Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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martes, 1 de julio de 2025

UNA CIUDAD ESCRITA DESDE EL RECUERDO

 En tiempos donde la historia local a menudo queda relegada a un segundo plano frente a grandes relatos nacionales o globales, libros como Cuenca, la memoria recordada vienen a mostrarnos el inmenso valor que tiene mirar hacia lo cercano, lo cotidiano, lo propio. Esta obra, firmada por un autor ya veterano en las lides de la divulgación histórica conquense, Antonio Rodríguez Saiz, y editada por la Diputación Provincial de Cuenca, es más que una recopilación de artículos: es un ejercicio de memoria colectiva, un homenaje a la ciudad y a quienes la habitan y la han habitado.

El libro recoge los artículos publicados a lo largo de los años en el blog Cuenca en el recuerdo”cuencaenelrecuerdo.es—, un espacio de referencia para todos los amantes del pasado de nuestra ciudad. Organizado con el mismo criterio que ha guiado el sitio digital, este volumen ofrece al lector una travesía amable y rigurosa por calles, personajes, costumbres, edificios y acontecimientos que, aunque a veces olvidados, forman parte esencial del alma de Cuenca. Son, en efecto, más de cien artículos, distribuidos en ocho series de muy distinta amplitud: títulos y honores, fiestas, Semana Santa, cultura, sucesos, personajes, historia, y monumentos y esculturas.

No es esta la primera incursión del autor en el campo de la memoria histórica conquense. Ya en su día publicó un libro con el mismo título que el blog, “Cuenca en el recuerdo”, que reunía los textos que había publicado en el desaparecido semanario Gaceta Conquense. Aquella primera entrega ya supuso también una aportación valiosa para el conocimiento y la difusión de la historia local, y esta nueva edición, que podríamos considerar una segunda parte o una ampliación natural, mantiene e incluso refuerza esa vocación divulgadora. Una labor divulgadora que no se remite sólo a estos dos libros, sino a sus abundantes colaboraciones en la prensa, así como a la tarea realizada a lo largo de sus muchos años como docente, como profesor de escuela, etapa en la que desarrolló una importante labor como promotor y catalizador, entre su alumnos, por el estudio de la historia, y sobre todo, por el amor por la ciudad de Cuenca.

El estilo del autor es accesible, cercano, y al mismo tiempo riguroso, fruto de una labor de investigación que, sin renunciar a la erudición, busca siempre acercar el pasado al lector común. Se nota la pasión con la que escribe, el compromiso con su tierra y su historia. Sus artículos no se limitan a contar lo que ocurrió, sino que buscan comprenderlo, contextualizarlo, darle sentido dentro del tejido más amplio de la identidad conquense.

Quiero recoger aquí las primeras palabras que el autor del prólogo, el catedrático de Didáctica de la Lengua y Literatura de el Universidad de Castilla-La Mancha, Martín Muelas Herraiz, dedica al libro, pues muestra lo que el texto quiere ser realmente: “La historia local es una modalidad historiográfica que se ocupa de indagar en los procesos sociales y acontecimientos de diversa índole a escala local. En esa indagación caben dos orientaciones básicas: la que no tiene preocupaciones científicas ni metodológicas rigurosas a la hora de afrontar el estudio, sino que procura ofrecer un relato aséptico de los acontecimientos acaecidos en el lugar en un momento determinado de su historia, o una segunda orientación interesada en el análisis interpretativo de esos acontecimientos locales para ponerlos en relación con otros de ámbito más amplio a escala regional o nacional, y establecer las implicaciones pertinentes en la que podríamos llamar Historia global. En el primer caso, tal vez sería más adecuado hablar de Crónica, pues está basada en el relato documentado de hechos constatados fehacientemente en testimonios escritos y donde apenas se introducen apreciaciones personales, si bien es verdad que nada impediría orientarse con planteamientos epistemológicos y metodológicos adecuados hacia la misma consideración que la historia general; en ese caso, la única diferencia sería el ámbito territorial que es objeto de estudio. Traídas estas consideraciones previas al magno volumen con el que nos sorprende el profesor Antonio Rodríguez Saiz, hay que dejar claro desde el primer momento que el autor ha optado por la primera de las acepciones del concepto de historia local, y nos ofrece una verdadera y completísima Crónica de la ciudad de Cuenca, y alguna de sus gentes. Sin renunciar a los momentos fundacionales, el grueso de esa crónica está referido con prioridad a los siglos XIX y XX, aunque tampoco falta algún episodio fechado en este siglo XXI, que ya llevamos en buenas, y que, por tanto, también tiene su historia.”

Quizá sea por este motivo, por lo que el servicio de publicaciones de la Diputación Provincial, que es la entidad que ha publicado el libro, no lo haya incluido en su colección de Historia, sino en la de Creación Literaria. Sin embargo, y pese a ello, en sus páginas también hay mucha historia, aunque escrita de una manera diferente. Pero historia, a fin de cuentas, a la que el historiador también puede y debe acercarse para comprender algunas cosas de la personalidad de la ciudad del Júcar. Y sobre todo, en cada página de este libro hay un pedazo de Cuenca: un rincón, una anécdota, una tradición, un personaje olvidado que vuelve a la vida gracias al poder evocador de la palabra escrita. El resultado es una obra que no sólo informa, sino que emociona. Que no sólo enseña historia, sino que crea conciencia de pertenencia.

Y es que el libro de Antonio Rodríguez no es sólo una crónica. Sus artículos son, también, válidos como fuente para los historiadores que quieran profundizar en la historia de nuestra ciudad, especialmente para aquellos que quieran investigar en los siglos XIX y XX; porque entre sus páginas, rebosantes de anécdotas curiosas, desconocidas muchas de ellas, se pueden encontrar datos interesantes sobre la ciudad o la provincia, o de algunos personajes ilustres procedentes de ellas. Podremos acudir a muchos ejemplos de ellos, como cuando habla de la desaparecida parroquia de San Vicente, en cuya jurisdicción,  según el Censo de Floridablanca, vivían muchos de los pañeros y otros profesionales del ramo, atraídos por la ciudad, desde muchos pueblos de la provincia, o de fuera de ella, por el impulso que el futuro obispo Antonio Palafox había dado a esta industria en la segunda mitad del siglo XVIII.

Otro ejemplo de ello es el artículo dedicado a la apertura de la pequeña calle Madre de Dios, entre la iglesia de San Andrés y la de San Felipe, que sólo se produjo en 1956, y la recuperación de la memoria de Pedro García Galarza (1578-1604), cuyo escudo corona una de las fachada de la calle, junto a la descuidada escalinata. Éste, desde el pequeño pueblo conquense de Bonilla, donde había nacido, llegó a ocupar la cátedra del obispado de Coria, donde fue muy querido por su labor pastoral y por su colaboración para atender a los necesitados. Fue, además, consejero de Felipe II.

Pero, ¿quién fue este Pedro García Galarza? Recogiendo los datos de cualquier diccionario biográfico, podemos decir que cursó estudios en Artes en Alcalá de Henares y luego Teología y Cánones en Sigüenza y Salamanca (1562). Fue catedrático de Artes en Salamanca y, en 1567, canónigo magistral en la catedral de Murcia. El 9 de enero de 1579 fue nombrado obispo de Coria, cargo que desempeñó hasta su fallecimiento en 1604. Amigo y consejero personal de Felipe II, jugó un papel diplomático clave durante la incorporación de Portugal a la Corona, tanto que el rey se alojó en su palacio en 1583 durante su viaje oficial a Lisboa. Fiel a los preceptos del Concilio de Trento, Galarza reforzó la disciplina clerical: impulsó la clausura monástica (especialmente en el convento de San Pablo en Cáceres), sufrió resistencia de órdenes religiosas como las comendadoras de Alcántara, y convocó dos sínodos (1594 en Cáceres y 1596 en Coria), cuyas normas rigieron la diócesis durante siglos.

Entre los años 1587 y 1588 mandó reformar el palacio episcopal de Cáceres, edificio que, por ello, luce en su fallada el escudo del prelado, con la inscripción siguiente: “Don García de Galarça Obispo de Coria”. También ordenó construir, en 1603, el seminario de San Pedro en Cáceres, pese  la preferencia que el cabildo de Coria mantenía por su sede titular, y que fue el primer seminario diocesano de la diócesis que seguían las tesis emanadas de Trento. Por su parte, en su pueblo natal también ordenó edificar el convento clarisas y el hospital del Padre Eterno, destinado a los pobres, enfermos. Fallecido el 6 de mayo de 1604 en Coria, fue enterrado en su propio mausoleo, dentro de la catedral, la llamada Capilla de las Reliquias, obra renacentista del arquitecto Juan Bravo con escultura de Lucas Mitata. En su interior, la capilla contiene su estatua orante en alabastro, obra del escultor Lucas Mitata, que lleva una inscripción latinista enalteciendo la “incomparable gloria”. Su labor marca un hito en la historia eclesiástica de la diócesis, tanto por su reforma colegial como por su defensa del clero y la vida religiosa. Publicó, al menos, dos obras conocidas: Evangelicarum Institutionum libri octo (Madrid, 1579) y De clausura monialium controversia (Salamanca, 1589). También dejó varios manuscritos y reglamentos eclesiásticos.

“Cuenca, la memoria recordada” es, en definitiva, un libro necesario para quienes aman esta tierra, para quienes quieren conocerla mejor, y también para quienes creen —con razón— que no hay historia pequeña si está contada con honestidad, sensibilidad y conocimiento. Una lectura recomendada, y casi diríamos que imprescindible, para quienes piensan que la memoria no es sólo cosa del pasado, sino una herramienta fundamental para construir el presente y el futuro.









viernes, 5 de julio de 2024

LOS CAMINOS DE CERVANTES Y LA RUTA DEL QUIJOTE, SEGÚN LA VERSIÓN DE JESÚS FUERO ESPEJO

 Hace ya algo más de dos años, fruto de una inolvidable visita que, durante todo un fin de semana, realizamos a la institucional y oficial Ruta de Don Quijote que la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha trazó, con mayor o menor acierto en lo histórico pero sin duda con un completo éxito en el aspecto puramente publicitario, yo mismo escribí una entrada en este mismo blog (ver “Un lugar, o dos, del que Cervantes no quiso acordarse… y algunas cosas más”, 6 de mayo de 2022). Sin embargo, basta con leer el último libro de uno de los más recientes especialistas en la vida y la obra de Miguel de Cervantes, y sobre todo en su obra más conocida, la historia de Don Quijote de la Mancha y de su fiel escudero, Sancho Panza, para darse uno cuenta de hasta qué punto las cosas no tienen por qué ser como parecen, sobre todo cuando hay por medio determinados intereses políticos -la figura de Don Quijote, no conviene olvidarlo, tiene un claro interés turístico, como ha sido puesto de manifiesto a partir de la ruta turística mencionada, una ruta que, por otra parte, cuenta con abundantes errores de concepto, junto a, también hay que decirlo, algunos aciertos. Por otra parte, tampoco debe dejarse de lado, una vez más, la situación de subordinación que Cuenca sigue manteniendo en lo que respecta al conjunto de intereses regionales, tal y como ha sido puesto de manifiesto en la eliminación total de nuestra provincia a la hora de trazar dichas rutas turísticas.

