Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


sábado, 26 de noviembre de 2022

Atienza, Recópolis, Ercávica. Escenarios para historia y la literatura

 

En la última entrega de este blog recorríamos, de la mano de Antonio Pérez Henares y de su última novela, “Tierra vieja”, la última, al menos de momento, de la serie de novelas medievales, los campos de las alcarrias de Guadalajara, y de esas tierras del norte de la provincia de Cuenca que conforman la sierra de Altamira, la que en tiempos de los árabes eran llamadas de "Enmedio", precisamente porque se encontraban en el medio de sus tierras y de las de los cristianos. Por ello, no creo que haya una mejor manera de poner colofón a ese texto que hacer un viaje a esas tierras, conocer de primera mano los escenarios que narra el escritor guadalajareño, y eso es lo que vamos a hacer a lo largo de esta nueva entrada.

Atienza es conocida sobre todo por la estrecha relación que mantuvo con el rey Alfonso VIII durante toda su vida, incluso cuando, siendo todavía un niño, aunque amo y señor ya del reino castellano por la temprana muerte de su padre, Sancho III, había sido cercado aquí por las tropas de su tío, Fernando II de León, atraído  a tomar tierras castellanas por los celos mutuos de las dos familias más importantes del reino, los Castro y los Lara, que se disputaban, en un ambiente de inestabilidad propiciado por la minoría de edad del monarca, tanto la tutoría del joven rey como la propia regencia del reino. Así, cercada la ciudad por las tropas del rey leonés, aliado de los Castro, los Lara consiguieron sacarlo de allí y llevarlo hasta Ávila, hecho que marca el inicio de la novela anterior de la serie de Pérez Henares, “El rey pequeño” (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). Cuenta la tradición que este hecho nunca sería olvidado por el monarca, que en los años siguientes premiaría a Atienza con algunos privilegios, como también lo haría con la cofradía de los recueros, aquellos arrieros encargados de conducir de un lugar a otro las recuas de las caballerías, que facilitaron la huida del monarca escondiéndolo entre ellos, como si fuera uno más de la comitiva que abandonaba el lugar ante los ojos de los leoneses. Aquel fue el origen de su famosa caballada, una de las fiestas más originales de toda la región castellano-manchega, que todavía celebra la cofradía de la Santísima Trinidad, heredera de aquella antigua cofradía de arrieros, el día de Pentecostés.



Pero la historia de Atienza no es sólo la historia del “Rey pequeño” y su huida, escondido entre las capas pardas de los arrieros. La historia de Atienza está íntimamente unida a la historia de Castilla, y Pérez Henares nos lo recuerda a lo largo de sus novelas históricas: “Varios reyes he conocido -dice el joven Pedro Gómez de Atienza- y todos son Alfonso". En tiempos de Alfonso VI, buena parte del territorio del norte de Guadalajara pasó a manos cristianas, pero Atienza pasaría a depender territorialmente del rey de Zaragoza, Sulayman Al-Muqtádir, hasta que, en 1172, la entonces ciudad fuerte de Atienza fuera conquistada definitivamente por Alfonso I “el Batallador”, rey de Aragón, pero también rey consorte de Castilla, por su matrimonio con la reina Urraca. Por este motivo, y durante algún tiempo, los dos reinos cristianos se mantuvieron en conflicto por la posesión de estos territorios. En 1149, Alfonso VII la dotó de fuero, estableciendo la llamada Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, convirtiéndose el lugar en cabeza de una comarca con contaba con más de cien aldeas y una extensión de unos dos mil quinientos kilómetros cuadrados.

Pero la población de las tierras atencinas se remonta ya a tiempos celtíberos. Aquí se encontraba la vieja ciudad de Titrhya, un oppidum arévaco que hizo frente a los romanos al mismo tiempo que Numancia, y en sus inmediaciones se han encontrado restos celtíberos y visigodos. Su castillo, que se levanta sobre una estructura de piedra por encima de la antigua ciudad, y de la que apenas queda ya una estructura octogonal en lo que fue su torre del homenaje, fue considerado por el propio Cid Campeador, según canta el poema, “una peña muy fuerte”, renunciando a su conquista cuando pasaba por aquí, camino del destierro. No obstante, aunque nada queda ya de aquel pasado esplendor, más allá de unos pocos lienzos, concentrados, ya lo he dicho, en la torre del homenaje, y dos aljibes, uno de los cuales conserva todavía parte de su bóveda apuntada, es interesante subir los escalones que, tallados en la piedra, permitían el acceso al propio castillo, a través de una puerta de aparejo formado por grandes piedras colocadas de manera irregular, pero sólida.

