Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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viernes, 11 de julio de 2025

UNA FAMILIA CONQUENSE EN EL CORAZÓN DE LA NUEVA ESPAÑA: LOS VELÁZQUEZ DE CÁRDENAS Y LA FUNDACIÓN DEL CONVENTO DE CARMELITAS DESCALZOS DE UCLÉS

 

El año editorial de María de la Almudena Serrano Mota ha sido, sin duda, uno de los más fecundos de su carrera investigadora. A sus publicaciones sobre “Mil años de historia: castillo, inquisición, cuartel y cárcel”, “La desamortización de la Real Casa de Santiago de Uclés (Cuenca)“ y “El monasterio de la Concepción Francisca de Cuenca. Documentos para su historia (1498-1886)”,  ya comentados en este mismo blog (ver “Dos libros de Almudena Serrano sobre la historia del Archivo Histórico Provincial de Cuenca y sobre la Real Casa de Santiago de Uclés”, 9 de julio de 2024; y “Un nuevo libro sobre documentación histórica: el convento de la Concepción Francisca de Cuenca”, 21 de octubre de 2024), se suma ahora este nuevo y revelador estudio: “Los Velázquez de Cárdenas en Nueva España y la fundación del convento de carmelitas descalzos de Uclés ”, que rescata del olvido la figura del capitán Antonio Velázquez de Figueroa y León, un personaje esencial para entender los vínculos entre Castilla, y Cuenca en particular, y el mundo indiano, y cuyo protagonismo hasta ahora apenas había sido advertido por la historiografía local. Sin embargo, hay que señalar que la autora, aunque historiadora de formación, es, sobre todo, archivera de vocación,  y bajo estas señas de identidad es en las que ha escrito este nuevo ensayo; un ensayo que, por ello, no es, en esencia, una biografía del personaje, sino un análisis de toda la documentación encontrada sobre él y su linaje. A este respecto, es clarificador que, como en los otros tres textos ya citados, el libro ha sido editado por la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.

Yo, sin embargo, que soy historiador de formación y de vocación, voy a resaltar el aspecto histórico de este personaje, más que el documental propiamente dicho, poniendo en valor la figura de un conquense casi desconocido hasta ahora, que supo trasladar al nuevo continente un linaje familiar que terminaría por convertirse en testigo de sendos procesos históricos, si se quiere contrapuestos: la hispanización del nuevo continente, y la independencia y el nacimiento de un nuevo país, México; pero que en su conjunto forman parte de la historia y del presente, de la cultura en esencia, de aquel país hermano.

Natural de Uclés, Antonio Velázquez de Figueroa emprendió en 1562 un viaje a la Nueva España, donde iniciaría una trayectoria marcada por el servicio a la Corona, la exploración de nuevos territorios y la consolidación de una poderosa estirpe criolla vinculada a la minería. Era descendiente de una familia de discutida nobleza, como revela la ejecutoria de hidalguía de 1535 solicitada por su padre, Rodrigo Velázquez, frente a la oposición del concejo ucleseño, que los consideraba como pecheros. Según este documento, nuestro personaje descendía de figuras vinculadas al entorno cortesano del rey Enrique IV: era tataranieto de Luis González de León, que había sido corregidor de Carmona en tiempos del monarca castellano. Según esta ejecutoria, el litigante, Rodrigo Velázquez, era nieto de Pedro de León - tratante de ganado lanar y cabrío, quien también había hecho negocios con los comerciantes genoveses instalados en Castilla, además de haber sido nombrado caballero de la Orden de Santiago-, y de Catalina Viedma. Y era hijo, a su vez, de Amaro Velázquez y de Inés Alonso de Montemayor. Tanto su abuelo como su padre habían sido vecinos de la villa de Torrubia, que pertenecía a la misma orden de Santiago. El mismo litigante, Rodrigo Velázquez, era soldado del rey, llegando a alcanzar el rango de alférez, y había contraído matrimonio con Catalina Mexía de Figueroa. Uno de los hijos de este matrimonio fue el citado Antonio Velázquez de Figueroa.

