Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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miércoles, 9 de abril de 2025

LA IMAGEN DE JESUCRISTO EN LOS PRIMEROS TIEMPOS DEL CRISTIANISMO, Y LA CELEBRACIÓN DE LA SEMANA SANTA HASTA LA EDAD MEDIA

 

Ahora que se acerca la celebración de la Semana Santa, debemos decir que ésta es una de las celebraciones más importantes del cristianismo, porque conmemora, como todos sabemos, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. La imagen actual de la Semana Santa, tal y como la vemos ahora, sobre todo en España y en algunos países mediterráneos y americanos, surgió en las primeras décadas del siglo XVI, aunque su estructura actual se consolidó con el tiempo, sobre todo a partir del Barroco y su concepción teatralizadora, para lo que fue muy importante la celebración del concilio Vaticano II. Sin embargo, ya en los primeros siglos del cristianismo, y a lo largo de toda la Edad Media, se desarrollaron diversas formas de celebración que, con el tiempo, sentaron las bases de las tradiciones actuales. Uno de los elementos más antiguos de la Semana Santa es la Vigilia Pascual, que ya en el siglo II tenía un carácter central en la celebración. Durante esta vigilia, los catecúmenos (futuros cristianos) eran bautizados, y se leía la historia de la salvación a través de textos del Antiguo y el Nuevo Testamento. La Resurrección de Cristo era el eje fundamental de la celebración.

En efecto, ya las primeras comunidades cristianas, cuando aún estaban siendo perseguidas por el Imperio Romano, celebraban la Semana Santa de manera muy discreta, centrando sus actos en la oración interior, el ayuno y la lectura de las Sagradas Escrituras. No obstante, las primeras referencias a estas celebraciones se encuentran en los escritos de los Padres de la Iglesia, como Orígenes y San Ireneo de Lyon. El primero, nacido en Alejandría, aproximadamente en el año 184, y fallecido en 253, fue uno de los teólogos y pensadores más influyentes de los primeros siglos del cristianismo. En su obra más influyente, "De Principiis" (“Sobre los Principios”), Orígenes reflexiona sobre la muerte de Cristo como un acto de amor divino que busca la salvación de la humanidad. En este contexto, el sufrimiento de Cristo, no solo es un evento histórico, sino que tiene un profundo significado espiritual para todos los creyentes que, tal y como Jesús hizo al entregarse a su propia muerte, deben renunciar a los placeres mundanos y luchar contra el pecado.

Y por lo que se refiere a San Ireneo de Lyon, nacido también un poco antes, aproximadamente en el 125, y fallecido en el año 202, también subraya la importancia de la resurrección, como principio y fundamento de una nueva creación. Para él, la resurrección de Jesús no solo confirma la verdad de su divinidad, sino que también inaugura una nueva etapa en el plan de la salvación divina. A través de su propia muerte, y sobre todo de su resurrección, Cristo vence al poder de la muerte, y también a Satanás, restaurando la vida eterna para todos los que creen en Él. Este punto de vista de Ireneo sobre la resurrección tiene un vínculo directo con las celebraciones de Semana Santa, pues la resurrección de Cristo es el punto culminante de la Semana Santa.

A finales del siglo IV, con la oficialización del cristianismo en el Imperio Romano tras el Edicto de Milán, decretado por el emperador Constantino en el año 313, las celebraciones en las que se conmemoraba la muerte y la resurrección de Cristo se hicieron más públicas y estructuradas. Por otra parte, el conocimiento que tenemos de la celebración de la Semana Santa primitiva debe mucho al libro de Egeria, una mujer de origen gallego que vivió en el siglo IV, quien, como parte de una peregrinación religiosa, viajó desde su tierra natal hasta Jerusalén y a otras partes del Medio Oriente durante los días de la Semana Santa y la celebración de la Pascua. Aunque no se sabe mucho de su vida personal, el relato de su peregrinación es uno de los primeros testimonios sobre cómo se celebraban las festividades cristianas en Tierra Santa, específicamente en Jerusalén, en aquella época. Así, Egeria nos narra una serie de ritos litúrgicos muy marcados. Uno de los elementos más destacados es la procesión del Domingo de Ramos, en la que los fieles se reunían a las puertas de la ciudad para conmemorar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, y después recorrían las calles de de la ciudad, en una procesión solemne, portando palmas y cantando himnos, evocando la entrada de Jesús en la ciudad antes de su pasión.

El Viernes Santo, según el relato de Egeria , era un día de gran recogimiento y solemnidad. Los cristianos de la ciudad se reunían para rememorar la Pasión de Cristo, siguiendo un rito litúrgico que incluía lecturas bíblicas, oraciones, y una reflexión sobre el sacrificio de Jesús. En particular, Egeria describe las visitas a lugares clave, como era el Gólgota, donde se cree que Jesús fue crucificado, y el sepulcro vacío. Estas visitas a los lugares santos en Jerusalén fueron parte de las prácticas litúrgicas de la Semana Santa. Finalmente, en la noche del Sábado Santo ya se celebraba también la liturgia de la Resurrección. Egeria cuenta cómo, en la noche de Pascua, se celebraba una vigilia en la que los cristianos se reunían para orar, cantar himnos, y meditar sobre la resurrección de Jesucristo. Esta celebración incluía el bautismo de los nuevos conversos, y se culminaba con la alegría de la resurrección al amanecer del domingo. Así pues, la Vigilia Pascual ya era una ceremonia central en la Semana Santa cristiana, llena de símbolos de luz y resurrección.

Avanzando ya en el tiempo, durante la Edad Media, la celebración de la Semana Santa adquirió un carácter mucho más solemne y teatralizado. Sin embargo, la Iglesia siguió estructurando todas las celebraciones en función de aquellos tres días que ya venían asimilando la mayor parte de las celebraciones desde los primeros tiempos del cristianismo, aquello que ha venido a llamarse el Triduo Pascual (Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo), con liturgias que incluían cantos gregorianos, representaciones dramáticas y procesiones. Uno de los elementos más característicos de esta época fue el drama litúrgico, que consistía en representaciones teatrales dentro de las iglesias o en plazas públicas. Estas obras escenificaban la Pasión de Cristo con diálogos tomados de los Evangelios y fueron el origen de las actuales procesiones y pasos de Semana Santa. Y dentro de ese drama litúrgico, otro elemento fundamental de la Semana Santa medieval fue el Oficio de Tinieblas, una serie de rezos y cánticos realizados en la oscuridad, donde se apagaban progresivamente las velas de un candelabro llamado "tenebrario" hasta dejar la iglesia en completa penumbra, simbolizando así la muerte de Cristo. Éste es el origen de algunos ritos que, en algunos lugares, se han mantenido a través de los tiempos, como la llamada ceremonia del desenclavo y entierro de Cristo.

Es en este marco teatral en el que las celebraciones empiezan a salir fuera de las iglesias, dando origen a las primeras procesiones, ya en los últimos tiempos de Edad Media, especialmente en España, Francia e Italia. Aquí, hermandades y cofradías se encargaban de organizar desfiles en los que se portaban reliquias, imágenes de Cristo crucificado y de la Virgen María, al tiempo que los fieles realizaban actos de penitencia, como el uso de cilicios o el caminar descalzos. En efecto, sabemos que, hasta muy avanzado el siglo XVIII, existieron en muchos lugares los llamados hermanos de sangre, llamados así porque, durante la procesión, iban por la calle disciplinándose. Fue el rey Carlos III, con su mentalidad ilustrada, la que prohibió este tipo de procesiones, aunque en algunas poblaciones, como en San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), estas celebraciones han llegado hasta este siglo XXI.

Recreación por la Inteligencia artificial de una procesión de Domingo de Ramos, en Jerusalén, en el siglo IV, 
cuando la ciudad judía fue visitada por la peregrina Egeria.