 Pero antes de que ello ocurriera, el castillo de Atienza ya había entrado en la historia como escenario de las luchas fratricidas entre el caudillo musulmán Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir al-Maʿafirí1, que todavía no había sido llamado por los suyos Al-Mansur, “el victorioso” -el Almanzor de las crónicas cristianas-, y su poderoso suegro, el general Ghālib ibn ʿAbd al-Raḥmān. Aquí, en el castillo de Atienza, y en concreto en la desaparecida torre de los infantes, que se encontraba, enfrentada a la torre del homenaje, junto a la única entrada al castillo, y en el marco de una supuesta alianza entre los dos caudillos que no terminó de concretarse, Almanzor perdió parte de los dedos de una mano y fue herido de cierta importancia en la sien, viéndose obligado a huir de Atienza de manera apresurada con el fin de poder salvar su vida.

Después llegarían la conquista definitiva del lugar por Alfonso I, el fuero de Alfonso VII, y la huida de Alfonso VIII, siendo todavía un niño, pero ya revestido del poder real. Desde luego, algo tuvo Atienza con los Alfonsos de la monarquía hispana. Durante toda la Edad Media, conforme la frontera se iba alejando de su territorio, la ciudad fue creciendo. Hasta siete iglesias llegó a tener Atienza en tiempos medievales, convertidas en la actualidad, algunas de ellas, en pequeños museos, en los que el visitante puede extasiarse contemplando tanto el contenido como las hermosas estructuras románicas del propio continente. En la de la Trinidad, que en la actualidad aloja el museo de la cofradía homónima y en el exterior un hermoso ábside románico, guarda también una de sus joyas escultóricas, el Cristo del Perdón, obra de Luis Salvador Carmona, que es gemela del Cristo de la Caridad de Priego; hermosas representaciones, ambas, del tema pasionista del Varón de Dolores. La iglesia de San Bartolomé, que cuenta en el exterior con un hermoso atrio románico con siete arcos de medio punto, y arquivoltas de estilo mudéjar en la portada, cuenta en su interior con un museo paleontológico y de arte sacro, y sobre todo, un hermoso retablo barroco, en el que todavía se venera el Cristo de Atienza, un hermoso calvario románico -en el que, cosa curiosa, también aparece la figura de José de Arimatea, abrazado a Cristo-, que sigue siendo, el patrono titular de la villa.

De todas las iglesias con las que Atienza llegó a contar en tiempos medievales, la única que aún mantiene culto, más allá de la de San Bartolomé y su culto al célebre  Cristo, es la iglesia de San Juan, situada en la Plaza del Trigo o del Mercado, y apoyada su fachada lateral en el arco de Arrebatacapas, una de las puertas principales de entrada a la villa, llamado así porque, según la tradición, hace aquí tanto viento que, cuando sopla con fuerza, despoja a los arrieros de la cofradía de sus pesadas capas, y las deja caer al suelo. El arco separa las dos plazas principales del pueblo: la del Trigo, de planta trapezoidal, porticada al estilo de las hermosas plazas castellanas, y la actualmente llamada de España, de planta triangular, alrededor de la llamada fuente de los Delfines, o de los Tritones, en la que se encuentran el ayuntamiento y algunas casas nobiliarias, distinguibles por los blasones que adornan sus fachadas, entre ellas, aquella en la que nació Juan Bravo de Mendoza. Pocos saben que aquí, y no en Segovia, fue donde nació el bravo comunero, uno de los tres líderes de la revuelta, junto al toledano Juan de Padilla y al salmantino Francisco Maldonado.