Desde luego, no es ésta la primera incursión de este joven investigador en el tema de Cervantes y el Quijote, pero sí su trabajo más elaborado, al tiempo que más polémico. En efecto, en sus dos libros anteriores “De Cervantes desde Astrana” (2014) y “De la familia de Cervantes y sus amantes” (2015), ya nos adelantaba algunas de sus afirmaciones más controvertidas, aunque es en este último texto, “Los caminos de Cervantes, don Quijote y Sancho en su tercera salida: con los lugares que recorrieron por el norte de la provincia de Cuenca”, tal y como se afirma ya desde el mismo título, donde pone las cartas sobre la mesa, y desarrolla toda su teoría, según la cual es la provincia de Cuenca, y sobre todo el noreste de la provincia, allí donde tienden a confluir los paisajes serranos y alcarreños, donde se desarrolla prácticamente la totalidad de la segunda parte del Quijote.

A este respecto, recojo las palabras del propio autor, extraídas del prólogo, que vienen a decir los motivos que le indujo a escribir este texto: “Mi encuentro con Cervantes ha sido fortuito, pues cuando me encontré con él me hallaba investigando otros asuntos de la tierra de Cuenca, en concreto de la parte norte de la provincia. Supe enseguida de la importancia del hecho, y de lo poco que se sabía sobre su estancia en esta tierra, y casi sin darme cuenta me embarqué en una nueva aventura que ya dura más de veinte años, y que es continuación de otras investigaciones anteriores que, aunque he dejado de lado momentáneamente, han sido necesarias para situar a Cervantes y los personajes de la tercera salida en un entorno que me era conocido. Si no juzgara sinceramente que puedo aportar algo novedoso, créanme que no hubiera seguido, pero creo que las cosas que se me han ido revelando merecen ser compartidas, y no sólo eso, difundidas. Éste es el tercer libro en solitario que dedico a Cervantes, y el más importante, siendo quizás el único que deseaba escribir cuando, sin darme cuenta, inicié mis investigaciones.”  

El libro de Jesús Fuero, como el propio libro de Miguel de Cervantes, consta de dos partes, dos tomos bien estructurados, a través de los cuales el autor, a través de un formato bastante interesante y original, el de pregunta-respuesta, intenta encontrar una solución lógica a los muchos interrogantes y enigmas que el tradicional lector de la inmortal novela ha podido hacerse a través de los tiempos. Son preguntas que tienen que ver con algunos temas que son claves para comprender mejor la historia del genial hidalgo, “el más genial caballero que han dado los siglos”, y que se refieren, sobre todo, a la tercera de sus salidas, la que le va a llevar desde su aldea natal, de la que luego hablaremos, hasta Barcelona, y de regreso, otra vez, a “ese lugar de la Mancha” del que el escritor de Alcalá de Henares nunca quiso acordarse. Porque, aunque en algunas ocasiones también se adentra en la geografía de sus dos primeras salidas, a Jesús le interesa, principalmente, aquella geografía alcarreña, y sobre todo serrana, que tanto tiene que ver con sus propias raíces -Jesús, no lo olvidemos, es de Cañizares-, y que tanto fue olvidada por las instituciones conquenses y regionales durante los fastos con los que se celebraron los últimos centenarios.

A este respect0, tal y como señala el autor, para comprender mejor el espacio geográfico en el que se mueve el protagonista de la inmortal novela, hay que intentar comprender a qué Mancha es a la que se refería realmente Cervantes. En este sentido, y tal como Fuero demuestra, la Mancha del siglo XVI no es, o no lo es sólo esa, la actual comarca -tan difícil de delimitar, por otra parte-, que actualmente conocemos. Y de la misma forma, también, intentar delimitar qué hay de ficción y que hay de realidad en la obra de Cervantes, qué aspectos de la vida del genial escritor -llamarlo simplemente novelista, a pesar de la definición del Quijote como la primera novela moderna, sería un ejercicio de simplismo: de todos es conocido sus geniales poemas, algunos de ellos insertados en el propio Quijote, o sus obras de teatro, comedias y, sobre todo, entremeses-. En este sentido, y a pesar de lo que una vez escribí en la citada entrada del blog, llevado de la mano de un apasionante recorrido por la ruta oficial del Quijote, quizá no tan próxima a la realidad como algunos quisieran, quizá tenga razón Jesús Fuero cuando afirma que el famoso lugar del que Cervantes no quiso acordarse no hubiera existido nunca, que quizá sólo fuera un recurso genial del escritor alcalaíno; aunque, tal vez, como él mismo también afirma, ese lugar fuera el pueblo actual de Mota del Cuervo, tan céntrico en el camino entre Cuenca y las provincias de Toledo y Ciudad Real, o Tarancón, de donde era originario, recordémoslo, Francisco Suarez Gasco, la misma persona que denunció al propio Cervantes, y por cuyo motivo el autor fue encerrado en la cárcel de Sevilla, lugar en el que, por otra parte, empezó a escribir la primera parte del Quijote. ¿Qué mejor motivo podría tener el de Alcalá de Henares, para olvidar el nombre de la patria chica del caballero, que ser el mismo del que era originario quién fue el causante de su desgracia? Desde luego, tanto Mota como Tarancón tienen más motivos para pensar que son la verdadera patria de Cervantes que Argamasilla de Alba.

No se trata aquí de destripar la totalidad de las aportaciones que, en este sentido, realiza nuestro investigador, aportaciones que, si bien pueden sorprender al lector que sólo sabe de Cervantes y de su obra más importante aquello que, de manera oficial u oficiosa, le han contado, no está exenta de una cierta lógica; y sobre todo si tenemos en cuenta que el camino natural para ir desde un lugar a otro sea el más corto, más allá de algún rodeo que se deba dar a la hora de intentar salvar algunos obstáculos de cierta dificultad. No sería lógico, desde luego, si queremos llegar desde el centro de la península hasta la septentrional Barcelona, sería dar un enorme rodeo por tierras de la alta Andalucía, sobre todo si para entonces ya existe un camino real entre esta última ciudad y la villa y corte, un camino que, desde tierras madrileñas, se adentraba, a través de Tarancón, por la sierra de Cuenca, desde donde, a través de Guadalajara, se adentraba por los caminos de Aragón y Cataluña. Además, tal y como afirma Jesús, los paisajes que se describen en esta segunda parte no son puramente manchegos; no hay ya bastas llanuras, sino agrestes valles llenos de riachuelos cristalinos.

Dicho esto, sí quiero mencionar algunos de los aspectos más destacados en este sentido, a los cuales dedica el autor sendos capítulos. En la entrada citada mencionaba la existencia de cierta casa en Villanueva de los Infantes que la publicística turística menciona como la casa del Caballero del Verde Gabán; sin embargo, las casualidades, que en historia no suelen existir me inducen a pensar que Jesús puede tener razón, y que el verdadero Diego de Miranda, el histórico personaje que se esconde detrás de la ficción, no sea otro que el noveno conde de Priego, Pedro Carrillo de Mendoza, quien, además de ser amigo personal del propio Cervantes, era hijo y hermano, respectivamente, del séptimo y octavo conde, Fernando y Luis Carrillo de Mendoza, quienes, por otra parte, habían combatido con el escritor en la batalla de Lepanto. De esta forma, la famosa casa que aparece en la genial novela no es otra que el propio palacio de los condes, un hermoso palacio renacentista que, aunque en parte amputado como el propio escritor alcalaíno, es en la actualidad el ayuntamiento de Priego.

No es éste el único caso que debemos citar. De la misma manera, la propia ínsula Barataria, que particularmente ha sido identificada con diversas islas en el curso del río Ebro, debe ser identificado con un lugar que tanto Jesús como el propio Cervantes conocen bien: la Herrería de Santa Cristina. Se trata éste de una pequeña población o casi despoblado, que el escritor visitó en varias ocasiones al final de su vida por el hecho de que Luis de Molina, el amante de su hija Isabel, había arrendado. Fue éste, precisamente, el motivo por el que Cervantes conocía muy bien toda la comarca serrana, llegando incluso a vivir durante algún tiempo, muy probablemente, en la vecina Cañizares, precisamente en aquellos años en los que el autor está escribiendo la segunda parte de su inmortal obra. En ella, por ejemplo, se sitúa quizá la aventura famosa de las bodas de Camacho, y hasta cita Jesús Fuero cierta anécdota histórica, de la que existe además cierta evidencia documental, en la que el autor pudo inspirarse. Muy cerca de Cañizares, entre Vadillos y Beteta, en la real Cueva de la Sierpe, sitúa el autor la fantástica cueva de Montesinos, que no podía ser la que, cerca de las lagunas de Ruidera, recibe actualmente este nombre, y que no es más que una sima de muy estrecha abertura, muy contraria a lo que Cervantes describe en la novela. Y también en Beteta y en la misma Carrascosa de la Sierra, en  cuyo término municipal se encuentra la citada herrería de Luis de Molina, sitúa Jesús Fuero los pueblos enfrentados en la también famosa aventura del rebuzno.

Se podrían citar otros muchos paralelismos entre la comarca serrana y los paisajes cervantinos, sobre todo en esta tercera salida, paralelismos que invito al lector de esta entrada a seguir descubriendo por sí mismo a lo largo de la lectura de la obra de Fuero. Sí quiero dejar constancia, para ir terminando, de cuál es la verdadera personalidad del ignoto Alonso Fernández de Avellaneda, el autor del llamado Quijote apócrifo, que muchos cervantistas, esta vez con razón, tienden a identificar con un antiguo compañero de armas de Miguel de Cervantes en la batalla de Lepanto, el aragonés Jerónimo de Pasamonte. Recojo, a continuación, lo que a este respecto ya escribía en la entrada del blog citada: “Mucho es lo que se ha escrito sobre el personaje real que se encuentra detrás de éste Avellaneda, que sólo es un seudónimo, y entre ellos cierto Jerónimo de Pasamonte, un soldado aragonés que había combatido con Cervantes en la batalla de Lepanto, y que fue autor de un manuscrito biográfico en el que se atribuía algunas acciones de guerra que en realidad correspondían al propio Cervantes. El escritor de Alcalá de Henares se vengaría de éste, convirtiéndolo en uno de los personajes más absurdos de su novela, el galeote Ginés de Pasamonte, y éste, a su vez, se vengaría más tarde de Cervantes, robándole su personaje, y escribiendo una segunda parte apócrifa de la obra, una segunda parte que, por cierto, y como todos sabemos, nunca fue del gusto de Cervantes. Según algunos autores, éste conoció ya ese texto apócrifo incluso antes de que hubiera sido publicado, a través de una versión manuscrita, pues una lectura detallada de su propia segunda parte parece indicar que los primeros capítulos ya habían sido escritos antes de que el texto de Avellaneda hubiera aparecido en prensa.” Es también por este motivo, dice de nuevo Fuero, por lo que Don Quijote decide obviar la ciudad de Zaragoza en su camino hacia Barcelona.

