Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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domingo, 21 de abril de 2024

“MALDITA ROMA”, LA ÚLTIMA NOVELA DE SANTIAGO POSTEGUILLO SOBRE JULIO CÉSAR

Aunque este blog está dedicado, sobre todo, al estudio de la historia, muchos de mis lectores ya conocen también mi interés por la novela histórica, que tan de moda está en la actualidad en esto que podríamos llamar la industria literaria. Mi interés, más allá de la propia narración en sí misma, y como no podía ser de otra forma, al menos en lo que se refiere a su incorporación en este blog, está en la propia historicidad del texto, y desde este punto de vista, el de su historicidad, es en el que vamos a analizar en esta entrada la última novela de Santiago Posteguillo, quien es, sin duda, uno de los escritores que mejor conocen la historia de Roma, tal y como ha demostrado a lo largo de toda su carrera, sobre todo en las series que ha dedicado a personajes tan importantes como Trajano, el primer emperador oriundo de Hispania (“Los asesinos del emperador”, “Circo Máximo” y “La legión perdida”) o Julia Domna (“Yo, Julia” y “Julia retó a los dioses”), a alguna de las cuales ya he prestado atención antes en este mismo blog (ver “Yo Julia, de Santiago Posteguillo, o como acercarse a la historia a través de la novela”, 22 de diciembre de 2019). Estamos hablando, desde luego, de “Maldita Roma”, la segunda entrega sobre la vida de Julio César, a cuya primera entrega, “Roma soy yo”, también le dedique, en su momento, la entrada correspondiente (ver “Roma soy yo. Julio César y Roma en la pluma de Santiago Posteguillo, 11 de enero de 2023).

Esta segunda entrega de la serie se extiende entre los años 75 y 58 a.C., es decir, desde el obligado exilio de nuestro protagonista en la isla de Rodas, después de su derrota en su intento de acusación contra Antonio Hibrido, uno de los senadores optimates, hasta la invasión de los helvecios contra la parte de la Galia que, ya entonces, era aliada de Roma, lo que posibilitó al futuro dictador, en definitiva, disponer de mando militar sobre las legiones. En la novela, tal y como ocurre en la entrega anterior, se presentan al lector episodios de la vida de Julio César, unos más conocidos que otros pero todos igual de históricos, como su relación con Pompeyo, más política que personal, o su enfrentamiento con los piratas, quienes le habían hecho prisionero en el transcurso de aquel exilio, y a quienes conseguirá derrotar fácilmente, recuperando todo el dinero que había costado su liberación, y mandándolos ejecutar, solucionando el problema que ellos representaban en aquella parte del Mediterráneo.

La novela se divide en cuatro partes claramente diferenciadas. En la primera, “Un mar sin ley”, se nos presenta, precisamente, ese problema de la piratería en el Egeo, al tiempo que se nos presenta también un César derrotado, es cierto, pero dispuesto también a seguir dando batalla contra el partido de los optimates; y para ello se dirige a la isla de Rodas, con el fin de poder aprender allí oratoria, de la mano del mayor orador del momento, Apolonio Molón. Pero en el curso del viaje, ya lo hemos dicho, debe hacer frente al problema de la piratería, a la que va a vencer gracias a su inteligencia, como tantas veces lo haría en el futuro. Pero la historia de César es, también, la historia de Roma, tal como el propio Apolonio le va a confesar a éste en el transcurso de una de sus conversaciones, en la terraza de la propia casa del retórico griego: “La política romana es la política que nos afecta a todos… Sólo los ignorantes o los tontos se permiten la insensatez de no estar al corriente de la política que nos afecta.”

Por ello, en la nueva novela de Posteguillo se nos presentan otros asuntos que, aparentemente, no afectan para nada a la vida del protagonista, aunque muy pronto nos iremos dando cuenta de que ello no es así; que de alguna manera también van a afectar a su vida política y personal. Son asuntos como la guerra civil que todavía se está desarrollando en Hispania, entre Sertorio y Metelo, entre los populares y los optimates, que en aquellos momentos se encuentra ya en su fase final, después de la llegada a la península de Pompeyo, en favor de estos últimos, y después, también, de aquella etapa en la que el teatro de operaciones de la guerra hubiera estado en la meseta sur, y en la que habían tenido tanto que ver ciudades como la propia Segóbriga. Nada habla de ello la novela porque, tal y como decimos, la guerra se encuentra ya en su fase definitiva, y estaba a punto de ser ganada por Pompeyo, después de haber comprado la traición de los oficiales de Sertorio.

En esta primera parte de la novela se nos presenta, también, el otro gran problema al que los romanos tuvieron que enfrentarse en esta etapa de su historia: la sublevación de Espartaco, el temible gladiador tracio que puso en jaque a la propia capital del imperio, y que se desarrollará de manera más crucial en la segunda parte de la novela, es importante porque el conflicto va a ser la excusa que permitirá el regreso de César, primero a la propia ciudad de Roma, y más tarde, incluso, a su recuperación para la política. En este sentido, y para los que sólo conocen la figura de Espartaco a través de la película de Stanley Kubrick, para aquellos que sólo aciertan a imaginar al gladiador a través del físico del actor Kirk Douglas, el final del héroe puede resultar un tanto extraño. Sin embargo, ya lo hemos dicho, Santiago Posteguillo, antes que novelista es historiador, y como historiador es siempre fiel a la historia real en todo lo que cuenta. Por ello, él sabe muy bien que Espartaco, en realidad, no murió crucificado, sino en pleno combate contra las legiones romanas; si es que realmente murió en el transcurso de la batalla del río Silaro, porque, en todo caso, y a pesar de lo mucho que se buscó su cadáver por parte de sus enemigos romanos, éste nunca fue encontrado. Es por ello, por lo que Posteguillo, como narrador, se ve capacitado para imaginar, como también lo han hecho algunos de sus biógrafos, que él en realidad nunca murió en la batalla, que a pesar de que estaba gravemente herido, pero todavía vivo, su amante, la desconocida Idalia, una antigua esclava de su lanista, el preparador de gladiadores Léntulo Batiato, pudo rescatarlo del campo de batalla, sacarlo finalmente de la historia y darle por fin esa libertad que largamente anhelaba.

La tercera parte, la más extensa, con mucho, de la novela, es claramente indicadora desde el título de lo que va a tratar: “Senador de Roma”. César ya ha logrado regresar a su Roma querida; querida, sí, pero maldita al mismo tiempo, por lo mucho que va a exigirle durante toda su vida. Pero César es capaz de sobreponerse a toda esa maldición que le ofrece la ciudad, a través de su determinación y también de su inteligencia. Y seguirá escalando posiciones en un cursos honorum que, según toda previsibilidad, le hubiera sido imposible de conseguir a cualquier otro romano que no fuera él, desde sus primeras prelaturas, de escasa importancia, como la de questor o la de curator de la Vía Apia, hasta el consulado, y, con ello, su reconocimiento como jefe de las legiones en la Galia. Y por primera vez, además, van a aparecer en su vida algunos personajes que, después, van a ser importantes en su biografía futura. Personajes como Cleopatra, la futura reina de Egipto; o Craso, el hombre más poderoso de Roma, al menos en términos económicos, con el que se aliará para poder enfrentarse a los principales líderes optimates; o como el propio Pompeyo, uno de ellos al principio, y con el que terminará también aliándose para formar, junto al propio Creso, aquello que los historiadores conocen como el Primer Triunvirato de Roma.

Sí; “Maldita Roma” no es sólo una novela sobre la vida pública y privada de César. Se trata, más bien, de una novela sobre Roma a través de la figura del hombre más importante de Roma en el primer siglo antes de nuestra era. A pesar de ello, también hay espacio para esa vida privada: sus dotes como conquistador, no ya de territorios, sino también de los corazones de las más bellas matronas romanas, sobre todo después de la muerte de su primera esposa, Cornelia, su gran amor a través de los años, además de su hija Julia. Porque, más allá de su relación afectiva con las otras mujeres de su vida -con sus hermanas, Julia la Mayor y Julia la Menor; con su madre, Aurelia; con su hija, también llamada Julia-, a través de la novela, el lector puede darse cuenta de la enorme contraposición existente entre sus dos primeras esposas, entre Cornelia, a la que amó de verdad, y Pompeya, la nieta de Sila, que sólo fue para él una manera de asegurarse, al menos en apariencia, el respeto de los optimates, a los que pertenecía la familia de ella. Por ello, el subterfugio de Aurelia para que César pudiera divorciarse de Pompeya, aunque no está muy claro que pudiera desarrollarse tal y como se narra en la novela, es tan real como el resto de la narración, y así lo relatan también algunos autores clásicos, como Plutarco que han escrito sobre la vida de César; como también narran el ridículo público que supuso para Catón el asunto de la cesta llena de excrementos, que también aparece narrado en las páginas de “Maldita Roma”.

En los últimos capítulos de la tercera parte, el autor acerca a los lectores diferentes aspectos de la vida de César, cuando el dictador se encuentra en pleno apogeo de su poder; sus campañas como propretor en Hispania, contra las tribus lusitanas que asolaban las ciudades aliadas, y la creación de ese Primer Triunvirato. En lo que se refiere a su etapa al frente de Hispania, la provincia más occidental del imperio, podemos apreciar sus anhelos por pacificar definitivamente la península ibérica, que la guerra civil entre Sertorio y Metelo había dejado en una situación claramente inestable, más allá de la fuerte romanización que ya caracterizaba a muchas de las ciudades, especialmente en Andalucía. Y también, la relación de confianza, que en ese momento ya se empieza a entrever, con uno de los hombres más poderosos de Hispania en aquellos momentos, el gaditano Lucio Cornelio Balbo: “Quiero Roma -le dice el hispano a Julio César, durante su encuentro frente al templo de Hércules, el viejo templo fenicio de Melkart, en Gades-. Quiero que me lleves a Roma cuando termines como propretor de Hispania. Quiero mejorar la posición de Gades en el mundo romano, pero tengo claro que todo lo importante se decide en Roma. He de entrar en la política romana o nunca conseguiré esas mejoras para mi ciudad.” Es cierto, con la ayuda de César, Balbo conseguiría, en los años siguientes, entrar de lleno en la más alta política romana, allí donde se decidía todo en el “imperio” de Roma, e incluso, más allá del “imperio”, llegando a convertirse primero en senador, y más tarde, también, ya en el año 40 a.C., en el primer cónsul que no era oriundo de la península de Italia. Y su sobrino, de idéntico nombre, sería también el primer romano que intentaría llegar más allá del desierto del Sahara, a la región mítica de Tombuctú.