     Cuando el viajero se aleja de Atienza, siempre vigilado por la mole pétrea de la meseta en la que un día se alzaba un castillo que en sus tiempos debía ser bastante importante, tiene que elegir entre dos opciones: naturaleza o arte, el románico que todavía mantienen algunos de los pueblos de los alrededores -Villacadima, Campisábalos, Albendiego,…- o el dorado esplendor de las hayas y los abedules en Tejera Negra, uno de los lugares más hermosos de Castilla-La Mancha, enclavado en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. El excepcional microclima generado alrededor de los ríos Lillas y Zarzas posibilitó la creación de este bosque natural de hayas, una especie arbórea que no es frecuente en cestas latitudes, y que es propio de zonas más septentrionales de Europa. La estación del año en la que nos encontramos, el pleno otoño, cuando los tonos amarillos y rojizos de las hayas, de los abedules, de los robles, visten de oro todo el paisaje, desde las copas de los árboles al propio suelo negruzco, alfombrado con las hojas ya caídas de las ramas, nos obliga a decidirnos por la segunda opción, una decisión que, desde luego, es bastante acertada. El románico de las iglesias seguirá allí, perenne, para cuando nos decidamos a repetir la visita a las tierras de Guadalajara. Sin embargo, las hojas muy pronto se van a caer de las ramas, contribuyendo con su muerte a la belleza del lugar, y aunque otras hojas nacerán de los retoños el año que viene, ya no serán las mismas hojas, sino otras, tan hermosas, desde luego, pero otras.

Para terminar la visita a tierras de Guadalajara, no encontramos mejor manera de hacerlo que visitando el castillo de Zorita, otro de los escenarios predilectos de las novelas de Pérez Henares. Un castillo que había sido mandado construir por el emir Mohammed I de Córdoba para facilitad la defensa del río Tajo a su paso por la kora, o provincia, de Santaver, Santaberiyya, y que, después de ser escenario de varios enfrentamientos entre los propios musulmanes, pasó a manos cristianas, junto a otras fortalezas de la kora, en el tratado de paz que el rey de Toledo, al-Mamun, firmó con Alfonso VI de Castilla (ver las entradas siguientes: “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021). Entregada por el monarca a uno de sus principales guerreros, Minaya Álvar Fáñez, pasó después por periodos de incertidumbre, de manos cristianas a musulmanas y viceversa, hasta que fue tomada definitivamente por los caballeros templarios en 1124. Medio siglo más tarde, en 1174, Alfonso VIII entregó la alcazaba a la orden de Calatrava, que la convirtió en una de sus plazas fuertes más importantes en aquellos años de frontera, y le dio fuero propio en 1180.

Pero el visitante que se acerca a Zorita no debería nunca dejar de acercarse al yacimiento arqueológico de la antigua Recópolis, la ciudad que el rey visigodo Leovigildo regaló a su hijo, Recaredo, junto al propio río Tajo. Es interesante, siempre, pasear por las ruinas de la vieja ciudad, atravesar su calle principal, limitada por tiendas y talleres, y adentrarse desde allí por la zona palatina, a través de una puerta monumental, abierta en tiempos de Leovigildo y cerrada durante la dominación árabe, de la que hoy apenas quedan tres piedras en el suelo, en las que se apoyaban los goznes. Y desde allí, a la antigua basílica, de planta cruciforme, sobre la que después, ya en el siglo XII, se levantaría una iglesia de estilo gótico, que terminaría por transformarse en la ermita de la Virgen de la Oliva.

Lel actual embalse de Buendía separa Recópolis de la antigua ciudad romana de Ercávica. Ercávica fue, en tiempos, una ciudad importante, aunque en la actualidad sólo queda de aquello unas pocas ruinas, levantadas junto al embalse de Buendía, frente a los Baños de la Isabela. La ciudad, que llegó a acuñar moneda en la época de los primeros emperadores, contaba con acuíferos propios, accesibles mediante pozos, por lo que nunca necesitó de acueductos, como otras ciudades romanas. En la actualidad, como es usual siempre que hablamos de arqueología, sólo se encuentra excavada una parte mínima de toda la extensión con la que contaba la ciudad, pero en la parte excavada han salido a la luz materiales de gran importancia, que se conservan entre los fondos del Museo de Cuenca, entre ellos los bustos en mármol de Lucio César y de Agripina, miembros de la familia imperial, de hermosa factura, o una lastra de altar, fabricada en bronce, que contiene los tradicionales elementos litúrgicos y rituales propios del siglo primero de nuestra era. Entre las zonas excavadas destacan el foro, con los edificios públicos propios de estos lugares, la basílica -lugar donde se administraba justicia y donde se hacían las más importantes transacciones económicas- y la curia -antecedente de nuestros actuales ayuntamientos, donde se llevaban a cabo las asambleas y se elegían a los magistrados que debían gobernar la ciudad-., y las casas, una de las cuales se presupone que había sido propiedad de un médico por los materiales encontrados en las excavaciones, propios de su profesión, y porque precisamente ésta se encontraba frente a los restos de los antiguos baños de La Isabela, actualmente, casi siempre, sumergidos por debajo de las aguas del embalse. El balneario, que fue visitado por el rey Fernando VII en busca de su deseado heredero al trono, fue construido sobre unos antiguos baños curativos árabes, que probablemente podrían remontarse, incluso, a ápoca romana, por lo que probablemente en aquel lugar hubiera entonces un templo dedicado a Esculapio, es dios romano de la medicina.