Y cuando hablamos de la Semana Santa, uno de los aspectos que tampoco pueden dejarse de lado es cómo ha ido cambiando la imagen de Jesús a través de los tiempos, y como ha influido, en ese cambio de imagen, la historia que hay detrás de una reliquia tan importante para los cristianos, pese a toda la polémica que se ha suscitado a su alrededor, y de la que sería necesario hablar más detenidamente, como es la Sábana Santa, que se venera en la catedral italiana de Turín. En, este sentido, en los primeros siglos, los cristianos recurrieron a símbolos y figuras alegóricas para representar a Cristo sin ser identificados fácilmente por los perseguidores romanos. Así, una de las imágenes más comunes era la del Buen Pastor, un joven imberbe con túnica corta que carga una oveja sobre sus hombros. Esta representación, inspirada en la iconografía pagana de Hermes Criophoros, transmitía la idea de Cristo como guía y protector de su rebaño. Otras representaciones tempranas incluyen la imagen de Cristo como un maestro filosófico, vestido con una toga y con aspecto juvenil, siguiendo el modelo de los pensadores griegos. Este tipo de representaciones sería, en esencia, la transliteración de la imagen de los antiguos dioses paganos a ese nuevo dios, creador de la nueva religión. En las catacumbas de Roma se encuentran frescos en los que aparece realizando milagros o enseñando a sus discípulos, sin rasgos distintivos que lo diferencien de otros personajes del mundo greco-romano; y por supuesto, siempre sin barba.

A partir del siglo IV, con el Edicto de Milán y el creciente apoyo imperial al cristianismo, la iconografía cristiana evolucionó hacia formas más solemnes y reconocibles. Es en este contexto cuando, poco tiempo después, aparece una de las imágenes más influyentes de Cristo: la imagen de Edesa (también conocida como el Mandilion), una tela en la que, según la tradición, quedó impreso milagrosamente el rostro de Jesús. Hay que tener en cuenta de que la imagen tradicional de Jesucristo, tal y como hoy la conocemos, como un hombre más o menos joven, barbado, empezó a desarrollarse en Europa oriental, en el mundo bizantino, y que desde allí sería extendido por todo el mundo conocido, también en Europa occidental, a través del arte románico y gótico, llegando a ser muy importante para su difusión, como veremos a continuación, las cruzadas a Tierra Santa.

El Mandilion es una imagen de Cristo que, según la tradición cristiana, fue impresa milagrosamente sobre un paño o lienzo. Esta imagen es especialmente famosa por su asociación con la ciudad de Edesa (actualmente en Turquía), donde, según la leyenda, se encontraba un paño con la cara de Cristo que habría sido transferido milagrosamente a un lienzo. La leyenda cuenta que el Mandilion fue enviado al rey de Edesa, Abgar V, quien sufría de una enfermedad grave. El rey Abgar, en su desesperación, solicitó a Cristo que viniera a sanarlo, pero Cristo respondió que no podría ir a Edesa en persona. Sin embargo, según la tradición, Cristo envió una imagen de sí mismo que se habría impreso en un lienzo por un acto milagroso, cuando Cristo habría limpiado su rostro con un paño (el Mandilion) y luego lo envió a Edesa.

Algunas teorías identifican el Mandilion, cuya historicidad, más allá de las leyendas que nos hablan del objeto, está bien atestiguada a través de múltiples textos, con la propia Sábana Santa, que actualmente se venera en la catedral de Turín. Los que defienden la teoría han podido seguir los pasos de esta reliquia, desde la ciudad turca hasta el norte de Italia, pasando por varias ciudades europeas. Así, en el siglo VII, en un contexto de conflictos con el imperio persa, los cristianos de Edesa temieron que la ciudad fuera tomada por las tropas de Cosroes I, pero la llegada de los árabes a la ciudad turca llegó, incluso, a salvar a la reliquia sagrada de los propios cristianos iconoclastas. Y algún tiempo después, en agosto del año 944, en tiempos del emperador bizantino Constantino VII Porfirogénito (905 – 959), y en el marco de las luchas entre los bizantinos y los musulmanes, el Mandilion fue trasladado a la capital bizantina, Constantinopla, donde empezó a ser venerada en la iglesia de Santa María de las Blanquernas donde era veneraba como una reliquia sagrada, y era centro de una procesión anual, en la que el lienzo era mostrado al pueblo.

El evento clave que marca el siguiente capítulo en la historia del Mandilion es la caída de Constantinopla, en el marco de la cuarta Cruzada, en el año 1204. Con la toma de la capital bizantina por parte de los propios cruzados cristianos, muchas reliquias fueron saqueadas o trasladadas. Hay documentos históricos que afirman el saqueo de la ciudad por parte de los venecianos y de los franceses, y se cree que el Mandilion fue robado. En este sentido, existe una carta de un familiar del emperador bizantino al papa, solicitando que le fueran devueltas las reliquias robadas, y especialmente, el lienzo sagrado. En ese documento se afirma que la reliquia había sido robada por un francés, y que se había llevado hasta Atenas. Según algunos estudiosos, la persona que había robado el Mandilion no podía ser otro que Otón de la Roche, un noble francés de origen borgoñón que participó en la cuarta cruzada, en la que fue nombrado duque de Atenas y señor de Argos y de Nauplia. Hay que tener en cuenta que la primera vez que aparece la Síndone, es decir, la Sábana Santa, en Europa, ya en el siglo XIV, lo hace en manos de Godofredo de Charny, hijo de Jean de Charny, señor de Lirey, también en Borgoña, quien, por otra parte, estaba casado con Jeanne de Vergy, quien era tataranieta del propio Otón de la Roche. Así lo demuestra, además, una placa de la Ostensión de la Síndone, fechada en 1355, en la que aparecen los escudos heráldicos de las dos familias, los Cherny y los Vergy, lo que demuestra que la posesión del objeto por parte de la familia era debida al patrimonio personal de la mujer.

Un siglo más tarde, en 1453, la última descendiente de la dinastía Charny, que había quedado empobrecida al haber quedado viuda, regaló la Síndone a Ana de Lusignano, esposa del duque Luis de Saboya, a cambio de unas tierras que habían pertenecido al ducado, para que ella pudiera vivir cómodamente, siendo venerada, a partir de ese momento, en la que entonces era la capital del ducado, la actual ciudad francesa de Chambery, muy cerca de las fronteras con Italia y Suiza. Allí, en Chambery, sufrió un pavoroso incendio que fundió parcialmente el arca de plata que la protegía (por este hecho es por lo que no es concluyente las pruebas de carbono 14 que se han hecho sobre la reliquia). Y el papa Julio II, a principios del siglo XVI, aprobó la celebración de una misa propia para la Sábana Santa, iniciándose, de manera oficial, el culto público de la reliquia. Finalmente, la Sábana Santa sería llevada a la nueva capital del ducado, Turín, en 1578, por orden del duque Manuel Filiberto, en el contexto de la nueva situación geopolítica provocada por el tratado de Cateau-Cambrésis, que había otorgado la posesión de la parte francesa del ducado al rey de Francia.

Este rostro, con barba y cabello largo, influiría profundamente en las representaciones posteriores de Cristo. A partir del siglo V, la tradición bizantina consolidó en sus iconos una imagen más estandarizada de Jesús: un hombre con barba, cabello largo, semblante serio y majestuoso, vestido con túnicas largas. Del arte bizantino pasaría, primero, al arte románico, en el que el rostro de Jesús se fue identificando con el Pantocrátor, el Dios todopoderoso y creador, de las iglesias medievales, y después, a todo el arte cristiano.

De acuerdo con la leyenda, el rey Abgar recibió el Mandilion de JudasTadeo, un discípulo de Jesús.