Y por lo que se refiere al Primer Triunvirato, del que también fue parte activa el propio Balbo, éste no fue nunca, tal y como muchas veces se ha hablado de él, en un usual ejercicio de anacronismo que es impropio del estudio histórico, una institución como tal, ni una alianza entre determinados partidos políticos. Se trata, más bien, de una alianza personal entre tres políticos aparentemente irreconciliables, más allá del propio beneficio personal que a cada uno de ellos esa alianza pudiera repercutirles. La alianza entre Julio César y Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, se había producido ya algún tiempo antes, cuando el primero se había apoyado en la riqueza del segundo para crecer en su carrera política, para comprar los votos necesarios para triunfar en las elecciones a cada uno de los cargos. La alianza con Cneo Pompeyo Magno, sin embargo, será posible gracias en parte al propio Balbo, a quien el gaditano había apoyado ya antes, durante su guerra contra Sertorio. Y de esta forma, la alianza de los tres políticos para derrotar al conjunto de senadores optimates, con Catón y el propio Cicerón a la cabeza, se va a convertir en una lucha, casi mortal, por el poder de la propia ciudad de Roma y, más allá de ésta, por el de todo el imperio.

Pero la alianza que da origen a este Primer Triunvirato es una alianza difícil, en lo personal y en lo político, más allá de que Pompeyo le hubiera obligado a César a desposarse con Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón, uno de los senadores afectos a la facción de Pompeyo, y por más que éste se hubiera desposado a su vez con la hija del propio César, con Julia. Por ello, no es extraño que ese Primer Triunvirato terminara como acabó: con una guerra civil entre dos de sus miembros, los dos lados más fuertes del triángulo, César y Pompeyo, después de la muerte del tercero, Craso, en el año 53, durante su campaña contra los partos. Después de la muerte de Craso o, sobre todo, de la de Julia; porque, a fin de cuentas, el matrimonio entre Julia y Pompeyo no había significado para éste, más que la posibilidad de tener en su poder un rehén valioso para César, un rehén que obligara a éste a mantenerse siempre fiel a esa alianza tan inestable como artificiosa.  Sin embargo, aún faltarán algunos años para que eso ocurriera, más allá del marco histórico en el que se mueve esta segunda entrega sobre la vida novelada de Julio César. Y Posteguillo, que conoce a la perfección cómo se desarrollará ese futuro, nos entrega, a modo de epílogo, pequeños mensajes para abrir boca de lo que será una futura tercera entrega de la serie: la campaña de Craso contra los partos; la relación de Pompeyo con César, puramente interesada, como todo lo que aquél había realizado a lo largo de su vida; los movimientos de Cicerón para dañar a su principal enemigo; los desvelos de Julia para proteger a su padre; y, sobre todo, la propia campaña de César en la Galia, y su relación con Cleopatra, la mujer más hermosa del mundo según algunos historiadores, por más que esa belleza haya sido puesta en duda últimamente.

"Cicerón denunciando a Catilina ante el Senado". Cesare Maccari (1880). Palazzo Madama (Roma).


miércoles, 26 de julio de 2023

“La violinista roja”: una historia diferente del comunismo soviético

 

En alguna ocasión anterior ( ver “Inés del alma mía”, tres maneras diferentes de enfrentarse a una misma realidad histórica; 20 de octubre de 2020) ya he citado la definición que uno de los grandes especialistas europeos de novela histórica, Valerio Massimo Manfredi -arqueólogo y profesor universitario, además-, hace de la novela histórica, y, sobre todo, de lo que diferencia a ésta del ensayo histórico: “La historia tiene que comunicar hechos, por eso tiene la obligación de demostrar lo que dice, es lo que se llama en inglés the burden of truth, la carga de la verdad, como en los tribunales. Por eso un libro de historia tiene tantas notas a pie de página y una enorme bibliografía al final, tiene que probar todo lo que dice. Nosotros necesitamos saber lo que pasó. Si no sabemos lo que pasó no podemos saber lo que pasará. Al mismo tiempo necesitamos emociones, una vida sin emociones no es nada, es terrible, lo mismo cada día, un mar sin olas, un desastre. Todo lo que nos ha emocionado no lo olvidamos, puede ser un amor, el sonido de un violín en una noche de verano, las emociones dan sentido a nuestra vida”. Es decir, en la novela histórica, al contrario que en el ensayo, no es necesaria la carga de la prueba, lo que no quiere decir que los hechos narrados no tengan que ser reales, históricos. No existe, pues, diferencias importantes entre la novela histórica y el resto de los géneros novelísticos, más allá del hecho de que en la narración prima más la historicidad que la pura inventiva, la imaginación del escritor. No se trata de que todos los hechos, hasta los más insignificantes, sean hechos históricos, pero sí que estos, cuando no son conocidos suficientemente bien por la historia, bien pudieron haber sido reales.        

Desde este punto de vista, ¿dónde radica la historicidad de la última novela de Reyes Monforte, “La violinista roja”? Antes de hablar de ello, debemos tomar conciencia de quien es la protagonista de la novela, una casi desconocida -sobre todo en España, porque en la Unión Soviética fue una auténtica celebridad- espía comunista de origen español, cuya vida abarca un gran arco temporal, desde la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, hasta la Guerra Fría y los años inmediatos a la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética. Para comprender a nuestra protagonista, que llegó a alcanzar el grado de coronel en el ejército soviético, basta recoger aquí la descripción que de ella se hace en la contraportada del libro: “Captada por los servicios secretos de Stalin en Barcelona durante la guerra civil española, formó parte del operativo para asesinar a Trotski en México, luchó contra los nazis ejerciendo de radioperadora -violinista- en Ucrania, protagonizó la trampa de miel más fructífera del KGB al casarse con el escritor anticomunista Felisberto Hernández y crear la mayor red de agentes soviéticos en Sudamérica, dejó su impronta en el espionaje nuclear, en bahía de Cochinos y se relacionó con Frida Kahlo, Diego Rivera o Ernest Hemingway, entre otros. Una vida llena de peligro, misterio, glamour y numerosas identidades secretas bajo un mismo alias: Patria. Ni siquiera la relación personal con el asesino de Trotski, Ramón Mercader, la separó de sus objetivos. Pero, ¿qué precio tuvo que pagar por su lealtad a la URSS y a ella misma”?

            Dicho esto, la historicidad de la novela se puede comprobar si hacemos un repaso a la abundante bibliografía que aparece al final de la novela, una bibliografía que, como hemos dicho, no es usual en la novela histórica, y sí es obligado en ensayos y monografías; una bibliografía en la que, incluso, tienen cabida documentos procedentes de archivo. Y de la misma forma, también se puede apreciar en algunos detalles y personajes secundarios, todos ellos reales, como es el caso de Alfonso Laurencic, un dibujante y músico de origen yugoslavo de origen francés, que fue uno de los “decoradores”, si se puede realmente utilizar esta palabra, de algunas de las checas barcelonesas -verdaderas fábricas de la tortura más despiadada-, que se fueron extendido por la ciudad de Barcelona durante la Guerra Civil.

            Sin embargo, es cierto que se trata de una novela, y, como tal novela, algunos pasajes de la misma parecen inventados. Se trata, sobre todo, de pasajes relativos a los primeros años de la vida de nuestra protagonista, unos años menos conocidos que los relativos a sus tiempos como espía al servicio de la Unión Soviética, desde su actividad en la Revolución asturiana de 1934 y durante la Guerra Civil, hasta su actividad como agente en los años de la Guerra Fría, y pasando, como no podía ser de otra forma, por sus servicios como “violinista” en los campos ucranianos. No obstante, y como ya he dicho, en ocasiones anteriores una de las facetas mas complicadas de todo novelista, al enfrentarse a este género, uno de los más difíciles de llevar a la práctica, es éste: recrear los pasajes que son conocidos por la historia, de manera que estos, si bien no pasaron de la manera en la que el autor nos los describe, bien pudieron haber sucedido así.

            En resumen, África de las Heras es una mujer de su tiempo, una heroína de la revolución. Pero la historia, lejos de ser una historia de buenos y malos, de acuerdo al concepto que se nos quiere dar desde la vieja Ley de Memoria Histórica, de José Luis Rodríguez Zapatero, y más aún, desde la nueva Ley de Memoria Democrática, es, realmente, una historia que refleja todas las contradicciones que conformaron tanto la Segunda República como la propia Guerra Civil. Es una historia en la que los dos bandos demostraron toda la crueldad humana, que es inherente a cualquier guerra, pero, sobre todo, cuando se trata de una guerra civil.

            Todas esas contradicciones se reflejan en abundantes pasajes de la novela, y ejemplo de ello es el asunto relativo a la venta al oro de Moscú, y su entrega, como pago por toda la ayuda que el gobierno republicano recibió durante la guerra, por parte de la Unión Soviética, un asunto que tantas veces ha sido negado por la izquierda española, aunque la historia, como en tantas otras cosas, ha demostrado su veracidad: quinientas toneladas de oro, valoradas en más de quinientos millones de pesetas -de los del año 1936, que habían salido del puerto de Cartagena, con rumbo a Moscú, en cuatro buques mercantes, según la información que el propio Aleksandr Orlov, antiguo líder del espionaje soviético en la España de la Guerra Civil, y como tal y uno de los que reclutaron a África de las Heras, remitió ca Stalin y al PCUS, el Partido Comunista de la Unión Soviética, como seguro de vida y garantía de que el partido no tomaría represalias ni contra él ni contra su familia, una vez que éste había decidido desertar y huir hacia los Estados Unidos.

            Hay otros ejemplos de esas contradicciones. Así, la comisión que trata de juzgar la culpabilidad o la inocencia de Trotski, y que refleja también el enfrentamiento entre dos maneras diferentes de ver la revolución, la guerra civil interna entre es estalinismo y el comunismo menos radical de Trotski, representado, en lo que a la política interna se refiere, entre el PCE, el Partido Comunista de España, y el POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista de Andreu Nin, que tanto desarrollo tuvo en la Barcelona de la época. Una guerra civil dentro de la Guerra Civil, por conseguir la dirección del comunismo español, y que tanta importancia tendría para la victoria definitiva del bando nacional.

