Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


sábado, 30 de junio de 2018

Cuenca [in]accesible por naturaleza: sueño o realidad


En principio, el oficio de historiador incide en el que lo ejerce, de tal manera que todo lo que hace y todo lo que piensa, está siempre influenciado por ese pasado que domina toda su vida. Y sin embargo, el pasado es en realidad la otra cara del futuro, en el sentido de que todo cuanto acontece en un momento del pasado, influye a su vez en el futuro, que es presente sólo en un instante inapreciable, que es al mismo tiempo pasado y futuro. El filósofo hispano-norteamericano Jorge Santayana escribió una vez que “el hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla”, y ese es en realidad uno de los mensajes que debemos dar los historiadores, enseñar a la humanidad cómo ha sido su pasado, aprender de ese pasado todo lo que podamos para mejorar nuestro presente. La historia de este siglo XX que se fue nos ha demostrado que muy poco es lo que hemos aprendido del pasado; de nosotros depende que el siglo XXI, que se encuentra ya por su segunda década, nos pueda enseñar los suficiente como para no caer en esos mismos errores.

Mi actual propuesta, sin embargo, no va encaminada a hacer una filosofía de la historia, sino incidir en un hecho más concreto, que afecta sobre todo a los conquenses. Muchas veces se confunde la necesidad de mantener viva la herencia del pasado, con tener una fidelidad total y absoluta a esa herencia, manteniendo en el presente ciertos usos y costumbres que son del pasado y que no son operativos en la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Viene esta reflexión a cuento por el tema tan traído y llevado de los remontes en el casco antiguo, que permitirán a miles de usuarios, conquenses y forasteros, a acceder de una forma más confortable a un caso histórico que es, como con todo acierto se ha dicho inaccesible por naturaleza. Y sobre, lo que en realidad es aún más importante, permitirán a los propios vecinos de ese casco, poder acceder a su vez a la parte baja de la ciudad, al centro moderno de la capital conquense, enlazando de esta manera esas dos ciudades que, hoy en día, se dan la espalda, permaneciendo prácticamente ajenas una de la otra. Porque se ha dicho, y con razón, que los cascos históricos de las ciudades deben, ante todo, poder ser vividos por sus usuarios, y vividos con todas las comodidades que tienen aquellos que viven en cualquier zona residencia.

El asunto es mucho más importante que una casa derribada o un entramado urbano que se pierde para siempre pese a mantener un estilo propio del pasado, clasicista o modernista, asuntos de los que ya me he ocupado en otros escritos anteriores. El asunto está relacionado esta vez con el concepto global de una ciudad que es patrimonio de la humanidad, y que por ello tiene una cierta responsabilidad con el conjunto del planeta. Pero esa responsabilidad no obliga a mantener su casco histórico exactamente igual a como lo fue durante la Edad Media, cuando la ciudad empezaba a crecer gracias a los repobladores cristianos, atraídos a ella gracias a unas leyes forales y favorables dictadas por el monarca Alfonso VIII; ni siquiera a como lo fue durante los siglos XVI y XVII, cuando la ciudad empezaba a extenderse hacia el valle, cruzando el Huécar.

¿Qué ciudad es la que ha llegado hasta nosotros, la ciudad medieval o la barroca? ¿O ha sido la ciudad del siglo XIX, descrita por autores universales, como Baroja o Galdós? ¿O no es ninguna de ellas, sino una ciudad diferente, marcada por todos aquellos que han vivido en ella a través de los siglos? Cuenca es, desde luego, la ciudad del siglo XXI, una ciudad en la que en la que los turistas deben pasear, disfrutar de su paisaje, natural o urbano. Pero, sobre todo, una ciudad en la que deben vivir los conquenses de hoy en día, y a ellos, tampoco a los que viven en el caso histórico, se les puede negar el disfrute de todas las comodidades y todos los avances técnicos y culturales, que tienen el resto de los españoles.

En los últimos años, Cuenca ha perdido ya innumerables oportunidades para seguir avanzando, para incorporarse a ese desarrollo que otras actividades económicas, como la industria, nos niega, incluso si, como es el caso, es el turismo y la cultura lo único que puede, al menos un poquito, sacarnos de la crisis. Diría yo que es precisamente por eso, por la importancia que queremos que tenga el turismo de calidad en nuestra economía, por lo que los remontes deben hacerse, cueste lo que cueste y los pague quien los tenga que pagar. Su construcción no tiene por qué significar la destrucción del paisaje conquense. Es más, si se hace bien, como hasta ahora se ha hecho el proyecto, su construcción va a ser un foco más de atracción para el viajero. Véase si no el caso de los remontes de Toledo, patrimonio universal de la humanidad también, como el caso conquense. Véase si no el caso del nuevo (ya no tan nuevo) puente de San Pablo, que si en un primer momento, a principios del siglo XX, pudo extrañar quizá a los conquenses de la época, se ha convertido en la actualidad, como ese prodigio de equilibrio que son las Casas Colgadas, en uno de los principales puntos de atracción para turistas y viajeros.

Y es que este primer proyecto, en el que habrá de basarse el proyecto definitivo, es obra de un grupo numeroso de profesionales, dedicados a diferentes ramas del saber y de la técnica, que han estudiado con detenimiento y dedicación cualquier aspecto, por más nimio que pueda parecer, que pueda tener algo que ver con la construcción de estos ascensores, los cuales, además, se enmarcan en un nuevo entramado urbano destinado a dar más valor al río y a la muralla, y por ello, no me cabe duda de que el resultado final va a ser el óptimo. El equipo lo dirigen cinco buenos, excelentes, profesionales de la arquitectura (Carmen Mota Utanda, Fernando Olmedilla Lacasa, Ignacio Vignolo Pena, Yanira Huertas de Maya y Ana Martínez Rodríguez), pero también participan en él decenas de profesionales (urbanistas, topógrafos, geólogos, arqueólogos, botánicos,…). Todos ellos han tenido un sueño, y Cuenca se merece que ese sueño, por fin, pueda convertirse en realidad.