El podcast de Clio: LA IMAGEN DE JESUCRISTO EN LOS PRIMEROS AÑOS Y LA CELEBRACIÓN DE LA SEMANA SANTA EN LA EDAD MEDIA



Para profundizar en cómo ha influido el Mandilion y la sábana Santa en la imagen de Jesucristo, ver el siguiente video: 

JORGE MANUEL RODRÍGUEZ ALMENAR. LA SÁBANA SANTA Y SUS IMPLICACIONES HISTÓRICO-ARTÍSTICAS

Para profundizar en cómo era la Semana Santa durante la Edad Media, ver el siguiente video: 

BITE. SEMANA SANTA, ¿CÓMO NACIÓ ESTA CELEBRACIÓN?


martes, 18 de marzo de 2025

LA SANTA CENA DE PEDRO MERCEDES

 

El día 11 de junio del pasado año, 2024 era un día histórico para la Venerable Hermandad de la Santa Cena de Cuenca. En efecto, ese día, Luis Miguel Jiménez Patón,  Hermano Mayor de la cofradía, y Armando Martorell Montero, secretario de la misma, firmaban el contrato de adquisición de una colección de platos de cerámica del famoso alfarero y ceramista conquense, Pedro Mercedes Sánchez (1921-2008), relacionados, por su significativa iconografía, con el momento representado en el paso que, cada Miércoles Santo, la instauración de la Eucaristía por Jesús, durante la celebración de la última cena de Jesús con los Apóstoles. En efecto, se trata de trece platos de cerámica, que fueron adquiridos a un coleccionista particular, y que representan, cada uno de ellos, tanto a Jesús como a los doce apóstoles.

            Cada una de las piezas, tiene un diámetro de diecisiete centímetros, menos la correspondiente a Cristo, que es un poco más grande: veintitrés centímetros de diámetro. Pero más allá de las medidas, lo más significativo de la colección es la elegante elaboración de todos los platos. En efecto, estos hacen gala de todas las características propias de la mejor obra del ceramista conquense: el empleo de la técnica del rayado, a base de ir retirando con un buril u otro objeto metálico la capa de engobe que recubre el conjunto de la obra; la bicromía producida por el rayado, en negro sobre rojo; el horror vacui que recubre toda la pieza; la mezcla de simbolismo y de expresionismo en la representación de los temas,…      

En definitiva, se trata de una gran adquisición por parte de la hermandad, que a partir de este momento pasará a formar parte de su patrimonio artístico, un patrimonio que no sólo enriquece a la propia hermandad y a nuestra Semana Santa, sino a toda la ciudad, que ha podido recuperar, de esta manera, unas obras de arte que, por el hecho de haber salido de las manos de nuestro mejor alfarero, son también parte de Cuenca. Así, el próximo Miércoles Santo, cuando nuestra magna catedral, la más antigua catedral gótica de España, abra sus puertas para dar salida al paso titular de Octavio Vicent, éste se va a ver enriquecido con esas trece piezas de barro; de barro, el material más humilde, pero a la vez el más importante de todos, porque es el resultado de la fusión de los cuatro elementos de los clásicos: la tierra, el agua, el fuego y el aire.

       La escena representada en el plato que corresponde a Cristo, tanto en el paso de Semana Santa como en esta colección cerámica, es el momento en el que Él y los Apóstoles se encontraban en Jerusalén, celebrando la fiesta de la Pascua lo que los judíos llaman el Pésaj, en la que los judíos conmemoran la liberación de la esclavitud en el antiguo Egipto, según el relato del Éxodo en la Biblia hebrea. En el acto, tal y como hoy aún se sigue haciendo, los judíos llevan a cabo una cena ritual llamada seder, que incluye la lectura del Haggadah, el manuscrito en el que se narra la historia de la salida de Egipto. En el transcurso de la cena se comen alimentos simbólicos, como el matzá, pan sin levadura, el maror, un conjunto de hierbas amargas que representan la dureza de la esclavitud, y sobre todo, el cordero pascual. Por eso, más de la mitad del plato que representa a Jesús, lo conforma la representación de un cordero, que vuelve la cabeza sobre su lomo para adaptarla a la propia circunferencia de la obra. Sin embargo, la representación del cordero va más allá del propio alimento que se comió en la Última Cena, para convertirse en una referencia simbólica al propio Jesucristo: “Ecce Agnus Dei, qui tollit peccatum mundi." -Tú eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo-, le dice San Juan Bautista a Jesús, tal y como lo recoge el otro Juan en su evangelio (Jn., 1, 29). Por eso, Jesús se transforma, en la Eucaristía, en el alimento de vida eterna: "Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros."

Y junto al cordero, el resto de la superficie del barro está decorado con una rama de olivo, y, como no podía ser de otra forma, con el pan y el vino, las dos sustancias sagradas, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, elementos de su propio sacrificio, representado éste último con la figura de un cáliz.

            “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.” Las palabras las pronunció Jesús, cuando Él y sus discípulos se encontraban en Cesarea de Filipo, en la región de Galilea, muy cerca de la cabecera del río Jordán, cuando el Maestro había empezado ya a ser famoso por sus milagros (Mateo, 16-18). La frase es importante, porque de esta manera el Maestro situaba al Apóstol, hasta entonces llamado Simón (Simón bar-Joná, para diferenciarlo del homónimo cananeo, pues tanto Pedro como Cefas, que también significa “piedra” en arameo, no son más que el apelativo con el que el personaje empezó a ser conocido a partir de este momento) como primer sucesor de la futura Iglesia que iba a nacer después de la muerte de Cristo. Por ello, las llaves son parte importante del plato que se corresponde con este apóstol. Primer Papa de la Iglesia de Roma, como es sabido, se suele representar con dos llaves en la mano, las llaves de la misma Iglesia, y de esta manera se representa también en la obra de Pedro Mercedes. Y junto a las llaves, y como no podía ser de otra forma, el gallo, el animal totémico, simbólico, presente también en muchas representaciones del hijo de Jonás, por las veces que el apóstol le negó, en el patio de la casa de Caifás, el sumo sacerdote.         

  Hacia el año 60, casi treinta años después de la muerte de Jesús en la Cruz, el procónsul romano Aegeas, gobernador de la región de Acaya, en la actual Grecia, ordenó el arresto del apóstol Andrés por su activa predicación del cristianismo. Conducido a Patras, ciudad en la que se encontraba el palacio del procónsul, en la península del Peloponeso, éste le instó a que renunciara a su confesión cristiana, y al negarse éste, ordenó a sus soldados que le crucificaran en una cruz de aspa; una cruz aspada que también aparece en la superficie de la obra de Pedro Mercedes, cubriendo toda la pieza, y dividiendo ésta en cuatro partes casi iguales. Por otra parte, en la pieza se representan, también, los que parecen  cuatro gotas de sangre que se derraman desde el centro de la cruz y caen hacia la parte inferior del plato, que simbolizan la sangre que el apóstol derramó durante su martirio. En la iconografía cristiana, estas gotas son un recordatorio del sacrificio y del sufrimiento que San Andrés soportó por haber mantenido su fe, y dado la vida por ella.