La familia mantenía además lazos con los hermanos Juan y Rodrigo Velázquez de León, quienes se habían establecido en el nuevo continente en los primeros años del descubrimiento, y estaban emparentados con el célebre adelantado Diego Velázquez de Cuéllar; los tres habían nacido en esta villa de la provincia de Segovia. Estos vínculos facilitaron la incorporación de Antonio a los círculos del poder virreinal en México. Así, nada más llegar a América, el capitán Antonio Velázquez entró al servicio del virrey, Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, con quien ya mantenía una relación previa, al haber servido como paje de su esposa, Ana de Castilla. En 1563 fue comisionado por éste para supervisar en Veracruz el navío de aviso de la flota real, y poco tiempo más tarde participó en la expedición de Tristán de Luna a la Florida, aunque en este momento existen dudas cronológicas sobre el momento real de su llegada a Nueva España, pues dicha empresa había partido en 1561, un año antes de la fecha oficial del embarque según el catálogo de pasajeros. Todo apunta entonces a que su llegada había sido anterior a la fecha registrada, una hipótesis razonable a la luz de los servicios que prestó y del reconocimiento que obtuvo.

En su carrera como funcionario, fue alcalde mayor de Xilotepeque e Yscateupi, corregidor de Cuyseo y combatiente en la guerra contra los indios chichimecas. Participó también en la fallida fundación de Santa Elena —en el actual estado norteamericano de Carolina del Sur—, un punto olvidado de la geografía colonial, que testimonia los intentos tempranos de la monarquía hispánica por expandirse hacia el norte del nuevo continente. Hay que tener en cuenta que, en la terminología propia del siglo XVI, el territorio de la Florida no se ciñe sólo al actual estado, que cierra por el norte la bahía de México, sino que se extiende, también, por los actuales estados de Carolina del Sur, Georgia y Alabama.

La vida del capitán dio un giro definitivo al contraer matrimonio con Isabel de Cárdenas, quien era hija de Pedro Pérez de Cárdenas, un antiguo combatiente de la guerra de Jalisco, en la que había fallecido. Este matrimonio incorporó al patrimonio familiar unas ricas minas de plata en Zacualpan, cuya explotación aseguró la fortuna de los Velázquez de Cárdenas durante muchas generaciones. Y por otro lado, una parte sustancial del capital obtenido de las minas viajó a Castilla. En concreto, más de veinte mil ducados fueron enviados a Uclés, donde sirvieron para la creación de un mayorazgo a favor de su hijo, Amaro Velázquez de Cárdenas, conocido como "el mayorazgo de indios" por el origen americano de la fortuna. Ese mismo caudal financió también la fundación del convento de carmelitas descalzos de Uclés, en la que participaron tanto Antonio, su esposa y sus hijos, como dos hermanos de Antonio, el maestro Amaro Velázquez de Figueroa, y otro más. que es más reconocido por el nombre que había adoptado al entrar en la propia orden carmelita, fray Francisco del Santísimo Sacramento. Este convento, además de reflejar la religiosidad barroca y el deseo de redención de los propios indios, simboliza la permanencia del vínculo con la patria chica, aún desde la lejanía del virreinato.


Durante el siglo XVII, los Velázquez de Cárdenas consolidaron su posición en Nueva España y en Castilla. Rodrigo, Amaro, Fernando, José Antonio y Francisco Antonio, se fueron sucediendo, generación tras generación, al frente del linaje y en la gestión de minas y el mayorazgo. La figura más destacada del linaje, ya en el siglo XVIII, fue Joaquín Velázquez de Cárdenas y León, un científico ilustrado que participó en la expedición a California, que había sido organizada por el virrey, Joaquín de Montserrat, y estaba dirigida por José de Gálvez, y que representa el tránsito entre la nobleza militar y el saber ilustrado. Hijo de Francisco Antonio Velázquez de Cárdenas, había nacido en 1732, en la hacienda minera de Acevedotla, ubicada en el actual municipio de Zacualpan, y que, como sabemos, pertenecía a la familia desde el siglo XVI. Fue abogado, matemático, astrónomo, escritor, y además, un experto en minería, una de las actividades económicas más importantes del virreinato.

