Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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viernes, 20 de junio de 2025

NOTAS SOBRE UN ESPÍA ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO: MIGUEL DE MOLINA

 

Atraídos por las novelas de John Le Carre o de Frederick Forsyth, o esas primeras novelas de Ken Follett, antes de que el enorme éxito obtenido por “Los pilares de la tierra” y otras novelas históricas hicieran olvidar al lector sus inicios como novelista de misterio; atraídos por el cine de acción del Hollywood más espectacular, por las aventuras de un agente 007, que por cierto, también fue creado antes en la literatura que en el propio cine, muchas veces pensamos que el espionaje es algo propio de los tiempos recientes, de la Guerra Fría o, como mucho, de las primeras décadas del siglo pasado, y nos olvidamos de que esta labor es algo natural, consustancial al hombre y a todas las formas de gobierno, desde las primeras civilizaciones. En efecto, todos los estados, no sólo el estado moderno, ha tenido la necesidad de conocer, a la mayor exactitud posible, cuál era la manera de actuar del resto de gobiernos con los que interactuaban, amigos o enemigos, con el fin de poder adelantarse a las posibles amenazas, sean éstas externas, provocadas por otros países, y hasta internas. O también, incluso, para prevenir guerras, con una actuación preventiva, antes de que sea necesario el empleo de la fuerza militar.


Cuando estudiamos la España de los Habsburgo, cuando nos adentramos en la España de aquel ingente imperio que se gestó en el siglo XVI, y que se extiende también por gran parte de la centuria siguiente, hablamos de los tercios, los bravos soldados de la infantería española que gestaron aquel imperio, o del Camino Español, que permitió recorrer en un corto tiempo centenares de kilómetros por un estrecho pasillo, rodeado de tropas enemigas, pero nos olvidamos de la importante labor desempeñada por el aparato de espionaje elaborado por los Habsburgo, tal y como ha demostrado Fernando Martínez Laínez en su libro “Espías del imperio”. No voy a hablar del libro, porque a él, y a uno de los espías conquenses mencionados en el libro, Luis Valle de la Cerda, el genio del cifrado según palabras del propio Martínez Laínez, ya le dediqué una entrada en este mismo blog (ver “Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo”, 4 de marzo de 2022). En esta ocasión voy a hablar de otro de esos espías conquenses, muy poco conocido entre sus paisanos del siglo XXI, pero antes de hacerlo creo conveniente hablar, siquiera someramente, de cómo se tejían esas redes cuando el conquense actuó, en pleno siglo XVII.

En efecto, en la Europa del seicento, el continente europeo se encontraba cruzado por unas amplias redes de espionaje que afectaban a todas las monarquías, desde las más importantes, como Francia, Inglaterra o, por supuesto, España, hasta los más minúsculos estados casi olvidados. El espionaje en el siglo XVII no tenía nada que envidiar a las modernas redes de inteligencia: mensajes en clave, tinta invisible, agentes dobles, contraseñas y traiciones eran parte del día a día de los servicios secretos de las monarquías europeas. En una época donde el equilibrio entre las potencias —España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y el Imperio Otomano— pendía de un hilo, los espías eran piezas clave de un tablero en constante tensión. No existía aún una red institucionalizada como las actuales agencias de inteligencia, pero reyes, virreyes y embajadores contaban con toda una corte de informadores, correos secretos, religiosos infiltrados y nobles con doble agenda.

Las redes de espionaje en el Mediterráneo durante el siglo XVII eran tan complejas como las propias relaciones políticas y religiosas de la época. El Mare Nostrum no solo era una vía de comercio y expansión imperial, sino también el principal campo de batalla silenciosa entre cristianos y musulmanes, entre católicos y protestantes, entre monarquías rivales. En este escenario, los espías jugaban un papel esencial como recolectores de información, diplomáticos encubiertos, saboteadores e incluso negociadores de rescates de cautivos.

