sevila, en base al escudo que se halla en la portada de la iglesia, un escudo que corresponde al obispo Flórez Osorio, de quien el religioso era el arquitecto de cámara.

Descendiendo de la acrópolis de la ciudad llegamos a la iglesia y colegio de religiosos jesuitas, que se habían instalado también en la ciudad en el siglo XVI, pero que realizaron algunas obras de importancia en las dos centurias siguientes. Más allá de algunos muros y de sendas portadas muy deterioradas, casi nada es lo que queda ya en pie del antiguo edificio, transformado ya hace algunos años en simple depósito de agua, y en otros más recientes en aparcamiento de vehículos. Quizá nos pueda parecer un tanto extraño el espacio que Pedro Miguel Ibáñez le dedica a este edificio, cuando todos habíamos pensado que se trata de un edificio renacentista. Sin embargo, afirma el autor lo siguiente: “El desaparecido templo de los jesuitas de Cuenca le debe casi tanto al Barroco como al Renacimiento. Avanzando el segundo cuarto del siglo XVIII constan intervenciones importantes en la iglesia, tanto en el continente como en el contenido. A más importante de que tenemos noticia es el alargamiento de la capilla mayor, datado en la segunda mitad de los años cuarenta”.

A partir de ahí el autor, y nosotros, lectores, con él, da un amplio salto sobre la plaza mayor, a la que, como hemos visto, ya había dedicado íntegramente el primer volumen de la obra, para acercarnos a la plaza de la Merced, llamada entonces, por lo que se verá, la plaza del Marqués, en las que se encuentran, a pesar de sus pequeñas dimensiones, dos de los edificios barrocos más importantes de la ciudad: el convento de religiosos mercedarios y el seminario de San Julián. Al primero dedica el autor el siguiente capítulo. Los mercedarios se habían instalado varios siglos antes extramuros de la ciudad, al lado del camino real de Madrid, y en un lugar conocido, entonces y ahora, como La Fuensanta. No gustaba, sin embargo, demasiado el lugar a sus habitantes, que en repetidas ocasiones habían solicitado un lugar dentro de la ciudad al que poder trasladarse. Un lugar que obtuvieron a finales del siglo XVII, cuando doña Nicolasa Manrique de Mendoza Acuña y Manuel, marquesa de Cañete en ese momento, cedió a los monjes lo que hasta entonces constituían los “palacios nuevos” del marqués, entre la plaza y la hoz del Júcar, para que construyeran allí su nuevo edificio conventual. Poco o nada necesitaba ya la marquesa el edificio, pues hacía ya mucho tiempo que la familia, como otras muchas familias nobiliarias de Cuenca, se habían trasladado a Madrid, donde estaba instalada la corte y por lo tanto tenían más posibilidades de promoción, y donde habían edificado ya un nuevo palacio, en la misma calle Mayor, muy cerca, por lo tanto, del alcázar de los Austrias. Pero el autor le sirve el capítulo, además, tal y como hace en otros libros suyos, para adentrar al lector en un entramado urbanístico y palaciego, casi una ciudad dentro de la propia ciudad, que era particular y propio de una familia, la de los Hurtado de Mendoza, que además de marqueses de Cañete habían obtenido también el título de guardas mayores de la ciudad, y que ostentaban de forma hereditaria, en oposición, algunas veces, con los propios regidores de la ciudad, y hasta con el propio obispo de la diócesis.

Y junto al convento de la Merced, el seminario de San Julián, construido en el siglo XVIII a instancias del obispo José Flórez Osorio, para sustituir a los dos edificios que anteriormente habían servido para tales fines: el colegio de Santa Catalina, junto a la iglesia de Santa Cruz, y unas casas, hoy desaparecidas, que se encontraban a espaldas de la iglesia de San Pedro, junto al citado convento de carmelitas. Un edificio bastante conocido, construido a lo largo de tres fases sucesivas, a cuyo conocimiento el autor aporta algunos datos nuevos procedentes de archivo.

