Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 30 de noviembre de 2018

De José Clemente de Aróstegui a Gregoria de la Cuba y Clemente: varias generaciones entre Cuenca y Molinos de Papel


Si la semana pasada hablé en este mismo blog sobre la figura de Alfonso Clemente de Aróstegui, prelado doméstico del papa Benedicto XIV, auditor de la Rota romana y embajador interino de España en la Santa Sede, hoy lo voy a hacer sobre otros miembros de esta misma familia, que se estableció en Cuenca a mediados del siglo XVIII, procedente del pueblo manchego de Villanueva de la Jara, precisamente en esas mismas fechas en las que el diplomático se encontraba en la cumbre de su poder político y religioso. La misma rama del linaje que terminaría por transformarse en los Cuba por falta sucesiva de herencia masculina, y que llegaron a fundar, en la centuria siguiente, un panteón familiar y una fundación educativa en el enclave cercano de Molinos de Papel Una rama del linaje familiar, en fin, que arranca de uno de los hermanos del propio Alfonso Clemente de Aróstegui, quien había heredado el mayorazgo que la familia tenía en ese pueblo de la Manchuela: José Clemente de Aróstegui y Cañabate.

Y es que el primogénito, Pedro, había decidido dedicarse a la Iglesia. En efecto, nacido también en Villanueva de la Jara en 1680, había llegado en la década de los años treinta de la centuria siguiente, a ocupar los cargos de tesorero de la catedral de Toledo y gobernador eclesiástico de la misma catedral primada durante el obispado del infante Luis de Borbón, y en los años siguientes llegó a ocupar la mitra de Burgo de Osma, al tiempo que era nombrado arzobispo de la diócesis extinta de Larisa, una ciudad antigua que había estado situada en la antigua región griega de Tesalia. Los dos hermanos, y también el diplomático, Alfonso, eran hijos de Pedro Clemente de Aróstegui y Garrido y de Isabel Cañabate y Moragón, nacidos ambos también en el mismo pueblo de Villanueva de la Jara, donde contrajeron matrimonio en diciembre de 1677. Ambos eran miembros de la baja nobleza manchega; consta en el Archivo Histórico Nacional, en su sección de Órdenes Militares, la declaratoria de hidalguía correspondiente al propio José Clemente de Aróstegui, el hijo, firmada en el palacio del Buen Retiro de Madrid por el rey Fernando VI, fechada el 14 de marzo de 1747[1].

José Clemente de Aróstegui, como se ha dicho, nació en Villanueva de la Jara a lo largo de la década de los años ochenta del siglo XVII, o muy poco tiempo después; el hermano mayor, el futuro obispo Pedro, había nacido en 1680, y el menor, el diplomático, lo haría en 1698. En 1719 contraía matrimonio en Buenache de Alarcón con Quiteria Antonia Salonarde, quien descendía de una de las familias más ricas de ese pueblo conquense. En efecto, en un testamento que la propia Quiteria Antonia Salonarde redactó en 1743, consta la fundación por ella de cierto mayorazgo, formado por siete rebaños de ovejas, que en su totalidad sumaban una cantidad cercana a las cincuenta mil cabezas de ganado, fundación que luego sería ratificada, en el mes de diciembre de 1753, en un nuevo testamento también redactado por ella misma. La fundación aparece recogida en una escritura otorgada por sus cinco nietos, hijos a su vez de su hijo primogénito, Antonio Clemente de Aróstegui, firmada el 8 de octubre de 1791 ante el notario José Félix de Navalón.[2] Del matrimonio entre José Clemente de Aróstegui y Quiteria Salonarde nacieron un total de siete hijos, cuatro varones (Antonio, José, Rafael y Benito), y tres mujeres (Josefa, Catalina e Isabel, aunque ésta última falleció pronto).

A su muerte, el patronato sería heredado por su hijo primogénito, Antonio Clemente de Aróstegui, quien quizá fue el primero de la familia que se estableció en la capital conquense. En todo caso, en el año 1750 pasó a incorporarse a la lista de los regidores perpetuos de la ciudad, en sustitución de su suegro Fernando de Herrera. Mientras tanto, al menos dos de sus hermanos varones, Pedro y Rafael Clemente de Aróstegui, como lo habían hecho antes algunos de sus tíos, habían decidido integrarse en la Iglesia, llegando a ocupar ambos cargos de cierta relevancia en el cabildo catedralicio, especialmente el primero, quien fue capellán mayor de la capilla del Espíritu Santo y canónigo del cabildo. Por su parte, Rafael redactó testamento en el mes de septiembre de 1805, en la casa de morada de su hermano Pedro, y fallecería poco tiempo más tarde.

Volviendo a la figura de Antonio Clemente de Aróstegui, éste contrajo matrimonio en 1747, en la propia capital conquense, con Josefa Juliana de Herrera y Salonarde, quien a su vez era hija de Alfonso de Herrera y Antequera, regidor perpetuo de la ciudad y alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, y de Ana Josefa Salonarde. Dicho Alfonso de Herrera y Cenizales había adquirido ambos cargos, a su vez, en 1725, en sustitución de José de Sancha y Ayala. El suegro había nacido en Villanueva de la Serena, en la provincia de Badajoz, pero se había establecido en la capital conquense desde 1725, año en el que había contraído matrimonio, y en ese año, además, adquiría el oficio de regidor de la ciudad y el reconocimiento como hijosdalgo.

Y respecto a Ana Josefa, ésta era en realidad hermana de la propia esposa de José Clemente de Aróstegui, la ya citada Quiteria Antonia Salonarde, por lo que era, además, tía de nuestro protagonista. Ambas eran hijas de Benito Salonarde Torres y Catalina Salonarde Cerrillo, primos por su parte entre sí, y como se ha dicho, y descendían de una rica familia radicada en el pueblo de Buenache de Alarcón, que habían obtenido toda su fortuna gracias a la ganadería y a la trashumancia. Tal y como se ha dicho, la familia era propietaria de una gran cantidad de rebaños de ganado lanar, y también poseían de una casa de esquileo que estaba situada en el lugar de Molinos de Papel, cerca de la capital, junto a la que habían creado una de las tradicionales fábricas de papel que había dado nombre al lugar. A la muerte del padre, sin descendencia masculina, fue la propia Quiteria Antonia quien pasó a gestionar directamente todo el patrimonio familiar, que a través de ella primero, y después también de su hermana, Ana Josefa, terminarían heredando los descendientes de Antonio Clemente de Aróstegui[3]. Y es que tampoco llegó a tener más descendencia, a pesar de haber contraído, a la muerte del ya citado José Clemente de Aróstegui, un nuevo matrimonio con José de Sancha y Ayala, miembro también de las élites ganaderas conquenses, y antecesor, como ya se ha dicho, de la regiduría que acabaría heredando el propio Antonio.

