Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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martes, 18 de marzo de 2025

LA SANTA CENA DE PEDRO MERCEDES

 

El día 11 de junio del pasado año, 2024 era un día histórico para la Venerable Hermandad de la Santa Cena de Cuenca. En efecto, ese día, Luis Miguel Jiménez Patón,  Hermano Mayor de la cofradía, y Armando Martorell Montero, secretario de la misma, firmaban el contrato de adquisición de una colección de platos de cerámica del famoso alfarero y ceramista conquense, Pedro Mercedes Sánchez (1921-2008), relacionados, por su significativa iconografía, con el momento representado en el paso que, cada Miércoles Santo, la instauración de la Eucaristía por Jesús, durante la celebración de la última cena de Jesús con los Apóstoles. En efecto, se trata de trece platos de cerámica, que fueron adquiridos a un coleccionista particular, y que representan, cada uno de ellos, tanto a Jesús como a los doce apóstoles.

            Cada una de las piezas, tiene un diámetro de diecisiete centímetros, menos la correspondiente a Cristo, que es un poco más grande: veintitrés centímetros de diámetro. Pero más allá de las medidas, lo más significativo de la colección es la elegante elaboración de todos los platos. En efecto, estos hacen gala de todas las características propias de la mejor obra del ceramista conquense: el empleo de la técnica del rayado, a base de ir retirando con un buril u otro objeto metálico la capa de engobe que recubre el conjunto de la obra; la bicromía producida por el rayado, en negro sobre rojo; el horror vacui que recubre toda la pieza; la mezcla de simbolismo y de expresionismo en la representación de los temas,…      

En definitiva, se trata de una gran adquisición por parte de la hermandad, que a partir de este momento pasará a formar parte de su patrimonio artístico, un patrimonio que no sólo enriquece a la propia hermandad y a nuestra Semana Santa, sino a toda la ciudad, que ha podido recuperar, de esta manera, unas obras de arte que, por el hecho de haber salido de las manos de nuestro mejor alfarero, son también parte de Cuenca. Así, el próximo Miércoles Santo, cuando nuestra magna catedral, la más antigua catedral gótica de España, abra sus puertas para dar salida al paso titular de Octavio Vicent, éste se va a ver enriquecido con esas trece piezas de barro; de barro, el material más humilde, pero a la vez el más importante de todos, porque es el resultado de la fusión de los cuatro elementos de los clásicos: la tierra, el agua, el fuego y el aire.

       La escena representada en el plato que corresponde a Cristo, tanto en el paso de Semana Santa como en esta colección cerámica, es el momento en el que Él y los Apóstoles se encontraban en Jerusalén, celebrando la fiesta de la Pascua lo que los judíos llaman el Pésaj, en la que los judíos conmemoran la liberación de la esclavitud en el antiguo Egipto, según el relato del Éxodo en la Biblia hebrea. En el acto, tal y como hoy aún se sigue haciendo, los judíos llevan a cabo una cena ritual llamada seder, que incluye la lectura del Haggadah, el manuscrito en el que se narra la historia de la salida de Egipto. En el transcurso de la cena se comen alimentos simbólicos, como el matzá, pan sin levadura, el maror, un conjunto de hierbas amargas que representan la dureza de la esclavitud, y sobre todo, el cordero pascual. Por eso, más de la mitad del plato que representa a Jesús, lo conforma la representación de un cordero, que vuelve la cabeza sobre su lomo para adaptarla a la propia circunferencia de la obra. Sin embargo, la representación del cordero va más allá del propio alimento que se comió en la Última Cena, para convertirse en una referencia simbólica al propio Jesucristo: “Ecce Agnus Dei, qui tollit peccatum mundi." -Tú eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo-, le dice San Juan Bautista a Jesús, tal y como lo recoge el otro Juan en su evangelio (Jn., 1, 29). Por eso, Jesús se transforma, en la Eucaristía, en el alimento de vida eterna: "Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros."

Y junto al cordero, el resto de la superficie del barro está decorado con una rama de olivo, y, como no podía ser de otra forma, con el pan y el vino, las dos sustancias sagradas, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, elementos de su propio sacrificio, representado éste último con la figura de un cáliz.