            A lo largo de la novela, África de las Heras nos habla de su amor a la patria, un amor que es tan puto y elevado que fue su principal nombra en clave en las numerosas operaciones que realizó a lo largo de su vida: Patria. Pero, ¿de qué patria habla la protagonista de su novela? Desde luego, esa patria de la que habla nos habla no es su patria natal, España, sino la Unión Soviética, la patria de todos los comunistas, independientemente del lugar en el que ellos hayan nacido, o en la que ellos vivan. Así se lo hace notar otro de sus captores para el servicio de inteligencia soviético, Nahum Eitingon: “Camarada África, no eres una mujer de la guerra civil española. Eres una mujer de la guerra proletaria internacional. Y queremos ofrecerte la oportunidad de que lo sigas siendo… Dice, camarada África, ¿has oído hablar de León Trotski?” La suerte de África de las Heras, y también la del propio Trotski, ya estaba echada a partir de este momento.

            Así, nuestra protagonista es testigo de excepción, y también, desde luego, protagonista, de tres guerras sucesivas, incluyendo entre ellas la Guerra Fría, la que nunca llegó a estallar, aunque momentos hubo en los que estuvo a punto de hacerlo; es a Winston Churchill a quien usualmente se le ha atribuido este término, como el término cercano del telón de acero. Por ello, a lo largo de la novela se deslizan acontecimientos muy importantes para la Historia, para esa Historia con mayúsculas que es terreno acotado para los historiadores: la repetitiva detención y deportación. E incluso asesinato, de espías, atendiendo a los movimientos que se iban dando en la cúpula del Kremlin, el desembarco fallido de soldados norteamericanos y paramilitares anticastristas cubanos en Bahía Cochinos; su papel para desenmascarar a Oleg Penkowski, el agente doble que había informado a la inteligencia norteamericana de la instalación de los misiles soviéticos en Cuba, lo que desató en 1962 la llamada “crisis de los misiles”; o, ya convertida en coronel del ejército soviético, y con la misión de enseñar a las nuevas generaciones de espías, su papel para evitar la última crisis de la Guerra Fría, la que había provocado en 1983 la operación Arquero Capaz -Able Archer- unos ejercicios militares de control de mando realizados por la OTAN en noviembre de 1983, tan reales en todos sus detalles que una parte de la inteligencia soviética llegó a tomar, durante un tiempo, como una operación real de declaración de guerra.

            África de las Heras falleció en 1988, poco tiempo antes de que se derrumbara a su alrededor ese mundo que, durante toda su vida, había sido su patria, y fue enterrada con todos los honores en el cementerio Jovanskoye de Moscú. Eran otros tiempos, aunque la coronel De las Heras, la coronel Patria, no se había dado cuenta de ello. Si lo habían hecho ya otros personajes de su vida, como su segundo marido, el también espía italiano Valentino Marchetti o el propio Ramón Mercader, el asesino de Trotski. Así se puede ver en el último encuentro que los dos espías tuvieron en Moscú, cuando éste viajó a la ciudad del Moskova, desde su refugio en La Habana, después de su salida de la cárcel mexicano.

Interpelado por la propia África sobre sus sentimientos relativos al asesinato, Mercader es tajante: “No me arrepiento de nada.  Stalin le dijo al fundador de la checa, Félix Dzerhinski, que no existe nada más dulce en el mundo que escoger a la víctima, preparar cuidadosamente el golpe, vengarse de manera implacable y luego irse a dormir… Yo no sentí eso, pero tampoco me arrepiento. Volvería a hacerlo, quizá con más fortuna y asegurándome el poder salir antes de que me apresaran. Era lo que tocaba hacer en 1940. Antes de irme a Cuba. Sudoplátov y yo solíamos quedar a comer, y él siempre me decía que la presente moral es incompatible con la crueldad de la revolución. Y tiene razón. Hoy, en 1977, ya no habría asesinado a Trotski; n o tendría sentido. Mira lo que pasó en Checoslovaquia hace4 casi diez años. ¡Qué gran error! El comunismo no puede imponerse como si fuera un Estado supremacista. ¡No somos nazis! Nosotros luchamos contra el nazismo contra el fascismo, contra el franquismo… No podemos actuar como ellos, aunque sólo saea por la memoria de nuestros caídos… “

 Y ante la negativa de la espía española, que siempre se mantuvo fiel al estalinismo, siguió diciendo: “Creo que te equivocas. Esas imágenes de jóvenes comunistas checos desarmados frente a los tanques, encarándose a los soldados soviéticos armados hasta los dientes… esa imagen tardaremos mucho tiempo en borrarla de la memoria de la opinión pública. La juventud n o puede pasar de tener frente a Hitler como enemigo a tener como adversario a los Iván, como decían ellos. No debemos permitir eso, porque nos definirá n el futuro. Esos jóvenes checos que se subieron a los tanques soviéticos tenían ideales de izquierda. Nosotros éramos esos jóvenes en la España de 1936. ¿Qué crees que pensarán ahora del comunismo, de la URSS? Yo te lo digo, que fue una gran mentira”. Y terminará afirmando lo siguiente: “Nadie confiará en el comunismo en Checoslovaquia. Hoy, no. No pasará como en la revolución húngara en Budapest en 1956, cuando los comunistas miraron hacia otro lado al desplegarse la opresión soviética. Esta vez, la URSS pagará la factura por su represión. Y lo peor es que nos quedamos sin argumentos para luchar contra Occidente y el capitalismo. No hay alternativa”

Ramón Mercader tenía razón, como también la había tenido Valentino Marcheti algunos años antes, cuando le había confiado a su esposa sus verdaderas sensaciones sobre lo que había sido su vida al servicio del comunismo soviético, y que le había obligado a asesinarle con sus propias manos. La suerte estaba echada: aquellos tanques en Praga fueron, quizá, la última victoria de ese mundo que se alzaba al otro lado del telón de acero; pero también era el inicio del fin. África de las Heras, afortunadamente para ella, no llegaría a verlo, pero a los pocos meses de su muerte, todo lo que para ella había tenido significado se derrumbaría, al compás del propio derrumbe del muro de Berlín.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Dos novelas sobre Juan Sebastián Elcano y la ruta de las especias

 

El 6 de septiembre de 1522,la “Victoria”, una nao de alto bordo, preparada para la navegación oceánica, una de las mayores naves de su tiempo, de veintidós metros de eslora y siete metros y medio de manga, llegaba al puerto de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). A bordo, bajo el mando del marino guipuzcoano Juan Sebastián Elcano, viajaban dieciocho hombres, los únicos que habían logrado regresar de la expedición que, formada por un total de 239 marinos y cinco naves, habían formado la armada que, al mando de Fernando de Magallanes, había sido enviada con el fin de encontrar una nueva ruta en el camino de las especias, y que en realidad supuso la circunnavegación del globo terráqueo por primera vez. Antes de ello, el 6 de mayo de 1521, había llegado a Sevilla otra de las naves que habían partido con aquella armada, la “San Antonio”, pero ello no contaba, porque la tripulación de esa nave se había amotinado, y después, perdida la estela de la armada cuando ésta se encontraba tocando tierras americanas, abandonando al resto de la expedición cuando ésta se encontraba ya en la parte sur de la actual Argentina. Y algunos días después de la llegada de la “Victoria” a tierras peninsulares, el 8 de septiembre, aquellos dieciocho hombres que habían logrado sobrevivir a la expedición desembarcaron por fin en el puerto de Sevilla, frente al Arenal del Guadalquivir.

La gesta de la primera circunnavegación de la tierra, demostrando de esta forma la redondez de la tierra, viene siendo celebrada desde hace ya algunos meses, desde agosto del año 2017, fecha en la que se conmemoraba el quinto centenario de la partida de la flota desde el mismo puerto sevillano, por los dos países ibéricos, que de alguna manera se reparten lo meritorio de la gesta.  Pero esta celebración no ha venido exenta de cierta dosis de polémica, como el lector de este blog ha podido comprobar al examinar uno de los dosieres que forman parte de la sección de “Noticias Históricas”, que está dedicado a esta gesta. Hay que recordar, en este sentido, que el capitán general de la flota, quien había tenido la idea y el que desde un primer momento fue nombrado capitán general de la flota, Magallanes, era portugués, como también eran portugueses una parte importante de los hombres que la componían. Pero también, que se trataba de una empresa plenamente española, una apuesta pública de la corona de Castilla, y que el propio Magallanes, que antes de haber probado suerte en la corte de Carlos I había sido rechazado por el rey de Portugal, había sido incluso tratado en su país de origen como un auténtico traidor a la patria.


Más allá de esta polémica historiográfica, la empresa de la circunnavegación también está siendo conmemorada, en un país y en el otro, con la publicación de una gran cantidad de libros nuevos: ensayos históricos, monografías, actas de congresos, y también novelas, como las dos que quiero comentar en esta nueva entrada. Hablo todavía de novelas, que no de novelas históricas, porque, tal y como se verá a lo largo del texto, no todas las novelas que se ambientan en un momento del pasado pueden considerarse como una novela histórica, en toda la extensión que el término tiene. Precisamente eso, la diferencia entre una novela histórica y una novela meramente ambientada en el pasado, es lo que quiero demostrar ahora.  Se trata de “La travesía final”, de Julio Calvo Poyato, y “Nadie lo sabe”, de Tony Gratacós. Ambas tienen una cosa en común: las dos se aprovechan, a la hora de trazar los argumentos de sus respectivos relatos, del desconocimiento existente sobre una etapa de la vida de Elcano, la que va desde el 8 de septiembre de 1522, fecha de la llegada de la “Victoria” a Sevilla, después de terminada la gesta de la circunnavegación, hasta el 24 de julio de 1525, cuando el marino partió de nuevo del puerto de La Coruña, como segundo al mando de la nueva expedición de García Jofre de Loaisa, con el fin de colonizar las islas Molucas, que habían sido descubiertas durante el primer viaje, expedición que, por otra parte, terminaría por causar la muerte del propio Elcano, por escorbuto, en agosto de 1526.

Más allá de algunas licencias históricas tomadas por el autor, interesantes para la trama de la novela pero que en nada importante contradicen a la historia real de Juan Sebastián Elcano, ni de las dos expediciones reales en busca de un nuevo camino en la ruta de las especias, la novela del escritor cordobés Calvo Poyato, que además de novelista es doctor en Historia Moderna, y se nota -en su bibliografía figuran, además de excelentes novelas, algunas monografías históricas, especialmente sobre Cabra, su pueblo natal, y sobre el resto de la provincia de Córdoba-, es la continuación de “La ruta infinita”, novela en la que narra la propia gesta de Magallanes y Elcano, y por la que ganó, en 2019, el premio de novela histórica Ciudad de Cartagena. Se trata, ésta que comentamos aquí, de una novela histórica, desde luego, pero también, de una novela multigénero, tal y como se llama actualmente, en la que, junto a la historia del marino vasco, podemos encontrar también una novela de intriga, al estilo de las mejores novelas de espionaje, y con ciertas dosis, también, de novela rosa: porque junto a los asuntos de estado entre dos reinos vecinos, Portugal y Castilla -la gesta del descubrimiento y colonización del nuevo mundo fue, como sabemos, una gesta castellana, más que española-, también podemos encontrar los asuntos amorosos, íntimos, del propio Elcano, al lado de las dos mujeres de su vida, María Hernández y María de Vidaurreta.

