Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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viernes, 12 de noviembre de 2021

Pelayo Quintero Atauri, renovador de la arqueología en España y en Marruecos

 Una de las metas que yo me propuse cuando empecé a construir este blog sobre historia de Cuenca, pero también sobre cualquier otro aspecto que pudiera estar relacionado con este tipo de conocimientos humanísticos, tan denostados en la actualidad por los diferentes planes de estudio y, como consecuencia de ello, también por el conjunto de la sociedad, fue la de intentar acercar al lector algunos documentos originales de archivo, curiosos y desconocidos por el público en general. Pero también, como el lector ha podido comprobar a lo largo de este tiempo, dar a conocer algunos libros que, de alguna manera, pudieran estar directamente relacionados con las ciencias humanas, y en concreto con la historia, desde novelas históricas hasta ensayos de investigación, orientados principalmente para los especialistas, o trabajos de divulgación histórica. En este marco, he querido dedicar algunas de las entradas a diferentes libros sobre la historia de Cuenca, o sobre algunos personajes históricos conquenses, algunos de ellos desconocidos por el público en general, que por haber sido publicados lejos de nuestra ciudad, y fuera de los canales usuales de distribución, no son fáciles de localizar por el conjunto de los conquenses. Y éste es el caso del texto que esta semana quiero comentar, la biografía de uno de esos conquenses olvidados, el arqueólogo e historiador Pelayo Quintero Atauri, que ha sido realizada por uno de sus mayores admiradores, el también arqueólogo gaditano Manuel J, Parodi Álvarez, y publicada por la editorial andaluza Almuzara este mismo año.

          

  ¿Quién fue realmente este Pelayo Quintero Atauri? Antes de adentrarnos en su biografía, y en la relación que desde su nacimiento le unió con la provincia de Cuenca, y especialmente con las tierras manchegas del viejo priorato de Uclés, tan cercanas a la ciudad hispanorromana de Segóbriga, que tanto le marcara en su niñez, y le señalara su verdadero camino profesional, quiero ofrecer al lector unas breves pinceladas de conjunto sobre lo que el conquense representó para el devenir del estudio arqueológico en todo el siglo XX. Porque Pelayo Quintero, más allá de los descubrimientos arqueológicos, siempre interesantes, que pudo realizar a lo largo de su carrera, fue, en primer lugar, un hombre de su tiempo, que vivió a caballo entre el siglo XIX y la centuria siguiente. Es decir, si en el momento en el que él empezaba a excavar en la tierra, la arqueología española se encontraba aún en una situación incipiente, que tenía más que ver con el anticuarismo, la aventura y la simple búsqueda de tesoros, que con un verdadero estudio científico de los restos descubiertos y de los yacimientos, tal y como ahora la entendemos, después, conforme fue avanzando el desarrollo de la disciplina, ésta terminó por convertirse en una cuestión de método y de trabajo científico. Y el conquense, que fue, más o menos, coetáneo de Howard Carter, el descubridor de Tutankamón, de Hiram Bingham, el descubridor de las ruinas de Machu-Pichu, de Adolf Schulten, el renovador de los estudios sobre Tartessos, y también de otros arqueólogos de aquella época gloriosa, fue también parte de esa transformación de la arqueología como ciencia.

Recogemos aquí las palabras del propio Parodi: “Pelayo Quintero puede ser considerado como uno de los más claros representantes de la arqueología anticuaria, más o menos anacrónica, en la España de fines del XIX y principios del XX, pero también, y al mismo tiempo, sería uno de los primeros representantes de la disciplina arqueológica ya moderna en nuestro país. Se trata de una época en la que no existía la formación arqueológica como tal en las universidades españolas, y Quintero viene a formar parte (hasta cierto punto representándolos, encarnándolos) de los inicios del cambio en la disciplina arqueológica en España, en la medida en la que no fue un simpe (y admirable) aficionado, un diletante, sino que partió desde  una formación universitaria en la Universidad Central (actual Complutense) de Madrid y se formó inicialmente en el trabajo de campo arqueológico con su pariente Román García Soria, en el yacimiento de Segóbriga o Cabeza de Griego, para continuar esta senda en ulteriores destinos (esencialmente en Andalucía, y desde diferentes perspectivas, como veremos,…). De este modo y por esta razón, por ejemplo, es de notar como Quintero trabaja con método, en el campo y en el gabinete, y como documenta y escribe de forma muy correcta y acertada (para su juventud y su época), aunque es de señalar igualmente que en sus orígenes viene a transitar también entre materias y contenidos muy diversos, entre los que destacan las bellas artes, así como la historia del arte y la crítica artística, campos en los que se centraba el objeto de sus intereses, aficiones y afanes. Baste mencionar en este sentido su gran obra, Sillerías de Coro, publicada en 1928, entre otros trabajos dedicados a la historia del arte, disciplina que el ucleseño no abandonaría jamás por completo.”