           

Cuenta la tradición que Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo y de Salomé, llegó hasta España en el transcurso de sus viajes de misión por todo el imperio romano. Otra leyenda cuenta que, una vez sacrificado, en el año 44, por orden del rey Herodes Agripa, quien había ordenado que fuera decapitado, su cadáver fue traslado en una barca de piedra, y conducido por los ángeles hasta la costa gallega, donde sería descubierto mucho tiempo después, a principios del siglo IX, por un religioso gallego, quien se apresuró a anunciar su descubrimiento al obispo de Iria Flavia. A partir de ese momento, los peregrinos de toda Europa comenzaron a llegar hasta la nueva ciudad, que había empezado a nacer en el lugar en el que había sido encontrado el cuerpo del Apóstol,  y que por ello había recibido el nombre de Santiago de Compostela. Tres siglos más tarde, nació en los reinos de Castilla y de León una nueva orden militar, la orden de Santiago, con el fin de proteger los caminos que conducían a aquel nuevo centro de peregrinación. Por ello, no es de extrañar que Pedro Mercedes, a la hora de realizar su obra, eligiera como motivos destacados los dos elementos más simbólicos de este nuevo culto, que había nacido en la Edad Media: la concha de vieira, como elemento taumatúrgico de protección para los peregrinos y, al mismo tiempo, de culminación del viaje, que lo repite en toda la superficie del plato, hasta en tres ocasiones; y la calabaza, que los peregrinos llevaban ahuecadas y secadas, con el fin de poder usarlas como recipientes para beber agua. Y junto a ello, la cruz de Santiago, acabada en su brazo más largo como una espada, que desde el principio había sido el símbolo que llevaban al pecho los miembros de aquella nueva orden, que estaba formada por monjes guerreros.

El caballo, por su parte, representa la iconografía típica de Santiago Matamoros, en recuerdo de su aparición en el año 844, en la batalla de Clavijo, en la que, según la leyenda, las tropas cristianas del rey Ramiro I de Asturias, cuando estaban a punto de ser derrotadas por las fuerzas musulmanas del emir Abderramán II, los cristianos tuvieron la visión de un poderoso caballero que, cabalgando sobre un hermoso caballo de color blanco, les prometió la victoria en aquella jornada. La aparición de aquel caballero, que se identificó como el apóstol Santiago, les dio fuerzas a los cristianos, quienes, con su ayuda, derrotaron al día siguiente a sus enemigos. Aunque la existencia real no ha sido contrastada por los historiadores, es, desde luego, tiene una gran importancia para los devotos de Santiago el Mayor.

            En el plato correspondiente al apóstol Bartolomé, Pedro Mercedes, refleja, en el conjunto de su iconografía, los elementos más característicos del martirio del apóstol Bartolomé, también llamado en las escrituras Natanael, sobre todo en el evangelio de San Juan. En este sentido, puede ser que ambos nombres fácilmente pueden hacer referencia a una misma persona, y que su nombre real debía ser éste, Natanael, cuyo significado, en arameo, es  “"dado por Dios", o "regalo de Dios"; el otro, Bartolomé, con el que es más conocido, hace referencia más a su genealogía paterna, “hijo de Ptolomeo”. Se le menciona, casi siempre, al lado de Felipe, de quien podría ser hermano. Su martirio, por otra parte, fue ordenado por el rey Astiages de Armenia, enojado porque éste había conseguido que el hermano del rey, Polimio, aceptara la religión cristiana. Instado el apóstol a abjurar de su fe, y negada por éste la renuncia a sus creencias sagradas, el rey ordenó que fuera desollado vivo por sus soldados, proceso que se llevó a cabo con un afilado cuchillo, que desde ese momento se convirtió en un el principal elemento de su iconografía. Y junto al cuchillo, el otro elemento que simboliza a este apóstol suele ser una piel humana, que, como el cuchillo, el santo porta entre sus manos. Pedro Mercedes representa a San Bartolomé con estos dos elementos, que se distribuyen la parte derecha de la pieza. Por su parte, el pie puede representar la firmeza, y la resistencia del santo ante el sufrimiento y la persecución religiosa a la que fue sometido. Y como en el resto de las obras de la colección, toda la superficie del plato se decora con las típicas líneas de raspado, en una especie de horror vacui, que tan característicos son de toda la obra de nuestro alfarero.

            Como Juan, Mateo, además de uno de los doce apóstoles, es también uno de los cuatro evangelistas. Para diferenciarlo de los otros tres, a Mateo se le suele representar acompañado de un ángel. Sin embargo, en esta pieza, Pedro Mercedes ha elegido una iconografía mucho más sencilla, formada por dos elementos, también muy característicos en las representaciones artísticas del antiguo publicano, cobrador de impuestos. Por una parte, el libro abierto representa, como no podía ser de otra forma, su papel como uno de los evangelistas. Por otro lado, la vela encendida que está a su lado tiene, en sí misma, varios significados, que nos parecen muy claros de interpretar: la iluminación, la inspiración divina que San Mateo recibió para escribir su evangelio, iluminando su camino y su comprensión espiritual; la presencia de Dios y la guía de Jesucristo en toda la vida del apóstol; y, finalmente, la propia luz que emana del mismo evangelio, que Mateo difundió, iluminando la verdad y la fe de todos los creyentes.

Por otra parte, no puede pasar desapercibida  una de las parábolas que Jesús, en los días previos a la Pasión, utilizó para hacer que sus discípulos pudieran comprender mejor la obra de su Padre, y que aparece, precisamente, en el evangelio de San Mateo (Mt., 25, 1-13). Se trata de la parábola de las diez doncellas, que esperan la llegada del novio, cinco discretas y previsoras y cinco negligentes. Mientras las primeras tenían suficiente aceite para sus lámparas y fueron recompensadas por ello por parte del novio, las otras cinco, que no tenían suficiente aceite en sus alcuzas, no estaban preparadas cuando recibieron la visita del señor, y por ello se quedan fuera de la fiesta de las bodas.

            A San Judas Tadeo se le suele representar con un bastón, con un libro o pergamino, o con un hacha en la mano. El bastón representa su autoridad espiritual, y su capacidad para guiar las almas hacia la luz de Dios. El libro hace referencia a que éste fue uno de los primeros escritores sagrados, al haber sido autor de una de las epístolas que conforman el Nuevo Testamento. Y el hacha, por su parte, es el elemento de su martirio: fue martirizado por orden del gobernador de Persia, junto con su hermano, Simón el Cananeo, habiendo sido, en su caso, decapitado con un hacha. También se le suele representar con una palma, como símbolo de su martirio, y de su fidelidad a la fe cristiana. No obstante, la representación elegida por el autor de los platos para Judas Tadeo resulta muy esquemática, casi abstracta incluso: una especie de triángulo y una escuadra, acompañados ambos elementos con sus característicos raspados, que cubren toda la pieza, y que a pesar de su esquematismo no nos dejan de recordar, sin embargo, algo parecido a un hacha u otra arma cortante similar, lo que podría hacer referencia al martirio del apóstol.         
   El plato correspondiente a San Juan es el más sencillo de interpretar. Tal y como es usual en la mayor parte de las imágenes en las que se representa a este apóstol, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, Pedro Mercedes utiliza para representarlo su símbolo tradicional como uno de los cuatro evangelistas, un águila. Este animal, que, por otra parte, suele decorar los ambones y los púlpitos de las iglesias, es un símbolo de la elevación y de la visión espiritual, que representa la figura de San Juan. y se asocia con este evangelista porque su evangelio es considerado el más místico y teológico de los cuatro, por encima, en este sentido, de los tres evangelios llamados sinópticos. Como el águila vuela alto y tiene una vista aguda, representa, además, la capacidad de San Juan para tener una perspectiva espiritual elevada y profunda. Por otra parte, el águila se cree que puede volar directamente hacia el sol sin ser cegada, simbolizando así que San Juan tenía una visión clara y directa de la divinidad de Cristo.

            De los cuatro elementos que, tradicionalmente, representan a Santiago el Menor, Pedro Mercedes ha elegido, para esta obra, dos de ellos: el pergamino y la palma. El pergamino, sustituido en otras ocasiones por un libro, simboliza su papel en la difusión del evangelio y la autoría de su epístola, una de las que conforman el Nuevo Testamento. Por su parte, la palma, como es usual en muchas representaciones de santos, es el símbolo del martirio, que los judíos llevaron a cabo alrededor del año 62. Según la tradición, los líderes judíos buscaban un pretexto para acusarlo, debido a su influencia en el conjunto de la población, y su defensa de la confesión cristiana. Durante la Pascua, lo llevaron a la terraza más alta del templo, desde donde lo precipitaron a la calle. Sin embargo, Santiago, que no había sufrido ningún daño en su caída, comenzó a orar por sus agresores, y entonces la multitud, enfurecida por ello, se dispuso a apedrearlo, hasta provocarle la muerte. El ceramista, sin embargo, deja de lado los otros dos elementos más característicos de su representación iconográfica: el cayado o bastón que representa su función pastoral; y su liderazgo en la iglesia primitiva de Jerusalén; y el batán o mazo, que se asocia también con la tradición de su martirio.         