Pero la trama de la novela es una trama plenamente histórica, y en ella se puede seguir la lucha de intereses que ambos países, España y Portugal, tenían en ese momento en torno a la ruta de las especias: esa misma ruta que había sido descubierta por la expedición de Magallanes y Elcano, y que había terminado, en un principio, con el monopolio del país vecino en el comercio internacional de este producto, cuyo valor había ido creciendo paulatinamente a lo largo de la Edad Media por su interés como condimento culinario. Una trama que gira en torno a una simple pregunta: ¿A qué lado, en cuál de los dos hemisferios en los que los nuevos territorios descubiertos y por descubrir, se encontraban esas nuevas tierras, las Molucas, que habían sido descubiertas en la expedición de los dos marinos ibéricos? Si el territorio quedaba en el contra meridiano español, la nueva ruta descubierta por los expedicionarios iba a resultar una importante fuente de ingresos para la corona española, que vería como en muy poco tiempo sus arcas se iban a ver repletas gracias al comercio de las especias importadas de allí, aunque todavía quedaba por resolver el problema del camino de regreso sin atravesar esas tierras que pertenecían al rey de Portugal, y que formaban parte de la ruta tradicional, la que seguían los marinos portugueses. Si, por el contrario, las Molucas se encontraban en territorio portugués, resultaba que la expedición había resultado un fracaso. Ese juego de intereses se puede ver con claridad en el diálogo que mantienen el propio Elcano y Reinel, el topógrafo portugués que, como el propio Magallanes, se encuentra al servicio de España.

Pero la novela habla también de otros asuntos que están relacionados también con ese nuevo mundo que en ese momento está naciendo a un lado y otro del Atlántico. Porque al otro lado de ese enorme océano está surgiendo un nuevo mundo, sí; un mundo que, por primera vez, se está incorporando a la historia y a los nuevos avances técnicos y científicos, que van a dejar de lado aquel otro mundo poblado de tribus, centenares de tribus diferentes entre sí, muchas veces enfrentadas, pero también a este lado del Atlántico se está desarrollando un nuevo mundo, que dejará de lado las costumbres propias de la Edad Media. Y junto a algunos referentes a la vida más íntima, más personal, del protagonista, Juan Sebastián Elcano, la novela de Calvo Poyato, abunda en muchos aspectos de alta política, muchas veces olvidados cuando examinamos la gesta de la circunnavegación sin tener en cuenta la etapa histórica en la que ésta se produjo: los intereses económicos y las de la fugaz Casa de Contratación de la Especiería en La Coruña; el conflicto de intereses personal entre todos aquellos que tenían algún poder de decisión en la carrera de las especies, que puso como capitán de la nueva expedición a un inexperto Jofre de Loaisa, por delante del propio Elcano; el papel jugado en la expedición, y después de ella, por el cronista italiano Antonio Pigaffeta, del que se conoce incluso un vieje a Portugal con el fin de entrevistarse con el propio rey Juan III en Lisboa -¿qué intereses oscuros esconde ese viaje al país vecino?-; el asunto del casamiento del emperador, Carlos V, Carlos I de España, y el debate suscitado entre aquellos que defendían su matrimonio con María Tudor, la hija de Enrique VIII de Inglaterra, y los partidarios de que el joven emperador se casara con Isabel de Avis, la hermana de Juan III de Portugal, y lo que ello podría significar para las relaciones entre ambos países ahora, cuando estaba en el foco del conflicto el asunto de la carrera en la ruta de las especias; …

Muy diferente es el libro de Tony Gratacós, aunque éste, en realidad, no trata directamente de Elcano, por más que utiliza la atracción que el personaje ejerce en este momento, cuando se gesta está tan de moda por la celebración del quinto centenario. En realidad, el verdadero interés de la trama está puesto en la tripulación, o en una parte de ella, de ese otro barco, el “San Antonio”, que había regresado a la península antes de tiempo, después de que ésta se hubiera amotinado, abandonando al resto de la armada cuan do ésta había encontrado, por fin, el paso del estrecho entre ambos continentes, o al menos, y esto es uno de los elementos principales de la trama, cuando la expedición estaba a punto de alcanzar ese paso. Y especialmente, la relación existente entre los sucesivos capitanes de la nao: Juan de Cartagena, el primero de ellos, abandonado por el propio Magallanes en tierras inhóspitas como castigo por no haber sabido mantener la disciplina a bordo de la nave; Álvaro de Mesquita, primo del propio Magallanes y puesto en el mando de la nave por él, una vez castigado Cartagena; y Esteban Gómez, el cabecilla de la rebelión que había provocado el abandono de la escuadra. Y con ello, también, una vez más, las relaciones entre los marinos portugueses y los españoles, no siempre buenas, a lo largo de toda la expedición.


Gratacós no es historiador, sino licenciado en periodismo y realizador de cine, y eso, quizá, también se nota en su relato. Porque, más allá de las divergencias existentes en los nombres propios de algunos de sus protagonistas ficticios, no existentes todavía a principios del siglo XVI; más allá de la utilización poco adecuada de algunos términos –escriba por escribano o notario, por ejemplo, o incluso el empleo de la palabra letrado como sinónimo de esta profesión, olvidando que un letrado, en la época en la que se desarrolla la novela igual que en la actualidad, hace referencia, más bien, a un abogado que a un siempre escribano-; más allá de algunas incongruencias en el trato  entre personas de diferentes clases sociales; más allá, incluso, de algunos errores lexicográficos de bulto, como el uso de proveído en lugar de provisto; “Nadie lo sabe” cuenta también con importantes errores históricos, que afectan directamente al conocimiento histórico que hoy en día se tiene de este hecho, por más carácter que el autor se haya inspirado a la hora de escribir la novela, según sus propias palabras, en alguna monografía sobre el propio Fernando de Magallanes.

Podemos relacionar aquí algunos de esos errores históricos, aunque tampoco quiero hacer una relación completa de los mismos. Así, el autor demuestra un desconocimiento total del funcionamiento de algunas instituciones propias de la época, como la propia Casa de la Especiería. De la misma forma, desconoce la vegetación propia de la época, y en concreto todo lo relacionado al cultivo del girasol, una planta procedente de América que, si bien es cierto que empezó a ser cultivada en Europa a lo largo del siglo XVI, todavía a principios de la tercera década de la centuria podía ser utilizada como mera planta ornamental, con el único fin de hacer ramos con sus flores. Todavía en 1533, cuando Fernando Pizarro se enfrentó al imperio inca, le sorprendió encontrarse con esta planta, venerada por sus enemigos. Y por otra parte, el autor también parece ignorar que el propio Esteban Gómez, el último capitán de la “San Antonio”, el líder de la revuelta que provocó la huida de la nave, y al que, en efecto, le sería encomendada una nueva expedición en busca de un nuevo paso hacia el Océano Pacífico, esta vez por América del Norte, en septiembre de 1524, era realmente un marino portugués, país en el que había nacido, como Estevao Gomes, en 1484.

Otro caso de fatal incongruencia histórica es todo lo relacionado con la defenestración de Juan de Cartagena, que si es cierto que tuvo que ver con un asunto relacionado con las relaciones sodomíticas entre dos miembros de la tripulación, no castigadas en un primer momento por el propio Cartagena, se produjeron realmente de forma muy diferente a como se relatan en la novela. En efecto, dos de los marinos de la “San Antonio” había sido descubiertos en pleno acto de sodomía, pero los dos habían sido perdonados por el capitán Cartagena a pesar de que este hecho estaba prohibido en alta mar, y castigado con la pena de puerto. Enterado de ello Magallanes, los dos marinos fueron en el acto condenados a muerte, y el hecho le sirvió de pretexto al portugués para castigar al propio Cartagena, el segundo en el mando de la expedición, cuya fuerte personalidad había provocado una fuerte atracción entre los marineros españoles, mucho más fuerte que la del propio capitán general. Sin embargo, el autor transforma este relato, convirtiendo a uno de los marineros en el grumete Juan de Arratia, uno de los dieciocho que pudieran regresar a la península, sodomizado contra su voluntad por el maestre de la nave. Además, el castigo de Magallanes contra el culpable, y contra el propio Cartagena, se convertía en un asunto de interés particular del portugués, no sólo por la influencia que el capitán de la nave tenía ya con el resto de la flota, sino porque el propio Magallanes se había convertido ya en un fiel protector personal del joven grumete, al que, incluso, le estaba enseñando a leer.

Resumiendo, la diferencia que existe entre una novela y otra, la de Calvo Poyato y la de Gratacós, es la que hay entre una novela histórica, con todas sus características, la primera, con una simple novela de época, la segunda. Bien escrita también esta última, es cierto, en lo que se refiere a la intriga de la trama. Las dos son dignas de ser leídas, pero el lector debe tener en cuenta esa diferencia a la hora de enfrentarse a su lectura, a la hora, en fin, de intentar comprender lo que hay detrás de la trama. Y a la historicidad de la primera, además, contribuye también algo que deberían tener en cuenta aquellos que quieran enfrentarse a cualquier trama histórica con el fin de convertirla un una novela: el índice onomástico, en el que aparecen claramente diferenciados los personajes que son realmente históricos, de aquellos otros que no lo son.



domingo, 6 de diciembre de 2020

La historia de D’Artagnan, ¿novela histórica o simple novela de aventuras?

 

               En la entrada del blog correspondiente a esta semana vamos a dar una vuelta de tuerca más al concepto de novela histórica. En otras semanas anteriores ya habíamos dicho que toda novela histórica tiene que narrar hechos que han sucedido en el pasado, tal y como los cuenta el novelista, o, en todo caso, cuando los historiadores no tienen datos suficientes sobre esos hechos, o se tienen diferentes puntos de vista, sucesos que podrían haber pasado de una manera factible. En este sentido, ¿son las novelas de Alejandro Dumas del ciclo sobre el mosquetero D’Artagnan (“Los tres mosqueteros”, “Veinte años después” y “El vizconde de Bragelonne”) novelas históricas propiamente dichas? A primera vista, la respuesta debería ser que no, que al menos en un sentido estricto son hermosas novelas de aventuras ambientadas en un pasado más o menos remoto, como lo pueden ser también otras novelas de este tipo, como las de Walter Scott (“Ivanhoé”), Charles Dickens (“Historia de dos ciudades”), Mark Twain (“El príncipe y el mendigo”) o James Fenimore Cooper (“El último mohicano”), o los múltiples relatos del ciclo sobre Robin Hood, entre las que se incluyen también las novelas del propio Dumas.