En Ercávica, o Santaver, no se han encontrado, todavía, restos visigodos, a pesar de que la ciudad seguía siendo todavía un enclave importante, que disfrutaba aún de sede episcopal. Muy cerca de aquí, en una zona boscosa de difícil acceso,  se instaló San Donato al frente de sus monjes, cuando huían de África acosados por los vándalos, y aquí vino a instalar su famoso monasterio Servitano. Su último obispo, Sebastián, acompañado del resto de los religiosos que componían su cabildo, abandonó estas tierras por las presiones que sobre los cristianos ejercían ya los musulmanes, y se digirió hacia Galicia, donde, hacia el año 866, fue nombrado por el rey Alfonso III primer obispo de Orense. Tampoco se han encontrado restos de la época musulmana, a pesar de que, durante algún tiempo, la ciudad, llamada ahora Santaberiyya, se había convertido en la capital de una de las provincias del califato, gobernada por los Zennun, un linaje de origen bereber que, arabizado el apellido y transformado en Dhi-l-Nun, terminarían por convertirse en reyes taifas de Toledo y, durante un breve tiempo, también de Valencia (ver “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Para entonces, la propia Santaberiyya había dejado de ser una ciudad importante, trasladada como centro de poder a la nueva ciudad de Kunka, Cuenca.








sábado, 5 de noviembre de 2022

“Tierra vieja”, una epopeya sobre las gentes de la frontera

 



Conocí personalmente a Antonio Pérez Henares, “Chani”,  hace algunos años, durante un encuentro que el autor tuvo con sus lectores en Huete, en el marco de una de esas ferias de libro que anualmente celebra la Diputación Provincial de Cuenca en fechas primaverales, y con motivo de la publicación de una de sus novelas, “El rey pequeño”, que tuve también la ocasión de comentar posteriormente en una de las entradas de este blog (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). La ocasión que se me daba entonces de participar en este evento era interesante para mí por dos motivos: por el autor de la novela que iba a ser comentada, uno de los escritores españoles a los que yo más admiro, por la calidad de sus novelas y por la sinceridad y moderación que siempre ha manifestado, tanto en sus artículos de prensa como en los debates y las tertulias televisivas en las que ha participado; y por la personalidad del protagonista de la novela, nuestro rey Alfonso VIII, uno de los reyes más importantes de la Castilla medieval, no ya por el hecho de que fue él quien conquistó definitivamente la ciudad de Cuenca para Castilla y para el cristianismo, sino también, sobre todo por ello, porque fue el protagonista principal de la victoria que las huestes cristianas obtuvieron el 1212 en Las Navas de Tolosa. La importancia de esta batalla, que fue saldada con la victoria de Alfonso VIII y del resto de reyes cristianos de la península, ya ha sido puesta de manifiesto muchas veces, y en concreto, y por lo que a este blog se refiere, en otra de las entradas (ver “Alfonso VIII y la batalla de Las Navas de Tolosa,”,  15 de julio de 2018).

En esta ocasión, mi intención es la de comentar la última novela del escritor guadalajareño, “Tierra vieja”. Un libro que, a pesar de sus diferencias, se puede considerar como el cierre perfecto a la saga que inició el autor, hace ya varios años, con la novela “La tierra de Alvar González”, y que continuaría después con “El rey pequeño”, conformando de esta manera lo que podemos considerar como una “trilogía medieval”. Porque si en la primera novelaba la epopeya de estas tierras castellano-manchegas, a caballo entre las provincias de Guadalajara y de Cuenca, en la época de Alvar Fáñez de Minaya -o mejor dicho, como afirma el autor, Minaya Alvar Fáñez, “Mi hermano” Alvar Fáñez, porque así le llamaba el propio Cid campeador, y hasta la reina doña Urraca-, y si en la segunda hacía lo propio con la epopeya del rey Alfonso, el “rey pequeño” porque lo era, porque todavía era un niño cuando accedió al trono, marcados sus primeros años de reinado por la regencia y por las luchas civiles entre los Castro y los Lara, las dos familias más poderosas del reino en aquellos años tan complicados, lo que ahora nos novela Pérez Henares es la epopeya de vivir en la frontera para todos aquellos que, como dice el autor, no tienen nombres, no son reyes, ni obispos, ni grandes señores. La epopeya de aquellos hombres y mujeres que repoblaban las tierras que eran conquistadas a los sarracenos. Humildes trabajadores de la tierra, que no eran poderosos, pero sin los cuales hubiera resultado imposible la epopeya de la Reconquista.

