Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


jueves, 27 de mayo de 2021

Eusebio Santa Coloma y Eduardo Castell Ortuño. Dos militares conquenses del siglo XIX

 

Nuestros archivos están llenos de documentos que aguardan pacientemente a que los investigadores puedan sacarlos del ostracismo que sufren en sus estanterías olvidadas. Unas veces, esos documentos son importantes en sí mismos, capaces de, sin más ayuda que su propia literalidad, abrir páginas inesperadas de la historia. Otras veces, se trata de simples referencias a otros hechos ajenos a ellos, a personajes de nuestro pasado, y necesitan de otras referencias, de otras historias. Éste es el caso de estos dos documentos, conservados ambos en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, y que nos remiten a sendos militares conquenses del siglo XIX. En ambos casos, se trata de sendos expedientes de Clases Pasivas, solicitudes realizadas por los familiares de los dos militares aludidos, para que les sean reconocidos los respectivos derechos monetarios que en cada momento marcaban las leyes españolas.

El primero de ellos es la concesión, por parte de la Dirección General de la Deuda y Clases Pasivas, del Consejo Supremo del Ejército y Marina, en favor de las hermanas María de la Paz y Josefa Concepción Santa Coloma Olimpo, huérfanas del capitán de infantería Eusebio Santa Coloma López, de una pensión de mil pesetas anuales, que sustituiría a la que ya cobraban, pero por la cantidad de setecientas cincuenta pesetas. La aprobación de esta pensión está fechada en el día 28 de agosto de 1929. El segundo documento, bastante similar a éste, procede también de la misma sección del Archivo Histórico Provincial de Cuenca[1]. Se trata de una solicitud de Josefa Moya Castejón, viuda del general Eduardo Castell, natural y residente en Tarancón, y fechada el 26 de febrero de 1929. Ante esta solicitud de haberes, el Consejo Supremo de Guerra y Marina concedía a la interesada con fecha 18 de marzo de ese mismo año, la pensión de cinco mil pesetas anuales. Como decimos, ninguno de estos documentos serían importantes por sí mismos, pero estudiados en su conjunto con otros documentos similares, pueden ayudarnos a comprender cómo funcionaba, durante el primer cuarto del siglo XX, la concesión de ayudas y subsidios a las viudas y los huérfanos de los militares españoles. Por otra parte, además, y en un concepto diferente, el biográfico, pueden proporcionar datos nuevos sobre esos militares, en estos casos, sobre los ya citados Eusebio Santa Coloma (y por ende, también de su hijo, Federico Santa Coloma) y Eduardo Castell. De los dos primeros, ya hemos hablado aquí en varias entradas anteriores, y por ello, me remito a la información proporcionada en dichas entradas, fácilmente accesibles en el buscador adjunto. Del segundo, el taranconero Eduardo Castell, daré alguna información más en estas líneas.

Descendiente de una familia de propietarios acomodados, Eduardo Castell Ortuño nació en Tarancón el 12 de julio de 1861. Su padre, Ignacio Castell y García del Castillo, había nacido en el pueblo cercano de Villanueva de Alcardete (Toledo), procedente de una familia asentada allí desde bastante tiempo atrás, pues allí había nacido también su abuelo paterno, y su madre, Bonifacia Ortuño y Melguizo, procedía también de una familia de honda tradición taranconera. La posición económica y social de la familia ha sido puesta de manifiesto en diferentes ocasiones, y uno de sus hermanos, Ignacio Castell y Ortuño, que ejercía la profesión de abogado, fue en diferentes ocasiones alcalde de dicho pueblo manchego, primero durante uno de los gobiernos conservadores dirigidos por Maura, y más tarde, a partir de enero de 1910, otra vez cuando los liberales se habían hecho con el poder. La prensa liberal de la provincia se hacía eco de este hecho curioso, mostrando la natural extrañeza que les había parecido el nuevo nombramiento .

En 1878, Castell iniciaba su carrera militar, al haber ingresado como cadete en la Academia de Infantería el 2 de septiembre de ese año. Y una vez terminados sus estudios en ese centro, fue promovido al empleo de alférez en el mes de julio de 1881, obteniendo su primer destino profesional en el regimiento de Infantería de Granada nº. 39, de guarnición en Madrid, donde permaneció hasta los primeros días de noviembre, momento en el que se trasladó con su unidad a Linares (Jaén). Allí, en Linares -salvo un breve periodo de tiempo que pasó en su pueblo natal, de licencia por motivos propios, durante gran parte de los meses de julio y agosto de 1882-, permanecería hasta el 20 de diciembre de ese último año, fecha en la que la unidad se trasladó de nuevo a Madrid. Y en la capital madrileña permanecería hasta el 8 de agosto del año siguiente, cuando su regimiento fue trasladado temporalmente a Badajoz, a las órdenes del general Ramón Blanco, con el fin de someter a la guarnición de la capital pacense, que se había sublevado algunos días antes.

Permanecería aún, durante algún tiempo más, de guarnición en Badajoz, hasta los primeros días de febrero de 1884, que recibió la orden de su traslado al regimiento de Wad Ras nº. 53, el 11 de dicho mes, aunque no se incorporaría a su nuevo destino, en Leganés (Madrid) hasta finales de dicho mes. Después de una nueva licencia temporal por asuntos propios, que disfrutó otra vez en Tarancón a partir del 3 de mayo de ese año, ya no volvería a incorporarse a su antiguo destino en el cantón de Leganés, al haber sido trasladado en el mes de junio al batallón de Reserva de Tarancón, según oficio de la Dirección General del Arma, donde pasó a situación de cuadro, y donde fue nombrado, el 1 de agosto de ese mismo año, oficial de almacén. Fue durante este periodo de su vida, durante su estancia en la propia villa manchega en la que había nacido, cuando contrajo matrimonio, el 10 de octubre de 1885, con Alejandra Josefa Moya Castejón, que también era natural de la misma villa de Tarancón.

En esta primera etapa en Tarancón se mantuvo hasta el mes de marzo de 1887, salvo un pequeño intervalo, entre finales de junio y finales de octubre de 1886, en la que permaneció de comisión activa en Madrid, al haber sido elegido habilitado de su batallón. El 1 de abril de 1887 sería trasladado al regimiento de Córdoba, con destino en Jerez de la Frontera, aunque realmente se vio obligado a trasladarse a la capital de la provincia gaditana, a la que se destacó el 14 de ese mismo mes el primer batallón de dicho cuerpo, en el cual había sido encuadrado. Y en este nuevo destino fue cuando le llegó la orden de ascenso a teniente de Infantería, con antigüedad de 13 de mayo de ese mismo año. Y con el ascenso, su nuevo traslado, otra vez a Tarancón, donde iniciaría, a partir de ese momento, una nueva etapa en el batallón de Reserva de dicha villa manchega . En esta nueva etapa fue elegido cajero de su batallón para el ejercicio 1888-1889.

El 11 de junio de 1889, por disposición del Director General de Infantería, fue destinado al batallón de Cazadores de Depósito nº. 1, unidad que acababa de crearse en la capital conquense, y allí, desempeñando otra vez la comisión de oficial de almacén, permanecería hasta finales de agosto de ese mismo año, cuando fue trasladado de nuevo, esta vez al regimiento de Infantería de la Reserva nº. 4, unidad en la que sería nombrado, poco tiempo después de su llegada, ayudante abanderado. Y en este destino permaneció hasta el mes de septiembre de 1891, sin más novedades de consideración que el cambio oficial de denominación de su empleo, que pasó a denominarse primer teniente, con fecha de antigüedad de 4 de julio de 1890.

El 16 de agosto de 1891 había sido trasladado al regimiento Castilla nº. 16, y a esa unidad se incorporó el 1 de septiembre, quedando por este motivo de guarnición en Badajoz, ciudad que ya conocía al haber participado, algunos años antes, en el sometimiento de la guarnición. En el mes de marzo de 1893 se vio obligado a viajar hasta Madrid para hacerse cargo de la receptoría de los nuevos reclutas correspondientes a su zona militar. Y habiendo quedado a su regreso a Badajoz, de nuevo, de guarnición en la capital del Guadiana, desde los primeros días de agosto de ese año desempeñó la comisión de secretario del coronel jefe de su regimiento, en la cual permaneció hasta el 2 de marzo de 1895, cuando tuvo que dejarla temporalmente para viajar a la provincia madrileña, a Getafe, para hacerse cargo otra vez de los reclutas destinados a su cuerpo, encargo que finalizó siete días después, y volvió a su puesto de secretario.

En el mes de octubre de ese mismo año, 1895, iba a comenzar una nueva etapa de su vida, habiéndose visto obligado a partir de este momento a entrar por primera vez en campaña, al haberle correspondido por sorteo formar parte del primer batallón de ese mismo regimiento, considerado ahora como expedicionario en la Guerra de Cuba . Por ese motivo, el 23 de noviembre tuvo que viajar con su unidad hasta Cádiz por ferrocarril, en cuyo puerto se embarcó dos días más tarde en el vapor “Ciudad de Cádiz”, con destino a aquella isla del Caribe, sumida ya en una nueva guerra contra los insurgentes, desembarcando en La Habana el 9 de diciembre, y saliendo finalmente de operaciones por la provincia de Santa Clara desde el día 12 de ese mismo mes. Poco tiempo después de su llegada a Cuba, el 6 de diciembre, ascendió al empleo de capitán, con efectividad de 27 de noviembre de ese año .

