Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


lunes, 29 de noviembre de 2021

Polemizando con la Historia

 No deja de ser curioso cómo, en una sociedad como la actual, en la que tan denostado se encuentra el estudio de la Historia, como el del resto de las ciencias consideradas como humanas, en la que los planes de la enseñanza desarrollados por la administración continúa reduciéndose cada vez más la enseñanza de estas áreas de conocimiento, tan necesarias para el desarrollo íntegro del ser humano, las polémicas históricas, arduas y estériles, siguen acudiendo con bastante asiduidad a los medios de comunicación. No se trata ahora de polémicas científicas, en las que se enfrenten eruditos e investigadores. Se trata de polémicas absurdas, que saltan a los periódicos y a los medios de comunicación generalistas, al albur de ocultos intereses ideológicos, y en ellas no se enfrentan verdaderos historiadores; por el contrario, son casi siempre las ideologías, las diferentes tendencias políticas, las que ponen su poso en esas polémicas. Y aunque alguna vez podamos encontrar a auténticos profesionales de la historia interviniendo en ese tipo de enfrentamientos, casi siempre lo hacen, consciente o inconscientemente, en beneficio de esas ideologías.

Ocurrió hace ya algunos años, al hilo de la publicación de “Sidi”, la novela de Arturo Pérez Reverte sobre la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Nacionalistas y antinacionalistas se enfrentaron entonces, blandiendo de nuevo la espada del héroe castellano, o su figura legendaria. ¿Quién fue realmente Rodrigo Díaz de Vivar, el personaje histórico o su retrato legendario; el héroe que el franquismo, y también muchos historiadores antes de que el franquismo fuera una realidad, no lo olvidemos, o el traidor que combatió al lado de los musulmanes? Quizá lo conveniente, y lo exacto, sería decir que el Cid fue las dos cosas al mismo tiempo, el héroe y el villano, el personaje histórico, protagonista en una frontera entre dos mundos diferentes, pero no tan opuestos como ahora podría parecernos, y el personaje de la leyenda, el que en Santa Gadea hizo jurar a todo un rey, Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano. Porque allí donde acaba la historia empieza la leyenda, y la leyenda, que no es historia pero se le parece, puede ayudarnos, algunas veces, a interpretar esa historia adecuadamente; lo conveniente es no llegar nunca a confundirlas. Y sobre todo, hay que decir que Rodrigo Díaz fue, ni más ni menos, un hombre de su tiempo, alguien que vivió siempre en la frontera: en esa frontera física entre cristianos y musulmanes, y en esa otra frontera, siempre tenue, entre la vida y la muerte.

Y ya que estamos hablando de la Edad Media, que en España es lo mismo que hablar de la Reconquista, no podemos olvidar tampoco la polémica pseudocientífica que hay abierta sobre la influencia que en nuestro país pudieron dejar los árabes -habría que hablar, en realidad, de los musulmanes, porque árabes de verdad llegaron muy pocos a la península, más allá de las élites que formaron parte de la corte de los Omeyas-. Una polémica, por otra parte, que muchas veces ha sido confundida por otros problemas más actuales, que nada tienen que ver con la Historia, como son la inmigración ilegal, en España procedente casi siempre de Marruecos y de otros países del Magreb, o el terrorismo islámico. Una etapa, la Edad Media española, en la que largos periodos de guerra alternaron con etapas pacíficas, donde cristianos y musulmanes podían convivir en una situación más o menos tranquila -ochocientos años dan para mucho tiempo-. Etapas en las que pudieron florecer Toledo con Alfonso X y su Escuela de Traductores, y, varios siglos antes, Córdoba con Averroes y de Maimónides, musulmán y judío respectivamente, o Sevilla, en la que vivió después el místico murciano ibn-Arabí, puente de plata entre los filósofos griegos, especialmente los neoplatónicos, y el pensamiento moderno. Desde luego, la Córdoba de los siglos IX y X, la de los Omeyas, llegó a convertirse en la ciudad más floreciente de toda Europa, económica y culturalmente. Sería ya a partir de la centuria siguiente, con la llegada primero de los almorávides y más tarde de los almohades, quienes trajeron a España su integrismo más extremista -algunos historiadores, haciendo un ejercicio de anacronismo, los consideran como la Al Qaeda de la época-, procedentes del otro lado del Estrecho de Gibraltar, quienes acabaron con esa Córdoba floreciente, pero también tenemos que recordar que para entonces, aquel paraíso floreciente se había empezado ya a romper, partido el antiguo imperio Omeya en pequeños reinos de taifas, esos reinos, algunos casi insignificantes, que tanto nos recuerdan -hagamos nosotros también un ejercicio de anacronismo- a la situación actual.

En estos últimos meses, y por una sucesión de intereses y motivaciones que se han ido concadenando en los últimos tiempos, los focos más importantes de esa polémica “histórica”, están relacionados con el descubrimiento y la conquista de América, y también con una de sus más importantes consecuencias, la circunnavegación del globo terráqueo, que supuso la primera vuelta al mundo, de la que ahora se cumple el quinto centenario. Respecto a la primera, el descubrimiento de todo un continente por un grupo de marinos que estaban al servicio de España, es verdad que desde siempre este hecho ha estado en el foco de la polémica, que desde hace ya muchos años se viene argumentando que Cristóbal Colón no había sido el primer europeo que llegó a poner sus pies en las tierras que más tarde serían llamadas América. Es cierto que los testimonios arqueológicos atestiguan que muchos siglos antes ya lo habían hecho los vikingos, quienes se instalaron en Groenlandia allá por el siglo X, y que más tarde pusieron también sus cuarteles en Terranova y la Península de Labrador, y por lo tanto, en el propio continente americano. Es cierto, también, que cada vez tienen más peso las noticias sobre otros europeos que, poco tiempo antes de que lo hiciera Colón, habían llegado también a tierras americanas. Algunos habrían regresado, contando en las tabernas todo lo que allí habían visto, y Colón pudo empaparse de aquellas historias que no todos se creían; otros, sin embargo, no pudieron regresar, por un motivo u otro, y allí, en el nuevo continente, fueron vistos por los compañeros del navegante italiano -no quiero abundar en la polémica sobre el origen de Colón, que actualmente está teniendo un mero cariz nacionalista, y que en realidad nada importa porque, naciera donde naciera, lo único cierto es que el marino se encontraba ya al servicio de España-. Pero, y aunque demos ambas cosas por sentado, ¿puede realmente hablarse, en los dos casos, de un auténtico descubrimiento de un continente? Los descubrimientos de nuevas tierras, aunque sean casuales, llevan consigo algo más que una experiencia personal o de un pequeño grupo de hombres. Nadie, en términos historiográficos, discute el hecho de que fue el inglés David Livingstone quien descubrió para Europa las cataratas Victoria, en el corazón del África negra, cuando en realidad, como muy bien demostró para el conjunto de los lectores el arqueólogo y novelista italiano Valerio Massimo Manfredi en su novela “Antica Madre” basándose en la obra de Plinio y de otros historiadores romanos, ya lo había hecho mucho tiempo antes, en el año 62, una expedición romana que había sido enviada allí por el emperador Nerón.

Algo similar puede decirse respecto a la primera vuelta al mundo. Más allá de la rivalidad entre España y Portugal que se produjo hace algunos años, durante la celebración del quinto centenario del comienzo de la expedición, fruto de las nacionalidades respectivas de quienes la dirigieron -primero el portugués Fernando de Magallanes, aunque en el momento de iniciarse el viaje éste se encontraba, también, al servicio del rey de España, y más tarde Juan Sebastián Elcano-, el foco de la polémica está ahora, incluso, en dar la primacía de la primera vuelta al mundo de un hasta ahora casi desconocido Enrique de Malaca, un esclavo y fiel servidor de Magallanes que era originario de las Molucas, a las que Magallanes había llegado antes navegando por la ruta portuguesa, bordeando el continente africano. Y es que algunos periódicos han llegado a afirmar que fue éste quien daría, en realidad, por primera vez la vuelta al mundo, al llegar en 1521 a Filipinas, en la misma expedición que Magallanes y Elcano, y aducen en favor del hecho su trayectoria personal anterior a aquel viaje, una trayectoria que le había llevado a completar el camino de regreso a la península, mucho tiempo antes que sus compañeros de expedición, durante los viajes anteriores en compañía de su amo, Magallanes. Polémica y afirmación que no dejan de ser absurdas y sin sentido: una vuelta al mundo es eso, un viaje de ida y vuelta al mismo lugar del que se partió, siguiendo siempre el mismo sentido de la navegación, como muy bien conocen los organizadores de la Ocean Race, la vuelta al mundo en vela. Es decir, lo que consiguió Elcano y un puñado de diecisiete hombres que, más allá de su origen, estaban al servicio de España, cuando llegaron al puerto de Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522.

Pero lo más agrio de este tipo de polémicas históricas, allí donde se vierten más ríos de tinta -y esperemos que nunca llegue a convertirse en sangre-, viene dado desde dos aspectos diferentes y complementarios: la tan criticada Ley de Memoria Democrática, que tan poco tiene en realidad de democrática, y el nacionalismo más extremo. Sobre la primera, no voy a insistir más en ello; sólo decir, una vez más, que esta ley, a mi modo de ver injusta porque convierte a la Historia en una historia de buenos y malos, ha venido a desdecir y a criticar uno de los periodos más fructíferos, desde el punto de vista de la convivencia, de nuestro pasado más reciente: la Transición. Respecto al otro aspecto, el relacionado con los postulados nacionalistas, y el aprovechamiento que estos hacen de la Historia, el problema también viene de largo. Muchos son los ejemplos que se pueden dar de ello, hasta el punto de que éste, especialmente el catalán, ha llevado a cabo una manipulación completa de la Historia que es fácil de seguir, y que ha producido, más allá de una gran cantidad de artículos, varias decenas de monografías, desde un lado y otro del espectro, desde las que defienden esa historia manipulada por los nacionalistas hasta los que intentan, con una buena panoplia de pruebas documentales incluso, rebatirla. Tampoco voy a insistir más en ello, porque es de todos conocido.

