Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 26 de marzo de 2021

El cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia, protohistoria de la Semana Santa de Cuenca

 

              La primera referencia que tenemos de la existencia de un cabildo o hermandad bajo la advocación de la Misericordia, se la debemos al medievalista José María Sánchez Benito, y está fechada en el año 1438. Se trata de una donación realizada por el concejo de la ciudad a los cofrades de este cabildo, de una cantidad de tres mil reales para apoyar la construcción de un hospital. Por otra parte, nos debemos olvidar tampoco la existencia en tiempos modernos de un hospital de la Misericordia, que además dio nombre a la calle en la que éste estuvo emplazado, en la parte baja de la ciudad y muy cerca, además del convento de San Francisco, en la calle que actualmente recibe el nombre de calle José Luis Álvarez de Castro, y que hasta hace muy poco tiempo fue llamada de Teniente González; es decir, haciendo esquina con la popular calle de la Carretería, y en la zona de influencia, como la ermita de San Roque, de la que muy pronto hablaremos, del convento de religiosos franciscanos. ¿Se trataba de la misma fundación asistencial que es conocida por la documentación medieval? En caso contrario, ¿existe alguna relación entre ambas fundaciones homónimas? Encontrar una respuesta a estas dos preguntas resultaría de gran interés para el conocimiento de nuestra historia, o protohistoria, nazarena.

              Por supuesto, no se trata ésta todavía de una hermandad de carácter penitencial, sino de una institución dedicada a diversas funciones de carácter asistencial, y ni siquiera sabemos si era la misma que, casi cien años más tarde, surgiría de manera definitiva y tendría como principal obligación la asistencia a los condenados a la pena capital, o si, al menos, estaba de alguna manera relacionada con ella. Durante la celebración de la sesión del ayuntamiento correspondiente al 21 de agosto de 1526, los regidores conquenses solicitaban de Carlos I la autorización real para que pudiera crearse, bajo patronato municipal, un cabido de seglares bajo este mismo título de la Misericordia, con el fin, ahora, de enterrar a su costa pobres y ajusticiados. ¿Había desaparecido por entonces el viejo cabildo medieval homónimo? ¿Se encontraba éste en una situación crítica, motivo por el cual el ayuntamiento pretendía, con este reconocimiento oficial, revitalizarlo de alguna manera?

              El caso es que la autorización real no tardaría demasiado tiempo en llegar a la ciudad del Júcar. En efecto, ya en 1527, el cabildo municipal tomaba nota de que el emperador Carlos había accedido a la solicitud, y hacía las primeras gestiones para su creación oficial. Y la primera de ellas fue el nombramiento de su primer prior, en la persona de uno de los regidores de la ciudad, Juan de Ortega. Claramente relacionado con este hecho, es un contrato firmado ese mismo año entre este regidor y cierto Maestro Miguel, cantero vizcaíno que está documentado en Cuenca durante el primer cuarto del siglo XVI, por el cual éste se obligaba a colocar una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, un lugar muy cercano a la ermita de San Roque, entre ésta y el cercano convento de religiosos franciscanos.


              
Y ya que hablamos de posibles coincidencias, que en realidad parecen mucho más que simples coincidencias, no debemos olvidar tampoco que muy poco tiempo antes, en 1524, el también escultor Antonio Flórez se había comprometido a entregar al ya citado Fernando o Hernando de Valdés, dos escultoras de Cristo, una con la Cruz a cuestas y otra en la que debía mostrarse en situación de estar amarrado a una columna. Es cierto que el motivo del encargo podría estar relacionado con un oratorio particular que pudiera haber en la casa del regidor, algo bastante usual en la Edad Moderna, o incluso con la capilla o enterramiento que la familia tenía en el convento de Nuestra Señora de la Contemplación, de religiosas benedictinas, pero la relación, incluso temporal, entre todos estos antecedentes, deja abierta también la posibilidad de una relación factible con una hermandad penitencial que, cuando menos, podía estar ya en la mente de la familia Valdés.

              Tenemos que hacer ahora un corto paréntesis para hacer algunas reflexiones acerca de la importancia que esta familia Valdés tuvo en los momentos iniciales del cabildo de la Misericordia. En este sentido, había sido también en ese mismo año, 1527, cuando se presentaba en el ayuntamiento una solicitud para que desde la institución pudieran tomarse las medidas necesarias para asegurar la pervivencia económica de la nueva cofradía en el futuro. La solicitud venía firmada por uno de sus regidores más antiguos, Fernando de Valdés, quien además era una de las personas más incluyentes, social y económicamente, de la Cuenca del primer cuarto del siglo XVI. Éste no es otro que el padre de los conocidos hermanos Alfonso y Juan de Valdés, humanistas ambos, perseguidos los dos en algún momento por su adscripción al primer erasmismo, de cuyo fundador, Erasmo de Rotterdam, eran amigos, a pesar de la importante influencia que ambos tuvieron tanto en la corte del emperador Carlos I, de quien el primero era uno de sus secretarios, como en la del Papa Adriano VI, de quien el segundo fue camarero. Fue sin duda el primero, Alfonso, quien habría actuado como intermediario entre la ciudad y el propio emperador, aprovechándose de la situación de privilegio que en aquellos momentos él mantenía en la corte.

              Sobre el padre hay que decir que éste, de su origen converso, había sido desde sus años juveniles un protegido de Andrés de Cabrera, primer marqués de Moya, y seguía estando al frente del partido de éste en las relaciones de poder existentes en la ciudad del Júcar. Por mediación del propio marqués, había sido nombrado regidor ya en 1482, momento en el que también había empezado a ejercer el cargo de procurador en Cortes, representando a la ciudad ante los Reyes Católicos, y permaneció en la regiduría durante cerca de cuarenta años, hasta 1520. En esta fecha, al menos oficialmente, renunció al cargo en beneficio de su hijo primogénito, Andrés. Sin embargo, tal y como demuestran las actas municipales, su dimisión no le impidió seguir asistiendo a las reuniones del cabildo hasta su muerte, acaecida en 1530.

              Dos meses después de haber renunciado al cargo de regidor, estallaría en Castilla el conflicto de las comunidades, que en Cuenca estuvo dirigido por Luis Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y de Beteta; un conflicto que no llegaría a tener demasiada importancia en la ciudad, por la rápida desafección de éste, pero que se llevó por delante a algunos de sus regidores. Fermín Caballero dice que uno de esos regidores fue precisamente el ya conocido Juan de Ortega, aunque su presencia otra vez en el ayuntamiento conquense seis años más tarde, cuando se crea el nuevo cabildo, y su nombramiento como primer prior de la nueva cofradía, nos lleva a pensar que el hecho no es del todo cierto, o que, en todo caso, éste habría logrado poco tiempo más tarde, el perdón real.

              Volviendo a los Valdés, también sobre sus dos hijos más famosos, Alfonso y Juan de Valdés, debemos decir alguna cosa más, aunque son cosas que de ninguna manera están relacionadas con la nueva cofradía gremial. Y es que a ambos, amigos de Erasmo como se ha dicho, y seguidores de algunas de sus tesis, se les ha atribuido en los últimos años la autoría de una de las más grandes novelas de la literatura española del siglo XVI, y en concreto el relato capital de la literatura picaresca castellana: “La Vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades”. Al primero viene atribuyéndosela desde hace algunos años la profesora Rosa Navarro Durán, catedrática de literatura española en la Universidad de Barcelona, especialista en la figura del erasmista conquense, y ya ha publicado alguna edición crítica de la ya no tanto novela anónima, bajo la autoría expresa del conquense. Por su parte, al segundo se la ha atribuido más recientemente el hispanista norteamericano Daniel Crews, profesor en la Central Missouri State University.

              No vamos a entrar aquí en disquisiciones sobre estilos y maneras de escribir, que han llevado a estos dos autores a realizar dichas atribuciones, pero sí en la relación que el padre, Hernando de Valdés, tuvo siempre con este tipo de hermandades asistenciales, pues no es ésta de la Misericordia la única con la que él se relacionó. Y también, con el tema principal de la obra literaria, que es, como sabemos, la mendicidad. En este sentido, Daniel Crews ha demostrado también la relación que este regidor siempre mantuvo con este tipo de instituciones religiosas y sociales, que en realidad tan relacionadas estaban entonces con eso que se ha venido a llamar la policía sanitaria, y cuya solución siempre ha sido uno de los más importantes intereses de todos los ayuntamientos, también en la edad moderna. En este caso se trataba de la cofradía de San Lázaro, que desde tiempos medievales había sido establecida extramuros de la ciudad, en el barrio de San Antón. Se trata de una advocación que era común en toda España, con el fin de atender a todos aquellos que, por estar afectados por diversas enfermedades de carácter infeccioso, como la peste eran rechazados por el conjunto de la sociedad, viviendo en comunidades, que eran llamadas por este motivo lazaretos. Por otra parte, y sobre todo si la teoría del hispanista norteamericano es cierta, quizá no sea tampoco una casualidad el nombre del protagonista de la novela.

              En el caso de la hermandad conquense de San Lázaro, y según informa el propio Crews, en el año 1525, sólo un año antes de que se solicitara la aprobación real para la nueva cofradía de la Misericordia, la mayoralía estaba al cargo también del propio Hernando de Valdés, quien, como tal, “dirigía las propiedades y rentas que apoyaban al hospital, y las casas que cuidaban a los mendigos enfermos, y coordinaba el trabajo de la cofradía asociada. Por su servicio, Fernando recibió 10.000 maravedíes de la Cámara de Castilla y otros fondos de la renta de mayoralía.” No debe ser casual tampoco que la ermita en la que el cabildo tenía su sede, como más tarde veremos, estuviera radicada precisamente a San Roque, aquel santo francés que desde los primeros años de la centuria había empezado a sustituir en toda España a San Sebastián contra este tipo de enfermedades infecciosas.