Finalmente, el último capítulo de esta segunda entrega lo dedica el autor a una obra de carácter civil, la Casa del Corregidor, aunque para comprender mejor algunos aspectos de su construcción, no deja de lado la construcción que se encuentra junto a él, el mal llamado palacio de los Clemente de Aróstegui. Y es que, tal y como demuestra el doctor Ibáñez, la construcción de este palacio no se debe a esta importancia fami9lia, procedente del pueblo de Villanueva de la Jara y llegada a la ciudad ya en el siglo XVIII, sino a doña Quiteria Salonarde, con cuyos descendientes emparentaron más tarde los Aróstegui, y que era poseedora de una de las cabañas ganaderas más importantes de la ciudad. También en este caso, el autor aporta documentación suficiente para eliminar la tradicional atribución que en la historiografía se ha realizado en favor de Martín de aldehuela, proporcionando además un nombre diferente a su autoría: Luis de Artiaga. Y también aporta documentación suficiente para demostrar que, además de las habitaciones privadas del representante del monarca en la ciudad y de las cárceles reales, el edificio tuvo temporalmente un tercer uso, hasta ahora desconocido: las carnicerías de la ciudad.

Hasta aquí, los dos tomos publicados ya sobre el Barroco en Cuenca. En los próximos años llegarán nuevas entregas sobre el tema. Recordamos aquí las palabras con las que el propio Pedro Miguel iniciaba, a modo de introducción, el primer volumen de la magna obra: “Cuenca recibe en 1996 la distinción de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Tal vez por eso resulte más llamativa la peculiar relación que en esta ciudad ha existido y existe sobre el patrimonio histórico artístico y el público del arte. En pocos casos similares se desvela como el establecimiento de una cierta mirada llega a determinar la conservación y el disfrute de todo un legado cultural. De tal manera, el engendramiento de una abundante literatura, de signo poético por lo general, no ha sido acompañado por una reflexión equivalente sobre su esencia monumental y artística. Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto. El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta en valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propios.”





lunes, 3 de agosto de 2020

La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca

La Universidad de Castilla-La Mancha ha publicado recientemente un nuevo libro del profesor Pedro Miguel Ibáñez, uno de esos libros densos, cargado de datos cronológicos y analíticos, a los que desde hace ya bastantes años nos tiene acostumbrados, gracias a los cuales se va afianzando nuestro conocimiento sobre la historia del arte conquense. Especialista sobre todo en el renacimiento, al cual dedicó una brillante tesis doctoral que fue publicada en tres tomos hace ya algunos años, ha dedicado sus estudios a temáticas muy diferentes, desde las vistas de la ciudad realizadas en el mismo siglo XVI por Van den Wyngaerde hasta las Casas Colgadas. Y en esta ocasión lo hace del barroco, otro de los momentos más brillantes de la historia del arte, a través de uno de los espacios más emblemáticos de la capital conquense, su Plaza Mayor; un barroco que, perdido definitivamente gran parte del entramado urbanístico de la ciudad medieval y, sobre todo, prácticamente la totalidad de los edificios construidos en aquella época, terminó por convertirse en el estilo definitivo de la Cuenca antigua, complementado, eso sí, con la sabor decimonónico que le dieron después el trazado de sus casas. En efecto, la Plaza Mayor de Cuenca, en sí misma como espacio urbano y también por los tres grandes monumentos que la rodean, es uno de los espacios más característicamente barrocos de la Cuenca histórica.


El libro consta de ocho capítulos, claramente diferenciados en cuanto a temática, aunquetodos ellos giran alrededor de un mismo tema: el barroco en este espacio urbano. Un arte incomprendido entre los tratadistas que visitaron la ciudad durante la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo siguiente, imbuidos como estaban en el espíritu academicista que caracteriza aquellos momentos, y que sólo a partir de la pasada centuria ha podido convertirse en una de las grandes etapas de la historia del arte en España. Así, después de una pequeña introducción en la que analiza lo que significa para España este estilo artístico, a lo largo del primer capítulo del volumen, el catedrático de la universidad castellanomanchega repasa lo que significa este estilo para el conjunto urbano y monumental conquense, desmontando una vez más el mito de Cuenca como ciudad de un único monumento, su catedral, teoría que nació quizá de aquellos viajeros academicistas, y que ha sido repetida hasta la saciedad en las diferentes guías y libros de divulgación que han tratado la ciudad desde entonces. Y en esa destrucción del mito, tiene razón Pedro Miguel en destacar el papel jugado por los diferentes edificios barrocos, algunos de los cuales merecen figurar entre las páginas de los estudios especializados; éste es el caso, por citar uno a modo de ejemplo, de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz y San Antón, una de las obras cumbres del estilo borrominesco en la ciudad del Júcar.