Algunos de los protagonistas de esta última novela habían aparecido ya en “El Rey pequeño”, y entre ellos conviene destacar la figura de Pedro Gómez de Atienza, aquel niño recuero que había ayudado al rey Alfonso a escapar en Atienza, cuando estaba a punto de ser hecho prisionero por las tropas leonesas. Pedro Gómez, que a su vez era nieto de aquel Pedro el Pardo, a quien el mismo Alvar Fáñez había premiado con su amistad en la primera gesta de la trilogía. Ahora, convertido en una persona importante, por su cercanía al propio rey, pero también por su propia personalidad, es respetado por el resto de los personajes, y sobre él es sobre quien va a gravitar todo el engranaje de la repoblación en esta parte de la frontera.

Pero de alguna manera, “Tierra Vieja” también conecta con la tetralogía prehistórica de Antonio Pérez Henares, la serie que empezó a hacerle famoso en el mundo de las letras, y que está formada por las novelas “Nublares”, “El hijo de la garza”, “El último cazador” y “La mirada del lobo”. Y es que, a pesar de los muchos años que separan las dos sagas, el espacio geográfico en el que se desarrollan es el mismo: las mismas alcarrias de Guadalajara y del noroeste de Cuenca. En este sentido, la cueva de Nublares, que sirve de cobijo tanto para Ojo Largo y el resto de los miembros de su clan como para el hijo del Manquillo o el resto de los habitantes de Bujalaro, cuando sienten el peligro y se ven en la necesidad de esconder el ganado, es clarividente. Como tampoco parece que sea una casualidad el apodo de la Garza, la hija del Maula, que no deja de ser un trasunto de una de las principales protagonistas de la tetralogía prehistórica.

“Tierra vieja” es la historia de todos aquellos que no tienen nombre, o, mejor dicho, de todos aquellos que no cuentan con un apellido glorioso que pueda acompañar a su nombre de pila. Son aquellos que sólo cuentan con un adjetivo que pueda darles una característica a los ojos de los otros -el Rubio, el Mozo, el Alto, …-, o una profesión que les diferencie de los demás -el Molinero, el Herrero, el Escudero…-, o un lugar de procedencia, que quizá abandonaron para siempre cuando aún eran niños -El Atienza, el Úbeda, el Bujalaro, …-. Es la epopeya de todos aquellos que, huyendo de un pasado doloroso, a veces inconfesable, escapando de la esclavitud que suponía en las tierras del norte el trabajo de la gleba, o el tener que servir a un señor que a veces tenía incluso derecho de pernada, buscaban en la frontera la libertad que podía ofrecerles un fuero y unas pocas yuntas de tierra propia. Es también, y el autor así lo ha reconocido cada vez que ha tenido oportunidad de hacerlo, la novela que le debía a su padre y a todo un pueblo. Por ello, creo que no hay mejor definición para explicar lo que es “Tierra vieja”, que el mensaje que aparece en la contraportada del libro:

“Se han contado los relatos de los reyes, de los nobles, de las batallas y de los grandes guerreros, pero quienes repoblaron la tierra yerma fueron hombres y mujeres que, con una mano en la estiba del arado y la otra en una lanza, arriesgaron sus vidas por repoblar las tierras perdidas. Entonces, cuando una peligrosa tropa acechaba -y junto a ella la muerte- ellos dibujaron las fronteras que hoy heredamos. En esta novela de prosa evocadora y exhaustivo rigor histórico, Antonio Pérez Henares nos traslada, a golpe entre el siglo XII y el XIII, a las fronteras de la Extremadura castellana por las sierras, las alcarrias, el Tajo y el Guadiana. A través de sus personajes -cristianos y musulmanes, campesinos y pastores, señores y caballeros-, nos muestra la historia de los que sembraban y segaban, de los que levantaron ermitas e hicieron brotar pasiones, amistades, rencores, pueblos y vivencias. Aquellos que dieron humanidad a la tierra y se convirtieron en la semilla de nuestra nación. Esto es Tierra Vieja, y ellos, sus héroes.”