Así, a lo largo de todo el año 1896, participó en diversas operaciones militares, formando parte con su unidad, primero de la columna que mandaba el general de brigada Pedro Cornell, a cuyas órdenes se encontró, el 11 de febrero, en la acción de Laborí, y poco tiempo más tarde, de la del general de división Álvaro Suarez Valdés, a cuyo mando participó el día 14 en la acción de Cayo Rosa y Guanabo. Y a partir del 25 de abril, comenzó a ejercer el cargo de ayudante de su batallón, pero sin olvidar tampoco los enfrentamientos bélicos contra los insurgentes. El 21 de abril participó activamente en la acción de Ceja de Herradura; el 22, en el Guanal de Alonso Rojas; y entre los días 23 y 24, en la defensa de Consolación de Rajarrana, todas ellas a las órdenes del general Wenceslao Molina. El 25, a las órdenes otra vez de Suárez Valdés, en la acción de las Lajas y Lomas del Descanso. Y ya durante los meses de julio y agosto, participó también en otras acciones militares: Arroyo de San Felipe, el 27 de julio; Arroyo Taganana, el 11 de agosto; Paso de La Isabela, Potrero de Losa y Trastia, el 20 de agosto; Sábana Moria y Bardajo, el 21 de agosto;…

El 19 de noviembre se incorporó a la columna que dirigía el general en jefe de las tropas expedicionarias, Valeriano Weyler, que había sido nombrado gobernador de Cuba en el mes de enero de ese mismo año. A las órdenes directas del general de brigada Isidoro Aguilar había asistido también, el día 10 de noviembre, a la acción de Rubí, y en los días siguientes, a las de Brujito, Zarallones de Aoriche y Santa Mónica, a las órdenes del general Cándido Hernández de Velasco, de quien fue nombrado ayudante de campo el 1 de febrero de 1896. Sería demasiado extenso y tedioso relacionar aquí, siquiera brevemente, todas las operaciones militares en las que participó nuestro militar desde ese momento hasta su salida de la isla, en los primeros meses de 1898: Peña Blanca, Lomas de Toro, Cafetal del Mono, Aguacate de la Nuara Vuelta, Ducassi,… Sí conviene, sin embargo, destacar su participación entre las tropas de la vanguardia, el 18 de marzo de 1897, en la acción de Cabezadas del Río Hondo, en la que fue herido y hecho prisionero el general insurgente Juan Rius Ribera, comandante en jefe de las fuerzas cubanas de la provincia de Pinar del Río, en unión de su jefe de estado mayor, Bacallo. El enfrentamiento, que terminó con la destrucción completa del campamento cubano, significó para el militar conquense la felicitación pública por el general en jefe de su brigada.

Fue el 1 de marzo de 1898, cuando fue destinado por fin, otra vez, a la península, por resolución del capitán general de la isla, “por carecer de aptitud física para soportar las fatigas, por enfermedad adquirida en campaña”, según se relata en su hoja de servicios. Así, el 20 de marzo embarcaba en el puerto de La Habana, a bordo del vapor correo “Alfonso XIII”, desembarcando en La Coruña el 1 de abril, y dirigiéndose desde allí directamente hasta Tarancón, ciudad en la que quedó en situación de reemplazo. En aquel momento, la guerra se dirigía ya hacia su final trágico: el 15 de febrero, el acorazado norteamericano “USS Maine” había explotado en la bahía de La Habana, por circunstancias todavía polémicas que provocaron la entrada de Estados Unidos en la guerra, lo que desequilibró la balanza en beneficio de los independentistas cubanos; y en junio de ese año, la Armada española sería derrotada por la marina norteamericana en Santiago de Cuba, poniendo fin a una guerra que supuso, por la paz de Versalles, el final definitivo del otrora importante imperio colonial español en América.

Su participación en la Guerra de Cuba le supondría a nuestro soldado su primer ascenso por méritos de guerra, el empleo de comandante, con fecha de antigüedad de 27 de septiembre de 1897, por los méritos contraídos en las acciones de Casas y Tumba-Tonico, ascenso que sería confirmado después por Real Orden de 11 de mayo de 1897 . Y también, sus primeras condecoraciones: tres Cruces al Mérito Militar de Primera Clase, con distintivo rojo, por las acciones de Laborí , Guanal  y Paso de La Isabela ; dos Cruces al Mérito Militar de Segunda Clase, también con distintivo rojo, uno por su participación en Cabezadas de Río Hondo , en la que había sido capturado el cabecilla Rius Ribera, y otra por las operaciones en las que había participado durante el mes de diciembre de 1896 ; y la Cruz de la Orden de María Cristina, así mismo de segunda clase, por su participación en las acciones de Loma del Inglés, Santa Paula y Aranjuez . Así mismo, en el año 1905, y con carácter retroactivo, sería autorizado a usar la Medalla de la Campaña de Cuba.

En Tarancón, y en situación de reemplazo, permanecería hasta el mes de septiembre de 1898, fecha en la que fue nombrado excedente y afecto al regimiento de Infantería de Reserva de Flandes nº. 82, permaneciendo después, todavía en situación de excedente, en diversos destinos, hasta su destino a la caja de reclutas de Hellín (Albacete), a la que se incorporó el 31 de diciembre de 1906. Desde allí pasó a ocupar, entre el 1 de abril de 1907 y los últimos días de mayo de 1908, el cargo de oficial mayor de la Comisión Mixta de Reclutamiento de Cuenca. Vuelto a su antigua situación de excedente, después de su ascenso a teniente coronel por antigüedad, en abril de 1908 , a finales del mes de agosto de ese año fue destinado al regimiento de San Fernando, al que no llegó nunca a incorporarse, por haber sido destinado pocos días más tarde, el 1 de octubre, al regimiento de Infantería de Murcia , que estaba acuartelado en Vigo (Pontevedra), como jefe del primer batallón de dicho cuerpo, en el que permaneció hasta el mes de febrero de 1912.

Trasladado como excedente a la plaza de Melilla, en el norte de África, comenzaría entonces para Eduardo Castell la segunda etapa bélica de su carrera militar. Hacía ya tres años desde que la zona empezó a encontrarse en una situación de guerra, que no dejaría de afectar, como es lógico, a todos los militares que estaban destinados en las dos plazas africanas. Así, el 16 de febrero de 1912, el militar taranconero se embarcaba en Málaga, en el vapor “J.J. Sister”, al haberse dispuesto su incorporación con urgencia, desembarcando en la plaza de Melilla el día 17, y permaneciendo en esa situación hasta su incorporación al regimiento Extremadura, al que se incorporó el día 23 en el campamento de Monte Arruit. Y allí permaneció hasta el 12 de marzo, fecha en la que se trasladó a la posición avanzada de Taurrit-Nauriche, donde debía hacer frente a su nuevo destino, en el regimiento Saboya.

Participó a partir de este momento en diversas acciones de reconocimiento del terreno y de protección de convoyes, en las zonas de Taurrit y Nador, y durante ocho días, entre el 15 y el 23 de abril de ese año, tuvo que hacerse cargo del mando del regimiento, por ausencia de su coronel titular, Domingo Arráiz. Asistió con su unidad a diversas acciones de guerra, destacando entre todas ellas la operación que tuvo lugar en Ad-Lad-Kaddú, que significó numerosas pérdidas para el bando enemigo, y entre ellas la del santón Mohammed el-Mizzian, uno de los principales cabecillas sublevados. Allí, entre la ciudad de Melilla, Nador, Larache, Alcazarquivir, y los puestos avanzados que protegían la comarca, alternando operaciones de guerra con momentos en los que se encontraba acuartelado, permaneció hasta el 16 de mayo de 1914, fecha en la que fue enviado, como excedente, a la comandancia general de Larache, en el sector occidental de Marruecos, a donde le llegaría la noticia de su ascenso a coronel, otra vez por méritos de guerra, con fecha de antigüedad del 18 de agosto de 1913 . Durante esa etapa de su vida obtuvo también dos Cruces al Mérito Militar de Segunda Clase con distintivo rojo .