Para finalizar, quiero invitar a las autoridades de estos pueblos de la sierra conquense (Priego, cañizares, Carrascosa,…) , así como también a las autoridades provinciales y regionales, para que, sin más dilación, incorporen estos parajes a las rutas quijotescas, de las cuales, ya no cabe dudar de ello, también forman parte. Esta incorporación sería un buen punto de partida para fomentar el desarrollo turístico de toda la comarca, tan afectada por todo esto a lo que ha venido a llamarse la España vaciada, y para comprender hasta qué punto el hecho puede ser importante, sólo hay que tener en cuenta lo que la ruta manchega, con mayor o menor razón, como se ha dicho, ha supuesto ya para todos los pueblos involucrados en ella.



jueves, 9 de marzo de 2023

Mito y realidad de la princesa Zayda

 

En el centro de Cuenca, a pocos pasos de Carretería, se encuentra una hermosa calle, de amplias aceras, que está dedicada a la princesa Zaida. Muchos de los que a diario pasean por sus calles, en el devenir diario hacia sus trabajos respectivos, en el hospital o en la universidad, o de los estudiantes que también la cruzan de camino a sus institutos, separados de esa otra Cuenca por la pasarela metálica que, a varios metros de altura, cruza el río Júcar, ignoran quien fue esta mujer, de nombre tan exótico, que sin embargo llegó a ser, en los años de la Edad Media, tan importante para la historia de la ciudad de Cuenca. Pero incluso quien sí haya oído hablar de ella, también ignora su verdadero significado histórico. Y es que su figura real, a través de los siglos, se ha venido desdibujando en la niebla del mito, en la leyenda surgida de los viejos cronicones acríticos, a menudo fantasiosos, que trastocan la realidad en un mito que, como tantos otros, y a pesar de los importantes trabajos realizados por arqueólogos e historiadores contemporáneos, resulta, todavía hoy, muy difícil de erradicar.

Vayamos primero con la leyenda. Escribe uno de los primeros historiadores de nuestra provincia, Trifón Muñoz y Soliva, lo siguiente sobre la princesa Zaida: “Este vigesimosético [sic; se está refiriendo al monarca Alfonso VI] sucesor de Pelayo fue el primero que tremoló la cruz en el castillo y alcázar de esta ciudad de Cuenca a los trescientos sesenta y ocho años de apoderarse de ella Taric ben Zeyad. El motivo de esta ocupación pacífica, ved cual fue. Viudo D. Alfonso VI de Doña Berta, según Ferreras, y de doña Constanza [se refiere ahora a Constanza de Borgoña, segunda esposa del monarca, hija del príncipe Roberto I de Borgoña; la otra, doña Berta, fue una casi desconocido dama que, originaria de la Toscana, era hija, según algunos autores, de Amadeo II de Saboya], según Mariana, y deseando contraer matrimonio, para dar sucesión varonil al trono de León y de Castilla; sabiendo que Aben Amed II, rey moro de Sevilla, el más poderoso de los agarenos, tenía una hija llamada Zaida, de singular hermosura, le solicitó en matrimonio si accedía a hacerse cristiana. Estos enlaces entre moros y cristianos no eran del todo raros. María, madre de Abderramán III, era hija de padres cristianos; que Alonso V ofreció su hermana Teresa a Obeidala, walí de Toledo, ya queda referido, y de que los moros aceptasen la religión cristiana, aún sin conveniencias temporales, poco antes se mostró  el ejemplo de Casilda, hija de Almamun, rey moro de Toledo que, contra la voluntad de su padre y familia, se convirtió al cristianismo y fue portento de santidad. La princesa Zaida acogió benévolamente la proposición del rey de Castilla, y su padre, por la consideración de emparentar con el más poderoso de los cristianos, vino también en el matrimonio, y para dar más realce a su huija, la dotó con las ciudades de Uclés, Huete, Cuenca, Alarcón, Consuegra, Amasatrigo y otras poblaciones; y por este concierto D. Alonso VI entró en posesión del territorio conquense.” Y a continuación, el mismo escritor defiende su teoría contra las críticas de otros historiadores, y contra las crónicas medievales, de tal forma que, para muchos conquenses de hoy en día, el asunto de la primera cristianización de nuestra ciudad, e incluso de gran parte de la actual provincia de Cuenca, se reduce sólo a una cuestión amorosa, matrimonial incluso, en la que no tiene cabida la más alta política.


Desde luego, no es mucho lo que conocemos sobre la realidad histórica de la mal llamada princesa Zaida, o Zayda, en la grafía más propia de sus hermanos de religión musulmana. Y más sobre sus primeros años de vida. Parece ser que era hija, o sobrina según algunos autores, de Al-Múndir al-Háyib 'Imad ad-Dawla, emir que era en aquel tiempo de las taifas de Denia y de Lérida, y quien, a su vez, era hijo del famoso Al-Muqtadir, rey de la taifa de Zaragoza. En alguna de aquellas dos ciudades debió nacer, en algún momento de los años sesenta del siglo XI, educada en el refinamiento de una corte que había sido capaz de levantar edificios tan hermosos como la Aljafería, en la misma ciudad del Ebro, actual sede de las Costes de Aragón. A muy temprana edad fue casada con Abu Nasr al-Fath al-Ma'mun, gobernador de la ciudad de Córdoba, puesto allí por su padre, el rey Muhámmad al-Mutámid, el llamado Aben Ahmed por Trifón Muñoz y Soliva. Así pues, podemos empezar a desmitificar la leyenda de la supuesta princesa atendiendo a su genealogía: nuestra Zayda no fue la hija, sino la nuera, de este importante monarca, el mismo que, ya lo veremos, va a ser el culpable de la llegada a la península de la peligrosa tribu de los almorávides.

Es ahora, en este momento del relato, cuando debemos hablar de la figura de Muhámmad al-Mutámid -Abu l-Qásim al-Mu‘támid ‘alà Allah Muhámmad ibn ‘Abbad, que ese es su nombre completo, según las costumbres musulmanas-, quien en ese momento era el rey de la poderosa taifa de Sevilla, desde que sucediera en el trono a su padre, Muhámmad al-Mu‘tádid -no se debe confundir al padre con el hijo, a pesar de que los nombres respectivos apenas se diferencian en una sola letra-. Nacido en Beja, una importante ciudad del sur de Portugal, que hasta allí se extendían en aquellos tiempos el territorio dependiente del importante reino musulmán, en el año 1040 de la era cristiana, sucedió a su padre en el trono de la ciudad del Guadalquivir en 1069, y dos años después de haberse asentado en el mismo, logró anexionar a su reino la vecina taifa de Córdoba, la antigua capital del califato, y que, quizá por eso mismo, había sido la última en incorporarse a ese extraño rompecabezas político y social que fueron los reinos de taifas. Por aquella época, la taifa de Córdoba había estado sumida en una guerra civil entre el llamado Abd al-Rahman de Córdoba -no confundir tampoco con ninguno de los califas omeyas de este nombre que anteriormente habían gobernado todo el califato- y su hermano, Abd al-Malik ben Muhammad al-Mansur, quien un año antes había salido victorioso del entrentamiento, convirtiéndose así en el tercer rey de esta taifa, de muy corta duración. Al-Murámid colocó en el gobierno de la ciudad a su hijo, el ya citado Fath al-Ma'mun. De esta forma, la mal llamada princesa Zayda se convertía en la nueva reina de la taifa cordobesa.

 La instalación en el trono cordobés del esposo de la joven princesa, calificada como de una mujer hermosa en todas las crónicas de la época, enfureció al rey de la taifa toledana, Yahya ibn Ismail al-Mamun, de cuyo origen conquense ya hemos hablado en alguna entrada anterior de este mismo blog (ver, entre otras: “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de junio de 2021; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Y lo hizo hasta el punto de que no dudó en apoyar militarmente al diletante Ibn Ukkasha, quien se había revelado en 1072 contra el propio al-Ma’mún. Éste logró apoderarse de la ciudad y, según algunas versiones, el esposo de nuestra protagonista fue asesinado en el transcurso de la revuelta. Comenzaba entonces una nueva guerra civil entre las tropas de al-Mutámid, eacuya corte había pasado a refugiarse la propia Zayda, ahora convertida en una joven viuda, y las del rey toledano, que durante un breve tiempo pasó a regir la taifa en la antigua capital del califato. Así sería hasta 1078, cuando el monarca sevillano logró recuperar los territorios que habían sido de su hijo, un amplio teritorio que abarcaba todo el espacio contenido entre los valles del Guadiana y del Guadalquivir.


Allí, en la vieja Ishbiliya, la Sevilla de los musulmanes, Zayda permanecería durante algunos años más. Hasta su posterior traslado a Toledo, la capital del nuevo reino cristiano de Alfonso VI. Durante ese tiempo habían pasado muchas cosas: la llegada a la península de los almorávides, llamados a ella por el propio al-M utámid; la batalla de Zalaca, o de Sagrajas, en la que éstos, apoyados por los reinos taifas de Sevilla, Granada y Badajoz, derrotaron a las tropas combinadas de Alfonso VI y del rey aragonés, Sancho Ramírez; el regreso a África del emir almorávide, Yúsuf ibn Tašufín, lo que aprovecharon los reyezuelos hispanoárabes para envolverse de nuevo en sus tradicionales disputas entre ellos; el regreso de éste a la península, en un nuevo enfrentamiento que ya no estaba dirigido sólo contra los cristianos, sino también contra sus hermanos de religión,…

Es en este punto donde se precipitan los acontecimientos. Los almorávides, que ya habían tomado las ciudades de Málaga y de Granada, se dirigieron después hacia las dos importantes ciudades de la taifa sevillana. Algunas crónicas contradicen la versión anterior, afirmando que es en este momento cuando va a producirse la muerte de al-Ma’mun. Según esta versión, éste se había mantenido durante todo el año en Sevilla, en compañía de su esposa y de su padre hasta que éste último, acosado por los almorávides, le encomendó la defensa de la antigua capital del califato, con el fin de facilitar que él pudiera mantener las posiciones en la propia capital sevillana. Para ello, quiso poner antes a salvo a su esposa, Zayda, y a los hijos de ambos, enviándolos, bajo la protección de sesenta caballeros, al castillo de Almodóvar del Río. Y mientras tanto, el propio Alfonso VI, en 1091, que para entonces ya estaba cobrando las parias del rey de Sevilla, no dudó en enviar a un ejército a aquel castillo, a las órdenes de su teniente, Minaya Álvar Fáñez. Para entonces, la taifa sevillana ya había caído en manos de los almorávides, que el año anterior ya habían conseguido deponer a al-Mutámid, y enviarlo al exilio, donde falleció en 1095, en la ciudad de Agmat, muy cerca de la capital almorávide, Marrakesh.