            “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.” Las palabras las pronunció Jesús, cuando Él y sus discípulos se encontraban en Cesarea de Filipo, en la región de Galilea, muy cerca de la cabecera del río Jordán, cuando el Maestro había empezado ya a ser famoso por sus milagros (Mateo, 16-18). La frase es importante, porque de esta manera el Maestro situaba al Apóstol, hasta entonces llamado Simón (Simón bar-Joná, para diferenciarlo del homónimo cananeo, pues tanto Pedro como Cefas, que también significa “piedra” en arameo, no son más que el apelativo con el que el personaje empezó a ser conocido a partir de este momento) como primer sucesor de la futura Iglesia que iba a nacer después de la muerte de Cristo. Por ello, las llaves son parte importante del plato que se corresponde con este apóstol. Primer Papa de la Iglesia de Roma, como es sabido, se suele representar con dos llaves en la mano, las llaves de la misma Iglesia, y de esta manera se representa también en la obra de Pedro Mercedes. Y junto a las llaves, y como no podía ser de otra forma, el gallo, el animal totémico, simbólico, presente también en muchas representaciones del hijo de Jonás, por las veces que el apóstol le negó, en el patio de la casa de Caifás, el sumo sacerdote.         

  Hacia el año 60, casi treinta años después de la muerte de Jesús en la Cruz, el procónsul romano Aegeas, gobernador de la región de Acaya, en la actual Grecia, ordenó el arresto del apóstol Andrés por su activa predicación del cristianismo. Conducido a Patras, ciudad en la que se encontraba el palacio del procónsul, en la península del Peloponeso, éste le instó a que renunciara a su confesión cristiana, y al negarse éste, ordenó a sus soldados que le crucificaran en una cruz de aspa; una cruz aspada que también aparece en la superficie de la obra de Pedro Mercedes, cubriendo toda la pieza, y dividiendo ésta en cuatro partes casi iguales. Por otra parte, en la pieza se representan, también, los que parecen  cuatro gotas de sangre que se derraman desde el centro de la cruz y caen hacia la parte inferior del plato, que simbolizan la sangre que el apóstol derramó durante su martirio. En la iconografía cristiana, estas gotas son un recordatorio del sacrificio y del sufrimiento que San Andrés soportó por haber mantenido su fe, y dado la vida por ella.

           

Cuenta la tradición que Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo y de Salomé, llegó hasta España en el transcurso de sus viajes de misión por todo el imperio romano. Otra leyenda cuenta que, una vez sacrificado, en el año 44, por orden del rey Herodes Agripa, quien había ordenado que fuera decapitado, su cadáver fue traslado en una barca de piedra, y conducido por los ángeles hasta la costa gallega, donde sería descubierto mucho tiempo después, a principios del siglo IX, por un religioso gallego, quien se apresuró a anunciar su descubrimiento al obispo de Iria Flavia. A partir de ese momento, los peregrinos de toda Europa comenzaron a llegar hasta la nueva ciudad, que había empezado a nacer en el lugar en el que había sido encontrado el cuerpo del Apóstol,  y que por ello había recibido el nombre de Santiago de Compostela. Tres siglos más tarde, nació en los reinos de Castilla y de León una nueva orden militar, la orden de Santiago, con el fin de proteger los caminos que conducían a aquel nuevo centro de peregrinación. Por ello, no es de extrañar que Pedro Mercedes, a la hora de realizar su obra, eligiera como motivos destacados los dos elementos más simbólicos de este nuevo culto, que había nacido en la Edad Media: la concha de vieira, como elemento taumatúrgico de protección para los peregrinos y, al mismo tiempo, de culminación del viaje, que lo repite en toda la superficie del plato, hasta en tres ocasiones; y la calabaza, que los peregrinos llevaban ahuecadas y secadas, con el fin de poder usarlas como recipientes para beber agua. Y junto a ello, la cruz de Santiago, acabada en su brazo más largo como una espada, que desde el principio había sido el símbolo que llevaban al pecho los miembros de aquella nueva orden, que estaba formada por monjes guerreros.

El caballo, por su parte, representa la iconografía típica de Santiago Matamoros, en recuerdo de su aparición en el año 844, en la batalla de Clavijo, en la que, según la leyenda, las tropas cristianas del rey Ramiro I de Asturias, cuando estaban a punto de ser derrotadas por las fuerzas musulmanas del emir Abderramán II, los cristianos tuvieron la visión de un poderoso caballero que, cabalgando sobre un hermoso caballo de color blanco, les prometió la victoria en aquella jornada. La aparición de aquel caballero, que se identificó como el apóstol Santiago, les dio fuerzas a los cristianos, quienes, con su ayuda, derrotaron al día siguiente a sus enemigos. Aunque la existencia real no ha sido contrastada por los historiadores, es, desde luego, tiene una gran importancia para los devotos de Santiago el Mayor.