  Encontramos la iconografía del plato correspondiente a Santo Tomás en la lectura del evangelio de San Juan (Jn. 20, 24-29): “Tomás, uno de los doce, llamado el Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Hemos visto al Señor. Él les dijo: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.” El plato representa, así pues, una mano, la del apóstol, con dos dedos extendidos, introduciéndose en la herida abierta en el costado del Maestro, del Señor. De éste, por su parte, sólo se representa el costado y el brazo derecho, intuyéndose la parte inferior del rostro más allá del borde superior del plato. En el margen de la pieza, entre el antebrazo de Tomás y el torso de Jesús, una interrogación, símbolo infinito de la duda.

            Simón el Cananeo era hijo de Cleofás, quien también era padre de Judas Tadeo y de Santiago el Menor, por lo que se suele afirmar que los tres apóstoles eran hermanos; y por lo tanto, los tres apóstoles eran hijos de la que en los Evangelios es llamada María Cleofás, una de las mujeres que estuvieron presentes en la crucifixión de Jesús. Su apelativo procede de la región de la que era originario, la antigua Canaán, en Galilea. Es también conocido como Simón el Zelote, porque pertenecía a este grupo político y religioso, de carácter nacionalista y violento, cuyos miembros eran reconocidos por su resistencia armada contra la ocupación romana y su firme oposición a cualquier colaboración con los invasores. Desde el punto de vista de la iconografía, los símbolos que, históricamente, han representado a este apóstol en la Historia del Arte, son muy variados: el

serrucho o el hacha, simbolizando su oficio como carpintero; el libro, que simboliza la misión evangelizadora de Simón, y su dedicación a predicar el Evangelio; el remo, que representa sus continuos viajes por muchas partes del mundo, en cumplimiento de su labor misionera, ordenada por Jesucristo; la flecha, que simboliza el objeto de su martirio, a manos del gobernador de Persia -según otras versiones, el apóstol fue martirizado con un hacha-; y la vela, que parece representar su papel como portador de la luz de la fe, una metáfora que es común también para el resto de los apóstoles, que llevaron el mensaje de Jesús a diferentes regiones. Son estas dos últimas opciones las que fueron representadas por Pedro Mercedes en este plato, quien a modo de una imagen casi abstracta, en forma de flecha o de vela, quiso representar en un obra a este apóstol, uno de los menos conocidos de los doce, al menos en lo que se refiere a su vida después de la muerte de Jesús.

            Si el plato correspondiente al apóstol San Juan es el de más fácil interpretación, éste, el de Felipe, resulta ser el de más difícil comprensión. Cuando atendemos a la iconografía más usual en las representaciones de este apóstol, lo solemos encontrar ya crucificado, o con una Cruz en la mano derecha, en atención a su martirio, ordenado por el procónsul romano de la ciudad de Hierápolis, en la actual ciudad turca de Pamukkale, en la provincia de Denizli; según otras versiones, su martirio sucedió en Frigia, o en Armenia. Detenido junto a San Bartolomé y a Mariamne. Según los “Hechos Apócrifos de San Felipe”, un documento que fue descubierto en 1974 por los profesores suizos François Bovon y Bertrand Bouvier, en la biblioteca del monasterio griego de Xenophontos, en el Monte Athos, Grecia, los tres eran hermanos. Después de haber sido sometidos a infinidad de tormentos, fueron conducidos al Templo de la Víbora, y allí fueron ejecutados; mientras Bartolomé, como se dijo en su momento, fue despellejado vivo, Felipe sería crucificado, aunque, según otras versiones del martirio, Felipe fue lapidado. Por este motivo, algunas veces el apóstol es representado también con una piedra en la mano.

Sin embargo, en nuestro caso,  toda la superficie del plato aparece cubierta por lo que parecen ser hojas de un árbol, probablemente de una higuera, alternando con lo que parecen higos, lo que redonda más es esta interpretación del plato. Sin embargo, en la tradición cristiana no conocemos una relación directa entre este fruto y el apóstol, aunque, en el  contexto bíblico, la higuera es mencionada en varios pasajes del Nuevo Testamento, y el propio Jesús mismo utiliza el ejemplo de la higuera para hablar sobre la fecundidad espiritual. Por otra parte, la representación mercediana de Felipe nos recuerda un pasaje del evangelio de San Juan, cuando el propio Felipe llevó a su hermano, Bartolomé, a conocer a Jesús, y  lo que Él le dijo al nuevo apóstol: “Antes de que Felipe te llamara,

            Finalmente, vamos a hablar del plato correspondiente a Jucas Iscariote. En este sentido, hay que recordar, una vez más, las palabras del Evangelio. “Entonces uno de los doce, que se llamaba Judas Iscariote, fue a los principales sacerdotes, y les dijo: ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré? Y ellos le asignaron treinta piezas de plata. Y desde entonces buscaba oportunidad para entregarle”. (Mt., 26, 14-16). Y más tarde, cuando el traidor ya había entregado a su Maestro, el apóstol evangelista continúa: “Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de Sangre.”

Como en el caso de Juan, la interpretación de esta pieza de Pedro Mercedes es, también, muy clara: si la mayor parte de la superficie está dedicada a la propia bolsa, que, suponemos, debe contener las treinta piezas de plata, también aparecen representados, en un menor tamaño, otros dos elementos que son, también, bastante significativos. Por un lado, en un tamaño muy poco visible, casi insignificante, la horca, en referencia al suicidio del apóstol traidor, colgado, precisamente, según la tradición, de las ramas de una higuera. Por otro lado, un cáliz volcado, derramando sobre uno de los bordes del plato su contenido sagrado, la sangre ofrecida por el Maestro en su sacrificio de amor.








 El Podcast de Clio: LA SANTA CENA DE PEDRO MERCEDES

domingo, 24 de abril de 2022

Un libro de Antonio Pérez Valero sobre la historia de la Semana Santa de Cuenca

Después de un largo descanso de casi un mes, provocado por el desarrollo de la Semana Santa, y de los necesarios preparativos previos, volvemos a recuperar la actividad propia de este blog, y quizá la mejor forma de hacerlo sea hablando precisamente de esa Semana Santa de Cuenca, que tan importante es para la mayor parte de los conquenses, también desde el punto de vista de la historia. Precisamente, quiero aprovechar esta tribuna, y este momento del año, en el que todavía resuenan en las calles conquenses el firme sonido de las horquillas de los banceros, para comentar un libro que vio la luz hace algunos meses, pero que es ahora cuando su lectura cobra todo su sentido. Se trata del texto que, bajo el título de “Apuntes para la historia nazarena conquense”, ha sido escrito por Antonio Pérez Valero, y publicado en dos volúmenes por la Excelentísima Diputación de Cuenca. Un libro necesario, pues aunque no se trata realmente de una historia de nuestra Semana Santa, en términos de una historia global, es decir, como un estudio completo y sincrético de la celebración, más allá de la usual, en estos casos, separación esquemática en procesiones y hermandades, y teniendo en cuenta, además, el papel que nuestra Semana Santa juega en el conjunto de celebraciones similares a la nuestra en otros puntos de la geografía nacional, o incluso universal, sí es importante por la ingente labor documental y de cribado de archivos que el autor ha realizado, tanto en las propias colecciones documentales de las propias hermandades -libros de actas, libros de cuentas, correspondencia diversa, …- o de la Junta de Cofradías, como en los diferentes archivos públicos con los que cuenta nuestra ciudad.