La batalla se saldó con una aplastante victoria de las tropas del emir almorávide, y los cristianos, derrotados no tuvieron más remedio que retirarse de regreso hacia tierras castellanas. En aquel momento, la propia Zayda había quedado sin la protección de sus familiares más cercanos. Su esposo, si no lo había hecho mucho tiempo antes, durante la rebelión de Ibn Ukkasha, había muerto en la batalla, y su suegro, su gran valedor en los años anteriores, se encontraba exiliado en tierras africanas. Es fácil comprender la terrible sensación de soledad que asolaba a la todavía joven viuda mientras cabalgaba de camino hacia Toledo, que ahora cabalgaba hacia el norte, en compañía de los únicos protectores que ahora tenía, devotos de una religión que a ella aún le resultaba extraña. Nada cuentan las crónicas ya sobre el destino de los hijos que Zayda había tenido con al-Ma’mún, pero no cabe duda de que éste es el origen de un mito que ha venido a repetirse hasta la saciedad para explicar el motivo por el que la ciudad de Cuenca, como otra parte importante del territorio, pasó por primera vez a manos cristianas. Sin embargo, esta realidad histórica no ayuda demasiado a entender, en todos sus detalles, el proceso histórico de ese traspaso de tierras a manos crisitianas. En este caso, es Miguel Jiménez Monteserín quien da la clave de lo que pudo pasar realmente, en el transcurso de una colaboración con la cadena SER, en su emisora conquense:

“Cierto es que bien pudo el rey de Sevilla hacer al castellano alguna oferta compensadora del auxilio demandado que le decidiera finalmente a prestarlo, pero no lo es menos que, además de pagarle las parias atrasadas, mucho más a su alcance estaría brindarle la posesión de tierras cercanas a los dominios de ambos y no tan alejadas y extensas que tampoco resulta demasiado creíble perteneciesen a Al-Motamid. Hay una imprecisa noticia de que éste, después de recuperar Córdoba, que Al-Mamun de Toledo le había arrebatado, conquistó en septiembre de 1078 "todo el país toledano que se extendía entre el Guadalquivir y el Guadiana". Es posible que de entonces le viniera el control sobre parte del suelo de la luego llamada "dote" de su nuera, pero más lógico parece pensar, sobre todo en lo que concierne a las tierras del área conquense, a las que tampoco se hace demasiada referencia en la somera descripción aludida que, tratándose antes del patrimonio familiar de los Beni-Dhil-Nun, hallándose el rey de Valencia Al-Qadir bajo la tutela del Cid hasta su muerte, ocurrida en 1092, bien pudo ser la vía indirecta de su sometimiento a Alvar Fáñez, sobrino del Campeador, y constante sostén del antiguo monarca toledano, lo que las pondría bajo el pasajero control de los castellanos, dueños ya del área alcarreña al norte del Tajo”.

La historia posterior de nuestra protagonista es mejor conocida, aunque no faltan tampoco algunas contradicciones entre los diferentes cronicones que tratan sobre esta época lejana de nuestra historia: Zayda, bautizada al cristianismo y bautizada con el nombre de Isabel, terminaría por convertirse en la nueva reina de León, después de haber contraído matrimonio con el propio Alfonso VI. Resumiendo aquellas viejas crónicas, podemos citar aquí lo que, respecto a su matrimonio con el monarca castellano, se puede leer en alguna de esas enciclopedias de acceso libre, que pueden encontrarse en la red: “No queda claro en las fuentes si Zayda fue concubina, esposa o ambas cosas, primero concubina y después esposa. En la crónica De rebus Hispaniae, del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, se cuenta entre las esposas de Alfonso VI. Pero la Crónica najerense y el Chronicon mundi indican que Zaida fue concubina y no esposa de Alfonso VI.​ La hipótesis de que Alfonso VI se había casado con Zaida ya ha sido también rechazada por Menéndez Pidal y por Lévi-Provençal. Otras fuentes dicen que Zaida se acomodó en la corte leonesa, renunció al islam, y se bautizó en Burgos con el nombre de Isabel. Sin embargo, no solo conservó todas sus costumbres, sino que las difundió e introdujo nuevos y frescos aires culturales de la sociedad musulmana. El arabista Ángel González Palencia escribe que la corte de Alfonso VI, casado con Zaida (sic), parecía una corte musulmana… Según Jaime de Salazar y Acha, seguido por otros autores, entre ellos, Gonzalo Martínez Díez, contrajeron matrimonio en 1100 tras enviudar Alfonso de la reina Berta, quedando legitimado el hijo de ambos, que se convirtió en príncipe heredero del reino cristiano. ​ Para Salazar y Acha, Zaida y la cuarta esposa del rey, Isabel, son la misma persona … y también sería la madre de Elvira y de Sancha Alfónsez. Otra razón que esgrime el autor es el hecho que poco después de la boda del rey con Isabel, el infante Sancho comienza a confirmar diplomas regios y de no ser la nueva reina Zaida, no hubiera consentido el nuevo protagonismo de Sancho en detrimento de sus posibles futuros hijos. También cita un diploma en la catedral de Astorga del 14 de abril de 1107, donde el rey concede unos fueros y actúa cum uxore mea Elisabet et filio nostro Sancio”. Y a continuación cita a otros autores que, en un sentido o en otro, dan también su opinión sobre el tema.

Concubina o esposa, lo que sí está claro es que nuestra Zayda fue la madre del príncipe Sancho Alfónsez, el único hijo varón que tuvo el monarca castellano-leonés, destinado a heredar el trono de los dos reinos cristianos. Éste debió nacer a finales del año 1094, o en los primeros meses del año siguiente. Si hemos de valorar las costumbres de la época, y a pesar del gran amor que su padre tuvo siempre por su único hijo varón, tal y como reflejan las crónicas, resulta difícil llegar siquiera a imaginar que éste podría haber llegado a convertirse en el único heredero a la corona, de no haber existido un matrimonio anterior, entre el monarca y su amante, que lo legitimara. Pero el destino, muchas veces cruel, terminaría por aliarse en contra del ya viejo monarca. En el año 1108, las tropas cristianas, al mando del propio Sancho, todavía niño, y bajo la protección de los principales magnates castellanos, se enfrentaron junto a las murallas del castillo de Uclés al nuevo emir almorávide,  Alí ben Yusuf. El resultado de la batalla también es bien conocido por todos: la muerte del príncipe, y de gran parte de esos magnates castellanos, los siete condes de las crónicas, que no pudieron hacer nada para evitar la muerte del joven heredero, y la caída, otra vez en manos de los musulmanes, de todas aquellas plazas que habían formado parte de la dote de Zayda.

Tal y como se ha dicho, además del propio Sancho, Zayda y el monarca castellano-leonés tuvo dos hijas más: Sancha Alfónsez, esposa que llegó a ser de Rodrigo González de Lara, miembro destacado de una de las más importantes familias del reino, quienes fueron a su vez los padres de, Elvira Rodríguez, futura condesa de Urgel por su matrimonio con el conde Ermengol VI; y Elvira Alfónsez, quien, sería reina consorte de Sicilia y condesa de Apulia, por su matrimonio con Roger II. Fallecida hacia el año 1101, o el 1107 según otros autores, la mal llamada princesa Zayda -reina más que princesa, primero de Córdoba, todavía musulmana, y después, ya cristiana, de Castilla y de León- fue enterrada en el coro bajo del monasterio real de San Benito de Sahagún, junto a su hijo Sancho, y bajo una sencilla lápida de piedra. Pero hasta después de su fallecimiento, nuestra protagonista no se vería despojada de la polémica historiográfica, esta vez provocada porque no es una, sino dos, las sepulturas que se conservan con el nombre de la reina. La lápida conservada todavía en el monasterio de Sahagún contiene la inscripción siguiente: “.UNA LUCE PRIUS SEPTEMBRIS QUUM FORET IDUS / SANCIA TRANSIVIT FERIA II HORA TERTIA / ZAYDA REGINA DOLENS PEPERIT”. Sin embargo, otra lápida, conservada ésta en el Panteón de Reyes de la iglesia de San Isidoro de la capital leonesa, contiene el siguiente epitafio: H. R. REGINA ELISABETH, UXOR REGIS ADEFONSI, FILIA BENAUET REGIS / SIVILIAE, QUAE PRIUS ZAIDA FUIT VOCATA. ¿Cuál de las dos hace referencia a nuestra protagonista? ¿Fue trasladado su cuerpo, después de su fallecimiento, a la capital leonesa, dejando abandonada en Sahagún la primera lápida que había cerrado su primera sepultura?

He intentado resumir en esta entrada la historia real, muchas veces envuelta en la polémica y el debate entre historiadores, de la mal llamada princesa Zayda, o de Isabel, reconvertida ahora en reina de Castilla y de León; o, en todo caso, de la madre del que hubiera sido nuevo monarca de ambos reinos cristianos, si no lo hubiera evitado la tragedia que, a principios del siglo XII, había abatido a la familia real, a los pies del castillo de Uclés. Una historia que se esconde entre las leyendas de antiguos cronicones medievales, hasta el punto de que, todavía hoy en día, resulta complicado para los historiadores separar esa historia de la leyenda y el mito. Abundan, así, las teorías contrapuestas, desde Pelayo de Oviedo hasta Rodrigo Jiménez de Rada, desde Lucas de Tuy a Ibn Adari, el autor de la crónica titulada Al-bayan al-mugrib, una texto sobre la historia de la España musulmana, que había sido escrita en Marruecos a principios del siglo XIV, y que, descubierta en una mezquita de Fez, pudo ser en su momento traducida por el arabista Évariste Lévi-Provençal; una obra que, hoy en día, es considerada por los especialistas como la fuente más fiable sobre la vida de nuestra protagonista. Pero una cosa es cierta: Zayda, más allá de la leyenda, es un personaje histórico, cuya historicidad debe ser puesta en valor si queremos conocer mejor a esa dama, tan importante para la historia de Cuenca. Por otra parte, cada vez son más los especialistas que la identifican con aquella reina Isabel, de origen desconocido, la que fue madre del único hijo varón que tuvo el monarca, y cuya muerte, en los primeros años del siglo decimosegundo, en aquellos años tan convulsos y sangrientos de la Edad Media, más allá de la tragedia personal del monarca y de su familia, serviría para cambiar por completo la historia futura de este proceso histórico al que se le ha llamado la Reconquista.



jueves, 29 de diciembre de 2022

Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca

 

Si la investigación histórica es, sobre todo, acudir a los documentos de archivo, y si después se trata de interpretar esos documentos en base a unos conocimientos propios, adquiridos por el historiador a partir de su propia experiencia personal como estudioso de una materia concreta, uno de los más destacados historiadores conquenses es, sin duda alguna, Pedro Miguel Ibáñez, por más que su campo de estudio sea la historia del arte. Gran especialista en el arte conquense del Renacimiento, especialmente de la pintura, a la que dedicó su tesis doctoral, que publicó más tarde en tres gruesos volúmenes con la ayuda de la Diputación Provincial de Cuenca, y a la que dedicó también varios libros posteriores, que fueron editados por la misma Diputación y por la Universidad de Castilla-La Mancha. En los últimos años, su campo de investigación principal, sin dejar de lado otros temas relacionados con el arte, es el urbanismo de la capital conquense, tanto desde el punto de vista puramente histórico y artístico, como en lo que se refiere a su plasmación y reflejo en el urbanismo actual de la ciudad. Desde ese punto de vista son especialmente interesantes los textos que en su momento dedicó a las dos vistas que Anton van den Wyngaerde realizó de nuestra ciudad.