viernes, 22 de junio de 2018

Una visión del cristianismo primitivo


               En el año 313 de la era cristiana, tuvo lugar en el llamado Puente Milvio, al norte de Roma, el enfrentamiento entre las tropas de Constantino y las de Majencio, que se disputaban el poder en todo el imperio. Majencio era en ese momento el emperador romano de occidente, en el que había sustituido a Constancio Cloro. Constantino, por su parte, era hijo de éste y de Helena, la hija de un oscuro tabernero que se había establecido como tal en la región de Iliria, en la actual Serbia, y había sido aclamado como emperador por las tropas de su padre, acantonadas en Ebacorum, en la actual ciudad inglesa de York, cuando el viejo emperador se hallaba en su lecho de muerte. El hecho había sido el comienzo de una nueva guerra civil, una más en el conjunto de enfrentamientos que terminarían por asolar el imperio romano, una guerra que duró más de veinte años, y que ahora, a un lado y otro del Tíber, en el  desde entonces famoso Puente Milvio, estaba a punto de encontrar su desenlace definitivo.

            La batalla, que en principio estaba destinada a ser una más en esa historia sangrienta de enfrentamientos, de emperadores que apenas duraban unas pocas semanas en el trono, antes de morir asesinados por sus propios soldados o por los soldados de otros usurpadores, terminó por convertirse en un hito en la historia de la nueva religión de los seguidores de Cristo. En efecto, cuenta la tradición que la noche anterior a la batalla, Constantino vio en el cielo una señal luminosa, una especie de cruz enlazada en su parte superior con una especie de círculo que la cerraba, como una P griega, una cruz que terminó por convertirse en el símbolo de Cristo, al formar parte de su anagrama. Y acompañando a la señal luminosa, una gran voz que le anunciaba: “In hoc signo vinces = Con este signo, vencerás.” Cuentan los primeros padres de la Iglesia que el futuro emperador, hasta entonces un simple usurpador del imperio, se apresuró a obedecer a la voz desconocida, marcando los escudos de todos sus hombres con la señal que se le había aparecido. Poco importa para la leyenda que muchos de esos hombres, miembros casi todos de diferentes tribus del norte de Europa, y entre ellos los cornutos, ya llevaban en sus escudos diseños similares, formados por serpientes de dos cabezas enfrentadas entre sí.

Historia y leyenda, lo cierto es que al día siguiente, la victoria en la batalla cayó del lado de éste. Y tres años más tarde, el emperador agradecería esa ayuda sobrenatural que el destino le había ofrecido, proclamando el edicto de Milán, por el que se decretaba en todo el imperio romano la tolerancia hacia al religión de los cristianos. Es controvertido todavía el tema de si Constantino llegó a convertirse al cristianismo, o si sólo permitió su culto. Cristiana fue, desde luego, su madre, Helena, elevada a los altares a su muerte, quien organizó una expedición a Jerusalén que tuvo como consecuencia el descubrimiento de los restos de la Vera Cruz, la verdadera cruz, según la tradición, en la que Jesucristo había sido martirizado. De lo que no existe tampoco ninguna duda es del hecho de que el propio Constantino, seguiría influyendo en los años siguientes en el desarrollo de la nueva religión de los cristianos. Y es que Constantino se había manifestado durante gran parte de su vida como un fervoroso seguidor del Sol Invicto, un título que recibieron algunos de los dioses paganos más que un dios en sí mismo, un título que se dio sobre todo al Helios romano y a Mitra, dios que era originario de Persia y de otras regiones orientales, pero que también fue adoptado en muchas zonas del imperio romano. Un título que era representado entre sus seguidores como un hombre con la cabeza coronada con rayos de sol, y cuya festividad era celebrada cada año el 25 de diciembre. No resultó demasiado complicado asimilar para los primitivos cristianos esa imagen del Sol Invicto a la figura del propio Jesucristo, verdadero “Sol Invicto” para los primeros cristianos, cuyo nacimiento, por otra parte, nadie sabía en realidad en qué época del año se había producido, por lo que también en este aspecto sería asimilada la tradición solar de los paganos.

Una vez fallecido Constantino, y después de un breve periodo de tiempo, en el que se mantuvo al frente del imperio uno de sus hijos, el joven Constancio II, subió al poder su sobrino, Flavio Claudio Juliano, llamado precisamente “El Apóstata” porque durante su reinado volvió a prohibir el culto de la nueva religión cristiana, imponiendo de nuevo el culto a los viejos dioses paganos. Sin embargo, ya no habría vuelta atrás, y el cristianismo terminaría imponiéndose al resto de las religiones, algunas veces por la fuerza, de manera que a finales del siglo IV se había impuesto ya como religión oficial de todo el imperio, proscribiéndose las religiones politeístas, y permitiéndose el judaísmo por el parentesco que existía entre ésta y la nueva religión del estado. Ello fue obra de un emperador de origen español, Teodosio, que en el año 380, mediante el edicto de Tesalónica, declararía ilegales los cultos antiguos.

En apenas un siglo, la historia había dado un vuelco, y los antes perseguidos habían pasado a ser perseguidores. Habían pasado ya los años de los antiguos emperadores (Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximiano, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano), y los cristianos habían dejado de ser perseguidos por sus ideas religiosas. No por ello llegó la paz a las regiones del viejo imperio. Ahora eran los cristianos los que, en algunas de esas regiones, perseguían a los neosofistas y a los paganos, tiñendo otra vez de sangre las calles de sus ciudades más importantes, como Constantinopla o Alejandría. Ejemplo de ello es la persecución desencadenada en la ciudad egipcia en las primeras décadas del siglo siguiente, que acabo con el asesinato de varios centenares de ciudadanos, entre ellos Hipatia, matemática y astrónoma, cabeza visible, a pesar de su condición de mujer, de la escuela neoplatónica que había surgido allí entre los siglos IV y V, quien fuera ejecutada a instancias del obispo Cirilo. Juan Crisóstomo en Constantinopla, y Agustín de Hipona en el norte de África, fueron algunos de los cristianos que a partir de este momento impusieron su particular visión del cristianismo, una visión bastante dura con creyentes y con no creyentes, y principalmente contra las mujeres, desapareciendo a partir de este momento la figura de la diaconisa, hasta entonces vigente en el cristianismo primitivo.