            Por todo ello, el conquense tiene un hueco predominante en la historia de la arqueología, por más que después, por diferentes razones que nada tienen que ver con el desarrollo de su trabajo, haya sido olvidado por muchos de los arqueólogos actuales; y también, por algunos de aquellos que tanto le debían mientras que el conquense aún se encontraba con vida. Una excepción honorable a ese olvido generalizado, y quiero destacarlo aquí, fue el profesor Enrique Gozalbes Cravioto, tristemente desaparecido también hace algunos años, quien probablemente fue el mejor conocedor de la historia de la arqueología española, y quien precisamente vino a terminar su carrera como docente y como arqueólogo en nuestra ciudad, desde su cargo de profesor de Historia Antigua en la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades, de la Universidad de Castilla-La Mancha. Sobre ese manto de olvido que la arqueología española, en su conjunto, ha tendido sobre nuestro protagonista, Manuel Parodi ha escrito lo siguiente: 

            “Su figura y su obra han estado sumidas en el olvido, un olvido que entendemos consciente, deliberado y nada inocente, y que ha sido consecuencia de una forma de damnatio memoriae ejercida sobre el personaje ya en vida del mismo, tras la guerra civil. Quintero, un monárquico liberal en la órbita del sistema político de la restauración, en la esfera de Sagasta, no comulgaba con el régimen franquista ni con los principios del fascismo, y sufriría la represión de los vencedores en la contienda, a lo que habrían de sumarse las querellas y acaso las envidias locales gaditanas, que le pasarían igualmente factura… En este sentido es de señalar que la figura de Quintero no ha recibido durante décadas la consideración que le correspondía en el seno de la arqueología española. Se le ignoraba como arqueólogo (notable excepción la constituida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, acaso el más destacado especialista en historia de la arqueología española, quien lo incorporaría al Diccionario Histórico de la Arqueología en España…); sus trabajos estaban sujetos a una continua puesta en solfa, desatendiendo al necesario rigor a la hora de considerar desde la perspectiva de su tiempo (esto es, desde un punto de vista historiográfico) la labor de quienes nos han precedido en una u otra disciplina, y no brindando a Quintero la natural y misma consideración desde una perspectiva historiográfica que se ofrece a los trabajos de investigadores de hace un siglo, en una exclusión  que claramente entendemos relacionada con la antedicha damnatio memoriae ya planificada en vida del mismo Quintero, y por motivos que aunaban lo político con el interés de determinados significativos personajes de la oligarquía gaditana de la época (alguno de los cuales fue asimismo del régimen franquista, en cuyo seno alcanzaría las más altas instancias de poder [el autor se está refiriendo al propio José María Pemán]) por eliminar a un incómodo rival del horizonte cultural local de Cádiz).”