            En el plato correspondiente al apóstol Bartolomé, Pedro Mercedes, refleja, en el conjunto de su iconografía, los elementos más característicos del martirio del apóstol Bartolomé, también llamado en las escrituras Natanael, sobre todo en el evangelio de San Juan. En este sentido, puede ser que ambos nombres fácilmente pueden hacer referencia a una misma persona, y que su nombre real debía ser éste, Natanael, cuyo significado, en arameo, es  “"dado por Dios", o "regalo de Dios"; el otro, Bartolomé, con el que es más conocido, hace referencia más a su genealogía paterna, “hijo de Ptolomeo”. Se le menciona, casi siempre, al lado de Felipe, de quien podría ser hermano. Su martirio, por otra parte, fue ordenado por el rey Astiages de Armenia, enojado porque éste había conseguido que el hermano del rey, Polimio, aceptara la religión cristiana. Instado el apóstol a abjurar de su fe, y negada por éste la renuncia a sus creencias sagradas, el rey ordenó que fuera desollado vivo por sus soldados, proceso que se llevó a cabo con un afilado cuchillo, que desde ese momento se convirtió en un el principal elemento de su iconografía. Y junto al cuchillo, el otro elemento que simboliza a este apóstol suele ser una piel humana, que, como el cuchillo, el santo porta entre sus manos. Pedro Mercedes representa a San Bartolomé con estos dos elementos, que se distribuyen la parte derecha de la pieza. Por su parte, el pie puede representar la firmeza, y la resistencia del santo ante el sufrimiento y la persecución religiosa a la que fue sometido. Y como en el resto de las obras de la colección, toda la superficie del plato se decora con las típicas líneas de raspado, en una especie de horror vacui, que tan característicos son de toda la obra de nuestro alfarero.

            Como Juan, Mateo, además de uno de los doce apóstoles, es también uno de los cuatro evangelistas. Para diferenciarlo de los otros tres, a Mateo se le suele representar acompañado de un ángel. Sin embargo, en esta pieza, Pedro Mercedes ha elegido una iconografía mucho más sencilla, formada por dos elementos, también muy característicos en las representaciones artísticas del antiguo publicano, cobrador de impuestos. Por una parte, el libro abierto representa, como no podía ser de otra forma, su papel como uno de los evangelistas. Por otro lado, la vela encendida que está a su lado tiene, en sí misma, varios significados, que nos parecen muy claros de interpretar: la iluminación, la inspiración divina que San Mateo recibió para escribir su evangelio, iluminando su camino y su comprensión espiritual; la presencia de Dios y la guía de Jesucristo en toda la vida del apóstol; y, finalmente, la propia luz que emana del mismo evangelio, que Mateo difundió, iluminando la verdad y la fe de todos los creyentes.

Por otra parte, no puede pasar desapercibida  una de las parábolas que Jesús, en los días previos a la Pasión, utilizó para hacer que sus discípulos pudieran comprender mejor la obra de su Padre, y que aparece, precisamente, en el evangelio de San Mateo (Mt., 25, 1-13). Se trata de la parábola de las diez doncellas, que esperan la llegada del novio, cinco discretas y previsoras y cinco negligentes. Mientras las primeras tenían suficiente aceite para sus lámparas y fueron recompensadas por ello por parte del novio, las otras cinco, que no tenían suficiente aceite en sus alcuzas, no estaban preparadas cuando recibieron la visita del señor, y por ello se quedan fuera de la fiesta de las bodas.