En situación de excedente hasta finales de julio de ese año, el 22 de dicho mes se le asignó el mando del regimiento Saboya, cargó del que tomó posesión en Madrid el 1 de agosto, saliendo inmediatamente otra vez para Marruecos con el fin de hacerse cargo del batallón expedicionario, que en aquellos momentos se encontraba en la plaza de Tetuán. Y desde Tetuán pasó a la posición avanzada de Laucién, al frente de sus tropas, desde cuyo campamento regresó el día 13 otra vez a Tetuán, por haberse efectuado el relevo de las posiciones. Así, alternando entre ambos puntos geográficos del norte de África, se mantendría durante todo el resto de ese año, hasta que, en enero de 1915, participó de manera activa en la operación que, dirigida por el general de brigada Ataúlfo Ayala, concluyó con la toma de la Peña de Beni-Hosmar. Esta operación, junto a las que se llevaron a cabo por todo el territorio de Larache (Dancier, Río Martín, otra vez Beni-Hosmar …), le valió una nueva Cruz al Mérito Militar, con distintivo rojo .

Durante los primeros meses de 1916, permaneció en la posición avanzada de Rincón del Medik, alternando otra vez, por los lógicos relevos de tropas, con otros periodos de estancia en el campamento general de Tetuán, hasta el 22 de julio de ese año, que regresó al frente de su regimiento hasta la posición de Laucién, en la que relevó a las fuerzas del regimiento de Wad Ras. Y a partir del mes de agosto, al mando de diferentes columnas, participó en nuevas marchas y operaciones de guerra. Así permaneció, entre Tetuán y la propia Laucién, durante todo ese año, que finalizó con una nueva recompensa: una nueva Cruz al Mérito Militar de tercera clase, pensionada, así mismo con distintivo rojo, por el conjunto de los servicios prestados en la zona de Tetuán desde el 1 de mayo de 1915 hasta el 30 de junio de 1916 . En el norte de África permanecería, manteniéndose incluso como jefe de toda la zona oriental durante los primeros meses de ese año, hasta el 5 de abril de 1917, fecha en la que se embarcó para la península a bordo del vapor “Teodoro Llorente”, habiendo llegado a Madrid el día 8, y pasando inmediatamente de guarnición en la capital madrileña, para hacerse cargo del despacho de su regimiento. Su permanencia en campaña en el norte de África le valió la concesión, de la Medalla del Rif.

La estancia en la península no impediría que nuestro militar interviniera, en momentos puntuales, en servicios extraordinarios, ahora por diversas alteraciones del orden público y algaradas revolucionarias, primero en Valencia, entre el 20 y el 31 de julio de ese año, y después en Madrid, entre el 12 y el 23 de agosto. Manteniéndose todavía como jefe en la misma unidad, el regimiento Saboya, el 12 de marzo de 1918 fue nombrado vocal de la Junta Facultativa del Arma de Infantería, y el 3 de junio, vicepresidente del tribunal que debía examinar a los sargentos aspirantes para el ascenso a oficiales de la escala de reserva retribuida. Y por fin, por un Real Decreto del 11 de septiembre de 1918 se le promovía al empleo de general de brigada por servicios y circunstancias, siéndole autorizado fijar su residencia en Tarancón, en espera de su nuevo destino, el cual le llegaría el 13 de noviembre, al ser nombrado jefe de la segunda brigada de la 12ª. división de infantería, que tenía asimilado también el cargo de gobernador militar de Santander , puesto en el que permanecería hasta el mes de diciembre de 1923. Allí, entre el 3 y el 23 de abril de 1920, se vio obligado a asumir el mando de la autoridad civil en aquella plaza y provincia, al haber sido declarado en ella el estado de guerra con motivo de la huelga general, participando activamente en la solución del conflicto laboral, tal y como se refleja en la prensa de la época . Y en virtud de su cargo, en agosto de 1921 fue el encargado de recibir con honores, al frente de sus tropas, al presidente de la República Argentina, Máximo Torcuato de Alvear, que se encontraba de visita en Santander, cubriendo la carrera desde el puerto hasta el palacio de la Magdalena.

El 14 de septiembre de 1923 se hizo cargo otra vez del gobierno civil de la provincia montañesa, esta vez por motivaciones ajenas: se había producido en Madrid el golpe de estado de Miguel Primo de Rivera, que elevó al gobierno de la nación al Directorio Militar que el dictador había creado, y al de todas las provincia a los respectivos gobernadores militares. Y ya a finales de ese año, el 21 de diciembre, fue ascendido al empleo de general de división, por el mismo motivo que le había elevado antes al de general de brigada , siendo nombrado tres días más tarde gobernador militar de Cartagena y de toda la provincia de Murcia . En virtud de su cargo, el 3 de abril de 1925 fue el encargado de recibir en Cieza al rey Alfonso XIII. Como muchos otros militares y autoridades civiles, recibió a solicitud propia la Medalla del Homenaje de Sus Majestades los Reyes, que había sido creada en mayo de ese año .

Su carrera militar estaba llegando ya a su punto final. En efecto, el 19 de julio de ese mismo año pasó a situación de primera reserva, por haber cumplido la edad reglamentaria para ello, cesando en su cargo de gobernador militar de Cartagena y siendo autorizado a fijar su residencia otra vez en su localidad natal, Tarancón. Y poco después de su pase a la reserva, el 15 de agosto, fue premiado con la Gran Cruz Blanca de la Orden del Mérito Militar . Allí, en Tarancón, fallecería el 15 de enero de 1929. Estaba en posesión de la Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, con antigüedad del 11 de octubre de 1911; la Placa de la misma orden, con antigüedad también de esa misma fecha; y la Gran Cruz, con antigüedad de 5 de febrero de 1919.



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. P-2228





jueves, 20 de mayo de 2021

El fuero, el alfoz y la caballería villana. Las tres columnas en las que se apoya una nueva ciudad cristiana

 

En el año 2012 se celebró el octavo centenario de la batalla de Las Navas de Tolosa, en la que los ejércitos combinados de los tres reinos cristianos de la península, los de Castilla, bajo las órdenes de Alfonso VIII, las de Navarra, bajo las órdenes de Sancho VII, y las de Aragón, bajo las órdenes de Pedro II, junto a las de las diferentes órdenes militares, derrotaron a los almohades de Muhammad al-Nasir, el Miramamolín de las crónicas y los romances cristianos, abriendo así definitivamente las puertas de Andalucía, y permitiendo que en las décadas siguientes, principalmente bajo el reinado del primero de los tres reyes citados, Fernando III, el rey Santo, se pudiera continuar por ellas la ardua labor de la Reconquista; la batalla fue en sí misma una de las más importantes de los tiempos medievales. Por ello, la Semana de Estudios Medievales, que con carácter anual se ha venido celebrando en Nájera (La Rioja), desde hace ya más de veinte años, no pudo dejar pasar aquel año la oportunidad de celebrar el acontecimiento, dedicando a la batalla las conferencias celebradas en aquella ocasión, bajo el título genérico siguiente: “1212, un año , un reinado, un tiempo de despegue”. Y es que ese año, 1212, el de la batalla de Las Navas, en efecto, supuso, tal y como se puede comprender a partir de la lectura comprensiva de las actas, un año de cambios en lo militar y en lo político, pero también en lo religioso, en lo social, y por supuesto, también en lo artístico, a lo que no resultaron ajenos, tal y como ya hemos resaltado en otras entradas anteriores de este blog, las figuras de los monarcas castellanos, Alfonso VIII y Leonor Plantagenet.

En el libro de actas, que fue publicado por el Instituto de Estudios Riojanos, podemos encontrar algunos trabajos de enorme interés, realizados por diferentes medievalistas españoles pertenecientes a diversas universidades, un total de once colaboraciones, en las que se tratan diferentes aspectos relacionados con el tema, desde el campo de lo político hasta el de lo religioso o lo artístico, desde asuntos relacionados con la política interior del reino de Castilla hasta los referidos a la alta política internacional, y sobre todo, a las relaciones con el imperio y el papado. Resultaría de enorme interés realizar un repaso por los diferentes capítulos, todos ellos de gran interés para conocer mejor la figura del rey que consiguió, como una de sus primeras medidas políticas, la conquista de Cuenca. Sin embargo, también es cierto que hacerlo así, aunque fuera de manera sucinta, alargaría demasiado esta entrada. Por ello, mi intención será profundizar un poco en tres aspectos que, aunque suficientemente conocidos de todos los que conocemos esta parte de la historia de nuestra ciudad, rara vez nos hemos parado a pensar en lo que de verdad representan, en el marco de la propia historia medieval de Castilla. Se trata de las tres ofrendas, los tres regalos, que el Rey Noble hizo a la ciudad una vez lograda su conquista el Fuero: el Alfoz y LA Caballería Villana. Tres términos que nos suenan; tres aspectos que, juntos y por separado, se combinaron en las nuevas tierras ocupadas, como polo de atracción para facilitar una adecuada repoblación del territorio tomado a los musulmanes, conformando de esta forma lo que va a ser la nueva ciudad cristiana.