            Pelayo Quintero había nacido en Uclés, la antigua sede en Castilla de la orden militar de Santiago, a la sombra de su monasterio prioral, el 20 de junio de 1867. Realizó sus estudios en Madrid, donde simultaneó la carrera de Derecho, acuciado a ello, muy probablemente, por las presiones familiares, con estudios más personales de Dibujo, en las escuelas de Bellas Artes y de Artes y Oficios, así como también en la Escuela Superior de Pintura, y también en la Escuela de Diplomática, a la cual estaba reservada, en aquellos momentos, la especialización profesional para el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios. Y en su pueblo natal, y a la sombra en un primer momento de cierto familiar suyo, probablemente su tío abuelo, Román García Soria, quien en aquel momento ejercía, al menos de facto, la dirección de las excavaciones en la cercana ciudad romana de Segóbriga, se despertó en nuestro personaje una fuerte atracción por la arqueología, por recuperar desde el fondo de la tierra interesantes retazos de nuestro pasado. Y gracias a aquellas primeras experiencias con la piqueta, además, pudo llegar a conocer a algunos de nuestros más gloriosos arqueólogos decimonónicos, especialmente a Fidel Fita, con quien colaboró, además, en sus tareas de publicación de los restos epigráficos del yacimiento, incorporados por el sabio catalán al monumental Corpus Inscriptionum Latinarum.

            Terminada su etapa de formación, Pelayo Quintero ejerció como profesor de Dibujo en diferentes ciudades andaluzas: Granada, Málaga y Sevilla primeramente, periodo que aprovechó para realizar diferentes trabajos arqueológicos en el importante yacimiento romano de Itálica, patria de origen que había sido de una de las más importantes dinastías de emperadores romanos: la dinastía antonina. Sin embargo, sería su posterior llegada a Cádiz, en 1904, cuando empezó a desarrollarse la etapa más fructífera de su carrera profesional, como director del Museo de Bellas Artes de aquella ciudad mediterránea, con sus trabajos arqueológicos, al frente de diferentes yacimientos de la propia capital y de la cercana ciudad de San Fernando, y especialmente diferentes necrópolis púnicas como las de Santa María del Mar y Punta de la Vaca, y también con los diferentes cargos de dirección y representación que mantuvo en diferentes asociaciones culturales locales, provinciales, e incluso regionales. En este sentido, hay que destacar su labor desempeñada en la celebración del primer centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912, fruto de la cual, y siempre bajo la inspiración del conquense, quedaría para la posteridad el gigantesco monumento que se levantó en la Plaza de España, bajo proyecto de Modesto López Otero y ejecución de Aniceto Marinas, y el lapidario que desde entonces decora la fachada del Oratorio de San Felipe Neri, lugar en donde se celebraban las reuniones de las Cortes, y que recuerda a algunos de los diputados que llegaron a la hermosa ciudad del Mediterráneo desde las diferentes provincias españolas, a un lado y otro del Océano Atlántico.

            Pero la principal tarea que el conquense desempeñó en Cádiz tuvo más que ver con la arqueología, a pesar de las muchas dificultades a las que Quintero Atauri tuvo que hacer frente, especialmente en sus últimos años, debido a su avanzada edad y a su delicado estado de salud. Así, los materiales que él iba recuperando de la tierra, en sus diferentes excavaciones, el conquense los iba depositando en su Museo de Bellas Artes, quizá en detrimento del propio Museo Arqueológico, aunque finalmente terminaría por cederlo a éste, después de haberse marchado ya de Cádiz; y es que, pese a su marcha de la ciudad, él oficialmente él no había sido cesado en la dirección del museo gaditano. ¿Qué es lo que obligó al conquense a cruzar el Estrecho de Gibraltar, e instalarse en la capital del protectorado español en Marruecos, como director, ahora, del nuevo Museo arqueológico de Tetuán? No, desde luego, sus propios intereses personales, sino ciertas presiones ejercidas sobre el nuevo gobierno franquista desde algunos elementos de la nueva sociedad gaditana surgida al finalizar la Guerra Civil, tal y como Manuel J. Parodi afirma desde algunos capítulos de su libro. Este hecho, su traslado al protectorado, le abrió la posibilidad de poder trabajar en las excavaciones de la antigua ciudad númido-fenicia de Tamuda, reconvertida en tiempos de Calígula y de Claudio en un campamento romano de gran importancia, y sobre todo, de convertirse en el gran renovador de la arqueología marroquí en el siglo XX, como ya lo había sido, también, de la arqueología andaluza y española algunos años antes.