               Sin embargo, ¿quiere ello decir que de este tipo de relatos no se pueden extraer alguna enseñanza histórica asumible por el lector interesado en el pasado? Considero que la respuesta debe ser también negativa, desde el punto de vista de que en el fondo, de todos estos relatos trascienden unos hechos, o al menos unos ambientes, que pueden ser históricos. Las investigaciones realizadas por el historiador decimonónico inglés Joseph Hunter, demostraron la existencia de cierto personaje real, apellidado Hood, que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV, algún tiempo después del famoso bandido, y que podría haber originado la leyenda posterior de Robin Hood. Por otra parte, algunas de las novelas citadas anteriormente han sido citadas por los críticos como novelas históricas, y, como mínimo, se puede decir que se encuentran en el límite entre un género y otro, enetre la novela histórica, strictu sensu, y entre la simple novela de aventuras con un trasfondo histórico. Y en esta misma situación se puede encontrar también las novelas de Dumas sobre el famoso mosquetero gascón.            

   Porque el personaje que se esconde en la figura del mosquetero D’Artagnan, ese noble gascón que viaja a París para servir en la compañía de mosqueteros del rey de Francia, compañero inseparable de sus tres mosqueteros aliados, Athos, Porthos y Aramis, como otros personajes inmortales de la literatura universal, tiene también una base histórica, de la que arrancan después sus respectivas leyendas literarias; leyendas a las que se puede acudir a través de lo que podríamos definir como una labor de verdadera arqueología histórico-literaria. Don Juan Tenorio no arranca, o no sólo, de la imaginación de José Zorrilla; el escritor vallisoletano se basó para crear su personaje en la comedia “El burlador de Sevilla y convidado de piedra”, de Tirso de Molina, seudónimo que responde a la verdadera personalidad del fraile mercedario madrileño fray Gabriel Téllez, quien a su vez se inspiró para escribirla, según algunos historiadores, en la figura real de Miguel de Mañara, cierto caballero sevillano que vivió en el siglo XVII, y que terminó abandonando sus años de pecado después de una profunda crisis personal provocada por la muerte de su esposa, crisis que le llevaría a dedicarse al cuidado de los enfermos y a fundar en hospital de la Caridad en la ciudad del Guadalquivir. El conde Drácula, noble vampiro que vive eternamente gracias a la sangre de sus víctimas, no nació, o no sólo, en la mente del novelista irlandés Bram Stoker; éste responde también a un personaje histórico, Vlad Tepes o Vlad el Empalador, el príncipe Vlad III de Valaquia, uno de esos pequeños principados que en la Edad Media existían en la actual Romanía, famoso por la crueldad que manifestaba contra sus enemigos. De ahí el apodo con el que es conocido, y que originó una terrible leyenda ya incluso antes de su muerte, en 1476 o 1477. Por cierto, el padre de éste y anterior príncipe de Valaquia es conocido en la historiografía como Vlad II Dracul, o Vlad el Dragón.

               También sobre la figura del caballero D’Artagnan, ya lo hemos dicho, podemos rastrear una historia literaria anterior, hasta llegar a un cierto origen histórico. No hace falta hablar demasiado sobre el personaje literario creado por Alejandro Dumas, pues es suficientemente conocido. Se trata de un joven gascón, procedente de una familia de origen noble pero venida a menos, que al cumplir los dieciocho años viaja desde su pueblo, en el sur del país vecino, muy cerca de la frontera con España, hasta París, con el fin de entrar en el cuerpo de élite de los mosqueteros del rey. Allí conoce a los otros tres protagonistas de la historia, ya miembros de ese cuerpo militar, de los que se hará amigo inseparable, y que le ayudarán a entrar al servicio del monarca. Juntos crearán el lema que a partir de ese momento será su divisa: “Todos para uno y uno para todos”, y juntos vivirán algunas aventuras durante el reinado del monarca Luis XIII y el gobierno de su temido consejero, el cardenal Richelieu. La historia, como hemos dicho, se extiende a lo largo de tres de las mejores novelas del escritor francés.

               Sin embargo, existe también un D’Artagnan literario anterior al de Alejandro Dumas, en el cual, por supuesto, el famoso novelista francés se basó a la hora de escribir sus relatos. Se trata de la novela “Las memorias de M. D’Artagnan”, unas supuestas memorias noveladas que fueron escritas en 1700 por el escritor Gatien de Coutilz, señor de Sandras. Éste, menos conocido que Dumas, tiene sin embargo el aliciente de haber sido  también mosquetero, como el personaje literario creado por él, y de haber incluso conocido, parece ser, al D’Artagnan histórico. Nacido en la ciudad de Montarguis, en el departamento de Loiret, en el centro-norte de Francia, en 1644, una vez retirado del servicio de las armas decidió dedicarse al periodismo y a la literatura, y es autor de una abundante producción, entre la que destacan una gran cantidad de cuentos y también algunas novelas, escritas algunas de ellas en forma de supuestas memorias; a esta temática responden las supuestas memorias del famoso mosquetero. A lo largo de su vida fue encarcelado varias veces en el castillo de La Bastilla, en París, prisión de la que era alcaide cierto Besmaux, antiguo compañero también del D’Artagnan histórico, y entre lo que éste le pudo contar sobre el personaje y lo que él pudo averiguar por su cuenta, Gatien de Courtilz pudo extraer los datos para escribir sus memorias ficticias, las cuales utilizaría Dumas más tarde para escribir sus tres novelas de aventuras. Gatien de Courtilz fallecería en París en 1712.

               Y es aquí donde entra en escena, por fin, la figura histórica: Charles de Batz-Castelmore, supuesto conde de Artagnan, a pesar de que en realidad este condado nunca existió. Artagnan es en realidad una pequeña población francesa que actualmente cuenta con poco más de quinientos habitantes, del departamento de los Altos Pirineos, pero era también uno de los apellidos de su madre, con el que él se hizo llamar entre sus compañeros de armas. De origen gascón, como el personaje literario, Castelmore había nacido en Lupiac, en el condado de Fezensac, en 1611, en el seno de una familia burguesa ennoblecida en la centuria anterior gracias al comercio. Y también, como el personaje literario, en 1630, cuando aún no había cumplido los veinte años, se trasladó a París con el fin de dedicarse al oficio de las armas. Allí logró entrar en el Regimiento de Guardias Franceses, participando en los años siguientes en diferentes operaciones militares: Arras, Bapaume, Colliure y Perpignan. Y sería a partir de 1644 cuando, bajo la protección del cardenal Mazarino, principal consejero del monarca, cuando logró entrar en la compañía de mosqueteros. Trabajó después directamente para el rey, como espía, participando de forma activa en el arresto de Nicolas Fouquet, superintendente de finanzas, que había sido acusado de malversación. En 1667 fue nombrado capitán de la compañía de mosqueteros, reestablecida después de haber sido temporalmente suprimida, y gobernador de la ciudad de Lille, muy cerca de la frontera con los Países Bajos. Finalmente, fallecería en el marco de la guerra franco-neerlandesa, durante el sitio a la ciudad de Maastricht, el 25 de junio de 1673, cuando una bala de mosquete le desgarró la garganta. Según el historiador francés Odile Bordaz, Castelmore-D’Artagnan fue enterrado en el iglesia de San Pedro y San Pablo de la localidad de Wolder, muy cerca de la propia Maastricht.

               En este sentido, ¿qué hay de historia real en las novelas de Alejandro Duma? Hemos visto que bastante más de lo que nos puede parecer a primera vista, aunque desde mi punto de vista, las coincidencias siguen siendo insuficientes como para poder calificar el relato dentro de lo que suele llamarse una novela histórica, algo que, en todo caso, sí podrían ser las ficticias memorias del personaje, escritas, como hemos dicho, por Gatien de Courtilz. Y es que la mayor parte del argumento de Dumas, más allá de algunos de sus personajes, fueron inventados por el escritor francés, quien, además, llegó incluso a transformar el marco general histórico en el que se desarrolla el relato, alargándolo en el tiempo, hasta unas décadas antes de la época en la que realmente vivió nuestro personaje histórico. En efecto, hay que tener en cuenta que, si bien el D’Artagnan histórico vivió en la época de Luis XIV y del cardenal Mazarino, el de Dumas lo va a hacer en el reinado inmediatamente anterior, el de Luis XIII, y durante la etapa en la que al frente del gobierno francés estaba su antecesoren el cargo, Armand Jean du Plessis, más conocido como el cardenal-duque de Richelieu.

               De la novela de Dumas, la figura de D’Artagnan pasaría más tarde a la mitología literaria, de manera que hoy se puede decir que se trata de uno de los mitos más universales de toda la historia de la literatura. A afianzar el mito ha contribuido también, a lo largo de todo el siglo XX, como es usual, el cine, desde que en 1916, Charles Swickard rodara la primera versión conocida de la historia. Desde entonces, han sido decenas las versiones cinematográficas rodadas sobre el tema, en diferentes idiomas y en muy distinto tono, de las que podríamos destacar las de Fred Niblo (“La máscara de hierro”, 1929, protagonizada por Douglas Fairbanks), George Sydney (“Los tres mosqueteros”, 1948, interpretada esta vez por Gene Kelly), Richard Lester (“Los diamantes de la reina”, 1973; esta vez D’Artagnan tiene el rostro de Michael York) y Randal Wallace (“El hombre de la máscara de hierro”, 1998, con Gabriel Byrne interpretando al famoso mosquetero). La cadena continuaría bien entrado ya el siglo XXI, con versiones cinematográficas, como la de Paul W. S. Anderson, rodada en el año 2011, y televisivas, como la que bajo el título de “Los mosqueteros” estrenó la cadena inglesa BBC en 2014, y cuenta incluso con productos considerados “menores”, como la serie española de dibujos animados “Dartacán y los tres mosqueperros”, de 1981.

               Y a raíz de esta reflexión cinematográfica del mito, quisiera hacerme una última pregunta: ¿por qué en casi todas estas películas sobre el mosquetero francés son muy escasas las escenas, en algunas de ellas incluso inexistentes, en las que aparecen esas armas de fuego, los mosquetes, que dieron nombre a esa compañía de soldados a la que pertenecía D’Artagnan? En algunos momentos llega incluso a parecer que éste, como sus tres inseparables compañeros, sea más bien un espadachín más, cuando en realidad los cuatro formaban parte de una unidad de élite, cuyos miembros habían sido adiestrados sobre todo en el uso de las armas de fuego, que entonces, en pleno siglo XVII, ya existían, aunque eran todavía toscas y con escasa capacidad de fuego. Hay que tener en cuenta que el mosquete, arma desconocida para algunos espectadores de las películas del ciclo, puede ser considerado como uno de los antepasados de nuestros modernos rifles y escopetas, y que, como evolución del viejo arcabuz, era utilizado por todos los ejércitos europeos entre los siglos XVI y XIX.