              Es ahora el momento de volver al cabildo de la Misericordia, o al cabildo de Nuestra Señora de la Misericordia, como también se le conoce, sobre todo a partir de mediados de esta centuria. Destaca entre los escasos documentos conservados, cierta obligación firmada por el carpintero Cebrián de León, fechada el 8 de diciembre de 1543, por el que éste se obligaba con los cofrades del cabildo a realizar una obras de acondicionamiento en la ermita de San Roque. También conocemos los nombres de algunas de las personas que formaban parte del cabildo, todas ellas relacionadas con el mundo del arte: Francisco Becerril autor de la famosa custodia que era sacada en procesión cada año el día del Corpus Christi, y que sería destruida por los franceses durante la Guerra de la Independencia; el arquitecto Francisco de Luna, autor del puente de piedra que fue levantado para unir el convento dominico de San Pablo con el resto de la ciudad; y Francisco Martínez, herrero de profesión, y yerno del escultor e imaginero flamenco, asentado en Cuenca en la segunda mitad de la centuria, Giraldo de Flugo.

              Hasta ahora hemos venido hablando de un cabildo o cofradía con carácter puramente asistencial, dedicado a enterrar a los pobres de la ciudad y, sobre todo, a aquellos que habían sido condenados a la pena de muerte, y también a asistirles en sus últimas horas de vida. Por lo tanto, éste no tenía todavía carácter penitencial, y no estaba de ninguna manera relacionado aún con la celebración de la Semana Santa. Sin embargo, el hecho ya había cambiado para el año 1575, cuando se firmaba una nueva concordia o contrato entre la cofradía, representada por su prioste o hermano mayor, que en ese momento era el boticario Blas de Murcia, y los carpinteros Diego Gil, Pedro de Iturbe y Juan Palacios. Estos se comprometían a reforzar de nuevo la iglesia, apenas treinta años después de que se hubieran realizado en ella las obras anteriores, ya citadas. Pero Ahora, la advocación completa con la que aparece mencionada la hermandad es la siguiente: Cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia.

              ¿Cómo se llegó a esta modificación en la titularidad de la cofradía? Ésta es otra de las grandes cuestiones que todavía deben ser respondidas por la historiografía, pero el hecho sólo pudo producirse de dos maneras diferentes: o por la fusión del cabildo de la Misericordia con una posible hermandad de la Vera cruz, anterior a esa fecha de 1575, de la que nada sabemos todavía, o por un posible crecimiento devocional en el seno del propio cabildo de la Misericordia por la Pasión de Jesucristo, que le llevó en algún momento a modificar la titularidad. Tanto en un caso como en el otro, lo que sí está claro es que en ello debieron influir los frailes franciscanos, que, como sabemos, tenían su sede muy cerca de la ermita. Fueron ellos los que impulsaron este tipo de cofradías y devociones en muchos lugares de la geografía nacional.

Y si esta advocación de la Vera Cruz no fuera suficiente por sí misma para certificar el nuevo rumbo penitencial que el cabildo ya había adquirido, otros documentos, fechados respectivamente el 1580 y 1588, demuestran que la hermandad ya disponía de algunas imágenes que, por sus características, habían sido concebidas para la procesión del Jueves Santo, y entre ellas una talla de Jesús Nazareno. Por ambos documentos, el escultor Giraldo de Flugo y el pintor de origen italiano Bartolomé de Matarana, se obligaban a realizar sendas obras similares para las hermandades respectivas de Zaorejas y Alcocer, en la actualidad pueblos los dos de la provincia de Guadalajara, pero que entonces dependían de la diócesis de Cuenca. Ambos artistas, aunque de origen extranjero, habían abierto desde algunos años antes su propio taller en la capital conquense, y debían utilizar como modelo para sus obras la talla de Jesús Nazareno que era propiedad de la hermandad de Cuenca.

              ¿Qué es lo que pudo suceder para que en apenas cincuenta años se produjera en el seno del instituto conquense esta transformación en la advocación completa del cabildo, incorporándose de esta manera a su antigua función social una nueva función eminentemente penitencial? El hecho, desde luego, debe estar relacionado con el importante desarrollo teatral y festivo que tuvo en aquella época la celebración de la Semana Santa en la calle,  que tuvo su máximo apogeo, primero y a nivel particular de estas hermandades de la Vera Cruz, con la concesión por parte del papa Pablo III de ciertas indulgencias y beneficios a la cofradía de la Vera Cruz de Toledo, extensible también al resto de hermandades similares y homónimas del resto de Castilla, y a un nivel más generalizado, con las tesis aprobadas durante el Concilio de Trento, que se celebró en esta ciudad italiana entre 1545 y 1563. Y desde luego, tuvo que producirse sólo de dos maneras posibles: que dentro del propio cabildo de la Misericordia hubiera surgido entre sus hermanos una devoción lógica a la Cruz como instrumento de martirio; o que en realidad se tratara en su origen de dos cofradías diferentes, unidas éstas en algún momento anterior al ya citado año 1575.

              En favor de la primera de las hipótesis, hay que decir que no se trataría ésta de la única hermandad de la Vera Cruz que tenía también esa doble función, penitencial y asistencial. Esta función, la de enterrar a los ajusticiados se da también en otras hermandades similares radicadas sobre todo en la mitad norte de España, como Salamanca, Vitoria y algunas poblaciones gallegas; sobre todo este asunto ya he tratado más detenidamente en otros trabajos anteriores, por lo que no creo necesario extenderme demasiado en ello[1]. También son abundantes en la comarca de la Rioja las hermandades de la Vera Cruz que tenían encomendada esta misma misión, como ha demostrado Fermín Labarga, y en Valladolid, según Luis Fernández Martín, lo hacía la hermandad de Nuestra Señora de la Misericordia.

              Sin embargo, no son extraños tampoco los casos que se pueden citar de hermanamiento entre dos cofradías diferentes, incluso también entre cofradías que tenían fines distintos. Por otra parte, sería lógico pensar que, de ser cierta la teoría de un origen interno de la nueva advocación penitencial en el seno de la cofradía asistencial, esta devoción debía haber irrumpido con fuerza después de 1543; en este año está datado el primer convenio para arreglar la sede de la cofradía, y en él, como hemos visto, no se menciona todavía ninguna referencia devocional a la Cruz. Una fecha, desde luego, demasiado tardía para la creación de una hermandad de este tipo en una ciudad como Cuenca, sede de uno de los obispados más importantes del reino; una hermandad, por otra parte, que en casi todos los pueblos españoles, grandes y pequeños, había sido el origen de las procesiones de Semana Santa, y que había tenido su primer gran impulso durante el primer tercio de la centuria.

              En el marco de su estudio sobre la cofradía de la Vera Cruz de Cuenca y su relación con el origen de la Semana Santa, Pedro Miguel Ibáñez ha estudiado las constituciones de diversas hermandades de este tipo existentes en el conjunto de la diócesis, y ha establecido algunas fechas que nos resultan interesantes. Son fechas todas ellas, que nos remiten a la segunda mitad del siglo, es cierto, pero hay que tener en cuenta que se trata, en todas las ocasiones, de la aprobación de sus constituciones conservadas, no del año de fundación de la hermandad. Por mi parte, yo también he investigado en la hermandad de la Vera Cruz de Navalón, un pequeño pueblo situado a apenas quince kilómetros de la capital de la diócesis, de la cual en aquella época era una simple aldea. A partir de la documentación, podemos saber que esta hermandad ya había celebrado su primera procesión en 1536, y no sería lógico pensar que todas esas hermandades, establecidas en núcleos rurales sometidos a la influencia de la diócesis conquense, incluida la de Navalón, pudieran ser más antiguas que la propia cofradía homónima de la capital del obispado.

              Pero bien se trate de una posible fusión de dos hermandades diferentes en el origen, o se trate de una única hermandad con una advocación desdoblada, algo que sólo el descubrimiento de nuevos documentos hasta hoy desconocidos podría clarificar, lo que sí nos parece claro es la influencia que los religiosos del vecino convento franciscano pudieron haber tenido en el desarrollo de la devoción crucífera entre los habitantes de la ciudad del Júcar. Hay que recordar que la hermandad tenía su sede en la ermita de San Roque, frente al propio convento franciscano, y en lo que podría llamarse su compás o zona de influencia. Hay que recordar también el encargo de su primer prior, Juan de Ortega, para la elaboración de una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, que con el paso del tiempo pasaría a llamarse Cruz del Humilladero, dando origen con ello a otra leyenda ambientada incluso en el tiempo de la conquista de la ciudad por el rey Alfonso VIII.

              Pero si estos datos de carácter espacial no bastaran por sí mismo para establecer esta relación, podemos aducir también la generalizada devoción que en el instituto franciscano tuvo el culto a la Cruz, y a todo lo que con ella estaba relacionado, y que se fue extendiendo por todo el país gracias a su poderosa influencia. En efecto, son muy numerosas las hermandades de la Vera Cruz que fueran creadas por los religiosos de San Francisco. En mi libro Ilustración y cofradías, ya he insistido pormenorizadamente sobre este aspecto, pero creo conveniente insistir un poco más en ello. También lo han hecho otros especialistas en el tema, como José Sánchez Herrero o el ya citado Fermín Labarga. Pero además de esa relación entre los franciscanos y el culto a la Vera Cruz, rastreable con facilidad en los ámbitos sevillano y riojano, el proceso se dio también en otras partes de España: Galicia, Extremadura, Castilla-La Mancha, Navarra,… Y también en otras partes de Andalucía: la hermandad malagueña de la Vera Cruz, por ejemplo, también estaba radicada canónicamente en el convento franciscano de San Luis el Real. Por cierto, también esta cofradía malagueña tenía a su cargo otras hermandades filiales, como la de Nuestra Señora de la Esclavitud.