            Pelayo Quintero falleció en Tetuán en 1946. Después de que este hecho se produjera, y durante mucho tiempo, siempre hubo una flor roja sobre su blanca tumba, en el cementerio español (cristiano) de Tetuán. El hecho, real gracias a la generosidad de su fiel criado Maimún, se tuvo durante mucho tiempo como una leyenda urbana. Es curiosa la forma en la que el destino, el hado, trazó sus últimas decisiones sobre este conquense, a veces tan incomprendido. El mismo hado permitió que una de sus grandes obsesiones, el hallazgo del sarcófago fenicio, se hiciera realidad mucho tiempo después de su muerte, y además, en el lugar más insospechado. Poco tiempo antes de su llegada a Cádiz, a finales del siglo XIX, había aparecido en la ciudad el sarcófago antropomorfo fenicio, y el conquense, desde su llegada a la ciudad, siempre deseó poder hallar la pareja de ese sarcófago, otro que tuviera forma de mujer. El conquense tuvo que abandonar la ciudad sin poder encontrarlo, y sería mucho tiempo después de su fallecimiento, en 1980, cuando, por fin, apareció aquel sarcófago, y precisamente en el solar en el que antes había estado su casa, la única casa que él habitó mientras vivía en la “Tacita de Plata”. Otra leyenda urbana cuenta que él ya había descubierto aquel sarcófago antes de abandonar la ciudad, y que lo había escondido allí con el fin de tenerlo siempre más cerca. Otra leyenda urbana sin sentido, pues cualquier persona que conociera a nuestro arqueólogo habría sabido que él nunca hubiera actuado de esta forma, que él nunca hubiera dudado en ofrecer su descubrimiento al conjunto de la sociedad gaditana y española, aunque fuera desde una de las salas de su Museo de Bellas Artes.



lunes, 8 de marzo de 2021

Una historia, o varias, sobre la arqueología conquense

 

            No es frecuente encontrar un libro sobre arqueología que esté escrito de una manera tan desenfada y sencilla de entender para un lector no avezado en literatura científica, como éste que vamos a comentar esta semana.  Su título, “La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis, y otras historia de la arqueología española”, ya da una idea de cuáles son los verdaderos intereses de su autor, Vicente González Olaya, periodista del diario El País que está especializado en asuntos relacionados con la cultura y sobre todo, con los diferentes aspectos de la defensa del patrimonio cultural español: hacer una historia de la arqueología española basada en un puñado de descubrimientos importantes, y hacerla en clave de humor, pero sin olvidar tampoco la seriedad científica que este tema requiere; es decir, escribir un libro de carácter científico, pero al que pueda enfrentarse cualquier lector interesado, independientemente de sus conocimientos previos en el tema, pero manejando datos y fuentes contrastadas y veraces. Se trata, en fin, de una historia de la arqueología española a lo largo de veintiún capítulos, en los que se van desgranando algunos de los más importantes descubrimientos de la arqueología de nuestro país, desde los años “heroicos” de nuestros estudios arqueológicos, allá por el siglo XIX, hasta los últimos hallazgos realizados. Y entre ellos, entre uno de esos últimos descubrimientos, quiero destacar aquí el capítulo que el autor dedica a un yacimiento conquense, destinado a ser, ya lo está siendo, uno de los grandes hitos de nuestra arqueología: la villa romana de Noheda.

           

En alguna otra ocasión ya he escrito sobre esta importante villa romana, y sobre todo, sobre su espectacular mosaico, formado por millones de teselas de colores. Un mosaico y una villa de los que, poco a poco, ya se van conociendo más cosas, gracias a la interesante labor que vienen realizando los arqueólogos en los últimos años, bajo la dirección de Miguel Ángel Valero. Por ello, creo que el yacimiento va siendo también mejor conocido por el conjunto de los conquenses, aunque sigo teniendo la sensación de que muchos siguen sin ser conscientes de la verdadera importancia que éste tiene en el conjunto del estudio arqueológico actual. Conocemos, más o menos, ese mosaico figurativo, impresionante en sus dimensiones y en la calidad de sus figuras, pero seguimos sin comprender su importancia, el hecho de que no existe en toda España, y son muy pocos los que hay en el mundo, que lo sobrepase en dimensiones, o que la gran cantidad de teselas que contiene permitió a los maestros que se encargaron de su elaboración, allá por el siglo IV, la creación de sombras y de un cierto movimiento en la representación. Un mosaico que podría figurar en un lugar destacado, desde luego, en las mejores salas del tunecino Museo del Bardo, el más importante museo del mundo especializado en este tipo de arte.