Consta en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca un codicilo firmado por Ana Josefa Salonarde el 7 de marzo de 1780, un añadido a su testamento anterior, que había redactado el 31 de agosto del año anterior. En el documento hacía constar que en ese momento era viuda, y que su yerno y sobrino, Antonio Clemente de Aróstegui, era en ese momento, además, administrador de rentas de la ciudad, y caballero pensionado de la Real Orden de Carlos III. Por otra parte, reconocía la importante deuda que éste había contraído con ella, quince mil reales por una parte y veintiún mil reales por otra. Sin embargo, destinaba la totalidad de ambas deudas para dos de sus nietos, hijos de Antonio: para la dote matrimonial de Manuela Clemente de Aróstegui, y para el proceso abierto con el fin de que Antonio José Clemente de Aróstegui, el primogénito pudiera ser nombrado caballero de la orden de Santiago[4].


En febrero de 1789, Antonio Clemente de Aróstegui ya había fallecido, tal y como hace constar su viuda, Josefa Juliana de Herrera y Salonarde, en un poder que había firmado ante el notario José Félix Navalón, quien además era también administrador de los bienes que la familia tenía en la provincia[5]. Se trataba el documento de una escritura de poder en favor de Alfonso Núñez de Haro, miembro del consejo de Su Majestad y arzobispo de la ciudad de México, en Nueva España, para que éste le pudiera adelantar a su hijo, el ya citado Antonio José Clemente de Aróstegui, la cantidad de ocho mil pesos, que debían destinarse para el regreso de éste a la península, desde tierras americanas. Consta en el documento que el hijo era ya caballero de la orden de Santiago, y que había sido capitán del regimiento de infantería de Aragón. Por su parte, la otra persona citada en el documento, Alonso Núñez de Haro y Peralta, era uno de los miembros de la alta jerarquía eclesiástica: nacido a su vez en el pueblo conquense de Villagarcía del Llano, un lugar muy cercano a la villa de origen de la familia Clemente de Aróstegui, en 1728, había sido nombrado arzobispo de México en 1771, llegando incluso a ocupar el cargo de virrey interino de Nueva España entre los meses de mayo y agosto de 1787, a la muerte de su titular, Bernardo de Gálvez y Madrid.    

El 14 de abril de 1789, Josefa Juliana de Herrera hacía testamento, en el que, entre otros asuntos, solicitaba ser enterrada en el convento de franciscanos descalzos de San Pedro de Alcántara, a las afueras de la ciudad, junto a la ermita de Nuestra Señora de las Angustias, y muy cerca de la ribera del río Júcar; allí estaban enterrados también su esposo y otros miembros de la familia Clemente de Aróstegui. Por el documento sabemos que pertenecía a la hermandad mariana radicada en la ermita cercana, y que su hijo, a quien donaba, entre otros objetos de valor, la cantidad de tres mil reales y una escultura de San Antonio que se encontraba en el oratorio particular de la familia, aún no había regresado para entonces de las Indias[6].

Su fallecimiento se produciría el 26 de enero del año siguiente, por lo que el 8 de octubre de 1791, los seis hijos del matrimonio se presentaban otra vez ante el mismo escribano, José Félix Navalón, con el fin de solucionar los asuntos relativos al mayorazgo que había fundado la abuela, Quiteria Salonarde. El matrimonio entre Antonio Clemente de Aróstegui y Josefa Juliana de Herrera y Salonarde, además del primogénito, Antonio José, quien para entonces ya se encontraba de regreso en la península, contaba con una hija, la ya citada Manuela, y otros cuatro hermanos varones: Manuel, presbítero; Fernando, teniente de navío en la Armada, destinado en Cartagena; y Pedro y José Eusebio, clérigos ambos, ordenados para entonces de menores[7].

Sin embargo, poco tiempo más le quedaría de vida al primogénito de la familia, quien, el 12 de enero de 1798, otra vez ante el mismo escribano familiar, redactaba testamento. En el documento dice haber nacido en la ciudad de Madrid, pero que nunca había perdido la vecindad conquense. Por otra parte, desea ser enterrado también, tal y como lo había hecho su padre, en el mismo convento de San Pedro de Alcántara, de franciscanos descalzos, vestido con uniforme militar y con el manto capitular de la orden de Santiago, a la que pertenecía. Expresa también haber estado casado con María Francisca Neulant y Morón, natural de Gandía, en el reino de Valencia, quien había fallecido el 22 de diciembre del año anterior. Finalmente, declara tener una única hija, María Josefa Rita Clemente de Aróstegui Neulant, que en ese momento es todavía menor de edad, a la que hace heredera universal de todos sus bienes[8]. En efecto, en ese mismo protocolo notarial figura también el testamento de la propia María Francisca Neulant, hija de Enrique Neulant y de Mariana Morón, redactado apenas dos días antes de su fallecimiento.

Antonio José murió el 24 de septiembre de 1800, pero antes de su fallecimiento se había casado en segundas nupcias con Nicolasa Hernán, hija del administrador general de rentas de la ciudad, en cuyo cargo había sustituido algunos años antes a su padre, Antonio Clemente de Aróstegui y Salonarde, para lo que había hecho un depósito en metálico de treinta mil reales. No obstante, el fallecimiento de nuestro protagonista, sin haberle dado tiempo antes de tener descendencia tampoco de este segundo matrimonio, dejó a la única hija de su primer matrimonio, la citada María Rita, como única heredera de un rico patrimonio familiar.

Sin embargo, antes de hablar de la única hija que Antonio José tuvo en su matrimonio, creo conveniente pasar a referir algunos datos sobre el resto de sus hermanos. Manuel Clemente de Aróstegui, quien en algunos documentos figura también como José Manuel Clemente de Aróstegui, era capellán mayor de la capilla del Espíritu Santo, que habían fundado en el siglo XVI Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey de Perú, como también lo habían sido otros miembros de la familia, su tío, el ya citado José Clemente de Aróstegui Salonarde. Fue también, como éste, familiar del Santo Oficio, habiendo heredado de su padre, según algunos documentos, el cargo de regido perpetuo del ayuntamiento conquense, a pesar de su pertenencia al estamento eclesiástico, aunque inmediatamente lo vendió en la cantidad de mil quinientos reales. Había nacido también en Madrid, como su hermano mayor, e hizo testamento el 17 de junio de 1797. Sin embargo, aún debió vivir algún tiempo más, pues firmó algunos documentos como apoderado de su sobrina, María Rita, tal y como era el deseo de su padre.

Por lo que se refiere a Fernando Clemente de Aróstegui, éste decidió seguir la carrera militar de su padre, pero ahora en la Armada. Había nacido ya en la ciudad de Cuenca, al contrario que sus hermanos, donde fue bautizado el 24 de mayo de 1756, y el 30 de marzo de 1792 ingresaba en la Real Orden Militar de Alcántara[9]. Por su parte, los dos hermanos más jóvenes, Pedro y José Eusebio, de los que se sabe que habían obtenido ya las órdenes menores en 1791, probablemente terminaron también, como sus tíos, ocupando cargos de consideración en el cabildo catedralicio, y en su capilla del Espíritu Santo; probablemente nacieron ambos también en la capital conquense, donde su padre era ya miembro de la lista de regidores perpetuos. Y por lo que respecta a la única hermana de nuestro protagonista, Manuela, poco más es lo que se puede decir con seguridad, más allá de que su muerte debió producirse antes de que ella pudiera haber llegado a contraer matrimonio.