            A San Judas Tadeo se le suele representar con un bastón, con un libro o pergamino, o con un hacha en la mano. El bastón representa su autoridad espiritual, y su capacidad para guiar las almas hacia la luz de Dios. El libro hace referencia a que éste fue uno de los primeros escritores sagrados, al haber sido autor de una de las epístolas que conforman el Nuevo Testamento. Y el hacha, por su parte, es el elemento de su martirio: fue martirizado por orden del gobernador de Persia, junto con su hermano, Simón el Cananeo, habiendo sido, en su caso, decapitado con un hacha. También se le suele representar con una palma, como símbolo de su martirio, y de su fidelidad a la fe cristiana. No obstante, la representación elegida por el autor de los platos para Judas Tadeo resulta muy esquemática, casi abstracta incluso: una especie de triángulo y una escuadra, acompañados ambos elementos con sus característicos raspados, que cubren toda la pieza, y que a pesar de su esquematismo no nos dejan de recordar, sin embargo, algo parecido a un hacha u otra arma cortante similar, lo que podría hacer referencia al martirio del apóstol.         
   El plato correspondiente a San Juan es el más sencillo de interpretar. Tal y como es usual en la mayor parte de las imágenes en las que se representa a este apóstol, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, Pedro Mercedes utiliza para representarlo su símbolo tradicional como uno de los cuatro evangelistas, un águila. Este animal, que, por otra parte, suele decorar los ambones y los púlpitos de las iglesias, es un símbolo de la elevación y de la visión espiritual, que representa la figura de San Juan. y se asocia con este evangelista porque su evangelio es considerado el más místico y teológico de los cuatro, por encima, en este sentido, de los tres evangelios llamados sinópticos. Como el águila vuela alto y tiene una vista aguda, representa, además, la capacidad de San Juan para tener una perspectiva espiritual elevada y profunda. Por otra parte, el águila se cree que puede volar directamente hacia el sol sin ser cegada, simbolizando así que San Juan tenía una visión clara y directa de la divinidad de Cristo.

            De los cuatro elementos que, tradicionalmente, representan a Santiago el Menor, Pedro Mercedes ha elegido, para esta obra, dos de ellos: el pergamino y la palma. El pergamino, sustituido en otras ocasiones por un libro, simboliza su papel en la difusión del evangelio y la autoría de su epístola, una de las que conforman el Nuevo Testamento. Por su parte, la palma, como es usual en muchas representaciones de santos, es el símbolo del martirio, que los judíos llevaron a cabo alrededor del año 62. Según la tradición, los líderes judíos buscaban un pretexto para acusarlo, debido a su influencia en el conjunto de la población, y su defensa de la confesión cristiana. Durante la Pascua, lo llevaron a la terraza más alta del templo, desde donde lo precipitaron a la calle. Sin embargo, Santiago, que no había sufrido ningún daño en su caída, comenzó a orar por sus agresores, y entonces la multitud, enfurecida por ello, se dispuso a apedrearlo, hasta provocarle la muerte. El ceramista, sin embargo, deja de lado los otros dos elementos más característicos de su representación iconográfica: el cayado o bastón que representa su función pastoral; y su liderazgo en la iglesia primitiva de Jerusalén; y el batán o mazo, que se asocia también con la tradición de su martirio.         

  Encontramos la iconografía del plato correspondiente a Santo Tomás en la lectura del evangelio de San Juan (Jn. 20, 24-29): “Tomás, uno de los doce, llamado el Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Hemos visto al Señor. Él les dijo: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.” El plato representa, así pues, una mano, la del apóstol, con dos dedos extendidos, introduciéndose en la herida abierta en el costado del Maestro, del Señor. De éste, por su parte, sólo se representa el costado y el brazo derecho, intuyéndose la parte inferior del rostro más allá del borde superior del plato. En el margen de la pieza, entre el antebrazo de Tomás y el torso de Jesús, una interrogación, símbolo infinito de la duda.

            Simón el Cananeo era hijo de Cleofás, quien también era padre de Judas Tadeo y de Santiago el Menor, por lo que se suele afirmar que los tres apóstoles eran hermanos; y por lo tanto, los tres apóstoles eran hijos de la que en los Evangelios es llamada María Cleofás, una de las mujeres que estuvieron presentes en la crucifixión de Jesús. Su apelativo procede de la región de la que era originario, la antigua Canaán, en Galilea. Es también conocido como Simón el Zelote, porque pertenecía a este grupo político y religioso, de carácter nacionalista y violento, cuyos miembros eran reconocidos por su resistencia armada contra la ocupación romana y su firme oposición a cualquier colaboración con los invasores. Desde el punto de vista de la iconografía, los símbolos que, históricamente, han representado a este apóstol en la Historia del Arte, son muy variados: el