El Imperio español mantenía una extensa red de agentes que operaban desde lugares que eran clave: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, Argel, y sobre todo en el Levante italiano. Los virreyes españoles coordinaban muchas veces estas acciones, y el Consejo de Estado recibía informes secretos procedentes de los lugares más remotos. Había espías en Constantinopla (Estambul), disfrazados de comerciantes, clérigos o incluso renegados cristianos convertidos al islam para infiltrarse en el mundo otomano. Estos agentes usaban mensajes cifrados, doble correspondencia (una visible y otra escondida en el pliegue del papel o escrita con tinta invisible) y redes de contactos con intermediarios locales, como judíos conversos, griegos ortodoxos o maronitas. A menudo actuaban bajo la cobertura de órdenes religiosas —mercedarios, trinitarios o jesuitas— que se movían en los márgenes de lo permitido.

La Santa Sede también tenía su propio y eficaz sistema de espionaje. Los papas del siglo XVII, como Urbano VIII, Inocencio X o Alejandro VII, no eran solo jefes espirituales, sino hábiles políticos que manejaban información sensible con una red de "informatori" repartidos por toda Europa y el Mediterráneo. El cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, sobrino de Urbano VIII, dirigía una red que incluía agentes en Constantinopla, París, Madrid y Viena. Uno de sus espías más célebres fue el padre Leone Allacci, un erudito greco-católico que se movía entre Roma y Oriente, recogiendo no solo manuscritos, sino también noticias políticas y religiosas sobre los movimientos de los turcos o las comunidades cristianas del este.

Los espías pontificios solían ser clérigos o eruditos, lo que les permitía circular por ambientes académicos, diplomáticos o eclesiásticos sin levantar sospechas. Algunos actuaban como “corresponsales” de embajadores, otros como confesores o emisarios de órdenes religiosas. Era común que trabajaran en cooperación, o en competencia, con agentes españoles o franceses, dependiendo del equilibrio político del momento. Todo este engranaje funcionaba en paralelo a las guerras abiertas: mientras los ejércitos sitiaban plazas o defendían fronteras, los espías cruzaban el mar disfrazados de peregrinos, comerciantes o religiosos. Muchos acababan presos o ejecutados si eran descubiertos, y sus nombres desaparecían para siempre. Otros lograban cambiar el curso de una negociación o alertar sobre un ataque sorpresa.

Algunos nombres han llegado hasta nosotros por su ingenio o por su leyenda. Miguel de Cervantes, el autor del Quijote, fue capturado por corsarios y preso en Argel, y hay indicios de que actuó como espía para la monarquía española durante sus viajes por el norte de África e Italia. Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, fue espía inglés en la corte francesa. John Thurloe, secretario de Estado de Oliver Cromwell, dirigió una extensa red de inteligencia protestante. Y en este oscuro y fascinante mundo de secretos se encuentra también la figura, apenas conocida, de Miguel de Molina, espía del rey que había nacido en Cuenca. En definitiva, el Mediterráneo del siglo XVII fue un escenario donde el espionaje no era un acto secundario, sino una herramienta clave de poder. Espías como Miguel de Molina, al servicio del rey, o Leone Allacci, al servicio del Papa, encarnaron un mundo en el que fe, política y traición se entrelazaban en cada carta cifrada.

De la vida de Miguel de Molina sabemos poco con certeza, como corresponde a quien vivió en el mundo de las sombras. Por motivos profesionales, como es obvio, se vio obligado a mantenerse en el anonimato prácticamente durante toda su vida, y por eso, resulta difícil para los historiadores seguir su pista a través de los documentos. Éstos, cuando existían, que no siempre lo hacían, se vieron sometidos después a una expurgación oficial, con el fin de no dejar apenas huella de las actividades, muchas veces escasamente confesables, de manera que, casi siempre, los espías estaban condenados a ser como una especie de héroes silenciosos.