Estos tres factores se reflejan principalmente en uno de los capítulos que componen el libro de actas, el que, bajo el título de “La reorganización del espacio político y constitucional de Castilla bajo Alfonso VIII”, realizó Rafael Martínez Sopena, profesor de la Universidad de Valladolid. En efecto, en este capítulo se estudian, de manera complementaria, estos tres aspectos, claves en la organización social y territorial de las tierras conquenses después de la conquista cristiana, pero también de todo el reino: el alfoz y el fuero. El primero, el fuero, está relacionado con la jurisprudencia, las leyes que van a regir entre los nuevos pobladores. El segundo, el alfoz, está más relacionado con el territorio en sí mismo. Finalmente, el tercero, lo que se ha venido a llamar la caballería villana, nos sirve para complementar el periodo desde el punto de vista de lo militar y de lo policial. Servía como fuerza de choque para mantener la legalidad en el territorio en periodos de paz, y al mismo tiempo, para canalizar a la baja nobleza asentada en el territorio, en la defensa del reino.

Varios son los medievalistas, y los historiadores del derecho, que han estudiado el fuero de Cuenca, y el resto de los fueros que pertenecen a la misma familia, y que se inspiran en él. Quizá, el más conocido de esos especialistas fue el vallisoletano Rafael de Ureña y Smenjaud, prestigioso y reconocido historiador del derecho, quien afirma que el fuero conquense fue redactado poco tiempo después de la conquista de Cuenca. Para otros autores, sin embargo, la versión más conocida de nuestro texto jurídico medieval no sería redactada hasta algún tiempo después, a mediados de la centuria siguiente, lo que no quiere decir, sin embargo, que esa versión escrita, que ha venido a llamarse sistemática, no tenga nada que ver con el propio Alfonso VIII. Por el contrario, estaría basada, y recogemos ahora las palabras de Martínez Sopena, pero citando a Ureña, la versión original del fuero de Cuenca era desconocida, pero en todo caso, debía ser poco diferente de la que denominó versión primordial. Fechó ésta, que se conserva reducida a hilachas, poco después de 1200. De ella derivaría la citada versión sistemática, escrita en torno a 1250, y apenas distinta de las anteriores.”

En todo caso, y dejando aparte al fecha aproximada de compilación del texto, hay un hecho que nadie pone en duda: la compilación original del fuero de Cuenca se debe, sin duda, a la cancillería del Rey Noble, y durante mucho tiempo sirvió para regular las normas legales, no sólo de la propia ciudad del Júcar, sino de buena parte de esas tierras de la Extremadura castellana, conforme se iban conquistando a los mahometanos. Y es que el fuero conquense sirvió directamente como norma jurídica para muchas ciudades y territorios, conforme estos se iban tomando al enemigo, tanto en Cuenca (Alarcón, Iniesta e incluso Requena, ahora en la provincia de Valencia, pero durante mucho tiempo, hasta bien entrado el siglo XIX, incorporado a la propia diócesis conquense), como fuera de sus límites territoriales de su obispado (Ciudad Real, Jorquera, Alcaraz), e incluso, también, y a partir ya de las nuevas conquistas que se iban haciendo en tierras andaluzas, en lugares como Úbeda, Baeza o Iznatoraf. Pero además, su influencia es clara en otros fueros posteriores, como en los de Béjar (Salamanca), Sepúlveda (Segovia), e incluso, ya en tierras aragonesas, el de Teruel.  Mucho se ha hablado sobre cuál de estos fueros tiene una redacción y un origen más antiguo, aunque la mayor parte de los especialistas tienden a afirmar que sería el de Cuenca el más antiguo de los cuatro.

Si el elaboración de un fuero permitió a los nuevos pobladores una tranquilidad jurídica, y una seguridad de independencia respecto a posibles señores territoriales en el futuro, el alfoz permitía una estructuración territorial de esos mismos pobladores. Es sabido que Alfonso VIII donó a la ciudad un extenso término, que todavía mantiene en buen parte, a través de un extenso alfoz, formado en gran parte, pero no sólo, por grandes bosques maderables, en aquellos tiempos mucho más valiosos que lo son en la actualidad. Respecto a la importancia que el alfoz tuvo en tiempos medievales, recogemos de nuevo las palabras del profesor Martínez Sopena: “A finales del siglo XI, numerosas referencias permiten recomponer algo parecido a una geografía territorial de Castilla basada en alfoces, distritos de tradición altomedieval que cabe imaginar como los marcos en que las aldeas quedaban encuadradas en lo fiscal, lo militar y lo jurisdiccional, desde el punto de vista de una administración condal o regia. En todo caso,  los alfoces experimentaron una profunda remodelación en el periodo que se extiende de Alfonso VI a Alfonso VIII. Se multiplicaron las zonas inmunes a la autoridad de los oficiales regios, aunque al tiempo se inició la reorganización del realengo con un intenso énfasis en la concesión de fueros, el protagonismo de los concejos y un modelo de inurbamento articulado por centros territoriales que concentraban población y funciones como el mercado, y que tendieron a fortificarse. En cierto sentido, tanto el aumento del número de lugares señoriales como la reorganización del realengo eran facetas de un mismo problema, la pugna entre los poderosos por el control del espacio y sus habitantes. Pero el crecimiento de los concejos introdujo un nuevo factor básico a mediados del siglo XII, no sólo en los realengos, sino también en el ámbito de los señoríos.”

Esa tensión básica entre realengo y señoríos se podrá apreciar también en el territorio conquense cuando, ya desde las décadas iniciales del siglo siguiente, se creará alrededor del extenso alfoz conquense un gran número de señoríos, en poder siempre de los linajes más poderosos de Castilla, quienes se van a ir asentando paulatinamente, al principio, en sus propios señoríos, fuera de los límites territoriales de la propia ciudad de Cuenca, protegida ésta todavía por la decisión real de “que no haya palacios en Cuenca más que el del rey y el del obispo”, tal y como regula, aproximadamente con estas mismas palabras, el propio fuero de Cuenca, pero que con el tiempo, se van a ir asentando también en la propia ciudad, ocupando regidurías y otros órganos de decisión municipal. Los condicionantes económicos y paisajísticos del alfoz conquense, formados esencialmente por amplias masas madereras, tal y como se ha dicho, hicieron que esos señoríos fueran en Cuenca, y al contrario de lo que había pasado en las grandes comarcas paneras de Valladolid o Palencia, más ganaderas que agrícolas, siendo de esta forma la base de amplias cabañas de ganado, principalmente lanar.

Un tercer aspecto en la estructuración social y económica de Cuenca como nueva ciudad cristiana, que tampoco puede pasarse por alto, fue lo que se ha venido a llamar la “caballería villana”, en contraposición a la caballería feudal, que era propia de los grandes señoríos de título. Respecto a la relación existente entre estos dos aspectos, la defensa del alfoz propio y la caballería villana, dice lo siguiente el autor: “La fórmula vino a ser una síntesis entre la tradición de distritos regios propia del norte, y un fenómeno innovador que los distritos estuvieran bajo la autoridad de las propias comunidades que habitaban el territorio, asimiladas a los magistrados, los oficiales y, eventualmente, a ciertas collaciones (feligresías) de la aglomeración que ejercía como capital. Las aldeas del territorio -con frecuencia numerosas-, los extensos montes y pastizales de uso colectivo, las aguas y muchas áreas de cultivo, formaron la base de una trama de relaciones sociales y políticas, articuladas en torno al poder concejil. Un sistema de poder basado en los caballeros villanos, el sector de la población asociado sobre todo con los provechos y riesgos de la guerra de frontera, y el que mejor representaba a los principales ganaderos locales. Un sistema de poder, por otra parte, fuertemente centralizado, como denota entre otros aspectos el riguroso monopolio de los mercados semanales por las capitales de cada territorio, o la explotación fiscal de las aldeas de la tierra.”

Existió, también, una cuarta columna, en la que también se apoyó, desde un principio, la ciudad de Cuenca en sus primeros siglos de pertenencia cristiana: el obispado. Sobre ello, sobre la importancia de la Iglesia en el proceso constitutivo de la monarquía alfonsina, se ha escrito también abundantemente, y en el marco de aquellas sesiones de Nájera lo hizo Carlos de Ayala Martínez, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (“Alfonso VIII y la Iglesia de su reino”). Como sobre este aspecto ya he escrito también en otras entradas de este blog, pasaré de largo por este asunto, no sin antes recalcar, una vez más, la importancia que los primeros obispos de la nueva diócesis conquense, Juan Yáñez y San Julián, tuvieron en la construcción del reino castellano.



viernes, 14 de mayo de 2021

Pedro de Bobadilla, hijo de los marqueses de Moya, pirata, ladrón y capitán de las galeras imperiales