Sí quiero sacar a la luz una última polémica, que tiene ahora que ver con el nacionalismo vasco: en las últimas semanas los medios de comunicación, sobre todo los publicados en aquella comunidad, han sacado a la luz la noticia de la aparición en Italia de un códice antiguo en el que se presentan algunas palabras en euskera. Se trata de una edición de 1553 de una crónica de España escrita por el humanista italiano Lucio Marineo Sículo, cuya primera edición estaría fechada hacia el año 1496. Sea verdad o no la aparición del libro, que en realidad tampoco supone tanto para la historia de este idioma, que por otra parte siempre fue más oral que escrito, el hecho nos recuerda en algo a otra noticia anterior. En el año 2006, en el yacimiento romano de Iruña-Veleia (Pamplona), fueron encontradas diferentes representación de Jesucristo crucificado, acompañadas con diferentes signos que, interpretaron los arqueólogos, eran palabras escritas en euskera, realizadas sobre piedra y sobre trozos de cerámica. El descubrimiento tenía una gran importancia en sí mismo porque, datadas las piezas en el siglo III, significaba la más antigua representación de la crucifixión, y porque lo convertía, además, en los restos más antiguos escritos en ese idioma. Sin embargo, poco tiempo después una sombra de duda se vertió sobre aquel descubrimiento: el hallazgo fue estimado como una gran falsificación histórica, una más, y fue a parar a los tribunales. A principios de este mismo año, 2021, Eliseo Gil, el director de las excavaciones, y también alguno de sus colaboradores, fue condenado a dos años y tres meses de prisión por la Audiencia de Álava, por haber manipulado cerca de quinientas piezas de gran valor histórico y arqueológico.



jueves, 18 de noviembre de 2021

Bibliografía para la historia de Cuenca: el siglo XIX

 El conocimiento que se tiene sobre el pasado de nuestra ciudad y de nuestra provincia ha venido aumentando de manera exponencial sobre todo en las últimas décadas, y especialmente a partir de los años setenta y ochenta del pasado siglo. En efecto, la instalación en nuestra ciudad del primer ciclo de los estudios universitarios de Historia primero, dependiendo de la Universidad Autónoma de Madrid, que después de la creación del estado de las autonomías y la fundación de la Universidad de Castilla-La Mancha se reconvertiría en la Facultad de Humanidades, ya en sus dos ciclos, y la creación de un servicio de publicaciones en el seno de la Diputación Provincial y, en menor medida, también en el Ayuntamiento, en los que podían publicar sus investigaciones los miembros de su plantel de profesores, favorecieron de manera determinante los nuevos avances en la manera de entender el conocimiento histórico conquense y, más allá de esas nuevas maneras de hacer historiografía, también del propio conocimiento de nuestro pasado. Así, a partir de este momento se realizaron importantes contribuciones en el campo de la Arqueología y de la Historia Antigua, de la Historia Medieval y de la Historia Moderna o de la Historia del Arte.

            Y también, aunque en menor medida, de la Historia Contemporánea, y en concreto de la Cuenca del siglo XIX. En aquellos momentos podrían ser considerados como pioneros de esta nueva historiografía, por lo que a nuestro caso se refiere, los trabajos de Félix González Marzo sobre la desamortización decimonónica y liberal en la provincia de Cuenca, en el campo de la historia económica, y la monografía que firmó Miguel Ángel González Troitiño sobre la evolución que había vivido la capital de la provincia entre los siglos XVI y XX, en lo que respecta a la historia demográfica y social, historia cuantitativa a fin de cuentas.  Hasta entonces, sólo unos pocos libros de carácter general, publicados en el mismo siglo XIX, y algunos trabajos de síntesis publicados en periódicos y revistas por algunos aventureros de la historia que, en muchas ocasiones, ni siquiera se habían dedicado profesionalmente al estudio de la historia. A ese tipo de trabajos estará dedicada la primera parte de la ponencia, de carácter meramente introductorio.

            El trabajo se centrará principalmente en estudiar el siglo XIX, los avances historiográficos que se han hecho en los últimos años, de manera principalmente cronológica. Y también, en algunas ocasiones se apuntará algunos temas en los que en mi opinión todavía no se ha avanzado lo suficiente. Para ello, siempre se seguirá una línea común: el desarrollo del liberalismo y del resto de opciones ideológicas que durante todo el siglo decimonónico polarizaron la vida social y política de los españoles y de los conquenses, porque si algo ha caracterizado el desarrollo de toda esta centuria ha sido precisamente eso que se ha llamado la revolución liberal. Es cierto que hacerlo de este modo puede significar dar demasiada importancia a la historia política, pero considero que precisamente es el propio período histórico estudiado el que justifica hacerlo de este modo: el siglo XIX marca el final del Antiguo Régimen y el principio de un sistema nuevo, el liberalismo. Durante toda la centuria, el debate político está siempre presente en todos los aspectos de la sociedad, y por ello todos esos referentes, desde la economía hasta la religión por poner algún ejemplo, hay que analizarlos sin dejar de lado en ningún momento ese punto de vista político.

            Sin embargo, tampoco deben dejarse de lado esos otros campos de la nueva, ya no tan nueva, historiografía: la historia social, la historia económica, la historia demográfica, la historia de las mentalidades, la biografía… A esos campos concretos del estudio científico de la historia, que sin duda estarán también presentes muchas veces al hablar de la historia política en la medida en la que están íntimamente conectados con ella, estará dedicada la última parte de mi intervención.

Cuenca en la década de 1890. Grabado. Realmente, la ilustración parece algo anterior, pues, para entonces, ya se había hundido uno de los arcos del Puente de San Pablo.
 

INTRODUCCIÓN. LA HISTORIOGRAFÍA CONQUENSE HASTA 1970.         

Hemos de decir en primer lugar que la producción historiográfica conquense realizada en el mismo siglo XIX, la visión que los conquenses tienen de su pasado y también, en la medida que nos afecta, de su propio presente, además de ser escasa, estaba demasiado teñida por el positivismo propio del período, además de estar marcado por una fuerte tendencia ideológica, como no podía ser de otra forma si tenemos en cuenta la importante ideologización que se vivía por el conjunto de la sociedad española a lo largo de toda esa centuria. En efecto, se trata de trabajos que, desde las distintas perspectivas políticas de sus autores, tienen en común el hecho de que todos ellos se olvidan por completo de las masas silenciosas, o incluso de la propia sociedad conquense como un conjunto, para dedicarse sólo a historiar sus élites políticas y militares. Se trata en general, como la práctica totalidad de la historia que en esos momentos se está haciendo en el resto del país, de una historia relatada en la que son precisamente las élites, más allá de sus protagonistas, los únicos sujetos válidos para el estudio histórico. Y son libros, como he dicho antes, de carácter generalista, en el que sólo se dedica al siglo XIX una parte, casi siempre demasiado colateral, del estudio.

El autor más conocido de este período es sin duda Trifón Muñoz y Soliva. Sacerdote, canónigo de la catedral, redactor del periódico de tendencia carlista La Hoja de David, este religioso había publicado en 1860 su primera historia de Cuenca, Noticias de todos los Ilustrísimos Señores Obispos que han regido la diócesis de Cuenca, aumentados con los sucesos más notables acaecidos en sus pontificados. El Episcopologio, que así es más conocido, es más que un estudio de los obispos conquenses al uso una historia de la diócesis, tal y como explicita el autor desde el subtítulo. Este trabajo lo ampliaría el mismo autor algunos años después, entre 1866 y 1867, con su Historia de la Muy Noble, Leal e Impertérrita ciudad de Cuenca y del territorio de su provincia y obispado, desde los tiempos primitivos hasta la edad presente, publicado en dos tomos, y en el cual, como dato curioso, hace remontar la historia de Cuenca hasta los tiempos de Túbal, nieto legendario de Noé.

Si desde el punto de vista reaccionario Muñoz y Soliva era el máximo representante, y casi el único de la historiografía local, también el campo liberal tenía sus propios representantes. Y el más conocido de los conquenses era José Torres Mena, pues aunque había nacido en Casas Ibáñez (Albacete) debido a la profesión, su familia procedía de La Almarcha. Abogado, político y  escritor, fue redactor del diario madrileño La Iberia, constituido como el órgano de opinión y difusión  del Partido Liberal Progresista, y diputado por ese mismo partido primero en la circunscripción de San Clemente y más tarde también en la de Cuenca. Su libro Noticias Conquenses, publicado en 1878, es más bien un voluminoso tomo bastante desordenado de noticias, eso sí, muchas veces interesantes, relacionadas con la historia y la geografía de Cuenca, que una historia de la provincia propiamente dicha.

El ala política más alejada por la parte izquierda está representada por el republicano turolense Pedro Pruneda, autor de la Crónica de la provincia de Cuenca, que fue publicada en Madrid en 1869 como parte de una ambiciosa Crónica General de España, o sea, Historia Ilustrada y Descriptiva de sus Provincias. Participante activo en algunas de las intentonas revolucionarias que se sucedieron en la segunda mitad de la década de los años sesenta, publicó también por esas mismas fechas una Historia de la Guerra de Méjico desde 1861 hasta 1867, que no deja de ser un ensayo sobre la bondad de las nuevas repúblicas democráticas que fueron surgiendo en el continente americano a raíz de su independencia, y que le valdría al autor el nombramiento de ciudadano honorífico de la capital federal. Su autor falleció en Madrid en el mes de octubre de 1869, pocos meses después de haber publicado su crónica conquense, y sin haber podido realizar su magno proyecto de hacer una historia general de España, de la que sólo se publicaron los volúmenes correspondientes a nuestra provincia y a Teruel.

La historiografía conquense decimonónica la cierra Santiago López Saiz, periodista de tendencia también republicana, según indicaron ya Ángel Luis López Villaverde e Isidro Sánchez Sánchez. Dirigió varios períodicos en la ciudad del Júcar, primero El Progreso, entre 1885 y 1895, y después, a partir de ese año El Progreso Conquense. En 1894 publicó por entregas El Consultor Conquense, una especie de guía de Cuenca y su provincia en la que aparecen todo tipo de datos, además de los puramente históricos. Más interesante es su trabajo titulado Los sucesos de Cuenca, que había publicado en 1878, una crónica sobre la entrada y posterior saqueo de Cuenca cuatro años antes de las tropas del infante Alfonso Carlos de Borbón, hermano del pretendiente Carlos VII.