serrucho o el hacha, simbolizando su oficio como carpintero; el libro, que simboliza la misión evangelizadora de Simón, y su dedicación a predicar el Evangelio; el remo, que representa sus continuos viajes por muchas partes del mundo, en cumplimiento de su labor misionera, ordenada por Jesucristo; la flecha, que simboliza el objeto de su martirio, a manos del gobernador de Persia -según otras versiones, el apóstol fue martirizado con un hacha-; y la vela, que parece representar su papel como portador de la luz de la fe, una metáfora que es común también para el resto de los apóstoles, que llevaron el mensaje de Jesús a diferentes regiones. Son estas dos últimas opciones las que fueron representadas por Pedro Mercedes en este plato, quien a modo de una imagen casi abstracta, en forma de flecha o de vela, quiso representar en un obra a este apóstol, uno de los menos conocidos de los doce, al menos en lo que se refiere a su vida después de la muerte de Jesús.

            Si el plato correspondiente al apóstol San Juan es el de más fácil interpretación, éste, el de Felipe, resulta ser el de más difícil comprensión. Cuando atendemos a la iconografía más usual en las representaciones de este apóstol, lo solemos encontrar ya crucificado, o con una Cruz en la mano derecha, en atención a su martirio, ordenado por el procónsul romano de la ciudad de Hierápolis, en la actual ciudad turca de Pamukkale, en la provincia de Denizli; según otras versiones, su martirio sucedió en Frigia, o en Armenia. Detenido junto a San Bartolomé y a Mariamne. Según los “Hechos Apócrifos de San Felipe”, un documento que fue descubierto en 1974 por los profesores suizos François Bovon y Bertrand Bouvier, en la biblioteca del monasterio griego de Xenophontos, en el Monte Athos, Grecia, los tres eran hermanos. Después de haber sido sometidos a infinidad de tormentos, fueron conducidos al Templo de la Víbora, y allí fueron ejecutados; mientras Bartolomé, como se dijo en su momento, fue despellejado vivo, Felipe sería crucificado, aunque, según otras versiones del martirio, Felipe fue lapidado. Por este motivo, algunas veces el apóstol es representado también con una piedra en la mano.

Sin embargo, en nuestro caso,  toda la superficie del plato aparece cubierta por lo que parecen ser hojas de un árbol, probablemente de una higuera, alternando con lo que parecen higos, lo que redonda más es esta interpretación del plato. Sin embargo, en la tradición cristiana no conocemos una relación directa entre este fruto y el apóstol, aunque, en el  contexto bíblico, la higuera es mencionada en varios pasajes del Nuevo Testamento, y el propio Jesús mismo utiliza el ejemplo de la higuera para hablar sobre la fecundidad espiritual. Por otra parte, la representación mercediana de Felipe nos recuerda un pasaje del evangelio de San Juan, cuando el propio Felipe llevó a su hermano, Bartolomé, a conocer a Jesús, y  lo que Él le dijo al nuevo apóstol: “Antes de que Felipe te llamara,

            Finalmente, vamos a hablar del plato correspondiente a Jucas Iscariote. En este sentido, hay que recordar, una vez más, las palabras del Evangelio. “Entonces uno de los doce, que se llamaba Judas Iscariote, fue a los principales sacerdotes, y les dijo: ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré? Y ellos le asignaron treinta piezas de plata. Y desde entonces buscaba oportunidad para entregarle”. (Mt., 26, 14-16). Y más tarde, cuando el traidor ya había entregado a su Maestro, el apóstol evangelista continúa: “Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de Sangre.”

Como en el caso de Juan, la interpretación de esta pieza de Pedro Mercedes es, también, muy clara: si la mayor parte de la superficie está dedicada a la propia bolsa, que, suponemos, debe contener las treinta piezas de plata, también aparecen representados, en un menor tamaño, otros dos elementos que son, también, bastante significativos. Por un lado, en un tamaño muy poco visible, casi insignificante, la horca, en referencia al suicidio del apóstol traidor, colgado, precisamente, según la tradición, de las ramas de una higuera. Por otro lado, un cáliz volcado, derramando sobre uno de los bordes del plato su contenido sagrado, la sangre ofrecida por el Maestro en su sacrificio de amor.