            Aún no conocemos quién fue el propietario de esta villa singular, pero está claro que, por la riqueza que contiene, debió ser sin duda un personaje muy importante en el conjunto del imperio romano de Occidente, no pudiendo descartar, incluso, que pudiera tratarse de algún miembro de la familia imperial, que en este momento estaba regida, precisamente, por uno de los emperadores hispanos, Teodosio el Grande (Couca,  Coca, Segovia, 347 – Milán, Italia, 395). Esperemos que las próximas excavaciones en el yacimiento puedan dar más luz respecto a ello, así como también a otros asuntos de interés, como los relacionados, por ejemplo, con la implantación del cristianismo en la meseta en los siglos iniciales de la nueva religión. Para entonces, el cristianismo hacía ya más de medio siglo que había sido autorizado en todo el imperio, a raíz de la promulgación por Constantino del Edicto de Milán, en el año 313, y se supone que estaba a punto de convertirse en la religión oficial del estado, lo que sucedería en el 380. Sin embargo, aún no ha podido ser hallado en Noheda ningún objeto que nos hable de esa nueva religión; por el contrario, los mosaicos de la villa reflejan todavía algunos mitos paganos, y todo lo desenterrado hasta la fecha nos recuerda a las villas y los grandes palacios que fueron levantados en Roma durante los dos primeros siglos. No voy a insistir más en el tema de la villa romana de Noheda, a la que, por otra parte, he dedicado uno de los dosieres que figuran en la sección de Noticias Históricas de este blog.

            De alguna forma, no es éste el único capítulo que González Olaya dedica en su libro a la arqueología conquense. Y es que la provincia de Cuenca cuenta en su haber con dos arqueólogos de gran prestigio, desconocidos los dos por la generalidad de los conquenses, que desarrollaron su actividad, ambos, en aquellos años heroicos. Uno de ellos fue Pelayo Quintero Atauri (Uclés, 26 de junio de 1867 – Tetuán, Marruecos, 27 de octubre de 1946). Su padre había sido gobernador de la provincia conquense, y aunque estudió Derecho en Madrid, muy pronto se dedicó activamente a sus verdaderas pasiones, relacionadas todas ellas con la historia y la arqueología; pasiones que nacieron ya en sus años juveniles, entre las piedras que, procedentes de Segóbriga, formaban parte del fastuoso monasterio que los caballeros de Santiago habían levantado en su pueblo natal, y que supieron desarrollar los jesuitas procedentes de Toulouse (Francia) que habían sido acogidos en el monasterio cuando fueron expulsados por el gobierno francés. En esa pasión influyó también la personalidad de su tío materno, Román García Soria, quien había realizado ya algunas excavaciones en Segóbriga, y quien había convencido al rector de los jesuitas que entonces regían el convento de Uclés, para colocar allí un museo con las piezas recuperadas en el yacimiento. Más tarde, sería el propio Quintero Atauri quien realizaría nuevas excavaciones en aquella ciudad romana, y después, su actividad profesional le llevaría primero hasta tierras andaluzas, a Cádiz, en cuya provincia realizó también algunas excavaciones, y donde dirigió el Museo Provincial de Bellas Artes, y más tarde, después de la Guerra Civil, al norte de Marruecos, donde fue uno de los grandes impulsores de la arqueología norteafricana, y donde dirigió, también, el Museo Español de Tetuán. Podemos decir que, probablemente, Quintero Atauri es más conocido en aquellas tierras que se extienden al norte y al sur del Estrecho de Gibraltar, que entre los conquenses, y prueba de ello es que en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz, en su departamento de Historia, Geografía y Filosofía, existe un grupo de investigación que lleva su nombre.