También pueden destacarse las obras de José María Quadrado y Valentín Picatoste, y para un aspecto muy concreto para la historia de Cuenca, el de la invedstión carlista, los de Germán Torralba y Eugenio de la Iglesia, testigo directo el primero de la entrada de las tropas legitimistas en la ciudad, y destacado protagonista el segundo, como gobernador militar que era de la ciudad en ese momento. También hay que destacar, y en lo que a la historia de la cultura se refiere, a Fermín Caballero. Junto a todos ellos, son abundantes, los cuadernos, cartas, fascículos, oraciones y todo tipo de impresos que fueron impresos en nuestra ciudad a lo largo de la centuria, y que si bien no se trata muchas veces de una historiografía conquense propiamente dicha, si se constituyen en una fuente interesante por los historiadores actuales escasamente utilizada. Una aproximación a toda esa producción bibliográfica se puede encontrar en el libro Bibliografía básica para la historia de Cuenca, de Antonio Herrera García.

De la producción historiográfica conquense en el período comprendido entre los primeros años del siglo XX y finales de la Guerra Civil, cabe destacar en primer lugar sendas guías de Cuenca, la del Museo Municipal de Arte, con participación de diversos autores locales y nacionales, y sobre todo la de Julio Larrañaga; ambas publicaciones cuentan con abundantes e interesantes datos históricos, como también las obras de Basilio Martínez Pérez y Timoteo Iglesias Mantecón, o algunos artículos dedicados a la historia conquense por Juan Giménez de Aguilar. Después llegarían los trabajos de carácter documental de Clementino Sanz y Díaz, Sebastián Cirac, Ángel González Palencia y Elena Lázaro Corral.

No es extraña esta carencia de trabajos sobre el siglo XIX; hay que tener en cuenta que también a nivel nacional, por distintos condicionantes sociales y políticos, todo el período posterior a la Guerra Civil fue un auténtico erial para los estudios de historia contemporánea, al primar otros períodos más gloriosos de nuestro pasado.

 

Cuenca, Puente de San Pablo. Grabado de Carl Wilhem von Heideck
Colecciones Estatales de Pintura de Baviera

EL PRIMER LIBERALISMO 

El siglo XIX se inicia en España con una coyuntura histórica importante: la Guerra de la Independencia. Sin embargo, esa guerra contra el francés no se hubiera producido de no haber existido antes todo un proceso social de cambio que estaba haciéndose tambalear en toda Europa, y también en parte del continente americano, todo el sistema del Antiguo Régimen. Y es que tanto la revolución americana y su declaración de independencia (1776) como también la revolución francesa (1789), crearon una nueva estructura social y política, el liberalismo, que se extendería rápidamente a partir de ese momento, y sobre todo en las primeras décadas de la centuria siguiente por el resto de Europa y de América. Todo ello supondría un fuerte enfrentamiento entre dos mundos opuestos, dos maneras diferentes de enfrentarse con la realidad, dos eras históricas enfrentadas entre sí como dos grandes placas tectónicas. Y el terremoto provocado por ese choque brutal traería como consecuencia el resquebrajamiento definitivo de una de esas dos grandes placas, la más débil de las dos porque para entonces ya estaba desgastada por tres largos siglos de enfrentamientos sociales.

No se puede entender la Guerra de la Independencia si se no se tiene en cuenta este hecho, como no se puede entender tampoco la guerra de la independencia en Cuenca si no se tiene en cuenta el espacio geográfico que ocupa nuestra provincia, como nudo estratégico de vital importancia a caballo entre dos de las ciudades más importantes del país: Madrid, la capital del reino y lugar donde se asienta la corte de José I, y Valencia, uno de los puertos con más posibilidades.  Por eso, la provincia fue en varias ocasiones escenario para algunas de las más importantes batallas, y en ese sentido la batalla de Uclés (1809), en la que perdieron la vida alrededor de mil patriotas y más de seis mil fueron capturados por los franceses, fue paradigmática, asegurando a los franceses su posición de dominio en Castilla La Nueva al tiempo que permitía al rey usurpador su asentamiento en la corte madrileña. Por eso, también la ciudad fue en repetidas ocasiones tomada por las tropas francesas y las españolas, y sufrió de unas y de otras sangrientas represalias. José Luis Muñoz ha estudiado ese momento doloroso de la ciudad del Júcar en uno de sus libros, Crónica de la guerra de la independencia, a partir de los datos proporcionados por los libros de actas del Ayuntamiento conquense.

Sin embargo, aún falta por hacer un estudio más pormenorizado de lo que supuso la tragedia de la guerra en el conjunto de la provincia, como también en los que respecta al punto de vista del nuevo hecho social representado por el liberalismo. Desde el punto de vista de la historia económica, no cabe duda de que la guerra produjo en toda la provincia una grave crisis de subsistencia, que provocó también un declive humano y demográfico, como ha demostrado David Sven Reher en su trabajo Familia, población y sociedad en la provincia de Cuenca, 1700-1970, que fue publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas. Por otra parte, tanto la guerra como el incipiente liberalismo que en aquel momento estaba empezando a nacer también en una pequeña ciudad de provincias como Cuenca, provocó un cambio sustancial en las élites de poder, fácilmente rastreable a través de las personas que formaron parte de la junta provincial de Cuenca y también de aquellos que representaron a nuestra provincia en las Cortes de Cádiz. También, y por lo que a las élites intelectuales se refiere, por las personas que firmaron toda esa cantidad de oraciones, cartas, manifiestas, que fueron impresos en nuestra ciudad durante todo el primer tercio del siglo XIX, a los cuales ya hemos aludido más arriba. Y al contrario de lo que muchas veces se ha escrito, dando demasiadas cosas por supuestas sin haber realizado antes un ejercicio básico de reflexión, crítica y análisis. Tampoco la Iglesia conquense fue en absoluto ajena a esa nueva realidad social que estaba naciendo, al menos por lo que a este primer período se refiere.

Los miembros de la junta provincial que se había creado en Cuenca en los años iniciales de la guerra representaban todavía en una parte a las grandes instituciones heredadas del Antiguo Régimen: la Iglesia, con un prelado a la cabeza, Ramón Falcón y Salcedo, y el canónigo ilustrado Juan Antonio Rodrigálvarez, que había llegado a la ciudad a finales del siglo XVIII de la mano del anterior obispo Antonio Palafox, antes de que éste hubiera llegado a acceder a la cátedra episcopal; el Ayuntamiento, representado por el corregidor, Ramón Gundín de Figueroa, y por uno de sus regidores, Ignacio Rodríguez de Fonseca,  y el intendente Baltasar Fernández, figura característica de la administración borbónica. Junto a ellos, y representando ya a las nuevas élites burguesas e intelectuales, Santiago Antelo y Coronel, que era notario del tribunal eclesiástico de la diócesis, los propietarios Bernabé Grande y Pascual de López, y dos funcionarios de la administración ciudadana, Francisco Escobar y Tomás de Vela.

También en el grupo de los representantes a Cortes se puede apreciar aún esa dicotomía entre Antiguo y Nuevo Régimen. Durante las primeras legislaturas representaron a nuestra provincia algunos miembros del estado noble, como el conde de Buenavista Cerro, Diego Ventura de Mena, y Alfonso Núñez de Haro y también algún miembro del sector eclesiástico, en esta ocasión el canónigo Felipe Miralles, junto a un consejero de estado, Manuel de Rojas, y un catedrático de la universidad de Alcalá, Diego Parada, que a su vez era descendiente de uno de los linajes nobiliarios más arraigados en la ciudad de Huete. Y el propio Ayuntamiento de Cuenca, que también tenía derecho a un representante en Cortes, estaba representado por otro de sus regidores, Policarpo Zorraquín. Por su parte, Manuel de Rojas tuvo que ser sustituido tras su muerte, acaecida al poco tiempo del inicio de la legislatura, por el militar de Zafra de Záncara, Fernando Casado Torres, ingeniero naval que había llegado a ser, en representación del gobierno de Carlos III, asesor de la propia zarina Catalina de Rusia. Y por lo que respecta a las últimas legislaturas, es en este momento cuando se observa un mayor peso del liberalismo, al confluir los cuatro representantes dentro de este sector ideológico a pesar de que entre ellos había también algunos sacerdotes. Estos cuatro representantes fueron Antonio Cuartero, Juan Antonio Domínguez, Andrés Navarro y Nicolás García Page. Sobre éste último hablaremos más detenidamente más tarde, al haber extendido su representación, y también su influencia al conjunto de la sociedad conquense, también al trienio liberal.

El regreso de Fernando VII al trono madrileño supuso temporalmente la victoria del viejo conservadurismo. Un Fernando VII que visitó en varias ocasiones la provincia de Cuenca; un Fernando VII que viajó en 1826 en compañía de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia a los ya famosos baños del Real Sitio del Solán de Cabras con el fin de obtener la ansiada paternidad que hubiera contribuido a dar una cierta tranquilidad política al país. Sin embargo, esa victoria del Antiguo Régimen sería sólo un espejismo. En 1820 vuelven a hacerse con el poder los liberales, y aunque esta victoria de los liberales sería en principio muy breve, apenas tres años a los que sucedieron otros diez años aún de reacción, la década ominosa, la suerte estaría echada a favor del liberalismo. La muerte de Fernando VII en 1833 llevaría consigo la derrota del antiguo sistema político y social, y la victoria, ahora sí definitiva, del liberalismo español.

Pero aún faltarían trece años para eso. En 1820 las tensiones, en España y en Cuenca, están todavía en plena ebullición. El trienio liberal en Cuenca ha sido estudiado, principalmente en lo que a los aspectos religiosos se refiere en mi tesis doctoral, que dediqué al tribunal de curia diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII, publicada posteriormente en formato de libro bajo el título La actuación del tribunal diocesano de Cuenca en la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), así como en algunos artículos monográficos. Al igual que en todas las ciudades del país, también el Ayuntamiento de Cuenca juró en 1820 la constitución, y a partir de ese momento se hacía con el poder tanto en la capital como en los pueblos más importantes de la provincia los miembros del partido liberal, que estaban formados ya en ese momento por los miembros más destacados de la burguesía, el comercio, y las llamadas profesiones liberales. Surgen en ese momento algunos apellidos importantes, como los Aguirre, que son los mismos que inmediatamente después, durante las primeras desamortizaciones, van a poder enriquecerse con la adquisición de bienes y tierras procedentes de la Iglesia, la nobleza, y el común de algunos pueblos de la provincia.