Quizá fue por ese motivo, y no otro, por lo que algunos cronistas conquenses lo consideraron como un simple pícaro, uno más de los muchos pícaros que pulularon por el país durante el Siglo de Oro, haciendo de su vida aventurera una loa continua a la mentira y el engaño. Así lo consideró, entre otros, Trifón Muñoz y Soliva, y María Luisa Vallejo en su “Efemérides conquenses”, al anotar los sucesos correspondientes al 3 de agosto, fecha en la que se produjo la ejecución de nuestro héroe -realmente, fue ese día, pero de 1641, no de 1541, como afirma la autora-, dice de él lo siguiente, haciéndose eco del propio Muñoz y Soliva:  “Muere el travieso Miguel de Molina, ahorcado por sus muchos delitos, que había revuelto con sus embustes e intrigas las Cortes de España, Roma, Viena y Francia. Nació en Cuenca y murió arrepentido, confesando públicamente sus culpas. En algunos escritos le llaman Gabriel”.

Nació Miguel de Molina en Cuenca en los últimos años del siglo XVI, o en la primera década de la centuria siguiente, en el seno de una familia modesta. Estudió primero en el colegio de jesuitas de la capital del Júcar, en la calle de San Pedro, y más tarde en el seminario de San Julián, cuando todavía no se había construido el edificio actual. Muy joven viajó a Alcalá de Henares, en cuya universidad inició sus estudios de Artes, estudios que no llegó a terminar porque, atraído por la vida en la corte, se trasladó a Madrid. En la villa y corte empezó una etapa de su vida que podríamos denominar como oscura. Así lo han descrito Hilario Priego y José Antonio Silva, en la segunda edición de su “Diccionario de personajes conquenses:

“Atraído por la vida de la corte, se trasladó a Madrid, con el propósito, al parecer, de dedicarse a la literatura. Sin embargo, pronto comenzó a utilizar su habilidad con la pluma para otros menesteres, y en 1622 se le abrió un proceso por falsificar unos papeles, y fue condenado a galeras. En 1627 cayó prisionero de los moros, y vivió un largo y penoso cautiverio que, finalmente, consiguió eludir mediante el pago de un rescate. Regresó entonces a España y se dirigió a Madrid, donde consiguió un empleo como secretario del obispo de Coimbra”. Estuvo después al servicio del conde de Saldaña hasta que, en 1635, fue encarcelado

No sabemos si, para entonces, el conquense ya había sido reclutado como espía. En aquel momento, el obispo de Coimbra era João Manuel de Ataíde, quien se había convertido ya en una figura destacada en Portugal, tanto en el ámbito eclesiástico como en el político. Había nacido en Lisboa en 1570, siendo el quinto hijo de una familia noble y se doctoró en Teología por la universidad de esa misma ciudad portuguesa. Tuvo una carrera eclesiástica notable: fue obispo de Viseu (1609–1625), luego de Coimbra (1625–1632), y finalmente fue nombrado arzobispo de Lisboa en 1632, por lo que la sede episcopal quedó vacante hasta el nombramiento de su sucesor, Jorge de Melo, cuatro años más tarde. Además, en 1633 sería designado virrey de Portugal por el rey Felipe III, aunque por poco tiempo: falleció ese mismo año, el 4 de julio, antes de recibir el palio arzobispal. Su vida refleja la estrecha relación entre la Iglesia y el poder político en la época de la monarquía dual hispano-portuguesa.