[1] Principalmente en mi libro Ilustración y Cofradías. La Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII, Junta de Cofradías, Cuenca, 2001, pp. 89-90.

sábado, 20 de marzo de 2021

“Antica Madre”, un viaje al corazón del África negra en tiempos de Nerón

 

Muchas veces he intentado definir en este blog qué es y qué no es, a mi juicio, una novela histórica, y la lectura de “Antica Madre”, la última novela del escritor, historiador y arqueólogo Valerio Massino Manfredi, me da otra vez la oportunidad de seguir reflexionando en este asunto. Varios son los conceptos con los que se puede jugar cuando hablamos de este género, de actualidad otra vez en los últimos tiempos, y podemos hacer una graduación en este sentido, desde los relatos que podemos clasificar como historias noveladas, más fieles a la realidad histórica que las consideradas estrictamente como novelas históricas, aunque normalmente mucho menos interesantes como novelas en sí mismas, pasando por éstas últimas, y terminando en eso que se ha venido a llamar ficción histórica, es decir, relatos que han sido inventados completamente por el autor, pero que cuentan también con un marco histórico plenamente definido. En este último grupo, el de la ficción histórica, es en el que algunos lectores han incluido esta última obra del profesor italiano, en contraposición a su novela anterior, “Teotoburgo”, relato que ya se ha comentado en otra entrada anterior de este blog, en el que se narraba una de las principales derrotas militares que tuvo el imperio romano en toda su historia.

Muchas son las diferencias existentes entre un relato y otro. Si en la novela anterior se trataba de una historia real, con unos personajes históricos definidos y unos hechos que fueron contados también por casi muchos autores clásicos, hechos y personajes a los que el autor es fiel a pesar de algunas licencias (toda novela histórica, por más fiel que quiera ser a los hechos históricos, cuenta siempre con algunas licencias literarias que, más que alejarse de ellos, les proporciona un mayor valor literario), y el propio campo de batalla ha sido estudiado científicamente los últimos años tanto por los historiadores como por los arqueólogos, en ésta última obra casi todos los personajes (todos a excepción de Séneca y el propio emperador) han sido inventados por el autor, y el relato en sí mismo forma parte más de la ficción que de la historia real.

Sin embargo, tratándose de un escritor como Manfredi, que antes de triunfar como novelista escribió sesudos ensayos historiográficos, dio clases en la universidad, e incluso dirigió, en Italia y fuera de Italia, importantes excavaciones arqueológicas, hay que ser muy meticuloso cuando hablamos de ficción histórica. Porque el profesor de Módena es, antes que novelista, un historiador escrupuloso con la verdad histórica, como no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta su formación científica, siempre anterior, como decimos, a ese espectacular éxito como narrador de ficción; e incluso, diríamos, plenamente consciente de cuáles han sido las razones de ese éxito: su profundo conocimiento de la antigüedad clásica, griega y romana, y una forma de escribir directa y sencilla, fácil de leer para cualquier tipo de lectores, sea cual sea el nivel de conocimientos que tengan sobre el pasado romano. En efecto, muchos son los que, ignorantes del pasado romano, se adentran por primera vez en esta parte de la historia a través de los libros de Manfredi, y encuentran en ellos una puerta abierta para otras lecturas más profundas.

Pero antes de continuar, es conveniente hacer un breve resumen de la novela. Estamos en el año 62 de nuestra era, durante el gobierno del emperador Nerón. Un pequeño grupo de legionarios regresa a Roma desde la lejana Numidia, en el norte de África, donde han estado cazando algunas bestias salvajes que sarán destinadas a los espectáculos en el anfiteatro. Además de esas hermosos animales salvajes, traen consigo también a una extraña mujer negra, una hermosa mujer que tiene poderes especiales y una fuerza inesperada: Varea, la última personificación de la “Antica Madre”, la Madre Antigua que reina en el corazón de África y que representa un mundo diferente y desconocido. Pero eso los soldados romanos todavía no lo saben; para ellos es sólo una bella mujer de ébano, una joven que tiene un color de piel diferente, lo que la hace todavía más hermosa y deseada. Ese grupo de legionarios está dirigido por Furio Voreno, un antiguo héroe de las campañas contra los germanos, quien poco a poco, a través del viaje de regreso, se va enamorando de ella. Pero nada más llegar a Roma, él se va a ver obligado a entregársela al emperador, que la ha conocido a través de un retrato realizado por un anónimo pintor de paisajes (el arte muchas veces, y sobre todo en la antigüedad, es un trabajo realizado por autores anónimos) que también ha participado en la expedición. Pero Varea rechaza al emperador, y como castigo por ese rechazo se ve obligada a enfrentarse, en la arena del anfiteatro, a esas mismas bestias salvajes que los romanos habían traído consigo en la caravana, y también a otros gladiadores, más fuertes que ella. Sin embargo, a instancias de Séneca, Nerón desea organizar una expedición cienfífica con el fin de intentar encontrar las fuentes del río Nilo, y envía al propio Voreno para comandarla. Y Varea, como no podía ser de otra forma, le acompaña en la misión.

¿Qué deseos innombrables se ocultan detrás de la decisión del emperador? ¿Se trata realmente de una exp0loración de carácter científico, cuyo único deseo es el de llegar a conocer mejor los secretos que mueven las crecidas del río, y poder mejorar así las cosechas del cereal, tan importantes para abastecer todos los graneros de Roma, o se trata, más bien, de apoderarse de todas las riquezas, y el oro, que supuestamente podrían ofrecer los nuevos territorios descubiertos? ¿Se trata, como también reconoce alguno de los personajes de la historia, de incorporar una nueva provincia virgen, la nueva Aethiopía, al enorme imperio romano? Conforme el pequeño destacamento de soldados va remontando el río, en dirección a las grandes cataratas que desaguan directamente en el gran río, las dudas van enraizando en el corazón del centurión romano. Se puede decir que el viaje a África es para él un viaje iniciático, en el más puro sentido de la palabra, y al mismo tiempo que las dudas en cuáles son las verdaderas intenciones del emperador, también ese paisaje hermoso del continente africano, completamente virgen todavía, poblado de animales desconocidos y de selvas intrincadas, va transformando al viejo soldado, convirtiéndole en un hombre nuevo.

Así, cuando las tropas regresan por fin a Roma, Voreno es alguien distinto, como también va a ser muy diferente la vieja ciudad que él había abandonado al partir hacia el sur, sumida ahora en un mar de fuego y de cenizas. Porque los hombres de Voreno regresan a Roma cuando ésta se encuentra sumida en un infierno de llamas. ¿Ha sido el propio Nerón quién ha causado el gigantesco incendio, con el fin de transformar la urbe a su antojo, o han sido los temidos y odiados cristianos, a los que él se apresura a culpabilizar? El debate sobre el incendio de Roma es uno de los temas laterales que también se tratan en el relato, como también lo es el debate que surge de la planeada conjura contra el emperador, y que es reflejo de un debate más importante todavía: ¿República o Imperio? Una conjura a la que el protagonista se suma casi desde el mismo momento en que se le ofrece, antes incluso de culminar el regreso de su nueva aventura africana. Temas laterales, sí, pero que no dejan de tener importancia para comprender esta etapa de la historia de Roma, una etapa en la que urbi et orbe, la ciudad y el mundo, estuvieron regidos por un emperador histriónico, cruel, uno de los muchos emperadores de este estilo que rigieron una civilización enorme, capaz de haber dejado, a pesar de sus emperadores, importantes muestras de su cultura en tres continentes diferentes, todo el mundo, o casi todo, que era conocido en aquel momento; muestras tan hermosas como el acueducto de Segovia, los hermosos templos de Palmira, hoy arrasados por la guerra de Siria, o los bellos edificios que un día adornaron por sus cuatro lados el foro de Severo, hoy reconocibles todavía por la arqueología, a pesar de la destrucción que provoca el paso del tiempo, en la hermosa ciudad de Leptis Magna, cerca de Trípoli.

Pero, ¿qué hay de historia verdadera detrás del relato de Manfredi? Es cierto que los personajes han sido inventados por el autor, pero la historia de la expedición fue real. De ella hablan autores como el propio Séneca o Polibio. El primero, en su libro titulado “Naturalis Quaestiones”, escribió un capítulo entero dedicado a relatar la expedición a Nubia, y lo hizo a partir de las fuentes primarias: los propios legionarios que habían participado en la expedición y que lograron regresar vivos de África. Algunos especialistas han identificado los paisajes relatados por esos soldados, y también por el filósofo estoico, con las llamadas cascadas Murchison, o cascadas Kalabega, en Uganda, el lugar en el que las aguas caudalosas del lago Victoria desaguan, y dan origen, al Nilo Blanco. Y basándose en el relato de Plinio, el historiador y divulgador irlandés Raoul McLaughlin escribe lo siguiente respecto a aquella expedición:

“Desde Meroe, el grupo romano viajó seiscientas millas por el Nilo Blanco, hasta llegar al Sudd, que parece un pantano, en lo que ahora es el sur de Sudán, un humedal fétido lleno de helechos, juncos de papiro y espesas esteras de vegetación podrida, un área más grande que Inglaterra, con un vasto pantano húmedo repleto de mosquitos y otros insectos. Los únicos animales grandes en el Sudd eran los cocodrilos e hipopótamos, que ocupaban las charcas fangosas dentro de su vasta expansión. Aquellos que entraron en esta región tuvieron que soportar un calor severo y correr el riesgo de enfermedades y hambre. Se descubrió que Sudd era demasiado profundo para cruzarlo con seguridad a pie, pero sus aguas también eran demasiado poco profundas para seguir explorando en bote, un área donde el pantano sólo podía soportar un pequeño bote que contenía una persona. En este punto, el grupo se desesperó de encontrar alguna vez una fuente definitiva para el Nilo y se volvió de mala gana para informar de sus hallazgos al emperador de Roma. Probablemente habían alcanzado una posición a casi mil quinientas millas al sur de la frontera entre Roma y Egipto.”