En efecto “Tierra vieja” es la historia de una forma de vida diferente, en la frontera, entre el cayado y la lanza o la ballesta, entre la paz de los surcos de tierra y la sementera y el mido a las algaras de los enemigos, en esas tierras, entre Cuenca y Guadalajara, que hoy se llama la sierra de Altomira, y que entonces era llamada la Sierra de En medio, porque precisamente, estaba en el medio entre las tierras de los árabes y las tierras de los cristianos. Una sierra que, durante mucho tiempo, durante siglo y medio, una etapa crucial para la historia de España, estaba separando dos culturas, dos civilizaciones, diferentes. Hasta que llegó la conquista de Cuenca, en 1177, y se llevó la frontera un poco más al sur, a las estribaciones de las llanuras manchegas, que eran algo más difíciles de defender para los mahometanos. Por ello, a partir de este momento, la frontera empezó a alejarse de las alcarrias, aunque todavía, de vez en cuando, sobre todo a partir de la derrota de Alarcos, el miedo a vivir en la frontera volvía a atenazar a los que allí vivían cada vez que escuchaban acercarse los cascos de los caballos al galope. Así, hasta la victoria en Las Navas de Tolosa, que llevaría definitivamente la frontera hasta más allá de Despeñaperros.

-Esta es una novela histórica, desde luego, pero es también la novela iniciática de un pueblo, Bujalaro, el pueblo natal del autor, pero que podría ser también cualquier otro pueblo de Guadalajara, o de Cuenca, o de Castilla-La Manca, o incluso de cualquier lugar de España. Porque la manera de cultivas la tierra y de trabajar en el campo era la misma, en aquellos años de frontera, en todos los lugares de la península, y lo siguió siendo, a través de los siglos, hasta mucho tiempo después, hasta mediados del siglo pasado, cuando la industrialización del campo, con sus tractores con aire acondicionado y sus grandes cosechadoras, vinieron a alejar a los hombres del campo y a vaciar nuestros pueblos. Ya lo hemos dicho: el libro es un homenaje, una especie de tributo que el autor ha querido hacer a su padre, el último hombre que, según sus propias palabras, había seguido trabajando en Bujalaro de la misma manera en que lo habían hecho sus antepasados, de la misma forma en que lo hicieron, en los años de la frontera, el Maula, que se había quedado en el pueblo cuando los demás lo habían abandonado, conquistado por los cristianos, o el Julián y el Valentín, los dos hermanos que vinieron hasta aquí, huyendo de un pasado inconfesable en las tierras septentrionales de la provincia de León.

El libro parece que termina con la victoria cristiana en Las Navas de Tolosa, y podría ser así, porque, ya lo hemos dicho, es entonces cuando la frontera se aleja con carácter definitivo. Es ahora cuando los habitantes de la frontera, por fin, pueden vivir más tranquilos, lejos ya de las algaras de los musulmanes, en busca de riquezas o de esclavos. Sin embargo, dos hechos posteriores y sucesivos pondrán colofón al texto. Primero, la muerte de Alfonso VIII y de su esposa, Leonor Plantagenet, con sólo unos días de diferencia, que colocó en el trono de Castilla un nuevo “rey pequeño” y devolvió a Castilla la inestabilidad en la que había vivido en los primeros años de su reinado. Otra vez el reino estaba sumido en una regencia, y otra vez las principales familias de Castilla, Los Lara y los Haro -Los Castro hacia ya mucho tiempo que habían caído en desgracia, por culpa de sus propias traiciones, que les habían colocado primero al lado del rey de León, y más tarde, incluso, del propio sultán almohade. Después, la muerte del propio rey Enrique, en un trágico y estúpido accidente, pondría las cosas más difíciles para la regente, la infanta Berenguela, y para los intereses de su hijo, el ya coronado rey Fernando III. Sin embargo, la inteligencia de la infanta logró llevar las cosas a su cauce, en beneficio del propio reino de Castilla, logrando que no sólo fueran los castellanos, sino también los propios leoneses, los que coronaran a su hijo como rey, logrando, de esta manera, la unión definitiva de Castilla y de León.