En los últimos años, una de sus principales líneas de investigación se refiere a la puesta en valor del estilo barroco como estilo propio y caracterizador del casco antiguo de Cuenca. En esta línea se enmarcan los libros que, bajo el título colectivo de “Cuenca ciudad barroca”, cuentan con la coedición del Consorcio Ciudad de Cuenca y de la Universidad de Castilla-La Mancha. Con un importante aparato fotográfico y documental, ya han llegado a las librerías conquenses los dos primeros volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico” y “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”. La serie, por otra parte, y según el plan general de la obra, contará con dos volúmenes más, cuya aparición se producirá en los próximos años.

En ambos libros, el autor ha revisado una gran cantidad de documentación, procedente de los distintos archivos conquenses, y a la vista de la ciudad actual, de lo que de la ciudad barroca ha llegado hasta el urbanismo más reciente, ha interpretado esos documentos de una manera diferente, resolviendo dudas y haciendo desaparecer innumerables mitos sobre el pasado de nuestra ciudad, mitos que, en este campo de la historia como en otros, se han venido sucediendo de generación en generación, hasta el punto de que ahora resulta casi imposible eliminar.

Ya desde el título, el primero de los volúmenes de la serie resulta bastante clarificador sobre cuáles son sus intenciones. El entorno de nuestra Plaza Mayor es, nadie lo duda, un espacio eminentemente barroco, en el que destacan los dos edificios más representativos del poder eclesiástico y del poder civil. Tanto la catedral, especialmente en su torre, hundida en 1902 y ya nunca recuperada, como en su fachada, que al contrario de lo que aún piensan muchas personas nunca se hundió, sino que fue desmontada piedra a piedra para llevar a cabo el sueño neogótico de un arquitecto iluminado, como el propio ayuntamiento, en el lado opuesto de la plaza, son edificios barrocos. El segundo, plenamente barroco, desde luego, proyectado desde sus cimientos en el siglo XVIII para sustituir a unas casas consistoriales anteriores, renacentistas, en parte muy parecidas al de San Clemente, que todavía se conserva. El primero, en realidad, como una pantalla barroca colocada entre los siglos XVII y XVIII para hacer olvidar que la nuestra es la primera de todas las catedrales góticas levantadas en la península Ibérica.

No son estos, sin embargo, los únicos edificios barrocos que se conservan en el entorno de la catedral. A un lado, haciendo esquina con la propia catedral, se encuentra el convento de las madres justinianas, conocidas en nuestra ciudad como las Petras, porque la iglesia está puesta bajo la advocación del primero de los apóstoles, del primero de los papas. Y a otro lado, ya en la calle Pilares, la única de las calles que conserva el rasante original de aquellas calles que un día conformaron ese espacio cerrado, oprimente, que rodeaba a la catedral, aquel espacio que un día se abrió para dar más prominencia urbana al entorno catedralicio, las llamadas casas del Chantre, o del conde de Priego.

Y es que el entorno de la Plaza Mayor, es, probablemente, el que más ha ido cambiando a través de los siglos. Primero, durante la Edad Media, tal y como se ha dicho, un conjunto de calles estrechas y mal ventiladas, que fueron abiertas a partir del siglo XVI, con el fin de dar un mayor realce tanto a la catedral como al nuevo ayuntamiento, que entones se estaba construyendo. Un ayuntamiento, por cierto, que entonces no tenía la misma distribución que tiene ahora, sino que se encontraba en uno de los lados alargados de la plaza. Hay que tener en cuenta que en aquella época, la actual Anteplaza no existía, sino que estaba unida sin solución de continuidad con la propia Plaza Mayor, y que no fue hasta el siglo XVIII, con el nuevo proyecto de las casas consistoriales, cerrando uno de los lados completamente a través de tres arcos que permiten el paso de personas y de carros -actualmente también del tráfico rodado- por debajo del conjunto arquitectónico, cuando fue dividido el espacio entre dos pequeños espacios urbanísticos diferenciados.



En el segundo tomo de la serie, “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”, el autor nos da un paseo urbanístico y arquitectónico por la parte alta de la ciudad, empezando, tan y como se afirma desde el título, en el convento de carmelitas, y acabando, ya en la ciudad media, en la recién restaurada y rehabilitada Casa del Corregidor. Así, en el primer capítulo nos hace un recorrido por las diferentes fases constructivas del edificio que un día albergó al convento, y que hoy alberga a la Fundación Antonio Pérez, después de haber servido también temporalmente como sede del vicerrectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha y de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Y es que la construcción del edificio contó con diferentes fases sucesivas, desde la donación a las monjas de un primer solar, por parte del canónigo Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso “Tesoro de la Lengua”, hecho que permitió la instalación definitiva de una comunidad que había llegado desde Huete a la capital poco tiempo antes. Aboga el autor porque la llamada “casa de la demandadera” sea rebautizada como la “casa de Covarrubias”, en homenaje al religioso que hizo posible la instalación de las monjas en un lugar tan emblemático, y da un nombre como posible autor de las trazas del convento, si no de la propia construcción del mismo: fray Alberto de la Madre de Dios, el mismo que realizaría poco tiempo después el convento de mercedarios, edificio al que está destinado otro de los capítulos del libro.

La iglesia de San Pedro, con su hermosa capilla de San Marcos y el cercano palacio de Toreno, con el que tanto tiene que ver tanto la capilla como la propia iglesia en su conjunto, y la casi anexa al palacio capilla de la hermandad de la Epifanía, conforman el segundo capítulo del libro. Es de resaltar aquí la enorme originalidad de la iglesia, una de las más hermosas de Cuenca, con su planta circular enmarcada en un hexágono. En base a los documentos conservados, el autor duda de la autoría que otros autores han dado por segura, la de José Martín de Aldehuela, a quien, por otra parte, ha sido habitual en los últimos años atribuir la restauración de todas y cada una de las iglesias que fueron rehabilitadas a lo largo del siglo XVIII, y que habían sufrido, en mayor o en menor medida, graves desperfectos durante la Guerra de Sucesión. También den este caso el autor de la obra, Fray Vicente Sevila, en base al escudo que se halla en la portada de la iglesia, un escudo que corresponde al obispo Flórez Osorio, de quien el religioso era el arquitecto de cámara.

Descendiendo de la acrópolis de la ciudad llegamos a la iglesia y colegio de religiosos jesuitas, que se habían instalado también en la ciudad en el siglo XVI, pero que realizaron algunas obras de importancia en las dos centurias siguientes. Más allá de algunos muros y de sendas portadas muy deterioradas, casi nada es lo que queda ya en pie del antiguo edificio, transformado ya hace algunos años en simple depósito de agua, y en otros más recientes en aparcamiento de vehículos. Quizá nos pueda parecer un tanto extraño el espacio que Pedro Miguel Ibáñez le dedica a este edificio, cuando todos habíamos pensado que se trata de un edificio renacentista. Sin embargo, afirma el autor lo siguiente: “El desaparecido templo de los jesuitas de Cuenca le debe casi tanto al Barroco como al Renacimiento. Avanzando el segundo cuarto del siglo XVIII constan intervenciones importantes en la iglesia, tanto en el continente como en el contenido. A más importante de que tenemos noticia es el alargamiento de la capilla mayor, datado en la segunda mitad de los años cuarenta”.

A partir de ahí el autor, y nosotros, lectores, con él, da un amplio salto sobre la plaza mayor, a la que, como hemos visto, ya había dedicado íntegramente el primer volumen de la obra, para acercarnos a la plaza de la Merced, llamada entonces, por lo que se verá, la plaza del Marqués, en las que se encuentran, a pesar de sus pequeñas dimensiones, dos de los edificios barrocos más importantes de la ciudad: el convento de religiosos mercedarios y el seminario de San Julián. Al primero dedica el autor el siguiente capítulo. Los mercedarios se habían instalado varios siglos antes extramuros de la ciudad, al lado del camino real de Madrid, y en un lugar conocido, entonces y ahora, como La Fuensanta. No gustaba, sin embargo, demasiado el lugar a sus habitantes, que en repetidas ocasiones habían solicitado un lugar dentro de la ciudad al que poder trasladarse. Un lugar que obtuvieron a finales del siglo XVII, cuando doña Nicolasa Manrique de Mendoza Acuña y Manuel, marquesa de Cañete en ese momento, cedió a los monjes lo que hasta entonces constituían los “palacios nuevos” del marqués, entre la plaza y la hoz del Júcar, para que construyeran allí su nuevo edificio conventual. Poco o nada necesitaba ya la marquesa el edificio, pues hacía ya mucho tiempo que la familia, como otras muchas familias nobiliarias de Cuenca, se habían trasladado a Madrid, donde estaba instalada la corte y por lo tanto tenían más posibilidades de promoción, y donde habían edificado ya un nuevo palacio, en la misma calle Mayor, muy cerca, por lo tanto, del alcázar de los Austrias. Pero el autor le sirve el capítulo, además, tal y como hace en otros libros suyos, para adentrar al lector en un entramado urbanístico y palaciego, casi una ciudad dentro de la propia ciudad, que era particular y propio de una familia, la de los Hurtado de Mendoza, que además de marqueses de Cañete habían obtenido también el título de guardas mayores de la ciudad, y que ostentaban de forma hereditaria, en oposición, algunas veces, con los propios regidores de la ciudad, y hasta con el propio obispo de la diócesis.

Y junto al convento de la Merced, el seminario de San Julián, construido en el siglo XVIII a instancias del obispo José Flórez Osorio, para sustituir a los dos edificios que anteriormente habían servido para tales fines: el colegio de Santa Catalina, junto a la iglesia de Santa Cruz, y unas casas, hoy desaparecidas, que se encontraban a espaldas de la iglesia de San Pedro, junto al citado convento de carmelitas. Un edificio bastante conocido, construido a lo largo de tres fases sucesivas, a cuyo conocimiento el autor aporta algunos datos nuevos procedentes de archivo.

Finalmente, el último capítulo de esta segunda entrega lo dedica el autor a una obra de carácter civil, la Casa del Corregidor, aunque para comprender mejor algunos aspectos de su construcción, no deja de lado la construcción que se encuentra junto a él, el mal llamado palacio de los Clemente de Aróstegui. Y es que, tal y como demuestra el doctor Ibáñez, la construcción de este palacio no se debe a esta importancia fami9lia, procedente del pueblo de Villanueva de la Jara y llegada a la ciudad ya en el siglo XVIII, sino a doña Quiteria Salonarde, con cuyos descendientes emparentaron más tarde los Aróstegui, y que era poseedora de una de las cabañas ganaderas más importantes de la ciudad. También en este caso, el autor aporta documentación suficiente para eliminar la tradicional atribución que en la historiografía se ha realizado en favor de Martín de aldehuela, proporcionando además un nombre diferente a su autoría: Luis de Artiaga. Y también aporta documentación suficiente para demostrar que, además de las habitaciones privadas del representante del monarca en la ciudad y de las cárceles reales, el edificio tuvo temporalmente un tercer uso, hasta ahora desconocido: las carnicerías de la ciudad.