Desde muy joven, Joaquín Velázquez de León se destacó por su gran curiosidad intelectual. Estudió derecho, pero su interés por el conocimiento lo llevó mucho más lejos. Fue discípulo del célebre matemático y astrónomo español José Antonio Alzate, con quien compartió la pasión por las ciencias naturales y exactas. No era raro verlo estudiar los cielos con instrumentos astronómicos o recorrer minas analizando la geología del terreno. Pero su saber no se quedó sólo en los libros: participó activamente en expediciones científicas, como la ya citada de Gálvez, y fue uno de los primeros novohispanos en aplicar métodos matemáticos y astronómicos al estudio del territorio. A petición de la corona, se dedicó a la medición de meridianos y levantamientos topográficos, con el fin de mejorar el conocimiento del virreinato, combinando su formación científica con una clara vocación de servicio al rey.

También tuvo un papel importante en la reforma de la minería. Velázquez de León no sólo estudió los minerales y los procesos de extracción, sino que propuso mejoras técnicas y administrativas. Fue nombrado inspector general de minas, y promovió el uso de herramientas científicas en una actividad tradicionalmente artesanal. En este ámbito, sus conocimientos matemáticos eran fundamentales para calcular vetas, pendientes y flujos de trabajo. Además de sus trabajos técnicos, escribió varios tratados sobre astronomía, matemáticas y minería, aunque muchos de ellos permanecieron manuscritos, sin llegar nunca a las prensas de la edición, y los que lo hicieron, fueron siempre poco difundidos. Como buen ilustrado, creía firmemente que el conocimiento debía ponerse al servicio del bien común, y que la ciencia podía mejorar la vida de las personas. Joaquín Velázquez de León murió en 1786, pero su legado perdura como símbolo de una Nueva España culta, científica y abierta a las ideas del progreso. Fue, en muchos sentidos, un adelantado a su tiempo: un hombre que supo unir razón, ciencia y compromiso social.

Sin embargo, con la llegada del siglo XIX, los descendientes del linaje se alejaron definitivamente de la metrópoli. Criollos por cultura, educación y espíritu, tomaron partido por la independencia de México. Tal es el caso de Joaquín Velázquez de León (1803–1882). Éste era hijo de Juan Felipe Neri Velázquez de León García de Pereda, y de Guadalupe Álvarez de Guitién y Alarcón; y era nieto, a su vez, de Fernando Velázquez de Cárdenas y León. Fue éste un personaje fascinante del México del siglo XIX. Nacido en la ciudad de México en 1803, creció en una época de grandes cambios, marcada por la lucha por la independencia y la búsqueda de una identidad nacional. Desde joven, mostró una gran pasión por el estudio. Se formó como ingeniero en el Real Colegio de Minería, uno de los centros científicos más importantes de América en aquel tiempo. Allí destacó por su interés en las matemáticas, la geografía y la física, disciplinas que consideraba fundamentales para el desarrollo del país. Llegado el momento del estallido revolucionario, se incorporó al ejército de Agustín de Iturbide, y fue más tarde profesor en el Colegio Militar. En los años siguientes, fue jefe de la Comisión Mexicana en Washington, ministro de Fomento del nuevo país nacido de la revolución, y director del Colegio de Minería, en el que había estudiado, contribuyendo así a la construcción del nuevo estado mexicano desde las instituciones republicanas.

Pero Velázquez de León no se quedó solo en el mundo académico. Pronto se involucró en la política y en la diplomacia, convencido de que el joven país necesitaba tanto ciencia como instituciones fuertes. A lo largo de su vida ocupó varios cargos importantes, entre los que destacó su etapa como ministro de Relaciones Exteriores, durante el Segundo Imperio Mexicano, encabezado por Maximiliano de Habsburgo. Aunque este periodo fue breve y polémico, Joaquín intentó tender puentes entre México y las potencias europeas, buscando siempre el bien del país.

Joaquín Velázquez de León murió en 1882, pero dejó tras de sí una huella profunda. Representa a esa generación de mexicanos que creyeron que el saber y el compromiso podían cambiar la historia. Hoy, su vida nos recuerda que ciencia y política no deben estar reñidas, y que es posible servir a la patria con inteligencia, moderación y visión de futuro. Lo más llamativo de su figura es que, a pesar de vivir en una época de guerras, golpes de Estado y rivalidades políticas, nunca dejó de lado su vocación científica. Fue un defensor del progreso, de la educación y del pensamiento racional. Para él, el conocimiento no era un lujo, sino una necesidad, para que México pudiera salir adelante.