Y surgen también, en Cuenca como en el resto de España, las llamadas sociedades patrióticas y las sociedades secretas. En la capital de la provincia se había instalado muy pronto una merindad de la sociedad secreta de los comuneros, que había sido incluso fundada por Manuel López Ballesteros, secretario del gobierno constitucional y hermano del propio ministro de la Gobernación, y diversas torres comuneras a lo ancho de toda la provincia: Horcajo de Santiago, Villarrobledo, Tarazona de la Mancha, La Roda, San Clemente, Belmonte, Mota del Cuervo, Almendros, Palomares del Campo, Torrejoncillo del Rey, Saelices, Sisante y Villarejo de Fuentes. A todos estos pueblos hay que añadir también algunos otros que todavía estaban en período de formación en 1823, como Alcocer, Valdeolivas y Valera de Abajo. De todo ello se desprende que el peso del liberalismo en el conjunto de la provincia es muy importante.

Como ya he dicho anteriormente, el peso de la Iglesia en este primer liberalismo conquense es importante. Cuando al aventurero francés Jorge Bessieres, líder de una partida absolutista muy activa por las tierras de Guadalajara y Cuenca, pudo entrar por fin en la ciudad, iniciando una fortísima represión contra los partidarios del liberalismo, pudo descubrir dentro de la catedral, y en concreto escondidos dentro de un armario en la sacristía de la capilla de caballeros, la documentación y los sellos de la merindad conquense de la sociedad secreta de los comuneros. Y estaban allí escondidos precisamente porque a la sociedad pertenecían algunos eclesiásticos destacados de la diócesis: Manuel Molina, capellán de coro de la catedral; Isidro Calonge, religioso mercedario exclaustrado; y Juan José Aguirre, racionero del cabildo diocesano. Estos tres religiosos serían represaliados a partir de 1823 por el tribunal diocesano de Cuenca, como lo serían también algunos otros eclesiásticos que, si bien no hay constancia de que pertenecieran a la sociedad secreta, sí defendieron durante el trienio posturas liberales: Segundo Cayetano García y Juan Nepomuceno Fuero, canónigos de la catedral; Francisco González y Francisco Ayllón, prebendados de ésta; Gabriel José Gil, dignidad de tesorero; José Frías, capellán de coro, y los sacerdotes Prudencio del Olmo, Valentín Collado Recuenco, Nicolás Escolar y Noriega, Manuel Lorenzo de Cañas, Francisco Anguix y Jerónimo Monterde.

Mención especial en este sentido merece, por su irradiación hacia el conjunto del país, la figura del anteriormente mencionado Nicolás García Page, figura que merecería por sí mismo un estudio monográfico, y al que en alguna ocasión nos hemos acercado algunos, tanto en mi tesis doctoral como Manuel Amores, si bien éste lo hizo principalmente sobre su proceso y exilio, sufridos a partir de 1814. Nacido en 1771 en Ribagorda, en la comarca del Campichuelo conquense, párroco de la iglesia de San Andrés de la capital conquense, catedrático a partir de 1799 en el seminario conciliar de San Julián, fue elegido para representar a Cuenca los dos últimos años de las Cortes de Cádiz, donde destacó como uno de los más combativos liberales. Por ello fue uno de los detenidos por Eguía en 1814 y alojado en la madrileña Cárcel de Corte, de donde salió sin juicio previo para su destierro en el convento franciscano de La Salceda (Guadalajara). En 1820, de nuevo en el poder los liberales, fue premiado con una de las canonjías del cabildo conquense y seguidamente elegido nuevamente como representante de la provincia en las cortes del trienio. En 1823 fue capturado por una partida absolutista que estuvo a punto de ajusticiarle, logrando salvar la vida gracias a la actuación de un regimiento del ejército liberal, que había conseguido rescatarle, con la cual, convertido en el capellán de la unidad, huyó a Cádiz durante el repliegue de estos. Exiliado en Inglaterra y sustituido como canónigo de la diócesis por otro sacerdote menos afecto al sistema liberal, regresó a Madrid en 1834, ciudad en la que fallecería apenas dos años más tarde.

Prácticamente desconocida es la figura del militar liberal José Ruiz de Albornoz (Villar de Cañas, 1780 – Requena, Valencia, 1836). Ya en la guerra contra los franceses se había destacado en algunas de las batallas más importantes, como en las de Bailén, Uclés y Ocaña. Subteniente del batallón provincial de Cuenca, combatió en 1823 contra las partidas absolutistas, principalmente la del propio Bessieres. Después, ya en la guerra carlista, y ascendido a coronel, acometió la defensa de Requena, cercada por las tropas de Ramón Cabrera, hecho por el cual fue condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando, la más importante que existe en el ejército español.

Un período éste en el que se transformaron todas las instituciones, y se crearon también algunas instituciones nuevas. Entre estas nuevas instituciones tendría una importancia superlativa la Diputación Provincial, que quedó constituida el 13 de abril de 1813 bajo la presidencia de Ignacio Rodríguez de Fonseca, si bien esa creación no se haría estable hasta algunos décadas más tarde, tras la victoria definitiva del liberalismo. Aunque los orígenes de la Diputación han sido estudiados ya por José Luis Muñoz, también la personalidad de su primer presidente sería merecedora de un estudio monográfico. Oriundo de Villar de Cañas, regidor perpetuo de Cuenca y miembro, como ya se ha visto, de su junta provincial en los años de la usurpación napoleónica, fue tomado como rehén junto a otros ciudadanos conquenses por el mariscal Víctor, el mismo que había ganado la batalla de Uclés, y conducido a pie durante muchos kilómetros. Su fuerte personalidad, puesta de manifiesto tanto en el Ayuntamiento como en la Diputación, le llevaría de nuevo a la cárcel el 27 de agosto de 1814, ahora por una decisión absoluta y despótica del gobierno del monarca absolutista y déspota Fernando VII.

 


Ilustración de Cuenca en el siglo XIX. Archivo particular de José Vicente Ávila

PROGRESISTAS Y MODERADOS 

            Conocida es la historia. En 1833 fallece Fernando VII, y merced a la Pragmática Sanción por la que había derogado tres años antes la Ley Sálica de Felipe V, más de acuerdo con la tradición francesa que con la española, por la que se decretaba la ley a la sucesión a la corona que permitía acceder al trono español a las mujeres, siempre y cuando no contaran con un hermano varón. De esta manera heredaba el trono su hija Isabel, que sería coronada con el nombre de Isabel II. Sin embargo, no toda la sociedad española estaba a favor de esta sucesión; la parte más conservadora de la misma, que no había aceptado la promulgación de la nueva ley, cerró filas en torno al hermano de Fernando, el príncipe Carlos, reconociéndole como rey “legitimista” con el nombre de Carlos V. Mientras tanto los liberales, más en un primer momento como reacción a la postura absolutista que como una verdadera opción ideológica, cerró filas a su vez en torno a la reina niña y a su madre, la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Un nuevo enfrentamiento entre absolutismo, reconvertido ahora en carlismo, y liberalismo, estaba, otra vez, servido.

La guerra civil, que durante todo el siglo XIX y parte de la centuria siguiente fue un elemento recurrente, cobró de nuevo fuerza en el país, y otra vez la provincia de Cuenca va a convertirse en un importante campo de batalla por culpa de su importante valor estratégico. Principalmente las tierras serranas y alcarreñas, por su especial orografía, se ven sometidas a múltiples enfrentamientos entre los partidarios de una opción y otra; los libros de Miguel Romero y Manuela Asensio, dedicado el primero a la guerra en la provincia conquense y el segundo al conjunto de la región castellano-manchega, ofrecen al lector todo ese retablo de batallas y escaramuzas.

Y lejos de los campos de batalla, un conquense de origen humilde, militar de escasa graduación al tratarse apenas de un sargento de la Guardia de Corps, el taranconero Fernando Muñoz, logrará escalar a las más altas instancias del poder nacional al contraer matrimonio morganáticamente con la propia regente, la reina María Cristina el 28 de diciembre de 1833. Sin embargo, ni siquiera este hecho supuso un cambio importante en el devenir histórico de nuestra provincia, que ya por entonces se estaba sumiendo en un letargo creciente, más allá de la instalación en su localidad de origen de una pequeña corte veraniega y del encumbramiento nobiliario de toda la familia. Una familia que, empezando por el propio Fernando Muñoz, aprovecharía en las décadas siguientes su elevada posición en la corte para llevar a cabo algunos negocios en diversos sectores del nuevo desarrollo industrial y de las comunicaciones que España también estaba viviendo en aquellos momentos, aunque con cierto retraso respecto al resto de Europa, negocios que les supusieron importantes y beneficios personales.

La victoria de los progresistas a partir de 1840 no supondría el final del enfrentamiento político. Los liberales se escinden en moderados y progresistas, que a partir de ese momento se van a repartir sucesivamente el poder, salpicados sus gobiernos respectivos demasiadas veces por los numerosos pronunciamientos militares de una y otra tendencia ideológica, que van a caracterizar todo el período estudiado. Cuenca jugó un cierto papel político en algunos de esos pronunciamientos, y sobre todo en la serie de rebeliones que entre 1842 y 1843 terminarían por alejar definitivamente de la corte al general progresista Baldomero Espartero y supondrían, además de la llegada al poder de los moderados, el reconocimiento de la mayoría de edad de Isabel II, algunos años antes de que esta mayoría de edad se produjera de manera legal; y con ello también la posibilidad de poder gobernar España por sí misma, sin necesidad de arbitrarios regentes. José Luis Muñoz ha estudiado en un breve artículo lo que supuso políticamente este pronunciamiento dentro de la ciudad. Falta por estudiar sin embargo la aportación militar al proceso, y en concreto el papel que pudo desempeñar el batallón provincial de Cuenca, que en 1843 fue incorporado al ejército de Andalucía que había sido enviado por el duque de la Victoria para combatir a los militares que se habían pronunciado contra él en Sevilla y que, sin embargo, al menos una parte de la unidad se había pronunciado a su vez contra el regente, abandonando el cerco de la ciudad hispalense y dirigiéndose hacia la vecina Granada, ciudad que para entonces ya se había puesto también de parte de los liberales. La victoria definitiva de los moderados supuso el ascenso de estos militares conquenses (buena parte de ellos eran oriundos de la provincia), tal y como se puede ver en las hojas de servicios de los interesados.