Hasta aquí, los dos tomos publicados ya sobre el Barroco en Cuenca. En los próximos años llegarán nuevas entregas sobre el tema. Recordamos aquí las palabras con las que el propio Pedro Miguel iniciaba, a modo de introducción, el primer volumen de la magna obra: “Cuenca recibe en 1996 la distinción de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Tal vez por eso resulte más llamativa la peculiar relación que en esta ciudad ha existido y existe sobre el patrimonio histórico artístico y el público del arte. En pocos casos similares se desvela como el establecimiento de una cierta mirada llega a determinar la conservación y el disfrute de todo un legado cultural. De tal manera, el engendramiento de una abundante literatura, de signo poético por lo general, no ha sido acompañado por una reflexión equivalente sobre su esencia monumental y artística. Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto. El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta en valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propios.”





domingo, 25 de abril de 2021

La Guerra de la Independencia en Cuenca, vista desde el lado de la prensa francesa

 

            En diferentes ocasiones, antes yo he escrito sobre distintos aspectos relacionados con la Guerra de la Independencia en estas tierras de la provincia de Cuenca, pero siempre le había hecho desde el punto de vista de los patriotas españoles. En esta ocasión, voy a hacerlo desde el punto de vista de la prensa francesa, y sobre todo, desde el propio Estado Mayor del ejército napoleónico, gracias a un ejemplar de uno de los periódicos de ese país vecino, “Le Moniteur Universel”, que he podido encontrar recientemente. Se trata del número 348 de dicha publicación, correspondiente al domingo, 3 de diciembre de 1812. Publicado en París, e impreso, tal como aparece al pie de su última página, en la imprenta de H. Agasse, que estaba situada situada en el número 2 de la calle Poitevisn de la capital francesa, el ejemplar consta un total de cuatro páginas del tamaño que ha venido a llamarse tabloide, aunque un poco más extenso en su longitud (28 x 46 cm.), formada cada una de ellas por un total de tres columnas, y es en la tercera columna de su primera página, después de una serie de informaciones que nos llevan a diversas ciudades europeas (Constantinopla, Bucarest, Viena, Berlín, Cassel), donde aparece la referencia a la situación en la que en ese momento se encontraban las tropas francesas que, con el propio rey José I a la cabeza, se encontraban en ese momento atravesando, desde tierras valencianas, la provincia de Cuenca, en dirección a la ciudad de Madrid.

            En realidad, se trata de tres documentos oficiales, tres despachos remitidos por el jefe del Estado Mayor del ejército de José I, el general Jeán-Baptieste Jourdan, al ministro de la Guerra de Francia, Henri Clarke, duque de Feltre, informándole de los movimientos quehabía dado el ejército francés en los días anteriores, entre el 20 de octubre y el 9 de noviembre de ese año: Los tres documentos están fechados respectivamente en Cuenca, Madrid y Salamanca, y a ellos nos vamos a referir en tres entradas sucesivas de este blog. Y sin más preámbulos, nos vamos a ocupar ya del primero, que está fechado en Cuenca el 25 de octubre. Dice lo siguiente el documento en cuestión:

“París, 12 de diciembre

Ministerio de Guerra

Ejércitos de España

Extracto de los despachos dirigidos a Su Excelencia. Señor duque de Feltre, Ministro de Guerra, por el Señor Mariscal Jourdan, Jefe del Estado Mayor de Su Majestad Católica.

Cuenca, 25 de octubre de 1812

Como tengo el honor de anunciarlo a Vuestra Excelencia según mi carta del 18, el rey salió de Requena el 19 para ir a Villalgordo.

El día 20, Su Majestad instaló su cuartel general en La Pesquera. El paso del Cabriel es tan difícil que la noche del día 21 no se reunieron todas las tropas en La Pesquera. El día en que el rey llegó a La Pesquera con su guardia, la división del general Treillard se reunió con la del general Darmagnac en Campillo de Altobuey; la división del general Palombini se había quedado en el Cabriel, para proteger el paso de las tropas.

El día 21, el rey se dirigió con su reserva a Campillo de Altobuey; las divisiones Treillard y Darmagnac fueron a Almodóvar del Pinar; la división Palombini permaneció en La Pesquera para reunir a todas las tropas. El día 22, el rey instaló su cuartel general en Solera (de Gabaldón), las divisiones Treillard y Darmagnac se trasladaron hacia Olmeda de las Valeras; la división Palombini llegó a Almodóvar del Pinar.

El día 23, la división de Treillard avanzó sobre Villar de Olalla, la reserva se dirigió a Valera de Arriba; la división de Palombini fue a establecerse en Valera de Abajo, y el rey llegó a Cuenca, con los caballos ligeros de la guardia y la división Darmagnac.

Su Majestad encontró aquí al conde de Erlon, que había llegado allí el día 20 con la división del general Barrois, una batería de cuatro piezas y la 27ª de cazadores a caballo y 7ª de caballería ligera. El conde Erlon, en su marcha, se encontró ante él con las tropas de Bassecourt, capturando a veintidós jinetes en el combate que su caballería mantuvo con él en Valverde (de Júcar); al llegar a Cuenca, el conde de Erlon encontró allí al Empecinado, que parecía querer defender la ciudad, pero el enemigo fue rápidamente expulsado.

El día 24 llegó a Cuenca la reserva y la división del general Palombini; ese mismo día el rey encomendó el mando principal del ejército del centro al general Erlon.

El conde de Erlon comenzó, desde ayer, a poner en movimiento a las tropas del ejército del centro. Mañana, la división Darmegnac estará en Huete, la del general Barrois estará en Carrascosa (del Campo), con la brigada de caballería ligera; la división de dragones, comandada por el general Treilard, también estará en las cercanías de Carrascosa. La división Palombini partirá mañana por la mañana de aquí, para regresar a Horcajada (de la Torre), donde Su Majestad se propone pasar la noche; y la reserva no podrá salir hasta mañana por la noche desde Cuenca, donde está muy ocupada recolectando alimentos, pero llegará pasado mañana a Carrascosa, donde Su Majestad se propone establecer su cuartel general.

El rey ha recibido noticias del duque de Dalmacia; fue el día 20 en Belmonte, pero la retaguardia de su ejército aún no había pasado La Roda. El duque de Dalmacia anunció que el general Hill iba hacia Aranjuez. En el lado de Tarancón hay un cuerpo de tropas españolas a las órdenes del general Elliot. Aún no sabemos dónde está Ballesteros, y no tenemos noticias del ejército de Lord Wellington, por lo que aún no es posible predecir si el enemigo defenderá la línea del Tajo.

El Empecinado se ha retirado a Priego.

Firmado, Jourdan”.

            Para comprender mejor la letra del documento, inédito hasta la fecha, conviene hacer una pequeña referencia histórica a todos los personajes que son mencionados en el escrito, así como a la situación real en la que en ese momento se encontraba la guerra entre franceses y españoles. Así, nos encontramos ya en el último trimestre de 1812, en el mes de octubre de ese año (aunque el periódico está fechado a mediados de diciembre, como vemos, el escrito lleva fecha de 25 de octubre, y hace referencia a los sucesos acaecidos durante las cinco jornadas anteriores),  cuando la situación ya había dado un cierto giro en favor de las tropas españolas. En el verano de ese año, después de la victoria de los aliados en la batalla de Arapiles, el propio rey José I se había visto obligado a abandonar Madrid al frente de sus ejércitos, y dirigirse en dirección a Valencia, dejando la capital abandonada, en manos de los ingleses y de los patriotas españoles. Sin embargo, el 3 de octubre se había dispuesto ya la contraofensiva francesa, después de una reunión que el rey intruso mantuvo en Fuente la Higuera con los mariscales Soult, Suchet y Jourdan, éste último jefe del Estado Mayor, y, como tal, autor del despacho. Y ya en los días siguientes, el enorme ejército francés del centro abandonaba definitivamente las tierras levantinas para, a través de la provincia de Cuenca, intentar ocupar de nuevo la capital madrileña.

            Y respecto de los personajes citados en este texto, conviene destacar, sobre todos los demás, las figuras del autor del escrito, el ya citado Jourdan, y del destinatario de aquella misiva oficial, el ministro de la Guerra francés. Jean-Baptiste Jourdan había nacido en Limoges, en el centro de Francia, en la histórica región de Limosin (Nueva Aquitania), en abril de 1762, y se había alistado en el ejército muy pronto, como era normal en aquella época, cuando acababa de cumplir los catorce años, con el fin de servir en la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Participó después en las primeras campañas antimonárquicas, durante la Revolución Francesa. En 1793, cuando apenas había cumplido los treinta años de edad, ya era general de división, y en 1794 participó en la batalla de Fleurus contra las tropas austro-holandesas, que supuso la ocupación por parte de Francia de los Países Bajos Austriacos y la retirada de las tropas aliadas hasta el otro lado del Rin. En los años siguientes participó también en las campañas centroeuropeas, en Italia y en Estiria. Durante la Guerra de la Independencia española fue la mano derecha del rey José I, lo que le indispuso con el resto de los generales principales, más devotos de Napoleón que de su hermano, el nuevo rey de España.

            Por su parte, el receptor del despacho de Jourdan era el propio ministro de la Guerra, Henri Jacques Guillaume Clarke, primer duque de Feltre y primer conde de Hunebourg. De padre irlandés, era de la misma generación que Jourdan, pues había nacido en Landecries, cerca de la frontera con Bélgica, en 1765. Alumno de la Escuela Militar de París, en 1782 era subteniente del regimiento de Berwick, y diez años más tarde mandaba ya un escuadrón de caballería, siendo ascendidos al año siguiente a brigadier, y ya en 1795, a jefe del Estado Mayor del Ejército del Rin. Como Jourdan, también sirvió al emperador en la campaña italiana, y más tarde en la Europa central, enlazando entre 1805 y 1806 los cargos de gobernador en las importantes ciudades de Viena, Erfurt y Berlín. En 1807 fue nombrado por Napoleón ministro de Guerra, en sustitución de Louis-Alesandre Berthier, haciéndose también con el control del ministerio de Administración de Guerra, que durante la etapa de su antecesor había sido independiente. Durante el periodo que se mantuvo al frente del ministerio logró hacer fracasar la Expedición Walcheren, que en 1809 se había pretendido dirigir desde Reino Unido contra la base naval que los franceses tenían en Amberes, y por ello fue premiado por el propio Napoleón con el título de duque de Feltre. Pero será a partir de 1813 cuando Clarke empezaría a ver debilitado su poder, primero con el nombramiento de Pierre Antoine Nöel Bruno como ministro de Administración de Guerra, volviendo así a separarse ambas carteras, y más tarde, ya en 1814, ya durante el reinado de Luis XVIII, con su sustitución al frente del ministerio de Guerra por Pierre-Antoine Dupont de l’Étang.