Pero volviendo a la única hija de Antonio José Clemente de Aróstegui, María Josefa Rita, ésta había quedado huérfana a una edad bastante temprana, quedando como tutor y curador de la niña, como ya se ha dicho, su tío, Manuel Clemente de Aróstegui. Por este motivo, éste firmaba en mayo de 1803 un poder para los procuradores de la Real Chancillería de Granada, por un asunto relacionado con “los molinos del ingenio de hacer papel, sito al margen del río Huécar, jurisdicción de esta ciudad”[10]. Se trataba de la fábrica de papel que se hallaba en la aldea conocida precisamente con el nombre de Molinos de Papel, que formaba parte del vínculo que había fundado su bisabuela, Quiteria Antonia Salonarde, y que antes de ella habían disfrutado tanto su padre como su abuelo. En aquellos años, la fábrica era trabajada en régimen de arrendamiento, tal y como consta en la escritura firmada en 1795 entre el propio Clemente de Aróstegui, en representación de su sobrina, y el arrendador de ese año, José Sierra[11]. Habiendo cumplido los doce años de edad, y aunque la ley le autorizaba a emanciparse de su tutor, María Rita Clemente de Aróstegui se presentó ante el tribunal para que éste volviera a ratificar a su tío como curador, tal y como lo había sido deseo de su padre, en un documento que fija el nacimiento de la niña en el año 1795, apenas dos años antes del fallecimiento de su madre[12].

Algunos años más tarde, María Rita contraería matrimonio con Félix de la Cuba Aguirre, quien a su vez era hijo de Pedro de la Cuba y Avellaneda y de María Teresa de Aguirre. Así consta en la escritura de partición, firmada el 20 de mayo de 1820, entre éste y dos de los hermanos de su esposa, José Eusebio y el propio Manuel Clemente de Aróstegui. En el documento se hace mención también a otro de los hermanos, Pedro Clemente de Aróstegui, que había fallecido el 19 de junio del año anterior sin haber redactado testamento, y en él figuran también como fallecidos el resto de los hermanos de su padre. En el documento se recoge también la posesión, dentro del patrimonio familiar, de diferentes bienes, como el llamado molino de Contreras, y un importante capital, tanto en efectivo, como en vales reales, así como algunas obras de arte y joyería, y en el figuran ya como fallecidos el resto de los hermanos de su padre[13].  Por el testamento del propio Pedro de la Cuba y Avellaneda, que había redactado en julio de 1811 ante el notario Pablo Román y Ramírez, sabemos que el marido de María Rita era hijo único, y que había nacido antes de 1786, pues en ese momento tenía más de veinticinco años.

De este matrimonio nacería la heredera universal de todo el patrimonio familiar, Gregoria de la Cuba y Clemente, incluidos también los molinos de papel de la ribera del río Huécar. En el lugar, junto a su casa familiar, fundó un importante panteón, en el que ordenó enterrarse, junto a sus padres y hermanos. Fundó también una escuela para niños, pero ahí no termino su labor filantrópica: entre otras facetas de su importante labor benéfica, pensionaba a artistas jóvenes sin recursos, concedía dotes a doncellas humildes, y entregaba sus haciendas a los campesinos pobres, a cambio de una renta muy pequeña, bastante inferior al valor de las contribuciones. Falleció el 3 de noviembre de 1896, y fue enterrada, tal y como era su deseo, en el panteón familiar que ella misma había mandado construir en Molinos de Papel. En el interior del edificio se conservan algunos cuadros importantes del pintor madrileño Manuel Domínguez Sánchez, quien fallecería en Cuenca en 1906, durante una visita a su amigo, José Cobo, y está enterrado en el cementerio municipal de la ciudad.



[1] https://historiadelcorregimientodesanclemente.blogspot.com/2015/12/los-clemente-de-arostegui-de-villanueva.html. Historia del corregimiento de San Clemente. Blog personal de Ignacio de la Rosa Ferrer. Entrada correspondiente al 29 de diciembre de 2015. Consultado el 27 de noviembre de 2018.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1440.
[3] http://davidgomezdemora.blogspot.com/2017/04/los-salonarde-un-linaje-de-la-nobleza.html. Blog personal de David Gómez de Mora. Entrada correspondiente al 2 de abril de 2017. Consultado el 27 de noviembre de 2017.
[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1436.
[5] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1439.
[6] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1440.
[7] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1440.
[8] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1442.
[9] Cadenas y Vicent, Vicente de, Caballeros de la orden de Calatrava que efectuaron sus pruebas de ingreso durante el siglo XVIII, tomo IV (1784-1799), Madrid, Hidalguía, 1987, pp. 50-52.
[10] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1443
[11] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1535.
[12] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1575.
[13] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1578.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Alfonso Clemente de Aróstegui, un embajador conquense ante el papa Benedicto XIV



A lo largo del siglo XVIII se observa en la capital conquense un proceso de renovación de sus élites nobiliarias. En efecto, desde algún tiempo antes, se venía observando como algunas familias nobiliarias, herederas de los tiempos medievales, los Hurtado de Mendoza o los Carrillo de Albornoz entre otros, habían ido emigrando hacia la corte. Sus linajes van desapareciendo paulatinamente de la lista de regidores de la ciudad, y también de la de los canónigos del cabildo diocesano, siendo sustituidos en ellas por otros linajes nuevos, vinculados muchas veces también, como antes, a la riqueza ganadera, como los Cerdán de Landa, o a los señoríos territoriales manchegos. Éste es el caso del linaje Clemente de Aróstegui, linaje procedente de Villanueva de la Jara, que durante esta centuria va a abrir su casa señorial en la parte más nobiliaria de la capital conquense, la calle Correduría, junto a la propia casa del corregidor, vinculándose algunos de sus miembros tanto a la regiduría de la ciudad como al propio cabildo. Fue también en este mismo momento, o un poco antes, cuando algunos de sus miembros pasaron a destacar al servicio del rey y al de la Iglesia.

Uno de los miembros de este linaje, que va a trascender más allá de esas élites locales, fue Alfonso Clemente de Aróstegui Cañavate. Nacido en Villanueva de la Jara el 5 de marzo de 1698, se crio en sus años infantiles a la sombra de su hermano mayor, Pedro Clemente de Aróstegui, tesorero ya entonces del cabildo catedralicio de Toledo y provisor de la diócesis durante el episcopado del infante Luis de Borbón, y que después pasaría a ocupar el obispado de Burgo de Osma y arzobispo de la antigua diócesis de Larisa. En Toledo, junto a su hermano, recibió sus primeros estudios eclesiásticos, ordenándose de menores, y pasó después a estudiar en las universidades de Salamanca, donde se graduó de bachiller, y Alcalá de Henares, donde se licencio. Fue ese el inicio de una brillante carrera relacionada con las leyes, que le llevaría a ser nombrado en 1733, oidor del crimen en la audiencia de Zaragoza, y que poco tiempo después, a finales de la primera mitad de la centuria dieciochesca, le llevaría hasta Roma, donde pasó a desempeñar el cargo de auditor del tribunal de la Rota por el reino de Castilla.