Mientras tanto, en otro lugar del imperio, en Éfeso, una importante ciudad de origen griego, en la costa turca del Egeo, una mujer excepcional iba a ser elegida como figura central del cristianismo, en paridad con el propio Jesucristo. Y es que en el  concilio celebrado allí en el año 449, María, además de ser reconocida como Madre de Cristo, era reconocida también como María Theotokos, es decir, deípara o Madre de Dios. Y si desde un siglo antes el cristianismo había aprovechado la similitud existente entre Jesucristo y el Sol Invicto, a partir de este momento se van a extender también las representaciones de la Virgen María con Jesucristo entre sus brazos, representación que bebe también en anteriores fuentes paganas, como la de la Isis egipcia o la diosa solar de los hititas. Así lo ha descrito la historiadora británica Bettany Hughes:

“Para la antigua urbe, simultáneamente comercial y cosmopolita, la presencia física de una poderosa mujer de carácter cuasi divino no constituía ninguna novedad. En la tradición egipcia de Isis, la diosa aparece representada en un trono con su hijo Horus en las rodillas. Es indudable que existe una cierta hibridación entre Isis y María. Pero en la Anatolia las cosas iban más allá. Cada vez que admiramos los iconos de una iglesia ortodoxa o una estatua de la Virgen en un templo católico no es en modo alguno imposible imaginar que nos hallamos en las ventosas colinas que domina Hattusa, la antigua capital de la civilización hitita (actualmente situada al este de Constantinopla, a catorce horas en coche de la ciudad). La Anatolia había venido alimentando desde la Edad del Bronce un conjunto de tradiciones de culto a una diosa solar, creadora de todo lo existente. Los hallazgos arqueológicos de que disponemos (con una antigüedad de cuatro mil años) nos muestran que esta divinidad prehistórica era representada meciendo a un niño en el regazo y con un abanico de rayos solares tras la cabeza. Si cotejamos el aspecto de esas imágenes sagradas de la Anatolia de la primera Edad del Bronce con las representaciones de María y el Niño Jesús, observaremos que la iconografía muestra unas semejanzas asombrosas. Son muchos y muy distintos los sentidos en que puede afirmarse que la Virgen María es un producto de Oriente.”[1]



[1] HUGHES, BETTANY, Estambul, la ciudad de los tres nombres, Crítica, Barcelona, 2017, p. 259.