            Nada habla González Olaya sobre este arqueólogo singular, pero sí lo hace sobre el otro de nuestros arqueólogos históricos, quizá todavía menos conocido que Atauri entre el conjunto de los conquenses. Se trata de Juan Catalina García López. Éste había nacido en Salmeroncillos de Abajo, allí donde la Alcarria conquense se encuentra con la de Guadalajara, el 24 de noviembre de 1845. Terminó la enseñanza secundaria en el instituto de Guadalajara, y después pasó a la Universidad de Madrid, donde estudio Derecho y Filosofía y Letras, pasando más tarde a titularse también en la Escuela Superior de Diplomática. En la capital madrileña simultaneó sus estudios con sus primeras colaboraciones periodísticas, y también en algunas revistas especializadas, como en el boletín de la Real Academia de la Historia. Miembro del cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, fue también cronista oficial de la provincia de Guadalajara, miembro numerario de la Real Academia de la Historia, de la que ocupó además los cargos de anticuario y secretario perpetuo, senador del reino en tres legislaturas diferentes, vicepresidente de la Comisión de Excavaciones de Numancia, e incluso director del Museo Arqueológico Nacional de España, entre 1900 y 1901. Falleció en Madrid el 18 de enero de 1911.

            García López realizó excavaciones en diferentes yacimientos arqueológicos, principalmente en Recópolis, la gran ciudad que había inventado el rey visigodo Leovigildo para su hijo, Recaredo. En efecto, fue uno de los que supieron adivinar que los restos medievales descubiertos en Zorita de los Canes, al sur de la provincia de Guadalajara, se correspondían con los de la ciudad visigoda, que otros habían preferido situar en diferentes lugares entre ambas provincias alcarreñas, principalmente en el pueblo conquense de Buendía. Por ello, no podía faltar en el libro de Olaya, en el capítulo correspondiente a este yacimiento arqueológico, la referencia a nuestro olvidado arqueólogo: “Hasta que llegó el erudito Juan Catalina García López (1845-1811) e intentó recomponer el puzle histórico que tantos quebraderos de cabeza y discusiones había provocado entre los expertos durante siglos. Si no se habían conservado textos originales de la ubicación de la misteriosa Rochafrida del rey Pipino, pensó, lo mejor sería escarbar en todos los lugares de la alcarria que reuniesen condiciones apropiadas para levantar una ciudad. Y eso hizo, aunque los resultados fueron repetidamente negativos durante años. Sin embargo, en 1893 descubrió un enigmático cerro pelado a las afueras de Zorita de los Canes, una pequeña población devorada urbanísticamente por un apabullante castillo musulmán que se erige junto y sobre ella. Literalmente. Al excavar el altozano, situado a un kilómetro del casco urbano, aparecieron unos muros de una gran potencia. Juan Catalina García se mostraba seguro de haber encontrado la ciudad de Recaredo, pero, como siempre, nadie pareció hacerle mucho caso. Catalina -se le conocía así, pensando que era su apellido- murió medio ciego de tantas horas de estudio y dedicación a la arqueología y a la historia, principalmente a la referente a la Alcarria. Su fallecimiento, provocado por una neumonía, causó un inmenso dolor en la comunidad académica y a su entierro asistieron ministros, obispos, rectores, condes y marqueses. Le hicieron un gran homenaje funerario, pero lo de seguir su obra ya era otra cosa. Así que todo quedó paralizado hasta las campañas de 1945 y 1946.”