En el plano económico, el período progresista había estado marcado por una nueva división territorial del país, propugnada en 1833 por Javier de Burgos, secretario de estado de Fomento bajo el ministerio de Francisco Cea Bermúdez, y la desamortización de bienes raíces procedentes de manos muertas, que si bien se había llevado a cabo por primera vez durante la invasión francesa, tanto desde el gobierno de José I como por las propias Cortes de Cádiz, no había llegado nunca a desarrollarse en plenitud  por las propias circunstancias políticas del país (la victoria de los absolutistas sobre todo), al igual que tampoco se habían podido desarrollar las desamortizaciones decretadas después durante el trienio liberal. Estas primeras desamortizaciones de verdadera importancia, que supusieron realmente el despliegue económico de las nuevas familias liberales y burguesas más que un verdadero reparto equitativo de la tierra entre el conjunto de la sociedad, han sido bien estudiadas por Félix González Marzo, así como también el posterior proceso desamortizador que se llevó a cabo después, dirigido por el ministro de Hacienda Pascual Madoz, en varios libros y artículos de interés.

Por lo que se refiere a la división territorial de Javier de Burgos, la provincia de Cuenca salía realmente perjudicada en el nuevo reparto. A la pérdida de todo el territorio de la comarca de Molina que hasta entonces había pertenecido a nuestra provincia, se le había venido a añadir también la pérdida de otros pueblos en beneficio también de la provincia de Guadalajara (Sacedón, Alcocer, Córcoles, Zaorejas, Peñalén, Poveda de la Sierra), así como todo el partido judicial de La Roda, en beneficio esta vez de la nueva provincia de Albacete. Contra toda esa pérdida territorial apenas se incorporaron a la provincia de Cuenca, desde la de Guadalajara, dun pequeño puñado de pueblos de la comarca alcarreña: Valdeolivas, Albendea, Vindel y San Pedro Palmiches. En este momento, la provincia se divide en nueve partidos judiciales: Cuenca, Huete, Priego, Tarancón, San Clemente, Motilla del Palancar, Cañete y Requena. A mediados de siglo, la destrucción de la provincia de Cuenca terminó de completarse con la cesión a la provincia de Valencia de la parte más rica de la misma, el partido de Requena (la llamada Valencia castellana).

Por su parte, la evolución de la capital conquense en todo este período fue hace ya algunos años estudiada por Miguel Ángel Troitiño Vinuesa, quien dedicaba precisamente al siglo XIX muchas de las páginas de su importante libro Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana. El libro es un detallado estudio de la evolución vivida por la capital conquense desde el siglo XVI hasta los tiempos más recientes, y su tesis demuestra que la ciudad decimonónica es claramente una ciudad de transición entre la ciudad estamental propia del Antiguo Régimen y la ciudad moderna del siglo XX, una ciudad sometida a continuos procesos de cambio que, sin embargo, nunca llegarían a alcanzar la importancia que tendrían en otras ciudades del entorno castellano a lo largo de todo ese período. Una ciudad, en definitiva, que al mismo tiempo que no llegó a vivir un aumento demográfico importante, tampoco lo haría en su estructura urbanística, más allá de la transformación de algunas de sus calles. Una ciudad, a fin de cuentas, que si bien se extendería definitivamente hasta más allá de sus murallas, buscando la llanura, lo haría de manera un tanto apocadamente: en efecto, en aquellos momentos la ciudad quedaba limitada al espacio comprendido entre las zonas del Castillo y la Ventilla poco más allá del final del campo de San Francisco y la Carretería que en ese momento estaba empezando a convertirse, sin embargo, en la calle principal de la ciudad, asiento de la nueva burguesía, conversión que no terminaría de realizarse por completo hasta las dos últimas décadas de la centuria.

Ni siquiera la presencia en los gobiernos moderados y progresistas de algunos políticos de origen conquense permitirían el despegue económico de una ciudad y una provincia sometidas siempre al letargo y al olvido. Mateo Miguel Ayllón (Cuenca, 1793 - Madrid, 1844) había vivido en Sevilla durante el trienio liberal, donde fue elegido prócer de reino. Después de pasar varios años en el exilio, durante la década ominosa, regresó a España, y fue nombrado en mayo de 1843 ministro de Hacienda, durante el gabinete presidido por Joaquín María López, cargo en el que se mantuvo durante dos períodos muy breves, primero durante unos pocos días, hasta la caída de Espartero, y después entre julio y noviembre de ese mismo año. Fermín Caballero Margáez (Barajas de Melo, 1800 – Madrid, 1876) también se había destacado como un declarado liberal durante el primer tercio de la centuria, y en la década de los años treinta ocupó diversos cargos como procurador y senador por Cuenca, y alcalde de Madrid. Periodista y afamado polemista, publicó diversos libros, y fue también catedrático de Cronología y Geografía de la Universidad Central, así como miembro de la Real Academia de la Historia entre 1866 y 1876. Ocupó el cargo de ministro de la. Por su parte, Severo Catalina del Amo (Cuenca, 1832 – Madrid, 1871), diputado en la década de los años sesenta primero por Alcázar de San Juan y después por el partido de Cuenca, ocupó en 1868, muy poco antes de la “revolución gloriosa”, dos cátedras ministeriales, aunque ambas por muy poco tiempo; primero la de Marina, entre los meses de febrero y abril, y después la de Fomento, entre el 23 de abril y el 20 de septiembre, habiendo sido destituido de este último cargo precisamente a consecuencia del estallido revolucionario.

 

Cuenca, 1851. Grabado de Emile Rouargue

REVOLUCIONARIOS, CONSERVADORES Y CARLISTAS 

            Durante la segunda mitad de la década de los años sesenta, el régimen liberal decimonónico en España, tal y como se había estado viviendo desde las primeras décadas de la centuria, estaba ya completamente agotado. Y es que el régimen monárquico de Isabel II hacía ya aguas por todas partes, hundido en la descomposición que estaba causando la corrupción de la corte y el cansancio político de un moderantismo regido por los intereses económicos de la nueva oligarquía altoburguesa, en algunas ocasiones recientemente ennoblecida; un moderantismo que estaba a medio camino entre los progresistas, que ya llevaban casi diez años lejos del poder, y los carlistas, que después de haber sido derrotados hasta dos veces en los campos de batalla, esperaban todavía su momento político. En 1866 había caído el régimen de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donell, castigado por la reina por haberse mostrado, según ella, demasiado blando con los sargentos del cuartel de San Gil, otorgando así de nuevo el poder a Narváez, el líder del partido moderado. Sin embargo, la crisis económica que asoló a todo el país en los tres años siguientes vino a agravar la difícil situación política en la que ya entonces estaba sumida España.

´          La situación era ya insostenible, por lo que en 1868 también la Unión Liberal se unió al pacto de Ostende, una iniciativa del general Juan Prim que dos años antes había firmado en la ciudad belga progresistas y demócratas, con el fin de hacer caer del trono a la reina Isabel. Así, a principios de septiembre se inició la revolución, tras la sublevación de la flota española de Cádiz, que estaba al mando del almirante Juan Bautista Topete, quien pertenecía a la Unión Liberal, a lo que siguió la llegada a España de algunos militares, Prim y Serrano, y políticos, Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla que estaban exiliados en Inglaterra, llegada que fue posible gracias al apoyo económico del propio cuñado de la reina, Antonio María de Orleans, duque de Montpensier, quien se postulaba ante los revolucionarios como candidato al trono de España. A finales de ese mes, la batalla de Alcolea (Córdoba), y la posterior victoria final del levantamiento en Madrid, provocaron la huida de Isabel II a Francia, estableciéndose primero un Gobierno Provisional presidido por varias Juntas Revolucionarias, que se habían formado en varias ciudades y estaban dirigidas por progresistas y demócratas.

            Algunos de los miembros de ese Gobierno Provisional  no estaban todavía preparados para convertir España en una república, y la constitución de 1898 vino a añadirse al problema, al establecer la monarquía como forma de gobierno del país. Así, mientras se buscaba un nuevo rey para España, preferiblemente uno que no fuera de la casa de Borbón, se elegía al general Francisco Serrano, antiguo amante de la reina y miembro así mismo de la Unión Liberal, como regente del reino. El duque de Montpensier seguía ofreciéndose como monarca, al tiempo que se buscaban otras opciones fuera del país. El favorito del general Prim era un joven miembro de la casa italiana de Saboya que fue coronado con el nombre de Amadeo I. Pero el asesinato de su valedor en la corte pocos días antes de que éste llegara a Madrid, unido al escaso reconocimiento que llegó a disfrutar en algunos sectores de la sociedad española, le obligaron a dimitir en febrero de 1873, poco más de dos años después de su ascenso al trono español. Dimisión que traería consigo la proclamación de la Primera República, que en apenas dos meses contó con cuatro presidentes diferentes: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar.

Fueron más de seis años convulsos, en los que la revolución tuvo que hacer frente además a tres conflictos bélicos: la guerra de Cuba, la revolución cantonal (la revolución dentro de la revolución), y una nueva guerra carlista, la segunda según algunos historiadores, o la tercera, según la denominación que más seguidores ha tenido tradicionalmente a pesar de las nuevas corrientes actuales. Los que defienden la primera denominación aducen que en realidad el conflicto que se desarrolló entre septiembre de 1849 y  mayo de 1849 apenas afectó a una parte concreta de la geografía nacional. Por supuesto, sobre la guerra contra Cuba de 1868-1878, también llamada Guerra de los Diez Años, poco es lo que podemos decir aquí, más allá de la participación en el conflicto de un grupo más o menos numeroso de conquenses, obligados a ir allí como soldados por la fuerza del reclutamiento de quintas, y también de algunos militares profesionales. En este sentido hay que destacar la figura del entonces comandante José Lasso Pérez (Valverde de Júcar, 1837 – Madrid, 1913), que también había participado en la campaña de Santo Domingo seis años antes; convertido en teniente general, llegaría a ser nombrado a finales de la centuria capitán general de Puerto Rico y de Filipinas.