lunes, 18 de junio de 2018

El calentamiento global: una visión histórica del problema


            “La topografía que actualmente delimita Estambul y su periferia surgió en torno al año 5500 a.C. en medio del memorable fragor de una conmoción de la corteza terrestre llamada a determinar el carácter y la subsiguiente trayectoria vital de la ciudad. Tras el espectacular aumento del nivel del mar debido a la fusión de grandes casquetes glaciares, las aguas del mar penetraron tierra adentro, creando a su paso el estrecho del Bósforo. El mar Negro quedó totalmente transformado, ya que dejó de ser un lago interior y poco profundo de agua dulce para convertirse en un recurso marítimo al venir los mariscos de agua salada a sustituir a los existentes con anterioridad. Puede que el nivel de las aguas del lago primitivo creciera nada menos que 72 metros en tal solo 300 días. El Cuerno de Oro adquirió así la condición de estuario y quedó dotado de varios puertos naturales, alimentados por dos corrientes conocidas como las Aguas Dulces de Europa: Kydaris y Barbyzes. En la creación de este nuevo mundo fueron muchos los seres que perdieron la vida, ya que actualmente están aflorando del fondo del mar Negro diferentes signos de habitaciones humanas, así como edificios sumergidos y maderos labrados. Hay quien estima que en menos de un año se precipitaron más de 41.500 hectómetros cúbicos sobre la plataforma terrestre, inundando una superficie superior a los 1.500 kilómetros cuadrados. El acontecimiento destruyó el mundo conocido, pero posibilitó el surgimient0 de una ciudad de primer orden.”[1]
Las palabras son de la historiadora británica Bettany Hugnes, y han sido extraídas de su magnífica monografía sobre la ciudad turca de Estambul, nacida a caballo de dos mundos y de dos continentes. Deben ser sacadas a colación cuando hablamos del controvertido tema del cambio climático: el hombre, con su afán desmedido por un progreso y el desarrollo no sostenible, es el único culpable de ese aumento desmedido de la temperatura global del planeta, mediante la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Pese a que la teoría no ha sido demostrada todavía de manera científica, los defensores de la misma vienen, de un tiempo a esta parte, aumentando de forma exponencial, conforme aumenta también la propia temperatura del planeta, hasta el punto de que los escépticos, negacionistas de la supuesta teoría, son tratados muchas veces como unos locos, sesgados por su propio interés, y hasta hay una corriente de opinión que pide declarar el negacionismo  poco menos que un crimen contra la humanidad, como demostró el político inglés Nick Griffin, líder del British National Front, quien en el año 2015 advirtió de una iniciativa en el Parlamento Europeo para penalizar la negación del cambio climático.
Desde luego, el cambio climático existe. Negar la evidencia no puede llegar a ninguna parte. En los últimos años se viene produciendo un progresivo aumento de la temperatura en la corteza terrestre, aumento que provoca el deshielo de los casquetes polares, lo que a su vez incide en que aumente el nivel del mar. Y negar la importancia que el proceso puede tener en el futuro sobre los ecosistemas más débiles, también es negar lo evidente. Hace unos ocho mil años, cuando se abrió el estrecho del Bósforo, separando un poco más los continentes asiático y europeo, y transformando el lago interior de agua dulce que hasta entonces había sido el mar Negro en un nuevo mar de agua salada, desaparecieron multitud de animales y de plantas, que tenían allí su frágil ecosistema. Eso es algo que, sin duda, podría suceder de continuar el actual aumento de la temperatura terrestre.
Otra cosa es llegar a pensar que el hombre pueda ser el único responsable de la actual situación, pensar que el ser humano es tan importante que puede ser capaz de derrotar él sólo a la naturaleza, que ésta no sea capaz de regenerarse a sí misma, adaptándose a las nuevas circunstancias. Hace unos ocho mil años, cuando se abrió el estrecho del Bósforo, la presión del hombre sobre la naturaleza no era tan asfixiante como lo es en la actualidad, y sin embargo, el aumento de la temperatura también fue un hecho entonces, como también lo ha sido en repetidas ocasiones, de manera intermitente desde hace casi un millón de años, en los diferentes periodos interglaciares que se fueron sucediendo durante la era cuaternaria. ¿Cómo interpretar aquellas variaciones de la temperatura del globo, cuando no existían todavía ni el humo de las Fábricas y de los coches, ni los gases producidos por los aerosoles del hombre moderno? Se dice que aquello sucedió hace mucho tiempo, y se buscan unas posibles causas difíciles de poder ser demostradas para explicar un hecho que contradice la teoría oficial del cambio climático, pero lo cierto es que también la historia y los registros arqueológicos inciden en el tema.
Se ha llamado “periodo cálido medieval”, u “óptico climático”, a una época histórica que se inició hacia el siglo X, y que afectó especialmente a toda la zona norte del océano Atlántico, pero también a otras regiones del planeta. Es algo que los paleoclimatólogos han venido observando a partir del estudio de los bloques de hielo, algunos depósitos lacustres y, sobre todo, la dimensión de los anillos de los árboles. Cuando Groenlandia fue descubierta en el año 986 por grupos de exploradores vikingos y normandos procedentes de Islandia, le dieron precisamente este nombre, Gronland, que en su idioma significa “tierra verde”, lo que nos da una idea cercana del paisaje que entonces presentaba la isla, hoy convertida en una extensa llanura de hielo casi permanente.
La situación cambió a partir del siglo XIV, en la última etapa de la Edad Media, cuando las temperaturas empezaron a descender apresuradamente, hasta alcanzar niveles mucho más fríos y gélidos que en la actualidad, en lo que ha venido a llamarse “pequeña edad del hielo”, periodo que se extendería aproximadamente a los años intermedios del siglo XIX. Durante este periodo, por otra parte, se alcanzaron tres mínimos históricos, hacia los años 1650, 1770 y 1850, que incidieron sobremanera en las cosechas en todo el continente europeo y también en Norteamérica. Desde entonces, se ha venido observando un calentamiento global en el conjunto del planeta que, es cierto, viene siendo mucho más acuciante en los últimos años, pero que no tiene al hombre como su único causante.
Los historiadores han buscado las causas de estos cambios climáticos, además de en los propios sistemas de interacción entre la atmósfera y los océanos, y en la variabilidad natural del clima. Así, para la pequeña edad del hielo han podido observar una clara disminución de la actividad solar, así como también un aumento inusitado de la actividad volcánica, algo que no puede pasar desapercibido para el lector actual, en un año en el que se ha producido un inverno más frío de lo normal, dentro de ese calentamiento global en el que nos hallamos sumidos, un año en el que se han producido erupciones importantes tanto en Hawai como en Guatemala. ¿Simple casualidad, o confirmación de una idea?
No trato en esta entrada de buscar causas y motivaciones de un proceso que no es tan nuevo como parece, sino de constatar históricamente que la idea del cambio climática es algo que se ha venido repitiendo a través de los tiempos. Pero si el hombre no es el único causante de que la temperatura del planeta haya venido creciendo en los últimos años, también es cierto que algo ha debido de influir en ello. Y si el proceso es en origen algo ajeno a él, como creo, también es verdad que desde todos los gobiernos, y a la mayor brevedad posible, se deben tomar las medidas necesarias para evitar que se abreve todavía más un problema que, sin lugar a dudas, influirá, más pronto que tarde, sobre el propio ser humano, hasta límites probablemente catastróficos.



[1] HUGHES, BETTANY, Estambul, la ciudad de los tres nombres, Crítica, Barcelona, 2018.

sábado, 9 de junio de 2018

Revolucionarios, conservadores y carlistas


Durante la segunda mitad de la década de los años sesenta, el régimen liberal decimonónico en España, tal y como se había estado viviendo desde las primeras décadas de la centuria, estaba ya completamente agotado. Y es que el régimen monárquico de Isabel II hacía ya aguas por todas partes, hundido en la descomposición que estaba causando la corrupción de la corte y el cansancio político de un moderantismo regido por los intereses económicos de la nueva oligarquía altoburguesa, en algunas ocasiones recientemente ennoblecida; un moderantismo que estaba a medio camino entre los progresistas, que ya llevaban casi diez años lejos del poder, y los carlistas, que después de haber sido derrotados hasta dos veces en los campos de batalla, esperaban todavía su momento político. En 1866 había caído el régimen de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donell, castigado por la reina por haberse mostrado, según ella, demasiado blando con los sargentos del cuartel de San Gil, otorgando así de nuevo el poder a Narváez, el líder del partido moderado. Sin embargo, la crisis económica que asoló a todo el país en los tres años siguientes vino a agravar la difícil situación política en la que ya entonces estaba sumida España.

´          La situación era ya insostenible, por lo que en 1868 también la Unión Liberal se unió al pacto de Ostende, una iniciativa del general Juan Prim que dos años antes había firmado en la ciudad belga progresistas y demócratas, con el fin de hacer caer del trono a la reina Isabel. Así, a principios de septiembre se inició la revolución, tras la sublevación de la flota española de Cádiz, que estaba al mando del almirante Juan Bautista Topete, quien pertenecía a la Unión Liberal, a lo que siguió la llegada a España de algunos militares, Prim y Serrano, y políticos, Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla que estaban exiliados en Inglaterra, llegada que fue posible gracias al apoyo económico del propio cuñado de la reina, Antonio María de Orleans, duque de Montpensier, quien se postulaba ante los revolucionarios como candidato al trono de España. A finales de ese mes, la batalla de Alcolea (Córdoba), y la posterior victoria final del levantamiento en Madrid, provocaron la huida de Isabel II a Francia, estableciéndose primero un Gobierno Provisional presidido por varias Juntas Revolucionarias, que se habían formado en varias ciudades y estaban dirigidas por progresistas y demócratas.