A continuación, nuestro protagonista pasó al servicio del conde de Saldaña. Sería interesante quien ostentaba el título en el momento en que el conquense entró a su servicio. ¿Para quién estaba trabajando realmente el conquense en aquellos momentos? Por entonces, el conde de Saldaña era Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza quien había heredado también el título de duque del Infantado en 1628, después del fallecimiento de su abuela, Ana de Mendoza de la Vega. El noble aún no había cumplido los veinte años, y ni siquiera había comenzado su carrera como militar y político en la corte de los Austrias, que le llevaría, desde sus primeras actividades en la guerra de Portugal, en 1640, y en el sitio de Lérida, seis años más tarde, a ser nombrado, entre 1621 y 1655, virrey de Sicilia. Podría ser, en realidad,  Diego Gómez de Sandoval de la Cerda, quien era el segundo hijo del hombre más poderoso de la corte, después del propio rey, el duque de Lerma, y que, como esposo que había sido de la séptima condesa, Luisa de Mendoza y Mendoza, seguía siendo considerado conde de Saldaña, pese a que ésta había fallecido en 1619, y que Diego había contraído un nuevo matrimonio con Mariana Fernández de Córdoba Castilla.

En 1635, Molina volvió a ser encarcelado, “a causa de ciertas sospechas sobre sus posibles actividades como espía”, aunque inmediatamente se le puso en libertad, por falta de pruebas contra él. Desde allí se trasladó a Nápoles, por entonces parte del imperio español, donde entró en contacto con círculos cortesanos y diplomáticos. Fue precisamente en Italia donde comenzó su carrera como informador al servicio de la Corona. Sus conocimientos de lenguas —castellano, italiano, francés y, también un poco de árabe— lo hacían especialmente valioso. Molina operó durante años en diversos puntos del Mediterráneo, sobre todo en los reinos de Túnez y Argel, donde se hizo pasar por comerciante y a veces por religioso. La monarquía hispánica le encomendó tareas de observación de flotas, seguimiento de rutas comerciales, y contacto con renegados y cautivos. En ocasiones, incluso llegó a actuar como negociador encubierto para la liberación de cristianos apresados por corsarios berberiscos.

Ni siquiera Hilario Priego y José Antonio Silva, en su diccionario, intentan documentar sus verdaderas actividades como espía, dejando sólo unos breves apuntes que nos narran unos aspectos de su vida que, en realidad, tendrían más que ver con una tapadera “oficiosa”. Recogemos, una vez más, lo que ambos profesores cuentan de esa vida: “Unos años más tarde, en febrero de 1640, volvió a ser detenido, acusado de graves delitos En efecto, falsificando cartas y documentos, se hizo pasar por oficial y criado de don Andrés de Rojas, secretario del Consejo de Estado. Al amparo de esa personalidad fingida, comerciaba con informaciones falsas, que vendía a dignatarios y políticos -especialmente, extranjeros-, a quienes hacía creer que las había obtenido en las altas instancias del Estado. En esta ocasión, se encontraron en su poder papeles muy comprometedores, que ponían al descubierto supuestos movimientos por parte del emperador y del rey de España para matar a Richelieu, al conde de Weimar, y al papa Urbano VIII, por lo que se le sometió a un proceso, tras el que fue condenado a morir en la horca. La pena se ejecutó el 3 de agosto de 1641”.

¿Qué había, realmente, detrás de aquellas acusaciones? ¿Era Miguel de Molina, en realidad, sólo un pícaro, que había pasado su vida engañando a quienes, procedentes de diversos rincones de Europa, llegaban a la corte madrileña en busca de información, o trabajaba realmente para aquellos cortesanos para los que había dicho trabajar? ¿Cuánto de espionaje, y de contraespionaje, se ocultaba detrás de su vida azarosa? Como tantos otros agentes, Miguel de Molina fue víctima del sistema al que sirvió. Su actividad fue descubierta por autoridades otomanas en Argelia, que lo acusaron de espionaje, sabotaje y conspiración contra el rey de Argel. En 1672 fue arrestado, torturado y, tras un juicio sumarísimo, ejecutado por decapitación pública. Sus últimas palabras, recogidas en una carta que logró hacer llegar a un fraile mercedario antes de morir, fueron un acto de fidelidad al rey y de petición de perdón por los pecados cometidos “bajo el velo del secreto y por amor a la patria”. Su muerte fue silenciosa para la corte española. Como tantos otros agentes secretos, su historia fue archivada, minimizada o simplemente olvidada. No hubo estatuas, ni funerales de Estado, ni memoria oficial.