El segundo capítulo trata de la Plaza Mayor como esquema urbano, una Plaza Mayor que en su origen, tal y como el autor demuestra, estaba formada por dos pequeñas plazas contiguas, pero separadas también por estrechas calles medievales; dos pequeñas plazas en las que se habían instalado respectivamente los dos grandes poderes de la ciudad, alrededor de los cuales se organizaba la vida diaria de la misma: la Plaza de Santa María, junto a la catedral, para el poder eclesiástico; y la Plaza de la Picota, junto al ayuntamiento, para el poder civil. Esa realidad de dos plazas yuxtapuestas, contiguas y separadas al mismo tiempo, desapareció a lo largo del siglo XVI, al unirse en una sola plaza de estructura alargada, pero se recuperó en parte en pleno siglo XVIII, con la construcción de un nuevo edificio consistorial, un edificio de estructura transversal, a lo ancho de la laza y no a lo largo, que volvía a separar ésta, conformando lo que se ha venido a llamar la Anteplaza, como una especie de vestíbulo de entrada a la Plaza Mayor propiamente dicha.

Es precisamente este edificio, el ayuntamiento o casa consistorial, al que el autor le dedica la tercera parte del libro. Y lo hace desmontando también dos mitos que en la bibliografía sobre la historia de cuenca se han venido repitiendo desde hace mucho tiempo; un hecho característico entre buena parte de los escritores conquenses es repetir hasta la saciedad lo mismo que han escrito antes otros autores, sin la más leve muestra de espíritu crítico, y en este hecho se inserta también la ya citada teoría de Cuenca como ciudad de un único monumento. También, la repetida ignorancia sobre el lugar que ocupaba el antiguo edificio municipal antes de la construcción del actual ayuntamiento dieciochesco, y que, tal y como Pedro Miguel demuestra, no podía ser otro aproximadamente (la documentación, que tantas veces se olvida por esos escritores repetitivos, también incide en ello) que el mismo que ocupa en la actualidad. Si bien lo hacía entonces en una disposición diferente, a lo largo de la plaza y no a lo ancho de ésta. El profesor conquense, por otra parte, avanza también algunas de las características visuales de su construcción, de marcado carácter renacentista y con arcadas en su piso inferior, al estilo de como lo son todavía las casas consistoriales de San Clemente o Villanueva de la Jara, en la misma provincia conquense.



El segundo de los temas desmitificados por el autor del libro, y que afecta ahora al actual edificio del ayuntamiento, es la supuesta atribución de su diseño al arquitecto castellonense Jaime Bort. No es que Bort no fuera el autor de unas trazas para el edificio consistorial conquense, que por supuesto sí lo hizo, sino hasta qué punto esas trazas primigenias fueron respetadas después por el verdadero autor del edificio, el maestro local Felipe Bernardo Mateo. En efecto, uno de los hallazgos del libro es la comparación entre aquellos primeros planos de Bort con el resultado final de la obra, comparación que demuestra importantes discrepancias que todavía no habían sido analizadas en profundidad. Sin embargo, tampoco hay que negar que algo del trazado original debió quedar en la obra de Mateo, y una piedra de toque para confirmarlo podría ser la comparación entre el ayuntamiento conquense, tal y como se terminó, con el de Caravaca de la Cruz, en la provincia de Murcia, edificio que fue también trazado, si bien tampoco realizado finalmente por él, por el maestro levantino. El edificio murciano, como el de Cuenca, se apoya en un cuerpo central que está formado en su base inferior por un arco, a través del cual circula el tráfico rodado, si bien sustituye los dos arcos laterales conquenses, abiertos, por sendas portadas, en zaguán, de entrada al edificio.