 El Podcast de Clio: LA SANTA CENA DE PEDRO MERCEDES

lunes, 25 de marzo de 2024

LUIS MARCO PÉREZ Y LA SANTA CENA

 

“Hay en Cuenca misteriosas iglesias cerradas, en las que nunca se dice misa, y que sólo pueden visitarse gracias a la amabilidad de quienes están encargados de su custodia. La más interesante es la iglesia de San Antonio, consagrada a la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad. En ella he visto Cristos más terribles, por su realismo desesperado, que aquel célebre Ecce Homo de la catedral de Burgos, cuyo cuerpo según dicen, está recubierto de auténtica piel humana. En ella he visto Vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas. Cuadros formados por combinaciones de papeles de colores, reconstituyendo escenas de la Pasión. Y sobre todo una Cena fabulosa, con personajes de tamaño real, tallada en una sola pieza en el tronco de una encina gigantesca. Sobre la mesa, ante Cristo. Iscariote y los Apóstoles, el autor de la escultura ha colocado mendrugos de pan, cincelados en madera negra, que el visitante puede desplazar a voluntad… ¡Hasta dónde llega el superrealismo de las iglesias españolas!”.


Quien esto escribe es el escritor cubano Alejo Carpentier, que visitó Cuenca en los años treinta, poco tiempo después de que Luis Marco Pérez tallara el antiguo paso procesional de la Última Cena de Jesús con los Apóstoles, que recibía culto, al menos en sus primeros años, en la iglesia de San Antón -no confundir con la advocación de San Antonio, a la que se refiere el escritor-, y que publicó en la revista “Carteles”. Dejando aparte las exageraciones, producto quizá de su propia fantasía, descritas por Carpentier -en este sentido, la alusión a las “vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas” nos recuerda demasiado a esa imagen prebélica del Paso del Huerto y sus desfiles procesionales sobre unas andas en las que estaban incorporadas, de manera un tanto tétricas, las cabezas de los tres Apóstoles durmientes-, se trata de una de las escasas descripciones del conjunto escultórico que todavía se conservan. Más fiable, sin embargo, es el texto del escritor madrileño Luis Martínez Kleiser, que publicó en el diario ABC en su edición del 23 de marzo de 1930, en un artículo que tituló “Imágenes convertidas en pasos. Los pasos de Marco Pérez”:

“Es de dimensiones más reducidas que la Cena de Salzillo, y de concepción totalmente distinta. El gran escultor murciano reconcentra toda su poderosa inspiración en los rostros de los Apóstoles, para reflejar las emociones que combaten sus espíritus, en tanto que el escultor conquense nos presenta al grupo en el momento en que experimenta una fuerte sacudida, producida por las palabras solemnes del Maestro. Salzillo concibe la sacra reunión como esclavizada por la compostura que pudiera reclamar un acto de etiqueta. Marco no cree posible ese realismo uniforme y sedente, y desata las ligaduras de respeto, permitiendo que algunas figuras se muevan en plena explosión individual de su temperamento impulsivo. Por eso, en la obra de Marco Pérez, unos Apóstoles permanecen quietos y otros se levantan, dominados por la agitación de su espíritu; pero dentro de una composición tan acertada, que cada actitud individual se corresponde con las demás, hasta componer un todo armónico… Las dos figuras principales de la obra son Jesús y Judas Iscariote: el primero, en pie ante su puesto, se nos ofrece con todo el reposo augusto, la dignidad solemne, la resignada dulzura y la grandeza sublime de la divinidad humana. El segundo, en pie también ante el extremo opuesto de la mesa, y volviendo la espalda a sus condiscípulos, como en actitud de oír, es tal vez el mayor acierto del paso. Su ruindad física parece el reflejo de su ruindad moral. Su pecho se hunde vacío, como si no albergase un corazón. Su cuerpo se encoje, como si tratase de reducirse a la nada. Su cabeza se inclina, agobiada por los remordimientos, buscando la tierra para esconderse en sus entrañas recónditas. Su pelo se revuelve enmarañado, como las sendas tortuosas de su conciencia. Sus facciones escondidas hablan de codicia; sus ojos desorbitados, de espanto. Sus músculos tensos vibran…”

Y al hablar del resto de los Apóstoles, continúa: Las tallas son soberbias. San Pedro, sentado a la izquierda del Jesús, levanta hacia Él la vista en éxtasis. San Juan dulce, aunque no afeminado, en la plenitud de su hermosura viril, parece tener los ojos arrasados por la emoción. Santo Tomás se recoge en sí mismo, como para escuchar con los oídos del alma. San Bartolomé se levanta, se eleva poseído de unción. Santiago de Alfeo se adormece, acariciado por la promesa incomparable de la Eucaristía. Simón el Cananeo, el Zelotas, yergue gallardo el rostro y mira al degenerado que ha de vender al Rabí en actitud amenazante. Andrés, el hijo de Jonás y hermano de Simón de Kefás; Santiago, el hermano de Juan e hijo de Zebedeo; Judas Tadeo, el hermano de Santiago el Menor; Mateo; Felipe. Todos viven el momento cumbre de la historia del mundo en un asombroso realismo.”