             En algunas ocasiones, cuando repasamos las páginas de nuestro pasado, nos encontramos con algún personaje curioso que, desafiando las convenciones de la sociedad en la que les había tocado vivir, luchan a contracorriente contra esa misma sociedad, convirtiéndose en una especia de versos sueltos de ella, páginas caídas del gran libro de la historia. Personajes que parecen estar sacados de una novela de aventuras o de una película de cine, pícaros o negreros, personas que se hicieron pasar por lo que no eran con el fin de hacerse con un tesoro o con un cargo de gobierno. Uno de esos personajes curiosos fue Gabriel de Villalobos, quien, como el Rodrigo Mendoza de “La Misión”, esa gran película rodada por Roland Joffe en 1986, se convirtió en el siglo XVII en un peligroso traficante de esclavos, viviendo una vida muy diferente de la que, en otras circunstancias, hubiera vivido en su pueblo natal: Almendros; a este personaje, ya lo dediqué en este mismo blog, hace tres años, una parte de la entrada en la que pretendía comparar a los personajes de la famosa película con dos conquenses, muy distintos entre sí, pero complementarios en esa aventura singular que fue la evangelización del continente americano (ver: https://julianrecuenco.blogspot.com/2018/01/las-dos-caras-de-una-misma-moneda.html). Otro de esos personajes singulares fue el pirata y aventurero Pedro Fernández de Bobadilla, el malquisto benjamín, como lo define en su biografía Régulo Algarra, de los marqueses de Moya,

            En efecto, nuestro protagonista era hijo, parece ser que el menor de todos, de los marqueses de Moya; al menos, tal y como veremos, de la marquesa, Beatriz de Bobadilla. Por este motivo, y para enmarcarlo en el conjunto de la sociedad a la que pertenecía, creo conveniente trazar algunos rasgos de su familia. El futuro marqués, su padre, Andrés de Cabrera, había nacido en Cuenca en 1430, como hijo de Pedro López de Madrid, miembro de la caballería villana de la ciudad del Júcar y, a pesar de su origen judeoconverso, alcalde de ella, y quien muy pronto entraría al servicio de la corte, donde desempeñó cargos como los de doncel del futuro rey Enrique IV y camarero mayor, y después de ello alcanzaría también  a desempeñar puestos de mayor enjundia, como los de mayordomo, consejero, tesorero real (también fue tesorero de Cuenca y de Segovia) y alcalde mayor de esta última ciudad castellana. Su madre, Beatriz de Bobadilla, había nacido en Medina del Campo (Valladolid) diez años más tarde que su marido, y era hija de Pedro de Bobadilla y Corral, quien había sido también camarero mayor de Enrique III, a quien sirvió militarmente en la guerra contra Portugal; y también, al primer Trastámara de Aragón, Fernando I de Antequera. Los Reyes Católicos premiarían después la fidelidad de los esposos durante la guerra civil contra las huestes de Juana la Beltraneja, con el título de marqueses de Moya.

            La mayor parte de sus biógrafos coinciden al enumerar el total de los hijos que tuvo el matrimonio, entre los cuales, por cierto, no consta el nombre de nuestro protagonista. Ese número de hijos plenamente reconocidos en la historiografía fue de nueve, cinco varones (Juan Pérez de Cabrera y Bobadilla (sucesor de su padre como segundo marqués de Moya; Fernando de Cabrera y Bobadilla, primer conde de Chinchón; Francisco de Cabrera y Bobadilla, obispo de Ciudad Rodrigo y Salamanca; Diego de Cabrera y Bobadilla, caballero de la orden de Calatrava, y comendador de Villarrubia y Zurita; y Pedro de Cabrera y Bobadilla (caballero de Santiago, y después, religioso mercedario y militar) y cuatro mujeres (María de Cabrera y Bobadilla, esposa de Pedro Fernández Manrique, segundo conde de Osorno), Juana de Cabrera y Bobadilla (esposa de García Fernández Manrique, hijo de éste, y tercer conde de Osorno), Isabel de Cabrera y Bobadilla (esposa de Diego Hurtado de Mendoza, primer marqués de Cañete) y Beatriz de Cabrera y Bobadilla (esposa de Bernardino de Lazcano, tercer señor de esta localidad de la provincia de Guipúzcoa). Como se puede ver, la condición social y familiar en la que creció nuestro personaje fue la de la más alta nobleza castellana.

            Y una vez dicho esto, ¿por qué entre las genealogías más completas no figura este malquisto hijo de los marqueses, benjamín de la familia, del que sí hablan, sin embargo, algunos cronistas de la época, y entre ellos, varios de los que le conocieron en vida? Podría haber sido por esa peripecia vital, de la que muy pronto hablaremos, aunque en realidad el personaje, antes de morir había sido ya perdonado tanto por el papa como por el emperador, Carlos V, y desempeñando, él también, como otros miembros de la familia, cargos de importancia, incluso superiores en algunos casos a los de alguno de sus hermanos. Pudiera haber sido también, quizá, tal y como afirma Régulo Algarra, haciéndose eco de alguno de aquellos cronistas del siglo XVI, porque Pedro de Bobadilla pudo no ser hijo legítimo de los marqueses, sino de una relación ilegítima de la marquesa con el famoso cardenal Mendoza, Pedro González de Mendoza, quien fue arzobispo de Toledo y patriarca de Alejandría, y una de las personas más poderosas de su época. Desde luego, la condición de sacerdote de éste no fue obstáculo para ello, ni tampoco el hecho era algo demasiado extraño en el siglo XVI. En este sentido, se conocen al menos tres hijos de Mendoza, a los que la propia reina Isabel, que tanto le apreció durante su vida, les llamaba “los lindos pecados del cardenal”: Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, futuro marqués de Cenete, y Diego Hurtado de Mendoza y Lemos, futuro conde de Mélito, ambos con la portuguesa Mencía de Lemos, dama de la reina Isabel, y Juan Hurtado de Mendoza y Tovar, que tuvo con Inés de Tovar, ya algunos años más tarde, aproximadamente por los mismos años en los que nació Pedro de Bobadilla.

            Sea cierto o no lo sea, lo que sí está fuera de toda duda, es que en su juventud, Pedro de Babadilla fue criado en la casa de los marqueses, y que fue precisamente Andrés de Cabrera quien ordenó su encierro cuando, aún joven, pudo escapar del convento en el que había sido ingresado, iniciando de esta forma una vida de aventuras, a lo largo y a lo ancho del mar Mediterráneo. Pero antes de adentrarnos en esa peripecia vital, en la que no faltó incluso una etapa en la que estuvo relacionado con la piratería, creo importante intentar desentrañar también algunos asuntos interesantes tocantes, sobre todo, con la fecha y el lugar de su nacimiento. Sobre la fecha, la mayor parte de los estudiosos afirman que fue en 1486, aunque Vicenta María Márquez de la Plata asegura que debió haber nacido tres años más tarde, y así debió ser si tenemos en cuenta las palabras de uno de esos cronistas, Gonzalo Fernández de Oviedo: “E don Pedro se ahogó el año de 1522, por manera que él murió de edad de treinta y tres años, poco más o menos.”. Sabido es lo difícil que resultaba averiguar en esta época la edad de las personas, sin poder tener a mano la partida de nacimiento respectiva.

            El otro interrogante, el de su lugar de nacimiento, es aún más difícil de averiguar. Ni siquiera en el caso de sus nueve hermanos, los hijos reconocidos de los marqueses, se conoce, en la mayoría de los casos, el lugar donde nacieron, a lo que contribuye, además, la elevada posición de los padres, en una corte que en ese momento era todavía itinerante, y las diversas casas y palacios que ellos mantuvieron abiertas a lo largo de su vida. En efecto, los marqueses tuvieron dos residencias principales: en Segovia, en la que el padre, como ya se ha dicho, era tesorero y alcalde mayor, y en Chinchón, en la provincia de Madrid, con cuyo señorío también había sido premiado por los mismos Reyes Católicos que le habían otorgado el marquesado. Respecto a las tierras que formaban parte del título, en la sierra baja de Cuenca, la capital, Moya, debería ser rechazada, pues los marqueses ni siquiera llegaron a vivir allí, debido a la mala relación que sus habitantes mantuvieron siempre con los marqueses, contrarios aquellos, desde un primer momento, a aceptar el señorío; incluso cuando estos tuvieron que buscar un lugar en el que pudieran reposar definitivamente sus huesos después de la muerte, no lo hicieron en Moya, sino en el convento de dominicos que ellos mismos habían fundado en Carboneras de Guadazaón. Sí tenían palacio en otros lugares del marquesado, como en Cardenete, e incluso mantuvieron relación directa con Garaballa, en cuyo santuario de Nuestra Señora de Tejeda, regido entonces por los trinitarios, fue enterrado también alguno de los miembros de la familia. Sin embargo,  resulta bastante improbable que nuestro personaje hubiera nacido en alguno de esos lugares. Alguno de sus biógrafos llegan, incluso, a dar como lugar de nacimiento la ciudad de Jaén, en la que los marqueses, es cierto, se encontraban en ese año 1489, en el marco de las Guerras de Granada.