El siguiente capítulo está dedicado al convento de religiosas justinianas, las conocidas en Cuenca popularmente como “petras”, que cierran la plaza por el extremo opuesto, y que en pleno siglo XVIII ampliaron también su edificio conventual, hasta entonces de dimensiones bastante más reducidas, sobre las casas que durante el XVI habían sido del canónigo Eustaquio Muñoz, uno de los miembros más poderosos del cabildo catedralicio, tal y como demuestra su fantástica capilla, en el crucero de la catedral. Sirva este capítulo sobre el convento de las “petras” para romper una lanza en favor de esa destrucción del mito, tantas veces aludida, de Cuenca como ciudad de un único monumento, y también sobre la personalidad del autor de las trazas del edificio, el arquitecto madrileño Alejandro González Velázquez, quizá el más desconocido, entre los no especialistas, de cuantos maestros dieron forma a ese barroquismo personal con el que se fue vistiendo la ciudad de Cuenca a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

Los cuatro últimos capítulos del libro los dedica su autor al tercero, o más bien al primero en cuento a su importancia real se refiere, de cuantos edificios jalonan una plaza que, como no podía ser de otra forma, constituía entonces, y seguiría haciéndolo al menos hasta los primeros años del siglo XX, todo el entramado vital de la ciudad: la catedral. Y es que el barroco, tanto quizá como el gótico y el renacimiento, es el estilo que define una construcción que, lo hemos dicho hasta la saciedad y lo repetimos, se caracteriza como el principal monumento conquense: Cuenca no es una ciudad de un único monumento, pero de entre todos los monumentos conquenses, su catedral es superior a ninguno otro. Pero el barroco, al contrario de lo que sucedió con los otros dos estilos citados, fue denostado y criticado por los primeros tratadistas del templo, con Antonio Ponz y el propio Mateo López a la cabeza, de manera que muchos de los que desde entonces han escrito sobre el edificio se han visto influidos por las opiniones de aquellos academicistas, de manera que hasta tiempos muy recientes, quienes han escrito sobre la catedral han tendido a olvidar esta etapa de su construcción. Cuatro capítulos están dedicados a esta etapa de la catedral conquense, que tratan respectivamente de los cuatro grandes bloques constructivos que conforman este periodo: el hastial barroco, con su añadido de la torre del Giraldo, hundida en 1902; la capilla de la Virgen del Sagrario; el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente de San Julián; y la obra de Aldehuela, desde la recoleta capilla del Pilar hasta sus trabajos en la antesala capitular, quizá menos conocida para el lector que la que el maestro turolense realizó fuera de la catedral pero tan importante como la otra.

Como decíamos, de los cuatro capítulos catedralicios, el primero de ellos está dedicado a estudiar la fachada barroca y la desaparecida torre de las campanas. En este sentido, estamos plenamente de acuerdo con el autor, cuando afirma que en hundimiento de la torre y el desmonte posterior de su fachada, en la que el estilo barroco, entramado sobre los restos mantenidos del gótico que lograron pervivir en la construcción del XVII, fue sin lugar a dudas el mayor de los crímenes que a lo largo del siglo XX, y fueron muchos, se cometieron contra el arte conquense. Pero si la caída de la torre fue en realidad un accidente, aunque quizá evitable, el desmonte del hastial barroco decretado por la restauración historicista de Vicente Lampérez fue una decisión unilateral que, desde luego, nunca debió haberse producido; una reconversión absurda a un nuevo estilo, el neogótico, que no es realmente gótico, y que había sido puesto de moda en Francia por arquitectos como Viollet le-Duc, y obras como el chapitel parisino de Notre Dame, recientemente también destruido. Una reconstrucción de la catedral ,la propugnada por Lampérez, que lo que intentó hacer fue crear una fachada que nunca fue así, y que, para mayor desolación, se dejó además, dejando para siempre una construcción irreal, extraña, que desmerece de las grandes joyas artísticas que se guardan en su interior.

Junto a esa realidad, el otro gran logro del profesor Ibáñez en este capítulo es el de poner orden a la extensa nómina de maestros que, a lo largo de los siblos XVII y XVIII, fueron poniendo su nombre a diferentes aspectos y espacios del hastial uy la torre barrocas, con la figura de José Arroyo a la cabeza. Un arquitecto que, por otra parte, y hay que resaltarlo, había venido a Cuenca a mediados del siglo XVII, con el fin de realizar el nuevo edificio de la Casa de la Moneda, junto al río Júcar, un edificio que convertido después en fábrica textil, fue destruido por las llamas a mediados del siglo pasado. Esta construcción de la Casa de la Moneda, uno de los grandes hitos del barroco civil conquense, no se conserva, desde luego, pero sí se conservan unos planos, que muestran una construcción realizada en ese peculiar estilo barroco civil madrileño, que había sido puesto de moda por el arquitecto conquense Juan Gómez de Mora, y que todavía puede contemplarse en muchos edificios de la Villa y Corte, con la propia Plaza Mayor madrileña a la cabeza.