            En este sentido, tenemos que decir que, aunque la historia de nuestra Semana Santa sigue sin hacer, al menos desde el punto de vista de la historiografía “profesional”, estudiando la celebración dentro de un ámbito espacial y cronológico que marca su desarrollo en cada momento del pasado, labor que, por otra parte, requeriría para un mejor resultado de una auténtica labor de equipo por la magnitud de sus objetivos estudiables, éste es el acercamiento más plural que en los últimos años se ha hecho a este tema. Por otra parte, la estructura del libro, trabajando cada hermandad de manera separada, sin demasiada comunicación entre los diferentes capítulos, o con la propia realidad histórica de la ciudad o del país en cada periodo, ello no resta un ápice de interés a su lectura; sobre todo, queremos resaltarlo una vez más, por la gran cantidad de datos que nos proporciona, datos que, por otra parte, y al contrario de lo que viene siendo costumbre en otros libros similares anteriores, vienen acompañados de las correspondientes y necesarias citas a pie de página. Todo ello, por otra parte, facilita la futura labor de otros investigadores.

         

Dicho esto, hay que señalar aquí algunos, escasos, errores de interpretación, que también aparecen en el texto. Y es que ésta, la acertada interpretación de los documentos consultados, es otra de las características que debe tener el trabajo de todo buen investigador. Y por ello, es importante, también, el conocimiento preciso de todos los aspectos -cronológicos, espaciales, políticos, sociales, …-, que pueden haber influido en el hecho investigado. Estudiar la Semana Santa de Cuenca, como si ésta fuera una isla, ajena a otras celebraciones similares en el resto de España, o a los propios condicionamientos políticos y sociales que se fueron dando en cada momento, tanto en Cuenca como fuera de nuestra ciudad, supone siempre un conocimiento parcial de la misma. Por ello, porque la lectura del texto de Pérez Valero, a pesar del enorme interés del libro, supondría también un conocimiento parcial de la Semana Santa de Cuenca, y sin pretender hacer una crítica total al libro, es por lo que me he decidido a escribir este artículo. Sin embargo, antes de insistir en estos que, a mi juicio, sólo son errores de interpretación, quisiera mencionar aquí, por alusiones, dos aspectos concretos de cuantos se tratan en el libro: la cuestión de cuál fue la primera procesión una vez terminada la Guerra Civil, la del Jesús Nazareno de Sisante, si se produjo ésta el Miércoles Santo de 1939 o el de 1940; y el de la autoría real de las imágenes conquenses atribuidas a José Rabasa, y en concreto, la de la Virgen del Amparo.

            Respecto al primero de estos dos asuntos, el de la procesión de la imagen de Luisa Roldán, y aunque es cierto que en uno de mis primeros libros sobre la Semana Santa de Cuenca, el que dediqué a la hermandad del Paso del Huerto, siguiendo a Luis Calvo y en base a la escasa documentación existente en aquellos momentos, afirmaba que dicha procesión se había celebrado en el año 1939, la aparición de otros trabajos posteriores, y sobre todo el tantas veces citado artículo de Ramón Pérez Tornero y Carlos Julián Martínez Soria, ya dejo claro que dicha procesión no se celebraría hasta el Miércoles Santo del año siguiente. Yo mismo corregí ya aquella primera impresión en otros trabajos posteriores, que el autor del libro parece desconocer, tal y como se desprende de la crítica que se me hace. Basta, como prueba de ello, lo que escribí en la posterior monografía, que dediqué a la hermandad de Nuestra Señor de la Amargura con San Juan Apóstol: “ Mucho se ha hablado respecto a si fue en 1939 o en 1940 cuando pudo salir en procesión la talla de Jesús Nazareno, obra de Luisa Roldán, que se venera en el convento de las clarisas de Sisante. Luis Calvo defendía la primera de las fechas, basándose sobre todo en un texto bastante posterior, que sería publicado en el diario Ofensiva, en 1958. Sin embargo, sólo con atender a la lógica se puede llegar a pensar que aquello era, en la situación en la que España estaba entonces sumida, algo prácticamente imposible. Hay que tener en cuenta que sólo unos pocos días después de que las tropas nacionales entraran en Cuenca, era ya Viernes de Dolores, y que además todos los camiones de la provincia habían sido requisados durante el conflicto para el servicio de un ejército o de otro. Fueron, no obstante, Carlos Julián Martínez Soria y Ramón Pérez Tornero, los que transformaron definitivamente aquella presunción sin pruebas en una realidad plenamente documentada.”

            Por otra parte, Pérez Valero, en el capítulo que el autor dedica a la hermandad de la Virgen de la Amargura, afirma lo siguiente: “Queda la hermandad reducida a la nada como consecuencia del conflicto bélico de 1936, y aun cuando algunos autores suponen la posibilidad de que se participase ya en el desfile de 1940, con un paso compuesto por las imágenes de San Juan y la Virgen que anteriormente habían compuesto el paso del Descendimiento, considero imposible esta posibilidad, pues ya hemos visto que el Miércoles Santo únicamente desfiló el Nazareno de Sisante”. Y en nota a pie de página, el autor menciona como defensores de esta teoría a Luis Calvo y a mí. Dejando aparte a aquél, quiero dejar clara también mi postura respecto a este tema, y que ya relaté en mi libro sobre la hermandad, citado erróneamente por el propio Pérez Valero. Allí, después de exponer el punto de vista del propio Calvo Cortijo, y precisamente con el fin de desmontar esa teoría, escribí lo siguiente: “Sin embargo, para Moraleja y Pérez Calleja, en aquel Miércoles Santo sólo desfiló la imagen de Sisante; por lo que respecta a las otras hermandades, si bien la del Ecce-Homo desfiló con un Calvario de la catedral, pero lo hizo en la mañana del Viernes Santo, nada dicen sin embargo, ambos autores de la posible composición de la calle de la Amargura a partir de sendas imágenes de San Juan y de la Virgen que habían pertenecido al antiguo paso del Descendimiento, y que habían logrado sobrevivir al conflicto bélico. ¿Correspondería entonces este primer desfile citado por Luis Calvo, al menos por lo que respecta a las tallas de San Juan y la Virgen, al que se celebró en el año 1941’ Hay que tener en cuenta que el paso de Marco Pérez no llegaría a Cuenca hasta el año siguiente.”

Y respecto al otro asunto citado, el de la autoría real de la imagen de la Virgen del Amparo, la lectura que Antonio Pérez Valero hace de mi teoría es, también, parcial e incompleta. En efecto, en el libro que dediqué a la hermandad de Jesús Resucitado propuse el nombre del escultor valenciano Enrique Galarza, como uno más de los imagineros que, en un momento de su vida, trabajaron para el taller de Rabasa, pero como uno más de los escultores que así lo hicieron, y refiriéndome sólo a la imagen de Nuestra Señora de las Angustias; por otra parte, ya en el mismo texto aduje los pros y los contras de la posible atribución a éste de la imagen de la hermandad del Resucitado. Y en otros trabajos posteriores a éste, desde mi aportación personal al congreso “Arte, Cultura y Patrimonio”, celebrado en Ávila en 2018, -“Las imágenes conquenses atribuidas a Rabasa. Una teoría de conjunto”-, que fue publicada después en este mismo blog, en dos entregas, los días 23 y 31 de marzo de 2019, hasta un último artículo que, ha sido publicado en la revista electrónica “Surrexit Vere”, que edita la propia hermandad, en su número correspondiente a este mismo año -“La talla de Nuestra Señora del Amparo. Consideraciones sobre su verdadera historia”-, he dejado clara mi postura personal a este respecto: la autoría probable de la imagen de la Virgen de las Angustias, la que se venera en su ermita, junto a la ribera del Júcar, por parte del ya citado Enrique Galarza, y la posible, sólo posible, autoría de las tallas de la Virgen del Amparo y de María Magdalena, por parte del también valenciano Vicente Navarro Romero.