            Y respecto al resto de los militares nombrados en el documento, vamos a analizar en primer lugar los generales franceses: Anne-François-Charles Treilliard, quien había invadido Portugal en 1810, al frente de una división de dragones, a cuyo frente participó después en las batallas de Majadahonda y Vitoria, antes y después de los hechos narrados en este documento; León Claude Toussoint Barthelemy, barón d’Armagnac, antiguo veterano también de las campañas contra los rusos y los prusianos, distinguido al principio de la guerra en la acción de Medina de Rioseco; Guiseppe Federico Palombini, de origen italiano, veterano de la vieja República Cispadane, y después, de la República Cisalpina, antecedentes directos de lo que más tarde sería el reino unido de Italia, comandante de dragones en el ejército de Napoleón en las batallas de Kolberg y Stralsund, y que terminaría combatiendo, después de 1814, junto a las tropas austriacas; Jean-Baptiste Drouet, conde de Erlon, jefe del noveno cuerpo del ejército de España y. más tarde, a partir de 1811, del quinto cuerpo del ejército de Andalucía, y que mucho tiempo después, entre 1834 y 1835, sería nombrado gobernador general de Argelia;  Pierre Barrois, quien también había participado en la batalla de Friedland al frente de una brigada de infantería de línea; y Jean-de-Dieu Soult, duque de Dalmacia, uno de los más brillantes generales de las tropas napoleónicas, antiguo general en jefe de las campañas italianas del Piamonte, y jefe de la guardia personal del emperador.

            Es precisamente éste último, Soult, duque de Dalmacia, el más importante de todos los generales citados, y el que más veces se repite en el conjunto de los tres escritos. En 1805 había contribuido decisivamente para obtener la victoria en la batalla de Austerlitz, y después de participar activamente en las campañas de Rusia y de Prusiafue nombrado general en jefe de las tropas francesas en España, periodo en el que cometería numerosos actos vandálicos, y entre ellos, el robo de importantes obras de arte e, incluso, el asesinato del obispo de Coria, Juan Álvarez de Castro. Su enfrentamiento con el rey José I le alejó temporalmente de España, participando en ese momento en la campaña del Rin, aunque a partir de 1813, cuando la derrota francesa era ya un hecho, fue puesto de nuevo al frente de las tropas invasoras. Derrotado en Pamplona y en San Sebastián, y más tarde, también, en Orthez, al otro lado de los Pirineos, pudo mantener, sin embargo, la ciudad de Toulouse, deteniendo así el avance de las tropas españolas en el país vecino. Más tarde acompañaría a Napoleón, al frente de su Estado Mayor, en su huida a la isla de Elba, hasta su derrota definitiva en tierras belgas, en la batalla de Waterloo.

Respecto de los aliados, en el documento se menciona varios jefes españoles e ingleses. Respecto a los españoles, la figura de Juan Martín Díez, el Empecinado, quien, como hemos visto, se encontraba en octubre en las cercanías de Cuenca, es suficientemente conocida como para intentar hacer aquí una breve reseña de su figura. Por su parte, al llegar el año 1812, Ballesteros, por su parte, era ya un líder veterano en diferentes campañas por Castilla y Andalucía. Jefe del cuarto ejército, se había opuesto firmemente al nombramiento de Wellington como general en jefe de todos los ejércitos aliados.  Finalmente, Luis Alejandro de Bassecourt, a pesar de su nombre y apellido, y de su origen francés, ya era al inicio de la guerra un veterano del ejército español, a cuyo país venía sirviendo ya desde 1783, cuando se había incorporado a la guardia valona, luchando primero en la Guerra Grande del Rosellón, t más tarde, entre 1796 y 1799, en la Capitanía General de Cuba, que en ese momento estaba regentado por su tío Juan Procopio Bassecourt. Entre 1810 y 1811 había sido, además, capitán general de Valencia, siendo obligado a abandonar la ciudad del Turia por el empuje de las tropas francesas.

Y entre los ingleses, tampoco hace falta presentar a Arthur Wellensley, duque de Wellington, general en jefe de todo el ejército aliado durante los últimos años de la guerra. Además de éste, el documento menciona a Elliot, menos conocido que los otros, y Rowland Hill. Éste último había quedado al mando de la guarnición aliada en Madrid una vez que la capital había sido abandonada por el rey intruso, aunque muy pronto, como se verá en el segundo documento, se vería obligada a evacuarla, durante la contraofensiva francesa, siendo obligado por los enemigos a reunirse con las tropas de Wellington al otro lado del Guadarrama. Por su parte, y respecto al otro general inglés citado, no hemos conseguido encontrar referencia de ningún Elliot con este empleo en el ejército aliado, más allá de un comodoro[1] de la Royal Navy, presente en la península entre 1808 y 1813. También podría tratarse de un error tipográfico o de identificación, cometido bien por el propio Jourdan o, más posiblemente, por el impresor que hubiera copiado el despacho. En ese caso, el documento podría referirse a un brigadier de apellido Ellis, del que sabemos que formaba parte del ejército de Wellington, o, en todo caso, el general español Francisco Javier de Elio, antiguo virrey de Río de la Plata entre 1810 y 1812, que a partir de 1814 se haría famoso por su colaboración en la persecución de los liberales. Durante la última etapa de la Guerra de la Independencia, Elio fue general en jefe del segundo ejército, operando en las provincias de Valencia, Murcia y Castilla la Nueva, y a partir de enero de 1813, capitán general de los reinos de Valencia y Murcia.



[1] Rango de la Armada británica, inexistente en la Marina española, que sería el equivalente en ella al contraalmirante.


martes, 20 de abril de 2021

Festejos celebrados en Cuenca en 1790 para celebrar la proclamación de Carlos IV como rey de España

 

            El 14 de diciembre de 1788 fallecía el rey Carlos III, “el mejor alcalde de Madrid”, según ha sido considerado de manera casi unánime por todos los historiadores, el rey ilustrado, siendo sustituido por su hijo, Carlos IV, un monarca que no ha sido tan bien considerado por los historiadores. La trayectoria del nuevo jefe del Gobierno español es, sin embargo, algo que no nos interesa en este momento, sino los festejos que fueron celebrados en Cuenca con motivo de la proclamación, con algún tiempo de retraso, a partir del 20 de mayo de 1790, es decir, un año y medio más tarde. Conocemos bien aquellos festejos, que fueron publicados en una especie de folleto, impresos en la Imprenta Real de Madrid: “Noticia de las funciones executadas en la M.N. y M. L. ciudad de Cuenca con motivo de la proclamación del Señor D. Carlos IV en el día 20 de mayo de 1790”. Como puede verse, el título es por sí claro de su contenido. Gracias a aquella impresión, de la que todavía se conserva algún ejemplar, podemos saber con total exactitud de qué manera se celebró en la ciudad del Júcar este acontecimiento, que vino a transformar durante una semana, entre el 20 y el 27 de mayo, la vida de los conquenses de finales del siglo XVIII. La importancia del documento me obliga, por esta vez, a presentar a los lectores de este blog la literalidad del mismo, sin ningún tipo de interpretaciones historiográficas intermedias:

           

Esta ciudad de Cuenca, que siempre ha sido de las primeras en acreditar su zelo, amor y respecto a los Soberanos, sufría impaciente que en medio de tantas demostraciones de júbilo de toda la Nación, se retardasen las suyas, a pesar de la actividad con que desde luego, se trabajó para prepararlas.

            Se celebraron diferentes juntas extraordinarias presididas del Corregidor para arreglo de las celebraciones al método y buen orden con que habían de acordarse las demostraciones de regocijo, nombrando por Comisarios a los Regidores Perpetuos D. Francisco Paula Castillo Álvarez de Toledo, Maestrante de Ronda, y a D. Santiago Guzmán de Villoria, Alguacil mayor del Sto. Oficio de la Inquisición, Teniente coronel del Regimiento Provincial, y señalado el día 20 de mayo para la proclamación, y los sucesivos hasta el 27 para los festejos, tuvo efecto uno y otro de esta forma.

Vestidas y adornadas las salas Consistoriales de damasco carmesí, mediascañas doradas, cortinajes, frisos correspondientes, los techos de pinturas al fresco, con remates dorados, dosel de terciopelo con galones y flecos de oro para los retratos de SS.MM., canapés de igual clase, y construido nuevo oratorio de estucos, columnas, altar y otros adornos de orden compuesto, se estrenaron la mañana del mismo día 20 de mayo, celebrando Misa rezada en él su capellán, aplicada por la salud, acier4to y felicidad de nuestros Soberanos.

Concluida sacó el Corregidor el nuevo Real estandarte de damasco carmesí bordado de oro, con flecos, cordones y borlas de lo mismo, y precedidas las formalidades de costumbre, hizo entrega al Regidor Decano D. Juan Nicolás Álvarez de Toledo, conde de Cervera, que en defecto del Alférez mayor debía levantarle; y formada la Ciudad de todos los individuos que la componen, puestos de ceremonia, acompañada del Coronel de Milicias del Exército D. Julián Guzmán de Villoria, como Regidor de Madrid, de otro que por serlo de Ciudades con voto en Cortes tienen lugar en ésta, de los que aunque retirados sirvieron los mismo oficios en ella, y de los títulos de Castilla convidados para éste y demás actos, salió precedida de clarines y timbales con sus Maceros, y en medio de aclamaciones y repique general de campanas.

Fue recibida por el Cabildo pleno con capas de coro, teniendo a su cabeza al Olmo. Obispo vestido de Pontifical, el que bendixo con las oraciones rituales el Real pendón, y despedida se retiró, depositándolo baxo dosel en las salas Consistoriales.

A las tres y media de la tarde se juntaron los Capitulares en el Consistorio, al que también pasó en caballo primorosamente enjaezado el Corregidor acompañado de sus Ministros de golilla, del Alguacil mayor, de su Teniente, dos volantes ricamente vestidos, llevando detrás dos lacayos con libreas de gala con caballos de mano cubiertos de reposteros con los escudos de sus armas.

Salió también el Conde de Cervera en la propia forma precedido de los Gremios y acompañado de varios Caballeros, con dos Regidores que pasaron a conducirlo, y siendo recibido de otros dos Comisarios en las salas Consistoriales, repitió el Corregidor la entrega del Real estandarte.

Sin embargo de no ser la tarde la más apacible por llover con exceso, como la ropa del Regimiento Provincial se hallaba tendida con sus Xefes militares y banderas, y convocado un numeroso concurso de naturales y forasteros, no se detuvo la Ciudad en verificar el acto, y tomando sus caballos se ordenó la comitiva en esta forma.