Maximiliano Barrio Gozalo, en su libro La embajada de España en la primera mitad del siglo XVIII[1], proporciona algunos detalles interesantes sobre la actuación del conquense en la ciudad de los papas, y sobre todo, sobre el papel jugado por éste como embajador interino del rey católico, Fernando VI, durante el periodo comprendido entre la muerte del cardenal Troiano Acquaviva y el nombramiento de su sucesor, el también cardenal Joaquín Portocarrero. Es precisamente esa etapa en la vida de nuestro protagonista, su etapa romana, lo que voy a tratar con más detalle en esta entrega, siguiendo para ello las pista que nos deja este profesor de la Universidad de Valladolid, especialista en historia eclesiástica.

El primer contacto de Alfonso Clemente de Aróstegui con la capital romana data del año 1744, después de cinco años de estar desempeñando el cago de oidor de la audiencia de Zaragoza, al que había llegado después de su ascenso desde su anterior destino como alcalde del crimen en el mismo tribunal. Su etapa en la ciudad de los papas coincidió en parte con la de José Carvajal y Lancaster como secretario de estado del gobierno español, quien tenía, por otra parte, dos hermanos vinculados, como canónigos, al cabildo conquense: Álvaro e Isidro Carvajal (éste último llegaría algunos años después, a partir de 1760, a ocupar incluso el propio obispado, después de haber renunciado a la mitra de Barcelona). Quizá este hecho pudo pesar en el ánimo del primer ministro de Fernando VII en 1747, cuando, al fallecer el cardenal Acquaviva, dejando vacante el puesto de embajador en Roma, decidiera designar al conquense para sustituirle con carácter interino, en lugar de que lo hiciera, como era costumbre, el agente de preces. En este sentido, hay que tener en cuenta la especial circunstancia que presentaba la embajada de Roma, debido a la doble condición del papa como jefe de la Iglesia católica y jefe al mismo tiempo de un estado soberano: mientras el embajador era el representante del rey ante éste, el agente de preces era su representante solo para asuntos eclesiásticos.


Sin embargo, más allá de esa relación de amistad, que desde luego no esta probada, el propio Maximiliano Barrio atribuye su nombramiento a razones que podríamos calificar de puramente profesionales: “La relación de José Viana con el cardenal Troiano Acquaviva fue bastante buena por la sumisión e inactividad resignada, pues tenía presente los desagradables lances que habían tenido sus antecesores con los ministros de su tiempo por las comisiones que les habían encargado para el real servicio. Viana optó por la quietud que correspondía a una inacción resignada y quizá por eso nombró al auditor de la Tota, Clemente de Aróstegui, para que sustituyera al embajador en sus ausencias y enfermedades, relegando al agente, que tradicionalmente se había encargado de ello. Pero, además, Aróstegui dijo a Villarias que el agente del rey no tenía más trabajo que solicitar en los tribunales de Curia las bulas y gracias que se pedían de parte del rey o sus consejos, lo que realizaba por medio de un expedicionero […], por lo que sugiere que el cargo de agente se agregar a una de las auditorías de la Rota y se suprima.

Así pues, su interinidad no se limitó a la muerte del cardenal, sino que había ya sustituido también a éste en los periodos en los que Acquaviva tenía que ausentarse de Roma. El caso es que, fuera como fuera, el gobierno de España encomendó el cargo a Clemente de Aróstegui, ordenándole su traslado inmediato al palacio de la embajada, en la plaza que todavía sigue llamándose Plaza de España. El hecho provocó las protestas que agente de preces, José de Viana, protestad que ya se habían producido también a partir de 1745, cuando nuestro paisano había tenido que sustituir por primera vez a Acquaviva en la embajada.

Desde su llegada al palacio de la embajada, nuestro protagonista intentó solucionar algunos problemas que se venían repitiendo desde algún tiempo antes. Algunos de esos problemas estaban relacionados con el propio edificio de la embajada, para el que realizó un proyecto de mejora, que no llegó a realizarse, y con lo que se llamaba el barrio de la embajada, es decir, la zona franca que rodeaba el palacio, y que estaba bajo la jurisdicción del rey de España. Y es que el momento en el que Clemente de Aróstegui se hizo cargo de ésta, el barrio de la embajada era foco de un importante conflicto de intereses entre el gobierno español y el papa, que intentaba por todos los medios poner coto a esta zona de jurisdicción exenta. Aróstegui aumentó la extensión del franco, incluyendo en él la escalinata de la Trinitá dei Monti, solicitada desde antiguo por el embajador francés, y el colegio de Propaganda Fide, jurisdicción que fue respetada por Benedicto XIV, en parte gracias a la actitud mediadora que había manifestado siempre nuestro protagonista.

Sin embargo, los principales problemas a los que tuvo que enfrentarse venían dados fue el propio funcionamiento interno de la embajada, y por la gran cantidad de españoles sin trabajo que pululaban por la ciudad del Tíber, unos en espera de obtener beneficios en las diferentes diócesis, y otros, los soldados, por su especial idiosincrasia como elementos desestabilizadores. Recogemos otra vez las palabras del profesor Barrio: “Cuando Aróstegui se hizo cargo de la embajada, además de procurar mejorar las relaciones con el gobierno romano por los frecuentes incidentes que se producían en la jurisdicción del cuartel […], tuvo que hacer frente a los abusos de la dataría y el excesivo número de españoles que pululaban por la Corte romana con desdoro de la nación, así como a las amenazas y ataques que sufrían de los romanos por los rumores de los excesos que cometían los reclutadores. Como había sucedido otras veces, se esparcieron voces de que habían reclutado algunos jóvenes por la fuerza y, con el recuerdo de lo sucedido en 1736, se culpó a los españoles, porque algunos oficiales del ejército español que operaban en Italia, cuando estaban de permiso, se instalaban en el barrio de la embajada por razones de seguridad y había buenos albergues y hosterías”.

Más allá de esos problemas cuasados por los propios soldados desocupados, el problema principal venía dado por los propios eclesiásticos en espera de beneficio. En este sentido, continúa diciendo el profesor Barrio: “Mas complejo y difícil era el inveterado abuso que la dataría cometía en la provisión de los beneficios españoles. Primero, porque la retrasaba y esto, además de perjudicar a las iglesias, daba lugar a pleitos y enfrentamientos entre los nacionales. Segundo, por las continuas escalerillas que hacía en las provisiones, pues con un canonicato o beneficio grueso hacía tres o cuatro provisiones, de forma que ninguno quedaba acomodado y se multiplicaban las bulas, expediciones y bancarias. Tercero, porque no tenía en cuenta los méritos ni la conducta personal del provisto, lo que hacía más fácil imponer nuevas pensiones y aumentar las existentes. […] Y cuarto, por haber incrementado las propinas que se daban a los criados y familiares del datario y sus oficiales, que sumaban una cantidad importante.”