Manfredi escribe al final de la novela unas pequeñas reflexiones, y en ellas afirma que es le parece completamente lógico encargar una empresa científica de esas dimensiones a los militares, porque los militares, acostumbrados a las difíciles condiciones de la vida en periodos de guerra, acostumbrados al coraje y a la resistencia a la fatiga, son los más indicados para llevar a la práctica este tipo de empresas. Es cierto. Casi todas las expediciones científicas imposibles como ésta, han sido siempre encomendadas a los militares, desde aquellas lejanas expediciones americanas del siglo XVI, aunque éstas también tenían mucho de deseo de conquista. También tenían un componente militar, desde luego, esas otras exploraciones que fueron llevadas a cabo por los científicos españoles en el siglo XVIII, como la de Celestino Mutis, o también la que, ya en 1803, llevó a cabo Francisco Javier Balmis, con el fin de llevar al continente americano la vacuna contra la viruela, puesta otra vez recientemente en valor por culpa de la crisis que ha motivado en todo el mundo la pandemia de covid, que incluso ha hecho reconocible para el gran público una figura tan injustamente olvidada como la enfermera gallega Isabel Zendal. Incluso en la actualidad sucede todavía algo parecido con otras campañas, y la base científica española Juan Carlos I en la isla Livingstone, en el archipiélago de las Shetland del Sur, sería del todo imposible sin el apoyo logístico del ejército, especialmente de la Armada española, y sus buques de investigación oceanográfica, como el Hespérides.

Si “Teotoburgo”, la anterior novela de Valerio Massimo Manfredi, era una novela “de frontera”, como puse claramente de manifiesto cuando escribí sobre ella, mucho más lo es ésta, “Antica Madre”. Aquella hablaba de la frontera norte del imperio, que separaba el mundo romano de los bárbaros germanos. Ésta habla de un territorio ignoto y desconocido que está mucho más allá de la frontera del imperio, una frontera que separa, ahora más que nunca, el mundo conocido y “civilizado”, de ese otro mundo virginal, cercano al Paraíso del Antiguo Testamento, que fue, hasta la llegada del hombre blanco, el corazón de África.



viernes, 12 de marzo de 2021

La identificación de la ciudad romana de Segóbriga, un asunto de alta política eclesiástica

             Durante la segunda mitad del siglo XVIII, y especialmente a lo largo de las dos últimas décadas de aquella centuria, se produjo un debate historiográfico de gran magnitud respecto a cuál, de las viejas ciudades de la antigüedad clásica, se correspondía con los restos que desde unos años antes se estaban descubriendo en el despoblado de Cabeza de Griegos, en el término municipal de Saelices, situado en el extremo meridional de la diócesis de Cuenca, y muy próximo a la jurisdicción del priorato santiaguista de Uclés. Era un debate antiguo, trasladado de otro anterior todavía, relacionado con la identificación de la antigua Segóbriga en la actual Segorbe, que a lo largo del siglo XVI había sido asunto de enfrentamiento ya entre los historiadores más reconocidos y los simples aficionados a las antigüedades, como entonces se decía. A este respecto existían diferentes teorías, entre las que destacaban los defensores de situar en el cerro manchego las ruinas de la antigua ciudad romana, y obispado visigodo, de Ercávica, y la que prefería situar allí a Segóbriga, citada por Tito Livio y por Apiano, entre otros autores clásicos, en virtud de su situación como “caput Celtiberiae”, “cabeza de la Celtiberia”,  y del enfrentamiento bélico que en sus cercanías mantuvieron Viriato, primero, y más tarde, en el marco de las guerras civiles romanas, las respectivas tropas de los generales Metelo y Sertorio. El asunto afectó muy directamente a la Iglesia como institución, y en concreto también a la diócesis conquense, y no sólo porque algunos de los que intervinieron en el debate eran eclesiásticos, como más tarde veremos, sino también porque el debate mismo tuvo una importante deriva relacionada con asuntos de prelacía episcopal con otros dos obispados, los de Albarracín y Segorbe, además de con el propio priorato santiaguista.

       El asunto se inició ya en plena Edad Media, a finales del siglo XI, por la ambición desmedida del arzobispo de Toledo, don Bernardo, por aumentar en la medida de lo posible, hacia el este, los límites territoriales de la provincia eclesiástica de su sede metropolitana, con el fin de intentar restaurar toda la jurisdicción de la antigua provincia eclesiástica visigoda. Para ello, había obtenido del papa Urbano II la bula titulada Auctoritatem Pristinam, que facultaba el derecho de los arzobispos toledanos de poder instaurar las diócesis primitivas visigodas que en la antigüedad habían dependido de Toledo, aunque se encontraran todavía en poder de los musulmanes. Tanto Ercávica como Segóbriga, al igual que Valeria, que más tarde entraría también en la polémica a pesar de que había sido la única que, prácticamente desde siempre, había sido identificada con la homónima localidad de la hoz del río Gritos, eran tres de esas antiguas sedes episcopales, y era interesante para el poder eclesiástico identificar ambos lugares y reconocer, en la medida de lo posible, sus respectivas extensiones territoriales, con el fin de poder relacionarlas con los obispados actuales, tal y como era costumbre en la Edad Media.

            En este marco fue cuando, medio siglo más tarde, entre 1160 y 1170, Muhammad ibn Mardanis, el llamado “Rey Lobo” de Murcia, hacía entrega de la comarca de Albarracín, en el sur de la provincia de Teruel, a Pedro Ruiz de Azagra, un caballero naturalizado castellano, pero de origen navarro, de lealtad bastante discutible, convirtiéndolo de esta forma en el señorío soberano de Santa María de Albarracín. En los años anteriores, Azagra se había visto obligado, primero, en 1154, a abandonar la corte navarra, al no haber aceptado la sucesión del rey García Ramírez en favor de su hijo, Sancho VI, poniéndose al servicio del rey de Catilla, y más tarde también de la corte del rey castellano, Alfonso VIII, para ponerse al lado del Rey Lobo de Murcia. El asunto, que había tenido al principio un carácter puramente civil y político, como una especie de dique propuesto por el rey de la taifa murciana junto a la frontera con Castilla, con el fin de evitar los anhelos expansionistas y de reconquista del rey de Aragón, Alfonso II, terminó por convertirse también en un asunto eclesiástico en 1172, cuando el nuevo arzobispo de Toledo, don Cerebruno, que había llegado a la diócesis cinco años antes, desde el obispado de Sigüenza, consagró al primer obispo de la nueva diócesis de Santa María de Albarracín, don Martín, incorporando a la nueva sede diocesana a su archidiócesis, en contra de los deseos de los monarcas aragoneses, y sobre todo del obispo de Zaragoza, que en ese momento era Pedro Tarroja.

            Era vital hacer valer los derechos que le ofrecían la ya citada bula de Urbano II, y para ello había que situar convenientemente alguna de aquellas diócesis visigodas extintas, cuyos nombres eran conocidos por las actas de los diferentes concilios provinciales toledanos que se llevaron a cabo entre los años 589 y 693, pero cuya extensión, e incluso, en algunos casos, su propia localización, seguía sin ser conocidas. La diócesis elegida para hacer valer sus derechos sobre la comarca serrana de Albarracín fue en aquel momento la de Segóbriga, identificada sólo por su parecido fonético con la localidad actual de Segorbe, en la comarca castellonense interior del Alto Palancia, a pesar de que en ese momento todavía se encontraba en poder de los moros, y de su relativa distancia de Albarracín. De esta forma, se reconocía en cierto sentido un cierto carácter bicéfalo a la nueva sede episcopal, con dos cabeceras: Albarracín y Segorbe. El asunto ha sido descrito por el arqueólogo Martín Almagro Basch:

            “La intención del arzobispo Cerebruno, la del obispo de Albarracín, D. Martín, y la del señor soberano de aquella ciudad, D. Pedro Ruiz de Azagra, coincidían claramente en la de buscar la expansión del Señorío y del Obispado hacia Segorbe, identificada con Segóbriga, y hacia las tierras de Valencia que habría de conquistar el rey de Aragón, tierras que Cerebruno intentaba incorporar a su jurisdicción metropolitana como arzobispo de Toledo, heredero de la antigua provincia cartaginense a la que había pertenecido Valencia. El territorio de Albarracín no sabemos a qué diócesis perteneció en la época visigoda. Pero es probable que la diócesis de Ercávica, cuyos obispos, a veces, se llaman Celtiberiae sedis, llegara, en su jurisdicción, hasta Albarracín y su tierra. En cambio, sí sabemos que Ercávica perteneció al Conventus Caesaraugustanus. Tal vez, además de los antiguos lusones, pudo incluir aquel obispado a los celtíberos lobetanos, si, como se cree, Lobetum estuvo en Albarracín. Lo que resulta del todo improbable es que la tierra de Albarracín haya pertenecido nunca a Segóbriga, sede muy lejana y que estuvo siempre bajo la jurisdicción de Carthago Nova (Cartagena).”

Los intereses de los arzobispos toledanos, incluso, pretendieron hacer valer su jurisdicción provincial sobre la nueva sede episcopal de Valencia, una vez que la ciudad del Mediterráneo había sido conquistada por el rey aragonés Jaime I, pero el papa rechazó la pretensión y más tarde, en 1319, Jaime II obtuvo del pontífice Juan XXII el reconocimiento de Zaragoza como nueva sede metropolitana, pasando en ese momento la de Albarracín a ser una de las diócesis sufragáneas del nuevo obispado. Ya no había tanta necesidad de mantener la identificación de Segorbe con la antigua ciudad de Segóbriga, al menos desde el punto de vista de los arzobispos de Toledo, pero sí desde el punto de vista de los propios obispos de Albarracín, que mantenían el ánimo de defender en esa identificación una antigüedad del obispado, y con ello una prevalencia sobre otras sedes vecinas, que en realidad no le correspondía. Y mientras tanto, el cerro de Cabeza de Griego, aunque todavía estaba habitado, bajo la jurisdicción política de la orden de Santiago, según demuestran algunos documentos de la época, estaba ya a punto de ser abandonado, y sus restos olvidados, situación en la que permanecerían durante los siglos medievales.