               Es verdad que también en las diferentes novelas del ciclo de los mosqueteros abundan más, mucho más, los enfrentamientos a punta de espada que los encuentros con este tipo de armas de fuego, pero éste puede ser un hecho que influye también en la falta de historicidad que presenta el relato de Alejandro Dumas. En este sentido, el capitán Alatriste, el personaje de Arturo Pérez Reverte, quizá trasunto de la figura de D’Artagnan traspasado a nuestros famosos tercios del Siglo de Oro, gana enteros de historicidad respecto del caballero gascón, pues aunque en las novelas del escritor cartagenero también son más habituales los combates con espadas, a la hora de la verdad, cuando los héroes tienen que enfrentarse entre sí en los campos de batalla, es cuando aparece, por fin, el mosquete, y su enorme capacidad de provocar muerte y destrucción en las líneas enemigas; al menos, si tenemos en cuenta la época en la que se desarrollan ambas historias, el lejano siglo XVII. Así se puede ver en las novelas de Reverte, y así se ve también en las escenas finales de la versión cinematográfica de Agustín Díaz Yanes, del año 2006, en la que el pueblo conquense de Uclés se transforma en la francesa Rocroi, la histórica tumba de nuestros tercios. Y eso a pesar de que nuestro héroe, el también famoso capitán Alatriste, no sea, como el gascón, un mosquetero del rey, sino un sencillo, y honroso, capitán del Tercio Viejo de Cartagena.

jueves, 19 de noviembre de 2020

“Las tinieblas y el alba”: Un acercamiento a la Inglaterra de los años oscuros


Si hacemos caso estricto de lo que yo mismo escribí aquí hace algunas semanas, en aquella entrada en la que hablaba sobre la novela de Isabel Allende sobre la figura de Isabel Suárez, y sobre la serie televisiva que, dirigida por Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, llevó a la pequeña pantalla la misma novela, y en base también a las palabras de uno de los mejores especialistas actuales en la novela histórica, el también arqueólogo italiano Valerio Massimo Manfredi, una novela histórica tiene que contar a los lectores una historia real, algo que de verdad haya sucedido, o que al menos, pudo haber sucedido tal y como lo narra el autor; ser una forma de poder acercar al lector un momento de la historia al que de otra forma jamás se acercaría. En este sentido, ¿puede “Las tinieblas y el alba”, la última obra del escritor galés Ken Follet, otro de los grandes especialistas de la novela histórica, tal y como ha demostrado en sus dos grandes trilogías, “Los pilares de la tierra” y “La caída de los gigantes”, ser calificada realmente como una novela histórica? Para intentar responder a esta pregunta, lo primero que hay que tener en cuenta es que, a pesar de que se trata de una historia totalmente inventada por el novelista, creada por la imaginación de su autor a partir de un momento de la historia muy concreto, esa época que relata el autor nos envuelve durante su lectura, como una niebla persistente que, de alguna manera, parece convertirse en un protagonista más del libro. De esta manera, yo opino que sí, porque la clave está en la última parte del aserto. En efecto, recordamos lo que Manfredi afirma: se trata de narrar una historia que sea real o, en todo caso, que pueda haber sido real. Y desde luego, esta narración podría haber pasado realmente tal y como ha sido descrita, más o menos, en ese momento de la historia, en este caso, en los años difíciles de finales del siglo X y los primeros de la centuria siguiente, al final de la etapa que los historiadores han llamado “la edad oscura”.

“Las tinieblas y el alba” se ha definido como la magistral precuela de “Los pilares de la tierra”, y ello es cierto, en tanto en cuanto se trata de una historia que sucede poco más de cien años antes que la historia narrada en la primera parte de la trilogía, y los protagonistas de esta son, en algunos casos, los antepasados de los que protagonizan esa otra novela. Dicho esto, vamos a repasar brevemente el argumento, cuidando por otra parte de evitar producir en los lectores futuros de la obra eso que, en un lenguaje demasiado usual, se ha venido a llamar un spoiler, una especie de revelación anticipada o “destripe” de la trama de la novela. Esta historia se inicia en el año 997, durante el reinado en Inglaterra del monarca Etelredo II el Malaconsejado, un rey no demasiado bien conocido por la historiografía, pero que representa, tal y como se ha dicho, el final de los llamados “años oscuros”, los que abarcan aproximadamente el periodo comprendido entre la caída del imperio romano y el apogeo del feudalismo. Los protagonistas principales de la novela son, por otra parte, el hijo de un constructor de barcos, Edgar, y la hija de un conde normando de Cherburgo, Ragna. Ambos se disponen al principio de la obra a cambiar radicalmente de vida: el primero, porque su casa ha sido arrasada por los vikingos cuando estaba a punto de abandonar su ciudad, Combe (quizá la actual Salcombe), en compañía de la mujer a la que ama; la segunda, porque se dispone a cruzar el Canal de la Mancha para contraer matrimonio con un noble inglés. Y ambos se van a ver sometidos a una vida difícil, en la que los requerimientos de la época les van a obligar a mantenerse separados uno del otro durante demasiado tiempo, en una lucha conjunta para defender sus convicciones. Junto a ellos, Aldred, un monje idealista que, pese a sus inclinaciones amorosas, sabe sobreponerse a sus pasiones, convirtiéndose de esta forma en el tercer ángulo de una trama que, si durante algún tiempo puede parecer demasiado almibarada, sirve al autor para trazar un mosaico bastante cercano a una etapa bastante desconocida de la historia de Inglaterra. Y junto a estos tres protagonistas, aparecen también una selección de personajes que, entre el bien y el mal, complementan ese mosaico del que venimos hablado.

Si el argumento ha sido inventado totalmente por el escritor de Cardiff, la época, como decimos, es muy real: el reinado de Etalredo II, quien reinó en Inglaterra durante dos etapas diferentes, entre el año 978 y el 1013 la primera, la etapa en la que se desarrolla la historia de la novela, y más tarde, entre 1014 y 1016. Un monarca que tuvo que hacerse cargo del reino en circunstancias muy difíciles, cuando apenas había cumplido los diez años de edad, y después de que su hermano mayor, Eduardo, hubiera sido asesinado por orden de su madrastra, Elfrida de Lydford. Un periodo de la historia muy complicado debido especialmente, pero no sólo, a las incursiones de los galeses desde el oeste, y de los vikingos, desde el este y el sur de las Islas Británicas, pues para entonces, estos ya se habían establecido en el norte de Francia, en una región a la que habían puesto el nombre de Normandía, y se habían convertido al cristianismo.

De la misma forma que la novela se desarrolla en un periodo de la historia muy reconocible por el lector, también lo hace en un espacio muy concreto: el suroeste del reino de Inglaterra, allí donde la distancia con el continente europeo, a través del Canal de la Mancha, se hace más estrecha, aproximadamente lo que en la actualidad es el condado de Devon, entre los de Cornualles, Dorset y Somerset, y cerca de la frontera con Gales, de la que la separa el estuario del río Severn y el canal de Brístol. Precisamente la ciudad de Brístol, la más importante de la región, aparece mencionada varias veces en la novela como un importante mercado de esclavos, al igual que lo hace la de Exeter, que todavía es la capital del condado. Sin embargo, una parte de la acción transcurre en un lugar llamado King’s Bridge (el Puente del Rey), al iniciarse la novela es todavía una mínima aldea llamada Dreng’s Ferry (la Barca de Ferry). Existe en la actualidad en Inglaterra, en ese mismo condado de Devon, una ciudad llamada también de esta forma, Kinsgsbridge, un importante centro turístico que en la actualidad cuenta con una población cercana a los seis mil habitantes. Sin embargo, ¿son realmente ambas poblaciones, la ciudad real y el incipiente poblado inventado por Follet, una misma cosa? Sea de una forma o de otra, no cabe duda de que, cuando menos, la segunda es un trasunto de la primera, de la que, por cierto, se sabe que fue establecida alrededor del siglo X, alrededor de un puente que había sido construido para conectar los pueblos de Alvington y Cillington.

Tal y como hemos dicho, se trata de una etapa de la historia muy difícil en Inglaterra, y también en el resto de Europa, los llamados “años oscuros”. Años convulsos, en el que la población de las islas vivía en todo momento mirando en dirección al mar, pendiente siempre de la invasión de los pueblos vikingos. La situación se había complicado todavía más a partir del año 911, cuando uno de los últimos reyes carolingios de Francia, Carlos III el Gordo, permitió que en una parte del país pudiera establecerse un grupo de vikingos que procedían de Noruega, como parte del tratado de Saint-Clair-sur-Epte. Aquellos vikingos, que estaban al mando del caudillo Hrolf Ganger, más conocido entre las fuentes occidentales como Rollón el Caminante (pesaba más de ciento cuarenta kilos, y no había caballo capaz de soportar su peso durante mucho tiempo) o Rodrigo I el Rico, se establecieron en el noreste del país, en un territorio que había sido conocido en época merovingia como Neustria o Neustrasia, pero que a partir de este momento va a ser conocido como el ducado de Normandía, y que terminara por convertirse en una de las regiones más poderosas y avanzadas culturalmente de toda Europa. Con el tiempo, los duques de Normandía se convertirían también en reyes de Inglaterra, constituyendo una de las principales dinastías que se implicaron en el desarrollo del estilo gótico en el continente.

Sin embargo, todavía quedaba más de cien años para ello. De momento, lo cierto es que el establecimiento de los vikingos en Normandía tenía como una de sus principales consecuencias la inestabilidad del territorio francés, pero también, y sobre, todo, de Inglaterra. Y es que, a pesar de la conversión al cristianismo de los vikingos de Normandía, y del refinamiento que desde un primer momento empezaron a mostrar, tan lejano a la rudeza, al menos teórica, de sus primos vikingos, lo cierto es que estos ya tenían enfrente de las costas de Inglaterra un punto de apoyo importante para impulsar desde allí sus invasiones a las islas británicas. Y esos ataques fueron especialmente importantes durante el reinado del propio Etelredo II, debido sobre todo a la guerra civil que en Dinamarca estaba enfrentando al rey Harold I, que intentaba imponer en sus dominios la religión cristiana, y su hijo, Svend I, quien obligó a los partidarios del primero a abandonar las tierras danesas, y no se detuvieron tampoco cuando el monarca inglés, el citado Etelredo II, contrajo matrimonio, en 1002, con Emma de Normandía, la hermana del duque Ricardo II.