            Éste es el espacio y el tiempo vital en el que se inscribe la infancia y la juventud de Pedro de Bobadilla. Respecto a su vida pública y aventurera, ésta se inició a finales de la primera década del siglo XVI, cuando rondaba ya los veinte años de edad. Antes, en 1495, había recibido el hábito de Santiago, cuando apenas contaba con cinco o seis años, y fue algún tiempo más tarde cuando fue ingresado en un convento de religiosos dominicos, obligado a seguir una carrera religiosa que él no sentía, y del que escapó para marchar a Madrid. Puesto entonces al cuidado de su padre, o padrastro, el marqués, pudo escapar del lugar en el que había sido encerrado, quizá la ya citada localidad de Cardenete, llegando hasta el puerto de Alicante, ciudad en la que se embarcó en la compañía de un grupo de personas, y dedicándose a partir de ese momento, durante algún tiempo, a lo que en aquel momento se llamaba el “corso”, es decir, la piratería, a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo; de los cristianos sobre las costas berberiscas, y de los moros sobre las costas europeas. El motivo y la posibilidad de haber actuado de esta forma, parece ser, está relacionado con el robo de una joya valiosa que era propiedad de uno sus hermanos.

            Los años siguientes los pasó Fernández de Bobadilla embarcado, asolando las costas del norte de África en busca de esclavos, y manteniendo una relación bastante cordial con los caballeros de Malta, a los que sirvió bajo la enseña de la cruz roja blanca sobre fondo rojo; muchos años antes, los caballeros se habían visto obligados a abandonar la isla de Rodas, frente a la costa turca y buscar refugio en aquella otra isla, a medio camino entre los continentes europeo y africano. Parece ser, incluso, que la enfermedad en la que en ese momento se hallaba sumido el Gran Maestre de la orden, Guy de Rochefort, estuvo a punto de convertir a nuestro protagonista en el nuevo maestre. Desde luego, las galeras que estaban a su cargo eran muy importantes para la actividad comercial y lucrativa de la orden, pero no sabemos hasta qué punto podrían resultar tan decisivas.

            En una de aquellas correrías, Bobadilla logró capturar a un personaje bastante importante: Al-Hassan ibn Muhammed al-Wazzan al-Fasi, más conocido en la historiografía con el nombre que tomó después de su obligado, y provisional bautizo al cristianismo: León el Africano. Éste había nacido en Granada, ciudad que se había visto obligado a abandonar en 1492, después de la conquista del reino nazarí por los Reyes Católicos, para establecerse en Fez (Marruecos). En el curso de uno de sus numerosos viajes por el Mediterráneo, al-Fasí fue sorprendido por los barcos de Pedro de Bobadilla, quien, habiéndose dado cuenta de la importancia que podría tener el personaje en cuestión, decidió llevarlo a Roma, para entregarlo al papa León X. En aquel momento, uno de sus hermanos, Francisco, el obispo, se encontraba en la ciudad eterna, al servicio del sumo pontífice, y Pedro encontró pronto la colaboración de Francisco en la nueva etapa de su vida, que entonces se iniciaba.

            El regalo que Pedro de le hizo al papa, y como decimos, también la ayuda de su hermano, más quizá ésta que aquél, supuso para Pedro de Bobadilla el perdón de todos los pecados que había cometido en su juventud, y también, el nombramiento como capitán de las galeras de la Santa Sede. Aquello había sucedido en 1518, apenas diez años más tarde del inicio de su vida de aventuras. Poco tiempo más tarde sería nombrado, también, capitán de las galeras imperiales, entrando inmediatamente al servicio de Carlos V. Sin embargo, co contribución activa a los ejércitos españoles, y en concreto a la Armada, no pudo ya alargarse demasiado en el tempo: en 1522, nuestro protagonista se encontraba al frente de una escuadra que había partido de los puertos españoles del Cantábrico, y que marchaba hacia Calais para combatir a las naves del rey Francisco I de Francia, fue sorprendido por una gran tormenta. El barco en el que viajaba, y también alguno más, se hundió, llevándose con él a nuestro personaje. Allí, frente a las costas francesas, murió ahogado Pedro de Bobadilla, probablemente el marino más experimentado, y más arriesgado, del emperador Carlos V, el benjamín malquisto de los marqueses de Moya, cuando apenas contaba, aproximadamente, treinta y tres años de edad.



sábado, 8 de mayo de 2021

Tercer despacho oficial del jefe de Estado Mayor

 

“Salamanca, 10 de noviembre de 1812

Como tuve el honor de advertir a Vuestra Excelencia, por mi carta día 3 anterior, el rey salió de Madrid el 4, con su guardia. Ese mismo día, Su Majestad estableció su cuartel general en Guadarrama; la caballería del ejército del sur ocupó San Antonio de las Navas y Villacastín; parte de la infantería llegó a Espinar y Venta de San Rafael; la otra parte permaneció en Guadarrama y Galapagar.

Durante la noche del 4 al 5, el duque de Dalmacia informó al rey que el general Hill continuaba su retirada, y que parecía dirigirse a Arévalo, donde se dijo que debía reunirse con Lord Wellington. El rey no tenía noticias seguras del ejército de Portugal; sin embargo, toda la información que habíamos podido obtener mostraba que este ejército había llegado a la margen derecha del Duero, que el enemigo había destruido todos los puentes, y que Lord Wellington anunció que tenía la intención de dejar una parte de su ejército para observar el de Portugal, y para reunirse con el resto del general Hill en Arévalo, para luchar contra el ejército del sur. Su Majestad juzgó que, para no comprometer nada, debía llamar al ejército del centro, que se había quedado en Madrid. En la mañana del día 5, por lo tanto, dirigió al conde de Erlon la orden de que abandonara de inmediato Madrid, y se trasladara lo antes posible a Villacastín, desde donde seguiría la dirección tomada por el ejército.

El día 5, el rey salió de su cuartel general en Villacastín; este mismo día, habiendo llegado nuestra caballería sobre la Boltaya, vio en la margen derecha de este río la caballería enemiga, que cubría la marcha de su infantería. El duque de Dalmacia apresuró la marcha de su infantería, y reunió algunas divisiones en Lahajas; los demás se dejaron en los alrededores de Villacastín. La caballería siguió los movimientos del enemigo, que tomó la dirección de Peñaranda y no la de Arévalo. Nuestra caballería ocupó los puestos en Villanueva de Gámez (de Ávila), Blascosancho y Sanchidrián.

El día 6, el rey trasladó su cuartel general a Arévalo, y todo el ejército tomó esta dirección.

El día 7, Su Majestad permaneció en Arévalo; se envió un reconocimiento, que se comunicó con el ejército de Portugal, que llegó a Medina del Campo. Las divisiones del ejército del sur, que aún estaban en la retaguardia, continuaron su marcha sobre Arévalo. El general conde Souham, comandante en jefe del ejército de Portugal, informó al rey que Lord Wellington se dirigía a Salamanca con cuatro divisiones de su ejército y el ejército español, comandado por Castaños.

El día 8, Su Majestad se hospedó en Arévalo; las tropas del ejército del sur, que aún estaban en la retaguardia, continuaron su marcha, y el ejército del centro llegó a Villacastín; ese mismo día, el duque de Dalmacia llevó su caballería a Peñaranda, y algunas divisiones de infantería llegaron a Flores de Ávila.

El día 9, el rey trasladó su cuartel general a Flores de Ávila, el ejército central avanzó hacia Fontíveros, el de Portugal avanzó hacia Villoria, Babilafuente y Huerta; la caballería del ejército del sur avanzó hacia Alba de Tormes, y la infantería llegó a Flores de Ávila y Peñaranda.

Hoy 10, el rey llegó a Peñaranda, donde Su Majestad estableció su cuartel general; el general conde de Erlon prosiguió su movimiento para venir a instalarse en Macotera y alrededores; el ejército de Portugal completa sus movimientos sobre Babilafuente. El duque de Dalmacia fue a Alba de Tormes con su caballería y parte de su infantería. Alba de Tormes parece estar ocupada. El duque de Dalmacia disparó 1.500 cañonazos contra este puesto, sin poder desalojar al enemigo. El general Conde Souham ha hecho constar que lord Wellington ocupa el puesto de San Cristóbal, frente a Salamanca.

Durante esta marcha, recogimos unos cientos de prisioneros y algunas equipajes.

Firmado: Jourdan.

Dimos a conocer en el “Moniteur” del 11 de diciembre la carta escrita al Ministro de Guerra por el Jefe de Estado Mayor, fechado en Salamanca; completa el relato de la marcha y los éxitos de los ejércitos franceses en España, unidos bajo las órdenes del rey, más allá de Tormes; y de la retirada del ejército inglés. bajo las órdenes del marqués de Wellington, hasta Portugal.”

            Como ya se ha venido diciendo,  y como hace constar también el propio periódico, en la observación a pie de página que también hemos traducido, este tercer despacho oficial del jefe del Estado Mayor de José I, el general Jean-Baptiste Jourdan, y junto con los otros dos despachos, transcritos en las dos entradas anteriores, se completa el relato de los movimientos realizados por los ejércitos imperiales en España, desde la salida de Valencia. Se trata, ya lo hemos dicho, de un movimiento de repliegue, que permitió a las tropas francesas la reconquista de la capital española, Madrid. Sin embargo, y quizá como medida de precaución, los invasores no quisieron detenerse en la ciudad del Manzanares, a pesar de que había sido tomada sin ningún tipo de oposición, y prefirieron perseguir hacia el norte a las tropas aliadas angloespañolas. Así, esa tercera carta, dirigida, como las otras dos, al ministro de la Guerra de Francia, relata los movimientos realizados por el ejército del monarca intruso, el hermano de Napoleón, entre los días 5 y 10 de noviembre de 1812, por las provincias de Ávila, Salamanca, y el sur de Valladolid.