En conclusión, el libro de María de la Almudena Serrano no sólo rescata a un personaje olvidado del siglo XVI, sino que reconstruye con notable precisión documental la genealogía, el ascenso y la transformación de una familia conquense que llegó a ser protagonista de la historia atlántica. En su prosa rigurosa y clara, Serrano demuestra cómo lo local y lo global se entrelazan en las trayectorias de los linajes que, desde lugares tan discretos como Uclés, proyectaron su influencia hasta los confines del imperio español, y más allá. Una obra que enriquece la historia de la colonización, la nobleza indiana y la memoria transatlántica de Castilla.




 






El Podcast de Clio: LOS VELÁZQUEZ DE CÁRDENAS: DE UCLÉS A NUEVA ESPAÑA

jueves, 9 de marzo de 2023

Mito y realidad de la princesa Zayda

 

En el centro de Cuenca, a pocos pasos de Carretería, se encuentra una hermosa calle, de amplias aceras, que está dedicada a la princesa Zaida. Muchos de los que a diario pasean por sus calles, en el devenir diario hacia sus trabajos respectivos, en el hospital o en la universidad, o de los estudiantes que también la cruzan de camino a sus institutos, separados de esa otra Cuenca por la pasarela metálica que, a varios metros de altura, cruza el río Júcar, ignoran quien fue esta mujer, de nombre tan exótico, que sin embargo llegó a ser, en los años de la Edad Media, tan importante para la historia de la ciudad de Cuenca. Pero incluso quien sí haya oído hablar de ella, también ignora su verdadero significado histórico. Y es que su figura real, a través de los siglos, se ha venido desdibujando en la niebla del mito, en la leyenda surgida de los viejos cronicones acríticos, a menudo fantasiosos, que trastocan la realidad en un mito que, como tantos otros, y a pesar de los importantes trabajos realizados por arqueólogos e historiadores contemporáneos, resulta, todavía hoy, muy difícil de erradicar.

Vayamos primero con la leyenda. Escribe uno de los primeros historiadores de nuestra provincia, Trifón Muñoz y Soliva, lo siguiente sobre la princesa Zaida: “Este vigesimosético [sic; se está refiriendo al monarca Alfonso VI] sucesor de Pelayo fue el primero que tremoló la cruz en el castillo y alcázar de esta ciudad de Cuenca a los trescientos sesenta y ocho años de apoderarse de ella Taric ben Zeyad. El motivo de esta ocupación pacífica, ved cual fue. Viudo D. Alfonso VI de Doña Berta, según Ferreras, y de doña Constanza [se refiere ahora a Constanza de Borgoña, segunda esposa del monarca, hija del príncipe Roberto I de Borgoña; la otra, doña Berta, fue una casi desconocido dama que, originaria de la Toscana, era hija, según algunos autores, de Amadeo II de Saboya], según Mariana, y deseando contraer matrimonio, para dar sucesión varonil al trono de León y de Castilla; sabiendo que Aben Amed II, rey moro de Sevilla, el más poderoso de los agarenos, tenía una hija llamada Zaida, de singular hermosura, le solicitó en matrimonio si accedía a hacerse cristiana. Estos enlaces entre moros y cristianos no eran del todo raros. María, madre de Abderramán III, era hija de padres cristianos; que Alonso V ofreció su hermana Teresa a Obeidala, walí de Toledo, ya queda referido, y de que los moros aceptasen la religión cristiana, aún sin conveniencias temporales, poco antes se mostró  el ejemplo de Casilda, hija de Almamun, rey moro de Toledo que, contra la voluntad de su padre y familia, se convirtió al cristianismo y fue portento de santidad. La princesa Zaida acogió benévolamente la proposición del rey de Castilla, y su padre, por la consideración de emparentar con el más poderoso de los cristianos, vino también en el matrimonio, y para dar más realce a su huija, la dotó con las ciudades de Uclés, Huete, Cuenca, Alarcón, Consuegra, Amasatrigo y otras poblaciones; y por este concierto D. Alonso VI entró en posesión del territorio conquense.” Y a continuación, el mismo escritor defiende su teoría contra las críticas de otros historiadores, y contra las crónicas medievales, de tal forma que, para muchos conquenses de hoy en día, el asunto de la primera cristianización de nuestra ciudad, e incluso de gran parte de la actual provincia de Cuenca, se reduce sólo a una cuestión amorosa, matrimonial incluso, en la que no tiene cabida la más alta política.