Para solucionar algunos de estos problemas, el conquense instituyó la Academia de la Historia Eclesiástica, con el fin de poder recoger toda la información disponible para hacer una historia general de las iglesias de España. Sin embargo, la academia prácticamente dejó de funcionar después de la marcha de Aróstegui de Roma, por el escaso apoyo que le ofreció su sucesor, el cardenal Portocarrero. La sustitución llegó además poco tiempo después, en 1748, una sustitución que no fue bien vista en algunos elementos del gobierno por los antecedentes políticos del nuevo embajador, que había formado parte del bando austracista desde la Guerra de Sucesión. También el profesor Barrio es bastante claro en este sentido: “¿Cómo es posible que se pensase en un destacado austracista para encargarle la embajada de Roma? La muerte del emperador y de Felipe V, así como la subida al trono de Fernando VI y la adhesión de España al tratado de Aquisgrán (1748), terminó por cerrar las heridas abiertas por la guerra de Sucesión española, y la lealtad que Portocarrero había tenido al emperador dejó de ser un obstáculo para acceder al cargo. Por ello, no es extraño que ante la inminente muerte del cardenal Acquaviva, el duque de Huéscar, embajador en París, vea en Portocarrero una posible solución para hacerse cargo de la embajada, y así se lo hizo saber a Carvajal […] Aunque Carvajal al principio mostró reticencias y prefería a Clemente de Aróstegui, acabó por aceptar la propuesta de Huéscar por la presión de Rávago y Ensenada.”

No obstante, desde Madrid el asunto no estaba plenamente cerrado, y se siguieron oyendo voces que reclamaban la destitución del cardenal y el nombramiento, para sustituirle, del diplomático conquense. Sin embargo, éste sería víctima inocente de un desliz del propio cardenal, que había hecho entrega al papa de un documento secreto. El incidente provocó la caída de Aróstegui, cuando en realidad debía haber sido al contrario, siendo sustituido en diciembre de 1749 en su cargo de auditor de la Rota, al que había vuelto desde la llegada del cardenal a la embajada (o del que en realidad nunca se había ido), por Manuel Ventura de Figueroa. Nuestro protagonista fue designado entonces miembro del Consejo de Castilla, regresando a la península después de realizar una breve visita a la corte de Nápoles, donde fue recibido por el rey Carlos VII, el futuro Carlos III de España. Y ya en la península, José Carvajal le encomendó la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

La carrera de Aróstegui no se ralentizó con ello. En enero de 1753 fue nombrado embajador del rey Fernando VI ante su hermano, el rey de Nápoles, quien más tarde le haría caballero de la Real Orden de Carlos III. En 1759 fue nombrado miembro del Consejo de Estado, y a partir de 1771, sería nombrado también comisario regio de la Santa Cruzada, cargo en el que permaneció hasta su fallecimiento, lo que sucedió en Madrid el 2 de octubre de 1774. Sería sustituido en el cargo por un viejo conocido, Manuel Ventura Figueroa, el mismo que le había sucedido antes como auditor de la Rota romana.

Para entonces, dos sobrinos suyos habían iniciado ya una vinculación permanente tanto con el cabildo catedralicio de Cuenca, como con el Ayuntamiento de la ciudad. En efecto, mientras uno de ellos, José Clemente de Aróstegui era nombrado capellán y canónigo de la catedral a mediados de esa centuria, su hermano Antonio Clemente de Aróstegui adquiría en enero de 1750 el título de regidor perpetuo de la ciudad, en sustitución de su suegro, Fernando de Herrera. Ambos eran hijos de José Clemente de Aróstegui Cañavate, hermano de nuestro protagonista, y de Quiteria Antonia Salonarde, descendiente de una importante familia de Buenache de Alarcón, dedicada también a la ganadería y a la trashumancia.



[1] Barrio Gonzalo, Maximiliano, La embajada de España en Roma en la primera mitad del siglo XVIII, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, 2017.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Manuel Bergaz, un escultor conquense casi desconocido



Una de las motivaciones que me han movido para crear este blog es la de intentar recuperar la memoria del pasado a través de algunos conquenses olvidados por las generaciones actuales, conquenses que nacieron en la capital o en algún pueblo de la provincia, y que merecían, a través de sus vidas, pasar a la historia, hacerse de alguna manera inmortales, ser conocidos por todas las generaciones. Entre esos conquenses que merece la pena que sean recordados, ya he dedicado la atención en otras entradas a algunos artistas, arquitectos sobre todo, que dejaron inscrita su memoria para siempre a través de sus obras, pero que pocos paisanos las conocen hoy en día. Y es que mucho es lo que nos queda todavía por hacer en el campo de la historia del arte, muchas investigaciones en archivos y en las propias iglesias y museos en los que se encuentran todavía algunas de esas obras. Porque apenas el siglo XVI ha sido foco de interés para algunos de nuestros especialistas en la materia, y sólo ese periodo es por ello suficientemente conocido, gracias a los trabajos de Pedro Miguel Ibáñez Martínez para la pintura; María Luz Rokiski Lázaro para la arquitectura, la escultura o la rejería; o Amelia López-Yarto Elizalde, en lo que respecta a la orfebrería. Para otras etapas del arte conquense, poco es todavía lo que se ha hecho, más allá de algunos estudios muy concretos, como los de Jesús Bermejo Díez, Gema Palomo Fernández, Rodrigo de Luz Lamarca y José María Rodríguez González, sobre diferentes aspectos del edificio catedralicio, o los trabajos de José Luis Barrio Moya y Jesús Moya Pastor sobre la arquitectura del barroco.

En esta ocasión voy a hablar de un escultor conquense desconocido de mediados del siglo XVIII: Manuel Bergaz. Aunque no se conocen demasiados detalles sobre su vida, su nacimiento en Cuenca la citan autores como Madrazo y Serrano Fatigatti, así como también algún otro documento de archivo que luego veremos, aunque desarrolló la mayor parte de su obra primero en Murcia, y después en Madrid. Lo cierto es que llegó a la ciudad del Segura en los años treinta de aquella centuria, de la mano del arquitecto castellonense Jaime Bort, quien hasta entonces había estado trabajando también en la capital conquense, donde proyectó los planos del nuevo ayuntamiento, que sin embargo no se realizaría hasta algunos años más tarde, y desde donde llevó a cabo también la construcción de la ermita del Santo Rostro de Honrubia, entre otros edificios de interés. El arquitecto había sido llamado a Murcia para levantar la nueva portada barroca de su catedral, ya que la fachada anterior había quedado arruinada a causa de una riada del río Segura, y allí, en torno a las obras de la nueva portada, se desarrolló la labor de varios escultores que trabajaban para el castellonense, uno de los cuales era nuestro paisano.

El escultor conquense ya se encontraba en Murcia en 1736, fecha a partir de la cual es documentado en los libros de fábrica de su catedral, según detalla el especialista murciano José Luis Melendreras, en un artículo sobre nuestro paisano que fue publicado en el Boletín del Museo del Prado, y del que he recogido la mayor parte de la información necesaria para la elaboración de este texto[1]. Desde esa fecha, y hasta 1742, aparece citado como tallista, aunque a partir de ese año ya es citado como escultor propiamente dicho, ganando por ello un jornal mayor que en los años anteriores. Hasta 1753, año en el que se terminaron las obras de la fachada catedralicia, el conquense realizó diversas esculturas de bulto redondo, como las de San Agustín, San Ambrosio, San Gregorio y San Jerónimo, que realizó con otro escultor del círculo de Bort, Jaime Campos, con quien colaboraría en gran parte de su obra murciana. También realizó las esculturas de San Juan Bautista y San José, situadas en sendas hornacinas sobre las puertas laterales, y las de los cuatro santos de Cartagena, San Fulgencio, San Leandro, San Isidoro y Santa Florentina, para los intercolumnios del primer cuerpo.
Imagen de San Juan Bautista, sobre una de las puertas laterales de la catedral de Murcia. Manuel bergaz.