Durante el siglo XVI,  el debate historiográfico volvió a resurgir, en términos ahora relacionados puramente con la identificación de la vieja Segóbriga, en el marco de la nueva valoración que de los restos antiguos, principalmente de los de la antigua civilización grecorromana, se dio en el Renacimiento. A mediados de aquel siglo visitó el cerro de Cabeza de Griego, donde ya estaban empezado a descubrirse, todavía de manera accidental, algunos restos antiguos, Luis de Lucena, un fraile y médico natural de Guadalajara, al que su interés por la epigrafía y la arqueología, así como su postura religiosa personal, cercana al erasmismo, le llevaría más tarde a buscar la protección de la corte romana, donde atendió como médico al papa Julio III, y donde falleció en 1552. Durante la visita del médico al cerro manchego, que desde luego se produjo antes de 1546, el médico alcarreño copió nueve inscripciones antiguas, algunas de las cuales se conservan gracias a transcripciones posteriores del texto, porque los originales, de las piedras y de las propias copias escritas de mano de Lucena, se han perdido. También visitó el cerro algún tiempo después, en 1574, Ambrosio de Morales, quien fue el primero en defender que las ruinas se correspondían con la antigua ciudad de Segóbriga.

Para entonces, la opinión mayoritaria seguía siendo que Segóbriga y Segorbe eran una misma cosa, y más cuando en 1577, el rey Felipe II había obtenido de Gregorio XIII la creación de la nueva diócesis independiente de Segorbe, recortando importantes territorios a la de Albarracín, con el fin de intentar debilitar a la ciudad serrana, con cuya comunidad se encontraba desde algún tiempo antes enfrentado, y situando a la nueva diócesis bajo la jurisdicción metropolitana de Valencia. De esta manera, la antigua sede de Santa María de Albarracín quedaba definitivamente dividida en dos sedes diferentes, y una parte del debate historiográfico sobre la localización de la vieja Segóbriga se trasladaba ahora a un nuevo punto geográfico. Para seguir manteniendo su pretensión de prelacía sobre el nuevo obispado de Segorbe, y poder seguir así siendo considerados como herederos de los antiguos obispos de Segóbriga, los obispos de Albarracín debían demostrar que la vieja ciudad romana se encontraba en algún lugar de su propio obispado. El lugar elegido fue la Muela de San Juan, una extensa plataforma calcárea situada al sur de la provincia de Teruel, limitando con la de Cuenca, entre los pueblos de Griegos y Guadalaviar, situada a mil ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, donde no había sido encontrado ningún resto de época romana, y donde era extremadamente difícil siquiera que los romanos hubieran podido pensar en levantar una ciudad de las características de Segóbriga, por sus extremadas condiciones de vida.

Así pues, durante el siglo XVII, la polémica siguió enfrentando ahora, sobre todo, a los obispos de Albarracín y los de la nueva sede de Segorbe, una polémica en la que participaban, sobre todo los cronistas aragoneses (Jerónimo Zurita, Antonio Agustín,…) y valencianos (Gaspar Escolano, Francisco Diago, Francisco Villagrasa,…), pero en la que también participaban, a veces, algunos historiadores de reconocido prestigio nacional, e incluso internacional, como el numismático Juan Foi-Vaillant, o el historiador francés Jean Hardouin. Una polémica a la que, como estamos viendo, no era ajena la alta política eclesiástica, y que no estaba exenta de falsificaciones, a veces demasiado burdas, leyendas, y absurdos argumentos inventados por los pseudocronistas, con el fin de proporcionar a la ciudad romana, y con ello también, de alguna manera, al obispo respectivo, una antigüedad que no le correspondía. A modo de ejemplo, y con el fin de dar una idea de la falacia de los argumentos empleados, Rodrigo Méndez Silva, un pseudohistoriador judeoconverso de origen portugués, escribió lo siguiente sobre el origen de la ciudad romana: “Fundáronla los Sagas Armenios, gentes de Tubal, años del mundo criado 1820, antes de la humana Redención 2111, llamándola de su nombre Sego. Doscientos años después la reedificó Brigo, cuarto Rey de España, y añadiéndola Briga, se dijo Segóbriga, corruto Segorbe.”

Por fin, la polémica se avivó en pleno siglo XVIII, cuando Enrique Flórez, en su “España Sagrada”, identificó de nuevo Segóbriga con Segorbe. Sin embargo, los nuevos hallazgos que ya se estaban produciendo durante toda la segunda mitad de la centuria, coincidentes con una nueva revalorización de los trabajos arqueológicos de campo, y especialmente los tres fragmentos de una lápida de alabastro con letras góticas, en los que se mencionaba a un supuesto, ahora plenamente reconocido, nuevo obispo de Segóbriga, no mencionado en las actas de los concilios toledanos, llamado Sefronio, volvieron a poner en valor la identificación de la ciudad romana con las ruinas de Cabeza de Griego, coincidiendo además con la negativa del erudito ilustrado valenciano Gregorio Mayans y Siscar, a identificar a la ciudad clásica con la musulmana Segorbe. Por fin, los materiales desenterrados empezaban a demostrar por sí mismos la teoría conquense. Aquellos fragmentos de lápida, que tan importantes fueron para demostrarla, habían sido encontrados in situ, precisamente, en el área en la que pocos años después, al realizar nuevas excavaciones, serían halladas las ruinas de la basílica visigoda.

Y aquí es donde entra en juego el priorato de Uclés, que en ese momento se hallaba regido por Antonio Tavira Almazán, el futuro obispo de Salamanca. Fue él quien, durante su corta permanencia al frente del priorato santiaguista, entre 1789 y 1790, mandó crear una comisión que llevara a efecto las primeras excavaciones arqueológicas que, con un carácter relativamente sistemático para el tiempo en el que éstas se llevaran a cabo. La comisión estaba formada por el padre Gabriel López, religioso agonizante, lector de Teología en el colegio que su orden tenía en Alcalá de Henares; Vicente Martínez Falero, abogado de los Reales Consejos y alcalde de Saelices; su hermano, Juan Francisco Martínez Falero; y el párroco del mismo pueblo de Saelices, Bernardo Manuel de Cossío. A ella se añadiría también el párroco del pueblo cercano de Fuente de Pedro Naharro, Jácome Capistrano de Moya, quien se convertiría en algo así como los ojos del obispo de Cuenca, Felipe Antonio Solano,  en los trabajos arqueológicos.

El lugar elegido para la excavación fue el mismo en el que treinta años antes habían aparecido los restos de la lápida en la que se mencionaba al obispo Sefronio, y muy pronto salieron a la luz allí unos muros que, pronto se supo, correspondían a los de la basílica visigoda, así como nuevos fragmentos de lápida en los que se mencionaban al propio Sefronio y también a otro obispo de la misma sede, Nigrino; de esta forma, se supuso que ambos debieron regir la diócesis antes del año 589, cuando se celebró el tercer concilio toledano, y se iniciaron así las listas de obispos asistentes a los diferentes concilios. Junto a estos restos, aparecieron también algunos restos óseos, que se supuso que correspondían con los de estos dos obispos segobricenses, convertidos ahora en verdaderas reliquias de santos. Y es que el hallazgo de los restos de los obispos provocó la apertura por parte del prelado conquense, de un proceso averiguatorio sobre el hallazgo y las circunstancias en las que se había producido el descubrimiento, para lo cual nombró instructor al doctor Roque Vallesteros, cura que estaba destinado en ese momento en Uclés, quien a su vez nombró notario del proceso al presbítero Juan Antonio Fernández Plaza. La intención del prelado era, sobre todo, intentar el traslado de los restos de los obispos a Cuenca, con el fin de poder darles el culto adecuado porque, y me hago eco de las palabras del párroco de Saelices, Bernardo Manuel de Cossío, recogidas en el proceso, “la palabra santos, contenida en la inscripción, no se ponía, en aquellos tiempos, en otros sepulcros que en aquellos que estuvieran canonizados como tales”.




El debate sobre la identificación idónea de la antigua Segóbriga se había trasladado así, desde Albarracín y Segorbe, donde cada vez era menos defendido por los especialistas, más allá de algunos cronistas locales, interesados en mantener la antigüedad teórica de sus respectivos obispados, a Cuenca, diócesis que, como sabemos, había sido creada a finales del siglo XII, en base a los antiguos obispados de Valeria y de Ercávica. En los textos antiguos en los que se citaban los antiguos obispados dependientes de Toledo, se mencionaban siempre estas dos diócesis junto a la de Segóbriga; sin embargo, había todavía algunos expertos que seguían defendiendo la vieja teoría de Segorbe. Por otra parte, en el debate tomaron parte activa algunos eclesiásticos de la diócesis, como Francisco Antonio Fuero y, especialmente, el citado Jácome Capistrano de Moya, quien publicó diversos trabajos, en los que se mantuvo siempre como defensor a ultranza de la teoría de identificar los restos de Cabeza de Griego con la vieja Segóbriga.

Para complicar todavía más las cosas, durante la última década del siglo XVIII surgieron algunas controversias entre los primeros excavadores de Segóbriga, relacionados con un cierto resentimiento entre algunos de ellos, por un supuesto aprovechamiento intelectual de los descubrimientos por parte del sacerdote Capistrano de Moya, quien había sido propuesto como académico correspondiente por la Real Academia de la Historia. Y también, por la intervención de los sucesores de Tavira al frente del priorato de Uclés, quienes intentaban hacer valer sus derechos de jurisdicción sobre el lugar en el que se estaban realizando los trabajos arqueológicos, y como herederos de los antiguos obispos de Segóbriga. El máximo defensor de la postura prioral fue el ilustrado jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, quien visitó las ruinas en octubre de 1799, después de haber regresado a su pueblo natal, Horcajo de Santiago, desde su primer exilio italiano. Para el jesuita y filólogo manchego, la bula de creación del priorato de Uclés por Alejandro III, de 1175, anterior por tanto a la creación del obispado de Cuenca, reconocía la jurisdicción ordinaria de los priores santiaguistas sobre los territorios correspondientes a las antiguas diócesis visigodas extinguidas, como la de Segóbriga. Por su parte, el ya citado Jácome Capistrano de Moya, quien defendía en este punto los derechos del obispo conquense, en un nuevo libro que había dedicado al prelado que en ese momento regía la diócesis, Antonio Palafox, rebatía las tesis del jesuita, así como también las del agustino Juan Manuel Martínez Ugarte, más conocido en la historiografía como el padre Risco, quien había defendido en 1801 la localización en el cerro de la antigua ciudad de Munda, también citada en las fuentes clásicas, y del jesuita Juan Francisco Masdeu, quien aún seguía defendiendo la identificación de Segóbriga con la Segorbe actual.