Lamentablemente el conjunto, tallado en madera sin policromar, desapareció en los primeros días de la Guerra Civil, como el resto de los pasos, con muy pocas excepciones, de la Semana Santa de Cuenca, y de ella apenas quedan algunas fotografías, casi todas de escasa calidad, que sin embargo son todavía testigos de la enorme belleza escultórica de este paso procesional, que en los primeros años treinta formaba parte de la procesión del Jueves Santo, sin haberse fundado una hermandad que cuidara de su devoción, y que más tarde se incorporó a la procesión del Miércoles Santo. Terminada la guerra, el resto de los pasos procesionales se fueron recuperando, hasta llegar a conformar la nueva Semana Santa de Cuenca, dejando que la imagen de  la Santa Cena, por las enormes dimensiones que representaba, se convirtiera en el gran anhelo de la familia nazarena conquense. Así hasta el año 1985, cuando el nuevo paso de Octavio Vicent se incorporó por fin a nuestra Semana Santa.

Durante todo ese tiempo, entre 1940 y 1985, los intentos de recuperar el misterio de la instauración de la Eucaristía fueron diversos. Quizá, el más importante de aquellos intentos está fechado en el mes de marzo de 1953, cuando quedó inscrita en el Gobierno Civil de Cuenca la nueva “Real e Ilustre Cofradía de la Sagrada Cena”. Curioso el título de real, para una institución que se había creado durante la dictadura del Caudillo, pero el caso es que, al año siguiente, la Junta de Cofradías sacaba a concurso la realización de la talla procesional, concurso que fue ganado por el escultor conquense Fausto Culebras, quien firmaría el contrato definitivo con la institución nazarena el 26 de enero de 1955.

No es necesario repetir aquí las circunstancias que imposibilitaron la incorporación definitiva de la hermandad y del paso procesional a la Semana Santa de Cuenca, suficientemente conocido, por otra parte, de muchos nazarenos. El caso es que cuatro años más tarde, en 1959, el imaginero fallecía por culpa de un estúpido accidente sufrido en la ciudad hermana de Ecuador, a donde había acudido para instalar el monumento a Andrés Hurtado de Mendoza, que él mismo había realizado. Del renovado sueño nazareno, apenas quedó unas pocas fotografías, algún boceto en yeso, y unos pocos Apóstoles realizados en tamaño natural, también en yeso, conservadas todas ellas entre los fondos del Museo de Cuenca.

Y si los nazarenos conquenses mantuvieron, durante más de cuatro décadas, el sueño de poder recuperar el paso del Cenáculo, también el propio Marco Pérez, mientras a golpe de gubia iba recuperando otras escenas de la Pasión, mantenía el sueño de que, algún día, podría hacer una nueva Cena, quizá más hermosa, más espectacular, que la que había tallado en los años anteriores a la guerra. Y fruto de ese sueño ha quedado, conservado en una colección particular de nuestra ciudad, un dibujo, a modo de boceto, en el que también se representa el momento de la instauración de la Eucaristía.  

La escena dibujada por el escultor conquense está formada, como no podía ser de otra forma, por trece figuras, Cristo y los doce Apóstoles, dispuestos alrededor de una mesa rectangular, conformada a lo ancho, de manera que, al menos a primera vista, resultaría bastante complicado de procesionar el paso por las estrechas calles por las que discurre la Semana Santa de Cuenca. En efecto, la imagen nos recuerda ligeramente el modelo que el pintor italiano Leonardo Da Vinci realizó para el monasterio dominico de  Santa Maria delle Grazie, en Milán, y que le encargó el duque Ludovico Sforza; y digo ligeramente porque, en realidad, en el dibujo del conquense los Apóstoles se agrupan de manera mucho más compacta, hasta el punto de que cuatro de ellos se agrupan a cada uno de los lados de la mesa, contrariamente al modelo italiano, en el que todos los discípulos se muestran de manera horizontal, como una especie de fila india. No obstante, y tal y como sucede en el modelo italiano, entre todos ellos se puede observar una interrelación, de la que carecen otras representaciones similares.