            Algunos de los miembros de ese Gobierno Provisional  no estaban todavía preparados para convertir España en una república, y la constitución de 1898 vino a añadirse al problema, al establecer la monarquía como forma de gobierno del país. Así, mientras se buscaba un nuevo rey para España, preferiblemente uno que no fuera de la casa de Borbón, se elegía al general Francisco Serrano, antiguo amante de la reina y miembro así mismo de la Unión Liberal, como regente del reino. El duque de Montpensier seguía ofreciéndose como monarca, al tiempo que se buscaban otras opciones fuera del país. El favorito del general Prim era un joven miembro de la casa italiana de Saboya que fue coronado con el nombre de Amadeo I. Pero el asesinato de su valedor en la corte pocos días antes de que éste llegara a Madrid, unido al escaso reconocimiento que llegó a disfrutar en algunos sectores de la sociedad española, le obligaron a dimitir en febrero de 1873, poco más de dos años después de su ascenso al trono español. Dimisión que traería consigo la proclamación de la Primera República, que en apenas dos meses contó con cuatro presidentes diferentes: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar.

Fueron más de seis años convulsos, en los que la revolución tuvo que hacer frente además a tres conflictos bélicos: la guerra de Cuba, la revolución cantonal (la revolución dentro de la revolución), y una nueva guerra carlista, la segunda según algunos historiadores, o la tercera, según la denominación que más seguidores ha tenido tradicionalmente a pesar de las nuevas corrientes actuales. Los que defienden la primera denominación aducen que en realidad el conflicto que se desarrolló entre septiembre de 1849 y  mayo de 1849 apenas afectó a una parte concreta de la geografía nacional. Por supuesto, sobre la guerra contra Cuba de 1868-1878, también llamada Guerra de los Diez Años, poco es lo que podemos decir aquí, más allá de la participación en el conflicto de un grupo más o menos numeroso de conquenses, obligados a ir allí como soldados por la fuerza del reclutamiento de quintas, y también de algunos militares profesionales. En este sentido hay que destacar la figura del entonces comandante José Lasso Pérez (Valverde de Júcar, 1837 – Madrid, 1913), que también había participado en la campaña de Santo Domingo seis años antes; convertido en teniente general, llegaría a ser nombrado a finales de la centuria capitán general de Puerto Rico y de Filipinas.

Y por lo que se refiere a la revolución cantonal, también hay que destacar la figura de un conquense aún más ignorado, uno de los primeros republicanos conquenses, Froilán Carvajal y Rueda (Tébar, 1830 – Ibi, Alicante, 1869). Poeta y periodista romántico, hombre de acción, revolucionario republicano que participó con Prim en su fracasado pronunciamiento de 1866, en Villarejo de Salvanés (Madrid), que pagó con el exilio, y después también en el fracasado levantamiento revolucionario de 1867. A mediados de octubre de 1868 se presentó en Yecla al frente de una partida de trescientos hombres armados, proclamando la república en esta ciudad murciana, pero la junta revolucionaria de Cartagena le obligó a disolver sus tropas para evitar mayor derramamiento de sangre. Participó en el levantamiento de 1869 para implantar la república federal en todo el país, pero fue apresado por las tropas del general José Arrando, y fusilado el 8 de octubre de ese año en la cárcel de Ibi. Ramón J. Sender lo convirtió en uno de los defensores del cantón de Cartagena en su novela Míster Witt en el cantón.

Mucho más importante para la historia de nuestra ciudad, y también de nuestra provincia, fue la Tercera, o Segunda, Guerra Carlista. Una guerra carlista que supuso como suceso más trágico, la invasión de la capital hasta en tres ocasiones por los a sí mismos llamados legitimistas. La primera de ellas fue la que protagonizó en octubre de 1873 las tropas que estaban al mando del brigadier José Santés, que en muy poco tiempo, y merced a su abismal superioridad militar y numérica, se pudieron hacer con ella sin necesidad del menor derramamiento de sangre, al haberse rendido las autoridades conquenses nada más haber comenzado los carlistas el intento de asalto. En la defensa de la ciudad participaría el comandante Eusebio Santa Coloma (Cuenca, 1823 – Cuenca, 1883), quien después de haber realizado toda su carrera militar en Filipinas, donde había llegado a ocupar algunos cargos de gobierno, había regresado a la península poco tiempo antes para terminar aquí su carrera militar. El comandante, habiéndose refugiado en la parte alta de la capital para hacer frente a los carlistas al mando de un pequeño grupo de guardias civiles y de voluntarios de la libertad, y sabiendo que Cuenca ya se había rendido, logró escapar con ellos por la puerta del Castillo, salvando de esta forma el armamento y las municiones, tal y como figura en su hoja de servicios.

Mientras todo esto ocurría, su hijo, Federico Santa Coloma (Manila, 1850 – Madrid,1929), participó del lado de los liberales en todos los frentes de la guerra, primero en el frente norte, en la provincia de Bilbao, y después de combatir en las tierras serranas y alcarreñas de Cuenca y Guadalajara, y seguir por el frente levantino del Maestrazgo, donde participó de manera destacada en la toma de la localidad turolense de Cantavieja (1875), uno de los principales reductos carlistas, y en Cataluña, también en la conquista de Seo de Urgel (Lérida) pocos meses después, finalizando con la toma definitiva de Estella (Navarra), que supuso el final de la guerra y la derrota definitiva de los legitimistas. Federico Santa Coloma inició la guerra carlista de alférez y la terminó de comandante graduado, habiendo conseguido todos sus ascensos hasta ese momento por acciones de guerra, pero estaba destinado, ya en la centuria siguiente, al generalato y a los gobiernos militares de Málaga y Gerona.