Desde luego, no es mucho lo que conocemos sobre la realidad histórica de la mal llamada princesa Zaida, o Zayda, en la grafía más propia de sus hermanos de religión musulmana. Y más sobre sus primeros años de vida. Parece ser que era hija, o sobrina según algunos autores, de Al-Múndir al-Háyib 'Imad ad-Dawla, emir que era en aquel tiempo de las taifas de Denia y de Lérida, y quien, a su vez, era hijo del famoso Al-Muqtadir, rey de la taifa de Zaragoza. En alguna de aquellas dos ciudades debió nacer, en algún momento de los años sesenta del siglo XI, educada en el refinamiento de una corte que había sido capaz de levantar edificios tan hermosos como la Aljafería, en la misma ciudad del Ebro, actual sede de las Costes de Aragón. A muy temprana edad fue casada con Abu Nasr al-Fath al-Ma'mun, gobernador de la ciudad de Córdoba, puesto allí por su padre, el rey Muhámmad al-Mutámid, el llamado Aben Ahmed por Trifón Muñoz y Soliva. Así pues, podemos empezar a desmitificar la leyenda de la supuesta princesa atendiendo a su genealogía: nuestra Zayda no fue la hija, sino la nuera, de este importante monarca, el mismo que, ya lo veremos, va a ser el culpable de la llegada a la península de la peligrosa tribu de los almorávides.

Es ahora, en este momento del relato, cuando debemos hablar de la figura de Muhámmad al-Mutámid -Abu l-Qásim al-Mu‘támid ‘alà Allah Muhámmad ibn ‘Abbad, que ese es su nombre completo, según las costumbres musulmanas-, quien en ese momento era el rey de la poderosa taifa de Sevilla, desde que sucediera en el trono a su padre, Muhámmad al-Mu‘tádid -no se debe confundir al padre con el hijo, a pesar de que los nombres respectivos apenas se diferencian en una sola letra-. Nacido en Beja, una importante ciudad del sur de Portugal, que hasta allí se extendían en aquellos tiempos el territorio dependiente del importante reino musulmán, en el año 1040 de la era cristiana, sucedió a su padre en el trono de la ciudad del Guadalquivir en 1069, y dos años después de haberse asentado en el mismo, logró anexionar a su reino la vecina taifa de Córdoba, la antigua capital del califato, y que, quizá por eso mismo, había sido la última en incorporarse a ese extraño rompecabezas político y social que fueron los reinos de taifas. Por aquella época, la taifa de Córdoba había estado sumida en una guerra civil entre el llamado Abd al-Rahman de Córdoba -no confundir tampoco con ninguno de los califas omeyas de este nombre que anteriormente habían gobernado todo el califato- y su hermano, Abd al-Malik ben Muhammad al-Mansur, quien un año antes había salido victorioso del entrentamiento, convirtiéndose así en el tercer rey de esta taifa, de muy corta duración. Al-Murámid colocó en el gobierno de la ciudad a su hijo, el ya citado Fath al-Ma'mun. De esta forma, la mal llamada princesa Zayda se convertía en la nueva reina de la taifa cordobesa.

 La instalación en el trono cordobés del esposo de la joven princesa, calificada como de una mujer hermosa en todas las crónicas de la época, enfureció al rey de la taifa toledana, Yahya ibn Ismail al-Mamun, de cuyo origen conquense ya hemos hablado en alguna entrada anterior de este mismo blog (ver, entre otras: “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de junio de 2021; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Y lo hizo hasta el punto de que no dudó en apoyar militarmente al diletante Ibn Ukkasha, quien se había revelado en 1072 contra el propio al-Ma’mún. Éste logró apoderarse de la ciudad y, según algunas versiones, el esposo de nuestra protagonista fue asesinado en el transcurso de la revuelta. Comenzaba entonces una nueva guerra civil entre las tropas de al-Mutámid, eacuya corte había pasado a refugiarse la propia Zayda, ahora convertida en una joven viuda, y las del rey toledano, que durante un breve tiempo pasó a regir la taifa en la antigua capital del califato. Así sería hasta 1078, cuando el monarca sevillano logró recuperar los territorios que habían sido de su hijo, un amplio teritorio que abarcaba todo el espacio contenido entre los valles del Guadiana y del Guadalquivir.