            Como en los casos anteriores, quiero resaltar también a algunos de los protagonistas de estos hechos, especialmente, de aquellos que son citados por primera vez en este último despacho, Francisco Javier Castaños en el lado de los españoles, y Souham en el de los franceses. Poco es lo que podemos decir de Joseph Souham, uno de los generales de los ejércitos napoleónicos más veteranos, que había nacido en Lubersac, una localidad del centro de Francia, en la región de la Nueva Aquitania, en 1760. En 1793, durante la Campaña de Flandes, ya había ascendido a general de división, y al año siguiente, durante una baja por enfermedad de su superior, tuvo que hacerse cargo del Ejército del Norte, logrando vencer a las tropas combinadas de Gran Bretaña, Hannover y el imperio en la batalla de Tourcoing. En 1804 se le acusó de haber participado en el complot contrarrevolucionario que había dirigido Georges Cadoudal, aunque en 1807, y por falta de pruebas, fue restituido a su cargo. Al principio de la guerra en España se mantuvo en el frente catalán, destacando en la batalla de Vich, pero en 1812 sustituyó al mariscal Auguste Marmont al frente del ejército francés en el norte de España, cuando éste fue herido en la batalla de Salamanca. En 1813 recibió instrucciones para abandonar la península y regresar a Francia, haciéndose cargo de la primera división del tercer cuerpo del ejército.

            Respecto al general Francisco Javier Castaños, como es sabido, se trata de uno de los generales más valiosos del ejército español. Nacido en Madrid en 1758, ingresó en el ejército a una edad muy temprana, obteniendo incluso el grado de capitán cuando sólo tenía diez años, en atención a los méritos contraídos por su padre, lo que le permitió estudiar en el Seminario de Nobles, como militar de corta edad. Ascendido a coronel graduado cuando tenía poco más de treinta años, participó en la Guerra de la Convención, logrando el ascenso a brigadier en 1794. En 1808, al comenzar la Guerra de la Independencia, obtuvo de la Junta Suprema de Sevilla el encargo de organizar el ejército de Andalucía. Su victoria, al frente de dicho ejército, en la batalla de Bailén, catapultó su fama entre las tropas aliadas, a pesar de algunas importantes derrotas sufridas en los meses sucesivos. En 1810 fue presidente del nuevo Consejo de Regencia de España e Indias, y en 1812, el mismo año en el que se escribieron los tres despachos transcritos, mandaba el sexto ejército español, que estaba encuadrado en el ejército de Wellington y tenía su cuartel general en Quintanilla Vivar, en la provincia de Burgos. Después de la guerra, fil a la política conservadora realizada por Fernando VII durante esta etapa, fue nombrado Capitán General de Cataluña, iniciando la invasión del Rosellón en agosto de 1815, durante la Séptima Coalición de las potencias aliadas contra Napoleón.

            Finalmente, no quiero terminar esta entrada sin hacer una pequeña referencia a Wellington, que es citado en algún ocasión, en este tercer despacho, como marqués, y no el título nobiliario con el que fue más conocido este brillante militar británico, de origen irlandés; tanto, que muy pocas veces es llamado con su nombre de pila: Arthur Wellesley. Fue el rey Jorge III de Inglaterra quien le otorgó sucesivamente los títulos de barón de Duero, en 1809, marqués y conde de Wellington, entre 1812 y 1814, y marqués de Duero, en 1814, títulos que se vinieron a añadir a los que ya disfrutaba en las Islas Británicas: vizconde de Wellesley, y barón y conde de Mornington. Por lo tanto, es muy propio que en el documento se le cite de esta forma, como marqués, y no como conde, que no obtendría hasta dos años más tarde.



José Bonaparte como José I, rey de España
François Gerard, cerca de 1808
Óleo sobre lienzo. Museo de Fontainebleau


domingo, 2 de mayo de 2021

Segundo despacho oficial del jefe de Estado Mayor, las tropas francesas reconquistan Madrid

 

            Tal y como afirmábamos la semana pasada, en este nueva entrada vamos a transcribir el segundo de los tres despachos oficiales que el jefe del Estado Mayor del ejército de José I, Jean-Baptieste Jourdan, remitió al finalizar el año 1812 al ministro de la Guerra francés, el conde de Feltre, y que fueron publicados en el periódico francés “Le Moniteur Universel”. A lo largo de estos tres documentos se describe la situación de las tropas francesas en la provincia de Cuenca, en el contexto del contraataque que el gobierno afrancesado de José I realizó desde Valencia, con el fin de recuperar el control de la villa y corte madrileña. Este segundo documento cuenta, por otra parte, con un error tipográfico de bulto en lo que se refiere a la datación, el 3 de noviembre de 1811, cuando no cabe duda de que se trata de una continuación del escrito anterior, con el mismo autor y destinatario, y que estaba fechado el 25 de octubre del año siguiente. Por lo tanto, está claro que se trata, en realidad, del año 1812.

En efecto, si en el escrito anterior, que estaba fechado en Cuenca, se relataban los movimientos de las tropas entre el 20 y el 24 de ese mes, en este segundo, fechado ya en la capital madrileña, una vez que ésta había sido ya reconquistada por las tropas francesas, sin ningún tipo de oposición por parte de los aliados anglo-españoles, se relacionan los movimientos producidos entre el 27 de octubre y el 3 de noviembre de ese año. En esta ocasión, los movimientos se producen ya entre las provincias de Toledo y de Madrid, pero sin solución de continuidad con las que se habían llevado a cabo en los días anteriores en el escenario de guerra conquense, por lo que sigue estando, como puede verse, íntimamente relacionados con ellos.

“Madrid, 3 de noviembre de 1811 [sic]

El día 27 llegó Su Majestad a Tarancón; hicimos un reconocimiento sobre Fuentidueña [de Tajo], que aún estaba ocupada por las tropas inglesas; el puente de barcas se había retirado a la orilla derecha del Tajo.

El duque de Dalmacia había llegado el día 25 a Santa Cruz de la Zarza; este mismo día, la reserva de caballería del ejército del sur, comandada por el general Tilly, estaba en Villatobas. El duque de Dalmacia ordenó un reconocimiento muy fuerte sobre Ocaña, al mando del general Bonnemain. Encontró en Ocaña dieciseiete escuadrones ingleses y portugueses, comandados por el general Long, que se negaron a aceptar la lucha, y que se replegaron sobre Aranjuez. El general Bonnemain los persiguió hasta una legua más allá de Ocaña; se adelantó a su retaguardia, matando a una treintena de hombres y haciéndoles veinte prisioneros; también capturó treinta caballos. El duque de Dalmacia llevó su cuartel general el día 26 a Ocaña, desde donde envió un reconocimiento sobre Aranjuez. El enemigo había evacuado esta ciudad, limpiado el puente de la Reina y quemado el que está cerca del palacio: se veía en la plaza, en la margen derecha, cuerpos de caballería e infantería. El duque de Dalmacia comenzó de inmediato los preparativos para la reinstalación de los puentes. Las aguas del Tajo eran muy altas, los vados no eran practicables.

El 28, Su majestad se fue, con su reserva, a Santa Cruz de la Zarza. Ese mismo día, las tropas del ejército del centro, que marchaban sobre el Tajo para reconocer la fuerza y ​​posición del enemigo, encontraron que éste había evacuado Fuentidueña. Las barcas del puente estaban en la margen derecha, sin embargo, sin sufrir daños; se habían cortado las vigas y los cables y se habían quitado las tablas. Un oficial de zapadores nadó a través del río; algunos soldados siguieron su ejemplo; las barcas fueron reemplazadas, e inmediatamente nos ocupamos de la restauración del puente.

El día 29, el rey trasladó su cuartel general a Ocaña. Ese mismo día, las tropas enemigas, que se habían quedado en la plaza de Aranjuez, en la margen derecha del Tajo, se retiraron por detrás del Jarama; el señor duque de Dalmacia se dirigió a Aranjuez.

El día 30 se restauraron los puentes de Aranjuez y Fuentidueña. Los informes anunciaron que el enemigo estaba concentrando sus fuerzas en la margen derecha del Jarama, y ​​que parecía querer defender esta posición, que es extremadamente fuerte. El mariscal duque de Dalmacia hizo un reconocimiento ese día; encontró al enemigo atrincherado en el puente del Jarama, llamado Puente Largo; después de algunas descargas de cañones, el enemigo retiró su artillería y disparó contra dos minas que volaron un arco del puente. El duque de Dalmacia puso fin al tiroteo, que no provocó ningún daño. Nuestra pérdida fue, en este combate, de aproximadamente veinticinco heridos, entre los que se encontrabaun oficial de voltigeurs[1]; la del enemigo fue mucho más considerable, falleciendo varios hombres en el puente.