En el dibujo de Marco Pérez, y como sucede también en el del italiano, el Maestro se presenta sentado, a la misma altura que el resto de los personajes. Y hasta aquí, los elementos de comparación entre una y otra representación. A su derecha, desde el punto de vista del espectador, San Juan, el único de los personajes que no lleva barba, tal y como se le suele representar en la Historia del Arte, adormilado, reclina la cabeza en el hombro derecho del Rabí. Y en el otro lado de éste, San Pedro recibe el abrazo de otro de los Apóstoles, quizá Bartolomé, quien apoya la mano en el hombro del que se convertirá en el primer Papa de Roma. Casi todos los Apóstoles miran al rostro de Cristo. Todos menos San Juan, tal y como hemos dicho, y Judas, quien, sentado en el extremo de la derecha, rehúye la mirada de otro de los Apóstoles, el que está situado junto a su lado, para dirigir la vista hacia el suelo, y hacia la bolsa con las treinta monedas, que guarda en una de sus manos. En conjunto, al menos aparentemente,  el escultor de Fuentelespino de Moya ha intentado representar la escena en un momento previo al de la partición del pan.

Por otra parte, la escenografía del dibujo se completa con algunos elementos propios de una naturaleza muerta, los mismos que aparecen en otras representaciones de este momento cumbre de la Pasión de Cristo, el de la instauración de la Eucaristía, con lo que ello representa. Así, en el suelo, delante de la mesa, se puede contemplar, junto a una jarra y una especie de ánfora de cuello estrecho, una gran cesta que contiene varios panes. Y sobre la mesa, por otra parte, apenas puede verse, junto a un cáliz del que posteriormente hablaremos, un pan, similar a los que se encuentran dentro de la cesta, y sobre una bandeja, un animal, dispuesto a ser devorado en el ritual banquete, que si bien debería tratarse de un cordero, tal y como se hacía en la celebración judía de la Pascua, nos recuerda un poco al lechón que podemos contemplar en el retablo de madera también sin policromar que, tallado por el escultor francés Esteban Jamete en pleno siglo XVI, se halla en la capilla de Santa Elena de la catedral conquense, fundada por el canónigo Constantino del Castillo. Es sólo una imagen lejana de la obra de Jamete, porque en realidad, tal y como hemos dicho, resulta difícil determinar con exactitud de qué animal se trata.

Y volviendo al cáliz, que en la Última Cena contenía el vino pero que en realidad es una representación de la propia Sangre de Cristo, se trata de una clara representación del Santo Grial que se conserva en la catedral de Valencia: una copa de obsidiana, cuya talla algunos arqueólogos han datado en el mismo siglo I en el que vivió Jesús, al que posteriormente se le incorporó un pie con dos asas en forma de serpiente, realizado en oro y diversas piedras preciosas, que fue incorporado posteriormente, en  plena Edad Media. En efecto, la forma de la copa es la misma que la del sagrado cáliz que se venera en el templo levantino, lo que nos acerca el dibujo de Marco a otro modelo, quizá más cercano al citado anteriormente: la Última Cena que Juan de Juanes pintó hacia el año 1560, y que actualmente puede contemplarse en el madrileño Museo del Prado. Al contrario que el dibujo conquense, en el óleo del genial pintor valenciano Jesús es representado en el preciso instante en el que levanta el pan para ofrecérselo a los Apóstoles.

El dibujo está firmado por Marco Pérez en su parte inferior, pero no está fechado, por lo que no podemos saber en qué momento exacto el autor quiso incorporar este nuevo paso a la Semana Santa de Cuenca, si es que en realidad se trata de un intento real de hacerlo; parece, sin embargo, una obra de los años setenta, por las circunstancias en las que el dibujo llegó a la colección. Lo que sí parece claro es que no tiene nada que ver con el que sí llegó a terminar antes de la guerra, y que formó parte de nuestra Semana Santa durante seis años, hasta su destrucción, tal y como hemos dicho, en los primeros meses de la guerra.



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