Allí, en la vieja Ishbiliya, la Sevilla de los musulmanes, Zayda permanecería durante algunos años más. Hasta su posterior traslado a Toledo, la capital del nuevo reino cristiano de Alfonso VI. Durante ese tiempo habían pasado muchas cosas: la llegada a la península de los almorávides, llamados a ella por el propio al-M utámid; la batalla de Zalaca, o de Sagrajas, en la que éstos, apoyados por los reinos taifas de Sevilla, Granada y Badajoz, derrotaron a las tropas combinadas de Alfonso VI y del rey aragonés, Sancho Ramírez; el regreso a África del emir almorávide, Yúsuf ibn Tašufín, lo que aprovecharon los reyezuelos hispanoárabes para envolverse de nuevo en sus tradicionales disputas entre ellos; el regreso de éste a la península, en un nuevo enfrentamiento que ya no estaba dirigido sólo contra los cristianos, sino también contra sus hermanos de religión,…

Es en este punto donde se precipitan los acontecimientos. Los almorávides, que ya habían tomado las ciudades de Málaga y de Granada, se dirigieron después hacia las dos importantes ciudades de la taifa sevillana. Algunas crónicas contradicen la versión anterior, afirmando que es en este momento cuando va a producirse la muerte de al-Ma’mun. Según esta versión, éste se había mantenido durante todo el año en Sevilla, en compañía de su esposa y de su padre hasta que éste último, acosado por los almorávides, le encomendó la defensa de la antigua capital del califato, con el fin de facilitar que él pudiera mantener las posiciones en la propia capital sevillana. Para ello, quiso poner antes a salvo a su esposa, Zayda, y a los hijos de ambos, enviándolos, bajo la protección de sesenta caballeros, al castillo de Almodóvar del Río. Y mientras tanto, el propio Alfonso VI, en 1091, que para entonces ya estaba cobrando las parias del rey de Sevilla, no dudó en enviar a un ejército a aquel castillo, a las órdenes de su teniente, Minaya Álvar Fáñez. Para entonces, la taifa sevillana ya había caído en manos de los almorávides, que el año anterior ya habían conseguido deponer a al-Mutámid, y enviarlo al exilio, donde falleció en 1095, en la ciudad de Agmat, muy cerca de la capital almorávide, Marrakesh.

La batalla se saldó con una aplastante victoria de las tropas del emir almorávide, y los cristianos, derrotados no tuvieron más remedio que retirarse de regreso hacia tierras castellanas. En aquel momento, la propia Zayda había quedado sin la protección de sus familiares más cercanos. Su esposo, si no lo había hecho mucho tiempo antes, durante la rebelión de Ibn Ukkasha, había muerto en la batalla, y su suegro, su gran valedor en los años anteriores, se encontraba exiliado en tierras africanas. Es fácil comprender la terrible sensación de soledad que asolaba a la todavía joven viuda mientras cabalgaba de camino hacia Toledo, que ahora cabalgaba hacia el norte, en compañía de los únicos protectores que ahora tenía, devotos de una religión que a ella aún le resultaba extraña. Nada cuentan las crónicas ya sobre el destino de los hijos que Zayda había tenido con al-Ma’mún, pero no cabe duda de que éste es el origen de un mito que ha venido a repetirse hasta la saciedad para explicar el motivo por el que la ciudad de Cuenca, como otra parte importante del territorio, pasó por primera vez a manos cristianas. Sin embargo, esta realidad histórica no ayuda demasiado a entender, en todos sus detalles, el proceso histórico de ese traspaso de tierras a manos crisitianas. En este caso, es Miguel Jiménez Monteserín quien da la clave de lo que pudo pasar realmente, en el transcurso de una colaboración con la cadena SER, en su emisora conquense:

“Cierto es que bien pudo el rey de Sevilla hacer al castellano alguna oferta compensadora del auxilio demandado que le decidiera finalmente a prestarlo, pero no lo es menos que, además de pagarle las parias atrasadas, mucho más a su alcance estaría brindarle la posesión de tierras cercanas a los dominios de ambos y no tan alejadas y extensas que tampoco resulta demasiado creíble perteneciesen a Al-Motamid. Hay una imprecisa noticia de que éste, después de recuperar Córdoba, que Al-Mamun de Toledo le había arrebatado, conquistó en septiembre de 1078 "todo el país toledano que se extendía entre el Guadalquivir y el Guadiana". Es posible que de entonces le viniera el control sobre parte del suelo de la luego llamada "dote" de su nuera, pero más lógico parece pensar, sobre todo en lo que concierne a las tierras del área conquense, a las que tampoco se hace demasiada referencia en la somera descripción aludida que, tratándose antes del patrimonio familiar de los Beni-Dhil-Nun, hallándose el rey de Valencia Al-Qadir bajo la tutela del Cid hasta su muerte, ocurrida en 1092, bien pudo ser la vía indirecta de su sometimiento a Alvar Fáñez, sobrino del Campeador, y constante sostén del antiguo monarca toledano, lo que las pondría bajo el pasajero control de los castellanos, dueños ya del área alcarreña al norte del Tajo”.

La historia posterior de nuestra protagonista es mejor conocida, aunque no faltan tampoco algunas contradicciones entre los diferentes cronicones que tratan sobre esta época lejana de nuestra historia: Zayda, bautizada al cristianismo y bautizada con el nombre de Isabel, terminaría por convertirse en la nueva reina de León, después de haber contraído matrimonio con el propio Alfonso VI. Resumiendo aquellas viejas crónicas, podemos citar aquí lo que, respecto a su matrimonio con el monarca castellano, se puede leer en alguna de esas enciclopedias de acceso libre, que pueden encontrarse en la red: “No queda claro en las fuentes si Zayda fue concubina, esposa o ambas cosas, primero concubina y después esposa. En la crónica De rebus Hispaniae, del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, se cuenta entre las esposas de Alfonso VI. Pero la Crónica najerense y el Chronicon mundi indican que Zaida fue concubina y no esposa de Alfonso VI.​ La hipótesis de que Alfonso VI se había casado con Zaida ya ha sido también rechazada por Menéndez Pidal y por Lévi-Provençal. Otras fuentes dicen que Zaida se acomodó en la corte leonesa, renunció al islam, y se bautizó en Burgos con el nombre de Isabel. Sin embargo, no solo conservó todas sus costumbres, sino que las difundió e introdujo nuevos y frescos aires culturales de la sociedad musulmana. El arabista Ángel González Palencia escribe que la corte de Alfonso VI, casado con Zaida (sic), parecía una corte musulmana… Según Jaime de Salazar y Acha, seguido por otros autores, entre ellos, Gonzalo Martínez Díez, contrajeron matrimonio en 1100 tras enviudar Alfonso de la reina Berta, quedando legitimado el hijo de ambos, que se convirtió en príncipe heredero del reino cristiano. ​ Para Salazar y Acha, Zaida y la cuarta esposa del rey, Isabel, son la misma persona … y también sería la madre de Elvira y de Sancha Alfónsez. Otra razón que esgrime el autor es el hecho que poco después de la boda del rey con Isabel, el infante Sancho comienza a confirmar diplomas regios y de no ser la nueva reina Zaida, no hubiera consentido el nuevo protagonismo de Sancho en detrimento de sus posibles futuros hijos. También cita un diploma en la catedral de Astorga del 14 de abril de 1107, donde el rey concede unos fueros y actúa cum uxore mea Elisabet et filio nostro Sancio”. Y a continuación cita a otros autores que, en un sentido o en otro, dan también su opinión sobre el tema.

Concubina o esposa, lo que sí está claro es que nuestra Zayda fue la madre del príncipe Sancho Alfónsez, el único hijo varón que tuvo el monarca castellano-leonés, destinado a heredar el trono de los dos reinos cristianos. Éste debió nacer a finales del año 1094, o en los primeros meses del año siguiente. Si hemos de valorar las costumbres de la época, y a pesar del gran amor que su padre tuvo siempre por su único hijo varón, tal y como reflejan las crónicas, resulta difícil llegar siquiera a imaginar que éste podría haber llegado a convertirse en el único heredero a la corona, de no haber existido un matrimonio anterior, entre el monarca y su amante, que lo legitimara. Pero el destino, muchas veces cruel, terminaría por aliarse en contra del ya viejo monarca. En el año 1108, las tropas cristianas, al mando del propio Sancho, todavía niño, y bajo la protección de los principales magnates castellanos, se enfrentaron junto a las murallas del castillo de Uclés al nuevo emir almorávide,  Alí ben Yusuf. El resultado de la batalla también es bien conocido por todos: la muerte del príncipe, y de gran parte de esos magnates castellanos, los siete condes de las crónicas, que no pudieron hacer nada para evitar la muerte del joven heredero, y la caída, otra vez en manos de los musulmanes, de todas aquellas plazas que habían formado parte de la dote de Zayda.