No quiero cerrar esta entrada sin hacer alguna referencia al protagonismo que Cuenca, ciudad y provincia, también tiene en la última novela de Chani. Y lo tiene no sólo por la propia conquista de la ciudad por parte de Alfonso VIII, la primera que el rey, ya no tan pequeño, pudo obtener en su carrera, y en cuyo cerco, más allá de leyendas y de falsos cronicones (respecto a las mentiras que se han escrito sobre la conquista de Cuenca, y que todavía se tienen por verdades, ver en este blog “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019) se produjo la muerte del propio hayo del rey, don Nuño Pérez de Lara, en1177, cuando éste acudió a proteger al monarca cuando un grupo de sarracenos llegó hasta su campamento con el fin de asesinarle. Después, en la batalla de Alarcos, y sobre todo en la de Las Navas, tendrían un papel destacado las mesnadas concejiles de Cuenca y de Huete, e incluso las de Alarcón, algún tiempo después, serían las que lograrían la conquista de la entonces pequeña población de Al Basit, Albacete, convirtiéndola durante algún tiempo en aldea dependiente de su alfoz. Incluso alguno de los personajes inventados por el autor, alguno de los llamados Siete Lanzas, protagonistas de importantes batallas y de pequeñas algaras por tierras de moros, seria originario también de una de las aldeas del alfoz de Huete, Jabalera.

También hay que destacar el papel jugado por alguna de las familias más poderosas del reino en la conquista de Cuenca, y en concreto, por su alférez, Diego López de Haro, cuyos servicios fueron premiados por el monarca entregándole un extenso territorio en la Mancha conquense, concretamente en esa comarca que todavía se sigue llamando de Haro, que él mismo gobernó desde su hoy olvidado castillo, necesitado de una restauración urgente si no queremos perder una parte de nuestra historia. Después, tras la muerte del rey, y en el escenario de la guerra civil que asoló Castilla durante la minoría de edad de Enrique I, destacaría la figura de Alvar Núñez de Lara, el hijo del mismo Nuño Pérez e Lara que había salvad la vida del propio Alfonso VIII a costa de la suya, y que había cambiado sus servicios a Castilla por otros nuevos, en beneficio del rey Alfonso IX de León. Éste, adentrado en tierras conquenses, logró tomar los casillos de Alarcón y de Cañete, aunque una vez derrotado por Fernando III, y obligado a entregar los extensos territorios de los que se había apoderado, ingresó en la orden de Santiago, en cuyo monasterio de Uclés sería enterrado después de su muerte, acaecida en 1218 en Castrejón (Palencia), según el arzobispo Ximénez de Rada, o en Toro (Zamora), según la Crónica General.

El propio Antonio Pérez Henares, durante la presentación de la novela que se llevó a cabo en Cuenca hace algunas semanas, puso el dedo en la llaga sobre la importancia que en los últimos tiempos está teniendo la novela histórica. En efecto, de todas las novelas que se publican actualmente en España, y son muchas, el treinta por ciento son novelas históricas, siendo, con mucha diferencia, el género literario que más éxito está teniendo en la actualidad, seguido, a mucha distancia, por la novela negra. Definitivamente, a la mayor parte de las personas les gusta la historia, porque la historia es una parte de nosotros mismos. Lo que no nos gusta es que los políticos, o incluso los propios historiadores, nos quieran modificar nuestra propia historia en beneficio de una ideología determinada. Por ello, el propio Pérez Henares, junto a otros grandes novelistas que también han escrito novelas históricas -Santiago Posteguillo, Isabel San Sebastián,  Juan Eslava Galán, Javier Sierra, Almudena de Arteaga, Luz Gabás, Julio Calvo Poyato, Carmen Posadas, …- o pintores como Augusto Ferrer Dalmau, el “pintor de batallas”, como ha sido definido, fundaron la asociación Escritores con la Historia. Considero interesante finalizar esta entrada haciendo referencia a esta asociación, y la mejor manera de hacerlo es añadiendo un enlace, en el que el lector puede acceder al texto completo del manifiesto firmado por todos los miembros de la asociación:

http://www.escritoresconlahistoria.es/escritores-con-nuestra-historia/



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