Miguel de Molina representa a esa legión de hombres, y mujeres, que arriesgaron sus vidas en los márgenes del mundo conocido, sin esperar reconocimiento. Su historia nos obliga a replantear la imagen que tenemos del siglo XVII, no solo como época de escritores y pintores, sino también como una era de intrigas políticas, espionaje internacional y lealtades ambivalentes. Hoy, desde su ciudad natal, Cuenca, sería justo recuperar su figura. Porque en tiempos de secretos y traiciones, pocos dejaron una huella tan invisible y, al mismo tiempo, tan valiente como la que dejó Miguel de Molina.






El Podcast de Clio: MIGUEL DE MOLINA: ESPÍA EN EL SIGLO DE ORO

martes, 18 de enero de 2022

Los orígenes familiares conquenses del dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón

No descubrimos nada nuevo si decimos que los siglos XVI y XVII fueron, por lo que a la literatura española se refiere, los de mayor apogeo creativo de todos los tiempos; no por casualidad, a este periodo se le ha llamado el Siglo de Oro de la literatura española, y mucho de ello tuvo también que ver con la situación política que ese momento vivía nuestro país, sumido en un imperio gigantesco en extensión, por encima de sus posibilidades reales de mantenimiento, lo que abundó en sus frecuentes crisis económicas y financieras. Poetas como Garcilaso de la Vega o Juan Boscán, o nuestro querido fray Luis de León, o los grandes místicos de nuestra literatura, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; o novelistas como el anónimo, ya no tan anónimo, autor del “Lazarillo de Tormes” -a este respecto, quiero remitirme a otras entradas anteriores de este blog: “El origen de la Semana Santa de Cuenca y el autor del Lazarillo”, 17 de febrero de 2018; “El convento de Nuestra Señora de la Contemplación y la familia Valdés”, 18 de junio de 2020- o el inmortal Miguel de Cervantes, el creador del gran mito de la literatura universal, Don Quijote de la Mancha, se concatenan a lo largo de todo el siglo XVI para hacer que ello sea así. Y el siglo XVII, más allá del inclasificable Francisco de Quevedo, fue el siglo de los grandes dramaturgos españoles: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina -conocido entre sus compañeros de claustro como fray Gabriel Téllez, quien, como tal fraile mercedario, ocupó durante varios años las celdas del convento que su orden tenía en la capital conquense-,… Y entre todos esos nombres gloriosos de nuestra literatura, no desmerece tampoco la figura de Juan Ruiz de Alarcón.

            No queremos aquí glosar los méritos de este escritor, quizá menos conocido que los citados anteriormente, pero de la misma forma que ellos, miembro de ese Parnaso literario que es nuestro Siglo de Oro. Ruiz de Alarcón nació en el continente americano, en la colonia de Nueva España, hacia los años 1580 o 1581, aunque sus biógrafos no se ponen de acuerdo si fue en la capital de la colonia o en la cercana ciudad de Taxco, en el actual estado de Guerrero. Y es que el escritor mantuvo en vida un casi absoluto silencio sobre los primeros años de su vida, así como sobre sus orígenes familiares, algo que los historiadores y los biógrafos han tenido que reconstruir, y de los que hablaremos más tarde, pues es éste el verdadero interés que me ha movido a escribir esta entrada. Si sabemos mejor que sus primeros estudios universitarios los realizó entre 1596 y 1598, en la Real y Pontificia Universidad de México, y que pasó posteriormente a la península, con el fin de continuar sus estudios de Derecho en la Universidad de Salamanca, periodo de su vida que abarcó los seis primeros años del siglo XVII. Allí, en la ciudad del Tormes, fue donde escribió sus primeras obras dramáticas, y también algunos ensayos.