Y es que, tal y como había sucedido también durante la Primera Guerra Carlista, la orografía de la provincia de Cuenca colaboraba a que muchas de sus comarcas pudieran convertirse en escenario habitual de enfrentamientos armados entre los seguidores de ambos bandos, enfrentamientos que si bien en algunas ocasiones eran simples escaramuzas, otras veces eran verdaderas batallas entre dos ejércitos numerosos. Los castillos de Cañete y Beteta se habían convertido para entonces en fuertes carlistas, y por ello en sus alrededores los encuentros entre estos y los liberales fueron habituales. Los liberales lograron algunas victorias importantes, como las de Campillo de Altobuey y Huélamo, batallas ambas en las que destacó precisamente Federico Santa Coloma, principalmente en ésta última, en la que formó parte de la columna que persiguió a los carlistas huidos hasta Valdemeca. Pero también hubo victorias de las tropas carlistas, y en este sentido especialmente trágica fue la nueva conquista de la propia capital conquense por las tropas del propio infante Alfonso Carlos, hermano del proclamado Carlos VII, y de su esposa Doña Blanca (María de las Nieves de Braganza, el 15 de julio de 1874, mucho más sanguinaria y destructiva que la que había acometido Santés algunos meses antes. La diferencia entre una conquista y otra estribaba en que, si bien la diferencia numérica entre invasores y defensores era abrumadora, en esta ocasión las autoridades conquenses habían decidido acometer la defensa de la ciudad, lo que provocó la muerte de un número importante de conquenses, algunos de los cuales fueron asesinados vilmente después de que la ciudad hubiera sido ya conquistada por los carlistas.

Con el fin de conmemorar y recordar este hecho, la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó en el mes de julio de 2014 uno de sus cursos, en el que varios investigadores analizamos algunos aspectos sobre cuál era la situación de Cuenca en el momento de producirse la invasión carlista, situación que en muchos aspectos era y sigue siendo bastante desconocida. A pesar de que Miguel Romero ya había investigado en diversas monografías los asuntos relacionados con la guerra carlista, tanto por lo que se refiere a la propia ciudad, El Saco de Cuenca, como también a la provincia, Las guerras carlistas en Tierra de Cuenca, 1833-1876, y a pesar también de que el tema de cómo estaban entonces las fortificaciones de la ciudad ya había sido convenientemente analizado por los arqueólogos Michel Muñoz y Santiago David Domínguez en el libro Tras las murallas de Cuenca, estos especialistas profundizaron más en ambos aspectos, al tiempo que otros asuntos relacionados con el problema, político y militar, mucho más desconocidos, eran analizados también por otros investigadores. Por mí parte, yo me centré en la participación en el conflicto de la intervención en el mismo de una familia de militares de origen conquense: los Santa Coloma.

Así, dos jóvenes investigadores, Jesús Higueras y Sinesio Barquín, hablaron respectivamente de la situación política que se vivía en la ciudad en el momento previo a la invasión carlista, y de la configuración social y humana de un grupo armado de carácter miliciano que se había creado en todas las ciudades, también en Cuenca, con el fin de defender el poder revolucionario. Ambas contribuciones constituyen dos de los escasos acercamientos que se han hecho a la situación política y militar de la ciudad en el último tercio del siglo XIX. Finalmente, Diego Gómez Sánchez habló en el citado curso del monumento funerario que se mandó levantar en recuerdo de aquella fecha fatídica, el 15 de julio de 1874, monumento en cuyo interior se instalaron las cenizas de algunos de los conquenses que perdieron la vida en el asalto y posterior saqueo, y que fue destruido por las tropas nacionales después de la Guerra Civil de 1936-1939. Este autor ya se había acercado antes a un asunto tan poco común como el de los cementerios, en su libro La muerte edificada. El impulso centrífugo de los cementerios de la ciudad de Cuenca (siglos XI-XX), tan importante para nuestro estudio si tenemos en cuenta que había sido precisamente a lo largo del siglo XIX cuando se legisló desde el gobierno central para que se prohibiera definitivamente el enterramiento dentro de las iglesias y se obligara a la creación de nuevos cementerios fuera del casco urbano de las poblaciones. Abundando en este asunto, hay que decir que Cuenca contó en este período con dos cementerios, el que se había creado en 1834 frente al paraje de La Fuensanta, a la entrada de la carretera de Madrid, y el actual, que se inauguraría en 1896, muy al final del período aquí estudiado.

En el mes de diciembre de 1874 fue coronado Alfonso XII, el hijo primogénito de la depuesta reina Isabel II. El proceso revolucionario era derrotado definitivamente después de seis años de diversos enfrentamientos en el exterior y en el interior. Cánovas, conocedor de que la situación en el país es delicada, crea un sistema de poder, el turnismo político, basado en el reparto de éste entre los dos partidos mayoritarios, el Partido Liberal de Sagasta y su propio Partido Conservador. Es la etapa que se ha venido a llamar la Restauración, que abarca principalmente el reinado del propio Alfonso XII (1874 - 1885) y la regencia de su esposa, María Cristina de Habsburgo (1885 - 1902), etapa a la que se le va a dedicar la segunda edición del citado curso de la Universidad Menéndez Pelayo. Una etapa, por otra parte, muy desconocida en lo que se refiere a la provincia de Cuenca, a pesar de su cercanía cronológica. Una etapa por otra parte en la que nuestras tierras se vieron sometidas a epidemias, como la de cólera de 1885, que unidas a la plaga de langosta que empezó a asolar las tierras conquenses ese mismo año y que tardarían varios años en ser erradicadas (en Villar de Cañas, por ejemplo, en 1887 se perdieron totalmente las cosechas) hizo que el crecimiento demográfico en gran parte de la provincia fuera en aquellos momentos negativo.