También son obra suya algunas de las esculturas que se encuentran en el interior del mismo templo catedralicio, como los cuatro bajorrelieves, en forma de medallón, que representan a los cuatro evangelistas, que adornan las pechinas de la cúpula. Y también el florón de media naranja del trascoro, que se le había adjudicado en un principio a él y a otros tres escultores más, pero que finalmente realizaría él sólo en 1751, obra por la que cobró ochocientos reales de vellón. Sobre ella, dice lo siguiente José Luis Melendreras: “El florón de media naranja es una obra bella y exquisita en todas sus líneas. En una cartela aparece inserto un jarrón con azucenas de elegantes proporciones, emblema de la diócesis de Cartagena. En la parte inferior se muestra una espléndida cabeza de querubín. También ejecutó los diez modelos en yeso de florones que faltaban en varias bóvedas de las naves de la catedral.”

Estas obras catedralicias no son las únicas que el escultor conquense realizó para la ciudad de Murcia. Pocos años después, en 1753, el corregidor de la capital murciana mandó colocar en los extremos de la Alameda del Carmen, uno de los principales paseos de la capital del Segura, las estatuas de los monarcas reinantes, Fernando VI y Bárbara de Braganza, estatuas que realizó también en colaboración con Jorge Campos, y por las que ambos escultores recibieron la cantidad de tres mil seiscientos reales de vellón. Inspiradas en los estatuas de piedra que decoran el Palacio Real de Madrid, las caras fueron sustituidas en los años siguientes por las de los nuevos monarcas, Carlos IV y María Luisa de Parma, y en la actualidad se encuentran en el patio del Museo Arqueológico de la ciudad del Segura.

Acabadas las obras de la catedral, Jaime Bort fue reclamado en la corte madrileña, y con él, también nuestro escultor. Según los registros de matrícula de la Academia de San Fernando, en el mes de noviembre de 1753 ingresaba el escultor Manuel Bergaz Giraldo, natural de Cuenca, hijo de Miguel Bergaz y de Ángela Caballero[2]. No cabe duda de que se trata de la misma persona, a pesar de que para entonces el escultor contaba ya con una obra suficientemente contrastada; sobre el otro apellido que figura en el documento, Giraldo, insistiremos más al hablar de su hijo, el también escultor Alfonso Giraldo Bergaz. El caso es que, requerido también el propio Bergaz como escultor en la corte, realizó a partir de 1758, en colaboración con el escultor aragonés Juan de Salas, sendos relieves de mármol para las sobrepuertas del Palacio Real, que formaban parte de una serie de once relieves, que debían adornar cada una de las sobrepuertas de la galería oriental de dicho palacio, siguiendo una iconografía ideada por el padre Sarmiento con un nexo común: los grandes hechos de la historia militar española. Los relieves, que no llegaron nunca a instalarse en el lugar para el que estaban destinados, representan La Batalla de Las Navas y La Batalla de Covadonga, y se encuentran en la actualidad en uno de los pasillos del madrileño Museo del Prado. Según el catálogo del propio museo, los dos relieves son obra directamente de su mano, de acuerdo con su estilo “aún barroco, característico de los trabajos de Manuel Bergaz, que mantendrá siempre una filiación estilística a esa corriente, sin llegar a adoptar nunca las nuevas ideas estéticas que imperaban en el panorama europeo.”[3]
La Batalla de Las Navas. Museo del Prado.
Manuel Bergaz

Según el ya citado José Luis Melendreras, en diciembre de 1750, cuando el escultor conquense se encontraba todavía en Murcia, éste otorgaba un contrato de aprendizaje con José de Torres, hijo de Felipe de Torres, con un periodo de siete años de duración. No sería éste el único alumno que tendría Manuel Bergaz; entre esos alumnos destacó siempre su propio hijo, conocido en el mundo del arte como Alfonso Bergaz, pero sobre todo como Alfonso Giraldo Bergaz; ahí es donde hay que recordar el nombre con el que su padre había ingresado en la Academia de San Fernando: Manuel Bergaz Giraldo, que no corresponde tampoco con su segundo apellido, que sería Caballero, sino en todo caso, con un apellido compuesto. Se sabe que éste había nacido en la capital del Segura en el año 1744, diez años después de que su padre hubiera llegado a ella para realizar las obras escultóricas de la fachada catedralicia.

Escultor de estilo neoclásico, al contrario que su padre, pero como corresponde a la etapa artística que le tocó vivir, se trasladó con su familia a la corte madrileña cuando todavía era un niño, y allí tomaría su primer contacto con la escultura. Ingresó también en la Real Academia de San Fernando, en la que, según Carmen Rodríguez Rico, ingresó en 1757[4]. En Madrid fue alumno de Felipe de Castro, escultor de cámara de Fernando VI, y trabajó también para la Real Fábrica de Porcelanas del Retiro. En 1774 fue nombrado académico de mérito de la Academia de San Fernando, y ocho años después, en 1782, teniente de director de escultura de dicha academia. Finalmente, ya en 1797, y después del fallecimiento de Manuel Álvarez en abril de ese año, fue propuesto para sustituirlo como director del mismo departamento, para lo que tuvo que presentar una memoria, en la que da fe de algunas de sus obras, tanto para Madrid (convento de San Martín, parroquias de San Andrés y de San Ginés, Salesas Reales,…), como para otras ciudades españolas (Salamanca, Burgos, o incluso Cuenca), y también para el continente americano (Charcas, Bolivia; La Habana, Cuba). Entre esas obras, cabría destacar la talla del Cristo de la Agonía, que le fuer encargada por la Real Congregación del Santísimo Cristo, de San Ginés, en cuya iglesia todavía se conserva, y la estatua de Carlos III, que se encuentra también en la Plaza Mayor de Burgos, frente al edificio del ayuntamiento. Según Luis Alba Medinilla, también realizó algunos trabajos para el colegio madrileño de los Padres Escolapios: las imágenes de San Ignacio de Loyola, San José de Calasanz, y la Virgen de las Escuelas Pías[5]. Este escultor murciano, pero de indudable raíz conquense a través de su padre, Manuel Bergaz, fallecería en Madrid en 1812.




[1] Melendreras Gimeno, José Luis, “El escultor Manuel Bergaz: su obra en Murcia y en el Museo del Prado”, en Boletín del Museo del Prado, tomo 7, 1986, pp. 84-88.
[2] Pardo Canalis, Enrique, Los registros de matrícula de la Academia de San Fernando de 1752 a 1815, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1967.
[3] https://www.museodelprado.es/coleccion/artista/bergaz-manuel/c178a837-1ba7-4cfa-9eb9-1e1ffe13fa16. Página oficial del bicentenario del Museo del Prado, 1819-2019. Ficha correspondiente al escultor Manuel Bergaz.
[4] Rodríguez Rico, Carmen, “Alfonso Giraldo Bergaz y su relación con la Academia de Bellas Artes de San Fernando”, en Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, segundo semestre de 1998, nº 87, pp. 285-308.
[5] Alba Medinilla, Luis, “Algunas notas sobre el patrimonio artístico de la orden religiosa de los padres escolapios”, en Varios Autores, Congreso Nacional Arte, Cultura y Patrimonio, Ávila, 2018, pp. 10-15.

sábado, 10 de noviembre de 2018

Por el futuro de Cuenca. ¿Una ciudad para el turismo?