Tal y como afirma el gran arqueólogo turolense Martin Almagro Basch, tan relacionado con la arqueología conquense por sus múltiples trabajos de campo realizados en nuestra provincia, y su relación con el Museo Arqueológico de Cuenca en sus años iniciales, quien además fue también director del Museo de Arqueología de Cataluña y del Museo Arqueológico Nacional, la polémica había quedado olvidada durante las dos primeras décadas del XIX: la crisis bélica contra los franceses la hicieron pasar a segundo plano. Los trabajos arqueológicos se reiniciaron en las dos últimas décadas de la centuria, dirigidos otra vez desde Uclés, por un equipo que estaba formado, en parte, por algunos eclesiásticos de la comarca. Junto a Román García Soria, tío del gran arqueólogo conquense Pelayo Quintero Atauri, y a Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, un médico de origen polaco, hijo de un antiguo exiliado que había tenido que abandonar su país en 1830, en el marco de la revolución contra la opresión rusa, quien además era en ese momento alcalde de la villa ucleseña, figuraban también en del proyecto algunos jesuitas, que para entonces habían establecido ya un colegio en el antiguo monasterio santiaguista: Arturo Calvet, director del colegio, Francisco Sáenz España, y Edouard Capelle, uno de los jesuitas franceses que se habían visto obligados a abandonar el país vecino en 1880, con el advenimiento de la Tercera República, y que habían sido acogidos en el colegio por sus homónimos españoles.

Para entonces, el viejo priorato santiaguista, como el resto de las órdenes de caballería medievales, habían sido ya suprimidas, y el territorio que antes había dependido de ellas, se había convertido en el nuevo obispado de las Órdenes Militares, germen del actual de Ciudad Real. ¿Por qué el antiguo priorato santiaguista de Uclés no se incorporó al nuevo obispado, quedando a partir de este momento, de forma mayoritaria, incluido en la diócesis de Cuenca? Considero que la vieja polémica entre los obispos de Cuenca y los priores de Uclés no fue del todo ajena a este hecho; por el contrario, la decisión de Pío IX, tomada en noviembre de 1875 mediante las letras apostólicas Ad Apostolicam, vino a ser un reconocimiento de facto de los derechos episcopales de los obispos de Cuenca sobre el territorio que había ocupado en tiempos visigodos la diócesis de Segóbriga.

           


 

lunes, 8 de marzo de 2021

Una historia, o varias, sobre la arqueología conquense

 

            No es frecuente encontrar un libro sobre arqueología que esté escrito de una manera tan desenfada y sencilla de entender para un lector no avezado en literatura científica, como éste que vamos a comentar esta semana.  Su título, “La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis, y otras historia de la arqueología española”, ya da una idea de cuáles son los verdaderos intereses de su autor, Vicente González Olaya, periodista del diario El País que está especializado en asuntos relacionados con la cultura y sobre todo, con los diferentes aspectos de la defensa del patrimonio cultural español: hacer una historia de la arqueología española basada en un puñado de descubrimientos importantes, y hacerla en clave de humor, pero sin olvidar tampoco la seriedad científica que este tema requiere; es decir, escribir un libro de carácter científico, pero al que pueda enfrentarse cualquier lector interesado, independientemente de sus conocimientos previos en el tema, pero manejando datos y fuentes contrastadas y veraces. Se trata, en fin, de una historia de la arqueología española a lo largo de veintiún capítulos, en los que se van desgranando algunos de los más importantes descubrimientos de la arqueología de nuestro país, desde los años “heroicos” de nuestros estudios arqueológicos, allá por el siglo XIX, hasta los últimos hallazgos realizados. Y entre ellos, entre uno de esos últimos descubrimientos, quiero destacar aquí el capítulo que el autor dedica a un yacimiento conquense, destinado a ser, ya lo está siendo, uno de los grandes hitos de nuestra arqueología: la villa romana de Noheda.

           

En alguna otra ocasión ya he escrito sobre esta importante villa romana, y sobre todo, sobre su espectacular mosaico, formado por millones de teselas de colores. Un mosaico y una villa de los que, poco a poco, ya se van conociendo más cosas, gracias a la interesante labor que vienen realizando los arqueólogos en los últimos años, bajo la dirección de Miguel Ángel Valero. Por ello, creo que el yacimiento va siendo también mejor conocido por el conjunto de los conquenses, aunque sigo teniendo la sensación de que muchos siguen sin ser conscientes de la verdadera importancia que éste tiene en el conjunto del estudio arqueológico actual. Conocemos, más o menos, ese mosaico figurativo, impresionante en sus dimensiones y en la calidad de sus figuras, pero seguimos sin comprender su importancia, el hecho de que no existe en toda España, y son muy pocos los que hay en el mundo, que lo sobrepase en dimensiones, o que la gran cantidad de teselas que contiene permitió a los maestros que se encargaron de su elaboración, allá por el siglo IV, la creación de sombras y de un cierto movimiento en la representación. Un mosaico que podría figurar en un lugar destacado, desde luego, en las mejores salas del tunecino Museo del Bardo, el más importante museo del mundo especializado en este tipo de arte.

            Aún no conocemos quién fue el propietario de esta villa singular, pero está claro que, por la riqueza que contiene, debió ser sin duda un personaje muy importante en el conjunto del imperio romano de Occidente, no pudiendo descartar, incluso, que pudiera tratarse de algún miembro de la familia imperial, que en este momento estaba regida, precisamente, por uno de los emperadores hispanos, Teodosio el Grande (Couca,  Coca, Segovia, 347 – Milán, Italia, 395). Esperemos que las próximas excavaciones en el yacimiento puedan dar más luz respecto a ello, así como también a otros asuntos de interés, como los relacionados, por ejemplo, con la implantación del cristianismo en la meseta en los siglos iniciales de la nueva religión. Para entonces, el cristianismo hacía ya más de medio siglo que había sido autorizado en todo el imperio, a raíz de la promulgación por Constantino del Edicto de Milán, en el año 313, y se supone que estaba a punto de convertirse en la religión oficial del estado, lo que sucedería en el 380. Sin embargo, aún no ha podido ser hallado en Noheda ningún objeto que nos hable de esa nueva religión; por el contrario, los mosaicos de la villa reflejan todavía algunos mitos paganos, y todo lo desenterrado hasta la fecha nos recuerda a las villas y los grandes palacios que fueron levantados en Roma durante los dos primeros siglos. No voy a insistir más en el tema de la villa romana de Noheda, a la que, por otra parte, he dedicado uno de los dosieres que figuran en la sección de Noticias Históricas de este blog.

            De alguna forma, no es éste el único capítulo que González Olaya dedica en su libro a la arqueología conquense. Y es que la provincia de Cuenca cuenta en su haber con dos arqueólogos de gran prestigio, desconocidos los dos por la generalidad de los conquenses, que desarrollaron su actividad, ambos, en aquellos años heroicos. Uno de ellos fue Pelayo Quintero Atauri (Uclés, 26 de junio de 1867 – Tetuán, Marruecos, 27 de octubre de 1946). Su padre había sido gobernador de la provincia conquense, y aunque estudió Derecho en Madrid, muy pronto se dedicó activamente a sus verdaderas pasiones, relacionadas todas ellas con la historia y la arqueología; pasiones que nacieron ya en sus años juveniles, entre las piedras que, procedentes de Segóbriga, formaban parte del fastuoso monasterio que los caballeros de Santiago habían levantado en su pueblo natal, y que supieron desarrollar los jesuitas procedentes de Toulouse (Francia) que habían sido acogidos en el monasterio cuando fueron expulsados por el gobierno francés. En esa pasión influyó también la personalidad de su tío materno, Román García Soria, quien había realizado ya algunas excavaciones en Segóbriga, y quien había convencido al rector de los jesuitas que entonces regían el convento de Uclés, para colocar allí un museo con las piezas recuperadas en el yacimiento. Más tarde, sería el propio Quintero Atauri quien realizaría nuevas excavaciones en aquella ciudad romana, y después, su actividad profesional le llevaría primero hasta tierras andaluzas, a Cádiz, en cuya provincia realizó también algunas excavaciones, y donde dirigió el Museo Provincial de Bellas Artes, y más tarde, después de la Guerra Civil, al norte de Marruecos, donde fue uno de los grandes impulsores de la arqueología norteafricana, y donde dirigió, también, el Museo Español de Tetuán. Podemos decir que, probablemente, Quintero Atauri es más conocido en aquellas tierras que se extienden al norte y al sur del Estrecho de Gibraltar, que entre los conquenses, y prueba de ello es que en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz, en su departamento de Historia, Geografía y Filosofía, existe un grupo de investigación que lleva su nombre.

            Nada habla González Olaya sobre este arqueólogo singular, pero sí lo hace sobre el otro de nuestros arqueólogos históricos, quizá todavía menos conocido que Atauri entre el conjunto de los conquenses. Se trata de Juan Catalina García López. Éste había nacido en Salmeroncillos de Abajo, allí donde la Alcarria conquense se encuentra con la de Guadalajara, el 24 de noviembre de 1845. Terminó la enseñanza secundaria en el instituto de Guadalajara, y después pasó a la Universidad de Madrid, donde estudio Derecho y Filosofía y Letras, pasando más tarde a titularse también en la Escuela Superior de Diplomática. En la capital madrileña simultaneó sus estudios con sus primeras colaboraciones periodísticas, y también en algunas revistas especializadas, como en el boletín de la Real Academia de la Historia. Miembro del cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, fue también cronista oficial de la provincia de Guadalajara, miembro numerario de la Real Academia de la Historia, de la que ocupó además los cargos de anticuario y secretario perpetuo, senador del reino en tres legislaturas diferentes, vicepresidente de la Comisión de Excavaciones de Numancia, e incluso director del Museo Arqueológico Nacional de España, entre 1900 y 1901. Falleció en Madrid el 18 de enero de 1911.