Pero no sólo en Inglaterra eran tiempos turbulentos. Poco tiempo antes de la época en la que se desarrolla la historia, se había producido también en Francia una importante revolución política y cultural, con la llegada al trono de Hugo Capeto, iniciándose de esta manera una de las más importantes dinastías reinantes en toda la Edad Media europea. En Italia, el otrora poderoso imperio romano hacía mucho tiempo que había desaparecido, y las múltiples invasiones de ostrogodos, lombardos, bizantinos, …, habían terminado por convertir el mapa de la península en algo parecido a un mosaico de pequeños territorios (ducados, principados, repúblicas, y algún pequeño reino, junto a un amplio territorio, en el centro, que estaba administrado directamente por el papa de Roma) enfrentados entre sí, ninguno de los cuales era capaz de mostrar el poder suficiente para levantarse por encima de los demás. Algo parecido sucedía en Alemania, aunque aquí la existencia del Sacro Imperio Romano Germánico mantenía un amago de unión relativa, al menos en teoría. En España, las tensiones entre los nobles leoneses provocó el nacimiento del nuevo reino de Castilla, independiente de facto desde el año 960, en tiempos del conde Fernán González, y destinado a “comerse” poco tiempo después al reino de León; y mientras tanto en Cataluña, en tiempos del conde Borrell II, a pesar de haber tenido que enfrentarse a las tropas de Almanzor en las inmediaciones de la propia ciudad de Barcelona, y precisamente debido a ello y a que el citado Hugo Capeto no había podido acudir a la ayuda que se le solicitaba desde la Marca Hispánica por culpa de sus propios problemas internos, se alcanzaba por fin la independencia de estos condados respecto de la monarquía carolingia.

Son tiempos caracterizados por el milenarismo y por el inicio del feudalismo, que, en los siglos siguientes, terminaría por convertirse en la característica más determinante de la sociedad medieval. En efecto, conforme el primer milenio se iba acercando a su final, se iba desarrollando en toda Europa una doctrina, el milenarismo, según la cual el propio Jesucristo estaba a punto de volver a la Tierra para reinar durante mil años más, antes de su última batalla contra el mal. Y esa próxima visita del Salvador influyó de tal manera en buena parte de la población europea, en su mayor parte iletrada y analfabeta, que provocó en todo el continente una ola de terror y de histeria. Por otra parte, el feudalismo, aunque había nacido ya en la antigüedad tardía, con la transición del modo de producción esclavista al feudal, no alcanzó su pleno desarrollo, según buena parte de los estudiosos, hasta los siglos VIII y IX, durante la formación de los nuevos reinos cristianos y del imperio carolingio. La propia palabra “feudo” no aparece en los documentos hasta el siglo X, y sólo se extendió de forma usual en la centuria siguiente.

Algunas claves de la novela “Las tinieblas y el alba”, tal y como fueron desarrolladas por Margarita Lázaro, son las siguientes: la importancia, todavía, de la esclavitud, importancia que ha sido destacada en algunas entrevistas por el propio Follet; la importancia que alcanza también en la novela, como en las otras obras de la trilogía, el sector comercial de la sociedad, una clase social que se suele olvidar en la tradicional descripción clásica del feudalismo de guerreros-sacerdotes-siervos (bellatores, oratores y laboratores, en el sentido de constructores (y no solamente de constructores de objetos y edificios, sean estos iglesias, puentes, casas, sino también constructores de una nueva sociedad); y el papel de las mujeres, también olvidadas entre los historiadores, pero que, al menos en lo que respecta a las clases más favorecidas, es decir, la aristocracia, llegan en algunas ocasiones a tener también una relativa importancia, y en este sentido hay que destacar otra vez el caso del ducado de Aquitania, que en el siglo XII, en tiempos de Leonor, la hermana de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, las suegra de nuestro rey Alfonso VIII de Castilla, llegó a conformar, quizá, la corte más refinada de toda Europa. Y junto a todo ello, una importante labor de documentación, tan importante en la creación de toda novela histórica como es la propia escritura del texto.

Ya hemos dicho que “Las tinieblas y el alba” es la precuela de su más conocida trilogía histórica, la que está formada por “Los pilares de la tierra”, que le da el título conjunto a la serie, “Un mundo sin fin” y “Una columna de fuego”. Juntas, estas cuatro novelas, de gran extensión todas ellas, forman una peculiar historia de Inglaterra, a través de una dinastía de constructores, y de una ciudad, real o ficticia, Kingsbridge. Son cuatro momentos claves de la historia del país. En efecto, si en esta novela que estamos tratando se narran los años iniciales de la ciudad y de la saga, a partir de un constructor de barcos que sabe modernizarse, aplicar los principios de ese tipo de construcciones a todo tipo de obras, sean puentes o casas, en la primera de las novelas de la trilogía se trataba el nacimiento de la arquitectura gótica, precisamente otra etapa convulsa en la historia del país, la conocida como la “anarquía inglesa”, la guerra civil que tuvo como consecuencia, precisamente, la toma del poder en Inglaterra por la casa de Normandía, a raíz de la coronación del rey Esteban I, el hijo del conde Esteban II de Blois y de Adela de Normandía. Por su parte, en “Un mundo sin fin”, Follet sitúa a los descendientes de Edgar y del arquitecto Tom Builder, el de “Los pilares de la tierra”, algunos siglos más tarde, en los años intermedios del siglo XIV, cuando Inglaterra se está ya situando a la cabeza de la producción textil de todo el continente, los años de la plena Edad Media, cuando el comercio y la artesanía, y con ellos la burguesía, han alcanzado ya un total desarrollo. Finalmente, en “Una columna de fuego”, el escritor galés nos presenta otra vez una Inglaterra diferente, la del siglo XVI, cuando la modernidad ha hecho olvidar definitivamente el viejo feudalismo, sea éste el feudalismo primitivo de “Las tinieblas y el alba”, sea el feudalismo pleno de “Los pilares de la tierra”, o ya el feudalismo burgués, plenamente consolidado a través del comercio, de “Una columna de fuego”.

No son estas cuatro novelas las únicas de su autor que responden a una clave en sentido histórico. Hay que citar aquí también su otra gran trilogía, la que bajo el nombre genérico de “El siglo” (“The century”), y a través de tres novelas densas, tan densas como las de “Los pilares de la tierra” (“La caída de los gigantes”, “El invierno del mundo” y “El umbral de la eternidad”, se nos presenta toda la historia universal a lo largo del siglo XX bajo el prisma de varias familias, ubicadas en diferentes países y bajo diferentes circunstancias; una historia tan convulsa, o más si cabe, que la que abarca la Edad Media inglesa. Y quizá también puedan ser clasificadas como novelas históricas, incluso, las otras novelas del autor, las que usualmente son clasificadas como novelas de espionaje (“La isla de las tormentas”, “La clave está en Rebeca”, “Las alas del águila”, “El valle de los leones, …). Novelas muy diferentes, desde luego, a las que conforman sus dos grandes trilogías (o dos trilogías y pico, valga la denominación, si tenemos en cuenta ésta última novela-precuela, novelas incluso mucho más reducidas que las otras, pero que de alguna forma también nos presentan un periodo de la historia de Europa, la que abarca la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, bajo su propio prisma de narrador comprometido.



miércoles, 28 de octubre de 2020

“Inés del alma mía”, tres maneras diferentes de enfrentarse a una misma realidad histórica

 

En una entrevista mantenida hace algunos días con el periódico “La Voz de Galicia” a raíz de la publicación en España de su último libro, sobre la exploración romana de las fuentes del Nilo en tiempos de Nerón, el escritor italiano Valerio Massimo Manfredi hace una acertada revisión de lo que para él debe ser toda novela histórica. Así, el conocido autor de Módena dice lo siguiente a este respecto: “La historia tiene que comunicar hechos, por eso tiene la obligación de demostrar lo que dice, es lo que se llama en inglés the burden of truth, la carga de la verdad, como en los tribunales. Por eso un libro de historia tiene tantas notas a pie de página y una enorme bibliografía al final, tiene que probar todo lo que dice. Nosotros necesitamos saber lo que pasó. Si no sabemos lo que pasó no podemos saber lo que pasará. Al mismo tiempo necesitamos emociones, una vida sin emociones no es nada, es terrible, lo mismo cada día, un mar sin olas, un desastre. Todo lo que nos ha emocionado no lo olvidamos, puede ser un amor, el sonido de un violín en una noche de verano, las emociones dan sentido a nuestra vida”.


Sus palabras son bastante elocuentes y significativas, porque hay que tener en cuenta que Manfredi, además de ser un genial novelista, especializado precisamente en esa novela histórica que narra sucesos ocurridos en los tiempos clásicos, en las antiguas Grecia y Roma, es también un científico, un experto historiador y arqueólogo, que ha publicado importantes ensayos sobre historia antigua y ha dirigido excavaciones arqueológicas en diversos lugares de Europa y de Asia. Es así, pues, una voz autorizada en la materia, principalmente ahora, cuando la novela histórica está alcanzando nuevas cotas de popularidad; en efecto, son muchos los libros de este tipo que en los últimos años siguen saliendo a la luz, un auge que está en consonancia, también, con un auge paralelo del cine histórico. Dos lenguajes diferentes, uno, la novela, basado en la palabra, y el otro, el cine, basado en la imagen, que pueden ayudar a las nuevas generaciones, aquellas que consideran que la historia es aburrida, a tener un conocimiento más cercano de nuestro pasado, pero también, cuando no se hace bien, que corre el peligro de convertirse en uno de los principales enemigos de la historia.

Mi deseo en esta historia es acerarme, desde la novela y desde el cine, o mejor, desde la serie televisiva, a una mujer que vivió en el siglo XVI: Inés Suárez. Primero, desde la genial novela de la escritora chilena Isabel Allende, titulada precisamente de esta forma, “Inés del alma mía”; después, desde la serie homónima que, dirigida por Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, y protagonizada por un importante elenco de actores españoles, está programando en la actualidad Televisión Española en su primera cadena, y que ha puesto de nuevo en valor tanto a la propia protagonista de la historia como a la obra de la novelista chilena. Una figura, la de Inés Suárez, que demasiadas veces ha sido olvidada por la historiografía, como ha sucedido siempre con casi todas las mujeres, a pesar que de ella hablaron ya los primeros cronistas de la conquista, como el propio Alonso de Ercilla.