Tal y como se ha dicho, además del propio Sancho, Zayda y el monarca castellano-leonés tuvo dos hijas más: Sancha Alfónsez, esposa que llegó a ser de Rodrigo González de Lara, miembro destacado de una de las más importantes familias del reino, quienes fueron a su vez los padres de, Elvira Rodríguez, futura condesa de Urgel por su matrimonio con el conde Ermengol VI; y Elvira Alfónsez, quien, sería reina consorte de Sicilia y condesa de Apulia, por su matrimonio con Roger II. Fallecida hacia el año 1101, o el 1107 según otros autores, la mal llamada princesa Zayda -reina más que princesa, primero de Córdoba, todavía musulmana, y después, ya cristiana, de Castilla y de León- fue enterrada en el coro bajo del monasterio real de San Benito de Sahagún, junto a su hijo Sancho, y bajo una sencilla lápida de piedra. Pero hasta después de su fallecimiento, nuestra protagonista no se vería despojada de la polémica historiográfica, esta vez provocada porque no es una, sino dos, las sepulturas que se conservan con el nombre de la reina. La lápida conservada todavía en el monasterio de Sahagún contiene la inscripción siguiente: “.UNA LUCE PRIUS SEPTEMBRIS QUUM FORET IDUS / SANCIA TRANSIVIT FERIA II HORA TERTIA / ZAYDA REGINA DOLENS PEPERIT”. Sin embargo, otra lápida, conservada ésta en el Panteón de Reyes de la iglesia de San Isidoro de la capital leonesa, contiene el siguiente epitafio: H. R. REGINA ELISABETH, UXOR REGIS ADEFONSI, FILIA BENAUET REGIS / SIVILIAE, QUAE PRIUS ZAIDA FUIT VOCATA. ¿Cuál de las dos hace referencia a nuestra protagonista? ¿Fue trasladado su cuerpo, después de su fallecimiento, a la capital leonesa, dejando abandonada en Sahagún la primera lápida que había cerrado su primera sepultura?

He intentado resumir en esta entrada la historia real, muchas veces envuelta en la polémica y el debate entre historiadores, de la mal llamada princesa Zayda, o de Isabel, reconvertida ahora en reina de Castilla y de León; o, en todo caso, de la madre del que hubiera sido nuevo monarca de ambos reinos cristianos, si no lo hubiera evitado la tragedia que, a principios del siglo XII, había abatido a la familia real, a los pies del castillo de Uclés. Una historia que se esconde entre las leyendas de antiguos cronicones medievales, hasta el punto de que, todavía hoy en día, resulta complicado para los historiadores separar esa historia de la leyenda y el mito. Abundan, así, las teorías contrapuestas, desde Pelayo de Oviedo hasta Rodrigo Jiménez de Rada, desde Lucas de Tuy a Ibn Adari, el autor de la crónica titulada Al-bayan al-mugrib, una texto sobre la historia de la España musulmana, que había sido escrita en Marruecos a principios del siglo XIV, y que, descubierta en una mezquita de Fez, pudo ser en su momento traducida por el arabista Évariste Lévi-Provençal; una obra que, hoy en día, es considerada por los especialistas como la fuente más fiable sobre la vida de nuestra protagonista. Pero una cosa es cierta: Zayda, más allá de la leyenda, es un personaje histórico, cuya historicidad debe ser puesta en valor si queremos conocer mejor a esa dama, tan importante para la historia de Cuenca. Por otra parte, cada vez son más los especialistas que la identifican con aquella reina Isabel, de origen desconocido, la que fue madre del único hijo varón que tuvo el monarca, y cuya muerte, en los primeros años del siglo decimosegundo, en aquellos años tan convulsos y sangrientos de la Edad Media, más allá de la tragedia personal del monarca y de su familia, serviría para cambiar por completo la historia futura de este proceso histórico al que se le ha llamado la Reconquista.



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