            García López realizó excavaciones en diferentes yacimientos arqueológicos, principalmente en Recópolis, la gran ciudad que había inventado el rey visigodo Leovigildo para su hijo, Recaredo. En efecto, fue uno de los que supieron adivinar que los restos medievales descubiertos en Zorita de los Canes, al sur de la provincia de Guadalajara, se correspondían con los de la ciudad visigoda, que otros habían preferido situar en diferentes lugares entre ambas provincias alcarreñas, principalmente en el pueblo conquense de Buendía. Por ello, no podía faltar en el libro de Olaya, en el capítulo correspondiente a este yacimiento arqueológico, la referencia a nuestro olvidado arqueólogo: “Hasta que llegó el erudito Juan Catalina García López (1845-1811) e intentó recomponer el puzle histórico que tantos quebraderos de cabeza y discusiones había provocado entre los expertos durante siglos. Si no se habían conservado textos originales de la ubicación de la misteriosa Rochafrida del rey Pipino, pensó, lo mejor sería escarbar en todos los lugares de la alcarria que reuniesen condiciones apropiadas para levantar una ciudad. Y eso hizo, aunque los resultados fueron repetidamente negativos durante años. Sin embargo, en 1893 descubrió un enigmático cerro pelado a las afueras de Zorita de los Canes, una pequeña población devorada urbanísticamente por un apabullante castillo musulmán que se erige junto y sobre ella. Literalmente. Al excavar el altozano, situado a un kilómetro del casco urbano, aparecieron unos muros de una gran potencia. Juan Catalina García se mostraba seguro de haber encontrado la ciudad de Recaredo, pero, como siempre, nadie pareció hacerle mucho caso. Catalina -se le conocía así, pensando que era su apellido- murió medio ciego de tantas horas de estudio y dedicación a la arqueología y a la historia, principalmente a la referente a la Alcarria. Su fallecimiento, provocado por una neumonía, causó un inmenso dolor en la comunidad académica y a su entierro asistieron ministros, obispos, rectores, condes y marqueses. Le hicieron un gran homenaje funerario, pero lo de seguir su obra ya era otra cosa. Así que todo quedó paralizado hasta las campañas de 1945 y 1946.”

            Pero el libro cuenta también algunas otras cosas curiosas: historias de cuando los arqueólogos, algunos, llevaban ropa talar, y compatibilizaban sus conocimientos científicos con la misa y la teología, y pone como ejemplo de aquellos arqueólogos al padre Henri Breuil, el gran historiador y arqueólogo francés que durante la primera mitad del siglo XX recorrió los caminos de España, visitando miles de yacimientos y, según se dice, haciendo averiguaciones para la maquinaria del espionaje de su país. Olaya habla sobre este curioso experto, pero no cuenta que Breuil también visitó la provincia de Cuenca en los años treinta del siglo pasado, estudiando las pinturas rupestres de Villar del Humo. Y por otra parte, la pequeña figura de este gran experto me hace recordar algunos otros investigadores, aficionados, eso sí, que a lo largo del siglo XVIII vestían también sotana, mientras realizaban algunos trabajos arqueológicos en diferentes lugares de nuestra provincia. Jácome (Santiago) Capístrano de Moya, sacerdote que había nacido en Hontecillas o en Pinarejo, según los diferentes autores, párroco de Fuente de Pedro Naharro, fue uno de los más activos defensores en la identificación de los restos de Cabeza de Griego, cerca de Saelices, con la vieja ciudad romana de Segóbriga. Y lo mismo hizo Francisco Antonio Fuero, de Cañizares, canónigo del cabildo diocesano, respecto de Ercávica. Ellos fueron de los primeros en desenterrar el pasado romano de nuestra provincia, y pusieron las bases para todos los trabajos posteriores que después se fueron realizando.

            Y ya que hablamos de Segóbriga, resulta interesante afirmar que el yacimiento cuenta con una larga trayectoria en cuanto a excavaciones arqueológicas se refiere. En efecto, en sus ruinas se hicieron ya algunas excavaciones puntuales en el siglo XVIII, en los años heroicos de la arqueología, y no sólo por aficionados locales como Capístrano de Moya; también fue visitado por algunos de los expertos de la época. Pero los primeros trabajos arqueológicos se llevaron a cabo por algunas figuras del entorno, entre ellos algunos religiosos del convento de Uclés: el propio Capístrano de Moya; Bernardo Manuel de Cossio, párroco de Saelices; Vicente Martínez Falero, uclesino, abogado de los Reales Consejos; o Gabriel López, lector de teología en la Universidad de Alcalá de Henares. Todos ellos, bajo la dirección del prelado ilustrado Antonio Tavira Almazán, quien sucesivamente sería en los años posteriores obispo de Canarias, Burgo de Osma y Salamanca, y que antes de ello, entre 1788 y 1789, había sido también prior del propio convento santiaguista, periodo en el que ordenó realizar las primeras excavaciones sistemáticas en el yacimiento romano.

            Pero también llegaron a Segóbriga otros especialistas durante las últimas décadas del siglo XVIII, y también durante toda la centuria siguiente: Cornide, Hübner, Fita, … Todos ellos, junto a otros trabajos que siguieron realizándose desde Uclés, siguieron sacando a la luz nuevos datos sobre las épocas romana y visigoda. Porque también en el siglo XIX se siguieron realizando nuevas exploraciones del yacimiento desde el pueblo vecino. Es de destacar a un grupo de aficionados hoy olvidados: el ya citado Román García Soria, tío, como hemos dicho de Quintero Atauri; Arturo Calvet, rector del colegio de jesuitas que entonces estaba establecido en el monasterio de Uclés; el jesuita francés Eduoard Capelle; el también jesuita Francisco Sáenz España, o un personaje tan curioso y desconocido para el público en general como el médico de origen polaco Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, quien también era alcalde de Uclés, hijo de un noble que se había visto obligado a abandonar el país y buscar asilo en España en 1830, cuando éste se había sublevado contra los gobernantes rusos. Mucho es lo que les debe la arqueología española, y la conquense en particular, a aquellos primeros aficionados del siglo XVIII; todos ellos crearon una comisión que, más allá de sus propios trabajos en el yacimiento, promovió la visita a Segóbriga de Juan de Dios de la Rada y de Fidel Fita, quienes darian un impulso casi definitivo a las excavaciones del yacimiento romano.

            En aquellos dos siglos se hicieron algunos descubrimientos de vital importancia, como los restos de la basílica visigoda, y salieron a la luz algunos restos epigráficos, que ayudaron a comprender mejor el pasado del yacimiento, e incluso, permitieron identificarlo definitivamente con la ciudad de Segóbriga, citada por autores antiguos como Tito Livio y Estrabón. Algunos de esos restos, con el tiempo, se perdieron, pero la publicación de sus trabajos, y la existencia en los archivos de las memorias de las excavaciones, han permitido que, de alguna manera, no hayan desaparecido del todo de nuestra memoria colectiva.



martes, 2 de marzo de 2021

“Aquitania”: El impensable poder de la mantícora

 

            “Después de escribir varias novelas de corte histórico, “La saga de los longevos”, “Los hijos de Adán”, “Pasaje a Tahití”, “Los señores del tiempo”, la experiencia en este oficio me ha enseñado que al narrar novela histórica hay un momento en que la trama literaria siempre se separa, por necesidades narrativas, de los hechos y las fechas históricas. Todas las licencias creativas han sido tomadas de manera consciente al servicio siempre de la libertad que impone la ficción. He cambiado las fechas de acontecimientos como la muerte de Felipa de Tolosa, Luy el Gordo, la madre de Eleanor o el nacimiento de Suger. Todos ellos eran personajes históricos tan interesantes que prioricé siempre el <<¿qué pasará si?>> frente a una realidad menos sugerente. Pala la elección de los nombres de los personajes me he guiado siempre por mi propio criterio. He podido elegir entre sus variantes francesa, occitana, inglesa o española. De modo que Luy podía ser también Luis, Louis o Loys, así como tuve la posibilidad de optar entre Aelith, Alix o Aelis”.

Las palabras son de Eva García Sáinz de Urturi, la flamante ganadora del premio Planeta correspondiente al año pasado, 2020, con su última novela, “Aquitania”, una inmersión en la Edad Media francesa, y no sólo francesa, desde el punto de vista de la intrigo y de la novela negra, pero en la que, como no podía ser de otra forma, pesa más, a pesar de todo, el relato puramente histórico. Como sucede también con otra gran obra maestra del género, “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, a la que esta novela quiere también rendir un sentido tributo, según palabras de la propia autora, la escritora vitoriana sacrifica unos hechos concretos, cuya importancia es sólo relativa, algunas fechas sobre todo, en beneficio de la trama, pero también, en beneficio del propio mensaje histórico de Eleanor, la gran, y en parte desconocida, Leonor de Aquitania. De esta manera, las palabras con las que la autora cierra el relato, a modo de nota explicativa, y que hemos recogido más arriba, inciden también en el mismo mensaje que vengo defendiendo en diversas entradas de este blog: toda novela histórica debe narrar hechos que sucedieron en el pasado, o que bien pudieron haber sucedido de la manera en que lo cuenta el autor.

¿Cuál es el mensaje que Sáinz de Urturi nos quiere dar en su última novela? Es el mensaje de una mujer extraordinaria, poderosa como pocas mujeres lo habían sido antes que ella, ni en Francia ni en en el resto de los reinos europeos. Una mujer que tuvo que aprender a sobrevivir en un mundo complicado para cualquier mujer, aunque fuera de la aristocracia; y también, complicado para muchos hombres, como el propio Luis VII de Francia. Leonor, duquesa de Aquitania y de Guyena, condesa de Gascuña, y reina consorte consecutivamente de Francia y de Inglaterra, por los matrimonios sucesivos que contrajo con Luis VII y Enrique II. Un mensaje feminista (a Leonor se le considera a menudo como la primera feminista de la historia), pero de un feminismo entendido en el sentido más puro de la palabra, no este feminismo desvirtuado, demasiado politizado, en el que el término ha devenido en los últimos tiempos; un feminismo en el que la relación entre hombres y mujeres no se basa en el enfrentamiento entre los dos sexos, sino en el respeto mutuo, en el entendimiento entre los seres humanos.