El duque de Dalmacia siempre pensó que el enemigo tenía el proyecto de presentar la batalla en la posición que dominaba el Jarama y, como esta posición era verdaderamente inalcanzable desde el frente, fue necesario maniobrar para obligar al enemigo a abandonarla.

El día 31, el duque de Dalmacia se enteró, y anunció a Su Majestad, que el enemigo había abandonado el Puente Largo. Este puente se debilitó, y el mismo día la vanguardia del ejército del sur avanzó hasta Valdemoro, y capturó unos trescientos prisioneros. Las divisiones de este ejército marcharon la noche del 31 desde los distintos puntos que ocupaban, y llegaron a cruzar el Tajo por Aranjuez; desfilaron durante todo el día 1 de noviembre y durante la noche; el ejército no había pasado por completo el Tajo hasta el 2 de noviembre, a las seis de la mañana.

El rey se dirigió el día 31 a Aranjuez y ordenó al señor conde de Erlon que marchara sobre este punto, para seguir el movimiento del ejército del sur.

El 1 de noviembre, las avanzadas del ejército del sur llegaron cerca de Madrid; esta ciudad fue evacuada, y el enemigo se había retirado por el puerto de Guadarrama.

 

El día 2, el ejército del sur se reunió en las cercanías de Madrid; la vanguardia se trasladó al Escorial y siguió recogiendo prisioneros. Ese mismo día entró en Madrid la división del general Villatte, y llegó Su Majestad con su guardia; el ejército del centro marchó por el puente de Aranjuez.

 Hoy, día 3, las tropas del ejército del sur marchan en dirección al Escorial y Guadarrama; la vanguardia debe haberse movido más allá de las montañas. El ejército del centro ha llegado a las afueras de Madrid. La división del general Darmagnac sustituyó, en Madrid, a la del general Villatte, que siguió el movimiento del ejército del sur. La infantería de la guardia real acaba de irse hacia Las Rozas; llegará mañana a Guadarrama; y el rey se unirá a ella con la caballería. La intención de Su Majestad es seguir al enemigo con el ejército del sur, y ponerse en comunicación con el ejército de Portugal. El ejército del centro se mantendrá unido en Madrid y sus alrededores, y estará listo para venir a unirse al rey, si lord Wellington concentra todas las fuerzas para presentar batalla.

Firmado, Jourdan”

La situación general de la guerra en este momento es bastante conocida, y en parte fue descrita ya en la entrada anterior. El empuje del ejército anglo-español sobre los franceses, había llevado al rey José I en los meses anteriores a abandonar Madrid y dirigirse hacia Valencia. Sin embargo, los franceses habían intentado en otoño de ese año un contra-ataque que, desde tierras levantinas, y atravesando las provincias de Cuenca y de Toledo, permitiera la recuperación de la capital madrileña. El objetivo se logró sin demasiado esfuerzo, pues los aliados habían abandonado la ciudad al conocer que el enemigo se acercaba por la línea del Tajo. En efecto, el 2 de noviembre, el rey intruso hacía por segunda vez su entrada en Madrid. Sin embargo, de poco le serviría al hermano de Napoleón está fácil victoria: más allá de los hechos narrados en el escrito oficial de Jourdan, las derrotas que el ejército de Napoleón estaban sufriendo también en otros lugares de Europa habían ayudado a mermar la moral de las tropas francesas. De esta forma lo describe Rafael Abella en su biografía sobre José I:

“No hubo ni arco de triunfo ni guirnaldas ni gallardetes. El tacto del alcalde Sainz de Baranda evitó situaciones propicias a venganzas y a represalias. Esta vez la llegada del rey no acarreó ni corte ni aparato estatal, situados en Valencia al margen del rigodón bélico. Las operaciones militares primaban y la ciudad sólo era un lugar de tránsito en el que José I permaneció dos días, para seguir después la marcha de sus tropas hacia la sierra madrileña, y llegar a tierras salmantinas por Peñaranda de Bracamonte. El 10 de noviembre prodújose en el pueblo citado las confluencia de los tres ejércitos: el del Mediodía [del sur], el del Centro y los restos del de Portugal. Estas importantes fuerzas reunidas presionaron a Welington y le obligaron a trasponer la raya de Portugal, alejado el peligro, hizo José I su retorno a la que era precaria capital de su deteriorado reino. Para entonces habían llegado las primeras noticias del desastre napoleónico en el Beresina. Su efecto fue devastador. La moral de los franceses y de sus tropas cayó en picado.

El esfuerzo que realiza José I por resucitar las apariencias estatales es patético. Nadie confía en el restablecimiento del Estado josefino. El confidente y superintendente del rey intruso, Miot de Mélito, describe un Madrid triste, un Palacio Real casi desierto, un monarca sombrío y decepcionado que, en su apatía, se niega a tomar represalias contra los nobles y los funcionarios que, después de haberle jurado lealtad, ocuparon cargos durante el intermedio wellingtoniano. La única satisfacción que pudo gozar José I fue la de verse libre, al fin, del mariscal Soult. El duque de Dalmacia fue reclamado por Napoleón, viendo así el Bonaparte español alejarse la pesadilla del incómodo mariscal que tanto había amargado su existencia. El fracaso de la guerra contra el zar de Rusia presagiaba un levantamiento de las naciones europeas vejadas -Austria y Prusia- por Napoleón, y el emperador precisaba de altos mandos y de tropas para cubrir una problemática retirada.

El desastre en tierras rusas obligó a replantear la estrategia francesa en España. La prudencia impuesta por la merma de efectivos forzó a un repliegue sobre la línea del Duero. Napoleón mismo, entre los ingentes problemas que en aquel momento le asediaban, tuvo tiempo de aconsejar a su hermano que situara su cuartel general en Valladolid. De toda la aventura militar, del ambicioso proyecto de someter a España a los dictados de una dinastía extraña, restaba solamente el empeño en mantener la posesión del norte de la península, fronterizo con Francia, como un contrafuerte para la defensa del suelo francés.”

A partir de 1813, la guerra entra ya en su fase definitiva, y las derrotas francesas se suceden, obligando a José I a marchar en dirección a la frontera francesa. Allí les van a seguir incluso los ejércitos españoles, logrando algunas victorias, llegando incluso hasta Burdeos, lo que provocará que la frontera entre ambos países se extendiera temporalmente un poco hacia el norte. Mientras tanto, las fuerzas combinadas de austriacos, prusianos y rusos estaban ya haciendo lo propio también por el norte, avanzando hacia París. Era el final del imperio napoleónico.

Para terminar, quisiera hacer referencia brevemente a algunos de los generales que son nombrados en este segundo despacho, y que no lo habían sido en el primero. Alexandre François Auguste, conde de Grasse y marqués de Tilly, ocupó diferentes cargos en la administración y el ejército bonapartista, en Europa y también en la región de las Antillas francesas, lo que le permitió extender los diferentes ritos masónicos por aquellos territorios en los que estuvo, incluida España durante la Guerra de la Independencia. Hecho prisionero por los ingleses en 1812, poco tiempo después de los hechos narrados en el documento, permaneció en las islas hasta la caída de Napoleón, en 1814. Por su parte, Eugene-Casimir Villatte fue un militar que ascendió sucesivamente, desde los años de la Revolución Francesa, cuando aún era subteniente, hasta alcanzar en el año 1803 el empleo de general de brigada. Al principio de la Guerra de la Independencia mandaba la tercera división del cuarto cuerpo de ejército, y después de participar en las batallas de Uclés y Talavera, entre otras, en 1809 empezó a mandar una división del ejército del sur, a cuyo mando sufrió también las sucesivas derrotas que pondrían fin, a lo largo de 1813, a la presencia de las tropas francesas en España.

Tampoco he podido encontrar nada respecto a un general apellidado Bonnemain en el ejército francés. Y entre las tropas inglesas, Robert Long había sido uno de los destacados oficiales que, a las órdenes de su compatriota, William Beresford, había participado en la batalla de La Albuera, colaborando activamente en la importancia victoria obtenida por las tropas españolas en tierras extremeñas. Fue a él a quien se le encomendó la persecución de los franceses que habían podido huir, al mando de mil quinientos soldados de caballería. Sin embargo, el fracaso de la persecución, que permitió a los huidos llegar hasta Badajoz, enfrentó a los dos generales ingleses.



[1] Los vortigeurs, cuya traducción al castellano podría ser “saltadores”, era una unidad del ejército francés, de infantería ligera, que había sido creada por Napoleón en 1804. Con origen en los antiguos cuerpos de cazadores y de exploradores, iniciaban el combate a lomos de los caballos, sentados detrás del jinete, para después, una vez tomado contacto con el enemigo, saltar rápidamente a tierra, y abrir fuego con sus mosquetes y rifles.


Imagen del general Jean-Baptiste Hordan. cuadro pintado por Jean-Baptiste Mauzaisse

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