Cuenca al final del siglo es, como ha dicho Miguel Ángel Troitiño, una ciudad diferente a lo que había sido al inicio del período estudiado, una ciudad que se ha decidido ya definitivamente a bajar al llano, aunque hasta bien entrado ya el siglo XX lo haría de manera tímida, apenas unas pocas calles entrelazadas alrededor de una especie de tierras agrícolas y fácilmente inundables, las formadas por las huertas que abre el Huécar en las zonas del Puente de Palo y de lo que a principios de la centuria siguiente, ya totalmente urbanizado, sería el Parque de San Julián[1].







[1] “No hay duda, durante la etapa que nos ocupa la actividad edificativa se localiza fundamentalmente en el espacio extramuros. En la segunda mitad del siglo XIX existe una débil actividad edificatoria, acorde con un pobre incremento demográfico y una coyuntura económica difícil, aunque el número de edificios es prácticamente el mismo en 1860 que en 1900… La ciudad extramuros es, por tanto, el espacio donde se van a plantear todos los problemas relacionados con  la creación de nuevo suelo urbano, agravados por la necesidad de adecuar el tejido urbano preexistente y dotarse de una estructura acorde con el centro comercial y administrativo que en ella se consolida definitivamente. Es, en suma, allí donde mejor se podrá observar las lacras del capital en el momento de sentar los pilares de una ciudad nueva, tanto en aquellos espacios donde existe una nueva normativa –éste es el caso de lo que denominaremos genéricamente “Ciudad Baja”-, como de aquellos otros donde tal normativa brilla por su ausencia –caso de los barrios populares-.” M.A. Troitiño Vinuesa, Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana, Madrid, 1984, pp. 393-394.

lunes, 4 de junio de 2018

Progresistas y moderados


Conocida es la historia. En 1833 fallece Fernando VII, y merced a la Pragmática Sanción por la que había derogado tres años antes la Ley Sálica de Felipe V, más de acuerdo con la tradición francesa que con la española, por la que se decretaba la ley a la sucesión a la corona que permitía acceder al trono español a las mujeres, siempre y cuando no contaran con un hermano varón. De esta manera heredaba el trono su hija Isabel, que sería coronada con el nombre de Isabel II. Sin embargo, no toda la sociedad española estaba a favor de esta sucesión; la parte más conservadora de la misma, que no había aceptado la promulgación de la nueva ley, cerró filas en torno al hermano de Fernando, el príncipe Carlos, reconociéndole como rey “legitimista” con el nombre de Carlos V. Mientras tanto los liberales, más en un primer momento como reacción a la postura absolutista que como una verdadera opción ideológica, cerró filas a su vez en torno a la reina niña y a su madre, la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Un nuevo enfrentamiento entre absolutismo, reconvertido ahora en carlismo, y liberalismo, estaba, otra vez, servido.

La guerra civil, que durante todo el siglo XIX y parte de la centuria siguiente fue un elemento recurrente, cobró de nuevo fuerza en el país, y otra vez la provincia de Cuenca va a convertirse en un importante campo de batalla por culpa de su importante valor estratégico. Principalmente las tierras serranas y alcarreñas, por su especial orografía, se ven sometidas a múltiples enfrentamientos entre los partidarios de una opción y otra; los libros de Miguel Romero y Manuela Asensio, dedicado el primero a la guerra en la provincia conquense y el segundo al conjunto de la región castellano-manchega, ofrecen al lector todo ese retablo de batallas y escaramuzas.

Y lejos de los campos de batalla, un conquense de origen humilde, militar de escasa graduación al tratarse apenas de un sargento de la Guardia de Corps, el taranconero Fernando Muñoz, logrará escalar a las más altas instancias del poder nacional al contraer matrimonio morganáticamente con la propia regente, la reina María Cristina el 28 de diciembre de 1833. Sin embargo, ni siquiera este hecho supuso un cambio importante en el devenir histórico de nuestra provincia, que ya por entonces se estaba sumiendo en un letargo creciente, más allá de la instalación en su localidad de origen de una pequeña corte veraniega y del encumbramiento nobiliario de toda la familia. Una familia que, empezando por el propio Fernando Muñoz, aprovecharía en las décadas siguientes su elevada posición en la corte para llevar a cabo algunos negocios en diversos sectores del nuevo desarrollo industrial y de las comunicaciones que España también estaba viviendo en aquellos momentos, aunque con cierto retraso respecto al resto de Europa, negocios que les supusieron importantes y beneficios personales.

La victoria de los progresistas a partir de 1840 no supondría el final del enfrentamiento político. Los liberales se escinden en moderados y progresistas, que a partir de ese momento se van a repartir sucesivamente el poder, salpicados sus gobiernos respectivos demasiadas veces por los numerosos pronunciamientos militares de una y otra tendencia ideológica, que van a caracterizar todo el período estudiado. Cuenca jugó un cierto papel político en algunos de esos pronunciamientos, y sobre todo en la serie de rebeliones que entre 1842 y 1843 terminarían por alejar definitivamente de la corte al general progresista Baldomero Espartero y supondrían, además de la llegada al poder de los moderados, el reconocimiento de la mayoría de edad de Isabel II, algunos años antes de que esta mayoría de edad se produjera de manera legal; y con ello también la posibilidad de poder gobernar España por sí misma, sin necesidad de arbitrarios regentes. José Luis Muñoz ha estudiado en un breve artículo lo que supuso políticamente este pronunciamiento dentro de la ciudad. Falta por estudiar sin embargo la aportación militar al proceso, y en concreto el papel que pudo desempeñar el batallón provincial de Cuenca, que en 1843 fue incorporado al ejército de Andalucía que había sido enviado por el duque de la Victoria para combatir a los militares que se habían pronunciado contra él en Sevilla y que, sin embargo, al menos una parte de la unidad se había pronunciado a su vez contra el regente, abandonando el cerco de la ciudad hispalense y dirigiéndose hacia la vecina Granada, ciudad que para entonces ya se había puesto también de parte de los liberales. La victoria definitiva de los moderados supuso el ascenso de estos militares conquenses (buena parte de ellos eran oriundos de la provincia), tal y como se puede ver en las hojas de servicios de los interesados[1].