“Leonor de Aquitania echó pulsos de poder a la misma Iglesia de Roma”. “Leonor de Aquitania frenó a los tiranos y fue una estadista a la altura de Churchill”. “Antepuso sus vasallos y el reino a sus propios sentimientos”. Son palabras también de la autora, entresacados de algunas de las múltiples entrevistas que se le han hecho a raíz de la publicación de su exitosa novela sobre la dama de Aquitania, y reflejan a la perfección la personalidad histórica de este personaje singular. Ese es el verdadero mensaje del relato, un relato que, como decimos, refleja perfectamente la historia verdadera que hay detrás de un personaje tan enigmático, tan poliédrico, como Leonor de Aquitania. A modo de ejemplo, podemos decir que es cierto, rigurosamente histórico, aunque pueda parecernos extraño, que el padre de Leonor, Guilhem, el poderoso duque Guillermo X de Aquitania, más poderoso incluso que el propio rey de Francia, o al menos más rico que él, falleció en Santiago de Compostela, hasta donde había llegado en peregrinación con el fin de hacerse perdonar los múltiples pecados que su posición de poder le había obligado a cometer a lo largo de su vida. Sí, murió allí, fulminado al pie del altar mientras el obispo de Santiago, Diego Gelmírez, leía el oficio de la Pasión. Él es don Gaiferos de Mormaltán, del que hablan los romances y las leyendas que su oscura muerte fue creando a lo largo de todo el Camino de Santiago.

        El duque Guillermo, poco antes de morir, había acordado con el rey de Francia que su hija Leonor, la que estaba destinada a heredar sus territorios a falta de un hijo varón (el hermano de Leonor había fallecido algunos años antes), debía casarse con el delfín, el hijo del monarca, a pesar de la declarada enemistad que mantenían los dos aristócratas franceses. La causalidad hizo que el viejo rey comilón (era llamado el Gordo entre sus súbditos y, después, también, entre los historiadores) no sobreviviera demasiado tiempo a su ilustre enemigo, de manera que los novios apenas tardaron unos pocos días en convertirse en los nuevos reyes de Francia. La escritora vasca convierte esa casualidad en dos secuencias sucesivas de una misma trama de poder, pero eso no importa demasiado para comprender la verdadera historia que se esconde detrás de la trama novelesca: “Las mujeres mojaban los chupetes de los bebés no deseados con la flor venenosa de las adelfas”, dice también la autora en otra de las entrevistas. Los manuales sobre venenos y tóxicos han sido habituales desde hace mucho tiempo, y en ellos ha bebido también la autora de “Aquitania”  cuando se ha documentado para escribir la novela, porque esos manuales pueden ser tan interesantes y provechosos como las crónicas medievales o los sesudos ensayos de los más afamados especialistas en el tema; o los manuales para ser leídos por personas sometidas a la carga de gobernar un reino o un extenso ducado, al estilo de “El príncipe” de Maquiavelo o “El arte de la prudencia” de Baltasar Gracián, utilizados por la autora para crear el, esta vez sí, inventado, “Manual de vida de los duques de Aquitania”. Los principios para el buen gobierno en el siglo XII no son muy diferentes que debían seguir a los gobernantes de los siglos XVI y XVII.

El simbolismo también forma parte de la novela, y lo hace desde dos emblemas que de alguna manera siempre han ido parejas a la historia de Aquitania: la mantícora y el trisquel. La mantícora es uno de los animales mitológicos más desconocidos. La Wikipedia, un tanto superficialmente, la define de la siguiente manera: “La mantícora es una criatura mitológica, un tipo de quimera con cabeza humana (frecuentemente con cuernos), el cuerpo rojo, en ocasiones de un león, y la cola de un dragón o escorpión, capaz de disparar espinas venenosas para incapacitar o para matar a sus presas. Dependiendo del relato mitológico, su tamaño varía desde el de un león hasta el de un caballo, y su descripción puede incluir o no la presencia de alas y coraza.” Y termina diciendo: “En la Edad Media, la mantícora se convirtió en el símbolo de la tiranía, la opresión, la envidia y, finalmente, la encarnación del mal.” Por su parte, el trisquel, triskele o triskelion, que de las tres maneras puede verse escrito, es un símbolo de origen celta, que consiste en tres espirales unidas entre sí, a modo de simetría rotacional. En ocasiones, las tres espirales se pueden sustituir por tres eses (en realidad, la S no deja de ser una espiral), y de esta forma nace el lema aquitano, tantas veces recordado en la novela, “sólo se seguir”, o tres piernas humanas dobladas por la rótula, y de esta forma aparece todavía en la bandera y el escudo de la isla de Man, a medio camino entre Inglaterra e Irlanda. Es un símbolo muchas veces repetido en el arte antiguo, en los petroglifos celtas y en una gran cantidad de objetos arqueológicos, como la llamada “copa de la abubilla” (en este caso formado por tres alas unidas en su centro), hallado en el yacimiento arqueológico de Numancia, que se conserva en el Museo Numantino de Soria. Representa la evolución, el crecimiento, y sobre todo, el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu, los tres pies, o las tres espirales, que conforman la totalidad de cualquier ser humano. A mi modo de ver, el trisquel representa la leyenda blanca de Leonor de Aquitania, y la mantícora su leyenda negra, que también la tiene.

Sáinz de Urturi ha afirmado que sobre esta singular mujer podía haber escrito muchas novelas, y eso es cierto. Ha elegido la Leonor reina de Francia, como podía haber elegido también cualquier otra etapa de la vida de nuestro protagonista, y aunque se muestra reservada cuando le preguntan si va a volver sobre ella en el futuro, es deseable que lo haga. Que vuelta a escribir sobre la Leonor reina de Inglaterra, otra etapa de su vida tan interesante y enigmática como la primera; tanto que no dudo en ponerse al frente de sus hijos, e incluso a buscar otra vez la alianza con su antiguo esposo, Luis VII, para hacerle la guerra al nuevo esposo, Enrique II de Inglaterra; la madre de figuras tan apasionantes como Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra. Y que escriba, también, sobre esa tercera Leonor, tan misteriosa como las otras dos: la que permaneció bajo arresto, encerrada por el rey, primero en Chinon y más tarde en Salisbury. Y aún una cuarta, la que se extiende desde su liberación, en 1189, una vez fallecido su segundo marido, y su muerte, en 1204, en la abadía de Fontevrault. Cuatro años antes de morir, con casi ochenta años de edad pero manteniendo todavía una fortaleza impresionante, aún tuvo arrestos para viajar hasta Castilla para escoger, por sí misma, entre sus nietas castellanas, las hijas de Alfonso VIII y de su propia hija, Leonor, una esposa para el futuro rey de Francia, el hijo de Felipe Augusto. Blanca, la elegida, se convertiría de esta forma en la esposa del futuro Luis VIII de Francia y, con el tiempo, también, la madre del futuro Luis IX, San Luis de Francia.

En efecto, la figura la Leonor no da sólo para una novela, sino para una saga, una hermosa y apasionante trilogía, ahora que tan de moda se han puesto éstas en la novela histórica; una trilogía sobre una de las mujeres más apasionantes y todavía desconocidas de la Edad Media europea. Y para los conquenses, además, Leonor de Aquitania es la madre de nuestra homónima reina de Castilla, la esposa de nuestro admirado Alfonso VIII, el mismo que logró en 1177 la conquista definitiva de la ciudad para los cristianos. Y como su madre había hecho antes, cuando acompañó a su esposo en la Segunda Cruzada, la hija también acompañaría al rey castellano, cuando éste, todavía un joven apasionado en el amor y en la guerra, se aprestó a conquistar la ciudad del Júcar para convertirla, durante un tiempo, en la nueva perla de su reino, y sólo cuando las tropas se aprestaban ya a cercar la ciudad para dar la batalla definitiva, se resignó a esperar la victoria de su esposo en la cercana ciudad de Huete.

Después, cuando la victoria fue un hecho, Leonor Plantagenet, la nueva Leonor de Aquitania, siguió copiando a su madre. A la imagen de Fontevrault, donde fueron enterrados los miembros de su linaje, mandó edificar en Burgos el monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, para que fueran enterrados allí los dos esposos reales, y donde también serían enterrados después otros miembros de su familia, entre ellos algunos reyes de Castilla. Y a imagen de San Denis y de otras grandes catedrales de Francia y de Inglaterra, mandó construir, así mismo, la catedral de Cuenca. Sí, es cierto, ambas construcciones son, al menos oficialmente, creaciones de su esposo, Alfonso VIII, aunque no cabe duda de que la influencia de la reina en ambas pesó enormemente en la decisión y en la configuración definitiva de construir los dos edificios.

Por todo ello, durante la lectura del relato me ha emocionado enormemente el pasaje en el que la todavía reina de Francia pone en las manos del abad Suger el dinero necesario para reconstruir la basílica de Saint Denis, que habría de convertirse así en el primer templo gótico. Desde allí, en las cercanías de París, el nuevo estilo se extendería rápidamente por todo el continente, gracias, en buena parte, a la actividad constructora que los descendientes de Leonor fueron desarrollando en las diversas cortes europeas. También en Castilla, donde la otra Leonor, la hija, la nuestra, tuvo un papel tan destacado como olvidado. Por ello, leyendo ese pasaje entre Leonor y Suger, no pude olvidar el hecho, desconocido por la mayor parte de los conquenses, de que fue también su hija, llamada como ella, la que permitió que nuestra catedral, cuyas obras se iniciaron poco tiempo después de la conquista, terminara por convertirse en el primer templo gótico que fue levantado en todo el reino de Castilla.



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