El historiador, ya lo he dicho en alguna ocasión anterior, debe vivir el presente a través del pasado, pero siempre como una propuesta de futuro, aprender del pasado para poder reconducir el presente que le ha tocado vivir, y de cara a encontrar un futuro mejor. En este sentido, y trasladando los problemas que a todos nos afectan a una propuesta de futuro para Cuenca, es conveniente saber cómo es Cuenca en la actualidad, y sobre todo cómo y por qué Cuenca ha llegado a ser lo que es ahora, para poder realizar propuestas que nos permitan construir una ciudad diferente, esa ciudad que todos desearíamos que fuera, una ciudad que, respetando su pasado histórico, pueda llegar a convertirse, por fin, en una verdadera ciudad del siglo XXI.

Las noticias sobre la evolución de la población conquense son, desde luego, y cuando menos, demasiado desesperanzadoras. Según los datos que nos ofrece el Instituto Nacional de Estadística, el pasado año 2017, la ciudad había perdido nada menos que 226 habitantes, dejando a la población de hecho en unos números ligeramente superiores a los cincuenta y cuatro mil habitantes, una de las capitales de provincia con tasas de población más bajas de todo el país, y quizá la única que tiene en este momento un crecimiento negativo. El dato, con ser malo, no es sin embargo el peor. Lo peor de todo es que, además, se trata de una población particularmente envejecida, con un porcentaje bastante elevado de pensionistas y de personas que se encuentran ya relativamente cerca de serlo, y una muy escasa población juvenil, que es la que al final dinamiza las ciudades. Y es que nuestros jóvenes abandonan la ciudad, una ciudad que nada, o apenas nada, es capaz de ofrecerles en material laboral, de manera que en muy pocos años, Cuenca está en riesgo de convertirse en una ciudad fantasma, movilizada sólo en torno a la Semana Santa y a las fiestas de San Mateo.

Y en lo que respecta a la provincia, tenemos sólo más de lo mismo. Según las mismas fuentes, ésta ha perdido en los últimos seis años más de veinte mil habitantes, dejando al conjunto de la provincia por debajo de los doscientos mil, la cantidad más baja de población de los últimos veinte años. Gran parte de ésta se encuentra sometida a una despoblación galopante, hasta el punto de que ya son demasiados, siempre son demasiados, pero ahora el problema es muy grave, los pueblos que corren el grave peligro de quedar completamente despoblados, sin un solo habitantes. El problema se manifiesta sobre todo en la alcarria y en la serranía, comarcas en las que, además, los problemas de comunicación son también más acuciantes. Por otra parte, apenas se observa un ligero ascenso de población en tres municipios conquenses: Tarancón, Quintanar del Rey y San Clemente. Y sólo en estos tres municipios, además de la propia capital conquense y los ayuntamientos de Las Pedroñeras, Mota del Cuervo y Motilla del Palancar, el número de habitantes supera las cinco mil personas, una cifra de población que, por otra parte, está muy lejos de poder ser considerada como óptima para un desarrollo urbanístico adecuado.

Y es que, ni la ciudad ni la provincia, pero especialmente aquélla, es capaz de ofrecer tampoco un foco de atracción para aquellos que pudieran estar interesados en asentarse en ésta. Sin industria de verdadera importancia, sin un comercio atractivo más allá de unas pocas tiendas, cada vez más difíciles de mantener debido sobre todo al escaso número de clientes potenciales con los que cuenta, es difícil que la capital conquense pueda convertirse en un foco de atracción para el forastero, por más que desde ella se haya hecho, sobre todo en los últimos años, una apuesta interesante por el turismo. Pero, ¿puede una ciudad como Cuenca vivir sólo del turismo? La respuesta puede ser positiva, como se ha demostrado en otras muchas ciudades que, desde luego, sólo, o prácticamente sólo, viven de ese turismo. Sin embargo, en la actualidad se está demostrando que la industria del turismo también puede tener sus inconvenientes, sus problemas, cuando no se hace una propuesta seria, cuando no sabemos a qué tipo de turismo nos interesa atraer a nuestras ciudades.

Por ello, si de verdad queremos los conquenses vivir del turismo, lo primero que debemos hacer es una propuesta seria, bien estudiada, de cuál es ese tipo de turismo al que nos interesa atraer: un turismo de calidad, que deja finalmente su dinero sobrante en las ciudades que visita; un turismo culto, que sabe elegir sus focos de interés; un turismo, en fin, que se interese por apuestas diferentes, como puede ser en nuestro caso el Museo de Arte Abstracto.

Porque si algo ha caracterizado a Cuenca como ciudad, como foco de atracción turística, es precisamente la cultura, y esa cultura se manifiesta sobre todo a través de dos aspectos principales: la pintura moderna y la música. El Museo de Arte Abstracto ha sido durante mucho tiempo, y todavía lo sigue siendo, aunque quizá un poco menos que hace cincuenta años, un importante foco de atracción de artistas y de aficionados a la pintura, procedentes de todo el mundo. Junto a ello, y por lo que respecta a la quizá mal llamada música culta, lo mismo puede decirse respecto a las Semanas de Música Religiosa, una de las primeras y más importantes celebraciones de su clase. Y en los mejores momentos de ambos, del museo y de las semanas, hubo detrás de ellas un nombre propio, una de esas personas que, venidas de fuera de la provincia para dinamizar la vida cultural de la provincia, yace ahora en el olvido de todos los conquenses desde su destierro en Piedrafita.: Pablo López de Osaba.

Sin embargo, las personas como él aparecen muy de cuando en cuando, y por ello, los conquenses no podemos esperar a que nos llegue un nuevo López de Osaba, que pueda volver a dar una nueva vuelta de tuerca a nuestra cultura y al turismo que llega a nuestra ciudad. Y ni siquiera podemos tampoco esperar a que nos lo hagan nuestros políticos. El futro tiene que ser cosa de todos, de cada uno de nosotros, desde nuestra propia posición. Tenemos que ser nosotros mismos los que, ahora y de una vez por todas, busquemos nuestro propio futuro, y el de nuestros hijos, a través del turismo, ya que, al menos de momento, no tenemos otra cosa a nuestro alcance. Pero tiene que ser éste un turismo de calidad, y ese turismo no se contenta sólo con buscar monumentos interesantes o las ciudades más pintorescas.

El turismo de calidad busca también una gastronomía selecta, y bien cuidada por parte de los hosteleros, y ese cuidado debe ir también de la mano de un servicio eficaz. El turismo de calidad busca también, sobre todo, ser bien tratado, y ese trato amable debe ir también de la mano de cada uno de los conquenses. No se trata en realidad de dar a los turistas una palmadita en la espalda cada vez que llegan a Cuenca, ni de proporcionarles un trato de favor cercano a lo que en el argot se llama “hacerles la pelota”; se trata sólo de darles un trato verdaderamente agradable, educado, algo que algunas veces llega incluso a echarse en falta. Y se trata, sobre todo, de mantener la ciudad limpia, y con el mobiliario urbano en condiciones adecuadas para su uso, y esto es algo en lo que, sin duda, la ciudad debería mejorar muchísimo.