Y por lo que se refiere a la revolución cantonal, también hay que destacar la figura de un conquense aún más ignorado, uno de los primeros republicanos conquenses, Froilán Carvajal y Rueda (Tébar, 1830 – Ibi, Alicante, 1869). Poeta y periodista romántico, hombre de acción, revolucionario republicano que participó con Prim en su fracasado pronunciamiento de 1866, en Villarejo de Salvanés (Madrid), que pagó con el exilio, y después también en el fracasado levantamiento revolucionario de 1867. A mediados de octubre de 1868 se presentó en Yecla al frente de una partida de trescientos hombres armados, proclamando la república en esta ciudad murciana, pero la junta revolucionaria de Cartagena le obligó a disolver sus tropas para evitar mayor derramamiento de sangre. Participó en el levantamiento de 1869 para implantar la república federal en todo el país, pero fue apresado por las tropas del general José Arrando, y fusilado el 8 de octubre de ese año en la cárcel de Ibi. Ramón J. Sender lo convirtió en uno de los defensores del cantón de Cartagena en su novela Míster Witt en el cantón.

Mucho más importante para la historia de nuestra ciudad, y también de nuestra provincia, fue la Tercera, o Segunda, Guerra Carlista. Una guerra carlista que supuso como suceso más trágico, la invasión de la capital hasta en tres ocasiones por los a sí mismos llamados legitimistas. La primera de ellas fue la que protagonizó en octubre de 1873 las tropas que estaban al mando del brigadier José Santés, que en muy poco tiempo, y merced a su abismal superioridad militar y numérica, se pudieron hacer con ella sin necesidad del menor derramamiento de sangre, al haberse rendido las autoridades conquenses nada más haber comenzado los carlistas el intento de asalto. En la defensa de la ciudad participaría el comandante Eusebio Santa Coloma (Cuenca, 1823 – Cuenca, 1883), quien después de haber realizado toda su carrera militar en Filipinas, donde había llegado a ocupar algunos cargos de gobierno, había regresado a la península poco tiempo antes para terminar aquí su carrera militar. El comandante, habiéndose refugiado en la parte alta de la capital para hacer frente a los carlistas al mando de un pequeño grupo de guardias civiles y de voluntarios de la libertad, y sabiendo que Cuenca ya se había rendido, logró escapar con ellos por la puerta del Castillo, salvando de esta forma el armamento y las municiones, tal y como figura en su hoja de servicios.

Mientras todo esto ocurría, su hijo, Federico Santa Coloma (Manila, 1850 – Madrid,1929), participó del lado de los liberales en todos los frentes de la guerra, primero en el frente norte, en la provincia de Bilbao, y después de combatir en las tierras serranas y alcarreñas de Cuenca y Guadalajara, y seguir por el frente levantino del Maestrazgo, donde participó de manera destacada en la toma de la localidad turolense de Cantavieja (1875), uno de los principales reductos carlistas, y en Cataluña, también en la conquista de Seo de Urgel (Lérida) pocos meses después, finalizando con la toma definitiva de Estella (Navarra), que supuso el final de la guerra y la derrota definitiva de los legitimistas. Federico Santa Coloma inició la guerra carlista de alférez y la terminó de comandante graduado, habiendo conseguido todos sus ascensos hasta ese momento por acciones de guerra, pero estaba destinado, ya en la centuria siguiente, al generalato y a los gobiernos militares de Málaga y Gerona.

Y es que, tal y como había sucedido también durante la Primera Guerra Carlista, la orografía de la provincia de Cuenca colaboraba a que muchas de sus comarcas pudieran convertirse en escenario habitual de enfrentamientos armados entre los seguidores de ambos bandos, enfrentamientos que si bien en algunas ocasiones eran simples escaramuzas, otras veces eran verdaderas batallas entre dos ejércitos numerosos. Los castillos de Cañete y Beteta se habían convertido para entonces en fuertes carlistas, y por ello en sus alrededores los encuentros entre estos y los liberales fueron habituales. Los liberales lograron algunas victorias importantes, como las de Campillo de Altobuey y Huélamo, batallas ambas en las que destacó precisamente Federico Santa Coloma, principalmente en ésta última, en la que formó parte de la columna que persiguió a los carlistas huidos hasta Valdemeca. Pero también hubo victorias de las tropas carlistas, y en este sentido especialmente trágica fue la nueva conquista de la propia capital conquense por las tropas del propio infante Alfonso Carlos, hermano del proclamado Carlos VII, y de su esposa Doña Blanca (María de las Nieves de Braganza, el 15 de julio de 1874, mucho más sanguinaria y destructiva que la que había acometido Santés algunos meses antes. La diferencia entre una conquista y otra estribaba en que, si bien la diferencia numérica entre invasores y defensores era abrumadora, en esta ocasión las autoridades conquenses habían decidido acometer la defensa de la ciudad, lo que provocó la muerte de un número importante de conquenses, algunos de los cuales fueron asesinados vilmente después de que la ciudad hubiera sido ya conquistada por los carlistas.

Con el fin de conmemorar y recordar este hecho, la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó en el mes de julio de 2014 uno de sus cursos, en el que varios investigadores analizamos algunos aspectos sobre cuál era la situación de Cuenca en el momento de producirse la invasión carlista, situación que en muchos aspectos era y sigue siendo bastante desconocida. A pesar de que Miguel Romero ya había investigado en diversas monografías los asuntos relacionados con la guerra carlista, tanto por lo que se refiere a la propia ciudad, El Saco de Cuenca, como también a la provincia, Las guerras carlistas en Tierra de Cuenca, 1833-1876, y a pesar también de que el tema de cómo estaban entonces las fortificaciones de la ciudad ya había sido convenientemente analizado por los arqueólogos Michel Muñoz y Santiago David Domínguez en el libro Tras las murallas de Cuenca, estos especialistas profundizaron más en ambos aspectos, al tiempo que otros asuntos relacionados con el problema, político y militar, mucho más desconocidos, eran analizados también por otros investigadores. Por mí parte, yo me centré en la participación en el conflicto de la intervención en el mismo de una familia de militares de origen conquense: los Santa Coloma.

Así, dos jóvenes investigadores, Jesús Higueras y Sinesio Barquín, hablaron respectivamente de la situación política que se vivía en la ciudad en el momento previo a la invasión carlista, y de la configuración social y humana de un grupo armado de carácter miliciano que se había creado en todas las ciudades, también en Cuenca, con el fin de defender el poder revolucionario. Ambas contribuciones constituyen dos de los escasos acercamientos que se han hecho a la situación política y militar de la ciudad en el último tercio del siglo XIX. Finalmente, Diego Gómez Sánchez habló en el citado curso del monumento funerario que se mandó levantar en recuerdo de aquella fecha fatídica, el 15 de julio de 1874, monumento en cuyo interior se instalaron las cenizas de algunos de los conquenses que perdieron la vida en el asalto y posterior saqueo, y que fue destruido por las tropas nacionales después de la Guerra Civil de 1936-1939. Este autor ya se había acercado antes a un asunto tan poco común como el de los cementerios, en su libro La muerte edificada. El impulso centrífugo de los cementerios de la ciudad de Cuenca (siglos XI-XX), tan importante para nuestro estudio si tenemos en cuenta que había sido precisamente a lo largo del siglo XIX cuando se legisló desde el gobierno central para que se prohibiera definitivamente el enterramiento dentro de las iglesias y se obligara a la creación de nuevos cementerios fuera del casco urbano de las poblaciones. Abundando en este asunto, hay que decir que Cuenca contó en este período con dos cementerios, el que se había creado en 1834 frente al paraje de La Fuensanta, a la entrada de la carretera de Madrid, y el actual, que se inauguraría en 1896, muy al final del período aquí estudiado.

En el mes de diciembre de 1874 fue coronado Alfonso XII, el hijo primogénito de la depuesta reina Isabel II. El proceso revolucionario era derrotado definitivamente después de seis años de diversos enfrentamientos en el exterior y en el interior. Cánovas, conocedor de que la situación en el país es delicada, crea un sistema de poder, el turnismo político, basado en el reparto de éste entre los dos partidos mayoritarios, el Partido Liberal de Sagasta y su propio Partido Conservador. Es la etapa que se ha venido a llamar la Restauración, que abarca principalmente el reinado del propio Alfonso XII (1874 - 1885) y la regencia de su esposa, María Cristina de Habsburgo (1885 - 1902), etapa a la que se le va a dedicar la segunda edición del citado curso de la Universidad Menéndez Pelayo. Una etapa, por otra parte, muy desconocida en lo que se refiere a la provincia de Cuenca, a pesar de su cercanía cronológica. Una etapa por otra parte en la que nuestras tierras se vieron sometidas a epidemias, como la de cólera de 1885, que unidas a la plaga de langosta que empezó a asolar las tierras conquenses ese mismo año y que tardarían varios años en ser erradicadas (en Villar de Cañas, por ejemplo, en 1887 se perdieron totalmente las cosechas) hizo que el crecimiento demográfico en gran parte de la provincia fuera en aquellos momentos negativo.

Cuenca al final del siglo es, como ha dicho Miguel Ángel Troitiño, una ciudad diferente a lo que había sido al inicio del período estudiado, una ciudad que se ha decidido ya definitivamente a bajar al llano, aunque hasta bien entrado ya el siglo XX lo haría de manera tímida, apenas unas pocas calles entrelazadas alrededor de una especie de tierras agrícolas y fácilmente inundables, las formadas por las huertas que abre el Huécar en las zonas del Puente de Palo y de lo que a principios de la centuria siguiente, ya totalmente urbanizado, sería el Parque de San Julián.


 Tercera Guerra Carlista. Toma de Cuenca. El brigadier Iglesias es sorprendido por una columna enemiga. Ilustración de L'Univers Ilustre, París, 1874.

HISTORIA ECONÓMICA, HISTORIA DE LA IGLESIA, BIOGRAFÍA 

Reconozco que a lo largo de todas estas páginas han primado sobre todo aquellos aspectos relacionados con la historia política y militar, pero considero que el siglo XIX, más quizá que otros períodos de la historia de España, han sido condicionados tanto por la política que sin ésta no se pueden entender en toda su complejidad otros aspectos de la vida social. Es cierto que a lo largo de toda la centuria se produjeron importantes cambios económicos y sociales, desde luego, pero todos esos cambios fueron siempre de la mano de las abismales y profundas reformas que se produjeron en la vida política, transformaciones que sin duda explican esos cambios económicos y sociales. Transformaciones como la propia revolución liberal, los diversos pronunciamientos militares, y sobre todo las distintas guerras civiles que se produjeron durante toda la centuria de manera intermitente, porque eso era en realidad las dos o tres guerras carlitas, ya hemos dicho que los historiadores no nos ponemos de acuerdo, e incluso, antes que ellas, el continuo enfrentamiento entre liberales y absolutistas que se extendió desde la Guerra de la Independencia hasta la muerte de Fernando VII.