Nacida en Plasencia, en la provincia de Cáceres, en la primera década del siglo XVI, en el seno de una familia de artesanos, Inés Suárez fue criada por su abuelo, ebanista de profesión, debido a la grave enfermedad que padecía su madre. En 1526, deseosa por alejarse de ese ambiente rural que la oprimía demasiado, Inés contrajo matrimonio con Juan de Málaga, un soñador aventurero que primero la condujo a la ciudad andaluza en la que él había nacido, y que después la abandonó, cuando se embarcó para América en busca de un futuro y, sobre todo, de aventuras. Sin embargo, la mujer nunca se conformó con esa vida, similar a la de una viuda aunque su marido seguía vivo, y en 1537, cuando contaba unos treinta años, ella misma se embarcó también para el nuevo continente. Allí, en tierras americanas, primero en Panamá y después en Perú, siguió buscando a su marido, sin resignarse a esa soledad, hasta enterarse de que éste había fallecido en la batalla de Las Salinas, en la que se había decidido la guerra civil que había enfrentado a los dos antiguos socios en la conquista de las tierras de los incas, Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Allí, en Cuzco, conoce a Pedro Valdivia, al que acompañó, como un conquistador más, y no como la simple acompañante de las tropas, en su expedición de conquista por las tierras chilenas, y de quien se convirtió en fiel amante hasta el año 1549, cuando el conquistador extremeño fue sometido a juicio por el nuevo virrey, el sacerdote Pedro de la Gasca, quien le había obligado a abandonarla, y a reclamar al Perú a su propia esposa, Marina Ortiz de Gaete, a quien había dejado abandonada en su Extremadura natal antes de cruzar el mar y partir a tierras americanas.

En su querida Santiago de la Nueva Extremadura, la actual Santiago de Chile, que la pareja había fundado en las nuevas tierras descubiertas, Inés tuvo que enfrentarse durante buena parte de su vida a los mapuches (que no a los araucanos, que éste es en realidad un término inventado por el poeta Alonso de Ercilla para facilitar de algún modo sus rimas), y también a la maledicencia y a las envidias de algunos de sus compañeros de expedición, que habían forzado del virrey el juicio de Valdivia. Entregada por éste a uno de sus capitanes más fieles, Rodrigo de Quiroga, con el fin de evitar que Inés pudiera ser exiliada fuera de Chile y recluida, pobre, en un convento de monjas, pasó junto a Quiroga el resto de su vida, compartiendo sus riquezas y su poder como “gobernadora” de Santiago, hasta la muerte de éste, acaecida en 1580. Pocos meses más tarde moriría la propia Inés, sin haber abandonado ya en ningún momento sus hermosas tierras chilenas, de las que se había enamorado desde el primer momento de su llegada a ellas, cuarenta años antes; y sin haber abandonado tampoco el amor que llegó a sentir por su forzado marido.

Pero, ¿qué hay de verdad histórica en esta Inés, y que hay de inventado en ella, primero por Isabel Allende y después en la serie televisiva? Para comprenderlo mejor, vamos primero a comparar el libro con la serie, buscar algunas diferencias entre uno y otra, diferencias como la que supone ese primer encuentro de la heroína extremeña con el Perú. En efecto, en la novela Inés llega a las nuevas tierras conquistadas a los incas algún tiempo después de que se hubiera producido la batalla de Las Salinas, en la que Pizarro pudo alcanzar, por fin, todo el poder ansiado en el nuevo reino. En la serie, sin embargo, lo hace cuando la batalla está a punto de producirse, de manera que puede conocer a Valdivia cuando éste, maestre de campo de Pizarro, se acaba de alzar con la victoria, y desde luego, cuando Almagro todavía no ha sido ejecutado. Sobre este hecho concreto volveremos seguidamente; de momento, es interesante decir que la diferencia permite mantener para el espectador la carga emotiva que le da el enfrentamiento de Almagro con los Pizarro, convertidos, especialmente Hernando Pizarro, en el malo que toda película de este tipo necesita.

Otro detalle diferenciador es la manera en la que se produce el primer encuentro entre Pedro Valdivia e Inés Suárez. En la serie cinematográfica, Inés conoce a Valdivia precisamente en el momento decisivo de la batalla, cuando las tropas de Valdivia se han alzado con la victoria y están recogiendo a los heridos y enterrando los cadáveres, cuando ella se erige desde el puerto de El Callao, donde había desembarcado en su viaje desde Panamá, hasta cuzco, donde espera encontrar alguna información de su marido. Ese primer encuentro se produce en la novela en una taberna de Cuzco, mientras el explorador extremeño se encuentra observando un mapa de Chile que había trazado durante su última visita a Almagro, todavía preso de los Pizarro. Se trata, en realidad, de un conocimiento indirecto, puesto que en la España del siglo XVI, también en la España americana de la época, no es de una mujer decente acudir sola, tampoco en compañía de algún hombre, a una taberna. Por ello, el conocimiento se produce en realidad pocas horas después, en la casa de Inés, a donde Valdivia había acudido con el fin de intentar defenderla, después de haber sorprendido accidentalmente la conversación de un embozado, un alférez que había viajado hasta Cuzco al mismo tiempo que Inés, que le estaba contando a sus malencarados interlocutores su intención a agredirle.

Como consecuencia de estos hechos, también existen algunas diferencias entre la novela y la película en todo lo relativo a los preparativos efectuados para la conquista de Chile. Así, se puede apreciar un menor protagonismo de Hernando Pizarro en la novela , y también, sobre todo en esta parte del doble relato, de Sancho de la Hoz, socio de Valdivia en un primer momento de la exploración, y también, como el pequeño de los Pizarro, uno de los malos de la serie. En efecto, si el tándem formado por Pizarro y Almagro había protagonizado desde un principio la carga emotiva y dramática, esa misma carga emotiva se repite también con la nueva pareja formada por Valdivia y de la Hoz, en la que el primero es el bueno y el segundo resulta ser el malo. Y de la misma forma, en la novela también hay un menor protagonismo de la princesa Cecilia, convertida en la serie en poco menos que una princesa europea, y uno de los principales apoyos de Inés en esos primeros años de Inés en tierras americanas. En la novela, la antigua princesa inca, heredera del linaje de Atahualpa, es, como en la historia real, amante del soldado Juan Gómez de Almagro, con el que marcha también a la conquista de Chile, a pesar de encontrarse embarazada en el momento de su partida. Por otra parte, no consta en la vida real que este Juan Gómez de Almagro fuera en realidad sobrino de Diego de Almagro, aunque sí había nacido también, como su padre, Alvar Gómez de Almagro, con quien había participado también en la epopeya americana, en el mismo pueblo de la provincia de Ciudad Real.

Otro aspecto a destacar en este sentido, es la perspectiva vital de los dos amantes conquistadores, Pedro e Inés, y la del resto de los protagonistas, en los días previos a iniciarse los preparativos de la conquista de Chile. En la novela, como también en la historia, los dos protagonistas viven su amor en la ciudad de Cuzco, la antigua capital del imperio inca, convertida en una de las más florecientes ciudades españolas en todo el continente, y que ambos viajan a la nueva capital fundada por los españoles, allí donde se había trasladado ya el verdadero foco de poder, Ciudad de los Reyes, la actual Lima, con el fin de solicitar de Pizarro el preceptivo permiso para poner en marcha la expedición. Mientras tanto, en la serie televisiva parece que ambas ciudades tienden a identificarse en una sola, como si de una única capital se tratara.

Se podrían añadir algunas diferencias más entre las dos manera de narrar el mismo relato histórico, entre los dos lenguajes artísticos, pero ello haría demasiado largo este texto. En general, se puede apreciar un mayor acercamiento de la novela a la realidad histórica de Inés Suárez. No es extraño que suceda de esta forma: las películas, y también cualquier otro arte que esté tan particularmente ligado a la imagen como el cine, y como las series de televisión, tiene la necesidad de mantener en el espectador la tensión del espectáculo, lo que hace que, en determinadas ocasiones, el argumento tienda a alejarse de la realidad histórica en la que se basa. En la novela, en cambio, sólo depende de la imaginación y el buen hacer del novelista, una imaginación, en todo caso, controlada, de manera que los hechos, si no se produjeron exactamente de la forma que narra el autor, bien pudieron haberse producido así. Y también en la imaginación del propio lector, que tiene que ir visualizando los hechos en su mente al mismo tiempo que va leyendo. En el cine y en la televisión, sin embargo, los acontecimientos se suceden más rápidamente, y hay menos espacio para la imaginación individual del espectador. En resumen, y enlazando otra vez con las palabras de Manfredi, a la hora de enfrentarnos como autor a una novela histórica, debemos tener un profundo conocimiento de la realidad histórica a la que nos enfrentamos, y ser lo más fiel posible a esa realidad. Pero eso no quiere decir que no podamos inventar algún hecho aislado, cuando éste no es bien conocido, o cuando no tenemos datos suficientes sobre alguno de los personajes. Pero todo ha de ser desde el supuesto de que esos hechos, si no sucedieron realmente de la forma que nos los imaginamos, bien pudieron haber sucedido de esta forma.

Por otra parte, puede parecernos extraño que una mujer española del siglo XVI, a la hora de relatar sus memorias a su hija, aunque en realidad se trate sólo de la hija de su esposo, lo haga tal y como se hace en la novela, de la que éstas, las memorias, son en realidad el hilo conductor; que no ahorre detalles tan explícitos sobre sus verdaderas relaciones amorosas con sus tres amantes sucesivos. Sin embargo, existe en la literatura española del Siglo de Oro testimonios suficientes que demuestran que todas las mujeres no se comportaban de la misma manera ante las mismas situaciones, a pesar de los convencionalismos de la época. Además, y la historia también lo corrobora, Inés Suárez es una mujer diferente, especial, que fue capaz de abandonarlo todo, su propia tranquilidad aburrida en un villorrio de España, y alistarse en una aventura que, si era enormemente trabajosa para un hombre, mucho más lo sería, eso sí, para una mujer de su época. Se trataba de una mujer apasionada, capaz de darlo todo en sus relaciones amorosas. Recogemos algunas frases entresacadas del relato novelesco: “Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida… ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.”

Y ese mismo amor lo sintió también, durante el resto de su vida, desde que las conoció en compañía de Valdivia, por esas ásperas tierras chilenas del desierto y las frondosas que se hallaban más allá de la cordillera andina, e incluso por los propios mapuches con los que tuvo que enfrentarse: “Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche —la palabra no tiene plural en castellano— hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel a los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo. Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas”.


 



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