            Especialista ya en derecho civil y en derecho eclesiástico,  en 1606 se trasladó a Sevilla, donde empezó a ejercer como abogado, y donde llegó a conocer a Miguel de Cervantes, quien influiría en su carrera literaria posterior. Y de regreso en Nueva España, donde obtuvo finalmente el título de licenciado, a la vera del propio virrey, Luis de Velasco, pudo ascender en la burocracia del virreinato, hasta llegar a ocupar el cargo de teniente de virrey. Con él regresó a España en 1611, y establecido en Madrid, empezó a desarrollar en la nueva capital de España la etapa más floreciente de su carrera literaria. A este periodo de su vida corresponde su enfrentamiento y enemistad con otros grandes autores de nuestra literatura, como Lope de Vega o el propio Quevedo, pero también su amistad con Ramiro Núñez de Guzmán, quien era yerno del propio Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, una amistad que le serviría de gran ayuda para su promoción literaria, en un periodo en el que el teatro había alcanzado una elevada importancia social entre todos habitantes de la villa, pero también en la propia corte real.

A partir de 1625 sirvió diversos cargos en el Consejo de Indias, llegando a renunciar, dos años después, a una prebenda eclesiástica en el continente americano, al que ya no volvería nunca más. Fue en esta época cuando reconoció su paternidad sobre una hija, Lorenza de Alarcón, que había tenido ocho años antes, en 1620, con Ana de Cervantes. Y falleció en Madrid el 4 de agosto de 1639, fruto de su mal estado de salud, que se había agravado desde los primeros meses de ese año, y que le había impedido asistir a las reuniones del Consejo de             Indias.

Juan Ruiz de Alarcón es autor de un largo e importante catálogo de obras teatrales, si bien no tan extenso, aunque sí igual de importante, que el de otros dramaturgos de su generación, como Calderón de la Barca o el propio Lope de Vega. Entre esas obras destacan, de su primera época, “Las paredes oyen” y “La cueva de Salamanca”, y de su etapa más fructífera, las tituladas “La amistad castigada”, “Como amigos”, y “El tejedor de Segovia”. Y por encima de todas, obras tan reconocidas por la crítica literaria como “Quien mal anda mal acaba”, “No hay mal que por bien no venga” y “La verdad sospechosa”. Sobre el conjunto de esa obra universal, podemos leer en la Wikipedia, la enciclopedia libre de internet, esta largo resumen:

“Su producción literaria se adscribe al género de la comedia de carácter. Forjó un estilo construido a partir de personajes con identidades muy bien definidas, profundas y difíciles de entender en una primera lectura.​ Dominó el juego de palabras y las asociaciones ingeniosas entre estas y las ideas dieron como resultado un lenguaje lleno de refranes, capaz de expresar una gran riqueza de significados. El pensamiento de Alarcón es moralizante, como corresponde al período barroco.​ El mundo es un espacio hostil y engañoso donde prevalecen las apariencias frente a la virtud y la verdad. Ataca a las costumbres y vicios sociales de la época, aspecto que lo distinguió notablemente del teatro de Lope de Vega, con el que no llegó a simpatizar. Es el más psicólogo y cortés de los dramaturgos barrocos y sus obras se mueven siempre en ámbitos urbanos, como en “Las paredes oyen” y “Los pechos privilegiados”. Su producción, escasa en cantidad si se compara con la de otros dramaturgos contemporáneos, posee una gran calidad y unidad de conjunto y fue muy influyente e imitada en el teatro extranjero, particularmente en el francés. Todo ello le ha valido a Alarcón ser considerado un influyente dramaturgo del barroco español. No fue bien valorado por sus contemporáneos y su obra permaneció en el olvido hasta bien entrado el siglo XIX, cuando fue rescatada por Juan Eugenio Hartzenbusch.”