No obstante, en este último apartado vamos a analizar, siquiera someramente, algunas aportaciones que se han hecho a la historia de Cuenca desde el punto de vista social, económico, biográfico incluso, y que por diferentes aspectos no han tenido cabida en los tres apartados anteriores. También, desde luego, algunos trabajos que se escapan a la periodificación del siglo que aquí hemos, porque son trabajos que tratan el siglo XIX en su conjunto. O incluso, como es el caso de los estudios ya citados de Miguel Ángel Troitiño y de David Sven Reher, para tratar el siglo XIX dentro de un proceso cronológico de más larga duración. Así, Félix González Marzo ya trató aspectos sociales y económicos en sendas aportaciones realizadas por él a dos cursos que fueron organizados en 1996 y 1998 por la Asociación de Amigos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, que fueron dedicados respectivamente a estudiar las relaciones de poder y la economía en perspectiva histórica. Y relacionados con un aspecto muy concreto de la realidad, la educación, hay que celebrar aquí los trabajos de Clotilde Navarro García, Leer, escribir, contar en las escuelas de Cuenca. Evolución del sistema educativo durante el siglo XIX, y Magdalena Pérez Triguero, Influencias y aportaciones de la Segunda Enseñanza en la sociedad conquense del siglo XIX.

Son interesantes los trabajos sobre historia económica que se han venido publicando en revistas o se han presentado a diversos encuentros científicos. El asunto de la desamortización, además de los libros ya inolvidables de Félix González Marzo, han sido tratados en dos pequeños artículos por Pedro Joaquín García Moratalla y Manuel Gesteiro Araújo, trabajos que además son doblemente interesantes por tratar precisamente un proceso desamortizador que ha sido muy poco estudiado, el del Trienio Liberal. Por su parte, Miguel Jiménez Monteserín estudió en su momento un aspecto tan importante, sobre todo para el primer tercio de la centuria, como es la abolición del diezmo, que fue sustituido en esta época por otro tipo de impuestos más modernos. El tema del ferrocarril y su tardía llegada a Cuenca, y como elemento indicador de la marginación a la que ya entonces estaba sometida la provincia conquense, y de la propia incapacidad de sus élites para hacer frente a esa marginación y al inmovilismo, ha sido estudiado también  por el propio Miguel Ángel Troitiño en un interesante artículo que fue publicado por la revista Cuenca en 1978.

En cuanto a la historia eclesiástica, y por lo que a la alta jerarquía de la Iglesia se refiere, Domingo Muelas Alcocer continuó la obra realizada por Trifón Muñoz y Soliva hace ya cincuenta años con su libro Episcopologio conquense, 1858-1997, en el que analiza la personalidad de los diferentes prelados conquenses durante la segunda mitad del siglo XIX y toda la centuria siguiente. Para nuestro trabajo nos interesan las figuras de Miguel Payá y Rico (1858 - 1874), Sebastián Herrero y Espinosa de los Monteros (1875 - 1876), José Moreno Mazón (1877 - 1881), Juan María Valero y Nacarino (1882 - 1890) y Pelayo González Conde (1891 -1899) Especialmente el primero de ellos, que ha sido estudiado también monográficamente por Pilar Tormo, interesa también por haber participado de manera destacada en el Concilio Vaticano I (1870), donde defendió la infalibilidad papal. Representa además la deriva de la Iglesia conquense hacia posiciones conservadoras, que se había iniciado ya con sus antecesores: Jacinto Rodríguez Rico (1826 - 1847), quien había sido diputado en las Cortes de Cádiz por la provincia de Zamora, y se convirtió después en uno de los llamados “persas” que firmaron el manifiesto por el que reclamaban de Fernando VII la reinstauración del absolutismo; y, tras un breve paso por la diócesis de Juan Gualberto Ruiz (1847 - 1849), Fermín Sánchez Artesero (1849 - 1855), religioso capuchino que en 1833 se había convertido en el principal representante de los intereses y postulados carlistas ante la Santa Sede. El lado opuesto a estos obispos lo representa el primer prelado conquense del siglo XIX, Antonio Palafox y Croy (1800 - 1802), que sin embargo había realizado lo más importante de su labor, ilustrada aún como arcediano de Cuenca, durante el último tercio de la centuria anterior. Entre ambos quedaba la figura de Ramón Falcón y Salcedo (1803 - 1826), un prelado que sin duda hubiera pasado desapercibido por la diócesis si no hubiera sido porque durante su mandato en ella se produjeron hechos tan importantes como la Guerra de la Independencia y la primera revolución liberal.

Ya para acabar quiero citar algunas aportaciones que se han hecho desde el campo de la biografía, más allá de las ya citadas biografías de algunos personajes que fueron importantes en el período estudiado, como el propio prelado Payá y Rico o el marino y militar Fernando Castado Torres. A este respecto quien se lleva la palma es, desde luego, Fermín Caballero, del que han tratado autores como Mariano Sánchez Almonacid (Fermín Caballero, una circunstanciada historia viva, editado recientemente por Antonio Lázaro), Marino Poves Jiménez (Fermín Caballero y el fomento de la Educación Rural) o Antonio López Gómez (La obra geográfica de Fermín Caballero, publicada en la revista Arbor ya en 1878). A estos y otros trabajos sobre este escritor y político conquense hay que añadir las reediciones que en las últimas décadas se han hecho a algunos de sus libros, como el dedicado a la imprenta conquense o sendas biografías que él mismo dedicó al dominico taranconero Melchor Cano y a los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, escritores conquenses del siglo XVI.

Ya para terminar, y para no alargar demasiado este trabajo que sólo intenta ser una aproximación a un tema tan complejo como es la historia de Cuenca en el siglo XIX, quisiera terminar con las biografías de dos figuras bastante representativas, y sin duda olvidadas, una desde el punto de vista de la cultura y la otra desde el punto de vista de la política, una que hunde sus raíces en el siglo XVIII y otra que extiende las ramas más altas de su peripecia vital hasta bien entrada la centuria siguiente. La historia no sabe en realidad de acotaciones cronológicas, que eso es cosa sólo de los historiadores, que acomodan su trabajo dividiendo el período en algo parecido a compartimentos estancos. Uno es José Antonio Conde (La Peraleja, 1766 – Madrid, 1820), arabista, helenista e historiador en general, que ha sido estudiado por Julio Calvo Pérez (Semblanza de José Antonio Conde). El otro es Manuel Polo y Peyrolón (Cañete, 1846 – Valencia, 1918), destacado escritor y político que llegó a convertirse en el líder del carlismo parlamentario, una vez que éste, tras la derrota en 1875, se dio cuenta de que debía abandonar las armas e intentar hacerse un hueco en la política española por medio de las urnas. Javier Urcelay Alonso editó en 1913 sus memorias política, que abarcan el período comprendido entre 1870 y 1913.

Cuenca. Puente de San Pablo y catedral. Grabado a la madera.
Pinturesque Europe. Nueva York. 1887.


viernes, 12 de noviembre de 2021

Pelayo Quintero Atauri, renovador de la arqueología en España y en Marruecos

 Una de las metas que yo me propuse cuando empecé a construir este blog sobre historia de Cuenca, pero también sobre cualquier otro aspecto que pudiera estar relacionado con este tipo de conocimientos humanísticos, tan denostados en la actualidad por los diferentes planes de estudio y, como consecuencia de ello, también por el conjunto de la sociedad, fue la de intentar acercar al lector algunos documentos originales de archivo, curiosos y desconocidos por el público en general. Pero también, como el lector ha podido comprobar a lo largo de este tiempo, dar a conocer algunos libros que, de alguna manera, pudieran estar directamente relacionados con las ciencias humanas, y en concreto con la historia, desde novelas históricas hasta ensayos de investigación, orientados principalmente para los especialistas, o trabajos de divulgación histórica. En este marco, he querido dedicar algunas de las entradas a diferentes libros sobre la historia de Cuenca, o sobre algunos personajes históricos conquenses, algunos de ellos desconocidos por el público en general, que por haber sido publicados lejos de nuestra ciudad, y fuera de los canales usuales de distribución, no son fáciles de localizar por el conjunto de los conquenses. Y éste es el caso del texto que esta semana quiero comentar, la biografía de uno de esos conquenses olvidados, el arqueólogo e historiador Pelayo Quintero Atauri, que ha sido realizada por uno de sus mayores admiradores, el también arqueólogo gaditano Manuel J, Parodi Álvarez, y publicada por la editorial andaluza Almuzara este mismo año.

          

  ¿Quién fue realmente este Pelayo Quintero Atauri? Antes de adentrarnos en su biografía, y en la relación que desde su nacimiento le unió con la provincia de Cuenca, y especialmente con las tierras manchegas del viejo priorato de Uclés, tan cercanas a la ciudad hispanorromana de Segóbriga, que tanto le marcara en su niñez, y le señalara su verdadero camino profesional, quiero ofrecer al lector unas breves pinceladas de conjunto sobre lo que el conquense representó para el devenir del estudio arqueológico en todo el siglo XX. Porque Pelayo Quintero, más allá de los descubrimientos arqueológicos, siempre interesantes, que pudo realizar a lo largo de su carrera, fue, en primer lugar, un hombre de su tiempo, que vivió a caballo entre el siglo XIX y la centuria siguiente. Es decir, si en el momento en el que él empezaba a excavar en la tierra, la arqueología española se encontraba aún en una situación incipiente, que tenía más que ver con el anticuarismo, la aventura y la simple búsqueda de tesoros, que con un verdadero estudio científico de los restos descubiertos y de los yacimientos, tal y como ahora la entendemos, después, conforme fue avanzando el desarrollo de la disciplina, ésta terminó por convertirse en una cuestión de método y de trabajo científico. Y el conquense, que fue, más o menos, coetáneo de Howard Carter, el descubridor de Tutankamón, de Hiram Bingham, el descubridor de las ruinas de Machu-Pichu, de Adolf Schulten, el renovador de los estudios sobre Tartessos, y también de otros arqueólogos de aquella época gloriosa, fue también parte de esa transformación de la arqueología como ciencia.