            Dicho todo esto en ejercicio de mi propia defensa, pasaré ahora a destacar algunos de esos errores de interpretación, propios de quien sólo ha realizado una labor de extracción documental. En este sentido, el autor cita una hasta ahora desconocida ceremonia del Descendimiento, que en el caso de Cuenca se celebraba en las propias naves de la catedral, como una ceremonia de carácter únicamente litúrgico, sin ninguna derivación de carácter popular que pudiera celebrarse en la calle, fuera ya del control del clero catedralicio. El descubrimiento de esta celebración, de la que hasta ahora nada se sabía, es también importante en sí mismo, pero lo es más importante si contemplamos esta ceremonia desde un punto de vista más amplio, como algo que era usual en todo el país, en la noche del Viernes Santo: una celebración que tenía su primera parte en el interior de las iglesias, en el caso de Cuenca, como ahora sabemos, en la propia catedral, en la que un sacerdote hacía bajar de la cruz la imagen de un Cristo articulado, que, convertido en un Cristo yacente, era dejado en manos del pueblo seglar, iniciándose así, ya en la calle, la procesión del Santo Entierro. Es probable que sea precisamente el hecho de que, en Cuenca, esa ceremonia se celebrara dentro del templo catedralicio, lo que haga posible quizá que en la documentación conservada no se aprecie ningún dato referente a esa segunda parte de la celebración, la más popular y ajena a la liturgia: a los canónigos sólo les interesaría el primer acto de la celebración, el que se celebraba en el interior de la catedral.

Mucho es lo que hay que decir, también, respecto a los diferentes cabildos y hermandades, penitenciales o no, que existían en Cuenca en los años del Antiguo Régimen. Respecto al cabildo de San Pedro, o de la Epifanía, que contaba incluso con capilla propia en el último tramo de la calle homónima, junto a la casa familiar de los Enríquez, y que ya existía en plena Edad Media -probablemente se trataba de la cofradía más antigua de todas las que fueron establecidas en la ciudad del Júcar-, Antonio Pérez Valero, erróneamente, la cita como la hermandad gremial de los profesionales del peine y carda de la lana, cuando en realidad, a partir del siglo XVI, se convirtió en la hermandad profesional de aquellos que estaban al servicio del tribunal de la Santa Inquisición; el realidad, en Cuenca, como en el resto de España, el gremio de los cardadores debía estar bajo la advocación de San Blas de Sebaste. Y por lo que respecta al cabildo de Nuestra Señora de la Soledad, que organizaba ya desde mediados de ese mismo siglo XVI la procesión penitencial de la noche del Viernes Santo, y aunque Pérez Valero lo niegue, ya desde esa centuria estaba dirigida por las clases sociales más poderosas de la ciudad, herederas de los antiguos cabildos de caballeros hijosdalgo. Así se demuestra a partir de algunos nombres que figuran entre los directivos de la hermandad durante los siglos XVI y XVII, coincidentes en muchas ocasiones con aquellos que formaban parte, como regidores, del Ayuntamiento de la ciudad, e incluso con algunos de los procuradores que representaron a ésta en las diferentes reuniones de Cortes que se celebraron en aquel siglo XVI.

Por otra parte, el autor tampoco llega a interpretar adecuadamente la relación existente en el Antiguo Régimen, entre los diferentes cabildos matrices -de la Vera Cruz, de San Nicolás de Tolentino, e incluso de la Virgen de las Angustias, establecida en la parroquia de San Juan y ya descubierto por mí hace algunos años, y que organizaba una antigua procesión los días inmediatamente anteriores a la Semana Santa, concretamente el Domingo de Lázaro-, y las diferentes hermandades satélites que, formando parte de ellos, habían nacido para organizar una parte de la procesión general, la correspondiente a un paso concreto de la misma. Hermandades que nacieron principalmente a lo largo del siglo XVII, y que se fueron independizando de sus respectivos cabildos matrices durante la centuria siguiente, terminando por conformar nuestras más antiguas hermandades de Semana Santa, a pesar de las diferentes vicisitudes a las que tuvieron que hacer frente en los siglos siguientes -crisis, guerras, desamortizaciones, desapariciones y nuevas reconstrucciones, …- Porque la virtual desaparición temporal de una hermandad por este tipo de crisis coyunturales, no es óbice para que las posteriores restauraciones y recuperaciones, una vez pasada aquella coyuntura, puedan ser consideradas como etapas nuevas de la misma cofradía. Por esa misma razón, la reconstrucción de nuestras hermandades a partir de 1939, una vez terminada la Guerra Civil, no significa en absoluto la creación de nuevas hermandades, diferentes a las cofradías homónimas que ya existían antes de la guerra.

La polémica se aviva más, si cabe, en lo que se refiere al cabildo de la Vera Cruz, y al origen de la procesión del Jueves Santo. Una polémica completamente artificial, por cierto, pues ya he demostrado en otros espacios anteriores, que hay documentación suficiente para demostrar la relación existente entre uno y otra. Sin embargo, sí quiero insistir en el tema, en base a una serie de hechos que, trabajados aisladamente, parecen ser reflejo de una serie de casualidades, pero que, estudiados en conjunto, demuestran una realidad que está por encima de todas esas casualidades; en efecto, cuando las casualidades se concatenan de una manera insistente, deberíamos pensar que ya no se trata de simples casualidades. Y eso es precisamente lo que sucede con el cabildo de la Vera Cruz, e incluso con algunas de sus hermandades satélites. Así, a principios del siglo XVI, la epidemia de peste que se extendió por toda la ciudad entre los años 1508 y 1509, provocó en nuestra ciudad, como en otros puntos de la geografía española, la devoción a San Roque, uno de los santos taumatúrgicos contra las epidemias, e incluso obligó al propio Ayuntamiento de Cuenca, a celebrar institucionalmente la festividad del santo francés, celebración que todavía se mantiene. Es en estas mismas fechas, probablemente, cuando se llevó a cabo la construcción de la propia ermita de San Roque, en la jurisdicción parroquial de San Esteban, pero muy cerca físicamente del convento de los franciscanos, orden que, por otra parte, fue la que desarrolló en toda España el culto a la Vera Cruz y a la pasión de Cristo. Poco tiempo después, en 1527, y también a iniciativa municipal, se creaba la hermandad de la Misericordia, uno de cuyos fines era el enterramiento de pobres y de ajusticiados; hermandad, que, además, quedó establecida también en la propia ermita de San Roque.

Y la existencia, también en el compás del convento de San Francisco, den su zona de influencia, del hospital homónimo de la Misericordia, con probable relación con la propia hermandad, entre la calle Carretería y la que le dio nombre durante muchos años, la que actualmente se llama José Luis Álvarez de Castro, así como la confluencia de los nombres de algunos regidores del Ayuntamiento, como Juan de Ortega o Hernando de Valdés, el padre de los famosos gemelos Juan y Alfonso de Valdés, con la instauración en el Campo de San Francisco de una gran cruz de piedra, tipo humilladero, son también otros aspectos de esta casualidad concatenada, a la que estamos haciendo referencia. Como lo es también la existencia, ya en 1552, del cabildo de hortelanos, radicado en el propio convento de los franciscanos, en el que según algunos documentos existía también, ya en los primeros años de la centuria, una hermandad dedicada a la Sangre de Cristo. Puesta en una misma balanza esta concatenación de casualidades, no resulta extraño pensar que el origen de la hermandad que muy pronto va a ser llamada de la Vera Cruz, Sangre de Cristo y Nuestra Señora de la Misericordia, con este nombre complejo, podría haber surgido en los años intermedios del siglo XVI, a partir de la fusión de una hermandad de carácter penitencial, la de la Vera Cruz, radicada en el convento de San Francisco, y otra de carácter asistencial, la de la Misericordia, radicada en la ermita de San Roque, y que en este momento pasaría a denominarse como Nuestra Señora de la Misericordia. La transformación de la advocación mariana, que sólo algún tiempo después pasaría a denominarse de Nuestra Señora de la Soledad, quizá a partir de un desarrollo más penitencial en su seno, sería entendible desde la comparación con otras transformaciones similares que se pueden observar en otras ciudades españolas.