Es ahora cuando queremos resaltar la relación familiar que el gran dramaturgo tuvo con la provincia de Cuenca, y que pocas veces ha sido tenida en cuenta entre sus biógrafos, y menos todavía entre los propios conquenses, especialmente los de las últimas generaciones. Y es que, ya durante la vida del propio Juan Ruiz de Alarcón, alguno de sus opositores, con el fin de desprestigiarle, llegaron a afirmar que el escritor tenía sangre judía, heredada de su abuela materno, lo cual quizá fuera posible, y que era hijo de un sacerdote que había nacido en la provincia conquense, en Buenache de Alarcón, quien se había visto obligado a huir al nuevo continente por algún motivo desconocido.  Pero ¿qué hay de cierto en todo ello? La verdad es que Juan Ruiz de Alarcón era miembro de una familia acomodada, y que su padre, Pedro Ruiz de Alarcón y Valencia, al igual que la familia de su madre, mantenía ciertos intereses económicos en los ingenios de minas establecidos en la ciudad de Taxco.

En efecto, hoy podemos afirmar que Juan Ruiz de Alarcón era hijo de Pedro Ruiz de Alarcón y Valencia, y de Leonor de Mendoza. El padre, quien había nacido en 1542 en el pueblo conquense de Albaladejo del Cuende, era hijo, a su vez, de Garci Ruiz de Alarcón y Carrillo, segundo señor de Albaladejo, fruto quizá de una relación extramatrimonial que mantuvo con la madre de nuestro protagonista, María de Valencia. Éste, que había nacido en ese mismo pueblo alrededor del año 1473, estaba oficialmente casado con Guiomar Girón de Valencia, quien era, a su vez, la tercera señora de Piqueras del Castillo.  Del seno del matrimonio nacieron otros ocho hijos de Garci Ruiz de Alarcón, y hermanos de padre, por lo tanto, de nuestro protagonista; y entre ellos el primogénito, Alfonso Ruiz Girón de Alarcón, quien heredaría a la muerte de sus progenitores los señoríos de Albaladejo del Cuende y de Piqueras del Castillo. Pertenecía por lo tanto nuestro protagonista, por línea paterna, a uno de los linajes más ilustres que estaban asentados en la importante nobleza manchega de la época, que a lo largo de toda la Edad Media había extendido sus redes familiares y clientelares por las tierras de Alarcón, algunos de los cuales, incluso, llegarían a formar parte de la alta nobleza titulada.

No se conocen todavía los motivos que llevaron a Pedro Ruiz de Alarcón a tomar un barco, atravesar el océano Atlántico y asentarse en Nueva España,  a donde debió llegar en algún momento del año 1570, aproximadamente, pero lo cierto es que, tal y como hemos podido ver, siguió manteniendo en la colonia una cierta posición económica de privilegio. Privilegio que se haría más patente a partir de su casamiento, en 1572, en la propia catedral de México, con Leonor de Mendoza, quien a su vez era hija de Hernando Hernández de Cazalla y de María de Mendoza; el matrimonio, muy probablemente, se había establecido ya en la capital de la colonia hacia la década de los años cuarenta de ese siglo. De lejano origen hidalgo andaluz, la familia había llegado a alcanzar una próspera situación económica en el nuevo continente, gracias precisamente a la explotación de las minas de plata de Taxco, en las que el propio Pedro Ruiz de Alarcón, ya lo hemos dicho, también tenía ciertos intereses. Establecidos en un primer momento en la propia ciudad minera, a ciento veinte kilómetros de la capital de la colonia, donde nacieron los dos primeros hijos del matrimonio, Pedro y Gaspar Ruiz de Alarcón, fue entre los años 1580 y 1581 cuando la familia se trasladó a la capital mexicana -precisamente en esos mismos años en los que nació su tercer hijo, nuestro protagonista, y es ahí donde reside el debate existente todavía respecto al lugar exacto de su nacimiento-, ciudad en la que nacieron, eso sí se sabe con seguridad, sus dos hermanos más pequeños, Hernando y Garci Ruiz de Alarcón y Mendoza.



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