Recogemos aquí las palabras del propio Parodi: “Pelayo Quintero puede ser considerado como uno de los más claros representantes de la arqueología anticuaria, más o menos anacrónica, en la España de fines del XIX y principios del XX, pero también, y al mismo tiempo, sería uno de los primeros representantes de la disciplina arqueológica ya moderna en nuestro país. Se trata de una época en la que no existía la formación arqueológica como tal en las universidades españolas, y Quintero viene a formar parte (hasta cierto punto representándolos, encarnándolos) de los inicios del cambio en la disciplina arqueológica en España, en la medida en la que no fue un simpe (y admirable) aficionado, un diletante, sino que partió desde  una formación universitaria en la Universidad Central (actual Complutense) de Madrid y se formó inicialmente en el trabajo de campo arqueológico con su pariente Román García Soria, en el yacimiento de Segóbriga o Cabeza de Griego, para continuar esta senda en ulteriores destinos (esencialmente en Andalucía, y desde diferentes perspectivas, como veremos,…). De este modo y por esta razón, por ejemplo, es de notar como Quintero trabaja con método, en el campo y en el gabinete, y como documenta y escribe de forma muy correcta y acertada (para su juventud y su época), aunque es de señalar igualmente que en sus orígenes viene a transitar también entre materias y contenidos muy diversos, entre los que destacan las bellas artes, así como la historia del arte y la crítica artística, campos en los que se centraba el objeto de sus intereses, aficiones y afanes. Baste mencionar en este sentido su gran obra, Sillerías de Coro, publicada en 1928, entre otros trabajos dedicados a la historia del arte, disciplina que el ucleseño no abandonaría jamás por completo.”

            Por todo ello, el conquense tiene un hueco predominante en la historia de la arqueología, por más que después, por diferentes razones que nada tienen que ver con el desarrollo de su trabajo, haya sido olvidado por muchos de los arqueólogos actuales; y también, por algunos de aquellos que tanto le debían mientras que el conquense aún se encontraba con vida. Una excepción honorable a ese olvido generalizado, y quiero destacarlo aquí, fue el profesor Enrique Gozalbes Cravioto, tristemente desaparecido también hace algunos años, quien probablemente fue el mejor conocedor de la historia de la arqueología española, y quien precisamente vino a terminar su carrera como docente y como arqueólogo en nuestra ciudad, desde su cargo de profesor de Historia Antigua en la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades, de la Universidad de Castilla-La Mancha. Sobre ese manto de olvido que la arqueología española, en su conjunto, ha tendido sobre nuestro protagonista, Manuel Parodi ha escrito lo siguiente: 

            “Su figura y su obra han estado sumidas en el olvido, un olvido que entendemos consciente, deliberado y nada inocente, y que ha sido consecuencia de una forma de damnatio memoriae ejercida sobre el personaje ya en vida del mismo, tras la guerra civil. Quintero, un monárquico liberal en la órbita del sistema político de la restauración, en la esfera de Sagasta, no comulgaba con el régimen franquista ni con los principios del fascismo, y sufriría la represión de los vencedores en la contienda, a lo que habrían de sumarse las querellas y acaso las envidias locales gaditanas, que le pasarían igualmente factura… En este sentido es de señalar que la figura de Quintero no ha recibido durante décadas la consideración que le correspondía en el seno de la arqueología española. Se le ignoraba como arqueólogo (notable excepción la constituida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, acaso el más destacado especialista en historia de la arqueología española, quien lo incorporaría al Diccionario Histórico de la Arqueología en España…); sus trabajos estaban sujetos a una continua puesta en solfa, desatendiendo al necesario rigor a la hora de considerar desde la perspectiva de su tiempo (esto es, desde un punto de vista historiográfico) la labor de quienes nos han precedido en una u otra disciplina, y no brindando a Quintero la natural y misma consideración desde una perspectiva historiográfica que se ofrece a los trabajos de investigadores de hace un siglo, en una exclusión  que claramente entendemos relacionada con la antedicha damnatio memoriae ya planificada en vida del mismo Quintero, y por motivos que aunaban lo político con el interés de determinados significativos personajes de la oligarquía gaditana de la época (alguno de los cuales fue asimismo del régimen franquista, en cuyo seno alcanzaría las más altas instancias de poder [el autor se está refiriendo al propio José María Pemán]) por eliminar a un incómodo rival del horizonte cultural local de Cádiz).”


            Pelayo Quintero había nacido en Uclés, la antigua sede en Castilla de la orden militar de Santiago, a la sombra de su monasterio prioral, el 20 de junio de 1867. Realizó sus estudios en Madrid, donde simultaneó la carrera de Derecho, acuciado a ello, muy probablemente, por las presiones familiares, con estudios más personales de Dibujo, en las escuelas de Bellas Artes y de Artes y Oficios, así como también en la Escuela Superior de Pintura, y también en la Escuela de Diplomática, a la cual estaba reservada, en aquellos momentos, la especialización profesional para el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios. Y en su pueblo natal, y a la sombra en un primer momento de cierto familiar suyo, probablemente su tío abuelo, Román García Soria, quien en aquel momento ejercía, al menos de facto, la dirección de las excavaciones en la cercana ciudad romana de Segóbriga, se despertó en nuestro personaje una fuerte atracción por la arqueología, por recuperar desde el fondo de la tierra interesantes retazos de nuestro pasado. Y gracias a aquellas primeras experiencias con la piqueta, además, pudo llegar a conocer a algunos de nuestros más gloriosos arqueólogos decimonónicos, especialmente a Fidel Fita, con quien colaboró, además, en sus tareas de publicación de los restos epigráficos del yacimiento, incorporados por el sabio catalán al monumental Corpus Inscriptionum Latinarum.

            Terminada su etapa de formación, Pelayo Quintero ejerció como profesor de Dibujo en diferentes ciudades andaluzas: Granada, Málaga y Sevilla primeramente, periodo que aprovechó para realizar diferentes trabajos arqueológicos en el importante yacimiento romano de Itálica, patria de origen que había sido de una de las más importantes dinastías de emperadores romanos: la dinastía antonina. Sin embargo, sería su posterior llegada a Cádiz, en 1904, cuando empezó a desarrollarse la etapa más fructífera de su carrera profesional, como director del Museo de Bellas Artes de aquella ciudad mediterránea, con sus trabajos arqueológicos, al frente de diferentes yacimientos de la propia capital y de la cercana ciudad de San Fernando, y especialmente diferentes necrópolis púnicas como las de Santa María del Mar y Punta de la Vaca, y también con los diferentes cargos de dirección y representación que mantuvo en diferentes asociaciones culturales locales, provinciales, e incluso regionales. En este sentido, hay que destacar su labor desempeñada en la celebración del primer centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912, fruto de la cual, y siempre bajo la inspiración del conquense, quedaría para la posteridad el gigantesco monumento que se levantó en la Plaza de España, bajo proyecto de Modesto López Otero y ejecución de Aniceto Marinas, y el lapidario que desde entonces decora la fachada del Oratorio de San Felipe Neri, lugar en donde se celebraban las reuniones de las Cortes, y que recuerda a algunos de los diputados que llegaron a la hermosa ciudad del Mediterráneo desde las diferentes provincias españolas, a un lado y otro del Océano Atlántico.

            Pero la principal tarea que el conquense desempeñó en Cádiz tuvo más que ver con la arqueología, a pesar de las muchas dificultades a las que Quintero Atauri tuvo que hacer frente, especialmente en sus últimos años, debido a su avanzada edad y a su delicado estado de salud. Así, los materiales que él iba recuperando de la tierra, en sus diferentes excavaciones, el conquense los iba depositando en su Museo de Bellas Artes, quizá en detrimento del propio Museo Arqueológico, aunque finalmente terminaría por cederlo a éste, después de haberse marchado ya de Cádiz; y es que, pese a su marcha de la ciudad, él oficialmente él no había sido cesado en la dirección del museo gaditano. ¿Qué es lo que obligó al conquense a cruzar el Estrecho de Gibraltar, e instalarse en la capital del protectorado español en Marruecos, como director, ahora, del nuevo Museo arqueológico de Tetuán? No, desde luego, sus propios intereses personales, sino ciertas presiones ejercidas sobre el nuevo gobierno franquista desde algunos elementos de la nueva sociedad gaditana surgida al finalizar la Guerra Civil, tal y como Manuel J. Parodi afirma desde algunos capítulos de su libro. Este hecho, su traslado al protectorado, le abrió la posibilidad de poder trabajar en las excavaciones de la antigua ciudad númido-fenicia de Tamuda, reconvertida en tiempos de Calígula y de Claudio en un campamento romano de gran importancia, y sobre todo, de convertirse en el gran renovador de la arqueología marroquí en el siglo XX, como ya lo había sido, también, de la arqueología andaluza y española algunos años antes.

            Pelayo Quintero falleció en Tetuán en 1946. Después de que este hecho se produjera, y durante mucho tiempo, siempre hubo una flor roja sobre su blanca tumba, en el cementerio español (cristiano) de Tetuán. El hecho, real gracias a la generosidad de su fiel criado Maimún, se tuvo durante mucho tiempo como una leyenda urbana. Es curiosa la forma en la que el destino, el hado, trazó sus últimas decisiones sobre este conquense, a veces tan incomprendido. El mismo hado permitió que una de sus grandes obsesiones, el hallazgo del sarcófago fenicio, se hiciera realidad mucho tiempo después de su muerte, y además, en el lugar más insospechado. Poco tiempo antes de su llegada a Cádiz, a finales del siglo XIX, había aparecido en la ciudad el sarcófago antropomorfo fenicio, y el conquense, desde su llegada a la ciudad, siempre deseó poder hallar la pareja de ese sarcófago, otro que tuviera forma de mujer. El conquense tuvo que abandonar la ciudad sin poder encontrarlo, y sería mucho tiempo después de su fallecimiento, en 1980, cuando, por fin, apareció aquel sarcófago, y precisamente en el solar en el que antes había estado su casa, la única casa que él habitó mientras vivía en la “Tacita de Plata”. Otra leyenda urbana cuenta que él ya había descubierto aquel sarcófago antes de abandonar la ciudad, y que lo había escondido allí con el fin de tenerlo siempre más cerca. Otra leyenda urbana sin sentido, pues cualquier persona que conociera a nuestro arqueólogo habría sabido que él nunca hubiera actuado de esta forma, que él nunca hubiera dudado en ofrecer su descubrimiento al conjunto de la sociedad gaditana y española, aunque fuera desde una de las salas de su Museo de Bellas Artes.



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