            Pero el libro cuenta también algunas otras cosas curiosas: historias de cuando los arqueólogos, algunos, llevaban ropa talar, y compatibilizaban sus conocimientos científicos con la misa y la teología, y pone como ejemplo de aquellos arqueólogos al padre Henri Breuil, el gran historiador y arqueólogo francés que durante la primera mitad del siglo XX recorrió los caminos de España, visitando miles de yacimientos y, según se dice, haciendo averiguaciones para la maquinaria del espionaje de su país. Olaya habla sobre este curioso experto, pero no cuenta que Breuil también visitó la provincia de Cuenca en los años treinta del siglo pasado, estudiando las pinturas rupestres de Villar del Humo. Y por otra parte, la pequeña figura de este gran experto me hace recordar algunos otros investigadores, aficionados, eso sí, que a lo largo del siglo XVIII vestían también sotana, mientras realizaban algunos trabajos arqueológicos en diferentes lugares de nuestra provincia. Jácome (Santiago) Capístrano de Moya, sacerdote que había nacido en Hontecillas o en Pinarejo, según los diferentes autores, párroco de Fuente de Pedro Naharro, fue uno de los más activos defensores en la identificación de los restos de Cabeza de Griego, cerca de Saelices, con la vieja ciudad romana de Segóbriga. Y lo mismo hizo Francisco Antonio Fuero, de Cañizares, canónigo del cabildo diocesano, respecto de Ercávica. Ellos fueron de los primeros en desenterrar el pasado romano de nuestra provincia, y pusieron las bases para todos los trabajos posteriores que después se fueron realizando.

            Y ya que hablamos de Segóbriga, resulta interesante afirmar que el yacimiento cuenta con una larga trayectoria en cuanto a excavaciones arqueológicas se refiere. En efecto, en sus ruinas se hicieron ya algunas excavaciones puntuales en el siglo XVIII, en los años heroicos de la arqueología, y no sólo por aficionados locales como Capístrano de Moya; también fue visitado por algunos de los expertos de la época. Pero los primeros trabajos arqueológicos se llevaron a cabo por algunas figuras del entorno, entre ellos algunos religiosos del convento de Uclés: el propio Capístrano de Moya; Bernardo Manuel de Cossio, párroco de Saelices; Vicente Martínez Falero, uclesino, abogado de los Reales Consejos; o Gabriel López, lector de teología en la Universidad de Alcalá de Henares. Todos ellos, bajo la dirección del prelado ilustrado Antonio Tavira Almazán, quien sucesivamente sería en los años posteriores obispo de Canarias, Burgo de Osma y Salamanca, y que antes de ello, entre 1788 y 1789, había sido también prior del propio convento santiaguista, periodo en el que ordenó realizar las primeras excavaciones sistemáticas en el yacimiento romano.

            Pero también llegaron a Segóbriga otros especialistas durante las últimas décadas del siglo XVIII, y también durante toda la centuria siguiente: Cornide, Hübner, Fita, … Todos ellos, junto a otros trabajos que siguieron realizándose desde Uclés, siguieron sacando a la luz nuevos datos sobre las épocas romana y visigoda. Porque también en el siglo XIX se siguieron realizando nuevas exploraciones del yacimiento desde el pueblo vecino. Es de destacar a un grupo de aficionados hoy olvidados: el ya citado Román García Soria, tío, como hemos dicho de Quintero Atauri; Arturo Calvet, rector del colegio de jesuitas que entonces estaba establecido en el monasterio de Uclés; el jesuita francés Eduoard Capelle; el también jesuita Francisco Sáenz España, o un personaje tan curioso y desconocido para el público en general como el médico de origen polaco Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, quien también era alcalde de Uclés, hijo de un noble que se había visto obligado a abandonar el país y buscar asilo en España en 1830, cuando éste se había sublevado contra los gobernantes rusos. Mucho es lo que les debe la arqueología española, y la conquense en particular, a aquellos primeros aficionados del siglo XVIII; todos ellos crearon una comisión que, más allá de sus propios trabajos en el yacimiento, promovió la visita a Segóbriga de Juan de Dios de la Rada y de Fidel Fita, quienes darian un impulso casi definitivo a las excavaciones del yacimiento romano.

            En aquellos dos siglos se hicieron algunos descubrimientos de vital importancia, como los restos de la basílica visigoda, y salieron a la luz algunos restos epigráficos, que ayudaron a comprender mejor el pasado del yacimiento, e incluso, permitieron identificarlo definitivamente con la ciudad de Segóbriga, citada por autores antiguos como Tito Livio y Estrabón. Algunos de esos restos, con el tiempo, se perdieron, pero la publicación de sus trabajos, y la existencia en los archivos de las memorias de las excavaciones, han permitido que, de alguna manera, no hayan desaparecido del todo de nuestra memoria colectiva.



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