Abrían la marcha una partida de soldados de Caballería con espada en mano, después los Gremios vestidos a la Española, de Moros, Holandeses, Húngaros y otros trages con arreglo a costumbre. Los clarines y timbales con uniformes de gala. Los Ministros de Justicia en trage de golilla y varas altas. El Alguacil mayor con la suya. Los Porteros con mazas de plata, ropas talares de damasco carmesí guarnecidos de galón de oro. El Mayordomo de la Ciudad. Los Escribanos de Ayuntamiento. El Procurador del estado de Caballeros hijosdalgo. El Síndico Personero del común. Los Diputados y Regidores, y demás convidados, cada uno con su volante al estrivo. En el medio los Reyes de Armas con cotas de damasco bordadas de oro, cerrando la comitiva el Corregidor y el conde de Cervera a la derecha con el Real estandarte. Detrás el Teniente de Alguacil mayor, los caballos de respeto conducidos por lacayos, y otra partida de Caballería con espada en mano. En esta disposición se presentó en la plaza tan lucida cabalgata, en donde formó el Regimiento Provincial, batiendo la marcha, y presentando las armas a la Real insignia, llegó al tablado dispuesto para el primer acto. Estaba custodiado de cuatro centinelas, adornada su circunferencia de valaustres, pirámides, xarrones, las armas reales, las de la Ciudad, con dos órdenes de gradas, todo alfombrado, y con inscripciones alusivas al asunto. Dexados sus caballos, subieron los Maceros, los Escribanos de Ayuntamiento, los Reyes de Armas, el Regidor subdecano, D. Antonio del Castillo y Peralta, el Corregidor y el Conde; impuesto silencio por los Reyes de Armas, se pronunció la fórmula de Castilla, Castilla, Castilla por el Sr. Rey D. Carlos IV (que Dios guarde) tremolando tres veces el Real pendón. A este tiempo se descorrió la cortina que cubría en los balcones Consistoriales, baxo magnífico dosel, los Reales retratos, presentándose en su custodia dos granaderos del Regimiento Provincial, quedando de guardia los tres días y noches que permanecieron descubiertos. Principió al punto el repique general de campanas, se soltaron los reloxes, y conmovido el pueblo prorrumpió en repetidas vivas y aclamaciones, al que se arrojaron varias monedas de plata dispuestas por el Conde. Con el mismo orden siguió la comitiva a reiterar iguales actos en la plazuela de la Inquisición y campo de San Francisco por las calles señaladas,  significando el pueblo su alegría, fidelidad y regocijo. Restituida a las casas Consistoriales, devolvió el Conde el Real pendón, que se colocó baxo dosel, y entre las centinelas, y acompañando todos al Decano a su casa, se retiró cada uno a la suya.

Aquella noche se sirvió en casa del Conde un magnífico y delicado refresco de varios géneros de helados y dulces de ramillete, al que concurrió por convite el Sr. Obispo, Cabildo, Clero, Xefes políticos y militares, y toda la Nobleza de ambos sexos, y después de una completa orquesta de música siguió el bayle hasta el día, pasando de mil personas las que asistieron.

Al repique general de campanas y reloxes, principió la iluminación de toda la Ciudad, y la música en los balcones Consistoriales, durando hasta las once.

Aquel día dio la comida el corregidor a 73 pobres encarcelados, con abundancia y explendidez, encargándoles pidiesen a Dios por la salud, acierto y prosperidad de SS.MM. y Real Familia. Los quatro siguientes hicieron igual caritativa demostración el Sr. Obispo, el Arcediano titular de la Sta. Iglesia Catedral D. Antonio Palafox y Croy, el Conde de Cervera, y la Junta de Ganaderos.

El 21 por la mañana junta la Ciudad como en el antecedente, pasó a la Catedral al Te Deum y Misa solemne que celebró de Pontifical el Ilmo. Obispo, con asistencia del Cabildo, en acción de gracias por la exaltación al Trono de nuestro Soberano, y para implorar de la Divina Omnipotencia derramase sus bendiciones sobre SS.MM. y Real Familia, concediéndoles toda prosperidad.

Igual acto de religión había executado la Sociedad patriótica de Amigos del país el 19, teniendo exámenes públicos en que se repartió varios premios asignados por su Ilustrísima, por el Corregidor, por los Regidores D. Francisco Paula Castillo y Don Santiago Villoria, y por otros sujetos amantes de la buena educación y progreso de la juventud, de que la misma Sociedad dará noticia individual y circunstanciada.

Un Canónigo de la propia Catedral, cuyo nombre no se ha publicado, vistió interior y exteriormente 60 pobres de ambos sexos, elegidos por los Curas de las Parroquias de la Ciudad, concurriendo a una Misa solemne que se dixo en S. Nicolás, y al Ofertorio se adjudicaron dos dotes de a 50 ducados, que a expensas del mismo fueron sorteados entre 16 niños y niñas para tomar estado, comulgando todos; y después de haber recibido decentes limosnas, pasaron a la Catedral a implorar las divinas piedades por la intercesión de S. Julián, cuyo cuerpo se expuso en su magnífica Capilla por tres días de acuerdo de su Cabildo.

A la tarde salieron los gremios en comparsas figurando la toma de Cuenca y entrada en triunfo del Rey D. Alonso el VIII, que conducido en un suntuoso carro y acompañado de una vasta comitiva precedida de soldados a caballo, timbales y clarines, llegó a la plaza y subiendo al tablado que sirvió para la proclamación, ocupó su silla y almohada recibiendo la obediencia y homenaje que le presentaron todos, con alusión al que se renueva en la persona a de S.M. reynante, a quien de nuevo le reconoce y jura por su Soberano.

Se personalizaron las Villas conquistadas con las banderas de sus armas, ofreciendo sus peculiares frutos y esquilmos. Las de los conquistadores, las Órdenes Miliares que concurrieron, y quanto conduxo a su condecoración, guardando las ritualidades que los Romanos en semejantes actos.

El Rey correspondió repartiendo las diferentes mercedes, gracias y privilegios concedidos a la Provincia, como también otros símbolos de su protección a la Religión, ciencias y artes, recitándose en verso por uno de los Xefes del acompañamiento la relación de este pasage de la historia.

Finalizado, volvió el Rey a su carro triunfal; continuó la marcha con su comitiva, cerrándola el Teniente de Alguacil mayor con dos Ministros a caballo, y otra partida de soldados, que dando vuelta a la carrera concluyeron los festejos del día, repitiendo la iluminación general, repique de campanas y reloxes, y la música en los balcones de la Ciudad.

En la tarde del 22 representaron los mismos gremios la fábula de Pandora y Concilio de los Dioses, tan conocida en la mitología, principiando la numerosa y concurrida comitiva como en el día antecedente, siguiendo las comparsas respectivas de los Dioses, que se distribuyeron en quatro primorosos carros triunfales costeados, el principal y muy superior por los Gremios, y los tres por los Labradores y Hortelanos.

La Diosa Ceres iba coronada de espigas, con racimos de uvas y amapolas en cuna mano, en la otra la cornucopia, arrojando flores y frutos, y componían su comparsa Segadores y Espigadores.

Al carro magnífico en que iba Pandora precedía una primorosa danza de enanos y su brillante comitiva, cerrando el Teniente de alguacil mayor con dos Ministros y otra partida de Caballería.  Al llegar al tablado, en el que como el día anterior se hallaba la silla y almohada, baxaron los Dioses y esperando a Pandora, la acompañaron a su puesto, y sentada, la fueron ofreciendo sus respectivos dones, recitando en verso cada uno los justos motivos de su gratitud; todo con efusión, a que si en aquella Diosa que sacó Vulcano tan perfecta admiración, y confesaron los demás su preferencia, tributándola dones, con quanta más razón deberá Cuenca, su Provincia y el Reyno, respetar y reco9nocer a la Reyna nuestra Señora por su Soberana, publicando las virtudes, gracias y dotes que la singularizan.

Concluido este acto circuló por la carrera toda la comitiva; continuaron por la noche la iluminación y repique general de campanas, habiendo retirado el Corregidor con el Ayuntamiento el Real estandarte, después de tremolarlo tres veces en los balcones, y proferir por otras tantas vivas al Sr. D. Carlos IV nuestro Soberano (que Dios guarde), a que concurrió el pueblo con sus finales aclamaciones.

Sin intermisión principiaron los conciertos que la Ciudad dispuso en sus salas Consistoriales y bayle público sin ceremonia, franqueando la entrada a toda persona de ambos sexos que se presentó con decencia, sin capa ni mantilla, y en términos que no desdixere de una concurrencia tan ilustre, observando aquel modo, compostura y circunspección propia de tan serio y decoroso festejo. Estuvo presente el corregidor, y fueron Directores del bayle que se executaba a un tiempo en tres salas, el regidor D. Francisco Antelo Pazos y Villoria con los de proclamación. Se iluminaron vistosamente la entrada, escaleras y salones, sin que en tan numeroso concurso se experimentara la menor confusión ni desorden.

El 23 por la mañana, con la mayor pompa y aparato prestó el Ilmo. Sr. Obispo juramento en manos del deán, y pleyto homenaje en las del Corregidor, comisionados por S.M. a este fin, al Príncipe D. Fernando nuestro Señor, celebrándose un acto tan decoroso en la Capilla de S. Julián que existe en la Sta. Iglesia Catedral, teniendo después en su Palacio un abundante y espléndido banquete.

Con tan plausible motivo, puso decreto este Prelado perdonando 286.393 reales que se le debían por distintos Labradores y Artesanos imposibilitados, y al mismo tiempo consiguió 50 dotes de a 100 ducados, para distribuirlos entre otras tantas doncellas honestas que fuesen del territorio de sus Mayordomías, a fin de tomar el estado de Religión o Matrimonio que eligiesen.

Aquella tarde se corrieron parejas por los Gremios en caballos de pasta en la Plaza mayor, divididos en quatro cuadrillas con distintos trages y divisas, y hicieron varias evoluciones, juegos de estafermo y sortija, que concluyeron con las regulares a los Reales retratos.

El día 24 se permitió saliesen por la tarde los vecinos con mojigangas arbitrarias, divirtiendo al pueblo en lo extraño de sus disfraces e invenciones. En la misma executó sus habilidades en la Plaza del Campo de S. Francisco una compañía Valenciana, repitiendo la Ciudad por la noche sus conciertos y bayle sin ceremonia, como en el anterior, que continuaron después por dos días a costa de los Comisarios de proclamación, para que el pueblo siguiese dando pruebas de su amor y regocijo en obsequio de los Soberanos.

Los días 25, 26 y 28 se tuvieron por mañana y tarde las tres corridas de novillos permitidas por la Superioridad en la plaza construida al intento, llenando el gusto y diversión de los aficionados.

La tranquilidad, buen orden y el haber reunido el numeroso concurso de naturales y extraños al precioso objeto de tributar aclamaciones a tan benéfico Monarca, sin verificarse el menor exceso ni desavenencia, sobrando a precios cómodos los abastos de primera necesidad y aún los de regalo, dan un público testimonio de acierto en las providencias, bandos, rondas y patrullas que dispuso el Corregidor y correspondieron a sus intenciones.”

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