El segundo capítulo de los dedicados a la catedral, quinto del índice general del libro, está dedicado a la Capilla de la Virgen del Sagrario, ese gran espacio en el que se condensa la arquitectura del carmelita fray Alberto de la Madre de Dios y la pintura del conquense Andrés de Vargas. El autor desvela aquí lo que el turista puede ver cuando penetra en el recinto y, tan importante como lo que ve, lo que no puede ver, porque se encuentra en el subsuelo de la capilla, adentrándose hacia el palacio episcopal. Se trata éste de un espacio hermoso, en el que se condensa ese barroco pleno del siglo XVII, realizado para servir de lugar de culto para una advocación mariana que, si bien hoy ha perdido gran parte de la devoción que un día se le tributó por los conquenses, fue desde los años de la conquista de la ciudad por las tropas de Alfonso VIII, una de las advocaciones más queridas por los conquenses de muchas generaciones. En efecto, según la leyenda, se trata de la imagen que, colgada de un arnés de su caballo, entró en la ciudad de manos del propio monarca castellano.

Y si la capilla de la Virgen del Sagrario condensa en el recinto catedralicio ese barroco del siglo XVII, cercano en parte al manierismo aunque pleno de significado, el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente con el arca de San Julián condensa ese otro barroco más propio de la centuria siguiente, un barroco que camina ya hacia el neoclasicismo, si bien todavía lejos de él. Así lo demuestra el hecho de que Antonio Ponz y Mateo López, academicistas y por lo tanto cercanos a ese neoclasicismo, silenciaran o incluso criticaran estas obras, como hicieron con todo el arte barroco. También aquí, en estos dos espacios maravillosos, aparecen los nombres de dos de las grandes figuras españolas de la historia del arte: el madrileño Ventura Rodríguez, autor de las trazas de ambos espacios, y el valenciano Francisco Vergara, autor de las esculturas y de los relieves que los adornan, realizados por él en mármol de carrara, en una etapa de gran madurez artística, y enviados a propósito desde Italia para conformar, para siempre, uno de los espacios más hermosos de la catedral de Cuenca.

El último capítulo, por fin, está dedicado a la obra del maestro aragonés José Martín de Aldehuela, uno de los grandes ignorados de la historia del arte español, a pesar de que dejó su obra, un tanto borrominesca y un tanto centroeuropea, en algunos de los templos más hermosos de Cuenca y de Málaga. Conocida es para los conquenses su peripecia vital: llamado a la ciudad del Júcar por los hermanos Carvajal, canónigos de la catedral, para levantar su hermosa fundación filipense, aquí pasaría algunos años, como maestro de obras del obispado, apoyado en el nombramiento de uno de los hermanos, Isidro, como nuevo obispo de la diócesis. Conocida es también su obra fuera de la catedral, como creador de ese barroco propiamente conquense que caracteriza a algunas de las iglesias de Cuenca, en las que dejó parte de su talento creativo, con la de San Antón a la cabeza. Pero quizá menos conocido para el gran público quizá sea su obra en el interior de la catedral, entre la que destacan la capilla de la Virgen del Pilar, en la línea de sus obra externas, como una pequeña iglesia dentro del recinto catedralicio, y la antesala capitular. A estas dos obras dedica Pedro Miguel el último capítulo del libro, sin olvidar tampoco esos altares menores, como el de María Magdalena o el de la Virgen del Alba, también realizados por el turolense. La cubrición de los arcos del claustro renacentista, sin embargo, es a todas luces una obra menor, un trabajo de necesidad, realizado también por José Martín.

Deja el autor para otros libros posteriores el estudio de otros espacios barrocos diseminados por la ciudad del Júcar: las propias iglesias de Aldehuela, o esa recoleta plaza de la Merced, en la que se alzan el seminario y el propio convento mercedario. Esperamos con impaciencia e ilusión esas nuevas aportaciones del catedrático conquense a la bibliografía sobre el arte de Cuenca, y mientras tanto, gozamos con la lectura de este libro.


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