Por otra parte, la indeterminación existente en los documentos, a la hora de dar nombre a esta hermandad, que ya desde la década de los años setenta recibe el nombre, como ya sabemos, de la Vera Cruz y de la Misericordia, y pocos años más tarde, el de cabildo de la Vera Cruz, Sangre de Cristo y Nuestra Señora de la Misericordia, no demuestra que pueda tratarse de diferentes instituciones de este tipo, sin nada en común entre ellas, sino más bien todo lo contrario. Sobre todo, si tenemos en cuenta el hecho de la consecutiva coincidencia entre las diferentes costumbres y obligaciones a las que los hermanos debían acudir. No siempre que se nombra en los documentos un instituto de este tipo, tiene por qué mencionarse con el nombre oficial. Ejemplo de ello lo tenemos también en otros casos más cercanos a nosotros, incluso en la actualidad: cuando hablamos de la hermandad del Cristo de los Espejos, que oficialmente no existe como tal, o de Nuestro Padre Jesús de las Seis, todos sabemos que nos estamos refiriendo, respectivamente, a las hermandades del Cristo de la Luz y a la de Jesús Nazareno del Salvador. En el caso concreto del Paso del Huerto, por ejemplo, ¿se podría entender la existencia de dos hermandades diferentes de esta advocación, establecidas ambas en la ermita de San Roque, y dependiente una de ellas del cabildo de la Vera Cruz y la otra de hermandad de la Sangre de Cristo, diferente de la primera? ¿Se podría entender, por otra parte, dos hermandades de la Vera Cruz, establecidas en una misma sede canónica, y sin ninguna relación entre ellas? Ni la costumbre, ni la propia legislación del Concilio de Trento, lo permitían.

Los documentos de los siglos XVI y XVII reflejan la forma de hablar propia de las personas que vivían de aquella época, de la misma manera que la documentación del siglo XXI refleja la manera de hablar de las personas que vivimos en en la actualidad. Viene esto en relación con la afirmación de Pérez Valero, en el sentido de que había hermandades que tenían su sede canónica fuera de los templos religiosos, en la misma calle. En mis ya largos años investigando la religiosidad popular, y en mis abundantes lecturas sobre el tema, nunca me he encontrado una hermandad religiosa que no estuviera radicada fuera de un edificio de carácter religioso, sea ésta la propia catedral, una iglesia, un convento, una ermita, o incluso, en ocasiones, un oratorio o capilla particular. Si en la documentación aparece, como es el caso, una hermandad de la Vera Cruz de los Portales Largos, por ejemplo, es sólo una manera de hablar: no quiere ello decir que la sede de la hermandad se encontrara en el espacio de la ciudad que era conocido de esta forma por los conquenses de principios del siglo XIX, alrededor del llamado Campo de San Francisco, sino en un templo cercano a ese espacio, sea éste la ermita de San Roque o el propio convento de franciscanos. ¿Podría algún historiador que, dentro de doscientos o trescientos años, quisiera recuperar, a partir de ciertos documentos, la historia de nuestra hermandad del Jesús del Puente, y aunque el resto de los documentos que la mencionan con su nombre oficial hubieran desaparecido, afirmar que dicha hermandad tenía su sede canónica al amparo sólo de un puente cualquiera, y no en la iglesia que se encuentra junto a ese puente? Desde luego, todos estaríamos dispuestos a afirmar que, si alguien lo hiciera, estaría completamente equivocado.

En los documentos correspondientes a la segunda mitad del siglo XVI se demuestra, también, que se trata de la misma hermandad, principalmente el de 1616, que además de nombrar a la hermandad con su nombre completo, ya tantas veces citado: cabildo de la Vera Cruz, Sangre de Cristo y Nuestra Señora de la Misericordia. Porque este documento habla también de la procesión del Jueves Santo, que ya organizaba, como sabemos, desde la centuria anterior, así como la obligación que aún mantenían de enterrar a sus expensas a aquellos que eran condenados a la pena capital. Demuestra, además, que las crisis en el seno de la hermandad fueron frecuentes y repetitivas, crisis internas y crisis externas, provocadas en este caso por la Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, y más tarde, por la Guerra de la Independencia y las leyes desamortizadoras liberales . Esas crisis llevarían, como consecuencia, a una nueva concepción del viejo cabildo, con la independencia total de las antiguas hermandades satélites, que terminaron por sustituir al cabildo matriz en la organización de la propia procesión, e incluso en la costumbre de enterrar a los reos, y desembocarían finalmente en la creación, a mediados del siglo XIX,  de la Archicofradía de Paz y Caridad, no como una realidad nueva, sino como una forma diferente de entender la relación entre el viejo cabildo y sus hermandades satélites.

Finalmente, y sobre la relación entre la hermandad y los religiosos franciscanos, de la que ya he hablado, quiero señalar el hecho de que influencia no tiene por qué significar dependencia directa. Hay que incidir, además, en el hecho de que es posible que la ermita de San Roque, en la que la hermandad estaba radicada y era propietaria de la llamada Capilla de los Pasos, pudiera ser incluso una fundación de carácter municipal. Es el Ayuntamiento el que a principios del siglo XVI, como hemos visto, pone a la ciudad bajo el patrocinio del santo francés, y es el Ayuntamiento el que, unos años más tarde, solicitó del propio emperador Carlos V la autorización para crear la hermandad de la Misericordia. Por supuesto, jurisdiccionalmente, la ermita pertenecía a la parroquia de San Esteban, pero ello no es óbice para que, tanto la ermita como la propia hermandad, o el hospital homónimo, se encontraran junto al compás del propio convento franciscano. Y las relaciones entre el clero secular y el clero regular, por otra parte, si bien en algunos momentos de la historia se caracterizaron por un cierto enfrentamiento, en muchas ocasiones, también, esa relación fue de estrecha colaboración. Ejemplo de esa colaboración lo tenemos también, a otro nivel, en el propio cabildo de San Nicolás de Tolentino, que si bien estaba radicado canónicamente en el convento de San Agustín, mantuvo ya entonces ciertas relaciones históricas con la propia parroquia del Salvador, en la que terminarían estableciéndose una vez desaparecido el convento de San Agustín.

Dicho todo ello, creemos que el trabajo de Antonio Pérez Valero, más allá de esas puntualizaciones que no tratan de ser una crítica a su valiosa labor, sino sólo una manera diferente, más cercana probablemente a la realidad, de entender el hecho historiado por él, es ciertamente interesante. Se trata, es cierto, de un libro necesario, que debe ser leído por todos aquellos que queremos conocer mejor qué es, y qué significa, nuestra Semana Santa, esta época del calendario anual en la que la ciudad entera se transforma. Y es importante no sólo por la gran documentación que aporta, sino también, por el uso correcto de las fuentes, en lo que se refiere a la utilización obligatoria de las citas a pie de página, tanto en los documentos de archivo como en la bibliografía utilizada por el autor. Aspectos ambos, por otra parte, que facilitarán enormemente el trabajo de historiadores posteriores, porque la investigación histórica es, siempre, por definición, una tarea inacabada, que siempre debe estar sujeta a la aparición de nuevos documentos y de nuevas interpretaciones.




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