En el plano económico, el período progresista había estado marcado por una nueva división territorial del país, propugnada en 1833 por Javier de Burgos, secretario de estado de Fomento bajo el ministerio de Francisco Cea Bermúdez, y la desamortización de bienes raíces procedentes de manos muertas, que si bien se había llevado a cabo por primera vez durante la invasión francesa, tanto desde el gobierno de José I como por las propias Cortes de Cádiz, no había llegado nunca a desarrollarse en plenitud  por las propias circunstancias políticas del país (la victoria de los absolutistas sobre todo), al igual que tampoco se habían podido desarrollar las desamortizaciones decretadas después durante el trienio liberal. Estas primeras desamortizaciones de verdadera importancia, que supusieron realmente el despliegue económico de las nuevas familias liberales y burguesas más que un verdadero reparto equitativo de la tierra entre el conjunto de la sociedad, han sido bien estudiadas por Félix González Marzo, así como también el posterior proceso desamortizador que se llevó a cabo después, dirigido por el ministro de Hacienda Pascual Madoz, en varios libros y artículos de interés.

Por lo que se refiere a la división territorial de Javier de Burgos, la provincia de Cuenca salía realmente perjudicada en el nuevo reparto. A la pérdida de todo el territorio de la comarca de Molina que hasta entonces había pertenecido a nuestra provincia, se le había venido a añadir también la pérdida de otros pueblos en beneficio también de la provincia de Guadalajara (Sacedón, Alcocer, Córcoles, Zaorejas, Peñalén, Poveda de la Sierra), así como todo el partido judicial de La Roda, en beneficio esta vez de la nueva provincia de Albacete. Contra toda esa pérdida territorial apenas se incorporaron a la provincia de Cuenca, desde la de Guadalajara, de un pequeño puñado de pueblos de la comarca alcarreña: Valdeolivas, Albendea, Vindel y San Pedro Palmiches. En este momento, la provincia se divide en nueve partidos judiciales: Cuenca, Huete, Priego, Tarancón, San Clemente, Motilla del Palancar, Cañete y Requena. A mediados de siglo, la destrucción de la provincia de Cuenca terminó de completarse con la cesión a la provincia de Valencia de la parte más rica de la misma, el partido de Requena (la llamada Valencia castellana).

Por su parte, la evolución de la capital conquense en todo este período fue hace ya algunos años estudiada por Miguel Ángel Troitiño Vinuesa, quien dedicaba precisamente al siglo XIX muchas de las páginas de su importante libro Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana. El libro es un detallado estudio de la evolución vivida por la capital conquense desde el siglo XVI hasta los tiempos más recientes, y su tesis demuestra que la ciudad decimonónica es claramente una ciudad de transición entre la ciudad estamental propia del Antiguo Régimen y la ciudad moderna del siglo XX, una ciudad sometida a continuos procesos de cambio que, sin embargo, nunca llegarían a alcanzar la importancia que tendrían en otras ciudades del entorno castellano a lo largo de todo ese período. Una ciudad, en definitiva, que al mismo tiempo que no llegó a vivir un aumento demográfico importante, tampoco lo haría en su estructura urbanística, más allá de la transformación de algunas de sus calles. Una ciudad, a fin de cuentas, que si bien se extendería definitivamente hasta más allá de sus murallas, buscando la llanura, lo haría de manera un tanto apocadamente: en efecto, en aquellos momentos la ciudad quedaba limitada al espacio comprendido entre las zonas del Castillo y la Ventilla poco más allá del final del campo de San Francisco y la Carretería que en ese momento estaba empezando a convertirse, sin embargo, en la calle principal de la ciudad, asiento de la nueva burguesía, conversión que no terminaría de realizarse por completo hasta las dos últimas décadas de la centuria.

Ni siquiera la presencia en los gobiernos moderados y progresistas de algunos políticos de origen conquense permitirían el despegue económico de una ciudad y una provincia sometidas siempre al letargo y al olvido. Mateo Miguel Ayllón (Cuenca, 1793 - Madrid, 1844) había vivido en Sevilla durante el trienio liberal, donde fue elegido prócer de reino. Después de pasar varios años en el exilio, durante la década ominosa, regresó a España, y fue nombrado en mayo de 1843 ministro de Hacienda, durante el gabinete presidido por Joaquín María López, cargo en el que se mantuvo durante dos períodos muy breves, primero durante unos pocos días, hasta la caída de Espartero, y después entre julio y noviembre de ese mismo año. Fermín Caballero Margáez (Barajas de Melo, 1800 – Madrid, 1876) también se había destacado como un declarado liberal durante el primer tercio de la centuria, y en la década de los años treinta ocupó diversos cargos como procurador y senador por Cuenca, y alcalde de Madrid. Periodista y afamado polemista, publicó diversos libros, y fue también catedrático de Cronología y Geografía de la Universidad Central, así como miembro de la Real Academia de la Historia entre 1866 y 1876. Ocupó el cargo de ministro de la. Por su parte, Severo Catalina del Amo (Cuenca, 1832 – Madrid, 1871), diputado en la década de los años sesenta primero por Alcázar de San Juan y después por el partido de Cuenca, ocupó en 1868, muy poco antes de la “revolución gloriosa”, dos cátedras ministeriales, aunque ambas por muy poco tiempo; primero la de Marina, entre los meses de febrero y abril, y después la de Fomento, entre el 23 de abril y el 20 de septiembre, habiendo sido destituido de este último cargo precisamente a consecuencia del estallido revolucionario.





[1] Por ejemplo, el sargento Vicente Santa Coloma, oriundo del pueblo de Torralba, quien fue el encargado de extraer la bandera del batallón a la casa del coronel La Rocha y llevarla hasta Granada, premiado por ellocon el grado y empleo de subteniente.

Etiquetas