En definitiva, lo que el turismo de calidad exige es, también, buenas comunicaciones. Es cierto que las comunicaciones de Cuenca con el resto de las ciudades españolas, no sólo las más cercanas, ha mejorado bastante en los últimos años, gracias sobre todo al desarrollo de la alta velocidad férrea, y a la incorporación de la capital conquense a esa red de alta velocidad. Sin embargo, en el balance negativo figura la excesiva distancia que existe entre la estación del AVE y la propia ciudad. Y sobre todo, se hace necesaria una buena comunicación interna entre la acrópolis, la parte antigua de la ciudad, y la ciudad moderna, y en este sentido todavía queda mucho por hacer. La comodidad en los accesos, por una parte, pasa por hacer peatonal, o semipeatonal, gran parte del casco antiguo, pero esa peatonalidad tiene que ser compatible con una calidad de vida para los residentes que sólo es posible después de haber realizado un estudio detenido de las posibles alternativas, tanto para los turistas como parta los propios vecinos. El proyectado ascensor, o conjunto de ascensores, puede y debe ser la alternativa válida a esos accesos; todas las ciudades, también las más turísticas, podrían servirnos de ejemplo en esa nueva accesibilidad que, desde luego, hoy en día es completamente necesaria.

Cuenca puede convertirse en una ciudad del siglo XXI. Es más, Cuenca debe convertirse en esa ciudad moderna, agradable de pasear para el turismo y para los propios conquenses. Hoy en día, y si esto no mejora con la instalación de unas pocas fábricas, esa puede ser la única alternativa válida que los conquenses tenemos para ese morirse poco a poco. Para ello, vuelvo a insistir, todos los conquenses debemos trabajar en una misma dirección, un mismo sentido que se resume en muy pocas palabras: una mejor accesibilidad para todos, un mejor trato para los que nos visitan, una mayor limpieza de nuestros parques y jardines, un mayor cuidado de nuestro mobiliario urbano, y también, una hostelería más selecta y preparada para ese turismo de calidad que es el que de verdad nos interesa. Sólo de esta forma podremos vivir de verdad del turismo.

A partir de ahí, también tenemos que buscar para el turista nuevos focos de atracción, que permitan que el viajero, a pesar de conocer ya la ciudad, pueda volver a interesarse en ella. Una buena alternativa en este sentido es, desde luego, las Semanas de Música Religiosa, pero también lo es la organización de ciertas exposiciones de calidad, al estilo de lo que la junta de Castilla y León viene haciendo desde hace mucho tiempo con el programa Las Edades del Hombre. La temática de las exposiciones puede ser muy variada, pero el arte contemporáneo puede jugar un papel decisivo, contando además con el apoyo del Museo de Arte Abstracto. La exposición del artista chino Ai Weiwei, La poética de la libertad, en el año 2016, se inició con una cierta polémica, pero lo que no cabe duda es que su celebración sirvió de importante revulsivo para el turismo hacia la capital conquense; como también lo fue, aunque en este caso sólo para una clase de turistas, los procedentes de un país como Japón, la aparición de nuestra ciudad en una serie de dibujos animados de gran aceptación en el país asiático. La actual exposición Vía Mística, del video artista norteamericano Bill Viola, o la próxima muestra sobre el arte cubano del siglo XX, que está preparando Juan J. Parera, pueden ser nuevos puntos de interés, nuevos focos de atracción, de ese turista.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Una nueva exposición de Emilio Morales


Desde el pasado 30 de octubre, y hasta el próximo día 18 de noviembre, se está desarrollando en la sala de exposiciones de la Junta de Comunidades, situada en el edificio Iberia de la calle Gil de Albornoz, una nueva exposición del pintor conquense Emilio Morales, y de los alumnos de su escuela de dibujo. La muestra, que lleva por título “Arte Patrimonio Universal”, es una representación del buen hacer de los alumnos de este reconocido artista y profesor de arte, que gira en torno a diferentes motivaciones y temáticas, desde el retrato (Juan Manuel Cervera, Pedro Cócera, Rosa María Triguero,…) a los bodegones (Elvira Monedero, José Luis Buendía,…), pasando también por los paisajes, sean estos los propios paisajes urbanos de la capital conquense (Ana María Jiménez, Julián González,…), los paisajes naturales (Verónica Cavero, María Carmen Cano,…), o incluso las marinas (Rocío Blanco, Julián Vélez,…) Intentar normarlos a todos ellos sería algo casi imposible por su extensión, y además siempre correríamos el riesgo de olvidar a alguno de ellos, por lo que esperamos que pueda servir esta pequeña relación como representación de todos los alumnos que conforman esta academia de pintura. Una academia de pintura que, por otra parte, hace ya algún tiempo que viene aumentando la nómina artística y pictórica de una ciudad como Cuenca, que de por sí tiene desde hace ya muchos años un verdadero idilio con la pintura.

Pero en esta ocasión, no se tata sólo de los alumnos del maestro Emilio Morales. La exposición se completa además con dos secciones, muy diferentes entre sí, que dan más valor a la muestra. Por una parte, forman parte también de ella algunas de las obras más representativas de la colección artística del propio Morales, una colección en la que están representadas figuras tan interesantes como algunos de los pintores de la primera generación del Museo de Arte Abstracto, con el propio Fernando Zóbel a la cabeza, y junto a él, el informalista Miguel Viola, uno de los integrantes del grupo El Paso, o nuestro Miguel Zapara, uno de los más internacionales pintores conquenses de la generación de entresiglos. Junto a ellos, otros pintores de la generación del propio Emilio Morales, colaboradores con él en diferentes exposiciones por muchos puntos del país, miembros algunos de ellos de la vieja movida madrileña: José María Iturralde y Antonio Villatoro, Manolo Campoamor y Rufino de Mingo, o el propio y extraño Paco Clavel.

Finalmente, la pintura se combina en esta exposición con la escultura, a través de una serie de artistas invitados, escultores en este caso, que conforman en conjunto una buena representación del mejor arte conquense de la especialidad. Esculturas realizadas en materiales tan variados como la madera, el metal, la piedra, o incluso el barro. Y es que, junto al surrealismo arcilloso de Tomás Bux, aparece también el clasicismo pétreo de Julio Abad, o el expresionismo humano de Javier Barrios. Y también, por supuesto, hay espacio también para figuraciones más o menos cercanas a la abstracción, como son las propuestas de Vicente Marín, Lorenzo Redondo o Austión Tirado. Y junto a todos ellos, el esquematismo que nos ofrecen Miguel Ángel y Juan Carlos Coso.

En resumen, se trata ésta de una exposición muy completa y variada, con las diferentes formas de expresar el arte que tienen cada uno de sus protagonistas, sean estos alumnos, maestro o invitados. Una muestra que, desde luego, no nos la podemos perder, porque, como decimos, no se trata de una muestra más de estas características. Aquí, la relación maestro-alumno sobrevuela por encima de otras exposiciones similares, de manera que se convierte en algo parecido a, salvando las distancias, los liceos y las academias de la antigüedad grecolatina.

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